—¡Qué gran alegría volver a veros! —dijo Gibson, mientras alcanzaba las bebidas a través del mostrador, con mucho cuidado—. Supongo que ahora vais a divertiros por la ciudad y que lo primero será poneros en contacto con vuestras novias locales.
—Esto no es nada fácil —dijo Norden—. Las chicas se casan entre un viaje y otro, de modo que es necesario andar con mucho tacto. A propósito, George, ¿qué sabes de la señorita Margaret Mackinson?
—La señora de Henry Lewis, querrás decir —respondió George—. Ha tenido un precioso varoncito.
—¿Qué nombre le ha puesto? ¿John, quizá? —pregunto Bradley, y no precisamente sotto voce.
—¡Oh! —suspiró Norden—. Espero que me haya guardado un trozo del pastel de bodas. A tu salud, Martin.
—Y por la Ares —agregó Gibson, mientras entrechocaban los vasos—. Confío en que la hayáis arreglado. La última vez que la vi daba pena.
Norden dejó escapar una risita.
—¡Oh, no! La dejaremos sin blindaje hasta que llegue el momento de volver a cargar. ¡No hay peligro de que la lluvia la empape!
—¿Qué opinas de Marte, Jimmy? —preguntó Gibson—. Aparte de mí, eres el único nuevo aquí.
—Aún no he visto mucho —replicó Jimmy, cauteloso—. Pero todo parece bastante pequeño.
Gibson se ahogó con la bebida y fue necesario golpearle la espalda.
—Si mal no recuerdo, dijiste exactamente lo contrario cuando llegamos a Deimos. Pero debes haberlo olvidado. En aquel momento estabas algo ebrio.
—¡Nunca he estado ebrio! —protestó Jimmy, indignado.
—Pues te felicito, hiciste una magnífica imitación; me engañaste por completo. Pero me interesa tu opinión porque a mí me pasó lo mismo después de uno o dos días, cuando acabé de ver lo que había dentro de la cúpula. No hay sino un remedio: salir a estirar las piernas. Por mi parte hice una o dos caminatas, pero ahora he conseguido que los del Transporte me faciliten una Pulga de Arena. Mañana saldré a galopar por las colinas. ¿Te gustaría venir?
—Muchísimas gracias —aceptó Jimmy, con los ojos brillantes—. Me encantará.
—¡Eh! —protestó Norden—. ¿Y nosotros?
—Vosotros ya lo habéis hecho —dijo Gibson—. Pero como queda un asiento libre podéis echarlo a suertes. Debemos llevar un conductor oficial: no nos permiten salir solos en uno de sus preciosos vehículos y creo que tienen buenos motivos para ello.
El sorteo favoreció a Mackay; los otros se apresuraron a explicar que, en realidad, no tenían interés en ir.
—Esto arregla las cosas —dijo Gibson—. Os espero en la Sección Transportes, Cúpula Cuatro, a las diez de la mañana. Y ahora debo marcharme. Tengo que escribir tres artículos…, o al menos uno con tres títulos diferentes.
Los exploradores llegaron puntualmente a la cita con todo el equipo de protección que se les había proporcionado al llegar, sin que encontraran hasta entonces ocasión de usarlo. Éste se componía de casco, cilindros de oxígeno y purificador de aire (todo imprescindible para salir a Marte en un día caluroso), más el traje aislante, con sus dispositivos energéticos compactos. Quien lo usara podía sentirse confortablemente abrigado, aun cuando la temperatura exterior fuera de varios grados bajo cero. En este viaje no haría falta, a menos que la Pulga sufriera algún accidente y los dejara sin transporte a mucha distancia de la ciudad.
El conductor era un geólogo joven y vigoroso; según les dijo, había pasado tanto tiempo fuera de Puerto Lowell como dentro de las cúpulas. Parecía muy hábil e ingenioso y Gibson se puso bajo su tutela sin precauciones.
Mientras subían por turnos a la Pulga el escritor preguntó:
—¿Suelen averiarse estas máquinas?
—Pocas veces. Son vehículos muy seguros en los que hay pocas cosas que puedan fallar. Por supuesto, los conductores descuidados pueden quedarse por el camino, pero con una manivela se puede salir de cualquier dificultad. Durante este último mes, sólo en dos ocasiones la gente ha tenido que volver a pie.
—Confío en que no seamos los terceros —dijo Mackay, mientras el vehículo entraba en la esclusa de aire.
—En su lugar no me preocuparía —rió el conductor, esperando a que se abriera la puerta exterior—. No nos alejaremos mucho de la base, y aunque las cosas se pongan muy mal siempre será posible regresar.
Con una súbita eyección de energía pasaron por la esclusa de aire y salieron de la ciudad. A través de la vegetación, vívida y achaparrada, había sido abierta una ruta angosta que circundaba el puerto; de ella partían otras carreteras en dirección a las minas cercanas, a la estación de radio y al observatorio de las colinas; una llevaba al campo de aterrizaje, donde, en este mismo instante, estaban depositando la carga de la Ares, traída por los cohetes desde Deimos.
—Escoged —dijo el conductor, deteniéndose en la primera encrucijada—. ¿Adónde vamos?
Gibson luchaba con un mapa demasiado grande para la cabina y el guía lo contempló con sorna.
—No sé de dónde ha sacado eso —le dijo—. Supongo que se lo dieron en Administración, pero está anticuado. Si me dice dónde quiere ir lo llevaré sin necesidad de que deba incomodarse con esto.
—Está bien —respondió Gibson, con mansedumbre—. Sugiero que subamos a las colinas para mirar el panorama. Vayamos al Observatorio.
La Pulga saltó hacia adelante por la carretera angosta, y el verde brillante que los rodeaba se transformó en una mancha informe. Una vez que Gibson consiguió levantarse del regazo de Mackay, preguntó:
—¿Qué velocidad alcanzan estos vehículos?
—Oh, cien por hora, por lo menos, en una buena ruta. Pero como en Marte no las hay debemos andar con calma. En este momento voy a sesenta. Y en terreno malo ya puede uno contentarse con la mitad.
—¿Y la autonomía? —preguntó Mackay, todavía algo nervioso.
—Unos mil kilómetros con una sola carga, incluyendo también los gastos de calefacción, cocina y demás. Para viajes muy largos se acopla un remolque con unidades energéticas de reserva. El récord es de unos cinco mil kilómetros; yo he hecho tres, para explorar Argyre. Cuando se va tan lejos conviene recibir las provisiones desde lo alto.
Aunque sólo llevaban un par de minutos en marcha. Puerto Lowell se ocultaba ya tras el horizonte. La pronunciada curvatura de Marte dificultaba mucho el cálculo de las distancias, y las cúpulas, medio escondidas por la superficie del planeta, parecían mucho más grandes y lejanas de lo que eran en realidad.
Poco después reaparecieron cuando la Pulga empezó a trepar hacia terrenos más altos. En torno a Puerto Lowell las colinas se elevaban sólo hasta un kilómetro de altura, pero constituían una eficaz barrera contra los fríos vientos invernales procedentes del sur, y ofrecían una situación muy ventajosa para la emisora de radio y el observatorio.
Media hora después de la partida llegaron a la estación de radio. Pensando que les haría bien caminar un poco se ajustaron las máscaras y descendieron de la Pulga, para lo cual tuvieron que pasar uno por uno a través de la diminuta esclusa desinflable.
En realidad, la vista no era muy impresionante. Hacia el norte, las cúpulas de Puerto Lowell flotaban como burbujas en un mar de esmeralda. Gibson logró divisar, en dirección oeste, un fragmento carmesí del desierto que rodeaba todo el planeta. La cresta de las colinas, algo más alta, le impedía mirar hacia el sur, pero sabía que la verde franja vegetal se extendía a lo largo de cientos de kilómetros hasta desaparecer en el Mare Erythraeum. En la cima de las colinas la ausencia de plantas era casi total, quizá debido a la falta de humedad.
Siguió caminando hasta la estación de radio. Todo allí era automático y no encontró a quién interrogar según su costumbre; sin embargo, entendía bastante sobre el tema y pudo adivinar lo que ocurría. El gigantesco reflector parabólico estaba casi acostado, apuntando hacia el este del cenit: hacia la Tierra, a sesenta millones de kilómetros en dirección al Sol. Por su rayo invisible iban y venían los mensajes, uniendo aquellos dos mundos. Tal vez en este instante uno de sus artículos volaba hacia la Tierra, o quizás una de las indicaciones enviadas por Ruth Goldstein aleteaba hacia él.
La voz de Mackay, distorsionada y débil a causa del aire enrarecido, le hizo volverse:
—Allí, a la derecha, está aterrizando alguien.
Con cierta dificultad Gibson localizó la diminuta cabeza del cohete que avanzaba velozmente por el cielo, deslizándose en vuelo libre, como lo hiciera él una semana antes. Descendió hacia la ciudad y al posarse en el campo de aterrizaje se perdió tras las cúpulas. Ojalá fuera el resto de su equipaje; parecía haber tardado mucho en llegar.
El Observatorio estaba a unos cinco kilómetros en dirección sur, sobre la cresta de las colinas, donde las luces de Puerto Lowell no interferían su labor. Gibson esperaba ver las cúpulas brillantes, típicas de todos los observatorios de la Tierra; en cambio halló una burbuja plástica bastante pequeña en cuyo interior se alzaban las viviendas. El instrumental, en sí, quedaba al aire libre, aunque había instalaciones preparadas para cubrirlo en el improbable caso de que hiciera mal tiempo.
Al aproximarse con la Pulga, la zona les pareció completamente desértica. Se detuvieron junto al aparato más grande: un reflector provisto de espejo, cuyo diámetro, según los cálculos de Gibson, tenía un metro escaso, lo que era de una pequeñez asombrosa, teniendo en cuenta que pertenecía al observatorio principal de Marte. Había también dos refractores chicos y un complicado aparato horizontal que Mackay identificó como un teodolito de espejo, lo que no representaba una gran aclaración y, aparte de la cúpula presurizada, esto parecía ser todo.
Sin lugar a dudas había alguien allí, pues una pequeña Pulga de Arena estaba estacionada frente al edificio.
—Es gente muy sociable —dijo el conductor, deteniendo el vehículo—. La vida es aquí bastante aburrida y siempre se alegran de recibir visitas. Dentro de la cúpula tendremos espacio para estirar las piernas y cenar cómodamente.
—¡No pretenderemos que nos inviten a cenar! —protestó Gibson, a quien no le gustaba aceptar favores, a menos que pudiera devolverlos de inmediato.
El conductor pareció sinceramente sorprendido; luego se echó a reír.
—No estamos en la Tierra, recuérdelo. En Marte cada uno ayuda a los demás. Si no lo hiciéramos no llegaríamos a ninguna parte. Sin embargo, he traído provisiones para nosotros y sólo necesito que me permitan usar la cocina. Si alguna vez hubiera usted preparado comida para cuatro dentro de una Pulga de Arena, me comprendería mejor.
Tal como lo había predicho los dos astrónomos de turno los saludaron calurosamente. Muy pronto aquella pequeña burbuja de plástico que constituía la planta de aire acondicionado se llenó con los aromas de la cocina. Mientras tanto, Mackay acaparó al miembro principal de la dotación para enzarzarse con él en una discusión técnica sobre la labor del Observatorio. Aunque la mayor parte de la charla estaba fuera del alcance de Gibson, éste trató de reunir tantos datos como le fue posible.
Por lo visto, la mayor parte del trabajo consistía en astronomía de posición, es decir, en la tarea aburrida, pero fundamental, de hallar longitudes y latitudes, proporcionar señales cronológicas y conectar las ondas de radio con la red principal de Marte. En cambio, los trabajos de observación eran escasos; de eso se habían encargado, tiempo atrás, los enormes instrumentos instalados sobre la luna terrestre; estos pequeños telescopios no podían competir con ellos, aparte de que la atmósfera marciana representaba una desventaja adicional. Se habían medido los paralajes de las estrellas más cercanas, pero la mayor exactitud lograda merced a la órbita de Marte, más amplia, representaba poca diferencia y no valía la pena.
Gibson cenó con más apetito que nunca desde su llegada a Marte; se sentía muy satisfecho por haber alegrado en parte la opaca vida de aquellos sacrificados hombres. Tenía hacia los astrónomos un desmesurado respeto; puesto que no los conocía lo bastante para acabar con sus ilusiones, los imaginaba, dentro de una vida monacal, dedicados a su profesión y encerrados en sus remotos nidos de águila. Ni siquiera el excelente bar de Monte Palomar llegó a destrozar su sincera fe en ellos.
Al terminar la comida cada uno ayudó en la limpieza de la vajilla, tan concienzudamente, que la operación exigió mucho más tiempo del necesario. Por fin, se propuso a los visitantes que miraran por el gran reflector. Gibson pensó que no habría mucho que ver, por ser, tan sólo, las primeras horas de la tarde; sin embargo, en esto estaba totalmente equivocado.
Al principio, la imagen le resultó borrosa y tuvo que ajustar el foco con sus torpes dedos. No era fácil mirar a través del ocular especial ajustado a la máscara de respiración, pero logró encontrar el modo de hacerlo.
Un bello cuarto creciente en tonos perlados pendía en el campo visual, destacándose sobre el cielo casi negro cercano al cenit, similar a una luna de tres días. En la parte iluminada podían verse algunas marcas, pero Gibson no pudo identificarlas por mucho que esforzó la vista. La parte oscura del planeta era demasiado grande y los continentes principales no eran visibles.
No lejos de ella flotaba un cuerpo de igual forma pero mucho más pequeño y mortecino; el escritor distinguió claramente algunos cráteres familiares junto al borde. Aquellos planetas gemelos, Tierra y Luna, formaban una hermosa pareja. Sin embargo, eran demasiado remotos y etéreos para despertar en él la nostalgia o la pena por cuanto había dejado tras de sí.
Uno de los astrónomos acercó su casco al de Gibson y le dijo:
—Cuando oscurece, pueden verse las luces de las ciudades en el lado nocturno. Nueva York y Londres son fáciles de encontrar. Pero lo más bonito es el reflejo del sol sobre el mar. Se ve cerca del borde cuando no hay nubes sobre él: es como una estrella centelleante. Ahora no es visible pues la parte iluminada es, en gran parte, tierra firme.
Antes de partir echaron una mirada a Deimos que, con su aspecto apacible, se alzaba hacia el este. Con el telescopio en su máximo alcance aquella escarpada lunita parecía estar a pocos kilómetros de distancia; Gibson pudo distinguir, para su sorpresa, las dos cúpulas de la Ares, similares a dos puntos brillantes muy unidos entre sí. También quiso echar un vistazo a Phobos pero el satélite interior todavía no había hecho su aparición.
Cuando no quedó nada más por ver se despidieron de los dos astrónomos, quienes agitaron la mano con bastante melancolía hacia la Pulga de Arena, mientras bajaba por la colina. Puesto que el conductor deseaba desviarse para reunir algunas muestras de roca y a Gibson le daba igual cualquier parte de Marte, no hubo objeciones.
En las colinas no había carretera alguna; no obstante, todas las irregularidades del terreno habían desaparecido hacía ya muchos siglos y el suelo era perfectamente liso. Aquí y allá se erguían todavía algunas empecinadas rocas sueltas, desplegando una fantástica exhibición de formas y colores; tales obstáculos, sin embargo, resultaban fáciles de evitar. Una o dos veces pasaron junto a pequeños árboles (si podía dárseles ese nombre), de una especie que Gibson nunca había visto hasta entonces. Parecían trozos de coral, completamente rígidos y petrificados. Según dijo el conductor eran inmensamente antiguos y aunque, sin lugar a dudas, estaban vivos nadie había logrado medir su tasa de crecimiento. El cálculo menos exagerado llegaba a los cincuenta mil años; en cuanto a la forma de reproducción era un misterio absoluto.
A media tarde llegaron a un precipicio de poca altura pero de hermoso colorido (el risco Arco Iris, según lo llamó el geólogo); Gibson no pudo sino compararlo con el más llamativo de los cañones de Arizona, aunque de mucho menor tamaño. Bajaron de la Pulga de Arena y, mientras el conductor extraía sus muestras, Gibson filmó alegremente medio rollo de la nueva película Multichrome que se había traído consigo para una oportunidad semejante. Si lograba fijar todos estos colores a la perfección sería tan buena como anunciaban los fabricantes; pero, por desgracia, había que esperar volver a la Tierra para revelarla, pues en Marte nadie sabía cómo hacerlo.
—Ya es hora de emprender el regreso —dijo el conductor—, si queremos estar allá a la hora del té. Podemos volver por el mismo camino, por las tierras altas, o dar un rodeo en torno a las colinas. ¿Qué preferís?
—¿Por qué no cruzar directamente la llanura? —preguntó Mackay, que empezaba a aburrirse—. Es el camino más directo.
—Y el más lento. No es posible adquirir velocidad entre aquellos repollos superdesarrollados.
—Nunca me ha gustado volver sobre mis pasos —dijo Gibson—. Rodeemos las colinas y así veremos qué hay allí.
—No se haga ilusiones —observó el conductor, sonriente—. En un lado o en otro hay más o menos lo mismo. Allá vamos.
La Pulga saltó hacia adelante y el risco Arco Iris se perdió muy pronto a lo lejos. Marchaban ahora describiendo curvas a través de terrenos completamente desnudos; hasta los árboles petrificados habían desaparecido. A veces, Gibson divisaba una mancha verde que confundía con vegetación; sin embargo, al acercarse se convertía invariablemente en otro yacimiento mineral. La región, de una fantástica belleza, era un paraíso para los geólogos; cabía esperar que las operaciones mineras no la echaran a perder. En realidad, era una zona turística.
Tras media hora de marcha las colinas se resolvieron en un valle largo y serpenteante que en otros tiempos había sido, sin lugar a dudas, el lecho de un antiguo río. Según les dijo el conductor, un gran torrente había corrido por este lugar, tal vez cincuenta millones de años antes, para verter sus aguas en el Mare Erythraeum, uno de los pocos mares marcianos que, aunque no lo fueran ya, merecía ese nombre. Detuvieron la marcha para contemplar aquel lecho vacío, inspirador de confusos sentimientos. Gibson trató de imaginarse el aspecto que debió presentar en épocas remotas, cuando los grandes reptiles regían la Tierra y el Hombre era todavía un sueño de distante futuro. Escasos serían los cambios sufridos por los rojos acantilados, pero el río, entre ellos, habría corrido sin prisa hacia el sur, transcurriendo lentamente bajo la escasa gravedad. Aquella escena bien podía haber pertenecido a la Tierra. ¿La vieron tal vez ojos inteligentes? Nadie lo sabía. Quizá en aquellos días existieran realmente los marcianos, aunque el tiempo los hubiera sepultado por completo.
El antiguo río había dejado un legado, pues todavía quedaba humedad en las partes más bajas del valle. Una angosta banda de vegetación trepaba desde el Erythraeum y su verde brillante contrastaba vívidamente con el carmesí de los acantilados. Las plantas eran idénticas a las que Gibson viera al otro lado de las colinas. Sin embargo, aquí y allá, había ejemplares extraños. Eran lo bastante altos para justificar la denominación de árbol, pero carecían de hojas; tenían, en cambio, ramas delgadas, similares a látigos, que temblaban constantemente a pesar de la calma del aire. Gibson nunca había visto nada más siniestro que aquellas plantas amenazadoras; parecían capaces de arrojar en cualquier momento sus tentáculos sobre el caminante desprevenido. En realidad, y él lo sabía muy bien, eran tan inofensivas como todo lo que había en Marte.
Bajaron al valle en un curso zigzagueante; había empezado a trepar la otra cuesta cuando el conductor detuvo súbitamente la Pulga.
—¡Vaya! —dijo—. Esto es muy extraño. No sabía que hubiera tránsito por aquí.
Gibson, menos observador de lo que creía, se sintió perdido por un instante. Luego divisó un borroso sendero que cruzaba el valle formando un ángulo recto con el camino recorrido por ellos.
—Por aquí han transitado vehículos pesados —dijo el conductor—. Estoy seguro de que este camino no existía cuando pasé por aquí la última vez. Fue…, a ver, hace un año. Y desde entonces no se han hecho expediciones al Erythraeum.
—¿Adónde conduce? —preguntó Gibson.
—Pues, si cruzamos el valle y alcanzamos la cima, llegamos de nuevo a Puerto Lowell; esto es lo que yo pensaba hacer. La otra dirección conduce directamente al Mare.
—Sigámosla por un trecho; tenemos tiempo.
Sin hacerse rogar el conductor giró la Pulga para dirigirse valle abajo. De tanto en tanto, el sendero desaparecía sobre la roca lisa y desnuda pero siempre volvía a aparecer. Por último lo perdieron del todo. El conductor detuvo el vehículo.
—Ya comprendo —dijo—. Sólo pudo haber seguido en una dirección. ¿Repararon en aquel paso, un kilómetro más atrás? Apuesto diez contra uno a que sigue por allí.
—¿Y a dónde conduce?
—Esto es lo extraño: es un verdadero callejón sin salida. Hay un bello anfiteatro de unos dos kilómetros de diámetro, pero sólo puede salirse de allí por donde se entró. Cierta vez estuve en estos parajes un par de horas cuando hacíamos la primera inspección de la zona. Es un lugar muy bonito, bastante protegido y con cierta cantidad de agua en primavera.
—Buen escondite para los contrabandistas —exclamó Gibson, riendo.
—Es posible —observó el conductor, con una sonrisa—. Tal vez haya una banda dedicada a pasar bistecs desde la Tierra. Yo pediría uno por semana a cambio de mi silencio.
Aquel angosto paso debió ser, en otros tiempos, un tributario del río principal. La marcha se hacía mucho más difícil allí que en el valle. Antes de avanzar mucho comprendieron que estaban en el sendero correcto.
—Aquí se han producido algunas explosiones —dijo el conductor—. Este tramo de ruta no existía cuando vine. Tuve que desviarme por esa cuesta y estuve a punto de abandonar la Pulga.
—¿De qué se trata, en su opinión? —preguntó Gibson, excitado.
—Oh, hay varios proyectos de investigación, tan especializados que nadie sabe mucho de ellos. Algunas cosas no pueden hacerse en las proximidades de la ciudad, ¿comprende? Quizás estén construyendo aquí un observatorio magnético; algo se dijo al respecto. Los generadores de Puerto Lowell quedarían bastante bien protegidos por las colinas. Pero no creo que ésta sea la explicación, pues he oído decir que… ¡Por Dios!
Súbitamente salieron del desfiladero. Ante ellos se abría un óvalo verde, de contornos casi perfectos, flanqueado por montañas bajas de color ocre. En otros tiempos pudo haber sido un hermoso lago de montaña y aún era un descanso para la vista, fatigada por la visión de la roca muerta y multicolor. Pero en esta oportunidad Gibson no reparó apenas en la brillante alfombra vegetal: estaba demasiado atónito ante el racimo de cúpulas que se agrupaban al borde de la pequeña llanura, como una réplica en miniatura de Puerto Lowell.
Avanzaron en silencio por la ruta abierta a través de la alfombra verde. Nada se movía junto a las cúpulas, pero un gran vehículo de transporte, varias veces mayor que una Pulga, atestiguaba que había alguien en el interior.
—Esto es toda una estructura —observó el conductor, ajustándose la máscara—. Debe haber una buena razón para gastar tanto dinero. Esperadme aquí; voy a hablar con ellos.
Lo vieron desaparecer por la esclusa de la cúpula mayor. La espera se les hizo muy larga pues estaban impacientes. Por último, la puerta exterior volvió a abrirse y el hombre se dirigió lentamente hacia ellos.
—¿Qué han dicho? —preguntó Gibson, ansioso, al verlo reaparecer en la cabina.
Hubo una breve pausa; por último, el conductor puso en marcha el motor y la Pulga de Arena empezó a alejarse.
—Y yo me pregunto —gritó Mackay—: ¿dónde está la famosa hospitalidad marciana? ¿No nos han invitado?
El conductor parecía azorado. Su aspecto, según pensó Gibson, era el de quien descubre que ha pasado por tonto. Carraspeó, nervioso.
—Es una planta para investigación botánica —dijo, eligiendo las palabras con evidente cautela—. Funciona desde hace poco y por esto no me había enterado. No podemos entrar, pues todo el lugar está esterilizado y no quieren que llevemos esporas al interior. Tendríamos que cambiarnos toda la ropa y darnos un baño desinfectante.
—Comprendo —dijo Gibson.
Algo le decía que era inútil preguntar más. Sabía, sin lugar a dudas, que el guía sólo había dicho parte de la verdad, y la parte menos importante. Por primera vez comenzaron a cristalizar en su mente pequeñas discrepancias y dudas que hasta entonces había ignorado. Todo había comenzado antes de llegar a Marte, cuando no se permitió que la Ares descendiera en Phobos. Y ahora habían tropezado con esta oculta planta de investigación. La sorpresa no había sido sólo para ellos, sino también para el experimentado guía; sin embargo, éste trataba de disimular su accidental indiscreción.
Algo extraño ocurría. Qué era, Gibson no pudo imaginarlo. Debía ser importante, pues no afectaba sólo a Marte, sino también a Phobos. Algo desconocido para la mayor parte de los colonos; algo, no obstante, que estaban dispuestos a mantener en secreto si lo descubrían.
Marte ocultaba algo; y sólo podía ocultarlo a la Tierra.