El Grand Martian Hotel tenía ahora nada menos que dos huéspedes, lo que obligaba a su personal interino a un severo esfuerzo. Jimmy, quien no conocía a nadie en la ciudad, había resuelto aceptar la hospitalidad oficial, mientras el resto de sus compañeros solucionaba privadamente el problema del alojamiento. Gibson se preguntó si este arreglo daría buenos resultados; no quería someter esta amistad, algo inestable todavía, a pruebas excesivamente severas; si Jimmy llegaba a conocerlo demasiado a fondo las consecuencias podían ser desastrosas. Su mejor enemigo había compuesto un epigrama al respecto: «Martin es una de las mejores personas que se puedan encontrar, siempre que no se lo encuentre con demasiada frecuencia». Esto era lo bastante cierto para que le doliera y no deseaba volver a comprobarlo.
Su vida en el Puerto se había convertido ya en una rutina estable. Por la mañana volcaba sobre el papel sus impresiones sobre Marte, aunque, dado lo poco que había visto del planeta, resultara algo presuntuoso llamarlo así. La tarde quedaba reservada para paseos de inspección y entrevistas con los habitantes de la ciudad. Algunas veces Jimmy lo acompañaba en esas giras; en cierta ocasión, toda la tripulación de la Ares fue con él al hospital para ver los progresos que el doctor Scott y sus colegas habían realizado en su batalla contra la fiebre marciana. Aunque no había tiempo aún para sacar conclusiones, Scott parecía muy optimista.
—Lo que necesitamos —dijo, frotándose las manos con expresión de sádico— es una buena epidemia para poner debidamente a prueba esta sustancia. En este momento los casos no son suficientes.
Jimmy tenía dos razones para acompañar a Gibson en sus excursiones por la ciudad. En primer lugar, el escritor gozaba de entrada libre en todos los sitios que, de otro modo, él no habría podido conocer. La segunda razón era puramente personal: su creciente interés por la curiosa personalidad de Martin Gibson.
A pesar de la forzosa intimidad en sus actuales relaciones, no habían vuelto a tocar el tema de aquella conversación anterior. Jimmy sabía que Gibson deseaba sinceramente ser su amigo y recompensarlo por lo ocurrido en el pasado; el muchacho era muy capaz de aceptar tal oferta sobre una base puramente impersonal, pues comprendía que Gibson podía serle muy útil en su carrera. Como casi todos los jóvenes ambiciosos, Jimmy tenía en su carácter una vena de frío y calculador egoísmo; el escritor se había sentido consternado ante algunas de las ventajas que Jimmy esperaba de su protección.
Sin embargo, no sería justo para Jimmy sugerir que esas consideraciones materiales ocupaban el primer puesto en su interés. Algunas veces percibía la soledad interior de Gibson, esa típica soledad del soltero que se enfrenta a la edad madura. Quizá comprendía también, aunque no conscientemente, que el escritor comenzaba a considerarlo como el hijo que nunca había tenido. Este papel no le gustaba mucho, pero en ciertas ocasiones sentía pena por el escritor y le habría gustado complacerlo. A fin de cuentas es muy difícil no sentir afecto por quien nos ama.
Por un accidente muy trivial, se introdujo en la vida de Jimmy un elemento nuevo e inesperado. Una tarde que había salido solo sintió sed y entró en el pequeño café situado frente al edificio de la Administración. Por desgracia, no era un buen momento para ello: mientras sorbía tranquilamente una taza de té, cultivado a millones de kilómetros de Ceilán, el local sufrió una súbita invasión. Era la pausa de la tarde, durante la cual todo trabajo cesaba en Marte durante veinte minutos; el Jefe Ejecutivo había impuesto esta regla en bien de la productividad, aunque todo el mundo habría preferido prescindir de ella para salir del trabajo veinte minutos antes.
Jimmy se vio rápidamente rodeado por un ejército de mujeres jóvenes que lo contemplaban con alarmante candor y absoluta falta de timidez. Aunque la avalancha había arrastrado también a diez o doce hombres, éstos se agruparon en torno a una mesa para brindarse mutua protección; a juzgar por sus expresiones concentradas, seguían luchando mentalmente con los problemas que habían dejado en sus escritorios. Jimmy decidió terminar su té lo antes posible para salir de allí.
Frente a él se había sentado una mujer de robusto aspecto y de unos treinta y siete o treinta y ocho años, probablemente una secretaria ejecutiva que conversaba con una muchacha mucho más joven, sentada en el mismo lado de la mesa que ocupaba Jimmy. Para salir fue necesario sortear muchos obstáculos; mientras Jimmy se abría paso entre la multitud, zigzagueando por el pasillo, tropezó con un pie extendido. Cayó, aferrándose a la mesa, con lo que evitó un desastre total, pero a costa de un doloroso golpe de su codo contra la cubierta de vidrio. Olvidando que ya no estaba en la Ares, dio rienda suelta a sus sentimientos con unas cuantas palabras bien elegidas. Luego, enrojeciendo violentamente, se recobró y huyó en busca de la libertad. Sólo pudo ver que la mujer más madura se esforzaba por no reír; la más joven, en cambio, nada hacía por contenerse.
Y después, aunque más adelante le pareciera imposible, se olvidó por completo de las dos.
Fue Gibson quien proporcionó accidentalmente el segundo estímulo, mientras hablaban sobre el veloz crecimiento de la población durante los últimos años. Al preguntarse si en el futuro seguiría igual, Gibson hizo notar que las edades estaban anormalmente distribuidas; por el hecho de no haber permitido emigrar a Marte a ningún menor de edad, había un vacío total entre las edades de diez y veintiún años, aunque la elevada tasa de nacimientos lo cubriría pronto. Jimmy escuchaba con escasa atención hasta que uno de los comentarios de Gibson le hizo levantar la cabeza.
—Es extraño —dijo—. Ayer vi una muchacha que no podía tener más de dieciocho años.
Y se interrumpió. Porque en su mente estalló, como una bomba de acción retardada, el recuerdo de aquella cara sonriente del café, divertida por su tropezón. Nunca oyó la réplica de Gibson, quien le indicaba que debía de estar en un error. Sólo supo que, fuera quien fuese la muchacha, viniera de donde viniese, debía volver a verla.
En un sitio tan pequeño como Puerto Lowell, era sólo cuestión de tiempo el encontrarse con todo el mundo. Las leyes del azar se encargaban de ello. Sin embargo, Jimmy no tenía intención de esperar a que esas dudosas aliadas dispusieran un segundo encuentro. Al día siguiente, precisamente antes de la pausa para el té, se sentó en la misma mesa del pequeño café.
Esta maniobra, no muy sutil, le había ocasionado ciertas preocupaciones. En primer lugar, podría ser demasiado obvia. Sin embargo, ¿qué le impedía tomar el té allí, a la misma hora que los empleados de Administración? La segunda objeción, más importante, era el recuerdo del ridículo sufrido el día anterior. Pero Jimmy evocó una cita muy adecuada sobre los corazones medrosos y las damas honradas.
Sus resquemores resultaron inútiles. Aunque esperó hasta que el café estuvo nuevamente vacío, no hubo señales de la muchacha ni de su compañera. Tal vez habían ido a otro sitio.
Para un joven lleno de recursos como lo era Jimmy, aquél era un revés fastidioso, pero no definitivo. Parecía casi seguro que ella trabajaba en el edificio de Administración y él podía encontrar miles de excusas para entrar allí. Encontraría algo que averiguar con respecto a su paga, por ejemplo; pero esto no le ayudaría a llegar hasta las profundidades del sistema de archivos ni a la oficina de las estenógrafas, donde sin duda trabajaba aquella muchacha.
Era más sencillo vigilar el edificio a la hora en que llegaba o salía el personal, aunque hacerlo sin llamar la atención sería todo un problema. Antes de que hubiese tratado de solucionarlo, el Destino volvió a actuar, esta vez bajo la apariencia de un Martin Gibson algo jadeante.
—Te he estado buscando por todas partes, Jimmy. Será mejor que te apresures a vestirte. ¿Sabías que esta noche hay un espectáculo? Y antes estamos todos invitados a cenar con el Jefe. Dentro de dos horas.
—¿Y cómo hay que vestirse para una cena formal, aquí en Marte? —preguntó Jimmy.
—Pantaloncitos negros y corbata blanca, creo —respondió Gibson, dudando—. ¿O es al revés? En el hotel nos lo dirán. Ojalá encuentren algo que me vaya bien.
Lo encontraron, pero a duras penas. En Marte, donde la vestimenta se reducía al mínimo debido al calor o al aire acondicionado, las ropas de gala consistían sólo en una camisa de seda blanca con dos hileras de botones nacarados, una corbata de lazo negra y pantalones de satén negro con cinturón de anchos eslabones de aluminio sobre fondo elástico. Era más apropiado de lo que parecía, pero Gibson, al vestirse, tuvo la sensación de ser una mezcla de boy scout y Pequeño Lord Fauntleroy. Norden y Hilton, por el contrario, lucían el atuendo con bastante gracia; Mackay y Scott no lo lograban por completo, y a Bradley, por lo visto, le importaba un comino.
Aunque la residencia del Jefe era el mayor de los edificios privados de Marte, en la Tierra habría sido sólo una vivienda modesta. Se reunieron en el salón para charlar y tomar jerez (jerez auténtico) antes de la comida. El mayor Whittaker, mano derecha de Hadfield, también estaba invitado. Al escucharlo hablar con Norden, Gibson comprendió por primera vez el respeto y la admiración que los colonos sentían por aquellos hombres, su único vínculo con la Tierra. Hadfield habló extensamente de la Ares, ponderando líricamente su velocidad y su capacidad de carga, así como los efectos que tendría sobre la economía marciana.
—Antes de que pasemos al comedor —dijo el Jefe, cuando hubieron terminado el jerez—, quiero presentaros a mi hija. Está terminando con los preparativos; excusadme un momento; voy a buscarla.
Tardó apenas unos segundos.
—Ésta es Irene —dijo, tratando en vano de que la voz no delatara su orgullo.
La presentó a sus invitados, uno a uno, hasta llegar a Jimmy. Irene lo contempló con una dulce sonrisa.
—Creo que ya nos hemos visto —dijo.
Jimmy se ruborizó, pero supo defenderse y le devolvió la sonrisa, diciendo:
—En efecto.
Había sido un tonto al no adivinarlo. Con sólo pensar debidamente las cosas podría haber comprendido enseguida quién era ella. En Marte, la única persona que podía desobedecer las leyes era quien las hacía. Jimmy sabía que el Jefe tenía una hija, pero no había relacionado los hechos. Ahora las piezas encajaban bien: al venir a Marte, Hadfield y su esposa habían traído consigo a su única hija como parte del contrato. Nadie más fue autorizado a hacerlo.
La comida fue excelente, pero Jimmy apenas lo notó. No es que hubiese perdido el apetito (cosa inconcebible), pero comía con aire distraído. Desde su sitio, cerca de un extremo de la mesa, le era necesario estirar el cuello de forma muy poco elegante si quería ver a Irene. Se sintió muy feliz cuando acabó la comida y se reunieron para tomar el café.
Los otros dos miembros de la familia Hadfield esperaban ya a los invitados ocupando los mejores asientos. Eran dos hermosos gatos siameses que contemplaron a los visitantes con ojos insondables. Fueron presentados como Topacio y Turquesa; Gibson, que adoraba los gatos, trató inmediatamente de ganar su amistad.
—¿Te gustan los gatos? —preguntó Irene a Jimmy.
—Mucho —respondió él, aunque los odiaba—. ¿Hace mucho que están aquí?
—Oh, un año, más o menos. Imagínate, ¡son los únicos animales de Marte! ¿Te parece que lo tendrán en cuenta?
—Marte sí, seguramente. ¿No se han malcriado?
—Son demasiado independientes. No creo que les importe nada de nadie…, ni siquiera de papá, aunque él prefiere pensar que sí.
Jimmy trató de llevar la conversación hacia temas más personales; empleó en ello toda su habilidad, aunque para cualquier espectador habría sido obvio que Irene adivinaba todas sus intenciones. Descubrió así que ella trabajaba en la sección de Contaduría, pero estaba enterada de cuanto ocurría en Administración, donde esperaba ocupar algún día un puesto de importancia. Jimmy comprendió que el alto cargo del padre había sido para ella, sobre todo, una ligera desventaja. Aunque en algunos aspectos le habría facilitado las cosas, en otros debió de ser una verdadera molestia, ya que todos en Puerto Lowell eran inflexiblemente democráticos.
Resultaba muy difícil mantener a Irene centrada en el tema de Marte, pues deseaba mucho más saber de la Tierra, aquel planeta que había abandonado siendo pequeña y que en su imaginación debía de ser tan irreal como los sueños. Jimmy hizo cuanto pudo por responder a sus preguntas, contento por hablar de cualquier cosa que interesara a la muchacha. Habló de las grandes ciudades terrestres, de sus mares y de sus montañas, de sus cielos azules y sus nubes fugaces, de ríos y arcos iris…, en fin, de todo aquello que Marte había perdido. En tanto hablaba, se intensificaba en él el hechizo de aquellos ojos sonrientes. Era la única palabra adecuada para describirlos: parecían estar siempre a punto de compartir alguna broma secreta.
Quizá seguía riéndose de él. Jimmy no lo sabía con certeza…, y tampoco le importaba. ¡Qué bobada creer que en estas ocasiones uno podía enmudecer! Nunca en su vida se había expresado con mayor fluidez.
De pronto tomó conciencia de que se había producido un gran silencio. Todo el mundo tenía la mirada puesta en ellos.
—¡Ejem! —carraspeó el Jefe—. Si habéis terminado será mejor emprender la marcha. El espectáculo comienza dentro de diez minutos.
Cuando llegaron, casi todos los habitantes de la ciudad parecían haberse apretujado ya en el pequeño teatro. El mayor Whittaker, quien se había adelantado para comprobar las reservas, se encontró con ellos en la puerta y los condujo a sus asientos; estaban todos acomodados juntos y ocupaban la mayor parte de la primera fila. Gibson, Hadfield e Irene quedaron en el centro, flanqueados por Norden y Hilton, para gran desazón de Jimmy, a quien sólo quedó contemplar el espectáculo.
Como todas las actuaciones de aficionados, ésta tenía algunas cosas buenas. Los números musicales fueron excelentes; había una mezzosoprano a la altura de las mejores profesionales de la Tierra. Gibson no se sorprendió al ver que el programa la presentaba como «exintegrante de la Ópera Real del Covent Garden».
Siguió un interludio dramático con el antiguo tema de la heroína en apuros y el viejo villano. El público se mostró encantado: gritó a favor o en contra de los personajes correspondientes y los asesoró gratuitamente en voz alta.
A continuación actuó el ventrílocuo más sorprendente que Gibson viera en su vida. Ya estaba casi al final cuando el escritor descubrió (sólo un minuto antes de que el comediante lo revelara intencionadamente) que había un receptor de radio dentro del muñeco y un cómplice entre bastidores.
El número siguiente parecía ser una caricatura de la vida en la ciudad, tan llena de alusiones locales que Gibson sólo comprendió una parte de ella. Sin embargo, las bufonadas del personaje principal, un atareado funcionario que reproducía obviamente al mayor Whittaker, arrancó grandes carcajadas; éstas aumentaron en intensidad cuando aquél comenzó a verse asediado por un personaje fantástico: no dejaba de hacer preguntas ridículas, anotaba cuanto le decían en una libretita (sólo para perderla constantemente) y fotografiaba cuanto tenía a la vista.
Gibson tardó varios minutos en darse cuenta de lo que ocurría. Por un momento enrojeció violentamente; al fin comprendió que sólo quedaba un remedio: tendría que reír con más ganas que nadie.
Para cerrar el espectáculo, todos cantaron al unísono. A Gibson no le gustaba mucho esta forma de entretenimiento; antes bien, le disgustaba. Pero lo halló más divertido de lo que esperaba y se unió a los últimos coros; una súbita oleada de emoción hizo que su voz se perdiera en la nada. Permaneció sentado por un instante, la única persona en silencio en medio de la multitud, tratando de comprender qué le ocurría.
Los rostros que le rodeaban le dieron la respuesta. Eran hombres y mujeres unidos en una sola tarea, dirigiéndose hacia una meta común, y cada uno sabía que su labor era vital para la comunidad. Este sentido de realización era escaso en la Tierra, donde todas las fronteras habían sido alcanzadas largo tiempo atrás. Y se hacía más personal, debido a que Puerto Lowell era tan pequeño que todo el mundo conocía a todo el mundo.
Por supuesto, era demasiado bueno para durar mucho tiempo. Al crecer la colonia, el espíritu de estos días pioneros se desvanecería. Todo llegaría a ser grande y demasiado organizado: el desarrollo del planeta se convertiría en un trabajo más. Pero, por ahora, era una sensación maravillosa que todo hombre debía experimentar, con un poco de suerte, al menos una vez en su vida. Gibson comprendió que toda aquella gente la sentía, aunque él no pudiera compartirla. Era un extraño; tal era el papel que siempre había preferido jugar y ya lo había desempeñado durante mucho tiempo. Siempre que no fuera demasiado tarde quería unirse al juego.
Fue en aquel momento (si en realidad hubo un instante determinado) cuando Martin Gibson dejó de pertenecer al bando de la Tierra para pasarse al de Marte. Nadie lo supo. Los que estaban junto a él sólo notaron, quizá, que había dejado de cantar por unos pocos segundos, para unirse después al coro con redoblado vigor.
En grupos de dos y de tres, riendo, charlando, entre cantos, el público se disolvió en la noche. Gibson y sus amigos emprendieron el regreso al hotel, tras despedirse del Jefe y del mayor Whittaker. Aquellos dos hombres, gobernantes virtuales de Marte, los vieron desaparecer por las calles angostas. Por último, Hadfield se volvió hacia su hija e indicó, sereno:
—Ahora corre a casa, querida. El señor Whittaker y yo vamos a caminar un poco. Volveré en media hora.
Esperaron a que la pequeña plaza quedara desierta, respondiendo a ocasionales «buenas noches». El mayor Whittaker, previendo lo que iba a ocurrir, se mostró levemente inquieto.
—Hazme recordar que felicite a George por el espectáculo de esta noche —dijo Hadfield.
—Sí —replicó Whittaker—. Me gustó mucho la incitación de Gibson, nuestro mutuo estorbo. Supongo que querrás hacer la autopsia de su última hazaña.
El Jefe quedó algo desconcertado ante ese enfoque directo.
—Ya es demasiado tarde —dijo—. Además, nada prueba que haya pasado algo malo. Pero quisiera evitar accidentes futuros.
—No podemos culpar al conductor. No sabía nada con respecto al Proyecto; si llegó hasta allí fue por pura mala suerte.
—¿Crees que Gibson sospecha algo?
—Francamente, no lo sé. Es bastante astuto.
—¡Precisamente ahora tenían que mandar un reportero! Hice cuanto pude por evitarlo, Dios lo sabe.
—Antes de que pase mucho tiempo descubrirá que algo ocurre; es inevitable. En mi opinión, sólo queda una cosa por hacer.
—¿Cuál?
—Tendremos que decírselo. No todo, quizá, pero al menos una parte.
Caminaron en silencio unos cuantos metros. Al fin, Hadfield comentó:
—Esto es bastante drástico. Das por sentado que puede confiarse completamente en él.
—He llegado a conocerlo bastante en estas últimas semanas. Fundamentalmente está de nuestra parte. Lo que nosotros hacemos es lo que él ha escrito durante toda su vida, ¿comprendes?, aunque todavía no pueda creerlo. Mucho peor sería dejarlo volver a la Tierra sospechando algo sin saber qué es.
Hubo otro silencio. Llegaron al límite de la cúpula y desde allí contemplaron el centelleante paisaje marciano, apenas iluminado por los resplandores de la ciudad.
—Tendré que pensarlo —dijo Hadfield, volviéndose para emprender el regreso—. Naturalmente, una gran parte del asunto depende de la rapidez con que se produzcan las cosas.
—¿Hay algún indicio?
—No, malditos sean. A los científicos no se les puede fijar una fecha.
Una joven pareja, tomados del brazo, pasó junto a ellos sin mirarlos. Whittaker soltó una risita.
—Ahora que recuerdo: Irene parece encaprichada con ese joven, ¿cómo se llama? Spencer.
—Oh, no sé. Es la novedad de ver una cara desconocida. Y los viajes espaciales son mucho más románticos que el trabajo que se hace aquí.
—Cualquier muchacha se enamoraría de un marinero, ¿eh? Luego no digas que no te lo advertí.
* * *
Gibson notó de pronto que algo ocurría con Jimmy; con sólo dos hipótesis llegó a la conclusión correcta. La elección del muchacho le pareció muy acertada, pues Irene, hasta donde podía juzgar, era una magnífica criatura. Era muy poco sofisticada, aunque esto no representaba necesariamente un defecto. Mucho más importante era su carácter, alegre y optimista, aunque, una o dos veces, él la sorprendiera con una tentadora expresión de melancolía. También era extremadamente bonita; Gibson tenía edad suficiente para comprender que eso no era imprescindible, pero Jimmy podía opinar de otro modo.
Al principio resolvió no decir nada sobre el asunto mientras Jimmy no tocara el tema. Según todas las probabilidades, el muchacho creía aún que nadie había notado nada fuera de lo común. Sin embargo, el autocontrol de Gibson cedió cuando Jimmy anunció su intención de tomar un empleo temporal en Puerto Lowell. No era extraño; en realidad, era costumbre de los tripulantes espaciales, que pronto se aburrían de no hacer nada entre un viaje y otro. Invariablemente elegían un trabajo técnico, relacionado de algún modo con sus actividades profesionales: Mackay, por ejemplo, estaba dando clases nocturnas de matemáticas, y el pobre doctor Scott no había tenido vacaciones, pues lo habían llevado al hospital apenas hubo llegado a Puerto Lowell.
Pero Jimmy, según parecía, prefería un cambio. En la sección Contaduría estaban escasos de personal y pensó que sus conocimientos de matemáticas podrían servir de algo. Elaboró un argumento muy convincente que Gibson escuchó con verdadero placer.
—Mi querido Jimmy —dijo, cuando éste concluyó—, ¿por qué contarme a mí todo esto? No hay nada que te detenga si quieres hacerlo.
—Ya lo sé —dijo Jimmy—, pero usted ve al mayor Whittaker con mucha frecuencia y podría ser más fácil si usted se lo dijera.
—Hablaré con el Jefe, si quieres.
—Oh, no, no puedo…
El muchacho se interrumpió y trató de corregir su error.
—No vale la pena molestarlo por tales detalles —dijo.
—Veamos, Jimmy —se enfrentó Gibson con mucha firmeza—: ¿por qué no hablamos sinceramente? ¿La idea es tuya o te la ha dado Irene?
Valía la pena haber viajado hasta Marte tan sólo para ver la expresión de Jimmy. Parecía un pez que hubiese estado respirando aire y de pronto lo descubriera.
—¡Oh! —dijo al fin—, ignoraba que usted lo sabía. No se lo dirá a nadie, ¿verdad?
Gibson estaba a punto de comentar que no era necesario, pero algo en los ojos de Jimmy le hizo abandonar todo intento humorístico. La rueda había dado una vuelta completa: estaba nuevamente en aquella primavera sepultada bajo veinte años. Sabía exactamente qué sentía Jimmy en este momento y sabía también que nada de lo que el futuro pudiera depararle igualaría las emociones que iba descubriendo, nuevas y frescas todavía, como en la primera mañana de la creación. Tal vez volviera a enamorarse, pero el recuerdo de Irene daría forma y color a toda su vida, así como la misma Irene era, tal vez, el recuerdo de algún ideal que él trajera consigo a este universo.
—Haré lo que pueda, Jimmy —respondió suavemente.
Y lo decía de corazón. Aunque la historia podía repetirse, no lo hacía con tanta exactitud y cada generación podía sacar provecho de los errores cometidos por la anterior. Algunas cosas estaban más allá de todo plan y de toda previsión, pero haría cuanto pudiera por colaborar. Y esta vez, quizás, el resultado sería diferente.