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Lo primero que hago cuando llego al despacho al día siguiente es enviar a Dermitzakis a casa de lannakaki a preguntar a los vecinos de la periodista si sabían si esta había notado algo extraño en los últimos días, o si estaba asustada porque alguien la seguía. Estoy convencido de que no recabará ningún dato nuevo, porque sé cómo piensa el asesino. Dado que Ifantidis y Kutsúvelos eran maricas, se hizo el macho con ellos para ligárselos. Estos se pusieron contentos como si les hubiese tocado la lotería y ahora están criando malvas. Pero el caso de lannakaki es diferente; el asesino no se hubiera atrevido a acercarse a ella del mismo modo, porque tenía el ochenta por ciento de posibilidades de que le hubiese enviado a paseo, y se habría puesto en evidencia. Por eso prefirió matarla a la luz del día y en plena calle. Además, desde el momento en que desveló por qué razón asesinaba, la ceremonia de ejecutar a las víctimas de un balazo a quemarropa había perdido su especial significado.

Por otro lado, lannakaki no era la única que introducía publicidad más o menos evidente en su programa radiofónico. ¿Por qué entonces matarla a ella? Una posibilidad es que la eligiese por tratarse de una estrella de las ondas y, de este modo, causar mayor conmoción. La otra, que la escogiese porque la conocía de antes. Pero ¿de dónde? Que conociese a su familia o que fuese amiga suya lo veo bastante inverosímil. Una débil esperanza es que trabajase en la emisora y que la conociese de allí. Busco una perla en el fondo del mar, y lo más probable es que si tiro el anzuelo pesque una bota, pero merece la pena intentarlo, aunque sólo tenga una posibilidad entre mil.

Kula está en el despacho de Guikas, presentándole papeles para firmar.

—Siéntate, acabo en un minuto —me dice Guikas cuando me ve entrar.

El minuto se convierte en diez, porque, a cada papel que firma, le pide a Kula largas explicaciones.

—Si tienes alguna novedad, espero que no sea peor que todas las desgracias que me han sobrevenido estos últimos días —me dice cuando acaba con las firmas.

—En principio, no hay novedades, ni buenas, ni malas. Pero cabe la posibilidad de que la Luger proceda de otro lugar.

—¿De dónde? —me pregunta lleno de curiosidad.

—De alguien que perteneció a los escuadrones de seguridad que los alemanes armaron durante la Ocupación. Según mis investigaciones, el ELAS no se acercaba a los alemanes: les atacaban y huían, de modo que es bastante improbable que les hubiesen quitado armamento, entre otros, revólveres Luger.

Se le nubla el semblante y sacude la cabeza, desesperado.

—¿Te das cuenta del lío en que nos metemos? Es imposible que podamos sacar nada en limpio.

—¿Por qué?

—No debemos olvidarnos del episodio de Meligalás, donde la resistencia de izquierdas asestó un buen golpe a los escuadrones de seguridad. ¿Quién te asegura que no los desarmaron antes de que los diezmaran? ¿Y quién te asegura que ese armamento lo entregasen posteriormente en Varkiza?

Guikas es duro de roer, igual que el rompecabezas con que nos enfrentamos.

—¿No podemos buscar en otra parte? —le pregunto, aunque conozco la respuesta.

—No. Los archivos de la policía se quemaron en Keratsí, en un intento de reconciliación, ¿lo has olvidado? No se quemaron simbólicamente, se quemaron de verdad, y no quedaron copias.

Me acuerdo de Zisis.

—A pesar de todo, existe una posibilidad…

—¿Cuál?

—Las solicitudes para la concesión de jubilaciones a los que lucharon en la Resistencia. Allí seguro que constan sus historiales.

—Buena idea —me dice, y se le ilumina la cara—, pondré inmediatamente a algunos hombres a rebuscar entre los archivos. ¿No nos dijo ayer el ministro que nos daría toda la ayuda que necesitásemos? Pues ahora es el momento de demostrar que no son sólo palabras.

—¿Y respecto a los escuadrones de seguridad?

Abre los brazos en señal de impotencia.

—Aquí el asunto se complica. Cuando después de la guerra, muchos de ellos fueron enrolados por los ingleses en los cuerpos de seguridad, su anterior colaboración con los alemanes fue borrada escrupulosamente de los archivos. Hoy en día, nadie sabe a ciencia cierta cuántos eran. —Hace una breve pausa y añade como si fuese una frase brillante—: Sin embargo, yo conozco a uno, que, por otro lado, tú también conoces.

—¿A quién? —le pregunto, muerto de curiosidad.

—A Kostarás.

Estoy en un tris de gritar: «¡Ah, el torturador de Zisis!», pero consigo morderme la lengua. Ni siquiera en nuestros días es agradable hablar de torturadores.

—Lo recuerdo, sí. Yo acababa de entrar en la policía y me encargaba de vigilar a los presos.

Guikas se echa a reír.

—Y cuando le llevabais a los presos, me apuesto algo a que os obligaba a sentaros y a contemplar cómo los torturaba, para que aprendieseis.

—¿Aún vive? —le pregunto, para centrarnos en el tema, pero también para rehuir esa desagradable conversación.

—Por lo que sé, sí. Al menos, hasta hace poco, aún vivía. Como sabes, fue de los que licenciaron inmediatamente después de la caída de los coroneles. Entretanto también murió su mujer. Hijos no tenía, de modo que acabó en un geriátrico. Si quieres, puedo averiguar el nombre del centro y la dirección.

No me apetece nada volver a ver la cara de Kostarás, y no creo que saque nada en limpio. Al fin y al cabo, ya lo humillaron bastante por haber colaborado con la dictadura. No creo que se enorgullezca ahora de haber colaborado con los alemanes en los escuadrones durante la Ocupación. Por otro lado, me guste o no, es la única pista de que dispongo.

—Sí, quisiera hablar con él.

Bajo directamente al aparcamiento para coger el Mirafiori e ir a Radio Time, la emisora donde trabajaba lannakaki. La emisora está en Guéraka, en la calle Irakliu, y aparco enfrente. La chica de la recepción reacciona con un «Imagino que viene usted por el asunto de Jará lannakaki» cuando oye mi nombre y mi graduación. «Tendría que hablar con nuestro director, el señor Lukanidis».

Me hace esperar mientras realiza un par de llamadas; después me encuentro delante de un hombre de unos treinta años, con el pelo corto, camisa fina de color rosa y vaqueros blancos. Lo mejor que tiene es la sonrisa, amable y cordial.

—Siéntese, señor comisario —me dice, mostrándome la única silla que hay delante de su mesa.

—No le molestaré mucho rato. Quisiera sólo aclarar algunos puntos oscuros de mi investigación. ¿Tenía usted la impresión de que Jará lannakaki estuviese intranquila o que algo le preocupase últimamente?

Su respuesta es inmediata y categórica:

—No, en absoluto. Además, le puedo asegurar que nunca me ocultaba nada. Jará y yo llegamos a la emisora más o menos en la misma época, y como al principio queríamos conocer a la gente, pronto entablamos amistad. Casi todos los días, antes de irse, pasaba por mi despacho y me saludaba. Y no, no había notado ningún cambio en ella.

—¿Le comentó, tal vez, si alguien la seguía últimamente?

—Le repito que no. Pero quizá debería preguntárselo a Kléarjos, el ingeniero de sonido. Él la veía más a menudo que yo.

Descuelga el teléfono para preguntar si Kléarjos está en la emisora. Por suerte para mí, está, y le dice que venga cuando termine su programa.

—¡Qué caso más enrevesado, el de este loco! —me dice Lukanidis mientras esperamos—. Es cierto que, principalmente, ataca a las cadenas de televisión, pero también a nosotros nos perjudica.

—Sí, pero las televisiones no han querido detener su publicidad hasta que detengamos al maniaco. Al contrario, aún le provocan más, hasta el punto de pasar anuncios durante el programa dedicado a él.

Se inclina hacia mí y acerca su rostro, seguramente para dar relevancia a lo que me quiere decir:

—Comisario, no tienen otra alternativa. Créame, si dejasen de emitir anuncios durante dos semanas, se hundirían. Tome como ejemplo el programa de Jará. Su sueldo salía de los cortes publicitarios que hacía en su programa. El resto de pequeños anuncios llenaban la caja de la emisora. Si Jará hubiese perdido la publicidad, la emisora habría dejado de emitir el programa, porque con el resto de ingresos no alcanzaba para pagarle el sueldo. Habría perdido dinero. ¡Y le estoy hablando de un programa de radio! Así pues, ¡imagínese qué pasaría con los de televisión!

Nuestra charla se interrumpe porque aparece Kléarjos. Le hago las mismas preguntas que le he hecho al director, y recibo las mismas respuestas. No consigo nada nuevo y hago una última pregunta, con la esperanza de quien lanza una red vacía para recogerla llena:

—¿Sabe si últimamente había algún hombre en su vida? ¿Le comentó si había conocido a alguien?

—No, comisario. Y me parece improbable que tuviese o quisiese poner otro hombre en su vida.

—¿Por qué? Que yo sepa, no estaba casada.

—No, pero el que era su compañero se mató hará un año en un accidente de tráfico, y desde entonces Jará no tuvo ojos para ningún otro hombre.

Esta puerta también se me ha cerrado. Y Kléarjos vuelve a su trabajo.

—Señor Lukanidis, tengo una última pregunta para hacerle, y después no le molestaré más.

—Por favor, pregunte cuanto quiera. Yo también quiero que atrapen al asesino de Jará.

—¿La emisora tiene vigilantes de seguridad?

—¡Naturalmente! Aunque no tanto por cuestiones de seguridad como por moda —añade entre risas.

—¿Recuerda si entre la gente de seguridad que ha pasado por aquí había alguno corpulento, con aspecto de culturista?

Se encoge de hombros y levanta los brazos:

—Si quiere que le diga la verdad, ni me fijo. Llamaré a Zanasis, el enclenque que ahora nos protege, a ver si sabe algo.

El enclenque entra en el despacho con desenvoltura, me alarga la mano y me saluda con un:

—Mucho gusto, compañero.

Lo miro intentando conservar la calma:

—¿Tú y yo somos compañeros, y no lo sabía? —le pregunto como si hiciese el gran descubrimiento.

—¡Claro! Ambos nos ocupamos de la seguridad de los ciudadanos.

—Sí, pero con una pequeña diferencia.

—¿Cuál?

—Que yo puedo agarrarte del cuello ahora mismo y llevarte al calabozo de comisaría, y tú no.

Lo piensa un poco, ve mi talante, y traga saliva.

—Eso también es cierto.

—¿Sabes si algún compañero tuyo, con aspecto de culturista, ha trabajado en la emisora?

—No, señor comisario —me responde, esta vez con respeto—. Antes había una chica, Eftijía, y hace seis meses la reemplacé yo.

Esta puerta también se me cierra, y decido irme, pero suena mi móvil. Al otro lado del aparato oigo la voz de Guikas:

—El geriátrico donde vive Kostarás se llama La Calma y está en la calle Nikomedia, en Nikea.

Cuelgo, me despido de Lukanidis y me preparo para la siguiente excursión.