CAPÍTULO II

La cabina del capitán, a bordo de la Ares, no podía albergar más de tres hombres cuando actuaba la fuerza de gravedad, pero tenía espacio suficiente para seis cuando la nave giraba en órbita libre, pues cada uno podía permanecer a voluntad tanto en las paredes como en el techo. Del grupo que, en posiciones surrealistas, rodeaba al capitán Norden, todos, salvo uno, habían estado ya en el espacio y sabían qué podía esperarse de ellos, aunque éste no fuera un viaje de instrucción común.

El viaje inaugural de una nueva nave espacial representa siempre un gran acontecimiento, y la Ares era la primera en su línea, la primera dedicada al transporte de pasajeros y no de mercancías. Una vez lista para cumplir sus funciones, podría transportar treinta tripulantes y ciento cincuenta pasajeros en condiciones algo espartanas. Sin embargo, en aquel primer viaje las proporciones no eran las mismas: en ese momento, los seis integrantes de la tripulación esperaban que subiera a bordo el único pasajero.

—Todavía no lo entiendo bien —dijo Owen Bradley, el oficial de electrónica—; ¿qué vamos a hacer con ese tipo cuando lo tengamos aquí? ¿Quién tuvo esa brillante idea?

El capitán Norden se pasó una mano por el cráneo, donde pocos días atrás luciera sus magníficos cabellos rubios. (Las naves espaciales rara vez llevan peluqueros a bordo y, aunque hay siempre aficionados entusiastas, es preferible evitar el riesgo cuanto se pueda.)

—A eso quería referirme —dijo—; supongo que todos vosotros habéis oído hablar del señor Gibson.

Su comentario provocó un coro de réplicas, algunas no muy respetuosas.

—Creo que sus cuentos apestan —dijo el doctor Scott—. Por lo menos los últimos. Polvo marciano no estaba mal, aunque hoy esté ya completamente superado, claro.

—¡Tonterías! —resopló Mackay, el astronavegante—. Los últimos son los mejores, desde que Gibson decidió eliminar los detalles melodramáticos y concentrarse en lo fundamental.

Este exabrupto del pequeño escocés era completamente inhabitual. Antes que nadie pudiera apoyarlo, el capitán Norden interrumpió la discusión:

—No os ofendáis, pero no estamos aquí para hablar de crítica literaria. Ya tendremos tiempo de sobra para esto. Pero antes de empezar hay uno o dos puntos que la Corporación desea aclarar. El señor Gibson es un hombre muy importante, un huésped distinguido, y ha sido invitado a este viaje para que más adelante pueda escribir un libro sobre él. No es un recurso publicitario…

—¡De ninguna manera! —interrumpió Bradley con no poco sarcasmo.

—Naturalmente, la Corporación desea que los futuros clientes no queden… descorazonados por lo que lean. Aparte de eso, estamos haciendo historia y nuestro viaje inaugural debe ser registrado en una crónica apropiada. Por lo tanto, tratad de proceder por un tiempo como caballeros; es probable que se vendan un millón de ejemplares del libro de Gibson y vuestra reputación puede depender de cómo os comportéis en los próximos tres meses.

—Esto me suena a extorsión —dijo Bradley.

—Tomadlo como queráis —agregó Norden, con entusiasmo—. No dejaré de explicar a Gibson que no puede esperar un gran servicio, pues todavía no disponemos de mozos, cocineros y Dios sabe qué más. Él comprenderá y no va a pretender que le sirvamos el desayuno en la cama todas las mañanas.

—¿Ayudará en la limpieza? —preguntó alguien con gran sentido práctico.

Antes de que Norden pudiera encarar ese problema de etiqueta social, un repentino zumbido brotó del cuadro de mandos y una voz surgió por la rejilla del altavoz:

—Atención: Estación Uno llamando a Ares; ahí va su pasajero.

Norden pulsó un interruptor y contestó:

—Está bien…, estamos listos.

Y se volvió hacia la tripulación:

—Cuando el pobre tipo vea estos cortes de pelo pensará que este es un día de festejos en Alcatraz. Jimmy, ve a ayudarlo a pasar por la esclusa de aire cuando el ténder se acople.

Martin Gibson se sentía aún bastante excitado después de haber superado su primer obstáculo de importancia: el oficial médico de la Estación Espacial Uno. La pérdida de gravedad no le había molestado apenas al abandonar la estación para navegar hasta la Ares en el pequeño ténder impulsado por aire comprimido, pero el espectáculo que se presentó ante sus ojos al entrar en la cabina del capitán Norden le provocó una recaída momentánea. Aunque la gravedad fuese nula, uno seguía necesitando la dirección llamada «abajo», y lo más natural era pensar que mesas y sillas estuvieran atornilladas en el piso. Por desgracia, casi todo parecía contradecir este precepto, pues dos de los tripulantes colgaban del techo como estalactitas, y otros dos parecían descansar suspendidos en el aire en posiciones bastante estrafalarias. De acuerdo con la idea de Gibson, sólo el capitán se hallaba en posición correcta. Para empeorar las cosas, las cabezas rapadas daban una apariencia siniestra a esos hombres de aspecto bastante normal; todo el grupo parecía una reunión familiar en el castillo de Drácula.

Se produjo una breve pausa durante la cual la tripulación examinó a Gibson. Todos reconocieron de inmediato al novelista; el público se había familiarizado con su cara desde el primer best-seller, aparecido veinte años atrás con el título de Trueno en el alba. Era un hombre pequeño y regordete, de facciones bien cinceladas; su edad no llegaba a los cuarenta y cinco años. Cuando habló, su voz sonó sorprendentemente profunda y sonora.

Con un gesto circular que abarcó la cabina de izquierda a derecha, el capitán Norden dijo:

—Le presento a mi ingeniero, el teniente Hilton. Éste es el doctor Mackay, nuestro navegante, doctorado en física y no en medicina como el doctor Scott, aquí presente. El teniente Bradley es oficial de electrónica y Jimmy Spencer, que lo esperaba en la esclusa de aire, es nuestro supernumerario, con aspiraciones a capitán cuando sea mayor.

Gibson contempló con sorpresa al pequeño grupo que lo rodeaba. ¡Eran tan pocos! ¡Cinco hombres y un muchacho! Su cara debió reflejar sorpresa, pues el capitán Norden continuó, sonriente:

—No somos muchos, ¿verdad? Pero recuerde que esta nave es casi automática; además, en el espacio nunca sucede nada. Cuando comience el servicio regular de pasajeros la tripulación será de treinta hombres. Ahora, sin embargo, compensamos el peso con carga y de esta forma viajamos como un carguero ligero.

Gibson miró atentamente a aquellas personas que serían sus únicos acompañantes durante los próximos tres meses. Su primera reacción (siempre desconfiaba de sus primeras reacciones, aunque se esforzaba en anotarlas) fue el desconcierto, al encontrarlos tan normales, exceptuando, claro está, sus raras actitudes y sus temporarias calvicies. No era posible adivinar que ejercieran una de las profesiones más románticas del mundo desde que los últimos cowboys cambiaran sus zainos por helicópteros.

A una señal que Gibson no percibió, los demás se retiraron, lanzándose sin el menor esfuerzo a través de la puerta abierta. El capitán Norden volvió a sentarse y ofreció un cigarrillo a Gibson. El escritor lo aceptó, vacilando.

—¿No le molesta que fume? —preguntó—. ¿No es un desperdicio de oxígeno?

Norden rió:

—Si se prohibiera fumar durante tres meses habría un motín. De todas maneras, el consumo de oxígeno es insignificante. En los primeros tiempos nos veíamos obligados a tener más cuidado. Cierta vez, una fábrica de cigarrillos sacó una marca especial para astronautas, impregnada con un portador de oxígeno para economizar el de aire. Pero no se hizo muy popular, y un buen día una partida salió con exceso de oxígeno; al encenderlos se quemaban como buscapiés. Y éste fue el triste final de la idea.

Gibson, un tanto decepcionado, pensó que el capitán Norden no encajaba muy bien dentro del prototipo deseado. Según la mejor tradición literaria (o la más popular, al menos), el capitán de una nave espacial debía ser un veterano con canas y de mirada penetrante, que hubiera pasado la mitad de su vida en el éter y pudiera navegar por el sistema solar con los ojos vendados, gracias a su pavoroso conocimiento de las rutas celestes. Además, debía imponer su autoridad; tras una orden suya, los oficiales debían saltar y ponerse en actitud militar, cuadrarse y salir a la carrera (algo nada fácil de lograr en una gravedad cero).

El capitán de la Ares no llegaba a los cuarenta años y podía pasar por un ejecutivo triunfador. En cuanto a lo de imponer autoridad…, hasta el momento Gibson no había detectado ningún signo de disciplina. Después llegó a la conclusión de que esa impresión no era del todo exacta. La única disciplina existente en la Ares era la autoimpuesta, la única posible entre los hombres que formaban la tripulación.

—¿De modo que usted no ha estado nunca en el espacio? —preguntó Norden, contemplando pensativo a su pasajero.

—Mucho me temo que no. Intenté varias veces participar en el vuelo lunar, pero es absolutamente imposible, a menos que uno vaya por asuntos oficiales. Es una verdadera lástima, pero viajar por el espacio resulta endemoniadamente caro.

Norden sonrió.

—Confiamos mucho en que la Ares contribuya a cambiar esto.

Y agregó:

—Debo reconocer que usted ha logrado escribir bastante sobre este asunto sin la menor experiencia en la materia, por decirlo así.

—¡Ah, bueno! —exclamó Gibson, displicente, tratando de que su risa fuera lo más ligera posible—. Es una ilusión muy común creer que los escritores deben experimentar cuanto describen en sus libros. Cuando era más joven leí lo que pude sobre viajes espaciales y traté de darle un sabor local. No olvide que todas mis novelas interplanetarias fueron escritas en los primeros tiempos; en los últimos años apenas he tocado el tema. Me sorprende que la gente asocie todavía mi nombre con ese tipo de obras.

Norden se preguntó hasta qué punto esa modestia era auténtica. Gibson debía saber, sin duda, que se había hecho famoso gracias a las novelas de viajes espaciales, y que a ellas debía el que la Corporación lo hubiera invitado a este viaje. No escapaba a Norden que toda esta situación comportaba también grandes posibilidades de diversión. Pero eso vendría más tarde. Entretanto debía explicar a aquel marinero de agua dulce la rutina de la vida a bordo, en el mundo privado de la Ares.

—En esta nave observamos el mismo horario que en la Tierra, según el meridiano de Greenwich; de «noche» todo se interrumpe. No hacemos turnos, como sucedía antiguamente, ya que los instrumentos se encargan de todo mientras dormimos, y no hay necesidad de una guardia constante. Por eso podemos arreglarnos con una tripulación tan pequeña. Como en este viaje hay suficiente espacio, todos tenemos cabinas individuales. El suyo es un camarote corriente de pasajeros; por casualidad, es el único que está totalmente equipado. Creo que estará cómodo. ¿Todo su equipaje está a bordo? ¿Cuánto le dejaron traer?

—Cien kilos. Está en la esclusa de aire.

—¡Cien kilos!

Norden logró reprimir su sorpresa. Era como si aquel hombre emigrara, llevándose todos los tesoros de la familia. El capitán, como buen astronauta, sentía horror por el exceso de carga; sin duda, Gibson llevaba muchas cosas innecesarias. A pesar de todo, si la Corporación lo había aprobado y la carga autorizada no era excesiva, no tenía por qué quejarse.

—Haré que Jimmy lo acompañe a su camarote. En este viaje él se encarga de todos estos trabajos y así se gana el pasaje mientras aprende algo sobre los vuelos espaciales. Casi todos nosotros comenzamos así, contratados para el viaje lunar durante las vacaciones en la universidad. Jimmy es un chico bastante inteligente; ya tiene aprobado su curso básico.

A estas alturas Gibson comenzaba a dar por sentado que el camarero sería universitario. Siguió a Jimmy —que parecía un tanto apabullado por su presencia— hasta el alojamiento para pasajeros. Se deslizaron como fantasmas a lo largo de los corredores iluminados. Éstos contaban con un ingenio muy simple, que había contribuido en mucho a la comodidad en las naves espaciales sin gravedad. Cerca de cada pared, una correa sin fin con agarraderas distribuidas a intervalos regulares se deslizaba continuamente a varios kilómetros por hora. Con sólo extender la mano hasta una de esas correas, era posible trasladarse de un extremo a otro de la nave sin hacer el menor esfuerzo, si bien se requería cierta habilidad para cambiar de una correa a otra en las intersecciones.

El camarote era pequeño pero bien planificado y con un diseño de muy buen gusto. Parecía más amplio de lo que era, gracias a las paredes cubiertas de espejos y a su ingeniosa iluminación; la cama a pivotes podía utilizarse de «día» como mesa. Había muy pocas señales de la falta de gravedad; se había hecho todo lo posible para que el pasajero se sintiera como en su casa.

Gibson pasó la hora siguiente ordenando sus enseres y probando todos los artefactos y controles de la habitación. El dispositivo que más le gustó fue un espejo para afeitarse que, al oprimir un botón, se transformaba en un tragaluz abierto hacia las estrellas. ¿Cómo estaría fabricado?

Al fin todo quedó guardado donde pudiera encontrarlo con facilidad, y no le quedó absolutamente nada que hacer. Se recostó en la cama y se ajustó las correas elásticas en torno al pecho y los muslos. La sensación de peso no resultaba del todo convincente, pero era mejor que nada y daba cierta sensación de posición vertical.

Así, tranquilamente tendido en aquel pequeño cuarto bien iluminado, que sería su mundo durante los próximos cien días, le fue fácil olvidar las desilusiones y pequeñas contrariedades que habían empañado su partida de la Tierra. Ya no tenía nada de qué preocuparse; por primera vez, en un tiempo tan largo como su memoria podía recordar, había confiado su futuro completamente al cuidado de otros. Compromisos, fechas de conferencias, límites de plazos, todo eso había quedado atrás en la Tierra. Esta sensación de bienaventurado solaz era demasiado hermosa para que fuera duradera, pero dejaría que su mente la gozara mientras fuera posible.

Tras un período indeterminado, una serie de tímidos golpecitos en la puerta despertaron a Gibson de su sueño. Por un momento no se dio cuenta de dónde se encontraba; pero al recobrar lentamente la conciencia desajustó las correas que lo sujetaban y saltó de la cama.

Como sus movimientos no estaban aún completamente coordinados, se vio forzado a usar lo que podía ser el techo a modo de cañón antes de llegar a la puerta.

Allí estaba Jimmy Spencer, casi sin aliento.

—Saludos del capitán, señor —le dijo—. ¿Le gustaría venir a ver el despegue?

—Por supuesto que sí —contestó Gibson—. Espere, voy a buscar mi cámara.

Reapareció un momento después con una flamante Leica XXA equipada con lentes auxiliares y fotómetros; Jimmy la contempló sin disimular su envidia. A pesar de este bagaje extra llegaron en seguida a la galería de observación que se extendía como un cinturón circular alrededor de la Ares.

Por primera vez, Gibson vio las estrellas en todo su esplendor, ya sin el velo de la atmósfera ni de los cristales oscuros, pues estaba del lado nocturno de la nave y habían retirado los filtros solares. Contrariamente a lo que ocurría en la Estación Espacial, la Ares no giraba sobre su eje, sino que se mantenía en el rígido sistema de referencia de sus giróscopos de manera que en el cielo las estrellas lucían fijas y estacionarias.

Mientras contemplaba la magnificencia que tan a menudo, y tan vanamente, había intentado describir en sus libros, fue muy difícil para Gibson analizar sus sentimientos; deploraba desperdiciar emociones que pudiera aprovechar en su trabajo. Aunque pareciera extraño, ni el brillo ni la gran cantidad de estrellas causaron gran impresión en su mente. Había visto cielos poco menos bellos que éste desde la cima de algunas montañas en la Tierra o desde el puente de observación de alguna nave estratosférica, pero nunca había sentido tan vívidamente cómo las estrellas se encontraban en torno a él, hasta el horizonte que ya no le pertenecía y aún más abajo, más allá de sus pies.

La Estación Espacial Uno era un juguete complicado y bien pulido que flotaba en la nada a pocos metros de la nave. No había modo de juzgar la distancia ni las dimensiones, pues su forma escapaba a todo lo que había conocido y el sentido de la perspectiva parecía fallar. La Tierra y el Sol permanecían invisibles, escondidos detrás de la nave.

De pronto, sorprendentemente cerca, surgió una voz incorpórea desde un altavoz oculto.

—Cien segundos para el despegue. Por favor, a vuestros puestos.

Automáticamente Gibson se puso tenso y se volvió hacia Jimmy buscando consejo. Antes de que pudiera formular ninguna pregunta su guía le anunció rápidamente:

—Debo volver a mi puesto.

Desapareció con un elegante buceo dejando a Gibson solo con sus pensamientos.

El minuto y medio siguiente transcurrió con asombrosa lentitud, a pesar de los frecuentes controles de tiempo que emitían desde los altavoces. Gibson se preguntó quién sería el locutor; no parecía la voz de Norden, y probablemente se trataba de una grabación operada por el circuito automático que ya debía haber tomado control de la nave.

—Veinte segundos para el despegue. La presión tardará diez segundos.

—Diez segundos para salir.

—Cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno…

Algo sujetó suavemente a Gibson y lo deslizó por la curva de la pared llena de claraboyas haciéndolo llegar hasta lo que había pasado a ser el piso. Era difícil darse cuenta de que las nociones de «arriba y abajo» volvían a tener vigencia, y más difícil aún conectarlas con ese trueno distante y amortiguado que había quebrado el silencio de la nave. Allá lejos, en la segunda esfera que constituía la otra mitad de la Ares, en ese mundo misterioso y prohibido de átomos en mutación y máquinas automáticas, en ese lugar donde ningún hombre podía penetrar y seguir con vida, se estaban liberando las fuerzas que los impulsaban a las estrellas. Sin embargo, no había ninguna sensación de esa creciente y despiadada aceleración que acompaña siempre el despegue de un cohete propulsado químicamente. La Ares disponía de un espacio ilimitado para maniobrar; podía tardar todo el tiempo necesario para liberarse de su órbita actual y deslizarse lentamente hacia la hipérbole de transferencia que la guiaría hasta Marte. De cualquier manera, el máximo poder del impulso atómico podía mover sus dos mil toneladas de masa con una aceleración equivalente a un décimo de gravedad; por el momento estaba regulada a menos de la mitad de esta insignificante cantidad. Las unidades a propulsión atómica funcionaban a temperaturas tan elevadas qué sólo podían emplearse a muy baja potencia, razón por la cual era imposible utilizarlas en despegues planetarios directos. Pero, a diferencia de los cohetes químicos de alcance limitado, podían mantener su impulso durante varias horas seguidas.

Gibson no tardó mucho en orientarse nuevamente. La aceleración de la nave era tan baja que, calculó, le daba un peso efectivo inferior a los cuatro kilos; no obstante, sus movimientos no se hallaban restringidos. La Estación Espacial Uno no se había movido de su posición aparente, y tuvo que esperar casi un minuto antes de notar que, en realidad, la Ares se alejaba lentamente de ella. Tardíamente se acordó de su cámara y comenzó a fotografiar la partida. Cuando, por fin, pudo solucionar el problema de la correcta apertura de diafragma para captar un pequeño objeto brillante sobre un fondo negro azabache, la estación se hallaba ya bastante distante. Había tardado menos de diez minutos en reducirse hasta la dimensión de un distante punto luminoso, difícil de distinguir entre las estrellas.

Cuando la Estación Espacial Uno hubo desaparecido por completo, Gibson se trasladó hacia la parte diurna de la nave para tomar algunas fotografías de la Tierra que se alejaba. A primera vista era una enorme y fina media luna, demasiado extensa para que el ojo pudiera captarla de una sola mirada. Mientras observaba pudo comprobar que crecía lentamente; la Ares, en cambio, daría por lo menos una vuelta más antes de despegar completamente y avanzar en espiral hacia Marte. Habría de transcurrir una hora antes de que la Tierra se redujera apreciablemente y, en ese tiempo, volvería a pasar de la fase nueva a la llena.

«Bueno, aquí estoy —pensó Gibson—. Allá abajo queda toda mi vida anterior y la de todos mis antepasados hasta la primera burbuja de gelatina que se formó en el prístino mar. Nunca hubo un colono o un explorador que se hiciera a la vela desde su tierra natal dejando tanto tras de sí como lo hago yo. Detrás de esas nubes se esconde toda la historia de la humanidad; dentro de poco podré eclipsar con el dedo meñique lo que fue, hasta hace una generación, todo el dominio del Hombre y todo aquello que su conocimiento pudo rescatar del tiempo.»

Este inexorable apartarse desde lo conocido hacia lo desconocido tenía casi el mismo carácter final que la muerte. Así el alma desnuda, dejando atrás todos sus tesoros, debía internarse al fin en las tinieblas y la noche.

Una hora después, mientras Gibson continuaba mirando desde el puesto de observación, la Ares alcanzó finalmente la velocidad de evasión y se liberó de la Tierra. Era imposible precisar cuando llegó este momento; la Tierra aún dominaba el cielo, y los motores proseguían su tronar amordazado y distante. Serían necesarias diez horas más de operación continua para que completaran su tarea y pudieran apagarse por el resto del viaje.

Ese momento llegó mientras Gibson dormía. El repentino silencio y la absoluta pérdida de todo resto de gravedad de que la nave había disfrutado en las últimas horas lo devolvieron a un estado de semiconocimiento. Soñoliento, miró alrededor del cuarto oscuro hasta que sus ojos encontraron el pequeño patrón de estrellas enmarcado por la claraboya. Se hallaban, por supuesto, completamente inmóviles. Resultaba imposible creer que en aquel momento la Ares se alejaba de la órbita terrestre a una velocidad tan grande que ni siquiera el sol sería capaz de detenerla.

Casi en sueños, ajustó las bandas de sujeción de su ropa de cama para evitar flotar por su cuarto. No iba a recobrar ninguna sensación de peso durante los cien días siguientes.