CAPÍTULO VII

—¡Esto es una locura! —estalló Norden con el aspecto de un colérico jefe vikingo—. ¡Tiene que haber alguna explicación! Santo Dios, en Deimos no hay medios para atracar como es debido. ¿Cómo pretenden que descarguemos? ¡Voy a llamar al Jefe Ejecutivo y armaré un escándalo de mil demonios!

—En tu lugar, yo no lo haría —pronunció Bradley con lentitud—. ¿Has reparado en la firma? Ésta no es una medida tomada por la Tierra e impuesta por medio de Marte. Viene del despacho del Jefe Ejecutivo. Este viejo puede ser un bárbaro, pero no actúa sin tener buenas razones.

—¡Dime una!

Bradley se encogió de hombros.

—No soy yo quien gobierna Marte —dijo—. ¿Cómo quieres que lo sepa? Ya lo descubriremos.

Y agregó, con una risita maliciosa:

—Me pregunto cómo lo tomará Mac. Tendrá que calcular de nuevo nuestra órbita de aproximación.

Norden se inclinó sobre el cuadro de control y movió una llave.

—Hola, Mac. Aquí Skipper. ¿Me oyes?

Hubo una pausa; luego llegó la voz de Hilton por el altavoz.

—Mac no está aquí en este momento. ¿Algún mensaje?

—Sí, puedes dárselo tú. De Marte nos ordenan cambiar la ruta de la nave. Dile a Mac que calcule una órbita hacia Deimos y que la comunique tan pronto como pueda.

—No entiendo. ¡Pero si Deimos es sólo un conjunto de montañas sin…!

—Sí, ya hemos pensado todo esto. Puede ser que descubramos la respuesta cuando lleguemos allí. Indícale a Mac que se ponga en contacto en cuanto pueda, ¿quieres?

Gibson se enteró de la noticia por medio del doctor Scott, cuando daba los últimos toques a uno de sus artículos semanales.

—¿Te has enterado de la última? —dijo el científico, sin aliento—. Nos han desviado hacia Deimos. Skipper está enloquecido; esto puede demorarnos un día entero.

—¿Se sabe por qué?

—No; es todo un misterio. Hemos preguntado, pero Marte no da ninguna contestación.

Gibson se rascó la cabeza mientras estudiaba y rechazaba cinco o seis ideas. Sabía que Phobos, el satélite interior, había sido utilizado como base desde la llegada de la primera expedición a Marte. Era ideal para estos fines, dada su distancia de sólo seis mil kilómetros a la superficie del planeta y a su gravedad, que no llegaba a la milésima parte de la terrestre. Las ligeras naves estelares podían aterrizar sin dificultades en este mundo, donde su peso total no pasaba de una tonelada y se tardaba varios minutos en caer unos cuantos metros. Un pequeño observatorio, una estación de radio y varios edificios con sistemas de presión completaban las atracciones del diminuto satélite cuyo diámetro era sólo de unos treinta kilómetros. En Deimos, la luna menor y más alejada, no había sino un radiofaro automático.

La Ares debía atracar en menos de una semana. Marte era ya un pequeño disco en cuya superficie podían verse muchas marcas y señales a simple vista; menudeaban las observaciones por el telescopio y las discusiones con respecto a mapas y fotografías. Gibson había pedido prestada una gran carta Mercator del planeta para aprender los nombres de los principales accidentes geográficos. Los astrónomos que les dieron estos nombres (en su mayoría hacía un siglo) nunca soñaron que un día los hombres llegarían a emplearlos como parte de su vida cotidiana. ¡Qué poéticos habían sido aquellos antiguos cartógrafos al tomar por asalto la mitología! Con sólo leer aquellas designaciones en los mapas, la sangre bullía en las venas: Deucalión, Elíseo, Euménides, Arcadia, Atlantis, Utopía, Eos… Gibson podía pasar horas enteras saboreando aquellos nombres maravillosos; en realidad era como si los mágicos ventanales de Keats se abrieran ante él. Pero en Marte no había océanos, peligrosos o no, aunque muchas de sus tierras eran lo bastante desoladas para parecerlo.

La ruta de la Ares cortaba ya directamente la órbita del planeta, y en pocos días más los motores controlarían la velocidad exterior de la nave. La alteración de la velocidad, suficiente para cambiar la órbita desde Phobos a Deimos, era significante, pero había exigido a Mackay muchas horas de cálculos.

A la hora de comer, el tema de discusión era uno solo: los planes de la tripulación durante la estancia en Marte. Gibson, aquel caballero del ocio, podía bajar al planeta de inmediato; los trabajadores, en cambio, deberían permanecer en Deimos durante varios días, según se le explicó, controlando la nave y la descarga de las mercancías.

Los planes de Gibson podían resumirse en una sola frase: conocer tanto como fuera posible. Tal vez resultaba algo optimista imaginar que se podía conocer un planeta entero en dos meses, aunque Bradley aseguraba una y otra vez que dos días eran más que suficientes.

Hasta cierto punto, el entusiasmo despertado en Gibson por el inminente final del viaje lo había distraído de sus problemas personales. Veía a Jimmy quizá diez o doce veces al día, durante las comidas o en encuentros casuales; pero no habían vuelto a mencionar aquella conversación. Por un tiempo Gibson sospechó que Jimmy lo evitaba deliberadamente; sin embargo, pronto comprendió que estaba totalmente equivocado. El muchacho, al igual que el resto de la tripulación, estaba muy ocupado con los preparativos para terminar el viaje. Norden quería tener la nave en perfectas condiciones cuando amarraran y era preciso realizar muchas operaciones de control y mantenimiento.

Sin embargo, y a pesar de esta actividad, Jimmy había pensado mucho en lo que Gibson le dijera. En un primer momento sintió enojo y rencor hacia el hombre que, aunque involuntariamente, había causado la infelicidad de su madre. Pero transcurrido algún tiempo comprendió el punto de vista de Gibson y pudo entender en parte sus sentimientos. Jimmy era lo bastante perspicaz para adivinar que Gibson había dejado muchas cosas sin revelar, además de presentar el caso en la forma más favorable para él: Sin embargo, pasando esto por alto, era obvio que lamentaba sinceramente el pasado y parecía ansioso por reparar cualquier daño que pudiera haber causado, aun con el retraso de una generación entera.

Era extraño volver a experimentar la sensación de peso y escuchar otra vez más el rugido distante de los motores en tanto la Ares reducía su velocidad para igualarla a la del curso de Marte, mucho más lento. Las maniobras y las delicadas correcciones finales del rumbo exigieron más de veinticuatro horas. Al final del proceso, Marte parecía doce veces más grande que la luna llena vista desde la Tierra; Phobos y Deimos eran como dos estrellas diminutas cuyo movimiento resultaba claramente visible tras pocos minutos de observación.

Hasta entonces, Gibson no había notado cuán rojos eran los grandes desiertos. Pero la palabra «rojo», a secas, no podía dar idea de la variedad de color comprendida en aquel disco que crecía lentamente. Algunas regiones eran casi escarlata, otras tenían un tono pardo amarillento y el matiz más común podía compararse perfectamente con el del polvo de ladrillo.

En el hemisferio sur la primavera estaba avanzada y los hielos polares quedaban reducidos a unas pocas manchas de blancura centelleante, únicamente en las tierras altas donde la nieve persistía tozudamente. La ancha banda de vegetación que se extendía entre el polvo y el desierto era, en su mayor parte, de un pálido verde azulado; sin embargo, era posible encontrar todos los matices de color imaginables en alguna parte de aquel disco abigarrado.

La Ares flotaba en la órbita de Deimos a una velocidad relativa inferior a los mil kilómetros por hora. Hacia adelante, el diminuto satélite iba revelándose como un disco visible y, según pasaban las horas, crecía hasta parecer, desde unos pocos cientos de kilómetros de distancia tan grande como Marte. Pero ¡qué contraste ofrecía! No habían allí verdes ni rojos intensos; sólo un oscuro caos de rocas desmoronadas, de montañas que se proyectaban hacia las estrellas en todas las posiciones posibles, dentro de un mundo de gravedad prácticamente nula.

Lentamente, las crueles rocas se deslizaron hacia ellos y volvieron a alejarse, en tanto la Ares tanteaba cautelosamente su camino hacia el radiofaro, cuyas llamadas había percibido Gibson algunos días antes. Por último, el escritor pudo ver, en una zona casi plana situada a pocos kilómetros más abajo, los primeros signos de que el hombre había visitado alguna vez este mundo desnudo. Del suelo emergían dos hileras de pilares verticales; entre ellos colgaba una red de cables. La Ares descendió casi imperceptiblemente hacia Deimos; los cohetes principales llevaban mucho tiempo en silencio, pues los pequeños eyectores auxiliares eran perfectamente capaces de soportar el peso real de la nave, de unos cuantos cientos de kilogramos.

Fue imposible precisar el momento en que la nave se posó; sólo el súbito silencio, al apagarse los eyectores, reveló a Gibson que el viaje había terminado; la Ares descansaba ya en la cuna que le habían preparado. Sabía que estaban aún a veinte mil kilómetros de Marte y que llegaría allí al día siguiente, transportado por uno de los pequeños cohetes que ya subían a su encuentro. Pero, por lo que a la Ares se refería, el viaje había terminado. La diminuta cabina que fuera su hogar durante tantas semanas pronto no sabría más de él.

Abandonó la galería de observación para dirigirse deprisa hacia el cuarto de control, lugar que había evitado deliberadamente durante las últimas horas de duro trajín. Ya no era tan fácil transitar por el interior de la Ares, pues el insignificante campo gravitacional de Deimos era suficiente para confundir sus movimientos instintivos, y los tuvo que modificar conscientemente. Se preguntaba cómo se sentiría al experimentar nuevamente un campo de gravedad real. Era difícil creer que, sólo tres meses atrás, la idea de una ausencia total de gravedad le pareciera extraña y perturbadora; sin embargo, había llegado a encontrarlo normal. ¡Qué adaptable era el cuerpo humano!

La tripulación entera estaba sentada en torno a la mesa de mapas, mostrando gran satisfacción y todos muy orgullosos de sí mismos.

—Llegas a tiempo, Martin —dijo alegremente Norden—. Vamos a hacer una pequeña celebración. Ve a buscar tu cámara y podrás fotografiarnos mientras brindamos por este armatoste.

—¡No os lo bebáis todo antes de que yo regrese! —les advirtió Gibson mientras salía en busca de su Leica.

Cuando volvió a entrar el doctor Scott trataba de efectuar un interesante experimento.

—Estoy harto de apretar jeringas para tomar mi cerveza —explicó—. Ahora que tenemos la oportunidad quiero servírmela correctamente en un vaso. Veamos cuánto tarda.

—Cuando llegue al vaso habrá perdido la fuerza —advirtió Mackay—. Veamos… la gravedad es de medio centímetro por segundo cuadrado y estás sirviendo desde una altura de…

Se concentró en sus cálculos pero el experimento ya estaba en marcha. Scott sostenía el envase perforado a unos treinta centímetros por encima del vaso (y, por primera vez en tres meses, la palabra «encima» tenía algún sentido, por ínfimo que fuera). Con increíble lentitud, el líquido ambarino se deslizó fuera de la lata, tan lentamente como si fuera miel. Una delgada columna se extendió hacia abajo, moviéndose al principio en forma casi imperceptible, pero con una gradual aceleración. Pareció tardar un siglo en llegar al vaso. Al establecerse el contacto estalló un griterío de entusiasmo; el nivel del líquido trepaba hacia arriba.

—… calculo que tardará ciento veinte segundos en llegar allí —se destacó la voz de Mackay por encima del griterío.

—Creo que será mejor que revises tus cálculos —replicó Scott—. Esto equivale a dos minutos y la cerveza ya ha llegado al vaso.

—¿Eh? —exclamó Mackay sorprendido.

Era obvio que no había reparado en el resultado del experimento. Revisó velozmente sus cálculos y la expresión se le iluminó: había colocado mal una coma.

—¡Tonto de mí! Nunca fui bueno en cálculos mentales. Eran doce segundos, por supuesto.

—¡Y éste es el hombre que nos ha traído a Marte! —exclamó alguien, pasmado—. ¡Regresaré a pie!

Nadie pareció tener ganas de repetir el experimento de Scott; era interesante, pero nada práctico. Poco después todos estaban sirviéndose grandes cantidades de bebidas a jeringazos, según el sistema «normal», y la fiesta fue animándose cada vez más. El doctor Scott recitó entera aquella saga de las rutas espaciales (lo cual era una prodigiosa demostración de memoria) que los que pagaban su pasaje muy pocas veces podían disfrutar. Comenzaba: «Era la nave espacial Venus…».

Gibson escuchó durante un rato las aventuras de ese vehículo cuyo nombre era tan apropiado, y de su tripulación, ingeniosa y decidida. Pero sintió que la atmósfera se enrarecía y salió para despejarse. Casi automáticamente rehizo el trayecto que lo llevaba hasta su sitio favorito en la galería de observación.

Tuvo que anclarse en este puesto para evitar que la atracción de Deimos, imperceptible pero firme, lo arrastrara fuera de allí. Allá abajo estarían ya en marcha los preparativos para recibirlos; en este preciso momento, los pequeños cohetes estarían elevándose hacia Deimos, invisibles, para descender con ellos. Catorce mil kilómetros más abajo, pero aún seis mil kilómetros por encima de Marte, Phobos atravesaba la cara oscura del planeta, brillando contra aquella media luna que eclipsaba a las estrellas. Gibson se preguntó, con cierto apasionamiento, qué estaría ocurriendo en aquella pequeña luna. ¡Oh, claro, pronto lo sabría! Mientras tanto, podía repasar su aerografía.

«Veamos, aquí está la doble horquilla de Sinus Meridiani (muy bien ubicada, precisamente en el ecuador y en longitud cero), y allá, hacia el este, Syrtis Mayor.»

A partir de estas dos clarísimas marcas pudo hallar sitios menos evidentes. Margaritifer Sinus se veía con claridad, pero había un banco de nubes sobre Xanthe, y…

—¡Señor Gibson!

Miró a su alrededor, sorprendido.

—Hola, Jimmy. ¿Tú también te has cansado?

Jimmy parecía bastante acalorado y enrojecido. Evidentemente buscaba también aire fresco. Se dejó caer, con cierta inseguridad, en el asiento de observación; por un momento contempló en silencio el planeta Marte como si nunca lo hubiese visto anteriormente. Por último meneó la cabeza, en un gesto de desaprobación:

—Es enormemente grande —observó, sin dirigirse a nadie en especial.

—No tan grande como la Tierra —protestó Gibson—. Y de cualquier modo esta crítica no tiene sentido a menos que especifiques cuál es el patrón que aplicas. En todo caso, ¿qué tamaño debería tener Marte, en tu opinión?

Por lo visto, Jimmy no había pensado en esto y sopesó un rato la idea antes de contestar con tristeza:

—No lo sé. Pero es demasiado grande. Todo es demasiado grande.

La conversación no iba a ninguna parte y Gibson decidió cambiar de tema.

—¿Qué piensas hacer cuando llegues a Marte? Tienes un par de meses para aprovechar antes de que la Ares emprenda el regreso.

—Supongo que andaré por los alrededores de Puerto Lowell y saldré a ver los desiertos. Me gustaría explorar un poquito si pudiera arreglar las cosas.

La idea le pareció a Gibson bastante interesante, pero sabía que para explorar el planeta de modo que valiera la pena hacía falta un gran equipo y la ayuda de guías experimentados. A Jimmy le resultaría muy difícil ser admitido por alguna de las expediciones científicas que de vez en cuando partían de las colonias.

—Tengo una idea —le dijo—. Es de suponer que van a mostrarme cuando yo desee ver. Tal vez pueda organizar algunos viajes por Hellas o Hesperia, adonde nadie ha llegado todavía. ¿Te gustaría venir? ¡Tal vez encontremos algún marciano!

Naturalmente, aquella era una broma común desde que las primeras naves regresaron de Marte con la decepcionante noticia de que los marcianos no existían. Contra toda evidencia, mucha gente conservaba la esperanza de que hubiese vida inteligente en las muchas regiones inexploradas del planeta.

—Sí —dijo Jimmy—, sería una gran idea. De cualquier modo, nadie podrá detenerme; en cuanto lleguemos a Marte podré disponer libremente de mi tiempo. Así lo establece el contrato.

Lo dijo en tono belicoso, como si pretendiera informar a cualquier superior que estuviera a la escucha, y Gibson consideró que era más oportuno guardar silencio.

Este silencio duró varios minutos. Al fin, Jimmy comenzó a alejarse flotando del puesto de observación, deslizándose muy lentamente por las curvas paredes de la nave. Gibson lo atrapó antes de que se alejara demasiado y sujetó a su ropa dos de las manivelas elásticas, sabiendo que Jimmy podría dormir allí tan cómodamente como en cualquier otra parte. Por cierto, él mismo estaba demasiado cansado para llevarlo a su cabina.

«¿Será verdad que sólo nos mostramos como realmente somos cuando estamos dormidos?», se preguntó Gibson. Ahora que estaba totalmente relajado, Jimmy parecía gozar de una gran paz y felicidad, aunque, tal vez, era la luz rubí de aquel gran planeta la que le daba esa apariencia de bienestar. Ojalá no fuera sólo una ilusión. Era significativo el hecho de que Jimmy lo hubiese buscado al fin, deliberadamente. Sin embargo, el muchacho parecía estar algo ausente y quizá por la mañana hubiese olvidado ya todo el asunto. Pero Gibson pensaba de otro modo. Jimmy había decidido, aunque tal vez no fuera aún consciente de ello, darle una nueva oportunidad.

Estaba a prueba.

* * *

Al día siguiente, Gibson despertó con un barullo infernal que le atronaba los tímpanos. Como si en torno a él la Ares se deshiciera en pedazos. Se vistió de prisa y salió rápidamente al corredor. La primera persona con quien tropezó fue Mackay, quien no se detuvo a darle explicaciones.

—¡Los cohetes ya están aquí! —le gritó al pasar—. El primero descenderá dentro de dos horas. Será mejor que te apresures, pues tienes que bajar en éste.

Gibson se rascó la cabeza, semiaturdido.

—¡Alguien hubiera podido advertirme antes! —protestó.

En este momento recordó que lo habían hecho; la culpa era sólo suya.

Volvió a su cabina y comenzó a arrojar sus pertenencias dentro de las maletas. De tanto en tanto, la Ares le daba una sacudida y le obligaba a preguntarse acerca de lo que ocurría.

Norden, con aspecto preocupado, se encontró con él en la esclusa de aire. Le acompañaba el doctor Scott, ya vestido para marcharse. Llevaba con extrema cautela una gran caja de metal.

—Espero que tengáis buen viaje —dijo Norden—. Nos veremos dentro de un par de días, cuando hayamos descargado. Hasta entonces, pues. ¡Oh, casi lo olvido! Tenía que hacerte firmar esto.

—¿De qué se trata? —preguntó Gibson, suspicaz—. Nunca firmo nada hasta que mi agente no lo ha aprobado.

—Léelo y verás —respondió Norden, con una ancha sonrisa—. Es un documento histórico.

En el pergamino que acababa de entregarle se leían estas palabras:

Por la presente se deja constancia de que el escritor Martin M. Gibson fue el primer pasajero que, procedente de la Tierra, viajó en la Ares en el trayecto inaugural entre la Tierra y Marte.

Seguía la fecha y un espacio en blanco para las firmas de Gibson y el resto de la tripulación. Gibson estampó airosamente su autógrafo.

—Supongo que esto terminará en el Museo de Astronáutica cuando decidan donde construirlo —comentó.

—La Ares también, espero —dijo Scott.

—¡Vaya comentario para expresarlo al término del primer viaje! —protestó Norden—. Pero supongo que tienes razón. Ahora, debo salir. Los otros ya están fuera con sus trajes; grítales cuando pases. ¡Nos veremos en Marte!

Por segunda vez Gibson se introdujo en un traje espacial; ya era todo un veterano en estos asuntos.

—Como comprenderás —explicó Scott—, cuando el servicio esté debidamente organizado los pasajeros pasarán al transbordador a través de un tubo de conexión, lo que pondrá fin a estos trajines.

—Pues se perderán algo muy divertido —replicó Gibson, mientras controlaba rápidamente los dispositivos del pequeño panel colocado bajo su barbilla.

La puerta exterior se abrió ante ellos; los dos se lanzaron lentamente hacia fuera cruzando la distancia que los separaba de Deimos. La Ares, sostenida en la red de cuerdas que apresuradamente le habían preparado la última semana, parecía haber sufrido el ataque de una brigada de derribos. Gibson comprendió entonces la causa de los fuertes golpes que lo habían despertado. Habían quitado casi todo el blindaje del hemisferio sur para llegar a la bodega y los miembros de la tripulación, metidos en sus trajes espaciales, estaban retirando la carga para apilarla sobre las rocas, en torno a la nave. A los ojos de Gibson la operación era bastante deficiente. Era de esperar que su equipaje no recibiera algún empujón involuntario, pues de lo contrario volaría irremediablemente al espacio para quedar allí como un tercer satélite de Marte, más diminuto aún que los demás.

Los dos cohetes gemelos que habían llegado desde Marte durante la noche esperaban posados a unos cincuenta metros de la Ares, empequeñecidos por el volumen de ésta. En uno de ellos amontonaban ya algunos bultos; el otro, de tamaño mucho menor, parecía reservado para el transporte de pasajeros. En tanto Gibson y Scott se dirigían hacia allí, lenta y cautelosamente, el escritor abrió la onda general de su traje y se despidió de todos sus compañeros de viaje. Las respuestas llegaron pronto y llenas de envidia, mezcladas con abundantes bufidos y jadeos, pues los bultos que estaban transportando, aunque prácticamente carecían de peso, conservaban la inercia y eran, por lo tanto, tan difíciles de poner en movimiento como en la Tierra.

—¡Qué bien! —dijo la voz de Bradley—. ¡Dejarnos todo el trabajo!

—Tenéis una compensación —respondió Gibson, riendo—. Debéis de ser los estibadores mejor remunerados de todo el sistema solar.

Comprendía bien el punto de vista de Bradley; los técnicos especializados de la Ares no habían sido contratados para realizar este tipo de trabajos. Pero aquel misterioso desvío de la nave les había impedido descender en el puerto de Phobos, pequeño, pero bien equipado, y les había obligado a tales improvisaciones.

Era imposible despedirse de cada uno en particular por un circuito abierto donde escuchaban cinco o seis personas; de cualquier modo, Gibson volvería a verlos en pocos días.

Le habría gustado cambiar un par de frases más con Jimmy, pero tendría que dejarlo para más adelante.

Encontrar un rostro humano distinto fue toda una experiencia. El piloto del cohete salió a la escotilla de aire para ayudarlos a quitarse los trajes, que fueron suavemente depositados en Deimos para su uso futuro, por el simple medio de abrir la puerta exterior; la corriente de aire se encargó de hacer el resto. Luego el hombre los condujo hacia la pequeña cabina y les indicó que se acomodaran a gusto en los asientos acolchados.

—Puesto que no habéis experimentado gravedad alguna durante un par de meses —dijo—, voy a bajarles con toda la suavidad posible. Emplearé sólo una gravedad terrestre normal, pero es posible que se sientan como si pesaran una tonelada. ¿Listos?

—Sí —respondió Gibson, con valentía, mientras intentaba olvidar su última experiencia en este aspecto.

Se oyó un rugido suave y lejano, y algo lo hundió firmemente en el asiento. Los peñascos y las montañas de Deimos quedaron rápidamente atrás; echó una última mirada sobre la Ares: era una campana brillante de plata sobre aquellas rocas de pesadilla.

Había bastado un segundo, una explosión de energía, para liberarlos de aquella pequeña luna: flotaban ya en torno a Marte, en una órbita libre. Durante varios minutos el piloto estudió su instrumental, mientras recibía verificaciones irradiadas desde el planeta, e hizo evolucionar la nave sobre sus giróscopos. Luego volvió a mover la llave de ignición y los cohetes tronaron durante varios segundos más. La nave había salido de la órbita de Deimos y caía hacia Marte. Toda la operación fue una réplica en miniatura de un verdadero viaje interplanetario. Sólo variaban el tiempo y la duración: les exigiría tres horas, y no tres meses, llegar a la meta; el trayecto se medía en miles de kilómetros, no en millones.

—¿Han tenido un buen viaje? —dijo el piloto, fijando sus controles para volverse sobre el asiento.

—Bastante agradable, gracias —respondió Gibson—. Sin muchas emociones, por supuesto. No tuvimos ningún tropiezo.

—¿Cómo está Marte en este momento? —preguntó Scott.

—Oh, siempre igual. Mucho trabajo y poca diversión. La novedad del momento es la nueva cúpula que estamos construyendo en Lowell. Tiene trescientos metros de diámetro; será como sentirse de nuevo en la Tierra. Estamos estudiando la posibilidad de crear nubes y lluvia en su interior.

—¿Qué es lo que pasa en Phobos? —preguntó Gibson, hambriento de noticias—. Ese asunto nos causó bastantes problemas.

—Oh, no creo que sea nada importante. Nadie sabe muy bien lo que pasa; hay allí un grupo de gente construyendo un gran laboratorio. Creo que Phobos va a ser reservado exclusivamente como estación experimental y no quieren que entren ni salgan vehículos, pues en este caso todas las formas de radiación inventadas por la ciencia se interferirían con los instrumentos.

Gibson, desilusionado, vio fracasar varias teorías interesantes. Tal vez, de no haber estado tan absorbido por el planeta que se aproximaba, habría considerado esta explicación con espíritu más crítico; pero en este momento se contentó con ella y no volvió a pensar en el asunto.

Dado que Marte parecía no tener mucha prisa en acercarse, Gibson decidió averiguar cuanto pudiera sobre los detalles prácticos de la vida sobre el planeta, aprovechando la oportunidad de interrogar a un verdadero colono. Sentía un terror mórbido a hacer el ridículo, ya fuera por ignorancia o por falta de tacto; en las dos horas siguientes el piloto estuvo bastante ocupado con Gibson y el instrumental de la nave.

Cuando Marte estuvo a mil kilómetros de distancia, Gibson dejó en libertad a su víctima para dedicar toda su atención al paisaje que se expandía allá abajo. Pasaban a toda velocidad sobre el ecuador, atravesando las capas exteriores de la atmósfera marciana, tenue, pero extensa. Al fin (fue imposible determinar el instante en que ocurrió), Marte dejó de ser un planeta en medio del espacio para convertirse en un paisaje lejano. Los desiertos y los oasis se sucedían rápidamente; el Syrtis Mayor pasó antes de que Gibson pudiera reconocerlo. Cuando estaban a cincuenta kilómetros de distancia, se presentó la primera señal de que el aire se estaba espesando en torno a ellos. Un leve y distante suspiro, que parecía venir de la nada, comenzó a llenar la cabina. El aire ligero se aferraba al proyectil con débiles dedos, pero su fuerza crecería rápidamente… con demasiada rapidez, si erraban la marcha. Gibson pudo sentir cómo aumentaba la desaceleración, en tanto la nave disminuía su velocidad: el silbido del aire era ya tan fuerte, aun a través del aislamiento de las paredes, que hubiese sido imposible hablar en tono normal.

Aunque el hecho pareció prolongarse largo rato, en realidad debieron ser sólo unos cuantos minutos. Por último, el gemido del viento se extinguió lentamente. El cohete había agotado todo el exceso de velocidad con la resistencia del aire; el material refractario de su parte delantera y de sus afiladas alas se enfriaría rápidamente y perdería su color rojo cereza. La pequeña nave no era un vehículo espacial, sino apenas un velero de alta velocidad que volaba por encima del desierto a menos de mil kilómetros por hora, siguiendo la onda del radiofaro hacia Puerto Lowell.

De un primer vistazo Gibson identificó la colonia como un diminuto parche blanco en el horizonte sobre el fondo oscuro del Aurorae Sinus. El piloto hizo girar la nave en una amplia curva silbante, perdiendo altura y volviendo a reducir su exceso de velocidad. Al ladearse el cohete, Gibson pudo divisar, por un momento, media docena de grandes cúpulas de forma circular, estrechamente arracimadas. Luego, la superficie se precipitó a su encuentro; hubo aún una serie de suaves tumbos y la máquina rodó apaciblemente hasta detenerse.

Estaba en Marte. Había llegado a aquel sitio que el hombre antiguo viera sólo como una luz roja moviéndose entre las estrellas; aquello que sus congéneres del siglo anterior habían considerado como un mundo misterioso y totalmente inalcanzable y que ahora representaba la frontera de la raza humana.

—Hay todo un comité de recepción —observó el piloto—. Toda la flota de transporte ha venido a recibiros. ¡No sabía que hubiera tantos vehículos en servicio!

Dos pequeños y sólidos vehículos con anchas cubiertas hinchadas, habían salido velozmente a su encuentro. Cada uno contaba con una cabina a presión lo suficientemente grande para transportar a dos personas; sin embargo, eran diez o doce los pasajeros que se las habían ingeniado para subir en ellos, aferrados a empuñaduras adecuadas. Detrás venían dos grandes ómnibus, del tipo semioruga, también atestados de espectadores. Gibson, que no esperaba encontrarse con tal multitud, empezó a componer un pequeño discurso.

—Supongo que aún no saben cómo usar estas cosas —dijo el piloto mientras les entregaba dos máscaras de respiración—. Pero sólo tendrán que usarlas durante un minuto para ir hasta las Pulgas.

«¿Las qué?», se preguntó Gibson. Oh, claro, aquellos pequeños vehículos debían ser las famosas «Pulgas de Arena», el transporte universal de Marte.

—Yo os las ajustaré. ¿Está bien el oxígeno? Pues vamos. Al principio, tal vez parezca algo extraño.

El aire escapó lentamente de la cabina hasta que la presión interior igualó a la de fuera. Gibson sintió un incómodo escozor en las zonas expuestas de la piel; la atmósfera, a su alrededor, era más tenue que en lo alto del Everest. Habían sido necesarios tres meses de lenta aclimatación en la Ares, y todos los recursos de la medicina moderna, para que pudiera pisar la superficie de Marte sin más protección que una simple máscara de oxígeno.

Se sentía muy halagado al verse acogido por tal multitud. Por supuesto, Marte no recibía con frecuencia a visitantes tan distinguidos, pero él sabía que aquella atareada colonia no disponía de tiempo para ceremonias.

El doctor Scott salió tras él, llevando aún la gran caja metálica que había sostenido con tanto cuidado durante todo el viaje. Al verle aparecer, un grupo de colonos corrió hacia él, ignorando completamente a Gibson, y se agruparon en torno al doctor. Gibson pudo oír sus palabras, aunque tan distorsionadas por la sutil atmósfera que resultaban casi incomprensibles.

—¡Qué alegría verlo otra vez, Doc! A ver…, permítame llevar eso.

—Lo tenemos todo preparado y hay diez casos esperándolo en el hospital. Sabremos los resultados en una semana.

—Vamos, subamos al ómnibus. ¡Después charlaremos!

Antes de que Gibson comprendiera lo que estaba ocurriendo, Scott y su carga habían desaparecido. Un motor poderoso soltó un agudo quejido y el ómnibus partió hacia Puerto Lowell; mientras, Gibson quedaba atrás sintiéndose más tonto que nunca en su vida.

Había olvidado completamente lo del suero. Para Marte, éste era mucho más importante que la visita de cualquier novelista, por distinguido que pudiera ser en su propio planeta. Ya no olvidaría esta lección.

Afortunadamente, no lo habían abandonado por completo; aún estaban allí las Pulgas de Arena. Uno de los pasajeros desembarcó para acercarse a él con rapidez.

—¿Señor Gibson? Soy Westerman, del Times; es decir, del Martian Times. Encantado de conocerlo. Le presento a…

—Henderson, a cargo de los medios portuarios —interrumpió un hombre alto y de rostro afilado, a quien parecía fastidiar que el otro le hubiese ganado por la mano—. Ya me he encargado de que recojan su equipaje. Suba.

Era evidente que Westerman habría preferido encargarse a solas de Gibson, pero que había tenido que renunciar con toda la dignidad de la que había sido capaz. Gibson trepó a la Pulga de Henderson a través de la bolsa de plástico flexible que constituía una simple pero efectiva cámara de aire; el otro se le reunió un minuto después en la cabina de conducción. Fue un alivio quitarse la máscara de respiración; los pocos minutos pasados en el exterior habían sido bastante molestos. Se sentía también torpe y pesado: precisamente lo opuesto a lo que esperaba experimentar al hallarse en Marte. Pero durante tres meses no había conocido la gravedad, y acostumbrarse a ella le exigiría algún tiempo; su peso actual equivalía sólo a la tercera parte de su peso terrestre.

El vehículo empezó a cruzar la pista de aterrizaje hacia las cúpulas del Puerto, distantes un par de kilómetros. Por primera vez Gibson notó que un verde brillante moteaba todo el contorno: el de plantas duras y resistentes, la forma de vida más común en Marte. En lo alto, el cielo ya no era negro como la tinta, sino de un azul intenso y glorioso. El sol no estaba lejos del cenit y sus rayos atravesaban con sorprendente suavidad la cúpula plástica de la cabina.

Gibson echó una mirada hacia la bóveda oscura del cielo, tratando de localizar la diminuta luna donde sus compañeros trabajaban aún. Henderson lo notó y levantó una mano del volante para señalar un punto cercano al sol.

—Allá está —dijo.

Gibson hizo pantalla sobre sus ojos para contemplar el cielo. Una estrella brillante pendía sobre el azul, semejante a un lejano arco eléctrico, hacia el oeste del sol. Era demasiado pequeño para ser Deimos, pero Gibson tardó un momento en comprender que su compañero le había interpretado erróneamente.

Aquella luz quieta e impasible, que ardía tan inesperadamente en pleno día, era (y lo sería por varias semanas) el lucero matinal de Marte, más conocido por el nombre de Tierra.