Katerina me espera en la cafetería que está situada un poco más arriba de la plaza Agíon Asomaton, mirando hacia Zisíon. Delante tiene un café frapé con una pajita. Cuando me ve, se levanta y me da un beso en la mejilla. Respiro aliviado, pues se la ve risueña y de buen humor. Sé que soy un exagerado, pero últimamente las he pasado canutas y me temo siempre lo peor.
Apenas me he sentado, se presenta un camarero, rapado al cero y con un pendiente de plata en la aleta derecha de la nariz, para preguntarme qué quiero. Le pido un café griego, dulce. Ni se toma la molestia de decirme que no preparan ese café, porque lo considera una estupidez:
—Frapé, expreso, americano, capuchino y capuchino frío —enumera con indiferencia.
Le pido un expreso, odio los cafés con hielo.
—Tu idea de tomar un café me ha salvado la vida —le digo a Katerina riendo—. De veras que lo necesitaba.
—Por la mañana en Nea Filadelfia, por la tarde en Agíon Asomaton… Al final, esto de salir tú y yo como si fuésemos amigos del alma se convertirá en una costumbre.
—Tienes razón, aunque creo que eso de amigos del alma es un poco exagerado; pero amigos sí que somos.
—Por eso quería verte, para decirte qué pienso hacer con mi futuro. Mamá y Fanis lo sabrán el sábado, ese día comemos todos juntos, pero quería que fueses el primero en saberlo.
—¿Y por qué yo el primero?
Antes que Adrianí, tal vez sí, pero ¿también antes que Fanis?
Normalmente eso me hubiera llenado de orgullo, pero me come la curiosidad y no estoy para nada más.
—Siempre lo he hecho así, y hoy también quiero hacerlo. Tú fuiste el primero en saber que quería estudiar Derecho, y después que quería hacer el doctorado. —Ahora que lo recuerdo, tiene razón, pero las otras veces no me había impresionado en exceso—. ¡No me digas que no te habías dado cuenta! —me dice al comprender que estoy dándole vueltas a todo eso.
—Sí, me había dado cuenta, pero le daba una explicación distinta.
—¿Cuál?
—Lo hablabas antes conmigo porque era yo quien pagaba tus estudios.
—No, no lo hacía porque pagaras tú, sino porque quería saber tu opinión.
Nuestra conversación es distendida, como sucede en las situaciones que tienen un final feliz y que sabes que no te volverás a encontrar en el camino.
—Me alegra saber, aunque sea con retraso, que contaba más mi opinión que mi sueldo. Aunque hoy no me habría importado que lo hubieses hablado antes con Fanis.
—¡Vaya por Dios! ¿Tú también? —me dice riendo.
—¿A qué te refieres?
—Actúas como mamá, que se cree que ya estoy casada. —Enseguida cambia de tono—. Bien, centrémonos en lo que importa. Hoy he ido al Ministerio de Justicia y he preguntado qué documentos se necesitan para presentarse a las oposiciones.
—¿Y la universidad?
—No tan deprisa, cada cosa a su tiempo. He encontrado un buen bufete para hacer las prácticas.
—¿Y la universidad? —insisto. Qué extraño: en cierto modo, me había hecho a la idea de que quería trabajar en la universidad, y ahora me cuesta descartarla.
—He estado pensando en eso, y he llegado a la conclusión de que no estoy hecha para eso. Tal vez me lo creí un poco, por haber dado unas cuantas clases, pero no va con mi carácter. No me va ni la enseñanza, ni la teoría, ni la investigación. Este círculo se ha cerrado con el doctorado. Sin embargo, hay algo más que deberías saber.
—¿De qué se trata?
—No me presentaré a juez, sino a fiscal. Cuando termine las prácticas, me presentaré a las oposiciones a fiscal del Estado.
Recuerdo sus argumentos cuando hablábamos de la carrera judicial.
—Katerina, fuiste tú quien me dijo lo difícil que lo tenían las mujeres para ascender en la judicatura. En la fiscalía aún es más difícil.
—Tal vez tengas razón, pero es lo que más me gusta, y lucharé para conseguirlo. Al fin y al cabo, espero que las cosas hayan cambiado cuando me toque concursar para una plaza.
—Y yo ya me habré jubilado —le digo riendo—. De todos modos, no deberíamos haber pedido café. ¡Esto habría que celebrarlo!
—Ya lo celebraremos el sábado todos juntos. No lo quieras todo para ti. —Y me da un segundo beso en la mejilla.
De repente se me enciende una luz, pero quiero que me lo aclare más:
—¿Te ha ayudado Zisis a tomar esta decisión? —le pregunto.
—Me ha ayudado la situación que he vivido —me responde sin titubear un segundo—. He puesto las cartas sobre la mesa, lo he meditado con calma, y he visto que mis prioridades habían cambiado. Zisis me ha ayudado en otro aspecto, no en el profesional.
Me alegra oírlo, porque por más simpatía que sienta por Zisis, que decida sobre el futuro de mi hija me parece excesivo. Voy a pedir un segundo expreso para regodearme unos minutos más en mi alegría, pero el móvil me obliga a echar el freno de mano. Pulso el botón y oigo a Guikas.
—¡Han asesinado a otro! —me comunica sin más preámbulos.
Parece que sea mi sino: cada cosa buena que me ocurre se contrarresta con un tropezón.
—¿De quién se trata? —pregunto estoicamente, porque ya me lo esperaba.
—De Alibrandis, el director del departamento de publicidad de la cadena de televisión Mediastar.
—¿También en la calle?
—No, en su casa. Volvía del trabajo y entraba en el aparcamiento a dejar el coche. Parece que el asesino estaba esperándole, porque ha salido de entre los coches, ha efectuado dos disparos y lo ha enviado al otro barrio.
—¿También en moto?
—Todavía no lo han confirmado. Alibrandis vivía en la calle Stratigú Daglí, en Jolargú, cerca de la plaza Papaflessa. He enviado de inmediato una patrulla de la comisaría de la zona. Y a Vlasópulos con Dermitzakis. Ya están allí esperándote.
—¿Qué sucede? —me pregunta con serenidad Katerina cuando corto la comunicación.
—Han asesinado al director del departamento de publicidad de una cadena de televisión.
—Pero… ¿qué clase de hombre es ese asesino, un fantasma ubicuo?
—¡Peor! ¡Una pesadilla! —contesto mientras me levanto para ir a pagar, pero no me deja.
—Vete, ya pagaré yo.
Subo al Mirafiori, que tengo aparcado detrás de la estación de autobuses de línea, y tomo por Ermú en dirección a Sintagma.