CAPÍTULO V

—Hace una hora teníamos un solo pasajero —dijo el doctor Scott, pasando con toda delicadeza la larga caja de metal a través de la esclusa de aire—. Ahora tenemos varios millones.

—¿Cómo les ha sentado el viaje, en tu opinión? —preguntó Gibson.

—Los termostatos parecen funcionar correctamente, de modo que deben estar bien. Los transferiré a los caldos de cultivo que he preparado y allí vivirán contentos hasta que lleguemos a Marte, ahítos y llenos de satisfacción.

Gibson se dirigió al puesto de observación más próximo. Desde allí pudo ver la forma achatada y blanca del misil, inmóvil junto a la esclusa de aire; los cables de amarre, flojos, ondulaban a su alrededor, imitando los tentáculos de alguna criatura de las profundidades marinas. Tras lograr que el cohete llegara casi a detenerse a unos pocos kilómetros del equipo automático de radio, la captura final se había llevado a cabo por medio de técnicas mucho menos sofisticadas. Hilton y Bradley habían salido con cables para enlazar el misil, que iba lentamente a la deriva, y los cabrestantes eléctricos de la Ares halaron de él.

—¿Qué haréis ahora con el vehículo? —preguntó Gibson al capitán Norden, que observaba también las maniobras.

—Rescataremos el equipo impulsor y los de mando y control y abandonaremos el armazón en el espacio. No vale la pena gastar combustible en llevarlo entero a Marte. Hasta que empecemos a acelerar nuevamente, tendremos una lunita propia.

—Igual que el perro en el relato de Julio Verne.

—¿Cuál, De la Tierra a la Luna? Nunca lo he leído. Lo intenté una vez, pero no logró interesarme. Éste es el problema de todos los relatos viejos. No hay nada más muerto que la ciencia ficción de ayer, y Verne pertenece a la de anteayer.

Gibson consideró necesario defender su profesión.

—Entonces, ¿usted no le atribuye a la ciencia ficción un valor literario permanente?

—No. A veces puede tener un valor social según el momento en que se escriba, pero la generación siguiente la considerará pintoresca y arcaica. Fíjese en lo que pasó con los relatos de viajes espaciales.

—Continúe. No tenga miedo de herir mi sensibilidad…, si eso le importa.

Sin duda, Norden se entusiasmaba con el tema, cosa que no sorprendió a Gibson en absoluto. Si uno de sus compañeros hubiese resultado inesperadamente experto en repoblación forestal, sánscrito o bimetalismo, Gibson lo habría aceptado sin dificultades. En todo caso, sabía que la ciencia ficción era ampliamente popular entre los astronautas profesionales, a veces hasta extremos divertidos.

—Muy bien —dijo Norden—. Veamos qué ocurrió en este terreno. Hasta 1960, tal vez 1970, la gente escribía sobre el primer viaje a la Luna; cuando éste se produjo, se pasó a escribir sobre Marte y Venus durante otros cuantos años. Ahora también esos relatos han quedado anticuados: nadie los leería sino para reírse de ellos. Supongo que los planetas más alejados reportarán muchos beneficios a la próxima generación, pero las narraciones interplanetarias que conocieron nuestros padres llegaron a su fin, en realidad, al terminar la década de 1970.

—Pero el tema de los viajes espaciales sigue siendo tan popular como siempre.

—Sí, pero ya no es ciencia ficción. Es algo puramente objetivo, como lo que usted está transmitiendo actualmente a la Tierra, o de lo contrario es pura fantasía. Los relatos han tenido que situarse fuera del sistema solar, y lo mismo podrían ser cuentos de hadas. La mayor parte de ellos no es otra cosa que esto.

Norden hablaba con mucha seriedad, pero había un destello malicioso en su mirada.

—Rebatiré sus argumentos en dos aspectos —dijo Gibson—. En primer lugar, mucha gente lee aún las historias de Wells, aunque tienen un siglo de existencia. Y, pasando de lo sublime a lo ridículo, todavía leen mis primeros libros, como Polvo marciano, aunque la realidad los ha dejado muy atrás.

—Wells escribía literatura —respondió Norden—; pero, aun así, creo que puedo probar mi punto de vista. ¿Cuáles son entre sus relatos los más populares? Indudablemente las novelas hechas y derechas, como Kipps y Mr Polly. Si se leen sus obras fantásticas, es a pesar de sus profecías irremisiblemente anticuadas, y no a causa de ellas. Sólo La máquina del tiempo es todavía muy popular, porque se sitúa en un futuro tan lejano que no ha pasado de moda, y porque representa el mejor estilo de Wells.

Hubo una pequeña pausa. Gibson se preguntó si Norden se ocuparía del segundo aspecto. Finalmente, éste preguntó:

—¿Cuándo escribió Polvo marciano?

Gibson efectuó un rápido cálculo mental.

—En 1973 o 1974.

—No sabía que hacía tanto tiempo. En realidad, esto forma parte de la explicación. En esa época, los viajes espaciales estaban por comenzar y todo el mundo lo sabía. Usted ya se estaba haciendo famoso con la ficción convencional, y Polvo marciano aprovechó muy bien la marea ascendente.

—Eso explica solamente por qué se vendió en esa época. Pero no responde a mi segunda objeción. Sigue siendo bastante popular y creo que la colonia marciana se ha llevado varios ejemplares, a pesar de que describe un Marte que nunca existió, salvo en mi imaginación.

—Lo atribuyo a propaganda sin escrúpulos realizada por su editor, a la constancia con que usted se ha mantenido a la vista del público y, quizás, a que es lo mejor que usted ha escrito. Más aún, como diría Mac, captó el Zeitgeist de la década del setenta, y eso le da ahora un valor de curiosidad.

—¡Uf! —musitó Gibson, meditando el asunto.

Guardó silencio por un instante; enseguida su rostro se ensanchó en una sonrisa y soltó una carcajada.

—Riámonos juntos. ¿Dónde está lo divertido?

—En el principio de nuestra conversación. Me preguntaba qué habría pensado H. G. Wells de saber que, algún día, un par de hombres analizarían sus relatos a mitad de camino entre la Tierra y Marte.

—No exagere —dijo Norden, con una amplia sonrisa—. Sólo hemos recorrido una tercera parte del camino.

* * *

Mucho después de medianoche, Gibson despertó súbitamente de un sueño sin imágenes. Algo lo había perturbado, cierto ruido similar a una explosión distante, en las lejanas entrañas de la nave. Se sentó en la oscuridad, forzando las anchas bandas elásticas que lo sujetaban a la cama. Por el espejo-claraboya penetraba sólo un resplandor de estrellas, pues su cabina estaba en el costado nocturno del vehículo. Escuchó, con la boca entreabierta, reteniendo el aliento para percibir el más leve murmullo.

Muchas voces sonaban en la Ares por la noche y Gibson las conocía todas. La nave era algo vivo y el silencio habría significado la muerte de todo lo que llevaba a bordo. Infinitamente tranquilizadora, se oía la respiración incansable y sin prisa de las bombas de aire lanzando los vientos alisios, fabricados por la mano del hombre, de ese planeta diminuto. Mezclados a ese fondo levísimo, pero constante, había otros ruidos intermitentes: el «wirr» ocasional de motores ocultos que cumplían alguna tarea misteriosa y automática, el chasquido del reloj eléctrico, exactamente cada treinta segundos, y a veces el rumor del agua que corría por las cañerías a presión. Por cierto, ninguno de ellos podría haberlo despertado, pues le eran tan familiares como el latido de su propio corazón.

No del todo despierto aún, Gibson se dirigió a la puerta de la cabina y permaneció un rato escuchando en el corredor. Todo era perfectamente normal: debía ser el único hombre despierto. Por un momento se preguntó si convendría llamar a Norden, pero lo pensó mejor. Tal vez había sido sólo un sueño, o el ruido podía deberse a algún artefacto que no había entrado en acción hasta entonces.

Estaba ya nuevamente acostado cuando tuvo una duda repentina. En realidad, ¿había sonado tan lejos aquel ruido? Aquélla fue sólo su primera impresión: bien podía haberse producido bastante cerca. De cualquier modo, estaba cansado y aquello no importaba. Gibson confiaba plena y conmovedoramente en los instrumentos de la nave. Si algo se hubiese descompuesto, en efecto, las alarmas automáticas habrían alertado a todo el mundo. Las habrán puesto a prueba varias veces en lo que llevamos de viaje, y eran capaces de despertar hasta los muertos. Podía dormir tranquilo, confiado en la protección de aquella vigilancia incansable.

Aunque jamás había de saberlo y por la mañana ya no recordaría el asunto, estaba muy en lo cierto.

* * *

La cámara recorrió la sala del consejo en ruinas y siguió al cortejo fúnebre que ascendía por las interminables escaleras gemelas hacia las almenas ventosas que daban al mar. La música quejumbrosa se acalló por un instante, mientras las figuras solitarias se recortaban contra el sol poniente, sosteniendo sus trágicas cargas, inmóviles contra las murallas de Elsinore. «Buenas noches, dulce príncipe…» La obra había terminado.

En el diminuto teatro se encendieron abruptamente las luces y el estado de Dinamarca quedó cuatro siglos y cincuenta millones de kilómetros atrás. Gibson, a desgana, volvió a tomar conciencia del presente, liberándose de la magia que lo había mantenido cautivo. ¿Qué habría pensado Shakespeare de esa interpretación, tan antigua ya, que permanecía intacta ante el paso del tiempo, al igual que los esplendores de la poesía inmortal, aún más antiguos? Y, sobre todo, ¿qué habría pensado de aquel fantástico teatro, con su red de asientos flotando precariamente en el aire, sobre el más endeble de los soportes?

Mientras las seis personas que constituían el público se retiraban por el corredor, el doctor Scott dijo:

—Es una pena que no tengamos una colección de películas tan buena como ésta para nuestros viajes posteriores. Esta serie es para la Biblioteca Central de Marte y no podremos quedarnos con ella.

—¿Cuál será el próximo programa? —preguntó Gibson.

—No lo hemos decidido. Puede ser una comedia musical; también podemos seguir con los clásicos y proyectar Lo que el viento se llevó.

—Mi abuelo solía elogiar mucho esa película: me gustaría verla, ahora que tenemos la oportunidad —dijo Jimmy Spencer, ansioso.

—Muy bien —replicó Scott—. Someteré el asunto a la Comisión de Entretenimientos y veré si puede pasarse.

Puesto que la comisión estaba compuesta por Scott y nadie más, era de esperar que estas negociaciones llegarían a buen fin.

Norden, que había permanecido pensativo desde el final de la película, se acercó a Gibson por detrás y soltó una tosecita nerviosa.

—A propósito, Martin —dijo—. ¿Recuerdas que insististe repetidamente para que te permitiera salir con un traje espacial?

—Sí. Dijiste que iba contra las reglas.

Norden pareció turbado, cosa poco habitual en él.

—En cierta forma es así, pero éste no es un viaje normal y técnicamente no puedo considerarte pasajero. Después de todo, creo que podemos arreglarlo.

Gibson se sintió encantado. Siempre había querido saber qué se sentía al usar un traje espacial y permanecer en la nada con todas las estrellas alrededor. Ni siquiera se le ocurrió preguntar a Norden, para alivio de este último, por qué había cambiado de idea.

El complot venía fraguándose desde hacía una semana. Cada mañana se desarrollaba un pequeño ritual en la habitación de Norden cuando Hilton llegaba con los partes diarios de mantenimiento en los que detallaba el funcionamiento de la nave y el comportamiento de sus numerosas máquinas durante las últimas veinticuatro horas. Por lo común no había nada importante; Norden firmaba los informes y los archivaba con el cuaderno de bitácora. Variación era lo que menos deseaba en ese sitio, pero a veces tropezaba con ella.

—Oye, Johnnie —dijo Hilton (era el único que llamaba a Norden por su nombre de pila; para el resto de la tripulación era siempre «Skipper»)—. Lo de la presión de aire es exacto. La pérdida es prácticamente constante; en diez días más estaremos fuera de los límites de tolerancia.

—¡Maldición! Tendremos que hacer algo. Confiaba en poder esperar hasta que llegáramos.

—Temo que no podemos esperar hasta entonces. Esos límites de tolerancia son estúpidos, por supuesto: una pérdida diez veces mayor carecería de importancia. Pero tenemos que entregar los registros de presión a la Comisión de Seguridad Espacial en cuanto lleguemos y si pasamos de los límites siempre habrá alguna vieja nerviosa que empiece a chillar.

—¿Dónde crees que está el fallo?

—En el casco, casi con certeza.

—¿No será tu pérdida favorita, la que está en el polo norte?

—Lo dudo; es demasiado repentino. Creo que hemos sufrido otra perforación.

Norden pareció ligeramente fastidiado. Las perforaciones debidas al polvo espacial se producían, en naves de este tamaño, dos o tres veces al año. Por lo común, iban acumulándose hasta que eran dignas de ser tomadas en cuenta; pero ésta parecía excesivamente grande para pasarla por alto.

—¿Cuánto tiempo costará encontrar la pérdida?

—Éste es el problema —dijo Hilton, en tono de disgusto—. Tenemos sólo un detector de pérdidas y cincuenta mil metros cuadrados de casco. Podemos demorar un par de días la revisión. Si al menos se tratase de un agujero bien grande, los mamparos automáticos habrían entrado en servicio y lo habrían localizado sin nuestra ayuda.

—¡Pues me alegro mucho de que no haya sido así! —replicó Norden con una gran sonrisa—. ¡Eso habría requerido muchas explicaciones!

Jimmy Spencer, quien, como de costumbre, cargaba con el trabajo que nadie deseaba hacer, encontró la perforación tres días después, tras dar apenas diez o doce vueltas a la nave. El cráter, pequeño y opaco, era apenas visible, pero el hipersensible detector de pérdidas había registrado que, cerca de esa parte del casco, el vacío no era tan perfecto como debía ser. Jimmy marcó el sitio con tiza y entró en la nave, agradecido.

Norden sacó de su escondite los planos de la nave y buscó la posición aproximada, según el informe de Jimmy. Después soltó un suave silbido y levantó las cejas hacia el cielo raso.

—Jimmy —dijo—, ¿sabe el señor Gibson lo que has estado haciendo?

—No —respondió el muchacho—. No he dejado de darle sus clases de astronáutica, aunque ha sido bastante difícil hacerlo mientras…

—¡Bien, bien! ¿Crees que alguien le ha hablado de la pérdida?

—No sé, pero creo que en este caso me lo habría comentado.

—Entonces, escucha bien. Esta maldita perforación está precisamente en mitad de la pared de su cabina, y si le dices una palabra de eso te desollaré. ¿Entendido?

—Sí —balbuceó Jimmy, y salió precipitadamente.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Hilton, en tono resignado.

—Tenemos que apartar a Martin con cualquier pretexto para rellenar el agujero tan rápidamente como sea posible.

—Es curioso que no notara el impacto. Debió de hacer bastante estruendo.

—Probablemente no estaba allí en ese momento. Lo que me sorprende es que no haya notado la corriente de aire: debe de ser considerable.

—Tal vez se disimula con la circulación normal. De cualquier modo, ¿a qué viene tanta alharaca? ¿Por qué no hacer las cosas francamente, explicándole a Martin lo ocurrido? No hay necesidad de todo este melodrama.

—Oh, ¿crees que no? Supón que Martin cuente a su público que un meteorito de decimosegunda magnitud ha perforado la nave, y a continuación añada que esta clase de cosas pasa en todos los viajes. ¿Cuántos de sus lectores podrán entender, no sólo que no hay el menor peligro real, sino que ni siquiera nos preocupamos por hacer nada cuando ocurre? Te puedo decir cuál sería la reacción popular: «Si pasó con uno pequeño también podría ocurrir con uno grande». El público nunca ha creído en las estadísticas. Y ya te puedes imaginar los titulares: «¡Ares perforada por un meteorito!». ¡Sería muy contraproducente!

—En ese caso, ¿por qué no decírselo a Martin y pedirle que guarde silencio?

—Seríamos injustos con el pobre tipo. No ha tenido noticias sobre las que escribir sus artículos en varias semanas. Sería mejor no decirle nada.

—De acuerdo —suspiró Hilton—. La idea es tuya. No me culpes si resulta mal.

—No será así. Creo que tengo un plan a prueba de bombas.

—Me importa un comino que sea a prueba de bombas. Pero, ¿es a prueba de aire?

* * *

A Gibson le habían fascinado los dispositivos toda su vida y el traje espacial era uno más que agregar a la colección de mecanismos que llevaba investigados y aprendidos. Bradley fue designado para asegurarse de que entendiera correctamente las instrucciones, así como para llevarlo fuera, al espacio, y cuidar de que no se perdiera.

Gibson había olvidado que los trajes de la Ares no tenían perneras; quien los usaba se limitaba a sentarse dentro. Estaba muy bien pensado, puesto que habían sido diseñados para ser usados con gravedad cero y no para caminar en planetas carentes de aire. La ausencia de articulaciones en las piernas simplificada mucho el diseño de los trajes, que se reducían a meros cilindros coronados por plexiglás, con brazos articulados en los extremos superiores. Los costados presentaban misteriosas ranuras y protuberancias, correspondientes al aire acondicionado, la radio, los reguladores de temperatura y el sistema de propulsión de baja potencia. El interior permitía una considerable libertad de movimientos; era posible estirar los brazos para operar los controles internos, y hasta alimentarse sin hacer demasiadas acrobacias.

Bradley perdió casi una hora en la esclusa de aire asegurándose de que Gibson comprendiera los controles principales y adiestrándolo en su manejo. Aunque Gibson apreciaba tanta amabilidad, comenzó a impacientarse un poco, pues la lección no daba muestras de terminar. Al fin acabó por amotinarse cuando Bradley empezaba a explicarle las elementales instalaciones sanitarias del traje.

—¡Acabe con todo eso! —protestó—. ¡No vamos a estar fuera tanto tiempo!

Bradley sonrió ampliamente.

—Le sorprendería saber —respondió oscuramente— cuánta gente comete este error.

Abrió un compartimento en la pared de la esclusa de aire y extrajo dos bobinas de cable, a todas luces similares a los carretes de pesca. Se ajustaban con firmeza a ciertos soportes del traje de tal modo que no podían soltarse por accidente.

—Precaución de Seguridad Número Uno —dijo—: Tener siempre un cable que te sujete a la nave. Las reglas están hechas para desobedecerlas, pero ésta no. Para estar doblemente seguros ataré tu traje al mío con otros diez metros de cuerda. Ahora estamos listos para escalar el Matterhorn.[3]

La puerta exterior se deslizó a un lado. Gibson sintió que los últimos restos de aire tiraban de él al escapar. Aquel débil impulso lo llevó hacia la salida y flotó lentamente en dirección a las estrellas.

La lentitud de movimientos, el silencio absoluto, todo se combinaba para hacer este momento profundamente conmovedor. Aterradora e inevitablemente la Ares retrocedía a sus espaldas; e iba hundiéndose en el espacio —el verdadero espacio, al fin—, y su único vínculo con la seguridad era aquel tenue hilo que se desenrollaba a su lado. Sin embargo, y a pesar de lo insólito de aquella experiencia, aquello despertaba en su memoria vagos ecos de familiaridad.

El cerebro debía estar trabajándole con rapidez, pues recordó el símil casi inmediatamente. Era como ese momento de su infancia (totalmente olvidado hasta entonces, podría haberlo jurado) en que le enseñaron a nadar arrojándolo a un agua con una profundidad de diez metros. Una vez más, se hundía de cabeza en un elemento desconocido.

La fricción del carrete había disminuido su creciente velocidad cuando la cuerda que lo ligaba a Bradley dio una sacudida. Casi había olvidado a su compañero, quien se alejaba de la nave con los pequeños propulsores a gas ubicados en la base de su traje y dejaba a Gibson tras de sí.

El escritor oyó con sorpresa la voz de su compañero, que resonaba metálicamente en el receptor de su traje quebrando el silencio.

—No uses tus propulsores a menos que yo te lo indique. No nos conviene tomar mucha velocidad y debemos tener cuidado para no enredar nuestros cables.

—Está bien —dijo Gibson, vagamente fastidiado por aquella intromisión en su intimidad.

Volvió la mirada hacia la nave. Ya estaba a varios cientos de metros y su tamaño disminuía rápidamente.

—¿Cuánto cable tenemos? —preguntó con ansiedad.

No hubo respuesta; tuvo un momento de ligero pánico antes de recordar que debía oprimir el interruptor «transmisión».

—Cerca de un kilómetro —respondió Bradley, al repetir él su pregunta—. Lo suficiente para que uno se sienta bien y muy solo.

—¿Y si se rompiera? —preguntó Gibson, bromeando sólo a medias.

—No se romperá. Puede soportar tu peso completo en la Tierra. Y aunque lo hiciera podríamos volver sin dificultad con nuestros propulsores.

—¿Y si éstos se agotaran?

—Ésta es una conversación muy alegre. No tengo idea de cómo podría ocurrir eso, salvo por un descuido muy grande o por tres fallos mecánicos que ocurrieran simultáneamente. No olvides que hay una unidad de propulsión de reserva para tales emergencias; además, tienes indicadores de advertencia en el traje, que te ponen sobre aviso mucho antes de que se vacíe el tanque principal.

—Pero supongamos que ocurriera —insistió Gibson.

—En este caso, sólo cabría encender el faro de SOS que tiene el traje y esperar hasta que alguien viniera a recogerte. No creo que se apresuraran mucho en esas circunstancias. Quienquiera que sea capaz de meterse en un enredo como éste no merecerá mucha simpatía.

Hubo un súbito tirón: había llegado al fin del cable. Bradley compensó el rebote con sus eyectores.

—Ahora estamos muy lejos de casa —dijo, serenamente.

Gibson tardó varios segundos en localizar la Ares. Como estaban en el costado nocturno de la nave, ésta aparecía casi totalmente en sombras: las dos esferas eran dos delgadas y distantes medias lunas que fácilmente podían confundirse con la Tierra y la Luna, vistas desde una distancia de un millón de kilómetros, tal vez. No había sensación real de contacto; la nave era demasiado pequeña y frágil para seguir pareciendo un santuario. Gibson estaba al fin solo con las estrellas.

Siempre se sentiría agradecido hacia Bradley por guardar silencio y no interrumpir sus pensamientos. Tal vez el otro se sintiera igualmente sobrecogido por la espléndida solemnidad del momento. Las estrellas eran tan brillantes y tan numerosas que, en un principio, Gibson no pudo localizar siquiera las constelaciones más familiares. Finalmente descubrió a Marte, el objeto más refulgente del cielo después del Sol, y pudo así determinar el plano de la elíptica. Muy suavemente, con cautas ráfagas de sus eyectores, hizo girar el traje hasta que la cabeza apuntó hacia la Estrella Polar. Estaba nuevamente «en la posición correcta», y la disposición de las estrellas volvía a ser reconocible.

Recorrió lentamente el Zodíaco preguntándose cuántos hombres habían compartido hasta entonces su experiencia. (Naturalmente, pronto sería algo común, y la magia se perdería bajo la familiaridad.) Al poco tiempo descubrió a Júpiter y más tarde a Saturno; por lo menos así se lo parecía. Ya no era posible distinguir los planetas de las estrellas por la luz firme y sin parpadeos que resultaba una guía tan útil, aunque traicionera, a veces, para los astrónomos aficionados. Gibson no intentaba localizar ni Venus ni la Tierra, pues el fulgor del Sol lo habría cegado en un momento si hubiese vuelto la vista en esta dirección. Todo el anillo de la Vía Láctea estaba a la vista, como una pálida banda de luz que unía los dos hemisferios celestes. Gibson pudo distinguir claramente los desgarrones de sus bordes, allí donde continentes estelares enteros parecían tratar de fugarse para marchar solos y a la ventura en el vacío. En el hemisferio meridional, la sima del Saco de Carbón, abierto como un túnel excavado a través de las estrellas en dirección a otro Universo.

Este pensamiento hizo que Gibson se volviera hacia Andrómeda. Allí estaba la Gran Nebulosa, una fantasmagórica lente de luz que podía cubrir con la uña de su pulgar; sin embargo, era una galaxia completa, tan vasta como el anillo de estrellas que salpicaba el cielo, en cuyo corazón flotaba él en este momento. Aquel espectro neblinoso estaba un millón de veces más distante que las estrellas y éstas, a su vez, estaban un millón de veces más lejanas que los planetas. ¡Qué dignos de lástima parecían todos los viajes y aventuras humanas al verlos contra ese telón de fondo!

Mientras Gibson buscaba Alfa del Centauro entre las constelaciones desconocidas del hemisferio sur, su vista tropezó con algo que, en el primer momento, no logró identificar. A una distancia inmensa, un objeto blanco y rectangular flotaba contra las estrellas. Esa fue, al menos, su primera impresión; luego comprendió que le fallaba el sentido de la perspectiva; en realidad, lo que tenía a la vista era algo bastante pequeño, situado a pocos metros de él. Aun así tardó un poco en reconocer aquel vagabundo interplanetario: era una hoja común y corriente de papel manuscrito tamaño holandesa que giraba muy lentamente en el espacio. Nada podría haber sido más común ni más inesperado en este sitio.

Gibson contempló por algún tiempo aquella aparición hasta convencerse de que no se engañaba. Entonces encendió su transmisor para hablar con Bradley.

Éste no mostró la menor sorpresa.

—No hay nada extraño en esto —replicó, con cierta impaciencia—. Llevamos varias semanas arrojando diariamente nuestros desechos, y como no tenemos aceleración alguna, parte de ellos siguen a nuestro alrededor. Por supuesto, en cuanto empecemos a acelerar los lanzaremos hacia atrás y toda nuestra basura saldrá disparada del sistema solar.

«¡Qué obvio, qué evidente!», se dijo Gibson. Se sentía algo torpe, pues nada es más desconcertante que un misterio súbitamente resuelto. Probablemente se trataba del borrador de algún artículo suyo. Si hubiese estado más próximo, habría sido divertido recuperarlo como recuerdo y ver qué efectos le había causado su permanencia en el espacio. Infortunadamente, estaba fuera de su alcance y no había forma de tomarlo sin soltar el cordón que lo unía a la Ares.

Muchos siglos después de su muerte, aquel pedazo de papel aún llevaría su mensaje por entre las estrellas: y en qué consistía, jamás podría saberlo.

* * *

Norden salió a recibirlos cuando volvieron a la esclusa de aire. Parecía muy satisfecho de sí mismo, aunque Gibson no estaba en condiciones de notar tales detalles. Aún estaba perdido entre las estrellas y debía transcurrir algún tiempo antes que volviera a la normalidad y que su máquina de escribir empezara a teclear suavemente, mientras él intentaba apresar de nuevo sus emociones.

—¿Lograsteis terminar el trabajo a tiempo? —preguntó Bradley, cuando Gibson no podía oírlo.

—Sí, y nos sobraron quince minutos. Cerramos los ventiladores y encontramos la pérdida de inmediato con el viejo sistema de la vela humeante. Con un remache ciego y un poco de pintura de secado rápido estuvo todo listo; podemos arreglar el casco exterior cuando lleguemos, si es que vale la pena. Mac hizo un buen trabajo.