CAPÍTULO III

A través de la claraboya se veía el mismo patrón de estrellas que la noche anterior; procedente del sistema de altavoces, una serie de notas similares a campanadas despertaron a Gibson de un sueño sin sobresaltos. Se vistió con premura y se dirigió rápidamente hacia el puente de observación. ¿Qué había sucedido con la Tierra durante la noche?

Era desconcertante ver en el cielo dos lunas al mismo tiempo, por lo menos para un habitante de la Tierra. Pero allí estaban, muy juntas, una de doble tamaño que la otra y ambas en su primer cuarto. Transcurrieron varios segundos antes de que Gibson notara que se trataba de la Luna y la Tierra juntas, y le costó algo más comprender que el más pequeño y distante de los dos astros era su propio mundo.

Por desgracia, la Ares no pasaba muy cerca de la Luna, pero aun así ésta era diez veces mayor de lo que Gibson jamás pudiera observar desde la Tierra. Las cadenas entrecruzadas de cráteres se distinguían claramente a lo largo de la escarpada línea que separaba el día de la noche; el disco, todavía en sombras, era visible gracias a la luz terrestre que se reflejaba sobre él. Gibson se inclinó súbitamente hacia adelante, sin dar crédito a sus ojos. Pero no cabía duda alguna: allá, en medio de aquella tierra fría y apenas iluminada que esperaba una aurora todavía lejana, pequeñas luciérnagas brillaban en la penumbra. Cincuenta años antes no habían estado allí; eran las luces de las primeras ciudades selenitas, que anunciaban a las estrellas que la vida había llegado por fin a la Luna, tras milenios de espera.

Una tosecita discreta, procedente de un lugar indeterminado, interrumpió el ensueño de Gibson. Después, una voz ligeramente amplificada anunció, en tono algo íntimo:

—Si el señor Gibson tiene a bien pasar al comedor, encontrará todavía un poco de café tibio y algún cereal en la mesa.

Miró rápidamente su reloj. Por primera vez había olvidado completamente el desayuno. Alguien, al no encontrarlo en su cabina, había optado por llamarlo a través del sistema de altavoces.

Se dirigió al comedor; con las prisas, se perdió por completo en el laberinto de corredores. La amplitud interior era sorprendente; algún día habría carteles por todas partes para guiar a los pasajeros, pero Gibson debía encontrar su camino como pudiera. Como no existían «arriba» ni «abajo», ni división natural del espacio en horizontal y vertical, había una dimensión más en la que perderse. Y él no dejó escapar la oportunidad.

Cuando al fin irrumpió en el comedor, disculpándose, encontró a la tripulación envuelta en una controversia de carácter técnico, respecto los méritos de los diversos modelos de naves espaciales. Mientras mordisqueaba el desayuno escuchó atentamente. Tenía poco apetito, sin saber por qué; luego recordó que, en el espacio, la ausencia de esfuerzo muscular producía a menudo ese efecto, muy conveniente, por cierto, para el departamento de provisiones.

Mientras comía observó al reducido grupo de hombres que discutían, grabándolos en su mente y tomando nota de su conducta y características personales. La presentación que de ellos le hiciera Norden sólo equivalía a un rótulo, y no tenía aún ante sí personalidades definidas. Resultaba extraño pensar que quizás antes de terminar el viaje conocería a cada uno de ellos más íntimamente que a sus amigos de la Tierra. A bordo del pequeño mundo de la Ares no había lugar para los secretos o las máscaras.

En ese momento era el doctor Scott quien hablaba. (Más adelante Gibson llegaría a comprender que esto no tenía nada de extraño.) Parecía un temperamento algo excitable; a la menor ocasión se lanzaba en disertaciones sobre asuntos en los que no tenía autoridad para opinar. El que mejor sabía interrumpirlo era Bradley, experto en electrónica y comunicaciones, persona cortante y cínica que parecía obtener cierto placer sardónico en el sabotaje verbal. De tanto en tanto arrojaba una bomba sobre la conversación, lo que detenía a Scott por un momento, aunque nunca por mucho tiempo. También Mackay, el pequeño matemático, se sumaba algunas veces a la batalla; hablaba en forma rápida y precisa, casi pedante. Según la impresión de Gibson, debía sentirse más a gusto en la sala de actos de una universidad que en una nave espacial.

El capitán Norden parecía actuar como tercero, aunque no del todo neutral; en un intento de prevenir cualquier victoria definitiva, apoyaba primero a una parte y luego a la otra. El joven Spencer ya se encontraba trabajando; el ingeniero Hilton, por último, no tomaba parte en la discusión; permanecía tranquilo, observando a los demás con aire de divertida indiferencia. Gibson encontraba extrañamente familiar su rostro. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Claro, por supuesto, cómo no lo había recordado! Era Hilton, en carne y hueso. Gibson giró en su silla para observarlo más claramente. Olvidó la comida para mirarlo con envidia y fascinación: era el hombre que había traído a la Arcturus de regreso a Marte, tras la más grande aventura espacial. Sólo seis hombres habían logrado llegar a Saturno, y sólo tres de ellos estaban vivos aún. Junto con los compañeros perdidos, Hilton había estado en esas lunas remotas cuyos nombres tenían algo de magia: Titán, Encladus, Tethys, Rhea, Dione. Había contemplado el incomparable esplendor de los grandes anillos que ornan el cielo, en una curva excesivamente simétrica para ser obra de la naturaleza. Había estado asimismo en la Última Thula navegando en torno a los fríos gigantes exteriores de la amplia familia solar, para regresar una vez más hacia la luz y el calor de los mundos internos. «Sí —pensó Gibson—, hay muchas cosas de las que quisiera hablar contigo antes de que el viaje finalice.»

Terminada la discusión, el grupo se dispersó; cada uno de los oficiales flotó (literalmente hablando) hacia su puesto; pero los pensamientos de Gibson estaban aún alrededor de Saturno cuando el capitán Norden se le acercó e interrumpió su ensueño.

—No sé cuáles son sus planes —dijo—, pero supongo que le gustaría recorrer la nave. Después de todo, eso es lo que sucede generalmente en sus novelas a esta altura del viaje.

Gibson esbozó una sonrisa forzada. Tardaría algo más en desligarse de su pasado.

—Me temo que está en lo cierto; naturalmente, es la mejor forma de hacer saber al lector cómo funcionan las cosas y de esbozarle el escenario donde tiene lugar la trama. Ahora, por suerte, no es tan importante, pues todo el mundo conoce bien cómo es una nave espacial por dentro. Pueden darse por sobreentendidos los detalles técnicos y seguir adelante con la narración. Pero en la década de 1960, cuando comencé a escribir sobre astronáutica, uno tenía que demorar el argumento por varios miles de palabras para explicar cómo funcionaban los trajes espaciales, cómo operaba la propulsión atómica o aclarar cuanto pudiera aparecer en el relato.

—En ese caso —dijo Norden, con la más encantadora de las sonrisas—, presumo que no es mucho lo que podemos enseñarle con respecto a la Ares.

Gibson logró sonrojarse.

—Le agradecería mucho que me lo mostrara todo, esté o no de acuerdo con las normas literarias.

—Muy bien —dijo Norden con una sonrisa—. Empezaremos por el cuarto de control. Acompáñeme.

Durante dos horas flotaron por el laberinto de corredores que cruzaba, como un sistema de arterias, el espacio esférico de la Ares. Gibson sabía que muy pronto estaría lo bastante familiarizado con la nave como para recorrerla de un extremo a otro con los ojos vendados. Pero ya se había perdido una vez, y antes de aprender el camino volvería a ocurrirle.

Como la nave era esférica, había sido dividida en zonas de latitud, a semejanza de la Tierra. La nomenclatura resultante era muy útil, pues sugería de inmediato la geografía de la nave. Ir hacia el norte significaba dirigirse hacia la cabina de control y al alojamiento de la tripulación. Cuando uno se encaminaba hacia el ecuador, era para visitar el gran comedor, que ocupaba casi toda la parte central de la nave, o la galería de observación, que la circundaba por completo. El hemisferio sur estaba casi totalmente ocupado por el tanque de combustible, además de unas pocas bodegas de almacenaje y diversas maquinarias. En esos momentos, como la Ares no utilizaba ya sus motores, se había vuelto en el espacio, de manera tal que el hemisferio norte gozaba de una perpetua luz solar, mientras el sur, deshabitado, quedaba en la oscuridad. Precisamente en el polo sur, una portezuela de metal lucía una impresionante colección de sellos oficiales y un cartel que decía: PROHIBIDO ABRIR SIN ÓRDENES EXPRESAS DEL CAPITÁN O DE SU SEGUNDO. Detrás de ella se encontraba el largo y angosto tubo que conectaba el cuerpo principal de la nave con la esfera más pequeña, a unos cien metros de distancia, donde estaban la planta de energía y las unidades de propulsión. Gibson se preguntó para qué servía esa puerta si nadie podía pasar por ella; luego recordó que los robots de reparaciones enviados por la Comisión de Energía Atómica debían disponer de alguna entrada para cumplir con sus funciones.

Por extraño que parezca, no fueron las maravillas científicas y técnicas de la nave las que más impresionaron a Gibson, pues ya las esperaba; fueron, en cambio, los alojamientos vacíos destinados a los pasajeros. Se trataba de un panal de celdas muy abigarradas que ocupaban buena parte de la templada Zona Norte. Causaban una impresión desagradable. A veces, una casa nueva, todavía sin ocupar, puede resultar más solitaria que una antigua mina abandonada; ésta ha albergado vida en otros tiempos, y aún la habitan los fantasmas. Había una fuerte sensación de vacío y desolación en esos iluminados corredores donde resonaba el eco; algún día estarían desbordantes de vida, pero por ahora permanecían fríos y solitarios bajo la luz difusa reflejada en las paredes, una luz más azulada que la terráquea y, por ende, dura y fría.

Cuando Gibson volvió a su cuarto estaba mental y físicamente exhausto. Norden se había mostrado muy concienzudo como guía, probablemente a modo de venganza y para divertirse de paso con ello. Trató de imaginar qué pensarían sus compañeros de su actividad literaria; tal vez lo sabría muy pronto.

Mientras permanecía recostado en su litera, analizando sus impresiones, oyó un tímido golpe en la puerta.

—¡Maldición! —murmuró.

Luego, en voz más alta, dijo:

—¿Quién es?

—Jim… Spencer, señor Gibson; traigo un radiograma para usted.

El joven Jimmy flotó dentro del cuarto llevando un sobre con el sello del oficial de comunicaciones. Aunque estaba cerrado, Gibson intuyó que sólo él, entre los de a bordo, desconocía su contenido. Con cierto enfado, adivinó lo que podía decir y masculló para sí. No había manera de escapar de la Tierra: lo atrapaban a uno dondequiera que fuese.

Era un breve mensaje, en el que sólo una palabra estaba de más:

New Yorker, Revue des Quatre Mondes, Life Interplanetary quieren cinco mil palabras cada una. Por favor contesta radio próximo domingo. Besos. Ruth.

Gibson suspiró. Había partido de la Tierra con mucha premura, sin tiempo para una consulta final con Ruth Goldstein, su agente, con la que sólo cruzó una breve llamada telefónica desde el otro lado del globo. Pero le había dicho con toda claridad que deseaba estar tranquilo por un par de semanas. Eso, sin embargo, nunca había importado mucho y es probable que Ruth siguiera adelante, con entusiasmo, confiada en que él haría su parte a tiempo. Pero por una vez no se dejaría manipular; ya podía quedarse esperando; ¡se había ganado unas vacaciones!

Tomó su cuaderno de notas y, mientras Jimmy miraba ostentosamente hacia otro lado, escribió:

Lo lamento, derechos exclusivos prometidos a criador de cerdos y pollos de Alabama. Cualquier mes enviaré detalles. ¿Cuándo envenenarás Harry? Besos. Mart.

Harry constituía la mitad literaria de Goldstein & Co., en oposición a la otra mitad, la comercial. Durante más de veinte años había formado un matrimonio feliz con Ruth y durante buena parte de los últimos quince Gibson no cesó de advertirles que se estaban dejando atrapar por la rutina y que necesitaban un cambio, pues las cosas no podían durar mucho tiempo más en esas condiciones.

Con una mirada de ligera sorpresa, Jimmy Spencer se marchó con el extraño mensaje, dejando a Gibson a solas con sus pensamientos. Naturalmente, algún día tendría que empezar a trabajar, pero mientras tanto la máquina de escribir permanecía enterrada en algún lugar de la bodega, lejos de la vista. Hasta había sentido la tentación de ponerle un cartelito: NO ADMITIDA EN EL ESPACIO… SE LA PUEDE ALMACENAR EN EL VACÍO, pero se contuvo. Como la mayoría de los escritores que no dependen por completo de sus ganancias literarias, Gibson odiaba empezar a escribir. En cuanto había empezado era diferente…, a veces.

Sus vacaciones duraron una semana completa. Al final de ese período, la Tierra era sólo una estrella más brillante que las demás; pronto se perdería en el resplandor del sol. Parecía difícil no haber conocido otra vida que no fuera aquélla, en el pequeño universo de la Ares. Los tripulantes no eran ya Norden, Hilton, Mackay, Bradley y Scott, sino John, Fred, Angus, Owen y Bob.

Había llegado a conocerlos a fondo, aunque Hilton y Bradley tenían una curiosa reserva que no había logrado penetrar. Cada uno constituía una personalidad definida y contrastante; la inteligencia era casi lo único que tenían en común. Sin duda, ninguno de ellos tenía un cociente intelectual inferior a 120; a veces Gibson se retorcía de vergüenza al recordar las tripulaciones que había imaginado para algunas de sus novelescas naves espaciales. Recordaba, por ejemplo, a Graham, el jefe piloto de Cinco lunas de más, quien era todavía uno de sus personajes favoritos. Graham era un tipo rudo (¿acaso no había sobrevivido medio minuto en el vacío antes de poder ponerse su traje espacial?) y por lo común consumía una botella de whisky al día. Era el polo opuesto a Angus Mackay, doctor en Física Astronáutica, quien solía sentarse tranquilamente en un rincón a leer un ejemplar muy anotado de los Cuentos de Canterbury mientras sorbía de vez en cuando un poco de leche.

Gibson, como muchos otros escritores de las décadas de 1950 y 1960, había cometido el error de suponer que no había gran diferencia entre las naves del espacio y las marinas, como tampoco entre los hombres que las tripulaban. Ciertamente, existían ciertas similitudes pero las diferencias eran mucho más numerosas. Esto se debía a razones puramente técnicas, perfectamente previsibles; pero los escritores populares de esos tiempos habían tomado el camino más fácil, consistente en aplicar la tradición de Herman Melville y Frank Dana a un medio en el que resultaban muy poco adecuados.

Una nave espacial se parecía mucho más a un globo estratosférico que a cualquier cosa capaz de surcar los mares, y exigía de su tripulación un entrenamiento técnico mucho más elevado que el requerido por la aviación. Para ocupar un puesto como el de Norden era necesario cursar cinco años en la universidad, tres de práctica en el espacio y luego otros dos más en la universidad, estudiando teoría astronáutica avanzada.

Toda la semana había sido muy tranquila. Por primera vez en cinco años Gibson había podido holgazanear y disfrutar de la vida; contemplaba el increíble campo estelar durante varias horas seguidas y tomaba parte en las discusiones que convertían cada comida en una prolongada ocasión para la sociabilidad. La rutina de a bordo no era muy estricta; la tripulación de Norden no aceptaba órdenes, y éste era demasiado inteligente para tratar de hacerlo. Sabía que el trabajo sería debidamente cumplido, pues sus hombres se sentían orgullosos de hacerlo; excepto por los informes diarios de mantenimiento, que cada uno firmaba y presentaba al capitán todas las noches, existía un mínimo de control y supervisión. La Ares era un buen ejemplo de democracia aplicada.

Mientras Gibson y el doctor Scott disfrutaban de un tranquilo juego de dardos, estalló inesperadamente la primera conmoción del viaje. Hay pocos juegos de ingenio que puedan practicarse en el espacio; por mucho tiempo las cartas y el ajedrez representaron la clásica elección, hasta que un ingenioso inglés descubrió lo interesante que era arrojar dardos sin la acción de la gravedad. La distancia al blanco era de diez metros y el juego en sí obedecía a las mismas reglas observadas durante siglos en la atmósfera de cerveza y humo de tabaco de las tabernas inglesas.

Gibson descubrió con deleite que jugaba bastante bien. Casi siempre derrotaba a Scott, a pesar de la técnica complicada de su rival (o tal vez a causa de la misma). Ésta consistía en suspender cuidadosamente la «flecha» en el aire; se retrocedía después un par de metros para calcular con la vista y lanzarla hacia adelante.

Scott intentaba, con optimismo, llegar a un triple veinte cuando Bradley se deslizó en el cuarto con un formulario de comunicaciones en la mano.

—No os volváis a mirar —dijo, en un tono de voz suave y modulado—, pero nos están siguiendo.

Se apoyó en la puerta mientras todos lo contemplaban con sorpresa. El primero en reaccionar fue Mackay:

—Por favor, explícate —le urgió.

—Hay un transportador de misiles Mark III que nos viene siguiendo. Ha sido lanzado de la Estación Exterior y en cuatro días logrará pasarnos. Quieren que lo intercepte cuando pase con mi radiocontrol, pero con la dispersión que se produce a esta distancia es pedir demasiado. Dudo que pase a menos de cien mil kilómetros de nosotros.

—¿A quién viene a socorrer? ¿Alguien se olvidó el cepillo de dientes?

—Parece que transporta medicinas requeridas con urgencia. Toma, Doc, échale un vistazo.[1]

El doctor Scott leyó el mensaje cuidadosamente.

—Esto sí que es interesante. Parece que tenemos un antídoto contra la fiebre marciana. Es un suero especial hecho por el Instituto Pasteur. Deben estar muy seguros del asunto para tomarse la molestia de seguirnos.

Sin poder contenerse por más tiempo, Gibson estalló:

—En nombre del cielo, ¿qué es un misil Mark III y la fiebre marciana?

Antes que nadie pudiera intercalar una palabra, el doctor Scott contestó:

—La fiebre marciana no es, en realidad, una enfermedad marciana. Parece ser causada por un organismo terrestre que hemos llevado al otro planeta y que se adaptó mejor a ese clima que al original. Provoca aproximadamente el mismo efecto que la malaria; no mata a mucha gente, pero sus efectos económicos son muy serios. En un año se pierden horas de trabajo en un porcentaje de…

—Gracias, ahora recuerdo de qué se trata. ¿Y el misil?

Hilton intervino suavemente en la conversación:

—Se trata, simplemente, de un pequeño cohete automático con radio control, de velocidad terminal muy elevada. Se usa para transportar cargas entre estaciones espaciales, o también para perseguir las naves espaciales cuando se han olvidado algo. Cuando esté al alcance de la radio captará nuestra onda y vendrá hacia nosotros.

De pronto exclamó:

—¡Eh, Bob! ¿Por qué no lo enviaron directamente a Marte? Podría llegar antes que nosotros.

—Porque a sus pequeños pasajeros no les gustaría nada. Tengo que preparar ciertos cultivos para que sigan vivos y atenderlos después como una nodriza. No es lo que acostumbro a hacer, pero aún recuerdo algo de lo que practiqué en la facultad.

—¿No sería mejor que alguien pintara una cruz roja fuera? —preguntó Mackay, en un raro despliegue de humor.

Gibson cavilaba. Tras una pausa, dijo:

—Tenía entendido que en Marte la vida era muy sana, tanto física como psicológicamente.

—No debe creer todo lo que lee —terció Bradley—. No me explico por qué la gente quiere ir allí. Es plano, frío y está lleno de plantas semirraquíticas, dignas de Edgar Alan Poe. Hemos malgastado millones sin obtener ni un centavo de provecho. Quien va allí por propia voluntad debería hacerse revisar la cabeza. No quiero ofender a nadie, por supuesto.

Gibson sólo contestó con una sonrisa amable. Había descubierto ya que el cinismo de Bradley era falso en un noventa por ciento, pero nunca sabía cuando sus ofensas eran sólo simuladas. Por esta vez, el capitán Norden hizo valer su autoridad, no sólo para impedir que Bradley se saliera con la suya, sino también para evitar la divulgación de un concepto tan alarmante y deprimente. Dirigió una mirada furibunda a su oficial de electrónica y dijo:

—Debo advertírtelo, Martin: al señor Bradley no le gusta Marte, pero tiene la misma opinión con respecto a la Tierra y a Venus. No permitas, pues, que sus opiniones te desanimen.

—De ninguna manera —sonrió Gibson—. Pero quisiera preguntar algo.

—¿De qué se trata? —inquirió Norden, ansioso.

—El señor Bradley, ¿tiene un concepto tan pobre del señor Bradley como de todo lo demás?

—Aunque parezca extraño, así es —afirmó Norden—. Eso demuestra que al menos uno de sus juicios es acertado.

Touché —murmuró Bradley, derrotado por una vez.

—Me aislaré en una trinchera profunda y redactaré una respuesta apropiada. Entretanto, Mac, por favor, consigue las coordenadas del misil y avísame cuando se ponga a nuestro alcance.

—Está bien —replicó Mackay, distraído.

Ya estaba nuevamente absorto en Chaucer.