CAPÍTULO VI

Para Martin Gibson el viaje se desarrollaba de forma bastante plácida y agradable. Como era su costumbre, ya se las había arreglado para organizar cuanto le rodeaba (y por esto entendía no sólo el ambiente material, sino también los seres humanos con quienes lo compartía) a su entera comodidad. Había escrito lo suficiente para sentirse satisfecho; algunas cosas eran bastante buenas y la mayor parte resultaba aceptable, sin embargo, no se sentiría del todo en plena forma hasta llegar a Marte.

El vuelo entraba ya en las semanas finales; la emoción inicial disminuía, inevitablemente, y el interés iba perdiéndose, y esto continuaría así mientras no entraran en la órbita de Marte. Hasta entonces no habría novedades; por el momento habían terminado todas las sorpresas del viaje.

Para Gibson la última maravilla había ocurrido la mañana en la que finalmente la Tierra se perdió de vista. Día tras día, ésta se había aproximado más a las vastas alas perladas de la corona, como si pretendiera inmolarse con sus millones de habitantes en la pira funeraria del Sol. Cierto atardecer pudo verla aún a través del telescopio; era una chispa diminuta que centelleaba con bravura contra aquel fulgor que pronto la aniquilaría por completo. Gibson pensó que por la mañana sería aún visible, pero una explosión colosal, durante la noche, arrojó la corona medio millón de kilómetros hacia atrás en el espacio, y la Tierra se perdió en aquella cortina incandescente. Pasaría una semana antes de que reapareciera, y para entonces el mundo de Gibson habría cambiado mucho más de lo que él hubiera creído posible en tan poco tiempo.

* * *

Si alguien hubiese preguntado a Jimmy Spencer cuál era su opinión con respecto a Gibson, el joven habría dado respuestas muy diferentes en las distintas etapas del viaje. Al principio había sentido bastante respeto por su distinguido compañero de vuelo, pero superó rápidamente esta etapa. En mérito a la justicia, Gibson carecía de todo esnobismo y nunca empleó de modo irrazonable su privilegiada posición a bordo de la Ares. Por lo tanto, desde el punto de vista de Jimmy, era más accesible que el resto de los tripulantes, a quienes debía considerar sus superiores en mayor o menor grado.

Cuando Gibson comenzó a interesarse seriamente por la astronáutica, Jimmy mantuvo contactos estrechos con él una o dos veces por semana y tuvo que realizar muchos esfuerzos para evaluarlo. Esta tarea no era nada fácil, pues Gibson no parecía ser la misma persona durante mucho tiempo. Algunas veces se mostraba considerado y atento y, en general, buen compañero. Sin embargo, en otras ocasiones estaba tan malhumorado y gruñón que se le podía calificar como la persona más intratable de la Ares.

En cuanto a lo que Gibson pensaba de Jimmy, éste tenía grandes dudas al respecto. A veces tenía la incómoda sensación de que el escritor lo consideraba exclusivamente como una especie de materia prima que en el futuro podía resultarle de escaso o ningún valor. Casi todos los que conocían superficialmente a Gibson tenían esta impresión, y en su mayoría estaban en lo cierto. No obstante, nunca había tratado de sonsacar directamente a Jimmy para dar fundamento a estas sospechas.

Otro detalle desconcertante eran los antecedentes técnicos de Gibson. Cuando Jimmy comenzó a darle las clases nocturnas, como todo el mundo las llamaba, supuso que Gibson buscaba sólo evitar errores notorios en el material que transmitía por radio a Tierra y que no tenía un interés muy profundo por la astronáutica en sí. Pronto se hizo evidente que no era éste el caso, en absoluto. Gibson mostraba una ansiedad casi patética por dominar ramas muy abstractas de la ciencia y exigía pruebas matemáticas que en algunos casos Jimmy le proporcionaba sólo con mucha dificultad. Aquel hombre debía haber poseído grandes conocimientos técnicos en otros tiempos, de los que conservaba aún algunos resabios. Cómo los había adquirido, jamás lo explicó; tampoco daba razones para sus intentos casi obsesivos, condenados como estaban al repetido fracaso, de luchar a brazo partido con ideas científicas demasiado avanzadas para él. Tras cada fracaso su desconsuelo era tan obvio que Jimmy se entristecía mucho por él, salvo en aquellas ocasiones en que a su alumno se le daba por ponerse malhumorado y culpar a su instructor. Entonces, podía producirse un intercambio de descortesías y Jimmy recogía sus libros; las lecciones recomenzaban sólo cuando Gibson pedía disculpas.

Otras veces, en contraste, Gibson tomaba estas derrotas con humorística resignación y se limitaba a cambiar de tema. En estos casos solía hablar de sus experiencias en la extraña jungla literaria a la que pertenecía, un mundo de bestias misteriosas y a veces carnívoras, cuya conducta fascinada a Jimmy. Gibson era un buen raconteur y tenía una gran habilidad para alimentar el escándalo y minar reputaciones. Parecía hacerlo sin ninguna malicia y algunas de las cosas que contaba a Jimmy sobre las distinguidas personalidades del momento solían desconcertar a aquel joven algo rígido. Lo curioso era que aquellas gentes a quienes Gibson disecaba con tanta facilidad eran, con frecuencia, sus amigos más íntimos. A Jimmy esto le resultaba muy difícil de comprender.

Sin embargo, y a pesar de todas estas advertencias, cuando llegó el momento Jimmy se mostró muy dispuesto a hablar. Una de las lecciones había desembocado en una serie de ecuaciones íntegro-diferenciales, y no quedaba sino arrojar la toalla. Gibson, que ese día estaba amistoso, cerró sus libros con un suspiro y se volvió hacia Jimmy, comentando en tono casual:

—Nunca me has dicho nada de ti, Jimmy. ¿De qué parte de Inglaterra vienes, por ejemplo?

—De Cambridge. Al menos, allí nací.

—Hace veinte años anduve mucho por esta zona. ¿Pero, ya no vives allí?

—No; cuando tenía unos seis años mi familia se mudó a Leeds. Desde entonces he permanecido allí.

—¿Qué te decidió a estudiar astronáutica?

—Es difícil decirlo. Siempre me interesó la ciencia y en esos momentos el vuelo espacial era la última palabra. Supongo que era lógico que me inclinara hacia esto. Si hubiera nacido cincuenta años antes, probablemente habría elegido la aeronáutica.

—Entonces, el vuelo espacial te interesa exclusivamente como problema técnico y no como, digamos, algo que podría revolucionar el pensamiento humano, abrir la puerta a nuevos planetas y toda esa clase de cosas.

Jimmy sonrió.

—Supongo que así es. Claro que me interesan estas ideas, pero lo que realmente me fascina es la parte técnica. Aunque no hubiese nada en los planetas yo querría conocer la forma de llegar allí.

Gibson sacudió la cabeza, fingiendo pena.

—Te convertirás en uno de esos fríos científicos que lo saben todo con respecto a nada. ¡Más material humano malgastado!

—Al menos, usted piensa que sería una pérdida; me alegro —dijo Jimmy, animoso—. Y a propósito: ¿por qué le interesa tanto la ciencia?

Gibson rió, pero su voz tenía un dejo de desconcierto al replicar:

—Sólo me interesa como medio, no como fin en sí misma.

Eso no era verdad y Jimmy tuvo la certeza de ello. Pero algo le advirtió que no debía proseguir con este tema, y antes de que pudiera volver a hablar, Gibson reemprendió su interrogatorio.

Lo hizo con un ánimo amistoso y un interés tan genuino en apariencia que Jimmy no pudo dejar de sentirse halagado y por eso habló fácil y libremente. Por alguna razón, no importaba que Gibson estuviera estudiándolo con mente clínica y desinteresada, como el biólogo que estudia las reacciones de sus conejillos de Indias. Jimmy se sentía impulsado a hablar y prefería otorgar a los motivos de Gibson el beneficio de la duda.

Habló de su niñez y de sus primeros años; al fin, Gibson pudo comprender las nubes ocasionales que a veces parecían cubrir el ánimo normalmente alegre del muchacho. Era una vieja historia, una de las más antiguas. La madre de Jimmy había muerto cuando él era poco más que un bebé, y el padre lo había dejado al cuidado de una hermana casada. La tía de Jimmy lo trató con bondad pero él nunca se sintió cómodo entre sus primos; le parecía estar siempre fuera de lugar. Su padre tampoco había contribuido a mejorar las cosas, pues no estaba mucho en Inglaterra; murió cuando Jimmy tenía diez años, más o menos. El hijo parecía conservar muy pocas impresiones de él; en cambio, por extraño que parezca, guardaba recuerdos más claros de la madre a la que apenas había conocido.

Una vez derribadas las barreras, Jimmy habló sin reticencias, como si le alegrara liberarse de su carga. A veces Gibson lo azuzaba con preguntas, pero éstas se hicieron cada vez menos frecuentes, hasta desaparecer por completo.

—No creo que mis padres estuvieran muy enamorados —dijo Jimmy—. Por lo que me dijo tía Ellen, todo fue una equivocación. Hubo antes otro hombre, pero aquello terminó, y mi padre era lo mejor que había a mano. ¡Oh!, comprendo que suena desalmado de mi parte, pero no olvide que todo ocurrió hace mucho tiempo y para mí ya significa muy poco.

—Comprendo —dijo Gibson con serenidad, y parecía realmente que lo hacía—. Cuéntame más sobre tu madre.

—Su padre, es decir, mi abuelo, era profesor universitario. Creo que mamá pasó toda su vida en Cambridge. Cuando llegó a la edad apropiada ingresó en la facultad; estudiaba historia. ¡Oh, todo esto no puede interesarle a usted!

—Me interesa —dijo Gibson, seriamente—. Continúa.

Y Jimmy habló. Todo cuanto decía debía saberlo de oídas, pero proporcionó a Gibson un cuadro sorprendentemente claro y detallado. El escritor supuso que la tía Ellen debía ser muy locuaz y Jimmy un muchachito muy atento.

Fue uno de esos innumerables romances estudiantiles que florecen brevemente y se marchitan durante ese puñado de años que parecen un microcosmos de la vida. Pero éste había sido más serio que la mayoría. La madre de Jimmy (aún no había dicho su nombre) se había enamorado durante el último curso de un joven estudiante de ingeniería que estaba a mitad de su carrera universitaria. El romance fue un torbellino; la pareja era ideal, a pesar de que la joven era algunos años mayor que el muchacho. En realidad, estaban casi comprometidos cuando… Jimmy no estaba muy seguro de lo ocurrido. El joven había caído seriamente enfermo, o sufrido un colapso nervioso, y jamás regresó a Cambridge.

—En realidad, mi madre nunca lo superó —dijo Jimmy, con una seria sabiduría que, en cierto modo, no pareció del todo incongruente—. Pero había otro estudiante muy enamorado de ella y se casó con él. A veces mi padre me da mucha pena, pues debe de haber sabido todo lo del otro noviazgo. Yo no llegué a conocerlo mucho porque… Pero, señor Gibson, ¿no se siente bien?

Gibson se obligó a sonreír.

—No es nada, sólo un poco de enfermedad espacial. Pasará enseguida.

Ojalá esto fuera cierto. Todas estas semanas, en total ignorancia y creyéndose seguro contra todos los golpes del tiempo y de la fatalidad, venía dirigiéndose al encuentro del Destino. Y el momento del choque había llegado: los últimos veinte años acababan de desvanecerse como un sueño y se encontraba una vez más cara a cara con los fantasmas de su propio pasado olvidado.

* * *

—Algo le pasa a Martin —dijo Bradley, firmando el libro de señales con ademán garboso—. No puede ser ninguna noticia de la Tierra; las he leído todas. ¿Supones que le haya atacado la nostalgia?

—Si se trata de esto, se ha acordado tarde —replicó Norden—. Dentro de quince días estaremos en Marte. Pero tú te tienes por un psicólogo aficionado, ¿verdad?

—Quizá, ¿quién no?

Yo no, para empezar —indicó Norden, en tono sentencioso—. Eso de hurgar en los asuntos ajenos no es mi…

Un brillo de advertencia en la mirada de Bradley lo detuvo a tiempo; para evidente desencanto de su interlocutor, se interrumpió en mitad de la frase. Martin Gibson acababa de entrar en la oficina con un cuaderno de notas que le daba toda la apariencia de un periodista en su primera conferencia de prensa.

—Bien, Owen, ¿qué es lo que querías mostrarme? —preguntó con urgencia.

—En realidad, no es muy impresionante —respondió Bradley, mientras se encaminaba hacia el panel principal de comunicaciones—. Pero significa que hemos superado otro mojón y esto siempre me emociona un poco. Escucha.

Oprimió la llave del altavoz y elevó lentamente el volumen. El cuarto se llenó con los siseos y los crujidos de la radio, similar al ruido de mil sartenes que entraran en ebullición. Gibson había escuchado con frecuencia este ruido en la cabina de señales, y a pesar de su invariable monotonía nunca dejaba de maravillarse. Tenía conciencia de estar escuchando las voces de las estrellas y de las nebulosas, radiaciones que habían iniciado el viaje antes incluso de que naciera la humanidad. Y allí, sepultados en las profundidades de aquel caos repiqueteante y murmurador, podían estar (debían estar) los sonidos de civilizaciones extrañas que hablaban entre sí en los abismos del espacio. Pero, ¡oh!, sus voces se perdían irremediablemente en la marea de interferencia cósmica que, paradójicamente, la misma Naturaleza había creado.

Sin embargo, esto no era, por cierto, lo que Bradley quería hacerle escuchar. Con mucha delicadeza, el oficial de señales efectuó algunos ajustes, frunciendo levemente el ceño.

—Lo tenía entre mis manos hace un minuto. Espero que no se haya perdido. ¡Ah, aquí está!

Al principio Gibson no pudo detectar alteración alguna en la maraña de ruidos. Después notó que Bradley marcaba el tiempo con la mano, en silencio, pero con mucha rapidez, con una frecuencia de dos golpes por segundo. Con esa guía, Gibson logró detectar el silbido ondulante, infinitamente sutil, que se abría paso a través de la tormenta cósmica.

—¿Qué es? —preguntó, adivinando a medias la respuesta.

—Es el radiofaro de Deimos. Hay otro en Phobos, pero no es tan poderoso y aún no podemos captarlo. Cuando nos acerquemos a Marte podremos fijar nuestra posición con pocos cientos de kilómetros de error por medio de ellos. Ahora estamos a una distancia diez veces mayor, pero es bueno saberlo.

«Sí —pensó Gibson—, es bueno saberlo.» Naturalmente, esos auxilios radiales no eran esenciales cuando uno podía tener a la vista permanentemente el punto de destino, pero simplificaban algunos de los problemas de la navegación. Mientras escuchaba con los ojos semicerrados aquel pulso débil, casi ahogado a veces por la carga cósmica, comprendió cómo debieron sentirse los antiguos marinos al divisar las luces del puerto desde mar adentro.

—Creo que esto basta —dijo Bradley; apagó el altavoz y se restableció el silencio—. De cualquier modo, es una novedad para que escribas; las cosas han sido muy monótonas últimamente, ¿verdad?

Mientras hablaba miró a Gibson con intensa atención, pero el autor no respondió. Se limitó a garabatear unas pocas palabras en su cuaderno de notas, dio las gracias a Bradley con una cortesía desacostumbrada y distraída, y se encaminó hacia su cabina.

—Tenías razón —dijo Norden, cuando él hubo salido—. Algo le ha ocurrido. Será mejor que hable con Doc.

—Yo no me molestaría —replicó Bradley—. Sea lo que sea, no creo que pueda curarse con píldoras. Es mejor dejar que Martin lo solucione a su modo.

—Tal vez tengas razón —gruñó Norden—. Pero espero que no tarde mucho.

Ya llevaba así una semana. La conmoción del primer momento, al descubrir que Jimmy Spencer era el hijo de Kathleen Morgan, había pasado ya, pero empezaban a manifestarse los efectos secundarios. Entre éstos figuraba la sensación de resentimiento por que algo así le hubiese ocurrido precisamente a él. Era una violación demasiado grosera de las leyes de la probabilidad, algo que nunca había ocurrido en las novelas de Gibson. Pero la vida es poco artística y esto no se puede remediar.

Este humor de petulancia infantil iba pasando, reemplazado por una profunda sensación de incomodidad. Todas las emociones que creyera definitivamente enterradas bajo veinte años de febril actividad comenzaban a subir a la superficie, como criaturas de las profundidades oceánicas perturbadas por alguna erupción submarina. En la Tierra podría haber escapado confundiéndose una vez más con la multitud, pero allí se encontraba atrapado, imposibilitado de huir.

Era inútil fingir que nada había cambiado y decirse: «Claro, yo sabía que Kathleen y Gerald habían tenido un hijo: ¿qué importa eso ahora?». Importaba muchísimo. Cada vez que veía a Jimmy recordaba el pasado y —peor aún— lo que pudo haber sido el futuro. Actualmente, el problema más inmediato consistía en enfrentarse a los hechos y luchar a brazo partido con la nueva situación. Gibson sabía perfectamente que había una sola forma de hacerlo, y la oportunidad se presentó muy pronto.

Jimmy había estado en el hemisferio meridional y subía por la galería ecuatorial de observación cuando vio a Gibson sentado en una de las ventanas, mirando hacia el espacio. Por un momento pensó que el joven no lo había visto; estaba decidido a no interrumpirlo, pero Gibson lo llamó:

—Hola, Jimmy. ¿Tienes un momento libre?

En realidad, Jimmy estaba bastante ocupado, pero sabía que Gibson tenía algún problema y comprendió que necesitaba su presencia. Por lo tanto, fue a sentarse en el banco del puesto de observación. Y así supo la verdad hasta el punto que Gibson creyó conveniente para ambos.

—Voy a contarte algo, Jimmy —comenzó Gibson—, algo que sólo saben pocas personas. No me interrumpas ni me preguntes nada hasta que haya terminado, bajo ningún concepto.

»Cuando era un poco más joven que tú quería ser ingeniero. En aquella época era un muchacho bastante inteligente y no tuve dificultades en aprobar el examen de ingreso en la facultad. Como no estaba seguro de lo que deseaba hacer, elegí los cursos de cinco años en ingeniería física general, que era algo relativamente nuevo en aquellos días. Durante el primer año me fue muy bien, lo bastante para animarme y trabajar con más interés; en el segundo año estuve… poco brillante, pero mucho mejor que la media. Y en el tercer año me enamoré. No era precisamente la primera vez, pero comprendí que al fin iba en serio.

»Ahora bien, enamorarse cuando uno es estudiante puede ser para bien o para mal; depende de las circunstancias. Si es sólo un flirteo frívolo, quizá no importe. Pero si es algo serio, hay dos posibilidades.

»Puede actuar como estímulo, y en este caso uno decide esforzarse a fondo, demostrar que es mejor que los demás, o, por el contrario, uno puede encontrarse tan enredado emocionalmente que lo demás parece no importar y los estudios se van al demonio. Esto es lo que me ocurrió.

Gibson cayó en un silencio triste y meditabundo y Jimmy echó una mirada furtiva, desde su asiento en la oscuridad, a corta distancia. Estaban en la parte nocturna de la nave y las luces del corredor habían sido apagadas para que las estrellas pudieran lucir en toda su inigualable gloria. Directamente hacia adelante estaba la constelación de Leo, y allí en su centro brillaba aquel rubí hacia donde se dirigían. Marte, próximo al Sol, era con mucho el más refulgente de todos los cuerpos celestes y su disco podía observarse a simple vista. Su brillante luz carmesí daba de lleno sobre el rostro de Gibson, imprimiéndole un aspecto saludable, casi alegre, que en nada condecía con su estado de ánimo.

Gibson se preguntó si era cierto que uno jamás puede olvidarse de nada completamente. En este momento así lo parecía. Aún podía ver, con la misma claridad de veinte años atrás, el mensaje clavado en el cartel de anuncios de la facultad: «El decano de Ingeniería desea ver a M. Gibson en su despacho, a las 15.00». Naturalmente, le hicieron esperar hasta las 15.15, y eso empeoró las cosas. No habría sido tan difícil si el decano se hubiese mostrado sarcástico, o frío, o si hubiese perdido la paciencia. Gibson podía imaginarse aún aquel cuarto inhumanamente limpio, con sus ordenados archivos y sus bien dispuestas hileras de libros; podía recordar a la secretaria del decano que tecleaba silenciosamente en su máquina de escribir, en un rincón, fingiendo no prestar atención.

(Tal vez, pensándolo bien, no fingía del todo. Esta experiencia podía ser tan nueva para ella como para él).

Hasta este momento, Gibson había sentido respeto y simpatía por el decano, a pesar de la afectación y meticulosa pedantería del anciano; acababa de defraudarlo y esto hacía que su fracaso fuera doblemente difícil de soportar. El decano siguió insistiendo, empleando la técnica de mostrarse «más estricto que enojado», y eso fue más efectivo de lo que él había supuesto o pretendido. Concedió a Gibson una nueva oportunidad, pero éste ya no la aprovecharía.

Lo que empeoraba las cosas, aunque le avergonzara admitirlo, era que Kathleen había pasado sus exámenes con buenas notas. Cuando se publicaron los resultados de Gibson, éste la evitó durante varios días y al volver a encontrarse la había identificado ya como la causa de su fracaso. Ahora ya no le dolía y era posible verlo con toda claridad. ¿Hasta qué punto había estado enamorado de Kathleen, si estaba dispuesto a sacrificarla en aras de su amor propio? Porque en eso terminaron las cosas: trató de cargar sobre ella toda la culpa.

El resto fue inevitable. La disputa durante aquel último paseo en bicicleta por el campo y el regreso, cada uno por un camino distinto. Las cartas sin abrir; sobre todo, las cartas que no habían sido escritas. El fracasado intento de reunirse, siquiera para una despedida, en el último día que él pasó en Cambridge. Pero tampoco eso había resultado bien: Kathleen recibió el mensaje demasiado tarde, y aunque él esperó hasta el último instante ella no acudió a la cita. El tren atestado, repleto de estudiantes exaltados, partió ruidosamente de la estación; Cambridge y Kathleen quedaban detrás. Jamás volvió a verlos.

No hacía falta describirle a Jimmy los meses oscuros que siguieron. Él no necesitaba saber lo que resumían aquellas simples palabras: «Tuve un colapso nervioso y me aconsejaron no volver a la universidad». El doctor Evans se había esmerado en su recuperación y le debía eterno agradecimiento. Fue Evans quien le convenció de que se dedicara a escribir durante los días de su convalecencia, con resultados sorprendentes para ambos. (¿Cuántos sabían que su primera novela estaba dedicada a su psicoanalista?, pero, si Rachmaninov pudo hacerlo con el Concierto en mi menor, ¿por qué no él?)

Evans le dio una nueva personalidad, una vocación con la que recobrar la confianza en sí mismo. Pero no podía restaurar el futuro perdido. Gibson envidiaría durante toda su vida a quienes terminaban lo que él sólo había comenzado, a quienes podían especificar tras el nombre el título que él jamás tendría, y a quienes trabajaban de firme en campos donde él sólo podía ser un espectador.

Si el problema se hubiese limitado a esto, tal vez no habría importado mucho. Pero el salvar su orgullo, transfiriendo toda la culpa a Kathleen, había desfigurado su vida entera. Ella, y por su culpa todas las mujeres, quedaron identificadas con el fracaso y la desgracia. Con excepción de unas pocas relaciones, tomadas con escasa seriedad por ambas partes, Gibson no volvió a enamorarse, y comprendía ahora que jamás lo haría. El hecho de conocer la causa de su dolencia no le había ayudado en absoluto a encontrar la curación.

Naturalmente, no hacía falta mencionar nada de eso a Jimmy. Bastaba con presentarle los hechos desnudos y Jimmy adivinaría lo que pudiera. Tal vez un día fuera posible contarle más, pero esto dependía de muchas cosas.

Cuando Gibson hubo terminado le sorprendió el nerviosismo con que esperaba la reacción de Jimmy. Se preguntó si el muchacho habría podido leer entre líneas, repartiendo las culpas como correspondía. De pronto le resultaba imperativo ganar el respeto y la amistad de Jimmy; nada había sido tan importante como esto en mucho tiempo. Sólo así podría satisfacer su conciencia y acallar las voces acusadoras del pasado.

No le era posible distinguir la cara de Jimmy, pues el muchacho permanecía en las sombras. Pareció transcurrir un siglo antes de que rompiera el silencio.

—¿Por qué me ha contado todo esto? —preguntó sereno.

Su voz era completamente neutra y libre de simpatías o reproches.

Gibson dudó antes de responder. La pausa era natural, pues apenas podía dilucidar todos los motivos ni siquiera ante sí mismo.

Tenía que decírtelo —dijo austeramente—. No podía quedarme tranquilo mientras no te lo dijera. Y además… pensé que tal vez podría ayudarte de algún modo.

Se repitió aquel enervante silencio. Por último. Jimmy se puso lentamente en pie.

—Tendré que pensar en todo lo que me ha contado —dijo, con la voz aún limpia de emociones—. No sé qué decirle ahora.

Y se marchó, dejando a Gibson en un estado de extrema incertidumbre y confusión. ¿Había hecho el papel de tonto o no? El autocontrol de Jimmy y su falta de reacciones le habían dejado desequilibrado, en una ingrata posición. Sólo una cosa era indudable: al contar la verdad había aliviado mucho su alma.

Pero quedaban muchas cosas que no había revelado a Jimmy; en realidad, era mucho lo que él mismo no sabía.