El encuentro entre Katerina y Zisis ha ido mucho mejor de lo que yo esperaba, y he decidido darle el gusto a Adrianí de salir a cenar con Fanis. Ahora estamos sentados en una taberna de la plaza Kesarianí, exactamente detrás de la iglesia, y hemos pedido salmonetes, boquerones marinados y pescadito frito, además de una ensalada mixta. Es la primera noche de verano realmente calurosa. Incluso aquí, en Kesarianí, donde de la montaña siempre baja un poco de aire fresco, la ropa se te pega a la piel debido al bochorno. También es el primer día que Katerina se encuentra de buen humor. Habla y, de vez en cuando, deja escapar su risa sonora de antes. Fanis me lanza miradas de soslayo y sonríe satisfecho. Probablemente Katerina ya le ha puesto al corriente de nuestro paseo matutino. Yo, por mi parte, me siento como si por primera vez en mi vida hubiese actuado de manera preventiva y no represiva. La única que no se entera de nada es Adrianí, pero eso no le impide sentirse feliz ante el evidente cambio de su hija. Su alegría es tal que transgrede uno de sus principios fundamentales: se olvida de quejarse de la comida, algo que hace siempre, con independencia de la taberna o del restaurante al que vayamos, para afirmarse como cocinera.
Suena el móvil cuando el camarero nos trae una fuente de salmonetes, mi pescado preferido, y mi intuición, por desgracia, se materializa antes de lo que me esperaba.
—¡Ven enseguida a mi despacho! —me dice Guikas.
—¿Tenemos otra víctima? —pregunto asustado, aunque debería haber pensado que, si se tratase de otra víctima, no me convocaría en su despacho.
—No, tenemos una carta.
No puedo reprimir mi curiosidad.
—¿Dónde la ha enviado?
—Ahora hablamos —me responde vagamente y cuelga.
—Dile al camarero que me envuelva mi ración de salmonetes en papel de plata, me los comeré en casa —le digo a Adrianí mientras me levanto.
—¿Te vas? —se sobresalta.
—Guikas me reclama urgentemente.
—Caray, ¿a qué vienen ahora tantas prisas? ¿En una semana quiere solucionar todos los asuntos que ha dejado pendientes estos días?
—No, no son prisas. Sencillamente, ha huido del fuego y ha dado en las brasas.
No quiero darle demasiadas explicaciones y me dispongo a coger un taxi, porque hemos venido en el coche de Fanis.
—Espera, yo te llevo —se ofrece él, levantándose.
—¿Te esperamos? —me pregunta Adrianí.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Antes de iros, llamadme al móvil.
—Pero yo sí vuelvo, ¿eh? —bromea Fanis.
Tardamos poco más de un cuarto de hora en llegar a Jefatura. Subo en el ascensor hasta el quinto y atravieso el vestíbulo vacío. Kula debe de haberse ido hace rato. Guikas está en su despacho, en compañía de un cincuentón que lleva una camisa de rombos, pantalones blancos y arrugados y mocasines sin calcetines.
—Te presento al señor Timos Petrójilos —me dice Guikas sin perder un segundo—. El señor Petrójilos es el director del diario Politía. La carta la han recibido ellos.
—¿La han recibido o les han avisado para que fuesen a buscarla a algún lugar? —le pregunto.
—Nos han dicho que la habían dejado en la cabina telefónica que hay frente a la redacción.
—¿Le han avisado a usted personalmente o a través de la centralita?
—De la centralita, que me ha pasado la información.
—¿Recuerda la hora?
—Serían las ocho. Piensen que hemos tardado una hora en decidir qué hacíamos.
—Ahí está —me dice Guikas, y me pasa el papel que tiene delante de él.
Es un folio blanco pautado, como los que antiguamente utilizábamos para los informes y las solicitudes. Y está escrito a mano, como también hacíamos antaño con las solicitudes: a la izquierda el destinatario, a la derecha el texto. La caligrafía tiene aspecto escolar, es evidente que su autor ha hecho un gran esfuerzo para escribir con letra clara y legible.
Señor director, ¡parece que predique en el desierto! Hace dos semanas insté a las empresas de publicidad, a las cadenas de televisión y a las emisoras de radio a que dejasen de hacer anuncios, porque de lo contrario empezaría a matar a cualquiera que tuviese relación con ese mundo. Naturalmente, les pedí que hiciesen pública mi amenaza, y que añadiesen que por esta razón dejaban de emitir anuncios de todo tipo, no sólo para que tuvieran una justificación, sino para que la gente entendiese que algunos ya no soportamos más ver siete días a la semana, las veinticuatro horas del día, esa basura. Para demostrarles que no bromeaba maté a uno de esos payasos que salen en los anuncios de la tele. Publicistas y cadenas de televisión no obedecieron. Maté a un segundo payaso y reiteré mi amenaza, pero de nuevo hicieron oídos sordos. Hoy he matado a la periodista Jará Iannakaki, que ensuciaba su programa de radio con miserables anuncios. Ahora les envío esta carta a ustedes exigiéndoles que la publiquen inmediatamente. Si no lo hacen y no dejan de emitir anuncios, tendrán que lamentar nuevas víctimas. ¡NO QUEREMOS MÁS PUBLICIDAD! ¡NO QUEREMOS MÁS TOMADURAS DE PELO! ¡NO QUEREMOS QUE NOS SIGAN ENGAÑANDO MENTIROSOS Y ESTAFADORES!
—¿Qué piensan hacer? —pregunto al director del periódico cuando acabo de leerla.
—Para eso he venido. Para que me lo digan ustedes.
—Nosotros no podemos decirle qué debe hacer —interviene Guikas—. Mañana nos acusarían de haber censurado a la prensa.
—No he venido a recibir órdenes. Les pido su opinión.
—¿Quién más ha leído la carta? —pregunta Guikas.
—Nadie, salvo algunos colaboradores de mi periódico.
—¿A ti qué te parece, Kostas? —Guikas me mira sin saber qué decir.
—Para serles sincero —se me adelanta Petrójilos—, es difícil sustraerse a la tentación de publicar la carta. Si sale a la luz, el sector se asustará, y los anuncios publicitarios de televisión y de radio caerán en picado, mientras que, automáticamente, aumentarán los anuncios en la prensa escrita. ¿Se dan cuenta del aumento de beneficios que nos supondría?
—¿Y si no se publica? —pregunta lleno de curiosidad Guikas.
Petrójilos se encoge de hombros:
—Entonces es probable que aumenten los beneficios, aunque sólo ligeramente, y que continúen los asesinatos. Mientras que, si se publica la carta, tendríamos más ingresos y menos víctimas.
—Publíquenla —le propongo con determinación.
Guikas me mira perplejo; Petrójilos, contento.
—Tiene usted instinto comercial, comisario.
—No me interesan ni los anuncios ni el instinto comercial. Me interesa que cesen los crímenes. Si mañana publican la carta, seguro que el asesino nos dará cierto margen, mientras espera a que se pare la publicidad. Este margen nos puede ser muy útil para acercarnos a él. En cambio, si no publican la carta, es posible que antes de tres días tengamos una nueva víctima.
—Estoy completamente de acuerdo con el comisario Jaritos —suscribe Guikas—. Sólo le pido, por favor, que no diga ni a los publicistas ni a las cadenas de televisión que les hemos aconsejado publicar la carta, porque se nos comerían vivos.
—No estoy obligado a dar explicaciones a nadie. He recibido una carta del asesino y, como periódico, tenemos la obligación de publicarla.
Se ha tomado una decisión, y ya nada lo detendrá. Se pone de pie y nos da la mano afectuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Crees que podremos encontrar alguna pista en el margen de tiempo que ganaremos? —me pregunta Guikas.
—Sólo si conseguimos determinar la procedencia de la Luger.
Tal vez por ahí demos con un hilo del que tirar, aunque no confiaría demasiado.
Desde el pasillo telefoneo a Adrianí para asegurarme de que no se han movido de la taberna.
—Aquí seguimos —me dice Adrianí—. Corre un aire tan fresco que no apetece irse.
—¿Quedan salmonetes?
—Algunos.
—Pide otra ración, que ahora voy.
Salgo a la avenida Alexandras y cojo el primero de los cinco taxis que están libres, esperando en fila.