A Guikas le brillan los ojos, tiene la cara resplandeciente y vuelve a sonreír. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. En los últimos meses, las cosas le han ido de mal en peor. Primero el secuestro de El Greco, después la intervención de los buzos de la Armada, su tensa relación con el ministro y, por si eso no bastara, el terremoto en el sector de la publicidad. Con la identificación del asesino, queda restituido su prestigio delante del ministro, de los publicistas y del presidente de la patronal. Sus acciones vuelven a subir enteros y sus posibilidades de seguir siendo director general de la policía recuperan el nivel que les corresponde por naturaleza.
¡El ministro no cabrá en sí de gozo cuando sepa la buena noticia! Hasta el momento su poltrona corría peligro, ahora necesitará dos, para dar cabida a su satisfacción. Guikas quería informarle al instante, pero le he parado los pies, primero hemos de organizar nuestro plan de ataque.
—¿Quieres decir que podemos ir ahora mismo y detenerlo? —me pregunta, desbordante de alegría.
—Podemos, pero no lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Porque tiene un cómplice. En un momento concreto de la investigación lo tuve prácticamente claro, pero la declaración de Stavrodimos ha desvanecido cualquier duda: se trata del famoso «abuelete» del que Perandonakos les hablaba a veces.
—Sí, pero su relación era ideológica. Él mismo lo decía, y lo corrobora el tal… ¿cómo dices que se llama?
—Stavrodimos.
—Ése.
—No es sólo su abuelo espiritual, también es el cerebro de los asesinatos. Él le dio la Luger, él llamaba a las televisiones y a las empresas de publicidad. Yo mismo hablé con él. ¿Recuerda que le dije que hablaba como un anciano desdentado y que me extrañó que llamase a los maricas «afeminados»? Era el viejo.
—Estoy de acuerdo, pero, entretanto, ¿quién nos asegura que Perandonakos no se prepara para perpetrar otro asesinato?
—Lo tendremos bajo vigilancia las veinticuatro horas. Aunque lo lógico sería que no intentara nada mientras dure la cuarentena publicitaria.
No parece muy convencido. Por un lado, quiere acabar cuanto antes con toda esta historia; por otro, desea atrapar también al cómplice para dar carpetazo al caso de una vez por todas.
—De acuerdo, lo intentaremos durante un par de días y después ya veremos —me dice finalmente—. Con la condición de que colabores con Stavridis; el especialista en seguimientos es él. No quiero aficionados.
—Estoy de acuerdo.
Llama a Stavridis por teléfono para ponerle al corriente y después me lo pasa para que hablemos.
—¿Dónde hay que hacer la vigilancia, Kostas? —me pregunta Stavridis.
—En la calle Elefzerudakis, en Tris Iéfires.
No tardamos más de dos horas en localizar la casa donde vive Perandonakos.
—Perfecto, enviaré a uno de los míos para que se dé una vuelta y dentro de un par de horas lo organizamos todo en tu despacho.
Yo también decido ir a dar una vueltecita, pero no cojo el Mirafiori, para evitar que el asesino me reconozca. Lo arreglo para ir con el hombre de Stavridis.
—¿Ya lo habéis detenido? —me pregunta Kula al salir del despacho de Guikas.
—Aún no, pero sabemos dónde vive.
—Venga, señor Jaritos, por favor, acabe de una vez con este caso, que yo también quiero irme de permiso. Ya he perdido la cuenta de las semanas que han pasado desde el famoso lunes en que me iba de vacaciones. Primero se congelaron todos los permisos hasta nueva orden por culpa del secuestro y después he estado pegada a este despacho por lo de ese demente.
—¡Lo hemos localizado! —grita con aire triunfal Vlasópulos cuando me ve por el pasillo—. Acaban de llamarme de la comisaría que se ocupa de la vigilancia. Lo han visto salir de casa y subir a un viejo Skoda Favorit.
Por eso en la foto no llevaba el casco puesto. Estaba a punto de subirse al coche. Robaba una moto y la aparcaba en algún punto. Después iba en coche hasta donde estaba la moto para cometer el crimen, la abandonaba y volvía a huir en coche.
En el aparcamiento de abajo me espera un joven de pelo largo y perilla, vestido con una camiseta, vaqueros rotos y zapatillas deportivas. Me abre la puerta de un Hyundai para que me siente a su lado.
—¿Tu aspecto habitual es este o estás de servicio? —le pregunto riendo.
—Estos días trabajo en la oficina, por eso me he duchado por la mañana —me responde—. Cuando tengo alguna misión, a veces incluso huelo mal, para parecer más auténtico.
Es un chico agradable que habla por los codos. Cuando no se dirige a mí para decirme algo, la toma con los demás conductores. Lo más normal es que estos le insulten y que él se mofe de ellos. En un santiamén, llegamos a Tris Iéfíres. El joven, que se llama Andonis, aparca en la esquina de Nirvana con Ajarnón y recorremos el resto del trayecto a pie. Así, caminando el uno al lado del otro, parecemos padre e hijo.
Elefzerudakis es un pasaje que empieza en Nirvana y acaba en una guardería. La casa donde vive Perandonakos se halla más o menos a mitad de la calle. El edificio, de dos pisos y bien conservado, tiene en la primera planta un balcón lleno de macetas. Las persianas de la planta baja están herméticamente cerradas.
—¡Esto va a ser coser y cantar! —se anima Andonis—. La única salida da a Nirvana, y desde allí lo más probable es que se dirija a la derecha, hacia Ajarnón, o que siga recto hasta Iakovaton para salir a Patisíon —realiza una pausa y añade—: El único punto negro es la guardería. Tendremos que ir con mucho ojo, porque a esta gentuza no le importa tomar como rehenes a unos cuantos críos con tal de salvar el pellejo.
La misma valoración hace Stavridis una hora después. Decide los puntos desde donde se hará el seguimiento y dispone un comodín que seguirá a Perandonakos en moto cuando este salga a la calle. Andonis plantea la posibilidad de situar agentes de paisano que vigilen discretamente la guardería desde el interior de la misma.
—¿Bromeas? Alarmaríamos a las puericultoras y a los padres, y echaríamos a perder el seguimiento —le dice Stavridis—. La guardería la vigilaremos discretamente desde fuera.
Ya son las cuatro y nada puedo hacer. Decido recoger los bártulos y volver a casa. Se inicia ahora un periodo de espera, pues no creo que hoy se produzcan nuevos acontecimientos.
Me encuentro el piso vacío. Katerina y Adrianí no están. Me meto bajo la ducha para recuperarme y después me echo en la cama con mi Dimitrakos, el mejor calmante y ansiolítico de que dispongo.
«Vigilar: v. tr. 1. Estar atento a lo que puede o debe hacer alguien o algo, especialmente para evitar un peligro; velar, estar al acecho, vigiar, custodiar. / 2. Prestar atención, controlar, tener los ojos abiertos. / 3. Rondar, inspeccionar, montar guardia».
Lo más interesante es que en la primera acepción tenemos cabida tanto nosotros como Perandonakos. Sin embargo, nuestra actividad se acerca más al «estar atento a lo que puede o debe hacer alguien o algo, especialmente para evitar un peligro», pero también con «prestar atención», mientras que Perandonakos se limita exclusivamente al «estar al acecho» para asesinar.
—¿Estás aquí?
Adrianí asoma la nariz por la puerta de la habitación. Estoy concentrado en el diccionario y no he oído la puerta de la calle.
—Sí, descanso un rato.
Me deja solo, porque ha llegado su hora de repantigarse delante de la tele; en cambio, yo ni me acerco hasta el telediario de la noche.
«Seguir: v. tr. 1. Ir detrás de alguien o de alguna cosa de cerca, seguir el rastro. / 2. Proseguir, continuar. / 3. Observar con la mirada o con el pensamiento, examinar atentamente. / 4. Acompañar a alguien, tomar a alguien como guía».
«Seguir el rastro» es más bien lo que hemos estado haciendo durante días, hasta identificar a Perandonakos; y ahora estamos estancados en un seguimiento que no se acaba nunca.
—¡Kostas, ven, rápido! —me llama Adrianí desde el comedor.
—¿Qué sucede?
—¡Lo han detenido!
—¿A quién?
—¡Al que mataba a los de la publicidad! ¡Lo han detenido!
Salto de la cama y corro como un loco hacia el comedor. El informativo especial está allí, esperándome.
—Señoras y señores, en estos momentos podemos informarles de que la policía ha conseguido localizar y detener al llamado «asesino del accionista mayoritario». Responde al nombre de Elefzerios Perandonakos, tiene veintiséis años de edad y trabaja en una empresa de mensajería. Una unidad de los grupos de operaciones especiales, en una intervención relámpago, ha conseguido capturar a este peligroso malhechor antes de que pudiese ofrecer la menor resistencia. En unos momentos estaremos en disposición de emitir imágenes de la detención.
La emisión se interrumpe y comienzan a emitir anuncios.
—Pero ¿cómo? ¿Tú no sabías nada? —me pregunta Adrianí con cara de sorpresa.
—No te embales —le digo para ganar tiempo y ver qué me queda por tragar aún.
Se acaban los anuncios y vuelve a salir la presentadora.
—Les ofrecemos a continuación imágenes de la detención de Elefzerios Perandonakos.
Se abre la puerta del edificio de dos plantas de la calle Elefzerudakis y dos gorilas nuestros agarran fuertemente de los brazos al culturista, que va esposado. En la acera de enfrente hay apostados efectivos del grupo de operaciones especiales, con uniformes de asalto y armados con ametralladoras. La cámara sube lentamente en dirección a las azoteas de las casas circundantes y nos muestra francotiradores de la policía apuntando hacia la casa. La habitual puesta en escena de Stazakos.
—¿Disponemos de nuevas informaciones, Manos? —le pregunta la presentadora.
—El asalto ha culminado con éxito, Eleni. Hace unos instantes, se ha marchado la patrulla que se lleva detenido a Perandonakos a la Dirección General de la Policía, y la calle recupera la normalidad.
—¿Nos puedes dar detalles de cómo se ha producido el asalto al inmueble?
—La policía vigilaba la casa discretamente desde este mediodía. Mientras tanto, en la Jefatura, el grupo de operaciones especiales, bajo las órdenes de su responsable, Lukas Stazakos, preparaba minuciosamente el asalto. Las unidades se han desplegado lentamente y con discreción por la zona adyacente a la casa donde se encontraba Perandonakos.
En la pantalla, un croquis muestra cómo se han desplegado los del grupo de operaciones especiales alrededor de la calle Elefzerudakis.
—Cuando se tuvo la certeza de que Perandonakos había vuelto a su domicilio, los efectivos del grupo de operaciones especiales han entrado en escena con rapidez y han detenido al sospechoso antes de que pudiese oponer resistencia. Podemos añadir, asimismo, que en el domicilio del detenido se ha encontrado un verdadero arsenal: un fusil de asalto Kaláshnikov, pistolas y varias granadas.
No me quedo a oír las tonterías que soltarán a continuación. Me precipito al dormitorio y empiezo a vestirme deprisa. En tres minutos estoy listo para salir.
—Me voy a Jefatura, no me esperes para cenar —le grito a mi mujer cuando paso por el comedor, y salgo de casa antes de que empiece con sus preguntas.
Subo al Mirafiori. La cabeza me da vueltas. No comprendo por qué han organizado el asalto a mis espaldas. La detención de un asesino es competencia mía y Guikas no se la puede asignar a otro. Ahora me saldrán con el cuento de que Perandonakos era extremadamente peligroso y que por eso han movilizado a la unidad de operaciones especiales. Incluso en ese supuesto deberían haberme informado e invitado a participar en la operación.
En el fondo, sé por qué me ha dejado fuera. Guikas no quería perder días con el seguimiento, quería acabar aquí y ahora, de modo que lo ha llevado a cabo todo a escondidas, y con la connivencia de Rambo Stazakos.
Llego a Jefatura con la mente embotada y la mirada turbia y subo directamente al quinto piso, al despacho de Guikas. Cuando salgo del ascensor, veo que la entrada está repleta de cámaras y reporteros y deduzco que hay una rueda de prensa. Prefiero dejarme ver cuando termine, para encontrarme con él cara a cara. Kula tampoco está. Seguramente le ha dicho que se marchara por miedo a que me diese el chivatazo, puesto que todo el mundo conoce la simpatía que me tiene.
Vuelvo a entrar en el ascensor, que se detiene en el cuarto para que entre Stavridis. Cuando me ve, levanta los brazos en señal de impotencia.
—Lo siento, Kostas —se disculpa—. Cuando Andonis y tú volvisteis de inspeccionar la zona, ya lo habían decidido. No te lo he dicho porque era una orden directa de Guikas, tenía que obedecerla. Hace años que nos conocemos y no quiero que pienses que te he engañado.
—Gracias por decírmelo, Jaris —le digo, y salgo del ascensor.
Echo una ojeada al despacho de Vlasópulos y de Dermitzakis y lo encuentro vacío. También a ellos los han dejado en fuera de juego. Me siento en mi despacho con la puerta abierta, para oír cuándo se van los periodistas y los medios de comunicación. Intento poner en orden mis ideas para decidir qué le diré a Guikas, pero me resulta imposible. Me es imposible dejar de pensar que con esa detención hemos sacrificado la posibilidad de atrapar al cerebro que dio la Luger a Perandonakos y que dirigía su mano asesina. Sea quien sea, debe de dormir tranquilo, puesto que Perandonakos no hablará y nosotros no disponemos de la más mínima pista para presionarlo. Hemos sacrificado lo esencial por la apariencia, pero vivimos en una época bursátil, y una detención a bombo y platillo de un tío cachas, en posesión de un Kaláshnikov, pistolas y granadas, da más réditos que la detención de un viejecito, por peligroso que sea.
En la escalera oigo voces y ruido que me indican que los periodistas se van. Espero unos minutos y a continuación me dirijo al ascensor. Parece que el ascensor también comparte la furia que siento, porque llega al instante.
Encuentro a Guikas en su despacho, en compañía de Stazakos. Se vuelven y me observan, tengo la impresión de que con sentimientos contrapuestos. Stazakos no puede ocultar su satisfacción. Guikas, en cambio, no las tiene todas consigo. No esperaba que me presentase hoy mismo y creía que tendría toda la noche para inventarse una historia convincente que contarme.
—Ha sido orden directa del ministro —se me anticipa—. Cuando le puse al corriente, ordenó que se le detuviese de inmediato, de un lado, porque podía ser peligroso que esperásemos, de otro porque retrasar la detención perjudicaría aún más a las cadenas de televisión.
No digo nada, pero como por arte de magia se me aclaran las ideas y empiezo a pensar con lucidez.
—En cualquier caso, el asalto era cosa de los grupos de operaciones especiales —continúa Guikas, viendo que no reacciono—. Una detención rutinaria en el caso de Perandonakos habría resultado demasiado peligrosa.
—Pero ¿para qué ocultármelo? —le pregunto con absoluta tranquilidad—. ¿No deberían haberme informado, siquiera por puro trámite?
—Pensaba comunicártelo más tarde, porque sabía que pondrías objeciones, y no se trataba de perder el tiempo en discusiones absurdas. Te conozco, Kostas; cuando te empecinas, nada ni nadie puede hacerte cambiar de opinión. De todos modos, en la rueda de prensa he dicho que la detención se ha producido gracias a tus investigaciones.
La cara se le ilumina, porque piensa que sus palabras me han hecho feliz: después de tantos años juntos, ya debería saber que las alabanzas me importan un pito; creo que por eso nunca ascenderé en el escalafón.
—Así hemos perdido la posibilidad de atrapar al cerebro —le digo.
—Así se lo dije al ministro y me contestó que no podíamos permitir que un asesino circulase por ahí sin control y que la publicidad se hundiera por culpa de la detención de un viejo.
—Tú tranquilo, ¡yo sé cómo conseguir que ese desgraciado cante! —interviene Stazakos, lleno de confianza.
—¿Y cómo lo harás, Stazakos? No tienes ninguna pista que lo relacione con el viejo. ¿Cómo lo presionarás? ¿Torturándole? Esos métodos son agua pasada. El último torturador de la prisión de Bubulinas ahora vive en un geriátrico, en Nikea, y se dedica a atormentar enfermeras.
—Hemos hallado la Luger —interviene Guikas—. Nos dirá de dónde la sacó. Una Luger no corre así como así por Grecia, tú mismo lo has comprobado.
—Os dirá que se la regaló su padre o algún tío, o que la compró en un mercadillo durante un viaje a Alemania.
—¡Está bien, no te lo tomes así! —me dice Stazakos—. Al fin y al cabo, no se nos escapa ningún Hannibal Lecter. Sólo se trata de un viejo. ¿Qué amenaza supone eso?
—Ese punto de vista está al alcance de cualquiera. Pero yo no quería sólo la mano que apretaba el gatillo, sino también el cerebro que la guiaba. Vosotros podéis seguir viéndolo como queráis, pero yo no me bajo del burro.
—De todos modos, el asalto no ha estado mal, ¿eh? —declara Stazakos lleno de orgullo—. ¡La nueva etapa de la publicidad ha empezado con la publicidad de la policía!
—Veo que has aprendido algo de lo sucedido en Creta —le digo, y salgo del despacho.
Sé que la puñalada le ha dolido más a Guikas que a Stazakos, aunque tampoco estoy muy seguro de eso.
Toda esta historia tiene al menos un lado bueno, pienso de regreso a casa. Mi relación con Guikas ha vuelto a su punto justo, que es el de la desconfianza. El periodo de mutua familiaridad y de apoyo era una anomalía, que además he pagado caro. Porque si hubiese seguido desconfiando de él, como antes, no le habría mencionado lo de Perandonakos. Hubiera ordenado que siguieran a este, hasta servirle las dos detenciones en bandeja.
Encuentro a Adrianí sentada delante del televisor. Llueven los anuncios.