—Siento haberlo hecho esperar —dijo el mayor Whittaker—, pero usted sabe cómo son estas cosas: el Jefe ha estado reunido durante una hora. Hasta hace un rato no he podido avisarle de que usted lo esperaba. Por aquí; ahorraremos camino pasando por los Registros.
Aquélla podría haber sido una oficina normal en la Tierra. La puerta decía, simplemente: JEFE EJECUTIVO. No había nombre alguno, ni era necesario. Todos los habitantes del sistema solar sabían quién gobernaba en Marte; en realidad, era difícil pensar en este planeta sin recordar al mismo tiempo a Warren Hadfield.
Cuando el Jefe Ejecutivo se puso de pie detrás de su escritorio, Gibson se sorprendió al descubrir que era mucho más bajo de lo que él había pensado. Había juzgado al hombre por sus obras y nunca imaginó que él pudiera sobrepasarle unos cinco centímetros. Pero aquel físico delgado y musculoso, aquella cabeza inquieta como la de un pájaro, eran exactamente como él los había imaginado.
Al comenzar las entrevistas, Gibson se mantuvo en cierto modo a la defensiva, pues era muy importante causar buena impresión. Las cosas le resultarían infinitamente más sencillas si tenía al Jefe de su parte. En realidad, si se enemistaba con Hadfield no le quedaría ninguna otra salida que regresar a la Tierra.
—Confío en que Whittaker le haya atendido bien —dijo el Jefe, tras los primeros saludos de cortesía—. Comprenda que me ha sido completamente imposible verle antes; acabo de regresar de una inspección. ¿Qué tal se encuentra aquí?
—Bastante bien —respondió Gibson, sonriendo—. Temo que he roto unas cuantas cosas al dejarlas en medio del aire, pero ya me estoy acostumbrando otra vez a vivir con gravedad.
—¿Y qué opina de nuestra pequeña ciudad?
—Es una empresa formidable. No me explico de qué modo han hecho tanto en tan poco tiempo.
Hadfield lo miraba fijamente.
—Sea del todo franco. Es más pequeña de lo que usted esperaba, ¿no es así?
Gibson dudó.
—Sí, supongo que así es. Pero tenga en cuenta que estoy habituado a los módulos de Londres y Nueva York. Con dos mil personas, en la Tierra, sólo es posible hacer un gran pueblo. Además, gran parte de Puerto Lowell está bajo el nivel del suelo, lo que supone una gran diferencia.
El Jefe Ejecutivo no pareció sorprendido ni fastidiado.
—Todo el mundo sufre una desilusión al conocer la ciudad más grande de Marte —dijo—. Sin embargo, dentro de una semana será mucho mayor, cuando se termine la nueva cúpula. Dígame, ¿qué planes tiene, ahora que está aquí? Tal vez sepa que al principio no estaba muy de acuerdo con esta visita suya.
—Así me lo dijeron en la Tierra —confirmó Gibson, algo desconcertado. Aún debía aprender que la franqueza era una de las principales virtudes del Jefe Ejecutivo, virtud que no lo hacía simpático a mucha gente. El escritor agregó—: Tenía miedo de que estorbara, supongo.
—Sí. Pero ya que está aquí lo ayudaremos tanto como sea posible. Confío en que usted haga lo mismo.
—¿De qué manera? —preguntó Gibson, tenso y listo para defenderse.
Hadfield se inclinó sobre la mesa y juntó las manos con apasionamiento casi febril.
—Estamos en guerra, señor Gibson. Estamos en guerra contra Marte y contra todas las fuerzas que pueden agredirnos: el frío, la falta de agua, la falta de aire. Y estamos, además, en guerra contra la Tierra. Es una guerra burocrática, es cierto, pero tiene sus victorias y sus derrotas. Tengo que llevar a cabo esta campaña hasta el final de la línea de abastecimientos, y ésta mide, por lo menos, cincuenta millones de kilómetros. Las mercancías más urgentes tardan cinco meses en llegar aquí, y sólo las consigo si la Tierra decide que no puedo componérmelas sin ellas.
»Tal vez usted comprenda por qué lucho; mi objetivo primordial, si quiere llamarlo así, es el autoabastecimiento. Recuerde que las primeras expediciones debieron traer consigo cuanto necesitaban. Ahora podemos satisfacer las necesidades básicas de la vida con nuestros propios recursos. Nuestros talleres pueden fabricar casi cualquier cosa, si no es demasiado complicada; pero todo es cuestión de mano de obra. Hay productos muy especializados que no pueden hacerse sino en la Tierra, y mientras nuestra población no haya alcanzado al menos diez veces su número actual no podremos remediarlo. Todos los habitantes de Marte son expertos en algo, pero en la Tierra hay más especialidades que habitantes en este planeta y de nada vale discutir con la aritmética.
»¿Ve aquellos gráficos? Comencé a trazarlos hace cinco años. Marcan el índice de nuestra producción en cuanto a elementos clave. Hemos alcanzado el nivel de autosuficiencia (esta línea horizontal de color rojo) con respecto a la mitad de ellos. Confío en que dentro de cinco años más serán muy pocas las cosas importadas desde la Tierra. Pero en este momento nuestra mayor necesidad es la mano de obra y en esto es en lo que usted puede ayudarnos.
Gibson pareció algo incómodo.
—No puedo prometerle nada. Por favor, no olvide que estoy aquí sólo como reportero. Personalmente estoy de su parte, pero debo describir los hechos tal como los vea.
—Comprendo. Pero los hechos no lo son todo. Espero que usted explique a la Tierra las cosas que confiamos hacer tanto como las que ya hemos hecho. Aquéllas son aún más importantes, pero sólo podremos lograrlas si la Tierra nos apoya. No todos sus predecesores lo han comprendido.
Esto era muy cierto. Gibson recordó una serie de artículos críticos aparecidos en el Daily Telegraph un año antes. Los hechos eran verídicos, pero es probable que hubiera resultado igualmente desalentadora la publicación de un informe similar acerca de los adelantos efectuados durante los cinco primeros años de colonización de Norteamérica.
—Puedo ver ambos lados del asunto, creo —dijo Gibson—. Usted debe comprender que, desde el punto de vista de la Tierra, Marte está muy lejos, cuesta mucho dinero y no ofrece nada a cambio. Ya han pasado las primeras ilusiones de la exploración interplanetaria. Hoy en día la gente se pregunta: «¿Qué ganamos con todo eso?». Hasta ahora, la respuesta ha sido: «Muy poco». Su obra es importante, y yo no lo dudo, pero en mi caso es un acto de fe antes que un asunto de lógica. El hombre común, allá en la Tierra, debe de pensar que los millones gastados aquí podrían ser más útiles si se emplearan en mejorar nuestro propio planeta… Y eso en el caso de que el tema le interese algo.
—Comprendo sus dificultades; son muy comunes. Y el problema no es fácil de resolver. Permítame expresarlo de esta manera. Supongo que casi todas las personas inteligentes admitirían la importancia de tener una base científica en Marte dedicada puramente a la investigación.
—Sin duda.
—Pero no comprenden la necesidad de construir una cultura autosuficiente que quizá pudiera convertirse con el transcurso del tiempo en una civilización independiente.
—Éste es el problema precisamente. No creen que esto sea posible; o, dada la posibilidad, no creen que valga la pena. En muchos artículos publicados se dice que Marte será siempre una carga para el planeta madre debido a las tremendas dificultades naturales bajo las cuales ustedes trabajan.
—¿Y la analogía entre Marte y las colonias americanas?
—No puede insistirse mucho sobre ella. Hay que reconocer que quienes iban a América encontraban allí alimentos y aire respirable.
—Es verdad; sin embargo, aunque el problema de colonizar Marte es mucho más difícil, contamos con grandes poderes a nuestra disposición. Con tiempo y el material necesario este mundo puede ser tan apto para la vida como la Tierra. Aun ahora, verá que muy pocos de nuestros colonos quieren regresar allá. Saben que están haciendo algo importante. Quizá la Tierra no necesita todavía de Marte, pero algún día esto cambiará.
—Ojalá pudiera creerlo —dijo Gibson con cierta tristeza.
Señaló la verde marea de vegetación que trepaba, como un mar hambriento, por la cúpula casi invisible de la ciudad; señaló la inmensa llanura que se precipitaba hacia el borde del horizonte, extrañamente cercano, y las colinas de color escarlata, en cuyos brazos dormía la ciudad.
—Marte es un mundo interesante —dijo—, y hasta hermoso. Pero jamás será como la Tierra.
—¿Y por qué habría de serlo? Además, ¿a qué se refiere usted cuando dice «Tierra»? ¿A las pampas sudamericanas, a los viñedos de Francia, a las islas coralinas del Pacífico o a las estepas siberianas? ¡La Tierra es todo eso! Dondequiera que el hombre pueda vivir, allí estará su hogar, algún día. Y tarde o temprano el hombre podrá vivir en Marte sin necesidad de todo esto.
Al terminar, señaló con un ademán la cúpula que flotaba sobre la ciudad y preservaba la vida. Gibson protestó:
—¿Cree usted en verdad que los hombres podrán adaptarse alguna vez a la atmósfera exterior? ¡Si lo consiguen dejarán de ser hombres!
El Jefe Ejecutivo guardó silencio durante un instante. Luego replicó serenamente:
—No he dicho que deban adaptarse a Marte. ¿No ha considerado la posibilidad de que Marte se encuentre con nosotros a mitad de camino?
Hizo una pausa lo bastante larga para que Gibson pudiera comprender el significado de estas palabras; enseguida, antes de que su visitante pudiera formular las preguntas que le asaltaban la mente, Hadfield se puso de pie.
—Confío en que Whittaker se ocupará de usted y le mostrará todo cuanto quiera ver. Comprenda que nuestros transportes son escasos, pero lo llevaremos hasta todos los puestos de avanzada si nos da tiempo para prepararlo. Comuníqueme cualquier dificultad que tenga.
La despedida fue cortés pero taxativa. El hombre más ocupado de Marte había concedido a Gibson una generosa parte de su tiempo y toda pregunta debería esperar hasta la siguiente oportunidad.
* * *
—¿Qué piensa del Jefe ahora que lo conoce? —preguntó el mayor Whittaker cuando Gibson volvió a la oficina exterior.
—Se ha mostrado muy agradable y servicial —replicó Gibson, cauteloso—. Es un enamorado de Marte, ¿verdad?
Whittaker frunció los labios.
—No sé si se puede llamar así. Según creo Marte es para él un enemigo que debe vencer. Para todos nosotros es lo mismo, por supuesto, pero el Jefe tiene más motivos que nadie. Sabe lo que pasó con su esposa, ¿verdad?
—No.
—Fue la primera víctima de la fiebre marciana, dos años después de llegar aquí.
—Oh —exclamó Gibson, lentamente—. Comprendo. Tal vez sea ésta una de las razones por las que se han esforzado tanto en buscar la curación.
—Sí; el Jefe está muy empeñado en ello. Además, hace disminuir mucho nuestros recursos. ¡Aquí no hay tiempo para estar enfermo!
Aquel último comentario era casi un resumen de la condición en que se encontraba la colonia. Así lo pensó Gibson mientras cruzaba Broadway (así llamada por sus quince metros de ancho).[4] Aún no se había recobrado completamente de la desilusión sufrida al descubrir cuán pequeño era Puerto Lowell y hasta qué punto carecía de los lujos acostumbrados en la Tierra. Las hileras de casas metálicas uniformes y los pocos edificios públicos la asemejaban más a un campamento militar que a una ciudad, aunque los habitantes habían hecho lo posible para embellecerla con flores terrestres. Alguna de éstas habían alcanzado dimensiones impresionantes debido a la escasa gravedad y la plaza Oxford resplandecía con girasoles tres veces más altos que un hombre. Aunque iban convirtiéndose en una molestia, nadie se atrevía a sugerir su desaparición; si seguían creciendo al mismo ritmo pronto haría falta un leñador experimentado para cortarlos sin poner en peligro el hospital de la ciudad.
Gibson, pensativo, siguió subiendo por Broadway hasta llegar a Marble Arch, donde se encontraban las cúpulas Uno y Dos. Era también punto de encuentro en muchos otros sentidos, tal como descubrió en seguida. En este sitio, estratégicamente situado y cerca de las compuertas múltiples, estaba el George’s, el único bar de Marte.
—Buenos días, señor Gibson —le dijo George—. Espero que el Jefe haya estado de buen humor.
Gibson había salido de la sede administrativa hacía apenas diez minutos; por lo visto, se trabajaba rápido. Pronto descubrió que las noticias circulaban velozmente en Puerto Lowell y la mayor parte lo hacían a través de George.
George era un personaje interesante. Puesto que los taberneros sólo eran considerados relativamente necesarios para el bienestar del Puerto, y no imprescindibles, tenía dos profesiones oficiales. En la Tierra había sido muy conocido como comediante, pero decidió emigrar debido a las desmedidas exigencias de tres o cuatro esposas adquiridas en un rapto de entusiasmo juvenil. Actualmente estaba a cargo del pequeño teatro porteño y parecía completamente satisfecho de la vida. Su edad, que pasaba de los cuarenta años, era la más avanzada de Marte.
—La semana próxima tendremos un espectáculo —comentó, después de servir a Gibson—. Hay uno o dos números bastante buenos. Me gustaría que fuera a verlos.
—Claro —dijo Gibson—, con mucho gusto. ¿Con qué frecuencia hace esa clase de cosas?
—Más o menos una vez al mes. Tenemos proyección de películas tres veces por semana, de modo que no estamos tan mal.
—Me alegra que Puerto Lowell tenga alguna vida nocturna.
—Más de la que cree. Pero no le contaré nada para que no lo escriba en sus periódicos.
—No escribo para esa clase de periódicos —replicó Gibson, mientras sorbía pensativo la bebida local.
No sabía mal cuando uno se acostumbraba, aunque, por supuesto, era completamente sintética, resultado de la acción conjunta de la granja hidropónica y el laboratorio químico.
El bar estaba casi desierto, pues a esa hora todos los habitantes de Puerto Lowell estarían en pleno trabajo. Gibson tomó su cuaderno de notas y comenzó a tomar apuntes con cuidado mientras silbaba una pequeña melodía. Esta costumbre resultaba fastidiosa aunque no tenía conciencia de ello; George contraatacó encendiendo la radio del bar.
En esta ocasión transmitían un programa en directo, radiado hacia Marte desde alguna zona del lado oscuro de la Tierra y lanzado al espacio mediante incontables megawatios que eran captados y retransmitidos por la emisora ubicada en las colinas hacia el sur de la ciudad. La recepción era buena, a excepción de algún ruido solar o estático procedente de aquel transmisor infinitamente más grande que servía de fondo a la emisión terrestre. Gibson se preguntó si valía realmente la pena todo este esfuerzo para enviar de un mundo a otro la voz de alguna soprano mediocre o las melodías de una orquesta ligera. Sin embargo, la mitad de Marte estaría probablemente a la escucha con distintos grados de sentimentalismo y nostalgia, aunque después todos negaran indignados abrigar tales sensaciones.
Gibson terminó la lista de preguntas que debía formular. Se sentía casi como un alumno nuevo en su primer día de escuela: todo era extraño, nada podía darse por sentado. Era difícil creer que a veinte metros de aquella burbuja transparente acechara la súbita muerte por asfixia. Por alguna razón este problema nunca le había preocupado durante el viaje en la Ares: al fin y al cabo el espacio era así. Sin embargo, resultaba fuera de lugar, allí, donde se podía contemplar una brillante pradera verde convertida en un campo de batalla en el que las resistentes plantas marcianas libraban su batalla anual por la existencia; batalla que concluiría con la muerte, tanto para los vencedores como para los vencidos, en cuanto llegara el invierno.
De súbito, Gibson experimentó un deseo casi irresistible de abandonar aquellas calles angostas para salir a cielo abierto. Casi por primera vez, sintió que realmente añoraba la Tierra, que tan poco parecía ofrecerle. Como Falstaff, habría querido hablar de los campos verdes…, con la ironía adicional de que estaba rodeado por campos verdes, tentadores, pero prohibidos para él por las leyes de la naturaleza.
—George —dijo abruptamente—. Llevo cinco días aquí y todavía no he estado fuera. Se me ha dicho que no debo salir sin alguien que cuide de mí. Los clientes no vendrán hasta dentro de una hora. Sé buen compañero y llévame fuera de la esclusa de aire…, diez minutos, siquiera.
Pensó, con alguna vergüenza, que esta petición le parecería muy extraña a George. Pero estaba equivocado: se había producido tantas veces que el tabernero lo daba por seguro. En realidad su trabajo consistía en satisfacer los caprichos de sus clientes y casi todos los recién llegados acababan por sentirse así tras pasar unos pocos días bajo la cúpula. George se encogió filosóficamente de hombros y mientras se preguntaba si no debía solicitar réditos adicionales como psicoterapeuta del Puerto, desapareció en el santuario interior. Momentos después volvió con un par de máscaras de respiración y el equipo auxiliar.
—Con un día tan hermoso como éste no vamos a necesitar todo el mecanismo —dijo, mientras Gibson se acoplaba torpemente los dispositivos—. Asegúrate de que esta espuma de goma quede bien ajustada en torno al cuello. Ahora podemos salir. ¡Pero sólo durante diez minutos, recuerda!
Gibson lo siguió con ansiedad, como un perro ovejero tras su amo, hasta la salida de la cúpula. Allí había dos esclusas de aire; una, grande y totalmente abierta, comunicaba con la cúpula dos; la más pequeña conducía al exterior. Consistía, únicamente, en un tubo de metal de tres metros de diámetro que atravesaba la pared de ladrillos vítreos que sujetaba al suelo la cubierta de plástico flexible.
Había cuatro puertas distintas, ninguna de las cuales podía ser abierta sin cerrar previamente las otras tres. Gibson aprobó plenamente estas precauciones, pero se le hizo muy largo el tiempo que empleó hasta que la última puerta giró hacia dentro y el vívido verde de la pradera apareció ante él. La piel expuesta al aire experimentaba un ligero cosquilleo debido a la reducida presión, pero la atmósfera era lo suficientemente caliente para que, pronto, se sintiera bastante cómodo. Ignorando completamente a George se abrió camino enérgicamente a través de la vegetación baja y tupida, mientras se preguntaba por qué aquellas plantas se apretarían tanto contra la cúpula. Tal vez las atraía el calor o la leve pérdida de oxígeno de la ciudad.
Tras recorrer unos cientos de metros se detuvo; al fin se sentía bajo el cielo abierto, libre de aquel opresivo techo. Poco parecía importarle tener la cabeza cubierta por completo. Se inclinó a examinar las plantas entre las que se hundía hasta la rodilla.
Naturalmente había visto antes muchas fotografías de plantas marcianas. No eran muy llamativas, en realidad, y él no sabía la suficiente botánica para apreciar sus peculiaridades. Pero, si las hubiese encontrado en algún apartado rincón de la Tierra, apenas las habría mirado dos veces. Ninguna sobrepasaba el metro de altura; las que tenía a su alrededor en aquel momento parecían hojas de pergamino brillante; eran muy delgadas, pero duras, como diseñadas para absorber tanto sol como fuera posible sin perder su preciosa savia. Aquellas hojas harapientas se esparcían como velas diminutas puestas al sol, al que seguirían en su marcha por el cielo hasta inclinarse hacia el oeste con el crepúsculo. Gibson habría deseado ver algunas flores para añadir un toque de color contrastante a la vívida esmeralda, pero en Marte no había flor alguna. Tal vez habían existido en otros tiempos, cuando el aire era lo bastante rico para posibilitar la existencia de insectos, pero, actualmente, casi todas las plantas marcianas se autofertilizaban.
George lo alcanzó y echó sobre aquellos seres nativos una mirada indiferente. Gibson se preguntó si le fastidiaba aquel repentino paseo al exterior, pero aquellos remordimientos de conciencia estaban injustificados. El tabernero no hacía sino meditar en su próxima producción, tratando de decidir si se arriesgaría con una obra de Noël Coward, después del fracaso obtenido por la compañía la última vez que representó una obra clásica. De pronto emergió de su abstracción para indicar a Gibson, con voz clara, a pesar de la distancia:
—Quédate quieto un minuto y observa la planta que está a tu sombra. Es muy divertido.
Gibson obedeció aquella peculiar indicación. Por un momento, nada ocurrió. Pero, después, pudo ver cómo las hojas apergaminadas se plegaban muy lentamente. Todo el proceso duró unos tres minutos; transcurrido este tiempo la planta adquirió el aspecto de una bolita de papel verde, muy densa, y de un tamaño varias veces menor.
George soltó una risita.
—Cree que ha caído la noche —dijo—, y no quiere que la cojan desprevenida cuando el sol se haya puesto. Si te alejas volverá a pensar en el asunto durante media hora antes de arriesgarse a abrir otra vez el negocio. Y si continuaras así todo el día tal vez terminaría con un colapso nervioso.
—Estas plantas, ¿tienen alguna utilidad? —preguntó Gibson—. Es decir, ¿son comestibles, o contienen elementos químicos de algún valor?
—No son comestibles, porque, aunque no son venenosas, sientan muy mal. En realidad no se parecen en nada a las plantas terrestres. El color verde es tan sólo una coincidencia. No es… ¿cómo se llama eso?
—¿Clorofila?
—Exactamente. No dependen del aire como nuestras plantas: obtienen todo lo necesario del propio suelo. En realidad, pueden crecer en el vacío absoluto, como las plantas de la Luna, siempre que tengan suficiente luz solar y un suelo adecuado.
«Todo un triunfo de la evolución», pensó Gibson. Pero ¿con qué fin? ¿Por qué se aferraba la vida con tanta tenacidad a aquel pequeño mundo a pesar de todas las calamidades de la naturaleza? Tal vez el Jefe Ejecutivo había aprendido de esas plantas, sufridas y resueltas, parte de su propio optimismo.
—¡Eh! —exclamó George—. Es hora de regresar.
Gibson lo siguió con mansedumbre. Ya no sentía la opresión de aquella claustrofobia que, como ya sabía, se debía a la inevitable reacción de sufrir en Marte una especie de desilusión. Tal vez quienes llegaban con un empleo determinado, sin disponer de tiempo para aclimatarse, atravesarían también esta etapa. Pero a él le habían dado libertad para reunir sus impresiones y hasta ese momento la principal era el desaliento, al comparar lo que el hombre había hecho en Marte hasta entonces con los problemas que aún debía afrontar. ¡Pero si las tres cuartas partes del planeta seguían inexploradas! Ello podía dar idea de lo que quedaba por hacer.
Los primeros días pasados en Puerto Lowell habían sido bastante intensos y emocionantes. Puesto que llegó en domingo, el mayor Whittaker, que estaba relativamente libre de sus ocupaciones oficiales, pudo mostrarle personalmente la ciudad, después que él se instalara en una de las cuatro suites del Grand Martian Hotel (las otras tres aún no estaban terminadas). Comenzaron por la Cúpula Uno, la más antigua de todas, y el mayor describió con orgullo el crecimiento de la ciudad a partir de un grupo de cabañas a presión construidas diez años antes. Era divertido, y emocionante a la vez, comprobar que los colonos habían utilizado en lo posible los nombres de calles y plazas de sus propias ciudades, tan lejanas. En Puerto Lowell había también un sistema científico para la numeración de las calles, pero nadie lo empleaba.
Casi todas las viviendas eran estructuras metálicas uniformes, de dos pisos, con sus esquinas redondeadas y ventanas bastante pequeñas. Cada una proporcionaba alojamiento a dos familias; en ninguna sobraba espacio, pues la tasa de nacimientos en Puerto Lowell era la más alta del universo entero. Naturalmente, no era de extrañar, pues casi toda la población tenía de veinte a treinta años de edad; sólo unos pocos funcionarios importantes llegaban a los cuarenta años. Cada una de las casas tenía un porche cuya forma intrigó a Gibson en un principio; finalmente descubrió que estaban diseñados para actuar como esclusas de aire en caso de emergencia.
Whittaker lo condujo en primer término al centro administrativo que funcionaba en el edificio más alto de la ciudad. Desde el techo casi era posible tocar la cúpula que flotaba por encima. En Administración no había nada que impresionara; sus hileras de escritorios, archivos y máquinas de escribir recordaban cualquier bloque de oficinas existente en la Tierra.
Aire Principal resultó mucho más interesante. Realmente, era el corazón de Puerto Lowell: si alguna vez dejara de funcionar, la ciudad y todos sus habitantes morirían en poco tiempo. Hasta entonces Gibson no sabía con precisión cómo se obtenía el oxígeno para la colonia; su impresión era que se extraía del aire circundante, olvidando que la escasa atmósfera de Marte contenía menos del uno por ciento de este gas.
El mayor Whittaker señaló un gran montículo de arena roja que habían traído del exterior. Todo el mundo lo llamaba «arena», pero en poco se parecía a la familiar arena terrestre. Se trataba de una compleja mezcla de óxidos metálicos procedente, nada menos, que de los escombros de un mundo muerto y derrumbado.
—Todo el oxígeno que necesitamos —dijo Whittaker, pisando el polvo cocido— está en estos minerales y en cualquier otro metal que pueda imaginarse. En Marte hemos tenido dos golpes de fortuna: éste es el mayor.
Se agachó para recoger un terrón más sólido que los demás.
—No soy muy buen geólogo —dijo—, pero mire esto. Hermoso, ¿verdad? En su mayor parte es óxido de hierro, según me han dicho. El hierro no sirve de mucho, por supuesto, pero los otros metales sí. El único que no puede obtenerse directamente de la arena es el magnesio, pero tenemos una fuente importante en el fondo del antiguo mar: en Xanthe hay algunas salinas de varios metros de espesor; no tenemos más que ir a recoger cuanto necesitamos.
Entraron en la nave, baja y muy iluminada, hacia donde fluía constantemente la arena por medio de una cinta transportadora. En realidad, no había mucho que ver, aunque el ingeniero encargado ardía en deseos de explicar los procesos. Gibson se contentó con aprender que los minerales se descomponían en hornos eléctricos para extraer de ellos el oxígeno, el cual se purificaba y comprimía; los diversos metales restantes pasaban a sufrir operaciones más complicadas. También se fabricaba allí gran cantidad de agua, que casi alcanzaba a satisfacer las necesidades de la colonia; sin embargo, se utilizaban también otras fuentes.
—Naturalmente —dijo el mayor Whittaker—, además de obtener oxígeno hay que eliminar el dióxido de carbono y mantener también la presión del aire al nivel adecuado. Como usted comprenderá, la cúpula se mantiene erguida sin otro sostén que la presión interna.
—Sí —dijo Gibson—. Supongo que si la presión cediera todo se vendría abajo como un globo desinflado.
—Exactamente. Mantenemos una presión de ciento cincuenta milímetros en verano y algo más en invierno. Eso equivale casi a la misma presión de oxígeno que tiene la atmósfera terrestre. Y para eliminar el dióxido de carbono dejamos que las plantas se encarguen de la tarea. Por ello hemos tenido que importar unas cuantas especies, pues las plantas marcianas no realizan la fotosíntesis.
—Por esta razón, supongo, se mantienen aquellos girasoles hipertrofiados de Oxford Circus.
—Esos girasoles cumplen una función más decorativa que funcional. Me temo que están convirtiéndose en un estorbo; tendré que prohibir la siembra de semillas (o lo que produzcan los girasoles) por toda la ciudad. Ahora vamos a ver la granja.
Aquel nombre, que podía inducir a muchas confusiones, designaba la gran planta dedicada a la producción de alimentos que ocupaba toda la Cúpula Tres. Allí el aire era muy húmedo y la luz solar era reforzada por medio de baterías de tubos fluorescentes a fin de que el crecimiento continuara día y noche. Gibson, que sabía muy poco de granjas hidropónicas, no se sintió muy impresionado por las cifras que el mayor Whittaker le dio a conocer orgullosamente. Sin embargo, pudo apreciar que uno de los principales problemas era la producción de carne, problema que ingeniosamente se había resuelto, en parte, mediante extensos cultivos de tejidos en grandes cubetas de soluciones nutritivas.
—Esto es mejor que nada —dijo el mayor, con cierta melancolía—, pero ¡qué no daría yo por una genuina chuleta de cordero! La dificultad estriba en que la producción de carne natural requiere demasiado espacio y no podemos permitírnoslo. Sin embargo, cuando la nueva cúpula esté concluida vamos a poner una pequeña granja con algunas ovejas y vacas. Los niños estarán encantados, pues nunca han visto animales, por supuesto.
Esto no era del todo cierto, según Gibson descubriría muy pronto: el mayor Whittaker había olvidado momentáneamente a dos de los habitantes más conocidos de Puerto Lowell.
Hacia el final de la gira, Gibson sentía ya síntomas de indigestión mental. La mecánica de la vida en la ciudad era de por sí demasiado complicada y el mayor Whittaker, además, trataba de enseñárselo absolutamente todo. Se sintió bastante aliviado cuando terminó el paseo y regresaron a casa del mayor para cenar.
—Creo que por hoy es bastante —dijo Whittaker—; pero quería mostrarle lo principal porque mañana estaremos todos ocupados y no podré dedicarle mucho tiempo. El Jefe no está, como sabe, y no volverá hasta el jueves, de modo que estoy a cargo de todo.
—¿Dónde ha ido? —preguntó Gibson, más por cortesía que por verdadero interés.
—Oh, a Phobos —replicó Whittaker, tras una levísima vacilación—. En cuanto vuelva estará encantado de recibirlo.
La conversación quedó interrumpida con la llegada de la señora Whittaker y sus hijos; durante todo el resto de la velada Gibson se vio obligado a hablar de la Tierra. Era su primera experiencia, aunque no la última, del interés insaciable que sentían los colonos por el planeta de origen. Aunque rara vez lo admitían abiertamente, y fingían una tozuda indiferencia con respecto a los asuntos del «viejo mundo», sus preguntas, y especialmente sus rápidas reacciones ante las críticas y los comentarios terrestres, lo desmentían completamente.
Resultaba extraño hablar con niños que no conocían la Tierra; que habían nacido y pasado toda su corta vida al amparo de las grandes cúpulas. ¿Qué significaba la Tierra para ellos? ¿Era algo más que la Tierra fabulosa de los cuentos de hadas? Todo cuanto sabían del mundo donde nacieron sus padres era de segunda mano, extractado de libros y de cuadros. Por lo que sus propios sentidos podían revelarles que la Tierra no era sino una estrella más.
Nunca habían visto la sucesión de las estaciones. Ciertamente, podían contemplar, fuera de la cúpula, el largo invierno que esparcía la muerte sobre sus tierras, en tanto el sol descendía en el cielo del norte; podían ver, también, cómo se marchitaban y desaparecían sus extrañas plantas para dejar sitio a la nueva generación de la primavera siguiente. Pero nada de todo eso atravesaba las barreras protectoras de la ciudad. Los ingenieros de la planta energética se limitaban a aumentar el número de circuitos calefactores, riéndose de los terribles embates de Marte.
Y sin embargo aquellos niños, a pesar del ambiente completamente artificial en el que vivían, parecían sanos y felices, inconscientes de todo cuanto habían perdido. Gibson habría querido saber cuáles serían sus reacciones si alguna vez visitaban la Tierra. Sería un experimento muy interesante, pero hasta entonces ninguna de las criaturas nacidas en Marte era lo bastante adulta para abandonar a sus padres.
Las luces de la ciudad empezaban a apagarse cuando Gibson salió de casa del mayor, transcurrido su primer día en Marte. No dijo gran cosa mientras Whittaker lo acompañaba al hotel, pues se sentía lleno de impresiones confusas. Por la mañana trataría de clasificarlas; por el momento, la sensación dominante era que la mayor ciudad de Marte no era sino una aldea supermecanizada.
* * *
Aunque Gibson no dominaba todavía los secretos del calendario marciano, sabía que los días de la semana eran los mismos que en la Tierra y que al domingo sucedía el lunes, como en todas partes. (También los meses tenían los mismos nombres aunque su duración variaba entre cincuenta y sesenta días.) Cuando salió del hotel, a la hora que le pareció razonable, la ciudad parecía desierta. Habían desaparecido los grupos chismosos que con tanto interés habían observado su paseo el día anterior. Cada uno estaba en su trabajo, en la fábrica o en el laboratorio. Gibson se sintió como un zángano en una colmena especialmente atareada.
Halló al mayor Whittaker asediado por secretarias y hablando por dos teléfonos al mismo tiempo. No tuvo el coraje de interrumpirlo y se alejó de puntillas para iniciar por sí mismo un paseo de exploración. En realidad, no corría peligro de perderse. La distancia máxima que podía recorrer en línea recta no superaba el medio kilómetro. No era así como había imaginado las exploraciones de Marte en sus libros…
Así pasó sus primeros días en Puerto Lowell, vagabundeando y haciendo preguntas durante las horas de trabajo; pasaba las veladas con la familia del mayor Whittaker o la de otros miembros del personal jerárquico. Le parecía llevar años viviendo allí. No había nada para ver: ya conocía a todas las personas de importancia, incluyendo al mismo Jefe Ejecutivo.
Pero sabía que aún era un extraño: no había visto sino la milmillonésima parte de la superficie de Marte. Más allá de la protección concedida por la cúpula, más allá de las colinas carmesíes, cruzando el borde de la llanura esmeralda, todo el resto de aquel mundo era un misterio.