30

La reunión con los directores de las cadenas de televisión se ha fijado para las cuatro de la tarde. Poco después de la una me llama Fanis desde el hospital.

—Esta tarde, Kostas, ¿tendrías un rato libre para que hablemos? —me pregunta.

—¿A qué hora?

—A la hora que sea, yo estaré en el hospital todo el día. Cuando acabes, llámame.

—¿Sucede algo?

—No exactamente, pero quiero que conversemos un poco sobre Katerina.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Ya hablaremos más tarde.

Cuelga y me deja angustiado para el resto del día. La investigación se encuentra en punto muerto. No hemos hallado ningún hilo del que tirar, no tenemos ningún dato nuevo, ni de la muerte de Ifantidis, ni de la de Kutsúvelos. Estamos hablando con todas las armerías de Atenas, intentando averiguar si hay Luger antiguas en el mercado, pero la mayoría de los armeros jamás han visto una Luger y nos piden una foto, y los que la conocen nos aconsejan que nos dirijamos a los anticuarios.

El único avance es una lista de las motos Harley Davidson robadas que me trae al despacho Dermitzakis. Ha vuelto de madrugada de Creta y ahora está frente a mí con los ojos que se le cierran de sueño.

Doy un vistazo rápido a la lista. Las Harley Davidson robadas que aún no han sido halladas son, en total, ocho.

—¿Cuándo tendré en mi mesa la relación de las Harley Davidson que circulan por todo el distrito de Ática?

—Vlasópulos está esperando que los de Tráfico nos la envíen.

—Quiero que averigües dónde fueron robadas estas motos.

Se le despierta la mirada, pero sólo para expresar desesperación.

—¿Hoy? —me pregunta.

—La quería ayer, pero no estabas aquí.

—Señor comisario, apiádese de mí. Hace veinticuatro horas que no duermo. No puedo con mi piernas, y si pudiese, me llevarían a otro lugar.

Qué más da hoy que mañana. No creo que esta búsqueda nos conduzca hasta la moto del asesino. La única esperanza es que alguno de los nuestros lo atrape por casualidad. ¡Qué más quisiera yo que el asesino dejase la moto a la vista de todo el mundo! Seguro que la esconde en algún lugar.

—Vete a dormir. Empieza a investigar a partir de mañana.

Me mira dubitativo, pero está a punto de quedarse dormido de pie.

—No es sólo por ayer, comisario. El resto de noches he dormido dos, tres horas —se disculpa.

—¡Piérdete!

En medio de dos esperas —espero la llamada de Guikas para reunirnos con los publicistas y la cita con Fanis para hablar de Katerina—, Vlasópulos entra en mi despacho con la lista de las Harley Davidson que circulan por el distrito de Ática. Son apenas tres hojas con el número de matrícula y los datos del propietario.

—Propongo que los llamemos para un reconocimiento. A lo mejor nos encontramos con el cachas —dice Vlasópulos.

—Hazlo, pero perderás el tiempo. Me apuesto lo que quieras a que es una moto robada.

—¿Y qué hacemos?

—Esperar a la próxima víctima —le respondo con indiferencia. Al principio le parece que bromeo, pero mi seriedad le desconcierta—. En este momento estamos encallados —le explico—. No tenemos ninguna pista sobre el autor de los asesinatos. Nuestra única esperanza es que lo vuelva a intentar y que cometa algún error.

Le parece lógico, pero nuestra charla se interrumpe porque Guikas me busca.

Siete personas vestidas con trajes caros están sentadas alrededor de la enorme mesa de reuniones que Guikas utiliza en contadas ocasiones, por no decir nunca. Cuatro charlan entre sí, dos con Guikas, mientras que el séptimo está ensimismado. Guikas hace las presentaciones de rigor, pero consideran de más tomarse la molestia de saludar, como he hecho yo, y se limitan a asentir con la cabeza sin dejar su charla.

Guikas hace una breve introducción y acaba con la pregunta que nos quema a todos:

—El comisario Jaritos ha descubierto a lo largo de la investigación que el asesino había amenazado, de hecho, a los dos directores de las empresas publicitarias donde trabajaban las víctimas. Quisiéramos saber si a ustedes, es decir, a las cadenas de televisión, también les ha amenazado.

Los siete se intercambian miradas incómodas, lo que significa que el asesino les había amenazado pero que lo han ocultado y no están dispuestos a reconocerlo abiertamente ni siquiera ahora. Cansado de que me tomen por idiota, como dice Sotirópulos, decido pasar al ataque:

—Lo que no les ha dicho el señor director es que el asesino me llamó en persona y me puso al corriente. De modo que sabemos con seguridad que ha amenazado con seguir matando si no se deja de emitir anuncios. Y puesto que amenazó a las empresas de publicidad, es lógico suponer que también lo hizo con las cadenas de televisión que emiten esa publicidad.

—No sólo la emiten, sino que viven de ella —interviene el séptimo, que se llama Galakterós y es el presidente de la Unión de Publicistas—. Si se corre la voz de que este loco escoge sus víctimas entre gente de nuestro mundo, no sólo peligrarán los publicistas, sino también los anunciantes y la televisión.

—Por desgracia, no veo el modo de poder mantenerlo en secreto —digo, sin hacer caso de la mirada inquieta que me lanza Guikas.

—Nosotros no nos iremos de la lengua —asegura un calvo gordito, que lleva un traje de color crema—. ¡A no ser que lo divulguen ustedes!

—Señores, no les hemos convocado aquí para intercambiar acusaciones, sino para colaborar —interviene Guikas, en son de paz—. Nos encontramos ante un asesino que ha matado ya a dos modelos y que amenaza con seguir matando. Y, por desgracia, hasta el momento no disponemos de ninguna pista que pueda conducirnos a su detención.

—Vayamos al asunto, pues —toma la palabra Galakterós, que se dirige a los otros—: Les ha amenazado, ¿sí o no?

—Lo hizo, pero hace tiempo —interviene Delópulos, de Helias Channel.

—¿Recuerda cuándo, exactamente? —le pregunto.

—Una semana antes del primer asesinato.

—¿Está seguro de que no se equivoca de fecha?

—¡Imposible! Nos lo dijo él mismo.

—¿Qué quiere decir?

—Nos dijo que teníamos exactamente una semana de plazo para dejar de emitir anuncios. En caso contrario, empezaría a ejecutar a cualquiera que tuviese relación con el mundo de la publicidad.

—¿Se lo dijo a usted?

—No, pidió por el departamento de publicidad y ellos me lo comunicaron. Pero, si he de serle sincero, nos lo tomamos como una broma pesada.

Lanzo una mirada a los presentes.

—¿Y a ustedes también les llamó?

—Llamó a todas las cadenas, una detrás de otra, el mismo día. Lo hemos comprobado posteriormente, cuando hablamos después del primer asesinato.

Guikas tiene la mirada clavada en mí. Los dos estamos pensando lo mismo: por la calle circula un maniaco que pretende que dejen de rodarse anuncios y que salgan en antena. Si no lo atrapamos a tiempo, todos se nos echarán encima y nos harán picadillo, empezando por las televisiones y los publicistas, y acabando por el primer ministro. Y en estos momentos sólo sabemos que «el asesino del accionista mayoritario», como se autoproclama, circula con una Harley, tiene aspecto de culturista y voz de viejo cabrón.

—Me pregunto si también ha llamado a las empresas de telemarketing —dice Galakterós a Guikas.

—Kostas, ocúpate de ponerte en contacto con ellas. Pide sus direcciones al Consejo Audiovisual.

—No hace falta. Yo tengo la lista. Se la envío en cuanto llegue a mi despacho —se apresura a decir Galakterós.

—¿Qué loco puede haber decidido matar a la gente que se dedica a la publicidad?

—Tal vez algún publicista fracasado —comenta el calvo del traje crema, cuyo nombre no he logrado saber.

—Querido Renos, hoy en día no hay publicistas fracasados. Todos ganan dinero a espuertas. Tal vez se trate de algún actor, de esos que convertís en estrellas durante un par de años y que después mandáis al paro.

—No los mandamos nosotros al paro, sino los productores.

—¡Por favor, Renos! —tercia en la discusión Delópulos—. Todos sabemos que el casting lo decidimos nosotros de acuerdo con los publicistas.

Entonces no le falta razón para ir matando, me digo a mí mismo. No podemos descartar en absoluto que se trate de algún actor que se haya sentido maltratado o explotado y quiera vengarse.

—¿Cómo se puso en contacto con ustedes? —les pregunto—. ¿Por una línea directa o a través de la centralita?

—Por la centralita. Pedía por el departamento de publicidad.

—¿Tendrían algún inconveniente en que grabásemos las llamadas que se reciben a través de la centralita? Tal vez vuelva a llamar y podamos grabar su voz.

Se miran entre sí, indecisos. Sé que les atemoriza que alguno de nosotros se lo cante a un periodista. Finalmente Delópulos da un paso al frente.

—No tendríamos inconveniente si nos prometen que la exigencia del asesino de que se acaben los anuncios quedará entre nosotros.

—¡No faltaba más! —se apresura a responder Guikas, que, como siempre, quiere quedar bien.

—En lo que respecta al señor director y a mí, pueden estar seguros de ello —les digo—. En cambio, no se lo podemos garantizar por parte del asesino. —Me miran sorprendidos y les doy la misma explicación que les di a los publicistas—: Nada le impide llamar mañana a un periodista, como hizo con ustedes o conmigo, o dejar una nota en cualquier papelera de la ciudad y luego llamar a un periódico.

—¿Lo cree posible? —inquiere Galakterós.

—A corto plazo, no. Pero, si seguimos ocultándolo, creo que tendremos una tercera víctima y que después lo hará público.

—Han de detener a ese asesino cuanto antes —le dice Delópulos a Guikas, desconsolado.

—Hacemos lo que podemos —le responde.

Esta es la clásica respuesta que el médico da a los familiares cuando el enfermo ya está desahuciado.

Vlasópulos me ve avanzando por el pasillo y corre detrás de mí.

—¿Ha habido resultados? —me pregunta.

—Al menos no ha saltado la liebre. Con respecto a lo demás, ya veremos. Llama a todas las emisoras de radio y pregunta si también han recibido amenazas.

—¿Llamo al resto de las cadenas de televisión?

—Sí. En apenas unas horas todos estarán en alerta roja.

Después telefoneo a Fanis y decidimos encontrarnos en el Flocafé, al final de la avenida Alexandras. Como cae muy cerca de Jefatura, llego el primero. Me demoro un cuarto de hora saboreando un café expreso a pequeños sorbos, hasta que veo aparecer a Fanis por la acera.

—Katerina no está bien —son sus primeras palabras, como si necesitara quitarse un peso de encima.

—Ya lo veo.

—Si sigue así, necesitará ayuda.

—¿A qué clase de ayuda te refieres? —le pregunto, a pesar de saber la respuesta.

—La ayuda de un psicólogo o de un psiquiatra.

Si lo considero como pater familias tradicional, entonces creo que a los psiquiatras sólo van los locos, y mi hija no está loca. Si lo considero como poli, los psicólogos están para reconstruir perfiles psicológicos, en los cuales el asesino casi siempre ha tenido una infancia difícil. Frente a mí, sin embargo, tengo a un médico, aunque sea cardiólogo.

—¿No crees que debemos darle un poco más de tiempo?

—Anteayer te hubiera dicho que sí, pero ayer pasó una cosa que me preocupó mucho.

—Habla —le animo, muerto de miedo.

—Habíamos ido al cine y la acompañaba de vuelta a casa cuando, ya en el coche, de repente me preguntó si la violencia de los terroristas la utilizaba también, en otras circunstancias, la policía.

—Pero ¿cómo ha podido ocurrírsele semejante idea? —pregunto con sorpresa.

—Eso mismo le pregunté yo: cómo se le había ocurrido eso. Me contestó que, durante todo el tiempo que duró el secuestro, la violencia diaria que tuvo que soportar la llevó a preguntarse si su padre también era de los que utilizan la violencia sistemáticamente.

Me he quedado sin saber qué decir y siento que el terror se apodera de mí.

Fanis, al ver mi expresión, intenta explicármelo:

—Tienes que entender una cosa: hace años que Katerina intenta conciliar la imagen de la policía con la imagen de un padre al que adora. Ha leído todos los libros que se han publicado sobre la historia de Grecia, desde la dictadura de Metaxás hasta el cambio de régimen; sabe qué papel desempeñó la policía en esas épocas, sabe que su abuelo era cabo de carabineros, conoce todas las atrocidades cometidas en las zonas rurales y hace años que intenta encontrar una respuesta.

Mi sorpresa va en aumento.

—¿Cuándo ha leído todo eso?

—En Salónica, mientras estudiaba. Sinceramente, no sabría decirte qué domina mejor, el Derecho o la historia contemporánea de Grecia. Tanto da. El caso es que en algún momento llegó a la conclusión de que la policía manchó su nombre en momentos de convulsión política, dado que, según la Constitución, está obligada a servir a la ley y el orden. De modo que o todo lo que se escribe en contra de ella está sesgado, o es cierto. Pero en todas partes hay excepciones, y su padre es una de ellas. Aceptó estas dos explicaciones y evitó responder a la pregunta.

Hace una pausa y me da la oportunidad de digerirlo todo, pero se me ha hecho un nudo en la garganta y no hay manera de que baje.

—Anoche, sin embargo, tuve la certeza de que sospechaba que tal vez su padre tampoco era una excepción. Supongo que eres consciente de que hay que tomar medidas drásticas, porque si se altera su equilibrio y su relación contigo, tendremos problemas de verdad.

Me siento perdido y muerto de miedo, por eso lo único que se me ocurre decir es:

—Gracias por decírmelo.

—No tienes por qué agradecérmelo. ¿Crees que te lo hubiera ocultado? ¡Te atañe muy directamente! Yo no soy de esos médicos que se andan con rodeos con los pacientes, prefiero que sepan la verdad.

—Necesito hacerme a la idea, mañana hablamos.

—De acuerdo, pero no te duermas. Lo que tenga que pasar, mejor que pase pronto.

Fanis se va a buscar a Katerina. A excepción de los días en que tiene guardia, el resto del tiempo lo pasa a su lado, y salen cada tarde. Vuelvo a Jefatura y me encierro en mi despacho