Estoy sentado en la cocina tomándome el café en compañía de Adrianí. No quiero pensar en todo lo que ocurrió ayer, y en parte lo consigo. Tal vez porque no he pegado ojo en toda la noche y mi mente está exhausta; tal vez porque hoy es sábado y comemos en familia, con Fanis. Por lo que se ve, la publicidad dicta incluso las actuaciones de la policía, de modo que también en esto tendré que tragar quina.
Adrianí permanece en silencio, como cada sábado por la mañana, estrujándose el cerebro para decidir qué cocinará para tener contento a Fanis. Katerina intenta convencerla de que se rompe los cascos en vano, porque Fanis come de todo.
—Para una vez a la semana que come decente, hija mía, ¿y no quieres que cocine a su gusto?
Su investigación empieza siempre con una recapitulación de los hechos: «El sábado pasado le hice berenjenas estofadas imam; el anterior, cazuela de ternera con pasta». A continuación se produce el gran recorrido por el libro de recetas, y sobre las nueve y media ya está lista para salir a hacer la compra.
Hoy sucede lo mismo que un sábado cualquiera, pero cuando ya se dispone a salir de casa, Katerina, que regresa de la calle, entra en la cocina cargada con dos bolsas del supermercado. No suele hacer la compra por propia voluntad, de modo que su aparición, sumada a las dos bolsas repletas, es un hecho insólito.
—Mamá, ¿me prestas tu cocina? —pregunta a su madre.
Adrianí se vuelve y me mira.
—¿Para qué la necesitas? —quiere saber.
—Para cocinar.
—¿Para cocinar? ¿Tú?
—Sí. Tengo que comunicaros una serie de decisiones que he tomado con respecto a mi futuro y quiero preparar también la comida que las acompañará.
—¿Y dónde has aprendido a cocinar?
—En la cocina de Fanis.
Adrianí la mira con ojos como platos, en medio de la cocina, sin saber qué decir. Para ser sincero, yo tampoco doy crédito a mis oídos.
—¡Mira por dónde! ¡Llevo años pidiéndote por favor que me dejes enseñarte a cocinar y tú vas y aprendes a mis espaldas, en la cocina de Fanis!
—Sí, porque tú me mareas. En cambio, en la cocina de Fanis, unos platos se me han quemado, otros los he tenido que tirar, he destrozado algún recetario de cocina, pero al final he aprendido algo. —Adrianí la mira atónita—. De modo que, por favor, déjame preparar la comida, que todavía tengo poca práctica y tal vez me falte tiempo.
—¿Qué vas a cocinar? —le pregunto.
—Judías en aceite… y sutzukákia.
Tomo a Adrianí del brazo y me la llevo a la sala de estar, mientras Katerina cierra la puerta de la cocina a nuestras espaldas.
Adrianí se deja caer sobre el sofá con la mirada perdida.
—¿Tú te crees? Yo venga a rogarle que me dejara enseñarle algunos platos y ella ha aprendido a cocinar a escondidas, porque dice que la mareo.
¿Me atreveré a decirle que Katerina está en lo cierto, que a menudo no hace más que marear a la gente? Aún recuerdo el calvario por el que pasé las dos veces que me puse enfermo, pero prefiero no abrir la boca. No soportaría dos tragedias seguidas, una profesional, anoche, y otra familiar, esta mañana. Le propongo que salgamos a tomar un café. La propuesta tiene dos objetivos. El primero, tranquilizarla; el segundo, impedir que abra la puerta de la cocina cada cinco minutos, muerta de curiosidad, porque eso sacaría de quicio a mi hija.
Vamos a una cafetería situada en la placita de la iglesia de San Lázaro. Yo pido para mí un café griego con azúcar, que me tomo en silencio, y Adrianí un helado de melocotón y fresa, que se toma pensativa.
—Esta historia de la cocina puede tener su lado bueno —me dice cuando se acaba el helado.
Todas las personas disponemos de mecanismos de autodefensa. Adrianí tiene, además, un mecanismo de autoconsuelo. Siempre encuentra el modo de consolarse a sí misma, una virtud que me ha salvado infinidad de veces en nuestra vida en común.
—¿A qué te refieres? —la incito.
—Tal vez haya decidido casarse con Fanis, finalmente, y ha estado practicando en la cocina según los gustos de él.
—Bien pensado —le digo para zanjar el tema y llevarla de nuevo a casa, llena de sueños y esperanzas, algo que le sienta de maravilla, porque cuando Fanis llega, vuelve a estar de buenas.
—¿Le has enseñado tú a cocinar? —le pregunto a Fanis durante un instante en que nos quedamos a solas.
—No, ha aprendido solita. Yo sólo he hecho de conejillo de Indias. De todos modos, sed indulgentes con ella, hace tres días que está muerta de angustia.
Una angustia absurda, porque los platos que ha cocinado, si no perfectos, al menos le han quedado la mar de dignos. Tal vez se le haya ido la mano con el aceite de las judías, por miedo a que le quedasen demasiado secas, y el comino de la carne de las sutzukákia estaba demasiado triturado.
—¡Qué manos, hija mía! —le dice Adrianí—. ¡Tanto las judías como las albóndigas, todo riquísimo! Ya llevan razón los que dicen que los autodidactas son los que más progresan en esta vida —concluye, añadiendo una de sus sentencias.
—Con el comino te has pasado un poco —comenta Fanis, que confirma mi impresión.
—¡Fanis se prestó a hacer de catador, se lo agradeceré toda la vida! —dice Katerina, entusiasmada frente a tantos elogios.
—¿Cómo has resistido una prueba tan dura, chico? —le pregunto—. Tu gesta equivale a un traslado a un hospital de pueblo.
—¡No exageremos! Al fin y al cabo, aprende rápido. Sólo una vez llegué a desesperarme, y le dije: «Cariño, ¿por qué no vas a casa de tu madre y que ella te enseñe, así nadie correrá peligro?».
—Fue cuando carbonicé tres chuletas seguidas —explica entre risas Katerina.
—De todos modos, Adrianí, se lo prometo: no pienso pedir su mano oficialmente hasta que no sepa preparar tomates rellenos.
—Pero, Fanis, por Dios, ¿quieres que se case a los cuarenta? ¿Y los hijos para cuándo?
—No has podido resistirte a hacer tu bromita, ¿verdad? —replica Katerina, y en ese instante suena el teléfono.
Me levanto para cogerlo y rezo para que no sea ni Guikas ni Stazakos, ni tampoco ninguno de mis ayudantes, y me estropeen la fiesta. Dios ha hecho caso de mis ruegos, se trata de Zisis.
—Anoche vi en la tele que lo habéis detenido.
—Sí, lo han detenido —le respondo del modo más indiferente que puedo.
—¿Aún te interesan los colaboracionistas?
¿Me interesan? Por un lado quisiera olvidar lo más rápido posible este caso, por otro me muero de curiosidad por saber quién se esconde detrás de todo esto. Tal vez en mi fuero interno albergue el deseo de servirles en bandeja también al instigador de los asesinatos, igual que les serví a Perandonakos. Pero también pudiera ser que no quiera demostrar nada, que sólo me pique la curiosidad, que es lo más probable.
—Sí, aún me interesan.
—Entonces, pásate por casa a eso de las siete. Te presentaré a un amigo mío.
Ahora que no sentía preocupación alguna y disfrutaba de una comida familiar, no puedo quitarme de la cabeza la inminente cita y empiezo a estar ausente por momentos. También ayuda el hecho de que Katerina revele sus planes de futuro, que yo ya conozco, de modo que no necesito concentrarme al cien por cien en lo que dice. En cualquier caso, los planes de mi hija reciben el aplauso unánime de todos y sólo he de sumarme a la felicitación general.
Cuando, pasadas las seis, salgo en dirección a Nea Filadelfia, Atenas parece una caldera. Las calles están vacías, los atenienses duermen la siesta, preparándose para su salida del sábado por la noche. Llego a la calle Ekavis en aproximadamente media hora y me encuentro a Zisis y a su conocido sentados en la terraza.
—Te presento a mi amigo Zodorís —me dice.
Zisis es un saco de huesos alargado, su cara parece una uva pasa y le falta la mitad de los dientes. No sé si su amigo Zodorís tiene la misma edad; en cualquier caso, parece más joven. Es de mediana estatura y tiene las mejillas sonrosadas. Zisis lleva unos pantalones cortos raídos, una camiseta imperio y chancletas. En cambio, Zodorís lleva camisa blanca, pantalones con la raya en medio y mocasines. El día y la noche.
—Hace treinta años, este y yo éramos inseparables.
—Aunque no nos parezcamos en nada —añade Zodorís, que se ha percatado de que les he observado atentamente.
—Él siempre ha sido un poco señorito. De no haber sido por Marx, ahora sería un dandi.
—No le haga caso, comisario. Yo me casé y fundé una familia. En cambio, Lambros se convirtió en un solterón y ha envejecido mal, esa es la diferencia.
Zisis se va a prepararme un café y me quedo a solas con Zodorís.
—Lambros me ha dicho que le interesa saber cosas de los miembros de los escuadrones de seguridad.
—No exactamente, sólo de uno en concreto, del que armó al animal que detuvimos ayer con una Luger de la época de la Ocupación. A ese busco yo.
Zisis me trae el café y se sienta en su butaca. No abre la boca, deja que Zodorís lleve la voz cantante.
—La verdad, ya no quedan muchos. La mayoría han muerto, igual que ha ocurrido con la gente de nuestro bando.
—Si alguien sabe cuántos quedan, ese es Zodorís. Hace años que los persigue para denunciarlos —comenta Zisis.
—El tipo al que busco debe de ser una bestia indómita, para no rendirse ni a sus años.
—Conozco a dos que encajan con el perfil del que busca. Naturalmente, no le aseguro que sea uno de ellos, pero sí puedo decirle quiénes son. Uno es el famoso Kostarás.
—Kostarás no es —le interrumpo—. Ya lo he comprobado. Vive en un geriátrico, en Nikea. No se ha arrepentido de nada, pero es inofensivo.
Miro a Zisis de reojo. Kostarás fue la causa de que nos conociésemos. Zisis contempla las macetas del patio, indiferente, como si ese nombre no le dijese nada. Estoy convencido de que se acuerda de él. Kostarás no es de los que uno olvida fácilmente. Sin embargo, no abre la boca, seguramente para no desviar la conversación. O tal vez porque recordar los sufrimientos pasados, como hacíamos alguna vez tiempo atrás, no va con su manera de ser.
—Entonces pasemos a la segunda posibilidad, que es la peor —dice Zodorís. Tras unos segundos me pregunta, ya tuteándome—: ¿Te dice algo el nombre de Zajos Komatás?
—No.
—A nadie le dice nada. Sin embargo, es uno de los asesinos más sanguinarios que jamás ha conocido Grecia. Dejémonos de historias, en aquella época todos cometimos crímenes. Pero él mataba por placer.
Se detiene y espera alguna reacción, pero Zisis sigue mudo, porque, para él, lo que dice su amigo va a misa, y yo callo por ignorancia.
—En la academia de policía, ¿os hablaron alguna vez de la matanza de Kalávrita? —me pregunta Zodorís.
—Nos explicaron que los resistentes del ELAS habían hecho prisioneros a algunos soldados alemanes y que las fuerzas alemanas, en represalia, asesinaron a los habitantes de Kalávrita y destruyeron la localidad.
—Nada de «algunos soldados alemanes». Capturaron a ochenta y uno, para ser exactos. Los alemanes enviaron emisarios para que los partisanos liberasen a los soldados, bajo la amenaza de terribles represalias. Los del ELAS no cedieron. Entonces los alemanes enviaron a la célebre unidad Ebersberger. La componían unos ochocientos hombres, comandados por Hans Ebersberger. Sin embargo, con ellos iban trescientos hombres de los escuadrones de seguridad con uniforme alemán. Otros mil quinientos habían rodeado la zona para que nadie escapase. Los alemanes dirigían el plan de ataque y lo supervisaban, los escuadrones eran los ejecutores. Komatás era uno de aquellos trescientos, y se despachó a gusto. Uno de los intérpretes alemanes contó después que los alemanes le gritaban: «¡Zajos, los niños y las mujeres no!», pero que él hacía oídos sordos. Sólo pensaba en matar y matar y matar. Los pocos supervivientes tiemblan aún al recordar a Zajos: un monstruo sediento de sangre que pasó por sus tierras sembrando la muerte, un dragón que echaba fuego. Y no sólo incendiaron la antigua Kalávrita, sino también los pueblos vecinos: Melisia, Brajní, Mega Spíleo y tres o cuatro más.
Mientras escucho a Zodorís, tengo la certeza de que Zajos Komatás es el hombre al que busco. Aplicó el modelo de la matanza de Kalávrita a los asesinatos recientes. Allí los alemanes fueron los inductores y los nuestros los verdugos; ahora él era el inductor y había utilizado a Perandonakos para que asesinara. Y si los otros cinco miembros del grupo no hubiesen secuestrado El Greco, no hubiera contado con uno, sino con cinco brazos ejecutores.
—Zajos fue la causa de que me fuese a las montañas, con la resistencia —la voz de Zodorís interrumpe mis pensamientos—. Mi familia era de Melisia. Mataron a mi padre y a mi hermano. Yo me libré porque me hallaba en Egio por casualidad. Cuando regresé al pueblo, encontré sus cadáveres en uno de los montones de ejecutados. A mi madre nunca la hallé, seguramente murió carbonizada entre las llamas. Me quedé solo en este mundo, no sabía adónde ir y huí a las montañas.
—¿Sabes dónde vive Zajos Komatás?
—No tan deprisa, comisario, aún nos queda camino por recorrer. En su mayoría, los escuadrones que participaron en la matanza fueron diezmados posteriormente por la resistencia en Meligalás. Pero Zajos era listo, se apartó del resto y se esfumó. Al final de la guerra se libró a los ingleses. Por aquel entonces, los ingleses reclutaban para la policía a miembros, cuidadosamente elegidos, del recién creado ejército griego y de los antiguos escuadrones. Les interesaba, pues los tenían a su merced y hacían con ellos lo que querían. Pero a Zajos no se atrevieron a enrolarle. Cargaba con demasiados crímenes a sus espaldas, ya desde los años treinta, durante la dictadura de Metaxás, y estaba fichado. Al final, llegaron a un pacto: fue declarado loco y le encerraron en el manicomio de Leros, donde tenía su propia habitación y todas las comodidades que quisiera, a cambio de no volver a poner un pie fuera del sanatorio. En caso contrario, lo perdería todo. Hace unos años, cuando, por presiones de la Unión Europea, se cerró el manicomio, algunos enfermos mentales que estaban más o menos curados no quisieron irse, no tenían dónde ir. Y el psiquiátrico pasó a ser una especie de residencia de ancianos para aquellos que no tenían familiares ni nadie que les acogiera. Zajos, sin embargo, prefirió largarse, temía ser descubierto, e intentó borrar de nuevo su rastro.
—¿Sabes dónde vive ahora? —vuelvo a preguntarle.
—Lo sé. A él particularmente nunca le he perdido de vista. Vive en una barraca en las afueras de Stamata. Al salir de Stamata en dirección a Amigdaleza, la verás a tu derecha. Es una caseta que parece la de un guardabarrera. Vive allí.
Se produce un silencio. Nadie dice nada. Al cabo de un rato, Zisis se vuelve hacia mí por primera vez y me mira.
—¿Qué piensas hacer?
—Ir a buscarle.
Zodorís me mira y veo la duda reflejada en sus ojos.
—¡Quién iba a decirme que, después de cuarenta años, enviaría a la policía a casa de Zajos! —reflexiona en voz alta—. Después de cuarenta años… —vuelve a decir, como si necesitase repetirlo cien veces para creérselo.
Después la cabeza se le inclina hacia delante, como si estuviese cansado y le venciera la modorra. Ahora ya no me parece ni regordete ni sonrosado, sólo una bola de sebo. Zisis nunca será así, me digo a mí mismo. Está en los huesos.