«Violencia: f. 1. Fuerza física, efusión, virulencia. / 2. Acción mediante la fuerza. / 3. Coacción moral, espiritual. Demostración de fuerza, potencia, vigor».
La idea se me ha ocurrido en medio de una noche de insomnio, mientras hojeaba el Dimitrakos para intentar conciliar el sueño, pero al cabo de un rato seguía con los dos ojos abiertos y todo indicaba que el diccionario había perdido su influencia somnífera sobre mí.
Al oír lo que Fanis me dijo ayer por la tarde, se me cayó el mundo encima. Sí, de acuerdo, los cuerpos de seguridad de cualquier país no son ni la Unicef ni las Hermanitas de la Caridad. Evidentemente, cuando has pasado de la dictadura de Metaxás a la Ocupación nazi, de la Ocupación a la guerra civil, con una última parada en la Junta Militar de los Coroneles, entonces tienes, como policía, un pesado historial criminal a tus espaldas y encajas en la quinta definición que da el diccionario: «Uso de la fuerza física, material o moral para imponer la voluntad; acción violenta, acto violento, coacción, violación».
Hasta ahí, según el diccionario, nos parecemos mucho a los terroristas. Sin embargo, no todos somos iguales. Hay policías y policías. Una parte de mis compañeros se sitúan siempre del lado del poder, sea este el que sea; otra parte, que son íntegros y honestos patriotas, creen en el deber; un tercer grupo no cree en nada y se toma las cosas tal como vienen; y, finalmente, hay un cuarto que sigue el principio de «jódete y trabaja, ya deciden otros». Guikas pertenece al primer grupo, yo al cuarto.
Ahora bien, ¿qué ha provocado en Katerina la asociación de ideas entre la violencia terrorista y la violencia policial? Quién sabe… Que empezase con el Dimitrakos lo veo improbable. Raramente lo consulta. Me dice que prefiere el Diccionario de la Lengua Griega, más actual. La única explicación sería que, por primera vez, ha visto la violencia en toda su crueldad. A esta hay que añadir sus lecturas, de las que acabo de tener noticia. La suma de todo ello le ha llevado a pensar en mí.
A Adrianí no me he atrevido a decirle ni media palabra, por muchos motivos. El primero, porque, al menos en lo que respecta a mi moral y mi integridad, mi mujer no acepta la menor crítica. Mil veces he intentado infructuosamente que entienda, siquiera por humildad, que donde hay humo, algo se quema. El segundo, porque me arriesgo a que Adrianí riña a nuestra hija tan severamente por haberse atrevido a poner en duda, aunque sólo sea por un momento, la integridad de su padre, que después Katerina necesite no un psiquiatra, sino una cura de reposo en los Alpes suizos.
La idea que se me ha ocurrido en esa noche de insomnio es que, en lugar de los Alpes suizos, tal vez sea preferible Nea Filadelfia. Me muero de impaciencia esperando el momento adecuado para proponérselo. La vieja costumbre del café matutino en familia ha vuelto, pero nuestra actitud ya no es la misma. Antes, Katerina, cuando iba al instituto, y también después, estudiando ya en Salónica, monopolizaba la conversación. Hablaba sin parar de las clases, los temarios, los profesores, y nosotros la escuchábamos en silencio, pero contentos. Ahora Katerina contempla su taza sin chistar, lo mismo hago yo, y Adrianí es la única empeñada en crear un ambiente agradable, y fracasa de manera estrepitosa.
—¿Vamos a dar una vuelta? —le pregunto de repente.
No esperaba mi propuesta y mira a su madre, indecisa, por si ella es capaz de explicarle mi inesperada disposición a dar un paseo matutino.
—¿Dar una vuelta? ¿No trabajas hoy? —se sorprende Adrianí.
—Puedo robarle un par de horas al trabajo.
—¿Por qué no se lo decimos también a Fanis y salimos todos juntos esta noche? —Es Adrianí quien propone esta brillante idea.
La freno en seco:
—Porque no quiero una salida familiar. Quiero salir yo solo con mi hija, hace mucho que no vamos juntos a dar un paseo y lo echo de menos. Invito a helado, granizado o zumo —le digo riendo a Katerina.
Su mirada me indica que no le apetece mucho, pero, por otro lado, no me quiere desilusionar. Se levanta con desgana.
—Voy a vestirme y nos vamos.
—¡Qué ocurrencias tan raras! —comenta Adrianí cuando nos quedamos solos—. ¡Ni que estuviésemos de vacaciones en el Parnaso!
—Me he despertado con unas ganas enormes de llevar a mi hija a dar una vuelta.
Considera inútil responderme. Le basta con santiguarse de manera ostensible. Katerina vuelve al poco rato, vestida con una camisa fina, vaqueros y sandalias. Salimos. Adrianí da un beso sonoro a su hija en la mejilla, pero a mí me ignora.
—¿Dónde piensas llevarme? —me pregunta mientras nos dirigimos al Mirafiori.
—He pensado que podríamos ir a Nea Filadelfia.
—Hoy no dejas de sorprenderme —me dice—. ¿Por qué dar una vuelta por Nea Filadelfia? ¿Ya no existen Kifisiá, Malakasa o Agios Merkurios?
—Porque Kanakis hace un estupendo helado de café a la constantinopolitana que te encanta.
Me dirige una tímida sonrisa, la primera después del secuestro.
—Después de tantos años en Salónica, aún te acuerdas de mis debilidades.
No me había acordado, simplemente buscaba una excusa, pero su sonrisa es bien recibida.
—¿Cuánto hacía que no te veía sonreír? Casi me había olvidado —le digo en broma.
—Aún no me he reconciliado —me dice, y vuelve a ponerse seria.
—¿Con qué no te has reconciliado?
—No me he reconciliado con la experiencia que he pasado, y tampoco lo he hecho conmigo misma —me responde, pero no entra en detalles y yo no la obligo.
Bajo por Vasileos Konstandinu y, desde los jardines del Zapion, tomo la avenida Amalias. Katerina no tiene ganas de hablar y mira la calle a través del parabrisas. Son las nueve y media y el tráfico va en aumento. Conseguimos atravesar Panepistimiu, pero en Omonia nos encontramos con un atasco.
—¡Hacía tanto tiempo que no veía el centro por la mañana! —rompe su silencio Katerina—. ¿Siempre es así?
—Desde hace veinte años, con excepción de agosto y septiembre de 2004.
—¿Por las Olimpiadas?
—Exacto. Tuvimos un renacimiento nacional de dos meses. Después nos volvimos a hundir.
Subimos por Dekelías y me paro en la placita donde está la pastelería de Kanakis. Consigo aparcar un poco más arriba y nos sentamos a una mesa con parasol. Katerina pide dos bolas de helado con nata y yo un granizado de fresa.
Prueba una cucharada de helado y deja escapar un grito de aprobación.
—Al final no ha sido mala idea traerme hasta aquí.
—No te he traído sólo por el helado. Te he traído porque un poco más arriba vive un amigo mío al que quiero que conozcas.
Me mira extrañada.
—¿Has organizado toda esta movida para presentarme a un amigo tuyo?
—A este amigo no lo conoce nadie. Ni tu madre, ni los del trabajo, ni mis otros amigos. Tú serás la primera en conocerlo.
—¿Cómo se llama?
—Lambros Zisis.
—Su nombre no me suena.
—¿Por qué tendría que sonarte? Es más desconocido que yo. Mi nombre aún se oye de vez en cuando en alguna noticia. El suyo no aparece en ninguna parte.
—¿Y por qué quieres que le conozca?
—Cuando le veas, lo entenderás.
Reprime su curiosidad y se concentra en el helado. Después de pagar, espero a que se lo acabe. No tengo prisa, estoy seguro de que a esta hora encontraré a Zisis en su casa. Subimos por Dekelías y, al llegar al parque, giro a la izquierda. Dejo el Mirafiori en la bajada y enfilo la calle Ekavis. Katerina me sigue en silencio.
Desde la entrada veo a Zisis sentado en su silla de mimbre y tomándose un café. El suelo del patio todavía está húmedo, señal de que hace poco que lo han regado. Por lo general, cuando vengo solo, finge no verme y aguarda a que yo le hable primero, como si estuviésemos enfadados y esperara que yo diese el primer paso. Sin embargo, al ver a Katerina se sorprende. Se olvida del café y se levanta cuando subimos la escalera que conduce a la terracita.
—Te presento a mi hija Katerina —le digo y me vuelvo hacia mi hija—. Katerina, este es Lambros Zisis, de quien te hablaba.
Es imposible adivinar que Katerina sea la hija de un poli. Ni por sus estudios, ni por su manera de hablar o de vestir. Lo único que delata cierta relación con la policía es el saludo. Tiende la mano y al mismo tiempo inclina ligeramente la cabeza, como los soldados saludan a alguien de más graduación que ellos. De este modo saluda ahora a Zisis.
—Katerina ha pasado por unos momentos difíciles. —Me dispongo a explicárselos, pero me interrumpe.
—Ya lo sé. ¿Crees que no veo la televisión? Veo todo lo que echan. Después de tantos y tantos camaradas, es el único que me queda.
—Quiero que hables con Katerina.
—¿Y qué quieres que le diga?
—No lo sé. Mi hija ha visto la violencia muy de cerca y eso la ha trastocado. Cuando empiece a hablarte de todo lo que le ha pasado, sabrás qué tienes que decirle. Le podría hablar yo, pero creo que tú lo harás mejor.
Zisis acepta sin necesidad de decirme una palabra, ante la atenta mirada de Katerina, que sigue nuestra charla para descubrir la relación que nos une.
—Voy a dar una vuelta por el parque —le digo a Katerina—. Cuando terminéis, llámame al móvil. —Me detengo en medio de la escalera—: Si te ofrece un café, no se lo rechaces, prepara el mejor café de Atenas.
Salgo al callejón con la duda de si ha sido un error presentarle a Zisis. ¡Si Adrianí o algún compañero supiesen que he llevado a mi hija a una terapia psicológica a casa de un comunista de la vieja guardia, me enviarían a mí al psiquiatra! Yo, sin embargo, tanto en la vida profesional como en la privada, considero que en los momentos difíciles hay que coger el toro por los cuernos desde el primer momento. Ahora ya está hecho, me digo a mí mismo, y a lo hecho, pecho.
Me interno en el parque y paseo entre los árboles. Me seduce la idea de sentarme en algún bar a tomarme un café, pero noto cómo la angustia me espolea y no podría permanecer sentado más de cinco minutos. Mejor dar un paseo.
Para evaluar el encuentro entre Katerina y Zisis, me he marcado diferentes puntos de referencia. Si me llama en diez minutos, significa que Katerina ha salido huyendo a las primeras de cambio. Si la conversación dura media hora, significa que se han dicho lo típico y se han despedido. Si sobrepasan la media hora significa que conversan de verdad, y el tiempo de más dependerá de la sintonía que surja entre ellos.
Me llama dos horas más tarde, mientras me tomo un café porque me dolían las plantas de los pies de tanto caminar. La encuentro esperándome delante del Mirafiori. No digo nada, no le pregunto cómo ha ido o qué le ha parecido Zisis; simplemente arranco y me pongo en marcha.
—¿Tienes tiempo para otro café? —propone ahora ella.
—Claro.
Aterrizamos otra vez en la heladería de Kanakis, pero esta vez pide un capuchino con hielo, mientras yo continúo con mi café griego con azúcar: me he dejado uno a medias en la otra cafetería.
—¿Cómo conociste a Zisis? —me pregunta cuando se aleja el camarero.
—Es una larga historia. ¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que no deje que las imágenes que tengo en la cabeza me absorban. Y que la mejor manera de sobrellevar o superar la violencia sufrida es considerarla una enfermedad. Igual que cuando me duele algo, digo: «Estoy enferma, pero se me pasará», ahora tengo que decir: «La violencia es una enfermedad, se me pasará» y enfrentarme a ella con serenidad. —Reflexiona unos segundos—. Pero no ha sido tanto lo que me decía sino la manera como me lo decía.
—¿Ah, sí?
—Me ha dicho que me concentre en mi trabajo, que eso es lo que más ayuda. «Cuando venían a detenerme», me ha contado, «tenía la precaución de coger algún objeto pequeño y cortante: una aguja, un clip, o aún mejor, un trozo de vidrio. En cuanto me encerraban en la celda, delimitaba un trozo de pared y empezaba a quitarle el estuco. Lo hacía como si se tratase de un trabajo normal y corriente, con su horario y sus pausas». Cuando le he preguntado por qué lo hacía, me ha contestado: «Para conservar la ilusión de que minaba los cimientos del sistema». —Hace una pausa y añade—: Me ha contado algo más: que para poder soportar las pesadillas, había clasificado la violencia en cuatro apartados: la del centro de torturas de Maniadakis, la de Merin, la de Ai-Stratis y la de Bubulinas.
—¿No te ha comentado que nos conocimos en este último, en Bubulinas?
—No, no me ha dicho nada. Pero he tenido la impresión de que te conocía desde hace mucho.
En lo más hondo de mí mismo, albergaba la esperanza de que le hubiese dicho un par de cosas buenas sobre mí. Le cuento cómo lo conocí, que lo retenían en la cárcel de Bubulinas, que le torturaban y que él no soltaba prenda. Y también que, de noche, cuando me tocaba guardia en las celdas, le dejaba salir de la suya, le ofrecía tabaco y le permitía apoyarse en el radiador para que se le secase la ropa, porque lo tenían horas y horas dentro de un barril lleno de agua helada.
—¿No te ha contado nada de esto?
—Ni una palabra. Me hablaba de ti como si fueseis amigos de la infancia.
Decididamente, el secretismo de la clandestinidad no se puede erradicar, me digo a mí mismo.
—Has hablado con Fanis, ¿verdad?
—Sí. Me pidió que no te lo dijera y no lo he hecho. Lo has descubierto por ti misma.
—Está asustado por mi estado anímico —reconoce, llena de remordimientos, como si ella fuese la responsable.
—Y se preocupó aún más cuando comprendió que habías empezado a dudar de mí.
Me mira sorprendida y después oigo por fin su risa despreocupada de siempre.
—¿Se ha vuelto loco? Nunca dudaría de ti. Aunque reconozco que, a veces, cuando hemos hablado del tema, me he preguntado por qué escogiste una profesión tan violenta.
—No la escogí. En mi época raramente escogías oficio. Te dedicabas a lo que tenías más a mano. Mi padre era cabo de carabineros. Carecía de recursos para enviarme a la universidad o al politécnico. Mi única salida era la academia de policía. Eso, o quedarme en el pueblo a trabajar con el arado.
—Y a mamá, ¿por qué no le has hablado nunca de Zisis?
—Tu madre y yo somos dos libros abiertos. Lo comentamos todo, lo sabemos todo el uno del otro. Pero quería tener un secreto exclusivamente mío, que no lo supiese nadie más. —¡Sandeces!, me digo a mí mismo. En el fondo, me parezco a Zisis. Sufro de su mismo secretismo conspirador, somos de la misma generación—. Tú, sin embargo, puedes ir a visitarle cuando quieras.
—No necesito tu permiso —me dice con malicia—. Me ha dado su teléfono. —Tras dudar unos instantes, me pregunta—: ¿Puedo presentarle también a Fanis? Al fin y al cabo, él me ha abierto esta puerta, aunque haya sido sin querer.
—Sí, pero primero pregúntaselo a Zisis. Tiene sus manías y si te presentas con Fanis sin avisarle, tal vez os eche con cajas destempladas.
Me mira un instante y de improviso me interpela:
—Papá, ¿puedo preguntarte una cosa? ¿Has engañado alguna vez a mamá?
—¡Nunca! —le contesto sin pensar—. Ahora bien, si ha sido por amor o por conservadurismo de griego cristiano, eso no te lo puedo decir.
Me coge del brazo y me dice riendo:
—Sin embargo, la has engañado, le has ocultado cosas desde el día en que trasladaron a Zisis a Bubulinas y no lo sabes.