Durante los días siguientes, Gibson estuvo excesivamente ocupado en sus cosas, e intervino poco en la escasa vida social de la Ares. Como le ocurría siempre que sus descansos se prolongaban más de una semana, empezó a sentir remordimientos y volvió a trabajar con ahínco.
Sus compañeros de tripulación (puesto que ya no se consideraba un pasajero privilegiado) respetaron su aislamiento. En un principio, cuando pasaban por su camarote solían entrar a charlar de naderías o, simplemente, a intercambiar quejas sobre el clima. Todo esto resultaba muy agradable, pero Gibson se vio obligado a ponerle fin con un cartel pegado a la puerta: PELIGRO: HOMBRE TRABAJANDO. Huelga decir que la nota quedó muy pronto cubierta de comentarios soeces escritos por distintas manos; sin embargo, había cumplido con su finalidad.
La máquina de escribir, rescatada de entre el resto de sus pertenencias, ocupaba ahora el sitio de honor en la pequeña cabina. Gibson era desordenado en su trabajo; por todas partes había hojas manuscritas sujetas por bandas elásticas para impedir que se dispersaran. El delgado papel carbón le ocasionó muchas dificultades, dada su tendencia a incorporarse a la circulación de aire y adherirse al ventilador, pero para entonces Gibson dominaba ya las pequeñas técnicas adecuadas para vivir sin gravedad. Era sorprendente la rapidez con que se aprendían y se transformaban en parte de la vida cotidiana.
Como escritor, le había resultado difícil expresar en palabras sus impresiones sobre el espacio; no se podía decir, simplemente, «el espacio es terriblemente grande», y dejarlo así. El despegue desde la Tierra había sido una verdadera prueba para su ingenio. En realidad, no mentía, pero quien leyera su dramática descripción de la Tierra desapareciendo bajo el chorro del cohete no recibiría la impresión de que el narrador había caído en una feliz inconsciencia, a la que siguió rápidamente un estado consciente no tan feliz.
En cuanto hubo terminado un par de artículos capaces de contentar a Ruth por un tiempo (entretanto ella le había enviado tres radiogramas en tonos de creciente dureza) se dirigió al norte, a la oficina de Comunicaciones. Bradley recibió con muy poco entusiasmo las hojas para transmitir.
—Supongo que esto sucederá todos los días desde ahora en adelante —dijo, sombrío.
—Eso quisiera… pero temo que no será posible. Depende de mi inspiración.
—Hay una palabra mal separada aquí, al empezar la página dos.
—Me parece magnífico.
—En la página tres pusiste «centrífuga» donde debería decir «centrípeta».
—Considerando que me pagan por palabras, ¿no te parece que es muy generoso por mi parte emplear vocablos tan largos?
—En la página cuatro hay dos oraciones sucesivas que empiezan con «Y…»
—Dime, ¿vas a enviar ese maldito material o tendré que hacerlo yo?
Bradley sonrió, satisfecho.
—Me gustaría verte intentarlo. Hablando en serio, debí advertirte que utilizaras cinta negra, pues con la azul no se obtiene tan buen contraste; en esta zona, el transmisor de fax funcionará bien, pero cuando estemos más lejos de la Tierra será importante obtener una señal neta y clara.
Mientras hablaba, Bradley iba deslizando las hojas en la bandeja del transmisor automático.
Gibson contempló, fascinado, cómo desaparecían una a una en las fauces de la máquina, para surgir cinco minutos después en la canasta recolectora de alambre. Resultaba extraño pensar que sus palabras corrían ya a través del espacio en un continuo fluir, alejándose millones de kilómetros cada tres segundos. Sin embargo, le sorprendió que exigiera tanto tiempo transmitir una sola hoja; sabía que ciertas máquinas de la Tierra eran capaces de enviar cientos de páginas impresas por minuto.
Ante su pregunta, Bradley le dio la siguiente explicación:
—Es un asunto complicado. Con la baja energía que tenemos no podemos emplear un fax de alta velocidad para recorridos de cien mil kilómetros. Cuanto mayor es la velocidad, más ancha resulta la banda del sistema y mayor la interferencia registrada, con lo que se enturbia la onda. Por eso la telefonía no es muy práctica en circuitos de muy larga distancia.
—Creo entender —dijo Gibson—; pero, en este caso, ¿por qué no hay problemas para efectuar transmisiones por radio desde Marte o Venus, aun cuando se encuentran al otro lado del Sol?
—Porque en los planetas, las compañías de comunicaciones pueden enfocar sus rayos con lentes de cien metros de diámetro, y agregar unos cuantos megawatios. Nuestro pequeño sistema aéreo tiene sólo cinco metros de diámetro y no podemos generar unos pocos cientos de kilowatios sin que nuestros sistemas de emisión salten por los aires.
—Oh —dijo Gibson pensativo, y dejó las cosas como estaban.
Mientras recogía sus hojas se oyó un zumbido entre la jungla de diales, interruptores y paneles medidores que cubrían prácticamente toda la pared de la pequeña oficina. Bradley saltó hacia uno de sus receptores y empezó a efectuar operaciones incomprensibles a gran velocidad. Un altavoz emitió un silbido estridente.
—El transportador está por fin a nuestro alcance —dijo Bradley—, pero se halla muy lejos… Me atrevo a calcular que pasará a cien mil kilómetros.
—¿Podemos hacer algo para evitarlo? —preguntó Gibson, un poco intranquilo.
—Muy poco. He encendido nuestro radiofaro; si recibe nuestra señal nos localizará automáticamente y se acercará a pocos kilómetros de nosotros.
—¿Y si no la recibe?
—En este caso seguirá su curso hasta salir del sistema solar. Se traslada a velocidad suficiente para escapar de la atracción del Sol, que, en realidad es lo mismo que estamos haciendo nosotros.
—Es para levantar el ánimo a cualquiera. ¿Cuánto tardaríamos?
—¿En qué?
—En salir del sistema.
—Un par de años, tal vez. Será mejor que se lo preguntes a Mackay. Yo no conozco todas las respuestas… ¡No soy uno de tus personajes!
—Todavía puedes serlo —repuso Gibson, sombrío, mientras se retiraba.
La proximidad del misil agregó un elemento de excitación, inesperado y bienvenido, a la vida rutinaria de la Ares. Una vez desvanecido el primer entusiasmo inocente, un viaje espacial podía volverse terriblemente monótono. En el futuro, cuando la nave desbordara de vida, sería distinto, pero, por ahora, había momentos en que la soledad resultaba bastante deprimente.
El doctor Scott había organizado apuestas, pero el capitán Norden restringía con firmeza la cuantía de las mismas. Ciertos cálculos de Mackay indicaban que el proyectil pasaría a ciento veinticinco mil kilómetros de la Ares, con un margen de error de más o menos treinta mil. La mayoría había apostado a la cifra más probable, pero algunos pesimistas, desconfiando completamente de Mackay, habían predicho una distancia de hasta doscientos cincuenta mil kilómetros. No se apostaba dinero, sino otras mercancías mucho más útiles: cigarrillos, caramelos y otros objetos de lujo. El peso permitido a la tripulación estaba estrictamente limitado y esas cosas, por lo tanto, resultaban mucho más valiosas que los meros trozos de papel impresos. Mackay llegó a apostar media botella de whisky. Según explicó, él nunca bebía, pero le llevaba el licor a un compatriota de Marte que no podía conseguirlo legítimo ni pagarse el pasaje hasta Escocia. Nadie le creía, lo que era un poco injusto, pues había mucho de cierto en la historia.
* * *
—¡Jimmy!
—Sí, capitán Norden.
—¿Terminaste de controlar los indicadores de oxígeno?
—Sí, señor. Todo está bien.
—¿Qué sucede con ese equipo automático de grabación que los físicos colocaron en la bodega? ¿Continúa funcionando?
—Sí, pero hace el mismo ruido que al principio.
—Bien. ¿Limpiaste la cocina donde el señor Hilton derramó la leche?
—Sí, capitán.
—O sea que has terminado con todo.
—Creo que sí, pero yo pensaba…
—Perfecto. Tengo un trabajo interesante para ti… algo fuera de lo común. El señor Gibson quiere empezar a repasar sus conocimientos de astronáutica. Naturalmente, cualquiera de nosotros podría decirle lo que quiere saber, pero… tú acabas de salir de la universidad y tal vez puedas explicárselo mejor. Todavía tienes presentes las dificultades del principiante; nosotros, en cambio, tendemos a dar muchas cosas por sentadas. Te ocupará poco tiempo. Ve cuando él te llame y contesta a sus preguntas. Estoy seguro de que sabrás desenvolverte.
Jimmy salió, cabizbajo.
* * *
—Pasa —dijo Gibson sin levantar la vista de la máquina de escribir.
La puerta se abrió a sus espaldas y Jimmy Spencer entró flotando en la habitación.
—Aquí tiene el libro, señor Gibson. Creo que encontrará lo que busca. Es Elementos de Astronáutica, de Richardson, edición especial en papel biblia.
Colocó el volumen frente a Gibson, quien comenzó a volver las hojas; su interés se esfumó rápidamente al ver cómo disminuía la proporción de palabras por página. Abandonó en la mitad del libro, al llegar a una página cuya única frase decía: «Sustituyendo por el valor del perihelio la distancia de la ecuación 15:3, obtenemos…», todo lo demás eran cifras.
—¿Estás seguro de que éste es el libro más elemental de a bordo? —preguntó, vacilante, sin querer desalentar a Jimmy.
Había sentido cierta sorpresa al conocer la designación de Spencer como mentor no oficial, y fue lo bastante astuto para adivinar la razón: todas las tareas que nadie quería realizar tenían tendencia, curiosamente, a recaer sobre Jimmy.
—Oh, claro, es realmente elemental. Prescinde de las notaciones de vector y ni siquiera toca la teoría de la perturbación. ¡Si usted viera los libros que Mackay tiene en su cuarto! Cada ecuación ocupa hasta dos páginas impresas.
—Gracias, de todos modos. Cuando quede atascado te llamaré. Hace unos veinte años que no estudio matemáticas, pero era bastante bueno en esto. Cuando necesites el libro, dímelo.
—No hay prisa, señor Gibson; ya estoy en los temas más avanzados y no lo uso mucho.
—Ah, antes de irte, quizá puedas aclararme algo que acaba de presentarse. Parece que mucha gente aún se preocupa por los meteoritos, y me han pedido la última información que haya sobre el tema. ¿Son realmente peligrosos?
Jimmy meditó por un momento.
—Yo podría darle una información aproximada —dijo—, pero en su lugar consultaría al señor Mackay. Él dispone de tablas con las cifras exactas.
—Eso haré.
Gibson habría podido comunicarse con Mackay por teléfono, pero cualquier excusa para dejar el trabajo era bienvenida. Lo encontró tecleando ritmos sobre la gran calculadora electrónica.
—¿Meteoritos? —dijo Mackay—. Ah, sí, es un asunto muy interesante. Sin embargo, temo que se hayan publicado muchos datos inexactos sobre eso. Hasta hace poco tiempo, la gente creía que una nave espacial sería acribillada por ellos en cuanto dejara la atmósfera.
—Algunos todavía lo creen —contestó Gibson—. Por lo menos, piensan que los viajes de pasajeros a gran escala serán arriesgados.
Mackay contestó, con un bufido de disgusto:
—Los meteoritos son mucho menos peligrosos que los rayos; los más grandes no son mayores que un guisante.
—Sin embargo, una nave sufrió averías por esta causa.
—¿Se refiere a la Star Queen? Un accidente serio en cinco años es un promedio bastante bueno. Pero nunca se ha perdido una nave por causa de los meteoritos.
—¿Qué pasó con la Pallas?
—Nadie sabe lo que sucedió con ella. Ésta es la teoría más extendida, pero no coincide con la de los expertos.
—En ese caso ¿puedo decirle al público que olvide el asunto?
—Sí, claro… Aunque el asunto del polvo…
—¿Polvo?
—En efecto, si por meteoritos entiende usted partículas bastante grandes, desde dos milímetros en adelante, no hay por qué preocuparse. Pero el polvo es un fastidio, especialmente en las estaciones espaciales. Periódicamente alguien tiene que revisar el blindaje para localizar perforaciones. Por lo general son tan pequeñas que escapan a la vista, pero un grano de polvo lanzado a cincuenta kilómetros por segundo puede atravesar un metal de mucho grosor.
Esto le pareció bastante alarmante a Gibson y Mackay se apresuró a tranquilizarlo:
—En realidad no hay razón para preocuparse —repitió—. Siempre existen pérdidas a través del casco, pero la provisión de aire no resulta afectada.
* * *
Por ocupado que Gibson estuviera o por mucho que fingiera estarlo, siempre tenía tiempo para vagar inquieto por los laberintos de la nave, poblados de ecos, o para sentarse a mirar las estrellas desde la galería de observación ecuatorial. Había adquirido el hábito de escuchar desde allí los conciertos diarios. Exactamente a las 15.00 horas, el sistema de altavoces daba señales de vida; durante una hora, los vacíos pasadizos de la Ares se llenaban del susurro o estrépito de la música terrestre. Cada día, una persona distinta se encargaba de elegir el programa; de ese modo, nadie sabía lo que iban a escuchar, si bien después de un rato era fácil adivinar quién había hecho la selección. Norden escogía clásicos ligeros y óperas; Hilton, casi exclusivamente Beethoven y Tchaikovsky. Mackay y Bradley los consideraban novatos sin remedio; ellos, por su parte, preferían música de cámara más astringente o cacofonías atonales, a las que nadie encontraba pies ni cabeza, ni méritos para esforzarse en escucharlas. Los microrregistros de libros y música disponibles a bordo eran tantos que proporcionaban material para toda una vida en el espacio. Contenía el equivalente de unos doscientos cincuenta mil libros y algunas miles de obras para orquesta, todos grabados electrónicamente, a la espera de que una orden los volviera a la vida.
Gibson, sentado en la galería de observación, trataba de ver cuántas formaciones de la Pléyade podía descubrir a simple vista; en ese momento, un pequeño proyectil silbó cerca de su oído; con un golpe seco se adhirió al vidrio de la portilla, donde quedó vibrando como una flecha. A primera vista parecía no ser otra cosa, y Gibson se preguntó si los indios cheroquíes estarían de nuevo en pie de guerra. Vio entonces que una ventosa de goma reemplazaba la cabeza; desde la base, justo detrás de las plumas, un hilo fino y largo se perdía en la distancia. Al final del hilo estaba el doctor Robert Scott, médico, tirando de sí mismo con rapidez, como una enérgica araña.
Gibson trató de decir algo ingenioso y punzante pero, como de costumbre, el doctor le ganó por la mano:
—¿No te parece ingenioso? —preguntó—. Tiene un alcance de veinte metros y sólo pesa medio kilo; en cuanto regrese a la Tierra voy a patentarlo.
—¿Para qué? —preguntó Gibson, resignado a escuchar.
—Dios mío, ¿no ves? Supongamos que quieres trasladarte de un lugar a otro en una estación espacial sin gravedad de rotación. Basta con arrojarlo contra cualquier superficie plana cerca del lugar de destino y enrollar la cuerda. Es un ancla perfecta mientras no se desprenda la ventosa.
—¿Y qué tiene de malo la forma regular de trasladarse?
—Cuando hayas pasado en el espacio tanto tiempo como yo —respondió Scott, presuntuoso—, podrás ver qué tiene de malo. En una nave como ésta hay muchos pasamanos donde sujetarse, pero supongamos que quieres ir hasta una pared desnuda, al otro lado de la habitación, y que te lanzas por el aire desde donde estás. ¿Qué sucede? Tienes que detener el vuelo de alguna manera, generalmente con las manos, a menos que en el camino puedas invertir tu posición. Y a propósito, ¿sabes cuál es la afección más frecuente que debe atender el oficial médico? Las dislocaciones de muñecas, precisamente por esta causa. De todos modos, aunque llegues a tu destino tendrás que sujetarte con algo para no salir rebotado hacia atrás. Hasta puedes desviarte en medio del aire. Esto me sucedió una vez en la Estación Espacial Tres en uno de los grandes hangares. La pared más cercana estaba a quince metros de distancia y yo no podía acercarme.
—¿No podías recorrer el trayecto a fuerza de saltos? —preguntó Gibson, solemne—. Creía que éste era el método más usual para salir de esa dificultad.
—Inténtalo alguna vez y verás hasta dónde llegas. De todos modos, es antihigiénico. ¿Sabes qué me vi obligado a hacer? Fue muy embarazoso. Iba vestido sólo con pantalones cortos y chaleco, como siempre, y calculé que esto representaba una centésima parte de mi masa total. Si podía arrojarlos a treinta metros por segundo, podría llegar a la pared en un minuto.
—¿Y lo hiciste?
—Sí, pero aquella tarde el director estaba mostrando la estación a su esposa. Ahora sabes por qué tengo que ganarme la vida en un viejo armatoste como éste, trabajando de puerto en puerto o a cargo de alguna sala de cirugía perdida en los muelles.
—Me parece que equivocaste tu vocación —dijo Gibson, admirado—. Deberías ejercer mi oficio.
—Parece que no me crees —protestó Scott, en tono quejumbroso.
—Te quedas corto. Déjame ver tu juguete.
Scott se lo entregó. Era una pistola de aire modificada con un carrete de hilo de nilón accionado por un resorte adosado a la culata.
—Parece una…
—Si vas a decir que parece una pistola de rayos, te declararé enfermo contagioso. Ya ha habido tres que han hecho el mismo chiste.
—En ese caso, me alegro de que me hayas interrumpido —dijo Gibson mientras devolvía el arma al orgulloso inventor—. De paso, dime: ¿cómo se las arregla Owen? ¿Ya se ha puesto en contacto con el misil?
—No, y además parece que no lo conseguirá. Mac afirma que pasará a unos ciento cuarenta y cinco mil kilómetros de distancia… completamente fuera de alcance. Es una verdadera lástima; durante varios meses no habrá otra nave que vaya a Marte; ésa es la razón por la que tanto desean alcanzarnos.
—Owen es un bicho raro, ¿no es cierto? —observó Gibson, con cierta inconsecuencia.
—Oh, no es tan malo cuando uno llega a conocerlo —contestó Scott—. Dicen que envenenó a su mujer, pero no es cierto. Se mató ella sola abusando de la bebida.
* * *
Owen Bradley, doctor en Física, especialista en Ingeniería Espacial y en Radio, estaba muy disgustado. Como todos los tripulantes de la Ares, tomaba su trabajo en serio por más que fingiera bromear al respecto. Apenas había salido de la cabina de comunicaciones durante las últimas doce horas, pues esperaba que la onda continua del misil se quebrara en modulaciones, lo cual indicaba la recepción de sus señales y, por lo tanto, su aproximación a la Ares. Pero todo seguía igual y prácticamente no tenía sentido esperar algún cambio. La pequeña antena auxiliar con que pretendían llamar al proyectil tenía un alcance óptimo de veinte mil kilómetros escasos; aunque resultaba suficiente en los casos normales, no lo era en esta ocasión.
Bradley llamó a la oficina de astronavegación por el intercomunicador de la nave; Mackay le contestó de inmediato:
—¿Qué hay de nuevo, Mac?
—No se acercará mucho más. Acabo de corregir la orientación y de ajustar todos los errores. Está ahora a ciento cincuenta mil kilómetros de distancia y se desplaza casi en paralelo a nosotros. En tres horas, más o menos, alcanzará el punto más cercano, a unos ciento cuarenta y cuatro mil kilómetros. De modo que he perdido la onda y también el misil, según creo.
—Así parece, desgraciadamente —gruñó Bradley—; pero todavía hay esperanzas. Voy a bajar al taller.
—¿Para qué?
—Para preparar un cohete de una plaza y salir tras la maldita máquina. Eso, en uno de los cuentos de Martin, no costaría más de una hora. Ven a ayudarme.
Mackay estaba más cerca del ecuador de la nave que Bradley; por lo tanto, llegó primero al taller, ubicado en el polo sur; allí esperó a Bradley con cierta perplejidad. Éste llegó con varios metros de cable coaxial que había recogido en el depósito y le expuso brevemente su plan.
—Tendría que haberlo hecho antes pero va a causar mucho lío y soy de los que no pierden la esperanza hasta el último momento. El problema de nuestra antena es que irradia en todas direcciones; así debe ser, pues nunca sabemos de qué dirección puede venir un misil. Voy a modificar la orientación de la antena para concentrar toda la energía disponible en dirección a nuestro fugitivo.
Hizo el bosquejo una simple antena Yagi y se lo explicó a Mackay.
—Es anticuada pero fácil de hacer, y creo que servirá para nuestros fines. Si necesitas ayuda llama a Hilton. ¿Cuánto tiempo tardarás?
Mackay, quien a pesar de sus gustos e intereses gozaba de innegable habilidad manual, dio un vistazo al dibujo y al pequeño montón de materiales que Bradley había recogido.
—Alrededor de una hora —dijo, empezando a trabajar—. ¿Adónde vas?
—Tengo que ir hasta el casco para desconectar todo el sistema del rayo transmisor. Trae el aparato a la esclusa de aire cuando esté listo, ¿quieres?
Mackay entendía poco de radio, pero comprendió muy bien lo que Bradley intentaba hacer. Hasta ese momento, la pequeña antena de la Ares había emitido su energía en todas direcciones; Bradley iba a desconectarla de su actual sistema para apuntar toda su potencia exactamente hacia el proyectil en marcha, aumentando así varias veces su alcance.
Alrededor de una hora después, Gibson encontró a Mackay deslizándose velozmente por la nave tras una frágil estructura de alambres paralelos separados por varillas plásticas. Sin poder dominar su asombro, siguió a Mackay hasta la esclusa de aire; allí, Bradley esperaba impaciente dentro de su incómodo traje espacial, el casco abierto al alcance de su mano.
—¿Cuál es la estrella más próxima al misil? —preguntó Bradley.
Mackay pensó con rapidez:
—Ahora no se halla cerca de la elíptica —meditó—. Los últimos números que tengo… Veamos, declinación quince y algo hacia el norte; ascenso, alrededor de catorce horas. Creo que corresponde a… ¡nunca puedo recordar esas cosas! Algún punto de Böotes. ¡Ah, sí! no puede estar lejos de Arturo, no más allá de diez grados, calculo. En un minuto tendré los datos exactos.
—Esto basta para empezar. De todas maneras, cambiaré la posición de la antena. ¿Quién está en la cabina de señales?
—Skipper[2] y Fred; los llamaré, y sé que están atentos al monitor. Estaré en contacto contigo por medio del transmisor del casco.
Bradley cerró herméticamente el casco y desapareció por la esclusa de aire. Gibson lo miró salir con cierta envidia. Siempre había deseado ponerse un traje espacial; varias veces se lo había sugerido a Norden, pero éste respondía siempre que iba en contra del reglamento. Los trajes espaciales eran mecanismos muy complejos; cualquier error podía costar muy caro, y hasta acabar en un funeral de características poco corrientes.
Cuando se hubo lanzado por la portezuela exterior, Bradley no perdió el tiempo admirando las estrellas. Se deslizó lentamente por la brillante atmósfera de la nave por medio de sus unidades a reacción hasta llegar al sector donde ya había quitado la chapa. Toda una red de cables y alambres se hallaba expuesta a la deslumbrante luz solar; uno de los cables ya había sido cortado. Hizo una rápida conexión provisional y meneó tristemente la cabeza al ver aquella terrible confusión que acabaría por reflejar sólo la mitad de la energía al transmisor. Encontró después la posición de Arturo y apuntó el radiofaro hacia ella. Después de probarlo por un momento, esperanzado, conectó la radio de su traje.
—¿Buenas noticias? —preguntó con ansiedad.
Por el altavoz se oyó la voz desalentada de Mackay.
—No pasa nada. Te paso con Comunicaciones.
Norden confirmó lo que ocurría:
—Seguimos recibiendo la señal, pero aún no nos contesta.
Bradley se sintió muy contrariado. Había confiado mucho en su idea; el alcance de la antena debía haber aumentado por lo menos diez veces en esa única dirección. Siguió moviendo el rayo por unos minutos más; al fin desistió. Casi podía imaginar al pequeño misil, deslizándose silenciosamente fuera de su alcance con su extraña y preciosa carga hacia los límites desconocidos del sistema solar… y más allá.
Volvió a llamar a Mackay:
—Escucha, Mac —lo apremió—, quiero que revises esas coordenadas y que vengas a intentarlo tú. Entraré para arreglar el transmisor.
Cuando Mackay lo hubo relevado, Bradley volvió presurosamente a su cabina. Encontró a Gibson y al resto de los tripulantes reunidos, con evidente pesadumbre, en torno al receptor monitor del que surgía, con enloquecedora indiferencia, el silbido ininterrumpido del misil, cada vez más lejano.
Bradley trazó decenas de diagramas de circuitos y trabajó sobre el cuadro de mandos con unos pocos de sus movimientos lánguidos, casi felinos. Le costó sólo un momento pasar un par de cables hasta el corazón del radiofaro transmisor. Mientras trabajaba bombardeó a Hilton con preguntas:
—Tú sabes algo de estos misiles de transporte. ¿Cuánto tiempo debe recibir nuestra señal para poder localizarnos con certeza?
—Eso, por supuesto, depende de su velocidad relativa y de otros factores. En este caso, como se trata de una operación de baja aceleración, diría que unos diez minutos largos.
—¿Y no importa que nuestro faro no funcione después?
—No. En cuanto el transportador se dirija hacia nosotros podemos interrumpir la transmisión. Naturalmente, debemos enviarle otra señal cuando pase cerca de nosotros, pero eso ha de ser fácil.
—¿Cuánto tardará en llegar aquí si es que lo alcanzo?
—Un par de días, tal vez menos. ¿Qué vas a tratar de hacer ahora?
—Los amplificadores de energía del transmisor funcionan con setecientos cincuenta voltios. Voy a tomar una línea de mil voltios de otra fuente; eso es todo. Tendrá una vida corta, pero alegre, y nosotros duplicaremos o triplicaremos su potencia mientras dure el tubo.
Conectó el intercomunicador para llamar a Mackay; éste, sin saber que el transmisor llevaba un rato apagado, sostenía aún el aparato dirigido hacia Arturo, como un Guillermo Tell que apuntara su arco.
—Hola, Mac, ¿estás listo?
—Estoy prácticamente osificado —repuso Mackay, con orgullo—. ¿Cuánto tiempo más…?
—Sólo empezamos. Ahí va.
Bradley abrió el interruptor. Gibson, que esperaba ver un montón de chispas, se vio defraudado. Todo parecía igual que antes, pero Bradley, que estaba en el secreto, miró los medidores y se mordió los labios con furia.
Medio segundo bastaba para que las ondas de radio recorrieran la distancia hasta aquel pequeño y lejano cohete, cuyos maravillosos mecanismos permanecerían indiferentes para siempre a menos que recibieran esta señal. Pasó el medio segundo, y otro más. Hubo tiempo para la respuesta, pero aquel silbido enloquecedor seguía llegando sin interrupción desde el altavoz. De pronto calló. El silencio absoluto pareció durar una eternidad. A ciento cincuenta mil kilómetros de distancia el robot investigaba un nuevo fenómeno. Le costó cinco minutos decidirse; la onda del transportador volvió a pasar por el espacio, ahora modulado en una serie interminable de «bip… bip… bips».
Bradley trató de controlar el entusiasmo de los presentes.
—No cantemos victoria todavía —dijo—. Recordad que nuestra señal debe mantenerse diez minutos para permitirle alterar su curso.
Miró con ansiedad sus medidores y trató de adivinar cuánto tiempo durarían los tubos antes de abandonar tan desigual batalla.
Duraron siete minutos, pero Bradley tenía repuestos listos y en veinte segundos estuvo la señal otra vez en el aire. Los nuevos tubos seguían funcionando todavía cuando la onda del misil de transporte volvió a cambiar de modulación; con un suspiro de alivio, Bradley apagó la maltratada antena.
—Ya puedes entrar, Mac —dijo a través del micrófono—. Lo hemos conseguido.
—¡Gracias a Dios! Después de permanecer aquí afuera, haciendo el papel de Cupido, estoy al borde de una insolación, con calcificación de articulaciones.
Gibson, que había seguido la operación con interés, aunque sin comprender de qué se trataba, dijo en tono quejoso:
—Cuando terminéis de celebrarlo, ¿queréis explicarme, en frases cortas y precisas, cómo conseguisteis sacar este conejo del sombrero?
—Dirigiendo la señal de nuestro radiofaro y sobrecargando el transmisor, eso es todo.
—Sí, eso lo he comprendido. Lo que no entiendo, sin embargo, es por qué lo habéis apagado.
—El equipo de control del misil ya ha cumplido su misión —explicó Bradley, con el tono de un profesor que da explicaciones a un chico retrasado—. La primera señal indicó que había detectado nuestra onda; entonces supimos que automáticamente se ponía en posición hacia nosotros. Esto duró varios minutos; y cuando acabó la maniobra apagó los motores y nos envió la segunda señal. Todavía está casi a la misma distancia, por supuesto, pero viene hacia aquí; en un par de días estará a nuestro alcance. Para entonces la antena estará funcionando nuevamente. Así lo traeremos hasta un kilómetro de aquí, o poco menos.
—¡Vaya! —dijo Gibson, súbitamente alarmado—. ¡Suponed que choca con nosotros!
—Debes reconocer el mérito de sus constructores al haber pensado en ello. Cuando se acerque mucho empezará a funcionar un pequeño dispositivo, cuya sensibilidad captará la graduación del campo de la antena. Como tú sabes, el campo de fuerza H es inversamente proporcional a la distancia r, y además resulta obvio que dH/dr varía inversamente a r al cuadrado, de manera que es demasiado pequeño para medirlo, a menos que uno esté muy cerca. Cuando el misil descubre que puede medirlo, pone los frenos.
—Muy ingenioso —dijo Gibson, admirado—. Sin embargo, y aunque siento mucho desilusionaros, a esta avanzada edad aún puedo diferenciar I/r.
Alguien tosió suavemente desde el fondo de la habitación:
—Me disgusta recordarle, señor… comenzó a decir Jimmy.
Norden rió.
—Está bien, invito yo. Aquí están las llaves; armario 26. ¿Qué vais a hacer con la botella de whisky?
—Estuve pensando en vendérsela de nuevo al doctor Mackay.
—Con toda seguridad —dijo Scott, mirando a Jimmy con ceño adusto, este momento justifica un brindis general.
Pero Jimmy no se quedó a escuchar el resto y salió presuroso a cobrar su botín.