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Me suena el móvil cuando llamo al ascensor para subir a mi despacho.

—¿Dónde está, comisario? —me pregunta Vlasópulos.

—Abajo, esperando el ascensor.

—No suba. Pasa un coche patrulla a recogernos. Tenemos una nueva víctima, y esta vez muy popular.

—¿Quién es el infortunado?

—La infortunada, comisario. La periodista Jará lannakaki.

—¿Dónde se ha encontrado el cadáver?

—En la calle Mesogíon, delante de una decena de coches y de unos veinte peatones. La han matado dentro de su vehículo. Ahora bajo y se lo explico personalmente.

Sí, que me lo explique, pero ya vislumbro cosas que no me cuadran. En primer lugar, Jará lannakaki es periodista. Presenta un magacín de radio de esos que escucha Grecia entera todas las mañanas de siete a diez. ¿Qué tiene que ver ella con la publicidad? En segundo lugar, asesinarla dentro del coche mientras la víctima conducía recuerda más a la mafia o a los del 17 de Noviembre que al asesino del accionista mayoritario. En mi opinión, mi razonamiento se sostiene por todos lados, pero Vlasópulos tiene otro punto de vista.

—No escucha mucho la radio, ¿verdad, comisario?

—La escucho, pero no precisamente el programa de Jará lannakaki.

—Si la escuchara, sabría que introduce publicidad en su programa. —Y para hacérmelo más expresivo, la imita—: «El pasado fin de semana nos alojamos en el hotel Lulis, en Parga, un conjunto residencial de lujo con habitaciones de ensueño, preciosas vistas al mar y precios al alcance de cualquier bolsillo. Ciento cincuenta euros la habitación doble y doscientos cincuenta el bungalow. Además, las instalaciones disponen de dos restaurantes, uno con los más exquisitos platos de pescado y el otro con la mejor barbacoa. Del bar terraza, no les digo nada, porque enloquecerían. Les doy el teléfono, seguro que lo necesitan». —Deja de imitarla y habla de nuevo con su tono habitual, que prefiero—: ¿No es esto publicidad?

—Vale, tú ganas. De todos modos, el crimen no concuerda.

—Tiene razón. Pero en este caso se trata de una conocida periodista. No le era tan fácil acercarse a ella.

—El arma nos lo confirmará. Si es la misma, nos hallamos ante una tercera víctima; si no, tendremos un nuevo rompecabezas con que distraernos.

Nada que objetar a eso. Llega el coche patrulla y nos vamos. El crimen se ha perpetrado a la altura del edificio de la Fábrica de Moneda y Timbre. Los de Tráfico han cortado los carriles de bajada, desde el Palacio de Arkat hasta la calle Zodoju Piguís, convirtiendo la avenida Mesogíon en una vía de antes de las Olimpiadas. De subida, los conductores se detienen unos segundos delante del lugar del crimen para contemplar el espectáculo. Estas pequeñas paradas han provocado un atasco de un kilómetro. El conductor del coche patrulla pone la sirena para abrirse paso, pero de nada sirve y se ve obligado a torcer a la derecha para tomar la calle paralela. Aunque la situación no es mucho mejor, al menos la sirena da más resultado.

Cuatro coches patrulla bloquean los carriles de bajada. En la acera opuesta se agolpa una multitud que observa y comenta; los que no han conseguido un lugar en primera fila para el circo, saltan y gritan: «¡Eh, los de delante, apartaos un poco, que también queremos ver algo!».

El coche de Jará Iannakaki es un Smart plateado. Cuando el asesino le ha disparado, ella ha perdido el control, el Smart se ha subido a la acera y se ha empotrado en la pared del edificio de la Fábrica de Moneda. Un poco más abajo hay un Dahetso 4x4 con la luna trasera rota y el maletero como un acordeón. Probablemente el Smart lo ha embestido antes de cambiar de dirección y estrellarse contra la pared.

La cabeza de Iannakaki reposa ladeada sobre el volante, mirando hacia el jardín de la Fábrica de Moneda. No puedo ver la herida de bala, situada en el lado que descansa sobre el volante, pero eso no me preocupa. Al fin y al cabo, no sería capaz de distinguir si se la ha causado una Luger.

—He retenido a dos conductores —me dice el jefe de la patrulla—, y a una transeúnte que ha presenciado el crimen y que quiere testificar.

El primero es el conductor del Dahetso, un joven de unos veinticinco años, de pelo rapado, con camiseta, vaqueros, una cruz de oro colgada al cuello y gafas encima de la cabeza, quizá para que la protejan del sol.

—¡Mire qué me ha hecho! —se sulfura cuando me acerco a él.

—¿Iba delante de ella? —le pregunto.

—Perdone, ¿lo hace a propósito para que me vuelva loco? —me grita, fuera de sí, cuando le pregunto lo que es evidente—. ¿Me hubiera caído esta desgracia si no hubiese estado precisamente delante de ella, joder?

Sin decir una palabra, lo agarro del brazo y lo llevo hasta el coche de Jará Iannakaki.

—¡Fíjate bien! —le digo—. Es la periodista Jará Iannakaki. La han matado de un tiro en la sien y tú eres un testigo presencial, por si aún no te habías enterado. O me dices qué has visto o te llevo a comisaría en el coche patrulla y llamo a la grúa para que se te lleve el buga.

Contiene su enfado e intenta rectificar:

—Vale, yo también lamento que la hayan matado. Es más, confieso que me gustaba, oía su programa. —De repente, vuelve a acordarse de su desdicha y se cabrea—: Pero, hostia, ¡¿tenía que estar precisamente yo delante de ella?! ¿No podía haber ido a chocar contra cualquiera de esas carracas de los tiempos de Maricastaña? ¡El mío sólo tiene dos mil kilómetros!

—¿Has visto quién le ha disparado?

—Por el retrovisor he visto que alguien avanzaba entre los carriles haciendo zigzag en una moto bestial. Ojalá te partas la crisma, he pensado. Sólo que, al final, se le ha partido él a la periodista.

—¿Te has fijado en el asesino?

—No he visto nada. De repente he oído dos disparos y he notado un impacto terrible. ¡Por suerte llevaba el cinturón! Después he visto pasar la moto como un rayo por delante de mis narices.

—¿Has visto por dónde huía?

—No, ya me habían dado por detrás, ¡y otras preocupaciones tenía!

Las dudas sobre el modo de huir del autor del crimen nos las aclara el conductor que circulaba por el carril izquierdo:

—De repente ha aparecido por el carril de en medio, entre el Smart y yo. Durante unos metros hemos seguido recto. Después el de la moto se ha acercado al Smart, he oído disparos y el Smart ha perdido el control. El de la moto ha acelerado, nos ha dejado atrás y ha girado por la primera calle a la izquierda.

—Por Parnasidos —dice un agente de la patrulla, que probablemente sea de la zona—. Tal vez ha subido por Lefkosías, ha girado por Sarandaporu y ha desaparecido.

—¿Qué aspecto tenía?

—Un tío gigantesco, llamaba la atención, e iba completamente de negro en pleno verano.

—¿Llevaba casco?

—¡Comisario, por favor! ¿Le cree usted tan tonto como para asesinar a alguien sin ocultar el rostro bajo el casco? —me pregunta enfadado el conductor del Ford Escort.

No, tiene razón, el tonto soy yo por hacer estas preguntas, pero nunca se sabe.

—¿Se ha fijado en la marca de la moto?

—Sí, una Harley Davidson.

Ordeno a los de la patrulla que la busquen por los alrededores. Lo más probable es que la haya abandonado por ahí; ahora que la han visto decenas de ojos, no se arriesgará a utilizarla de nuevo.

Me acerco a Stavrópulos, que ya ha llegado y se ocupa del cadáver. Ha levantado la cabeza de Iannakaki de encima del volante y un ayudante la aguanta apoyándola en el asiento, mientras él examina la herida. Me mira de reojo.

—Cualquier ciudad del mundo parece ya Bagdad —comenta.

—Estoy de acuerdo, no vamos a ser nosotros la excepción, ¿verdad?

Se encoge de hombros.

—A primera vista, la herida parece la misma, pero eso no significa necesariamente que se trate de la misma pistola. Todas las balas de nueve milímetros causan más o menos la misma herida. Ha muerto en el acto.

—De todos modos, ha de ser un cabrón con puntería —comenta Vlasópulos.

—¿Cómo has llegado a esta conclusión?

—La ha asesinado en marcha, comisario. No ha esperado a que se pusiera en rojo.

—Para poder huir con más facilidad, en medio del pánico.

—Sí, de acuerdo, pero hay que ser muy hábil.

En la acera me espera una mujer de unos cincuenta años, vestida con sencillez y despeinada. Me la presentan como testigo ocular del crimen.

—Había ido a encender un cirio a la iglesia —me dice, y me indica la iglesia de Pentecostés, que se encuentra un poco más abajo—. Subía a pie y todo ha pasado delante de mis ojos. El de la moto venía por detrás a toda velocidad, se ha puesto en medio, se ha acercado al coche y se ha inclinado hacia la ventanilla, como si quisiese hablar con el conductor. Entonces ha sacado una pistola del bolsillo y ha disparado dos veces, mientras con la mano izquierda sujetaba el manillar de la moto. Después ha vuelto a guardarse la pistola en el bolsillo, ha acelerado y ha huido por la derecha.

En realidad, ha visto lo mismo que el conductor del Ford Escort, pero desde otro ángulo de visión.

—¿Quiere añadir algo más? —le pregunto amablemente.

—Sí, algo que me ha causado impresión.

—¿De qué se trata?

—La pistola —responde sin dudar—. Era una pistola con un cañón largo y delgado. Ya sabe, como las que a veces se ven en las películas de guerra antiguas.

Así pues, Vlasópulos había dado en el clavo. Se trata de la tercera víctima del mismo asesino. Stavrópulos ha terminado y los de la ambulancia trasladan a Iannakaki, cubierta con una manta. El espectáculo ha perdido interés y los curiosos de la acera opuesta empiezan a dispersarse.

Llega un coche patrulla y se para junto a la acera.

—Comisario, hemos encontrado la moto —me comunica el copiloto.

—¿Dónde?

—Un poco más abajo, en la esquina de Sarandaporu y Sulíu.

Subo al coche patrulla acompañado de Vlasópulos. Avanzamos por Lefkosías y giramos a la derecha por Sarandaporu. Unos cuatrocientos metros más abajo, en dirección a Agia Paraskeví, el coche se detiene delante de un agente que vigila la moto. Es una Harley Davidson.

—Hemos comprobado el número de matrícula —informa el brigada—. Es robada.

—¿Y circulaba con la matrícula auténtica? —se pregunta uno de los agentes—. ¿No tenía miedo de que le parasen los de Tráfico?

—No, con la auténtica no —le explico—. Se había hecho una matrícula falsa que enganchó sobre la auténtica. Después se la ha metido en el bolsillo y ha huido. Avisa a los de la Científica para que lleven la moto al laboratorio —ordeno a Vlasópulos—. De todas maneras, estoy seguro de que ha tomado las medidas oportunas para que no encontremos huellas.

Subimos al coche patrulla para volver al lugar del crimen.

—¿Cree que la tal Iannakaki andaba metida en asuntos turbios? —me pregunta el brigada.

—En la publicidad andaba metida —le respondo—. Eso la ha matado.

Me mira con desconcierto. Mi intuición me dice que su sorpresa pronto se disipará.