La luz ambarina se había encendido. Gibson tomó un último sorbo de agua, se aclaró suavemente la garganta y verificó que sus hojas estuvieran en el debido orden. Por muchas veces que hablara por radio siempre experimentaba aquella rigidez inicial en el cuello. En el cuarto de control la ingeniero de programación levantó su pulgar; la luz pasó súbitamente a rojo.
—Hola, Tierra, aquí Martin Gibson que os habla desde Puerto Lowell, en Marte. Éste es un gran día para nosotros. Esta mañana ha sido inflada la nueva cúpula y ahora la ciudad ha aumentado su tamaño en casi un cincuenta por ciento. No sé si podré daros una idea de la victoria que esto representa, la sensación de triunfo que nos proporciona en nuestra batalla contra Marte. Pero lo intentaré.
»Todos sabéis que es imposible respirar la atmósfera marciana; es muy pobre y prácticamente no contiene oxígeno. Puerto Lowell, nuestra ciudad principal, está construida bajo seis cúpulas de plástico transparente, sostenidas en alto por la presión del aire interior, aire que podemos respirar cómodamente, aunque es mucho menos denso que el vuestro. Durante el año último ha estado en marcha la construcción de una séptima cúpula, dos veces mayor que cualquiera de las otras. La describiré tal como era ayer, cuando entré en ella, antes de que comenzara a hincharse.
»Imaginad un gran espacio circular, de medio kilómetro de diámetro, rodeado por una gruesa pared de ladrillos vítreos, cuya altura sea dos veces la de un hombre. A través de esta pared discurren pasajes hacia las otras cúpulas y las salidas al brillante paisaje marciano que nos rodea. Estos pasajes son simples tubos de metal, con grandes puertas que se cierran automáticamente cuando el aire escapa de cualquiera de las cúpulas. En Marte no somos amigos de poner todos los huevos en una sola canasta.
»Cuando entré ayer en la Cúpula Siete, todo este gran espacio circular estaba cubierto por una fina hoja transparente sujeta a la pared circundante y que yacía en el suelo en enormes pliegues, bajo los cuales debimos abrirnos camino. Comprenderéis lo que sentía si os imagináis caminando dentro de un globo desinflado. La cubierta es de un plástico muy resistente, transparente y flexible, similar a un celofán grueso.
»Naturalmente, tuve que usar mi máscara de respiración, pues, aunque estábamos aislados del exterior, el aire era aún escasísimo dentro de la cúpula. Lo estaban insuflando desde el exterior, tan velozmente como era posible; pude ver cómo se tensaban perezosamente las grandes láminas de plástico, en tanto la presión iba en aumento.
»La operación continuó toda la noche. Lo primero que hice esta mañana fue volver a la cúpula. Descubrí entonces que la cubierta presentaba ya una gran burbuja central, aunque los bordes seguían planos. Aquella enorme burbuja, de unos cien metros de diámetro, trataba de moverse como una criatura viviente y aumentaba sin cesar.
»Hacia media mañana había crecido tanto que toda la cúpula iba tomando forma; la cubierta se había despegado del suelo en todas partes. Se interrumpió por un rato la operación de inflado para comprobar posibles pérdidas y se reemprendió a mediodía. Para entonces el sol había comenzado a colaborar calentando el aire, que de este modo se expandía más.
»Hace tres horas concluyó la primera fase. Nos quitamos las máscaras y dimos rienda suelta a nuestro alborozo. El aire aún no era lo bastante denso para estar cómodos, pero resultaba respirable y los ingenieros pudieron trabajar en el exterior sin la molestia de las máscaras. Pasarán los próximos tres días controlando la tensión de la gran cubierta y buscando posibles pérdidas. Es inevitable que haya algunas, por supuesto, pero, mientras la fuga de aire no exceda de cierta cifra, poco importará.
»Y ahora nos parece haber expandido un poco más allá nuestra frontera con Marte. Pronto se levantarán los nuevos edificios bajo la Cúpula Siete; ya estamos haciendo planes para instalar un pequeño parque y hasta un lago; será el único de este planeta, pues el agua en estado natural no puede existir aquí en el espacio abierto ni por un instante.
»Éste es sólo el principio, lo sabemos, y algún día parecerá una pobre victoria; pero es un gran paso hacia delante en nuestra batalla; representa la conquista de otro pedazo marciano; y equivale a espacio vital para otras mil personas. ¿Me escuchas, Tierra? Buenas noches.
La luz roja desapareció. Por un momento, Gibson permaneció allí sentado, con la vista clavada en el micrófono, meditando sobre el hecho de que sus primeras palabras, aunque viajaban a la velocidad de la luz, sólo en este instante empezaban a llegar a la Tierra. Finalmente recogió sus papeles y atravesó las puertas acolchadas para pasar al cuarto de control.
La ingeniero le acercó el teléfono.
—Hay una llamada para usted, señor Gibson —dijo—. ¡Alguien se ha adelantado a todos!
—Ya lo creo —observó él, con una sonrisa—. Hola, Gibson al habla.
—Aquí Hadfield. Le felicito, Gibson; acabo de escucharle. Como sabe, se emitió por nuestra emisora local.
—Me alegra que le haya gustado.
Hadfield soltó una risita.
—He leído casi todos sus artículos anteriores, como usted debe imaginar. Es muy interesante observar su cambio de actitud.
—¿Qué cambio?
—Al principio, nosotros éramos «ellos». Ahora somos «nosotros». Tal vez no me expreso muy bien, pero creo que me entiende. —Y prosiguió, sin dar tiempo a que Gibson respondiera—: En realidad, lo llamo por otra causa. He logrado al fin solucionar lo de su viaje a Skia. El miércoles partirá hacia allá un avión de pasajeros con capacidad para tres pasajeros. Whittaker le dará más detalles. Adiós.
Con un chasquido, el teléfono quedó en silencio. Gibson volvió a colocarlo sobre la mesita, muy pensativo, pero sin el menor agrado. El Jefe había dicho algo muy cierto. Llevaba casi un mes allí y en ese tiempo su opinión con respecto a Marte había cambiado por completo. El primer entusiasmo infantil duró pocos días; la desilusión subsiguiente, apenas algo más. Ahora sabía lo bastante para considerar la colonia con entusiasmo moderado y no del todo lógico. Se resistía a analizarlo por temor a que desapareciera por completo. Se debía en parte, y él lo sabía, a su creciente respeto por quienes lo rodeaban, a su admiración por la competencia bien intencionada, por la prontitud con que aceptaban los riesgos bien calculados, cosa que los había capacitado, no sólo para sobrevivir en ese mundo hostil y descorazonador, sino también para sentar las bases de la primera cultura extraterrestre. Sentía, más que nunca, la necesidad de identificarse con esta obra, sin que importara adónde podía conducirle.
Mientras tanto, estaba frente a la primera posibilidad de conocer Marte a gran escala. El miércoles partiría rumbo a Puerto Schiaparelli, la segunda ciudad del planeta, diez mil kilómetros al este, en Trivium Charontis. El viaje había sido planeado quince días antes, pero siempre surgía un inconveniente que obligaba a postergarlo. Debía avisar a Jimmy y a Hilton para que se prepararan: ellos habían sido los afortunados en el sorteo. Tal vez Jimmy no sintiera ya tantos deseos de ir. Sin duda, contaba ansiosamente los días que faltaban para la partida y le molestaría cuanto le alejara de Irene. Pero si dejaba pasar esta oportunidad, Gibson no sentiría la menor simpatía por él.
* * *
—Buen trabajo, ¿verdad? —comentó el piloto, orgulloso—. No hay más que seis aparatos como éste en Marte. Ha sido todo un desafío diseñar una nave capaz de volar en esta atmósfera tan liviana, por mucho que ayude la escasa gravedad.
Gibson, que no sabía mucho de aerodinámica, no pudo apreciar los aspectos más notables del avión, aunque notó que la superficie de las alas era anormalmente grande. Los cuatro motores a reacción estaban bien escondidos bajo el fuselaje y sólo un ligero saliente delataba su situación. Si Gibson hubiese visto esta máquina en un aeropuerto terrestre, no habría reparado en ella, aunque tal vez le habría llamado la atención el vigoroso tren de aterrizaje. La máquina estaba construida para volar a gran velocidad y a largas distancias, siendo capaz de aterrizar en cualquier superficie más o menos plana.
Subió tras Jimmy y Hilton y se acomodó lo mejor que pudo en aquel reducido espacio. La mayor parte de la cabina estaba ocupada por grandes cajas de embalaje, bien aseguradas en su sitio; debía de tratarse de alguna carga urgente para Skia, que dejaba poco lugar para los pasajeros.
Los motores aceleraron rápidamente hasta que sus clamores alcanzaron el limite audible. Se produjo la pausa habitual, mientras el piloto verificaba instrumentos y controles; enseguida, los motores a reacción funcionaron a toda potencia y la pista comenzó a deslizarse debajo de ellos. Pocos segundos después, se oyó el súbito y tranquilizante chorro de energía cuando los cohetes de despegue entraron en funcionamiento y los elevaron hacia el firmamento, sin esfuerzo alguno. El aparato se alzó sin pausa hacia el sur y luego describió una gran curva hacia estribor, y pasó sobre la ciudad. Ciertamente, Puerto Lowell había crecido desde la última vez que Gibson la viera desde el aire. Aunque la nueva cúpula estaba aún vacía, ya dominaba la ciudad con su promesa de tiempos más desahogados. Cerca del centro, Gibson divisó, como pequeñísimas motas, a los hombres y las máquinas que trabajaban en los cimientos del nuevo barrio.
El avión tomó rumbo hacia el este y la gran isla de Aurorae Sinus se hundió tras el borde del planeta. Aparte de unos pocos oasis sólo se abría hacia delante un desierto de varios miles de kilómetros.
El piloto conectó los controles automáticos y se dirigió hacia el centro del aparato para charlar con sus pasajeros.
—Estaremos en Charontis en cosa de cuatro horas —dijo—. Temo que no hay mucho para ver en el camino, aunque podrán contemplar hermosos efectos de color cuando pasemos sobre el Éufrates. Después, el desierto es más o menos uniforme hasta llegar a Syrtis Mayor.
Gibson hizo un rápido cálculo aritmético.
—A ver… Vamos hacia el este y partimos bastante tarde. Será de noche cuando lleguemos allí.
—No se preocupe por esto; captaremos el radiofaro de Charontis cuando estemos a unos doscientos kilómetros. Marte es tan pequeño que resulta difícil hacer un viaje de larga distancia siempre a la luz del día.
—¿Cuánto tiempo lleva en Marte? —preguntó Gibson, quien había dejado de tomar fotografías a través de las ventanillas de observación.
—Oh, cinco años.
—¿Siempre volando?
—Casi siempre.
—¿Y no preferiría tripular naves espaciales?
—No lo creo. No hay emoción en eso; es sólo flotar en la nada durante meses enteros.
Dirigió una amplia sonrisa a Hilton, quien se la devolvió gentilmente, sin ganas de discutir. Gibson, en cambio, inquirió con ansiedad:
—¿A qué emociones se refiere?
—Pues, hay paisajes para ver, no se está lejos de casa por mucho tiempo y siempre existe la posibilidad de descubrir algo nuevo. He hecho cinco o seis viajes sobrevolando los polos, ¿sabe? Casi siempre durante el verano, pero este último invierno crucé el Mare Boreum. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero en el exterior! Hasta el momento ha sido la temperatura más baja de Marte.
—Yo podría batir este récord sin dificultad —dijo Hilton—. En Titán, durante la noche, la temperatura baja a doscientos grados bajo cero.
Aquella era la primera vez que Gibson le oía mencionar su expedición a Saturno.
—A propósito, Fred —le preguntó—, ¿qué hay de cierto en ese rumor?
—¿Qué rumor?
—Ya sabes, que vais a hacer otro lanzamiento hacia Saturno.
Hilton se encogió de hombros.
—Aún no está decidido; hay muchas dificultades. Pero creo que se hará; sería una pena no aprovechar una posibilidad como ésta. Verás: si podemos partir el año próximo nos cruzaremos con Júpiter en el trayecto y podremos echarle el primer vistazo a fondo. Mac ha trazado una órbita muy interesante. Podemos aproximarnos bastante a Júpiter, dejando atrás a todos los satélites, y permitir que el campo gravitatorio nos haga trazar un círculo a su alrededor para salir después directamente hacia Saturno. Hace falta un curso de navegación muy preciso para trazar la órbita que deseamos, pero puede hacerse.
—¿Y qué os retiene en este caso?
—El dinero, como de costumbre. El viaje durará dos años y medio y costará cerca de cincuenta millones. Marte no puede costearlo, pues doblaría el déficit de costumbre. En este momento estamos tratando de que la Tierra se haga cargo de la factura.
—Lo hará, tarde o temprano —dijo Gibson—. Pero si me das todos los datos, cuando lleguemos a casa escribiré un artículo devastador sobre la avaricia de los políticos terrestres. No debes subestimar el poder de la prensa.
La charla fue llevándolos de planeta en planeta, hasta que Gibson recordó súbitamente que estaba perdiendo una magnífica oportunidad de ver con sus propios ojos Marte. Obtuvo permiso para ocupar el asiento del piloto, con la promesa de no tocar nada, y se sentó cómodamente tras los controles.
Cinco kilómetros más abajo, el colorido desierto pasaba velozmente hacia el oeste. Volaban a una altura muy baja, pues la escasa densidad del aire marciano hacía necesario mantenerse tan cerca de la superficie como fuera posible hacerlo sin riesgo. Gibson nunca había experimentado tal sensación de velocidad; aunque en la Tierra había volado en máquinas mucho más rápidas, lo había hecho siempre a alturas desde las cuales no se divisaba el terreno. La proximidad del horizonte acrecentaba el efecto, pues cada objeto que se perfilaba sobre el borde del planeta pasaba por debajo de ellos pocos minutos después.
De tanto en tanto, el piloto se acercaba para controlar el rumbo, aunque por mera formalidad, pues no había nada que hacer mientras el trayecto no estuviera casi terminado. A mitad de camino sirvieron un poco de café y un ligero refresco; Gibson volvió a reunirse con sus compañeros en la cabina. Hilton y el piloto estaban discutiendo acaloradamente sobre Venus; éste era un tema excitante para los colonos, que consideraban al planeta como cosa de muy poco valor.
El sol estaba ya muy bajo hacia el oeste y hasta las colinas enanas de Marte arrojaban largas sombras sobre el desierto. En la superficie la temperatura descendía por debajo de cero con gran rapidez. Las pocas plantas resistentes que sobrevivían en aquel yermo desnudo debían de haber plegado fuertemente sus hojas para conservar el calor y la energía a pesar de los rigores nocturnos.
Gibson se desperezó con un bostezo. El paisaje rodaba velozmente con un efecto casi hipnótico y le resultaba difícil mantenerse despierto. Decidió dormir un poco durante los noventa minutos que, más o menos, quedaban para terminar el viaje.
Algún cambio en la luz mortecina debió de despertarlo. Por un momento le fue imposible darse cuenta de que no estaba soñando; se limitó a permanecer sentado, mirando fijamente, paralizado por la perplejidad. Ya no se encontraba sobre un paisaje llano, casi desprovisto de relieve, perdido en el intenso azul del cielo hacia el horizonte lejano. Tanto el desierto como el horizonte se habían desvanecido; en su lugar se alzaba una cadena de montañas carmesíes, que se extendían hacia el sur y hacia el norte hasta donde alcanzaba la vista. Los últimos rayos del sol poniente llegaron hasta las cumbres para legarles su agonizante gloria; los valles se habían perdido ya en la noche que iba extendiéndose hacia el oeste.
Durante largos segundos, el mismo esplendor de la escena le alejó de la realidad y por lo tanto de toda amenaza. Cuando Gibson despertó, comprendió con terror que volaban demasiado bajo; no podrían evitar aquellos picos dignos del Himalaya.
Su pánico absoluto duró sólo un segundo; el terror que le siguió fue aún más intenso. Gibson acababa de recordar lo que el susto inicial había borrado de su mente, el simple hecho que debió tener en cuenta desde el principio.
En Marte no había montaña alguna.
* * *
Cuando llegó la noticia, Hadfield estaba dictando un memorándum urgente para el Cuerpo de Desarrollo Interplanetario. Cuando se sobrepasó la hora en que se esperaba la llegada del aeroplano, Puerto Schiaparelli esperó aún quince minutos; el control de Puerto Lowell, a su vez, se demoró otros diez antes de enviar la señal de «Retrasado». Uno de los preciosos aparatos de la reducida flota marciana aguardaba la salida del sol para inspeccionar la línea de vuelo. La búsqueda sería muy difícil debido a la alta velocidad y a la baja altura necesarias para mantenerse en vuelo, pero, cuando se alzara Phobos, sus telescopios podrían colaborar con muchas más posibilidades de éxito.
La noticia llegó a la Tierra una hora después, justamente cuando no había mucho trabajo para la prensa o la radio. Gibson se habría sentido muy satisfecho con la publicidad resultante: todo el mundo empezó a leer sus últimos artículos con mórbido interés. Ruth Goldstein no se enteró de nada hasta que un editor con quien estaba en tratos llegó agitando el periódico de la tarde. Entonces se apresuró a vender los derechos de reedición correspondientes a la última serie de artículos de Gibson por un precio mucho más elevado del que su víctima pensaba pagar, y se retiró a sus habitaciones privadas para llorar copiosamente durante todo un minuto. Ambas cosas habrían proporcionado a Gibson una enorme satisfacción.
En veinte oficinas periodísticas se buscaron copias en los archivos para ir alistando las planchas, a fin de no perder tiempo. Y un editor de Londres, que había concedido a Gibson un considerable adelanto, comenzó a sentirse muy desdichado.
* * *
El grito de Gibson resonaba todavía en la cabina cuando el piloto alcanzó los controles. El escritor se sintió arrojado contra el suelo por el brusco ladeo de la máquina, lanzada hacia arriba en un desesperado intento de girar hacia el norte. Cuando logró ponerse en pie, pudo ver un precipicio anaranjado, extrañamente borroso, que se abalanzaba hacia ellos a pocos kilómetros de distancia. Aun en este momento de pánico notó algo muy curioso en esa barrera lanzada a toda velocidad; súbitamente, la luz se abrió paso en su cerebro: aquello no era una cadena montañosa sino algo igualmente mortal. Iban hacia una pared de arena levantada por el viento que se alzaba desde el desierto hasta el límite de la estratosfera.
El huracán los golpeó un segundo después. Algo azotó la máquina con violencia, de un lado a otro; un bramido furioso y sibilante atravesó el aislamiento del casco. Era el sonido más terrorífico que Gibson oyera en su vida. La noche cayó en torno a ellos en un solo instante y se hallaron volando sin esperanzas en medio de una aullante oscuridad.
Todo terminó en cinco minutos, aunque este tiempo pareció una vida entera. La alta velocidad que llevaban los había salvado, al hacer que el avión atravesara el centro del huracán como un proyectil. Hubo un súbito estallido de media luz, en un rojo tan intenso como el del rubí; la nave dejó de sacudirse bajo los golpes de un millón de martillos y un silencio resonante pareció llenar la pequeña cabina. A través de la ventanilla de observación situada en la parte trasera, Gibson pudo echar una última mirada a la tormenta, que se alejaba hacia el oeste destrozando el desierto a su paso.
El escritor, con las piernas flojas, se hundió agradecido en el asiento y lanzó un inmenso suspiro de alivio. Por un momento se preguntó si se habrían alejado mucho con respecto al rumbo fijado, pero comprendió de inmediato que, dado el instrumental de navegación de que iban provistos, eso tenía poca importancia.
Sólo entonces, cuando la tormenta dejó de ensordecerlos, sufrió el segundo susto. Los motores se habían detenido.
Una tensa quietud reinaba en la cabina. El piloto gritó por encima del hombro:
—¡Póngase las máscaras! El casco puede quebrarse en el descenso.
Con dedos muy torpes, Gibson sacó su equipo de respiración de debajo del asiento y se lo ajustó a la cabeza. Cuando hubo terminado, el suelo parecía estar ya muy cerca, aunque en aquella luz mortecina era difícil juzgar las distancias.
Una colina de baja altura pasó a toda velocidad y se perdió en la sombra. El avión giró violentamente para esquivar otra; después sufrió una sacudida espasmódica al tocar tierra y rebotar. Un momento después volvió a tocar el suelo. Gibson tensó los músculos, aguardando la inevitable colisión.
Pasó un siglo antes de que volviera a sentirse relajado, incapaz de creer que estaban en tierra y a salvo. Hilton se estiró en el asiento, se quitó la máscara y dijo a su piloto:
—Magnífico aterrizaje, capitán. Ahora, ¿cuánto tendremos que caminar?
Por un momento no hubo respuesta. Por último, el piloto pidió, con voz tensa:
—¿Alguien me encendería un cigarrillo? Estoy temblando.
—Aquí tiene —dijo Hilton, adelantándose—. Encendamos las luces de la cabina, ¿quiere?
Aquella luz cálida y reconfortante ayudó a levantarles el ánimo, borrando la noche marciana que ya cubría todo el contorno. Todos se sintieron ridículamente optimistas y dispuestos a festejar los chistes más tontos. Era la reacción lógica: se sentían demasiado dichosos por estar vivos como para preocuparse por los miles de kilómetros que los separaban de la base más cercana.
—Era toda una tormenta —dijo Gibson—. ¿Es común esta clase de cosas en Marte? ¿Y cómo no recibimos ninguna advertencia?
El piloto, superado el susto inicial, imaginó rápidamente la comisión de investigaciones que le tocaría afrontar. Aun volando con controles automáticos, habría debido efectuar verificaciones más frecuentes.
—Nunca vi nada parecido —dijo—, aunque llevo pilotados por lo menos cincuenta viajes entre Lowell y Skia. El problema es que todavía no sabemos nada sobre la meteorología marciana. Y hay sólo cinco o seis observatorios meteorológicos en todo el planeta; no es suficiente para proporcionar un panorama adecuado.
—¿Y Phobos? ¿No pudieron verla desde allí y advertirnos a tiempo?
El piloto tomó su almanaque y volvió rápidamente las hojas.
—Phobos no ha asomado aún —dijo, tras un breve cálculo. Creo que la tormenta se levantó inesperadamente en el Hades. Qué nombre más apropiado, ¿verdad? En estos momentos ya habrá amainado. No creo que haya pasado cerca de Charontis, de modo que ellos tampoco pudieron advertirnos. Ha sido uno de esos accidentes en los que nadie tiene la culpa.
Esta idea pareció alegrarlo mucho, pero Gibson no podía mostrarse tan estoico.
—Mientras tanto —replicó—, estamos clavados en medio de la nada. ¿Cuánto tardarán en encontrarnos? ¿O hay posibilidades de reparar el avión?
—Ni pensarlo: los motores están destrozados. Fueron construidos para funcionar en el aire y no en la arena, ¿comprende?
—Pero, ¿podemos comunicarnos por radio con Skia?
—Mientras estemos en tierra, no. Pero cuando aparezca Phobos (a ver, dentro de una hora), podremos llamar al observatorio y ellos retransmitirán nuestro mensaje. Aquí todas las comunicaciones a larga distancia se hacen por ese sistema. La ionosfera es demasiado débil para que las señales reboten contra ella como en la Tierra. De cualquier modo, iré a ver si la radio está bien.
Se dirigió hacia la parte delantera y comenzó a manipular los transmisores del avión mientras Hilton se ocupaba de controlar los calefactores y la presión del aire dentro de la cabina. Mientras tanto, los dos pasajeros restantes se miraban, meditabundos.
—¡En buen berenjenal nos hemos metido! —explotó Gibson, entre divertido y furioso—. He venido sin problemas desde la Tierra a Marte, cruzando más de cincuenta millones de kilómetros y en cuanto me subo a un miserable aeroplano me pasa esto. En el futuro no viajaré sino en naves espaciales.
Jimmy respondió, con una sonrisa:
—Tendremos algo para contar a los otros cuando volvamos, ¿verdad? Quizá podamos explorar un poco, al fin.
Echó una mirada por las ventanillas, haciendo pantalla con las manos para amortiguar la luz de la cabina. El paisaje circundante estaba ya en completa oscuridad, salvo donde llegaba la iluminación de la nave.
—Parece que estamos rodeados por colinas: tuvimos suerte de aterrizar en un llano. ¡Dios mío, tenemos un barranco a este lado! ¡Unos pocos metros más y nos habríamos estrellado contra él!
Gibson preguntó, dirigiéndose al piloto:
—¿Tiene alguna idea de dónde estamos?
Este inoportuno comentario le valió una mirada dura.
—Más o menos a 120° este, 20° norte. La tormenta no puede habernos alejado mucho del rumbo.
—En ese caso —replicó Gibson, inclinándose sobre los mapas— estamos en algún sitio de Aetheria. Sí, aquí figura una región de sierras, pero sin muchos datos.
—Es la primera vez que alguien aterriza aquí, ésta es la causa. Esta parte del planeta está casi inexplorada; hay mapas completos, pero trazados desde el aire.
Gibson se alegró al ver la expresión luminosa con que Jimmy acogía estas noticias. Ciertamente, había algo emocionante en el hecho de hallarse en una región todavía no hollada por el pie humano.
—No me gustaría desanimar a nadie —observó Hilton, aunque su tono indicaba que ésta era su intención—; pero no creo que pueda comunicarte con Phobos, aun cuando se levante.
—¿Qué? —chilló el piloto—. El aparato está bien; acabo de probarlo.
—Sí. Pero ¿has visto dónde estamos? Ni siquiera podremos ver Phobos. Este barranco que tenemos al sur bloquea la vista, lo que significa que no podrá captar nuestras señales de microondas. Y, lo que es peor, no podrán localizarnos por medio de sus telescopios.
Hubo un silencio lleno de perplejidad.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Gibson.
Horrorizado, imaginó una marcha de mil kilómetros a través del desierto hasta llegar a Charontis. Pero la idea era irrealizable y la descartó de inmediato. No podrían llevar el oxígeno necesario para el viaje y menos aún la comida y el equipo indispensable. Y nadie podría pasar la noche sin protección sobre la superficie de Marte, ni siquiera en esta zona más cálida cercana al ecuador.
—Tendremos que hacer señales de otro tipo —respondió Hilton, con calma—. Por la mañana subiremos esas colinas y echaremos una mirada. Mientras tanto, sugiero que lo tomemos con calma.
Se desperezó con un bostezo, llenando la cabina desde el piso hasta el techo.
—Por el momento —agregó—, no hay por qué preocuparse; tenemos aire para varios días y energía en las baterías para darnos calor por tiempo casi indefinido. Tendremos un poco de hambre si pasamos más de una semana aquí, pero no creo que esto ocurra.
Por una especie de acuerdo tácito, Hilton había tomado el control. Posiblemente, sin darse cuenta de ello, pero se había convertido en el jefe del pequeño grupo. El piloto delegó su autoridad en él sin pensarlo dos veces.
—¿Dijiste que Phobos saldrá dentro de una hora? —preguntó Hilton.
—Sí.
—¿Cuándo pasa? Nunca recuerdo los horarios de esta lunita vuestra.
—Pues sale por el oeste y se pone por el este cuatro horas después, más o menos.
—En este caso pasará por el sur cerca de medianoche.
—Así es. Oh, Dios, esto significa que no podremos verlo. ¡Entrará en eclipse durante una hora por lo menos!
—¡Qué satélite! —bufó Gibson—. ¡Cuando más se necesita, entonces, ni siquiera es visible!
—No importa —respondió Hilton, sereno—. Sabemos donde estará y no perderemos nada tratando de establecer contacto. Es todo lo que podemos hacer por esta noche. ¿Alguien tiene una baraja? ¿No? En ese caso, ¿por qué no nos entretienes con alguno de tus cuentos, Martin?
El comentario era imprudente y Gibson aprovechó la oportunidad.
—Ni pensarlo —dijo—. Tú eres quien tiene mucho que contar.
Hilton se puso rígido; por un momento, Gibson se preguntó si lo habría ofendido. El astronauta hablaba muy poco sobre la expedición a Saturno, pero aquella era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla, pues no volvería a presentarse. Además, como ocurre con todas las grandes aventuras, todos se animarían con su relato. Tal vez Hilton lo comprendió también, pues se relajó con una sonrisa.
—Me tienes sitiado, ¿eh, Martin? Bien, hablaré, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Nada de citas directas, por favor.
—¡Como si me interesaran!
—Y cuando lo escribas, déjame ver el original antes que nadie.
—Por supuesto.
Era más de lo que Gibson había esperado. No tenía intenciones inmediatas de relatar las aventuras de Hilton, pero le agradaba saber que podría hacerlo cuando quisiera. La idea de que quizá no tuviera más oportunidades no pasó por su mente.
Fuera de la nave, la feroz noche de Marte reinaba de forma absoluta, tachonada de estrellas punzantes e impertérritas. La pálida luz de Deimos permitía apenas ver el paisaje circundante, como si lo iluminara con una fría fosforescencia. Hacia el este, Júpiter, el astro más grande del cielo, se alzaba en toda su gloria. Pero los pensamientos de aquellos cuatro hombres encerrados en el avión estaban a seiscientos millones de kilómetros más allá del Sol.
Mucha gente se preguntaba aún por qué el hombre había visitado Saturno y no Júpiter, que estaba más próximo. Pero en los viajes espaciales no es sólo la distancia lo que cuenta. Se había llegado a Saturno por un sorprendente golpe de suerte, casi demasiado bueno para ser verdad. En torno a Saturno gira Titán, el mayor satélite del sistema solar, cuyo tamaño dobla el de la luna terrestre. Ya en 1944 se había descubierto que Titán poseía atmósfera. No era respirable pero resultaba incomparablemente más valiosa que si lo fuera, pues estaba cargada de metano, uno de los combustibles ideales para los cohetes atómicos.
Esto había dado lugar a una situación única en la historia de los vuelos espaciales. Por primera vez pudo enviarse una expedición a un planeta extraño, con la certeza de que podría aprovisionarse de combustible al llegar.
La Arcturus y sus seis tripulantes fueron lanzados al espacio desde la órbita de Marte. Llegó al sistema saturnino sólo nueve meses después, con el combustible preciso para posarse sin inconvenientes en Titán. Entonces comenzó el bombeo y los grandes tanques se abastecieron con los incontables trillones de toneladas de metano disponible. Con Titán como centro de abastecimiento, la Arcturus visitó cada una de las quince lunas de Saturno y llegó a bordear el gran sistema de anillos. En pocos meses se hicieron más descubrimientos respecto a Saturno que en muchos siglos anteriores de observación telescópica.
Pero había un precio que pagar. Dos de los tripulantes murieron a causa de radiaciones tras hacer reparaciones de emergencia en uno de los motores atómicos. Fueron enterrados en Dione, el cuarto satélite. Y el capitán Envers, jefe de la expedición, pereció en Titán bajo una avalancha de aire congelado; su cuerpo nunca pudo ser localizado. Hilton se hizo cargo del mando y llevó a la Arcturus hasta Marte, donde, con la sola ayuda de otros dos tripulantes, se posó un año después.
Gibson conocía bien todos los hechos desnudos. Aún podía recordar aquellos mensajes que, transmitidos de mundo en mundo, habían llegado penosamente a través del espacio. Pero era muy diferente escuchar la historia contada por Hilton, en su estilo sereno, curiosamente impersonal, como si hubiese sido un espectador y no un participante activo.
Habló de Titán y de sus hermanos menores, las pequeñas lunas que giran en torno a Saturno y hacen de éste un modelo a escala del sistema solar. Describió cómo llegaron, por último, a Mimas, el satélite más próximo, cuya distancia al planeta es sólo la mitad de la que separa la Luna de la Tierra.
—Descendimos en un valle ancho, entre dos montañas, donde teníamos la certeza de que el suelo era muy sólido. ¡No queríamos cometer el mismo error que en Rhea! ¡Fue un buen aterrizaje!; luego nos metimos en los trajes espaciales para salir. Es curioso, pero siempre se está impaciente por salir, por muchas veces que se haya visitado un nuevo mundo.
»Mimas no tiene mucha gravedad, por supuesto; sólo la centésima parte de la terrestre. Pero es suficiente para no salir disparado hacia el espacio. Yo lo prefiero así; siempre sabes, por mucho que tardes, que llegarás al suelo.
»Descendimos a primeras horas de la mañana. El día de Mimas es un poquito más corto que el de la Tierra: da la vuelta a Saturno en veintidós horas y siempre presenta la misma cara al planeta, de modo que el día y el mes tienen la misma duración, tal como en nuestra luna. Habíamos bajado en el hemisferio norte, no lejos del ecuador, y la mayor parte de Saturno estaba sobre el horizonte. Parecía algo sobrenatural; un enorme cuerno creciente clavado en el aire, como una montaña curvada de forma imposible, de varios miles de kilómetros de altura.
»Claro que habéis visto las películas que hicimos, especialmente aquélla en color tomada con cámara rápida, donde se muestra todo el ciclo de las fases saturninas. Pero no creo que podáis imaginar lo que significa vivir bajo este objeto enorme, siempre allí, en el cielo. Era tan grande que no se podía abarcar de una sola mirada. Si uno se situaba frente a él y extendía los brazos cuanto podía, daba la impresión de que las puntas de los dedos iban a tocar los extremos opuestos de los anillos. No pudimos ver muy bien esos anillos, pues estaban, casi, horizontales; sin embargo, era posible saber siempre dónde estaban por la banda ancha y oscura que proyectaban sobre el planeta.
»No nos cansábamos de contemplarlo. Gira a tal velocidad, como sabéis, que el espectáculo cambia sin cesar. Las formaciones de nubes, si es que lo son, suelen correr de un lado a otro del disco en pocas horas, variando constantemente mientras se mueven. Y los colores son maravillosos: especialmente verdes, pardos y amarillos. De vez en cuando se producen erupciones considerables y muy lentas, como si algo grande como la Tierra surgiera de las profundidades para esparcirse perezosamente en una mancha enorme.
»Era imposible dejar de mirarlo por mucho tiempo. Aunque estuviera en la fase nueva, completamente a oscuras, podía saberse su situación por el inmenso agujero que abría entre las estrellas. Y hubo algo extraño, que no dije en mi informe porque no estaba muy seguro de ello. Una o dos veces, cuando estábamos bajo la sombra del planeta, me pareció ver una leve fosforescencia que surgía de la parte nocturna, donde la oscuridad debía ser completa. No duraba mucho…, si es que en realidad existía. Tal vez se trataba de alguna reacción química producida en aquel caldero giratorio.
»¿Os sorprende que quiera volver a Saturno? Esta vez me gustaría llegar muy cerca, es decir, a unos mil kilómetros. No sería arriesgado ni exigiría demasiada energía. Sólo hace falta trazar una órbita parabólica y dejarse caer, como un cometa alrededor del Sol. Por supuesto, sólo podríamos permanecer unos pocos minutos cerca de Saturno, pero en ese lapso de tiempo es posible recoger muchos informes.
»Y quiero volver a posarme en Mimas, y ver esa enorme media luna brillando en la mitad del cielo. Vale la pena hacer el viaje sólo por ver cómo sale y se pone Saturno y las tormentas que se persiguen mutuamente por el ecuador. Sí, valdría la pena, aunque yo mismo esta vez no regresara.
Aquel último comentario no encerraba falsos heroísmos. Era una simple afirmación. Y sus oyentes la creyeron por completo. Mientras duró la emoción, cada uno de ellos habría estado dispuesto a aceptar la misma oferta.
Gibson interrumpió aquel largo silencio; se dirigió a las ventanillas para mirar hacia fuera.
—¿No podemos apagar las luces? —reclamó.
En cuanto el piloto obedeció su petición, la oscuridad se hizo completa. Los otros se reunieron con él frente a la ventanilla.
—Mirad —dijo Gibson—. Allá arriba. Podréis verlo si estiráis el cuello.
El barranco contra el cual se apoyaban no era ya un muro de total oscuridad. Una nueva luz jugaba sobre los picos superiores, salpicando los riscos quebrados y filtrándose hasta el valle. Phobos había surgido por el oeste y trepaba en una carrera meteórica hacia el sur, en veloz marcha hacia atrás.
Minuto a minuto la luz se hacía más potente. Al fin, el piloto comenzó a enviar sus señales. Acababa de comenzar cuando la pálida luz lunar se apagó, tan súbitamente que Gibson lanzó un grito de perplejidad. Phobos había entrado en la sombra de Marte; aunque seguía subiendo, su luz no sería visible durante casi una hora. No había forma de saber si asomaba por encima del gran acantilado, en la posición adecuada para recibir las señales.
Lo intentaron durante casi dos horas. De pronto, la luz reapareció en los picos, pero esta vez desde el este. Phobos había emergido del eclipse y caía hacia el horizonte; en poco más de una hora estaría allí. El piloto apagó su transmisor, disgustado.
—No sirve de nada —dijo—. Tendremos que intentar otra cosa.
—¡Ya sé! —exclamó Gibson, excitado—. ¿No podemos llevar el transmisor hasta lo alto de la colina?
—Ya lo pensé, pero daría un trabajo de mil demonios sacarlo sin las herramientas adecuadas. Todo el aparato, con antena y todo, está incluido en el casco.
—De cualquier modo, por esta noche no podemos hacer más —dijo Hilton—. Sugiero que todos durmamos un poco antes de que amanezca. Buenas noches a todos.
Era un excelente consejo, pero no muy fácil de seguir. La mente de Gibson corría aún hacia delante trazando planes para el día siguiente. Sólo cuando Phobos se hundió al fin en el este, cuando su luz dejó de jugar, burlona, por encima del acantilado, cayó en un sueño profundo.
Y aun entonces soñó que trataba de colocar una cinta transportadora entre los motores y el tren de aterrizaje para recorrer los últimos mil kilómetros hasta Puerto Schiaparelli.