Tardo unos tres cuartos de hora en ir de Melissia a Katejaki.
—Pase, señor comisario. Le esperan —me dice la secretaria del ministro, ligeramente molesta porque yo no estaba en Jefatura cuando me buscaban.
Hay exactamente el mismo número de personas y las mismas caras que en la reunión anterior. La distribución, sin embargo, ha cambiado un poco, pues el ministro preside la mesa rectangular. Guikas ha tenido la precaución de sentarse a su derecha, entre Galakterós y Delópulos. Frente al ministro está sentado el presidente de la patronal. Todos se vuelven y me miran molestos por la interrupción que ha provocado mi retraso. Cojo una silla y me hago un hueco entre Guikas y Galakterós, cosa que molesta ligeramente a este último, pero yo finjo no darme cuenta.
La discusión, interrumpida por mi entrada, se reanuda y prosigue el ataque del presidente de la patronal contra el ministro.
—Cuando se produjo el secuestro de El Greco, usted desplegó muchos más efectivos para hacerle frente, señor ministro —le dice con severidad—. La Unidad de Lucha Antiterrorista, numerosos cuerpos de seguridad, y al final incluso a la Armada. En el caso que nos ocupa, confía exclusivamente en el jefe del departamento de Homicidios. ¡Por todos los santos, no dudo de la capacidad del comisario Jaritos, pero no siempre va a sonar la flauta por casualidad!
—El comisario Jaritos no trabaja a solas en este caso —protesta el ministro—. En estos momentos estamos en disposición de movilizar a todas las fuerzas que sean necesarias para capturar al criminal. Así lo declaré públicamente ayer, y el señor Guikas, el director general, se lo puede confirmar.
El presidente de la patronal considera innecesario que Guikas le confirme nada y continúa su ataque contra el ministro.
—El coste político derivado de un acto terrorista es una broma frente al daño que sufrirán si se hunde el sistema de promoción de productos, incluidos los canales de televisión privada, señor ministro. Perdóneme, pero tengo la impresión de que el Gobierno no es consciente de la gravedad de la situación. Tal vez la lucha antiterrorista venda más políticamente, pero a este paso les advierto que, en el próximo ataque terrorista, no habrá televisión para retransmitirlo.
El ministro se siente duramente presionado y se vuelve hacia mí:
—Su superior ya nos ha puesto al corriente —me dice—. ¿Tiene usted alguna información de última hora que añadir?
—Ya he hablado con el personal del departamento de publicidad de Mediastar —mientras lo digo, miro a Renos Jelmis, el gordo y calvo del traje de color crema, que es el propietario del canal—. Parece que Vasos Alibrandis no recibió amenazas ni tenía la sensación de que le siguiesen. Lo más probable es que el autor del crimen calculase la hora a la que llegaba a su casa por la noche y esperase el momento oportuno para asesinarlo.
—Y, naturalmente, nadie vio nada —me espeta el ministro.
—No exactamente —interviene Guikas—. Tenemos una testigo, una vecina del edificio que se lo encontró a la entrada del aparcamiento inmediatamente después del crimen. Nos ha dado una precisa descripción del criminal. Gracias a ella sabemos que huyó en una Vespa de color rojo o granate, que estamos buscando.
—Quiero anunciarles que, desde hoy, la cadena Mediastar dejará de emitir publicidad, y sólo volverá a emitir anuncios cuando se detenga al asesino y estemos seguros de que no corre peligro ninguna vida humana —anuncia Jelmis.
Se produce una pausa llena de incomodidad e indecisión y todas las miradas convergen en Jelmis.
—La cadena que ahora deje de emitir anuncios se verá excluida de la tarta de la publicidad cuando pase esta tormenta —declara fríamente Galakterós, sin dirigirse directamente a Jelmis, sino a todos los presentes.
Jelmis salta de su silla como si hubiese sufrido un calambrazo, y se queda de pie.
—Entonces, ¿qué quieren? —se encoleriza—. ¿Que sigan asesinando personal de mi empresa y que yo continúe emitiendo anuncios? ¿Para que todos los telespectadores vayan diciendo por ahí que soy un aprovechado sin escrúpulos que no se detiene ni ante los muertos?
—Lo siento, pero aquí todos navegamos en el mismo barco. Y ninguno de nosotros abandona la nave sin sufrir las consecuencias —le responde fríamente Galakterós.
—¡El señor Galakterós tiene toda la razón! —le secunda el presidente de la patronal—. En este momento, no sólo nos podemos hundir nosotros, sino también multitud de empresas cuyas ventas dependen de la publicidad de sus productos. ¿Cómo vamos a mirar al futuro con confianza si nos rendimos a las exigencias de un loco en el momento más crítico?
—Señores, por favor… No perdamos la calma… —intenta serenar los ánimos el ministro, pero todo el mundo pasa de él.
—¡Por favor, señor ministro! —le corta Galakterós—. ¡Todo esto se debe a la inoperancia de la policía, de la cual usted es responsable! —añade fuera de sí.
—Así pues, ¿qué quieren? ¿Que tengamos que lamentar nuevas víctimas porque siguen emitiéndose anuncios? —Delópulos imita a Jelmis y levanta—. Al fin y al cabo, sus amenazas me parecen inútiles, señores. Están hablando con las dos cadenas con más telespectadores. Si las excluyen, ¿a quién darán sus anuncios?, ¿a las cadenas que no sobrepasan el tres por ciento de audiencia?
—¿Sabes qué te digo, Iorgos? —le dice Jelmis a Galakterós—: ¡Que hasta aquí podíamos llegar! Vosotros decidís los programas que salen en antena, decidís cuánto pagaréis… ¿Y aún pretendéis exprimirnos más?
—¡Con razón ese loco os llama el accionista mayoritario! En mi empresa no mando yo, sino vosotros —añade Delópulos—. ¡Vosotros sois los accionistas principales!
El presidente de la patronal, al ver que sus amenazas no han surtido efecto entre las cadenas de televisión, lo intenta con el poder, al que posiblemente controla mejor.
—Si finalmente se mantiene la decisión de cortar los anuncios, también se recortarán muchos puestos de trabajo. Las empresas no podrán mantener sus plantillas con los índices de venta por los suelos.
—Hoy he dado orden de que se calcule cuántos periodistas, personal técnico y de dirección tenemos que despedir para sobrevivir. —Jelmis se sale por la tangente y confirma los temores que Sotirópulos me había expresado.
—¿Por qué no se limitan durante un tiempo a la publicidad en la calle y en los periódicos? —pregunta Guikas.
—Pero ¿qué dice, señor director? —protesta con enfado Galakterós—. Usted no conoce la realidad. No hay modelo que acepte que le fotografíen para anunciarse en los carteles. Están todos muertos de miedo, ni siquiera descuelgan el teléfono.
Hablando de teléfonos, suena el mío. Me levanto de la silla y voy al otro extremo de la sala para poder hablar.
—¿Dónde está, comisario? —me pregunta Dermitzakis.
—En una reunión.
—¿Podemos hablar?
—Sí, pero rápido.
—Desde que se ha ido no ha dejado de llamar una tal Ana, peluquera.
Buscaba a alguien con quien desahogarme y Dermitzakis se me pone a tiro.
—No tengo intención de ir a que me afeiten, porque ya lo están haciendo aquí. Ni tampoco pienso hacerme la permanente. Pero ¡cómo puedes ser tan imbécil! —acabo farfullando, atacado de los nervios.
—No la tome conmigo, yo no tengo culpa de nada —me dice en tono de disculpa—. Pero es que esta peluquera llama cada diez minutos y me dice que su hijo ha hecho unas fotos que usted tiene que ver. Ella no puede venir, porque está sola en la peluquería, y me pregunta si usted podría pasar.
Una peluquera insiste en que vea unas fotos que ha hecho su hijo. No recuerdo que últimamente haya visitado ninguna peluquería, de modo que no creo que quiera enseñarme fotografías mías para mi álbum de recuerdos. Quiere que vea otra cosa, algo que considera importante, y en el punto en que me encuentro no puedo despreciar ni la pista más remota.
—¿Dónde está la peluquería?
—En la calle Grammu, número 11, en Papagos.
—¿Me das el teléfono?
—Anote, es el 85222640.
—De acuerdo, la llamaré.
Dejo a los otros discutiendo a grito pelado y salgo del despacho haciéndole un gesto a Guikas.
—¿Podría hablar con Ana, por favor?
—Soy yo.
—Soy el comisario Jaritos.
Se produce una pausa y a continuación oigo la voz ahogada de la peluquera:
—No sé si he hecho bien en llamarle, pero mi hijo hizo unas fotos que podrían interesarle.
—¿Qué clase de fotos?
—Prefiero no decírselo por teléfono. Iría a su despacho, pero no tengo con quién dejar la peluquería ni al niño.
—De acuerdo, voy enseguida.
Mientras tanto, Guikas ha salido de la reunión y espera a que acabe de hablar.
—¿Qué sucede? —me pregunta inquieto.
—Una peluquera del barrio de Papagos quiere enseñarme unas fotos que ha hecho su hijo.
—¿Qué fotos?
—No lo sé, pero sospecho que se trata de la Vespa del asesino. La pregunta es cuándo hizo las fotos: antes de ver la fotografía en la tele o después. Si las hizo después, puede haber fotografiado cualquier Vespa roja que se haya encontrado por la calle.
—Bien, acércate a ver. Al fin y al cabo, aquí sobramos. Esto es una merienda de negros. Si el asesino les viese, se frotaría las manos.
Le digo que le llamaré si se trata de alguna novedad relevante y me voy sin despedirme de los demás, porque no quiero dar explicaciones a nadie, y menos aún al ministro. Tal como están las cosas, sería capaz de invitar a la prensa a la peluquería antes de que yo llegue.