36

Encuentro a Zisis con los utensilios de jardinería dispuestos a su alrededor, y llenando las macetas de tierra. Me echa un vistazo cuando entro, y sigue con su tarea.

—¿Ahora trabajas de jardinero? —le pregunto para romper el hielo.

—De hecho, no debería. En verano, esto hay que hacerlo a primera hora de la mañana, o cuando cae la tarde.

Me fijo en el cuidado con que esparce la tierra, abona la planta y después la rocía con el pulverizador. Acaba con la maceta y se dirige al fregadero para lavarse las manos.

—¿Tomas café a estas horas?

—Si lo preparas tú, ¡tomaría hasta por la noche!

Sube lentamente las escaleras que conducen a la terracita y yo le sigo. Antes de entrar en casa para preparar el café, se vuelve y me mira.

—Tienes una hija muy simpática —me dice.

Esperaba al café para preguntar qué le había parecido Katerina y me sorprende que se me adelante. Normalmente, no puedes sonsacarle ni con sacacorchos. Callo y espero a que continúe.

—Si mañana algún amigo me dice: «Todos los polis son iguales», yo pensaré en tu hija y diré: «No, no es cierto».

Cierra el capítulo de Katerina y entra a preparar el café. Me quedo solo en la terracita, sumido en una amalgama de sentimientos. Por un lado, me alegra que haya dicho palabras tan amables sobre cómo hemos educado a Katerina. Por el otro, me molesta que haya tenido que salir mi hija a escena para que se convenza de que no todos los polis somos iguales. Al fin y al cabo, con él siempre actué honestamente. En plena Junta Militar, no era fácil ni carecía de consecuencias comportarse decentemente con un comunista, ni siquiera con la excusa de mi juventud y de que no era consciente del peligro. Después, sin embargo, me vienen a la memoria las únicas palabras amistosas que me dijo cuando, años más tarde, me lo encontré en comisaría —«Tú eres un tipo legal, lástima que seas de la pasma», me dijo— y me echo a reír. Y ahora, mira por dónde, después de tantos años, me dice que no soy como el resto de polis, no porque sea buena persona, sino porque he educado a mi hija de modo distinto. ¡Vaya por Dios, voy ganando puntos!

Vuelve con la bandeja de plata y dos tazas. Nos sentamos el uno frente al otro y doy el primer sorbo. Sé que no me preguntará por qué he venido y qué busco. Esperará a que dé yo el primer paso.

—Quisiera saber tu opinión sobre algo que tú conoces mejor que yo, estoy seguro —le digo después del tercer sorbo—. ¿Es posible que alguno de los viejos miembros del ELAS tengan todavía en su poder revólveres alemanes Luger?

—¿De dónde los habrían sacado? —se sorprende.

—De habérselos arrebatado a los alemanes, cuando luchaban contra ellos en las montañas.

A Zisis le da un ataque de risa. Es la primera vez que lo veo reírse tan a gusto.

—¿Quién te ha dicho semejante cosa?

—Un coronel del Ministerio de Defensa, especialista en armamento.

—Pues dile a tu especialista que se documente primero. ¿Sabes cómo luchaba la resistencia contra los alemanes? Les tendían una emboscada, disparaban un par de ráfagas y se esfumaban, porque conocían el terreno como la palma de su mano. ¿Crees que alguno de ellos se atrevía a acercarse demasiado? Además, los alemanes nunca iban solos, siempre patrullaban en grupo. Y si por casualidad los guerrilleros mataban a algún soldado, los otros cargaban con el cadáver, no lo dejaban en manos de la guerrilla para que pudiesen quitarle las armas.

Sigue encontrando divertido lo que le he dicho y vuelve a reírse con ganas. A mí, sin embargo, me ha cerrado la última puerta que podía conducirme a la Luger.

—¿Has seguido el caso de los asesinatos de la publicidad?

—Sí.

—El asesino utiliza una Luger de 1942 y me estoy devanando los sesos para averiguar de dónde la ha sacado.

—¿Te devanas los sesos por eso? Los colaboracionistas, los de los escuadrones de seguridad. Estos eran los únicos que tenían armas alemanas, ellos les armaron.

Me dan ganas de abofetearme. Hijo de un cabo de carabineros, ¿y no haber pensado en los escuadrones de seguridad? Buscaba entre los enemigos de los alemanes, cuando debía buscar entre sus aliados.

—¿Sigue alguno vivo?

Se encoge de hombros.

Como en el caso de guerrilleros de izquierda, todos deben de ser ya unos carcamales. La diferencia es que no son como los del ELAS, que se enorgullecen de haber luchado en la resistencia. A aquellos se les encuadró en el ejército, en la policía y en el cuerpo de carabineros, dejaron de actuar y se perdió su pista. Ahora ya es demasiado tarde para encontrarlos.

—Buscaré, no me queda más esperanza.

—¡No me digas que el asesino es un antiguo miembro de los escuadrones de seguridad!

—No, pero sí puede serlo el cómplice, el que le dio el arma. —Hago una pausa porque tengo la sensación de pisar terreno resbaladizo. Tal vez me diga algo, o tal vez me mande a freír espárragos, a pesar de sus simpatías por Katerina—. ¿Puedo pedirte un favor? ¿Preguntarías entre tu gente si conocen a alguien que posea información al respecto?

No se lo toma a mal, pero tampoco veo que se entusiasme.

—Preguntaré, pero no te hagas muchas ilusiones. La mayoría deben de haber muerto, y los que aún viven se debaten entre la demencia senil y el Alzheimer. El resto preguntará a qué viene ahora remover algo así: lo pasado, pasado está. Sin embargo, si a pesar de todo encuentro a alguien, te tendré por un hombre afortunado.

Cuando me voy, me da recuerdos para Katerina y yo le digo que se los daré de su parte y que se alegrará.

Mientras tanto ha caído la tarde y me imagino a mi amigo volviendo a sus tareas de jardinería. Decido no girar por Patisíon porque, a esta hora, me da miedo el tráfico. Entro en la autopista para coger la salida de Liosíon y desde allí hacia Ajarnón. Craso error, porque las calles perpendiculares en dirección a Ajarnón van llenas. Intento escapar por las calles estrechas aledañas a la estación de autobuses y aún me complico más la vida. Finalmente consigo salir a Patisíon a la altura de Koliatsu.

Tardo una hora en volver a casa. Me encuentro a Adrianí sentada delante de la tele con el mando en la mano. De repente, caigo en la cuenta de que hace casi un mes que no la veo en ese estado, que significa calma y rutina, y respiro con alivio.

—¿Qué historia es esta del maniaco que mata a gente de la publicidad? —me pregunta cuando me ve entrar en el salón.

—Por su culpa tuve que volver a toda prisa de Creta. ¿Han leído la carta?

—Sí. Y han dicho que, después de las noticias, habrá un debate. Lo presenta Sotirópulos.

—Empezarán a establecer conexiones con fulano y con mengano, soltarán sus estupideces de siempre y el asesino se partirá de risa.

—Con Sotirópulos, imposible —declara con rotundidad.

—¿Por qué? ¿Acaso sus programas son dignos de la BBC?

—Siempre se maneja bien en los debates. Lo digo por experiencia.

En todos los mares de Grecia, la intensidad del viento decae al atardecer. En nuestra casa, en cambio, los grados de la escala Beaufort aumentan a medida que anochece.

—Porque te ha entrevistado, ¿conoces a Sotirópulos mejor que yo, que hace diez años que lo soporto y que contesto a las preguntas que me formula con su aire de Robespierre? —le suelto, ofendido y, por tanto, fuera de mis casillas.

—Tú no sabes apreciarle porque estás cargado de prejuicios —me responde sin inmutarse.

—¿Quién dice que tengo prejuicios?

—Él. Cuando terminamos la entrevista, me comentó: «Ha sido muy fácil entrevistarla, señora Jaritos. Ojalá me fuese tan bien con su marido, pero por desgracia está cargado de prejuicios contra mí».

—¡Vaya! Los periodistas suelen estar cargados de prejuicios contra la policía, ¿y en su caso es al revés?

—¿Ves como estás cargado de prejuicios?

Estoy a punto de estallar, pero se me anticipa con la comida.

—¿Qué? ¿Cenamos ahora, y así no nos perdemos el debate?

He echado tanto en falta sus platos que su propuesta actúa sobre mí como un tranquilizante. Junto con los boquerones al horno y las judías con cebolla picada, me trago también la rabia y así puedo seguir el programa sin que me saque de quicio ver a Sotirópulos en la pantalla.

Han invitado a Zanos Petrakis, el director ejecutivo de la agencia Helias, donde trabajaba Stelios Ifantidis, a una estrella de televisión, a un profesor de universidad especialista en medios de comunicación y a dos políticos: nuestro ministro y un miembro de la oposición. Sus palabras ya las he oído esta mañana en boca del presidente de la Unión de Publicistas y del de la patronal: que el asesino es un loco cuyo objetivo es acabar con la publicidad y poner en jaque a los medios de comunicación; que el sector ha decidido cerrar filas y no ceder al chantaje. El ministro se muestra optimista, porque cree que en el curso de los próximos días se detendrá al asesino. ¿De dónde sale tanto optimismo, si no hemos avanzado ni un paso? Tal vez de las amenazantes alusiones del presidente de la patronal, en el sentido de que su partido perderá votos. El miembro de la oposición acusa de negligencia al Gobierno y a la policía, mientras que la estrella de televisión interrumpe a todos para expresar su indignación:

—No olviden que los actores también rodamos anuncios de vez en cuando. Por lo tanto, también nosotros corremos peligro. Yo, por si acaso, estos últimos días he dormido en casa de unos amigos.

—Sí, pero a Jará Iannakaki la mataron mientras conducía. La única manera de evitar cualquier agresión sería no salir a la calle —observa el profesor, suscitando la hostilidad del resto de los invitados.

El caso más interesante es el del modelo televisivo con el que Sotirópulos conecta en directo. Es un joven de unos treinta y cinco años, de esos a los que las chicas ven y, al instante, sueñan que compran todo lo que les propone: desde móviles y ambientadores hasta muebles y coches.

—En cualquier caso, he decidido apartarme de la publicidad hasta que esta historia acabe —declara a Sotirópulos.

—¿Significa eso que está asustado?

—Una persona que vea tres muertos y no se asuste, o es un mafioso o es un imbécil, señor Sotirópulos. Sí, es cierto, gano mucho dinero con la publicidad, pero no lo suficiente como para que me compense que me metan una bala en la cabeza.

—Señor Meintanis, ¿aceptaría seguir trabajando en el sector si la empresa de publicidad o las cadenas de televisión le cubriesen con un seguro de vida?

Sotirópulos me saca de mis casillas, sí, pero hay veces en que incluso yo debo descubrirme ante él. Es lo único en lo que no han pensado los gerifaltes esta mañana en el despacho del ministro.

—¿Sabe cuánto piden las compañías cuando se trata de un seguro de vida de alto riesgo? —interviene Petrakis.

—A mí lo que me preocupa es el riesgo de morir, no si dejo mucho o poco dinero cuando me muera —responde el modelo con cinismo—. Estoy divorciado, no tengo hijos, mi madre está muerta y mi padre nos abandonó cuando yo tenía ocho años. Si me muero, ¿quién va a quedarse con esa fortuna?

—No se vayan, hacemos una pausa para publicidad y volvemos enseguida —anuncia Sotirópulos.

—¡Increíble! ¡Emitir publicidad en un programa sobre el asesino que mata gente del mundo de la publicidad! —comenta Adrianí, atónita.

—No descartes que haya gente que pida que continúen los asesinatos —le digo, mientras corro al teléfono para llamar a Guikas.

—Estás viendo lo mismo que yo, por eso me llamas, ¿verdad? —me dice.

—Exacto.

—¿Cuándo crees que tendremos una nueva víctima?

—En dos o tres días, a más tardar. El asesino debe de estar viendo el programa y frotándose las manos: ha conseguido que entren en su juego y que le provoquen. Sólo podemos desear que, cegado por la ira, cometa algún error.

—Se merecen lo que les pueda pasar, por pensar que están a salvo con su seguridad privada.

—Por cierto, ¿qué pinta el ministro en el programa?

—¿Recuerdas lo que te dije? Es un hombre sin criterio. Ha oído que podía perder votos y se ha asustado.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Ver los anuncios —me responde, en plan fatalista, y cuelga.

Al cabo de un cuarto de hora, siguen emitiendo anuncios. Pierdo la paciencia y me voy a la cama.