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«Elogio: m. 1. Alabanza, aprobación. / 2. Reconocimiento y declaración pública de las virtudes de alguien. / 3. Exhortación, panegírico. / 4. Consentimiento, acuerdo general».

«Humanidad: f. 1. Condición de ser humano, de naturaleza humana: amabilidad, buena educación, dignidad, civismo. / 2. Cualidad de humano».

«Humanismo: m. 1. Renovación de los estudios clásicos y, en general, de la educación en la Europa del Renacimiento. / 2. Corriente de pensamiento que sitúa al hombre como centro de su interés, como medida de todas las cosas».

Anoche pasé horas delante del televisor, viendo elogios, muestras de humanidad y panegíricos. Hasta medianoche desfilaron por la pantalla políticos de todas las tendencias que rivalizaban en alabar a los dueños y directores de las cadenas de televisión por haberse atrevido a no emitir anuncios, a pesar del coste descomunal que tal decisión suponía, y colaborar así con la detención del maniaco asesino. Los elogios de los políticos se mezclaban con los comentarios llenos de humanidad de Delópulos y Jelmis, para quienes lo primordial era la vida y la integridad física de las personas que trabajaban en la televisión y la publicidad, y no los beneficios. Sin embargo, de la factura en forma de despidos que preparaban para el día siguiente, o sea, para hoy, no dijeron ni pío.

Ahora estoy en el comedor, tomándome el café, e intento con el Dimitrakos en las manos, clasificar los diversos tipos de elogios y de humanismo. Me he concedido a mí mismo esta pequeña licencia laboral porque estoy esperando la llamada del laboratorio que me diga que las fotos del pequeño Iannakis están listas.

La primera impresión que extraigo del diccionario es que me resulta difícil clasificar los elogios en una categoría concreta y que necesito un conjunto de acepciones. Sin duda, el elogio de los políticos responde al verbo «elogiar» y al sentido de «aprobación». En cambio, «el reconocimiento y declaración pública de las virtudes de alguien» se parece más bien a un panegírico. Detrás del panegírico, sin embargo, se esconde la cuarta acepción del Dimitrakos: el consentimiento, el mutuo acuerdo, basado en la confianza de los medios de comunicación en el juicio favorable sobre alguien.

Más concretas resultan las definiciones sobre la humanidad de Jelmis y Delópulos. Seguramente lo que aducen en su decisión de dejar de emitir anuncios temporalmente es «la condición de ser humano, de naturaleza humana». Y tal vez haya también un poco de humanismo, en el sentido de «corriente de pensamiento que sitúa al hombre como centro de su interés…», si admitimos, tal como hacen las cadenas de televisión, los publicistas y los televidentes, que los anuncios son el centro de la vida humana.

La tercera categoría que desfiló anoche por la pantalla fue la de los ciudadanos de a pie, es decir, gente de la calle, conductores, tenderos, clientes de supermercado, todos quejándose del embargo publicitario. Uno manifestaba su cólera e indignación, otro protestaba porque se trataba de un ataque a la libertad de información, un tercero opinaba que aquello era cosa de las mafias. Escuché todo tipo de comentarios. Pero el mejor de todos fue el de una joven dependienta: «La verdad, a mí todas estas series de televisión y los informativos me aburren mortalmente. Sólo los veo para no perderme los anuncios».

Efzimoglu me llama pasadas las diez.

—Comisario, hemos acabado.

—¿Son buenas? —le pregunto, incapaz de contener mi angustia.

—Sí. Ahora bien, que sean de utilidad o no, eso ha de decirlo usted.

La circulación es fluida, pero mi impaciencia me hace creer que estoy metido en un atasco. Cuando llego al laboratorio, echo una mirada al reloj y veo que sólo ha transcurrido un cuarto de hora.

Efzimoglu se levanta al verme entrar.

—Adelante —me dice, y me conduce frente a una gran pantalla—. Las he grabado en un CD para que pueda verlas mejor, después se las imprimiré para que las reparta.

En la pantalla aparece un trozo de calle y una Vespa. Detrás de la moto, en la acera, se ve a un joven que encaja con la descripción de todos los testigos: un tío con aspecto de animal, más ancho que alto. Debe de haberse pasado media vida en el gimnasio, practicando culturismo y artes marciales. Parece uno de esos tipos que han crecido admirando a Arnold Schwarzenegger, con la pequeña diferencia de que este último ha llegado a gobernador de California, y ellos, como mucho, serán carne de presidio. Su indumentaria también confirma la declaración de los testigos: este pedazo de bestia va vestido como un cuervo y lleva casco.

Algo en el rostro del culturista no me cuadra y me estrujo el cerebro para averiguar de qué se trata.

—¿Hay algo de la foto que no te convenza? —le pregunto a Efzimoglu.

—Su cara —me responde al instante—. Los tipos como ese suelen llevar la cabeza rapada y, como mucho, una perilla. Y eso asegura un testigo. Pero este luce barba y una melena larga y rizada.

No me hace falta mucho para deducir que la barba y la melena son, en realidad, una máscara: se las ha dejado crecer para que no le reconozcan. Y si mañana empezamos a perseguir a un barbudo de melena rizada, él cambiará de imagen en menos de media hora. Efzimoglu parece estar de acuerdo conmigo y le digo que introduzcamos la imagen en las bases de datos del ordenador, para ver si logramos identificar al culturista.

—¿Y quién nos asegura que lleva barba en la foto de él que pueda haber en la base de datos de fichados? Una solución podría ser quitarle la melena, pero aquí también podemos encontrar nos con más de cien que se le parezcan. Si supiésemos su nombre, sería mucho más sencillo.

—No sabemos quién es ni dónde vive. Hoy le veo la jeta por primera vez.

—¡No sé qué decirle, comisario! Entonces no me queda otra alternativa que cotejarla con las bases de datos, pero eso requiere tiempo, y nadie nos garantiza el resultado.

Le pido que me imprima algunas copias, para mostrárselas a Guikas y repartirlas a la prensa, aunque estoy convencido de que, en cuanto circulen, el asesino cambiará de aspecto.

Dentro del coche, mientras me dirijo a Jefatura, se me ocurre una idea. No creo que funcione, pero al fin y al cabo, toda esta investigación ha seguido la misma dinámica, de modo que no tengo nada que perder. Llego a la calle Alexandras y tomo aire antes de entrar en el despacho del jefe.

—¿Puedo entrar? Es urgente —le pregunto a Kula.

—Está reunido consigo mismo, para no ponerse al teléfono —me responde riendo, y después añade en voz baja—: No quiere hablar con el ministro.

Me lo encuentro mirando un sobre abierto que le da pereza leer.

—¿Ha habido suerte, o sigue nuestra mala estrella? —me pregunta antes incluso de que me siente.

No le contesto, simplemente le dejo el sobre con las fotos sobre el escritorio. Lo abre lentamente y durante un buen rato observa el rostro del culturista.

—De modo que este es nuestro pajarito —comenta.

—No tiene aspecto de pajarito, eso seguro.

—Reparte la foto de inmediato a los periódicos, las cadenas de televisión, por todas partes.

—De acuerdo. También he dado orden de que lo busquen en las bases de datos, por si hay alguna coincidencia, aunque tanto una cosa como la otra nos llevará tiempo, puesto que los posibles parecidos nos retrasarán —respiro profundamente y añado—: Hay algo que podríamos probar.

—Tú dirás.

—Desde mi punto de vista, la clave de esta investigación es la pistola, la Luger de la época de la Ocupación.

—Ahora no te sigo —me dice con inquietud—. Y yo quiero saber quién es este cara de capullo.

—Déjeme acabar. A juzgar por su aspecto, este cara de capullo, como dice usted, debe de pertenecer a alguna organización de extrema derecha. Y si finalmente se confirma la hipótesis de que la pistola pertenece a un antiguo colaboracionista, entonces, por pura lógica, deberemos ir a pescar en aguas de la extrema derecha.

Su mirada me dice que no entiende adónde quiero ir a parar.

—Lo que nos lleva a…

—… a que tal vez los capullos que secuestraron el barco le conozcan.

—Suena un poco descabellado.

—En efecto. Pero en el punto en que nos hallamos, no podemos dejar escapar ninguna posibilidad.

Coge el teléfono y le dice a Kula:

—Dile a Stazakos que lo necesito.

Stazakos llega al cabo de diez minutos. En Creta me había habituado a verle con el uniforme de asalto, tanto que me sorprende verlo con el reglamentario. En cualquier caso, nunca va de paisano, porque considera que le resta autoridad.

—Lukas, tenemos algunas sospechas de que los mal nacidos que secuestraron el barco pueden tener relación o conocen al asesino de publicistas que nos está volviendo locos. Por eso quiero que Kostas les interrogue.

Estoy convencido de que Stazakos pondrá objeciones, y no me equivoco. Permanece en silencio durante un rato, clava su mirada en Guikas y, finalmente, le dice con expresión preocupada:

—Me temo que eso no será posible, señor director.

—¿Por qué?

—Porque en estos momentos les mantenemos totalmente incomunicados y están siendo interrogados por los expertos de la Unidad de Lucha Antiterrorista, en colaboración con el Servicio de Inteligencia.

—¿Aún les estáis interrogando? —le pregunta Guikas, como si no le hubiese entendido.

—Sí, buscamos conexiones con otros grupos terroristas.

—O sea, ¿que investigáis si Zimios, Iurkás o Vlasis, o como diantres se llamen, tienen relación con Al Qaeda, la ETA, el IRA o, incluso, con los Tupamaros? —pregunto, haciéndome el tonto.

Stazakos no se toma la molestia de replicar. Su único interlocutor válido es Guikas.

—Hay una solución, señor director. Que Kostas me diga qué quiere saber y yo, que les conozco mejor, les interrogaré personalmente.

—Tú tal vez los conozcas mejor, pero quien tiene a un asesino circulando sin control y matando a quien le apetece soy yo. Además, en estos momentos las cadenas de televisión se están yendo a pique y corremos el riesgo de que nos arrastren a nosotros en su caída. De modo que ya sé yo lo que necesito saber.

—Kostas tiene razón —me apoya Guikas.

—Entonces, me temo que tenemos un problema, señor director.

—¿Cuál?

—Yo no puedo asumir semejante responsabilidad delante de los de Inteligencia.

—Tranquilo. Ahora mismo llamo al ministro y le pido que asuma él la responsabilidad, ya que tú te niegas. Ten por seguro que la asumirá de inmediato, porque peligra su poltrona. Ahora bien, dónde acabarás tú en futuras remodelaciones ministeriales, ni lo sé ni es de mi incumbencia.

Guikas pasa de la teoría a la práctica y descuelga el teléfono, pero Stazakos se le adelanta.

—Un instante, señor director… Creo que me ha entendido mal… Sólo quería decir que…

Guikas cuelga el auricular.

—Quiero que en diez minutos tengas preparado un coche patrulla que lleve al comisario al lugar donde retenéis a esos capullos.

—¡A sus órdenes! —es la respuesta seca de Stazakos, que se levanta y sale del despacho.

Guikas y yo nos miramos. Huelgan comentarios.