Están sentados alrededor de la mesa rectangular de reuniones del despacho del ministerio, con su responsable máximo a la cabeza. A la mayoría los conozco del encuentro de anteayer con Guikas. Sin embargo, hay un invitado más, el presidente de la SEB, la Confederación Empresarial. El ministro intenta hacer las presentaciones de rigor, pero al ver el gesto afirmativo que todos esbozamos con la cabeza, se detiene con la típica frase de «todos nos conocemos ya». Aún no hemos acabado de acomodarnos cuando Guikas recibe el ataque frontal del presidente de la patronal.
—Hoy ha sucedido algo inadmisible y deben asumir sus responsabilidades. Ya se lo he explicado al ministro.
Guikas adopta una actitud fría, típica de su cargo, que con nosotros pocas veces utiliza.
—No entiendo a qué se refiere, señor presidente.
—¡Es evidente a qué se refiere! —Galakterós, el presidente de la Unión de Publicistas, interviene, tan enojado como el presidente de la patronal—. ¡A la publicación de la carta del asesino! ¿Cómo es posible que no hayan podido impedirlo?
Hace años que trabajo a las órdenes de Guikas. A veces, cuando entro en su despacho, tengo la sensación de que estoy a su lado desde niño. Sin embargo, nunca le había visto reaccionar a un verdadero ataque. Si ayer me hubiesen pedido mi opinión, habría dicho que seguramente Guikas intentaría salirse por la tangente. Lo que veo me desmiente. Guikas observa con el mismo aire frío a Galakterós y le replica:
—Si no recuerdo mal, la censura se derogó después de la caída de la dictadura. No veo cómo podía prohibir la publicación de la carta.
—No le pedíamos que censurase nada, ¡le pedíamos que se adelantase a los periódicos! —toma de nuevo la palabra el presidente de la patronal.
—Si me hubiesen informado, habría llamado personalmente al director del periódico para pedirle que no publicase la carta —le apoya el ministro.
En otras circunstancias, Guikas tal vez habría musitado una disculpa. Hoy, sin embargo, tiene que ajustar cuentas con el ministro por haber marginado al cuerpo policial en el asalto de El Greco. De modo que se prepara para el contraataque y saldar las cuentas pendientes:
—Consideré que usted jamás aprobaría que prohibiésemos publicar la carta, por eso no me atreví a comentárselo. Al contrario, temía oír severísimas amonestaciones.
—No he hablado de prohibiciones, sino de una petición amistosa —responde, molesto, el ministro.
—El diario que ha publicado la carta pertenece, si no estoy mal informado, a la oposición. ¿Se imagina las repercusiones que podría haber tenido su petición amistosa? —le pregunta Guikas, y el ministro ha de tragarse sus palabras.
Consciente de que la discusión nos conduce a un callejón sin salida, decido intervenir por primera vez. Sé que me miran por encima del hombro, pues consideran que estoy allí sólo para facilitar la información que precisen y mantener la boca cerrada el resto del tiempo. Pero eso no me intimida lo más mínimo.
—Si la carta no se hubiese publicado, nada habríamos ganado. El asesino se ha cobrado ya tres víctimas y seguirá matando hasta que dejen de emitirse anuncios.
—Que el asesino deje de matar es trabajo de la policía, y nosotros no tenemos ninguna responsabilidad en ello —me replica, en tono displicente, el presidente de la patronal—. Nuestro trabajo es fabricar productos y hacer publicidad de ellos.
—Y desde esta mañana el sector está revolucionado —añade Galakterós—. Los teléfonos de nuestra asociación y mi móvil echan humo. Las empresas de publicidad nos piden consejo y preguntan si deben interrumpir la producción de anuncios hasta nueva orden.
—Seguramente, la mitad os ha llamado a vosotros, y la otra mitad a nosotros, para saber si seguiremos emitiendo sus spots —le dice Delópulos.
—En cualquier caso, he ordenado al departamento de contabilidad que congele los pagos. No sé cuánto durará esta historia ni qué consecuencias acarreará, por lo que sería aconsejable que tomásemos alguna medida preventiva —interviene el calvo regordete, que en la reunión anterior llevaba un traje de color crema y hoy uno azul celeste—. Ya os podéis imaginar el pánico que les entrará a los productores de series y de otros programas cuando sepan que se han congelado los pagos hasta que se detenga al asesino. ¡Se os echarán a la yugular y os harán trizas! —La última frase nos la dirige a nosotros, pero, sobre todo, al ministro.
—En cualquier caso, interrumpir la emisión de anuncios detendría las muertes y nos daría cierto margen de tiempo para dar con al asesino. —Guikas esgrime el argumento que yo mismo utilicé durante la reunión con Petrójilos. Sin embargo, esta vez topa con una dura Línea Maginot.
—¿Cuánto tiempo necesita, señor Guikas? —estalla Delópulos—. Porque, si le he entendido bien, nos pide que interrumpamos la emisión de anuncios indefinidamente, hasta que ustedes atrapen al asesino. Pero, entonces, nosotros ya nos habremos arruinado.
—No sólo se arruinarán las televisiones, también quebrarán las agencias de publicidad y las productoras de series, de talk shows, de realities y, claro está, todas la empresas que, al no anunciar sus productos, verán cómo sus ventas caen en picado. —El calvo regordete lo ha soltado todo de un tirón y por poco se ahoga.
—Perdone, señor ministro, pero ¿se ha fijado en cómo firma la carta el asesino? —pregunta el presidente de la patronal.
Ha pillado desprevenido al ministro.
—¿La firma…? Sí, me parece que… —murmura desconcertado.
—No se preocupe, se lo recordaré yo: «el asesino del accionista mayoritario». ¿Sabe usted qué mensaje subyace tras ese nombre? Que, metafóricamente hablando, el accionista más importante de las cadenas televisivas, el que manda, no es el que posee cierto número de acciones, sino los departamentos de publicidad, porque ellos deciden la programación, qué series se grabarán, con qué actores, qué talk show se emitirá y quién lo conducirá, qué concursos se programarán y con qué presentadores. Lo que a los de publicidad no les gusta, desaparece automáticamente de la programación de las cadenas. De modo que no mandan los accionistas, manda la publicidad.
—¡Exageraciones! —tercia el calvo.
—¡Nada de exageraciones, querido amigo! —discrepa Delópulos—. Ellos tienen el dinero y hacen lo que quieren con nosotros.
—¿Y pretenden que, a petición del director general de la policía, dejemos de rodar anuncios, para que todo el mundo vea que cedemos a la exigencia absurda de un maniaco? —pregunta Galakterós, dando pie al ministro para que haga gala de su poder:
—¡De ningún modo! Lo afirmo categóricamente. El Gobierno no cede al chantaje de un asesino.
Guikas se ha quedado más solo que la una y recibe por todos lados. Me inspira lástima y, a la vez, me pregunto por qué me siento solidario con él. ¿Qué ha sido de nuestros antiguos enfrentamientos? ¿Qué ha sido de mi malicia cuando le veía exhibirse en público? No lo sé, tal vez mis sentimientos se deban a los momentos difíciles vividos últimamente y a la ayuda que me ha prestado. En cualquier caso, siento la necesidad de echarle un cable.
—También podrían hacer anuncios publicitarios sin modelos, figurantes o presentadores, para no dar al asesino posibles objetivos.
El calvo del traje azul celeste, como si yo hubiese insultado a su madre, se levanta.
—No somos empresas de telemarketing, somos cadenas de televisión, señor mío. Todos estos productos, de diseño portentoso, encanto y atracción casi erótica, necesitan juventud y belleza para promocionarse.
—La publicidad es hoy en día lo que para nuestra generación fue, pongamos por caso, la serie Dallas, señor comisario —me aclara Galakterós.
—Todo esto está muy bien y es muy bonito. Pero la policía no puede proteger a las empresas de publicidad, a las cadenas de televisión y a las emisoras de radio.
—Hay una solución —declara con firmeza el presidente de la patronal—: aumentar la seguridad privada.
Si creéis que los gorilas os protegerán de ese maniaco, no habéis entendido nada, digo para mis adentros.
—Sea como sea, nosotros seguiremos produciendo anuncios —declara Galakterós.
—Y nosotros emitiéndolos —afirma decididamente Delópulos.
—Si quiere mi opinión, señor ministro, la desaparición de la publicidad puede costarle muchos votos a su partido.
—No llegaremos hasta esos extremos: ¡la publicidad no desaparecerá, pueden estar seguros! —asegura el ministro a todos los presentes—. La policía dispone de numerosos efectivos perfectamente capacitados para acabar con los crímenes de ese loco.
Esto último es una amenaza a Guikas y a mí, y exactamente significa: si no atrapáis pronto al asesino, pondré el caso en manos de otros. Los invitados se van y el ministro les acompaña hasta la puerta. Regresa al cabo de un instante, apesadumbrado y con cara de pocos amigos.
—Este caso debe resolverse, y rápido, antes de que se convierta en una pesadilla —declara con la mirada clavada en Guikas. Se ve de lejos que se llevan a matar.
—Hacemos lo que podemos. ¡Es como buscar una aguja en un pajar! —responde Guikas.
—Les procuraré todos los refuerzos necesarios, pero esto tiene que acabar.
Guikas me mira.
—En estos momentos, más refuerzos serían como un regalo inútil, señor ministro, porque no disponemos de datos para organizar una investigación a gran escala. Los necesitaremos cuando tengamos indicios de dónde buscar el arma o al asesino.
—¿En qué punto de la investigación nos encontramos?
La pregunta vuelve a ir dirigida a Guikas, pero vuelvo a responder yo. Le informo detalladamente de lo que sabemos del autor de los crímenes, del hecho de que tenga un cómplice, así como de la pistola, esa antigualla.
—¿Cómo? ¿Tan difícil es encontrar esa Luger? —me pregunta cuando acabo.
—Lo es, porque en Grecia no hay. Hemos preguntado en las armerías, en el Museo Militar, incluso hemos hablado con el especialista del Ministerio de Defensa, el coronel Vavidakis.
—¿Y qué opina el coronel?
—Que la única posibilidad es que algún antiguo miembro del ELAS la consiguiese como botín de guerra y la conservase.
—¿Qué dice? ¿Ahora resulta que el asesino es un comunista? Por favor, no me haga reír. ¡Esto se tiene que acabar!
—No será fácil averiguar por cuántas manos ha pasado el revólver a lo largo de todos estos años —observa Guikas.
El ministro no hace ningún comentario, sólo se levanta; no tiene nada que agregar.
—Quiero que me informen a diario —declara cuando estamos a punto de salir.
—No ha entendido nada, y eso todavía nos complicará más la vida —comenta Guikas en el ascensor.
—Si tuviésemos suerte con la pistola, encontraríamos un hilo del que tirar —le digo y, de repente, sé quién me puede iluminar sobre el tema.
Desde el pasillo oigo que suena el teléfono de mi despacho y corro a cogerlo. Es Dimitriu, del laboratorio científico.
—En la moto no hemos encontrado ningún rastro —me dice—, ni siquiera huellas dactilares, nada, excepto…
Vislumbro un pequeño rayo de esperanza.
—¿Excepto…? —repito.
Se produce una breve pausa y después me pregunta dubitativo:
—¿Podría ser que el asesino viva en el campo?
—¿Por qué?
—Porque hemos encontrado restos de paja y de hierba seca pegados a la parte interna del guardabarros.
—Te lo agradezco, Iorgos. ¿Algo más?
—No, sólo eso, pero me resulta extraño.
Lo es, y de repente una idea cobra cuerpo en mi cabeza. Tal vez su cómplice viva en algún lugar de Ática y el asesino vaya a visitarle; porque me parece improbable que el asesino viva en las afueras de Atenas.
Dermitzakis entra en mi despacho y pierdo el hilo de mi razonamiento.
—Hemos encontrado al propietario de la Harley.
—¿De quién se trata?
—De un periodista deportivo que vive cerca del Likavitós. Pero no se la robaron allí.
—¿No? Entonces, ¿dónde?
—En el aparcamiento del Estadio Olímpico. Había ido a cubrir un encuentro y, cuando salió, la moto había volado. Inmediatamente denunció el robo en la comisaría del distrito.
De modo que la posibilidad de que los rastros de vida campestre procedan del propietario de la moto queda descartada.
—Di que fotografíen la moto y que distribuyan las fotos por las comisarías de distrito, sobre todo en las de la periferia de Ática. Que nos digan si la han visto circular.
—Perdone, comisario, pero ¿qué ganamos con ello?
Le digo lo que se ha encontrado en la moto:
—Es posible que su cómplice viva en las afueras de Atenas y que el asesino le visite.
Echo de mi despacho a Dermitzakis y sigo recopilando información sobre la Luger, que es lo que más me urge.