40

Llego el último y empapado en sudor, en sentido literal y metafórico, y encuentro a todo el mundo enfrascado en su trabajo. Todavía no han cubierto el cadáver, que está en las expertas manos de Stavrópulos. Alibrandis está boca abajo, con la cabeza ladeada en dirección a la entrada del edificio. Conducía un BMW y la puerta del conductor ha quedado abierta.

Para gran sorpresa mía, también Guikas se halla en el lugar del crimen. No me gusta nada, porque es la primera vez, después de tantos años trabajando juntos, que veo algo así. Es de lo poco bueno que tiene: me deja hacer mi trabajo sin tenerlo pegado a mis talones. Ve que le miro con cara larga y siente la necesidad de darme una explicación:

—Un pajarito me ha dicho que el ministro aparecería por aquí y quería demostrarle que nos tomamos la investigación muy en serio y que todos trabajamos en la misma dirección. Si no, le creo capaz de asumir personalmente la investigación, y acabaríamos tirándonos de los pelos.

Se aleja un poco, para dejarme hacer mi trabajo, y se dedica a pasearse sin un objetivo concreto entre Stavrópulos, la policía científica, mis ayudantes y yo. En el despacho le gusta hacerse el protagonista, pero aquí se siente cohibido y es consciente de ello.

—¿Por qué no se sienta en el coche patrulla? Estará más cómodo —le digo cuando vuelve a pasar cerca de mí.

—Ya te lo he dicho, es posible que aparezca el jefazo.

—Si fuese a aparecer por aquí, se le habrían adelantado los periodistas, de modo que lo sabríamos.

—Tienes razón —me dice.

Algo he aprendido a lo largo de todos estos años a su lado.

Stavrópulos ha terminado con el cadáver y hace una seña a los camilleros para que se hagan cargo de él.

—¿Qué quieres saber? En realidad, no hay nada que no sepas —me dice asqueado, mientras se quita los guantes.

—¿El arma?

—La misma. La hora del crimen también la conoces.

—Lo único que no conozco es al asesino.

—En eso no te puedo ayudar —empieza a recoger sus cosas—. Mañana te enviaré el informe, por si quieres leer los detalles técnicos, que no creo que te interesen.

Se despide con un gesto y se dirige a su coche. Veo que Dermitzakis sale del inmueble y se acerca a mí a grandes zancadas.

—¿Habéis localizado a su mujer? —le pregunto.

—Por lo que hemos averiguado, estaba separado. Su mujer era norteamericana y se volvió a su país.

—¿Y los padres?

—Viven, pero un pelín lejos… ¡En la isla de Samos! —exclama, y me mira como si hubiese soltado un buen chiste.

Me dan ganas de abofetearlo, porque no es momento para bromitas, pero me limito a un escueto «continúa».

—Tenemos un testigo ocular.

—¡Haberlo dicho antes! ¿Crees que estamos en un concurso de la tele y he de adivinar la respuesta para llevarme el premio? —Se da cuenta de que ha metido la pata y me mira sin saber qué decir—. ¿Quién es el testigo?

—Es una mujer. La señora Karasawa. Vive en el primero.

—Vamos.

La ambulancia se pone en marcha lentamente llevándose a Alibrandis. Veo que Guikas sigue sentado en el coche patrulla. Por su expresión, está claro que se aburre como una ostra y decido enviarlo a su casa. Sentarse allí sin hacer nada, mientras todo el mundo a su alrededor está ajetreado, no sólo es aburrido, sino también humillante.

—No veo al ministro en el horizonte, por eso le decía que se fuera a casa —le comento—. Cuando terminemos, le llamaré para darle detalles.

—Te equivocas. Viene hacia aquí con toda una escolta de medios de comunicación.

Nos miramos y sobran los comentarios.

—Voy a hablar con una testigo presencial.

—¿Ha visto al asesino?

—Se lo diré cuando la haya interrogado, pero me parece bastante improbable. Estoy seguro de que llevaba el casco.

—No le digas nada al ministro sobre la testigo. Le creo capaz de interrogarla él mismo para lucirse delante de los periodistas.

Me pregunto cuánto durará mi luna de miel con Guikas, que empezó con el secuestro del barco y que prosigue sin interrupciones. A decir verdad, me siento un poco incómodo: sí, de acuerdo, siempre hemos estado en el mismo bando, bajo el amplísimo paraguas de la ley y el orden, pero aliados no lo habíamos sido nunca hasta hoy. Por otro lado, tampoco me hago ilusiones: nuestra alianza es temporal y se debe a los sucesivos tortazos que últimamente le han ido cayendo. Que se excluyera a la policía de la operación de asalto a El Greco, más el hecho de que, por primera vez, tiene por encima de él un ministro al que no soporta, son motivos suficientes para que un hombre se rinda. Con todos los ministros que han desfilado hasta ahora, Guikas ha encontrado la manera de entenderse. Al único que no puede manejar es al actual, y no porque sea incorruptible y superior, sino porque es tan bobo que ni Guikas es capaz de sacar provecho de él.

La señora Karasawa nos abre la puerta. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años, vestida con elegancia pero sin exagerar, muy maquillada pero sin exagerar, y amable, pero también sin exagerar.

—Volvía del supermercado cuando he oído los disparos —nos dice mientras nos guía hasta el comedor.

—¿Cuántos disparos oyó, señora Karasawa?

—¿Me lo pregunta en serio, comisario? Casi me muero del susto, ¿y pretende que contara los disparos? He seguido caminando tan rápido como he podido, porque llevaba dos bolsas repletas y me resultaba imposible correr. Cuando he llegado a la entrada del aparcamiento, ha tropezado conmigo. Me ha empujado con tanta fuerza que se me han caído las bolsas y he tenido que sujetarme a la reja de la entrada. He visto al señor Alibrandis tendido en el suelo y he ido corriendo a llamar a la policía.

—¿Le ha visto la cara al criminal? —Estoy seguro de que no se la ha visto, pero por si las moscas, me cercioro…

—No, llevaba casco.

—¿Podría describirlo? Aparte de la cara, me refiero.

—Era alto y fornido.

—¿Fornido? ¿Hasta qué punto?

—Vaya y mida la puerta de entrada del aparcamiento. La ocupaba toda.

—Una descripción muy precisa. ¿Y la altura?

—Yo mido metro sesenta y cinco. Y tengo la impresión de que medía casi dos metros.

—¿Cómo iba vestido?

—Completamente de negro, como un cuervo. Incluso el casco era negro.

—¿Por casualidad, ha visto qué ha hecho al salir del aparcamiento? ¿Ha apretado a correr? ¿Tenía un coche aparcado cerca…, una moto…?

—Enfrente tenía una Vespa, se ha subido y ha huido.

—¿Está segura de que era una Vespa?

—Sí, mi hija tiene una igual, de color azul celeste. La de él era de un color entre rojo y granate. No estoy segura.

Pienso si me queda algo por preguntar, pero no se me ocurre nada más. Los testigos como ella son precisos, no hablan por hablar y no quieren impresionarte. Cuando Dermitzakis y yo estamos a punto de irnos, oímos en la calle un ruido de coches que llegan precipitadamente.

—¿Qué ocurre ahí fuera? —se alarma la señora Karasawa. Y sale al balcón.

La imito, aunque sé de qué se trata. La limusina negra del ministro se ha detenido al lado del coche patrulla donde estaba Guikas. Al ministro le sigue una división motorizada de camionetas, furgonetas y jeeps, el transporte que utiliza el rebaño de los medios de comunicación. El ministro habla con Guikas de pie, entre la limusina y el coche patrulla. Guikas le señala el aparcamiento, situado a la altura de la calle, delante del edificio, y después sigue caminando junto a él, probablemente para hacerle de guía, intentando mantener a distancia al rebaño de periodistas.

—¡Por favor, la prensa no, sólo el señor ministro! —grita cuando llegan a la entrada del aparcamiento.

—¡Deje, deje, no estorban en absoluto! —interviene el ministro, y el rebaño de medios se lanza en su persecución. Afortunadamente, los de la Científica han llegado antes, me digo a mí mismo. Ni que decir tiene que, si se les ha pasado por alto algún detalle, no merecerá la pena volver. Habrán arrasado con todo.

—¿No es el ministro del Interior? —me pregunta la señora Karasawa.

—En efecto.

—¿Y qué ha venido a hacer aquí?

—A informarse in situ.

—¡Ahora sí que estamos apañados! —comenta con desprecio—. ¡Aquí matan a la gente y él, hala, a salir por la tele!

La hostilidad hacia el ministro ayuda a Guikas: es la primera vez que se encuentra tan cerca del sentimiento popular. Bajo las escaleras y salgo al aparcamiento.

—Envía un aviso a todas las comisarías —le digo a Dermitzakis—. Buscamos una Vespa de color rojo o granate. Lo más probable es que la haya abandonado en algún punto entre Jolargú y Agia Paraskeví, pero no hay que descartar otras zonas.

Cuando salgo del inmueble, veo al ministro esperando pacientemente a que los medios de comunicación estén listos para grabar sus declaraciones con el aparcamiento de fondo. Guikas se separa de él y se acerca a donde estoy yo. Posiblemente el ministro no quiere compartir con nadie su aparición televisiva, y Guikas no quiere subrayar con su presencia las eventuales pifias.

—Esta tarde tenemos que lamentar una nueva víctima del maniaco asesino que tiene en su punto de mira al mundo de la publicidad. Quiero expresar mis condolencias más profundas a la familia de la desgraciada víctima. Asimismo, deseo poner de manifiesto que los miembros de la policía están haciendo todo lo posible para poner fin a estos asesinatos. Declaro explícitamente que estoy decidido a desplegar más fuerzas de seguridad para su persecución y que a partir de mañana la policía comenzará una implacable caza y captura del asesino.

—¿Cómo quiere que lo persigamos, si no sabemos quién es? —me pregunto, más que nada a mí mismo.

—¿Y tú te lo crees? —me pregunta irónicamente Guikas.

—¿Está satisfecho del trabajo que ha realizado la policía hasta ahora? —pregunta desde el fondo algún periodista.

—Como ya he dicho, la policía está realizando esfuerzos sobrehumanos y creo que se han producido progresos importantes. Sin embargo, si es necesaria otra intervención para dar el toque de gracia, no dudaremos en dar luz verde.

—¿Qué hago? ¿Voy y le arrojo a la cara mi dimisión? —me pregunta Guikas fuera de sus casillas.

Convencido de que no tiene intención de hacerlo, le manifiesto mi apoyo:

—No merece la pena que dimita por culpa de alguien que dentro de seis meses volverá a su escaño parlamentario.

—¡Que Dios te oiga! —murmura, quitándose un peso de encima.

El ministro sube al coche y se va sin despedirse. No sabemos si lo ha hecho así porque es un maleducado o para expresarnos su silencioso reproche.

—El asesino ha huido en una Vespa de color rojo o granate. Ya he dado orden de que la busquen.

—Envía también una foto de una moto igual a la del asesino a los medios de comunicación, que salga en los informativos. Tal vez alguien la haya visto por casualidad. ¡Encontrar una Vespa en Atenas es como buscar una aguja en un pajar!

La idea me parece sensata y le ordeno a Vlasópulos que se encargue de eso. Como no sé qué más puedo hacer, decido recoger los bártulos. Guikas ya se ha ido con el coche patrulla que le había traído hasta aquí.

Son casi las dos de la madrugada cuando llego a casa. Adrianí todavía está despierta y sentada delante de la tele.

—¿Por qué no te has ido a dormir? —le pregunto.

—Porque te aburre cenar solo y te hubieras ido a la cama con el estómago vacío.

—No tengo hambre, pero un poco de fruta me la comería a gusto.

—Te prepararé un poco de sandía con queso —me dice, y eso me pone de buen humor.

Apago la tele porque no me apetece nada toparme con algún «especial informativo» con el ministro del Interior de protagonista y el aparcamiento de fondo.