28

Estoy dormido y oigo la voz de Katerina:

—¡Papá, papá!

Su voz me llega en medio de un sueño. Camino por un bosque, cerca del pueblo donde nací. Miro a mi alrededor, pero no veo a Katerina por ningún lado. Sin embargo, oigo de nuevo su voz:

—¡Papá, despierta, papá!

En el sueño no tengo la sensación de estar dormido; al contrario, siento perfectamente cómo camino, hasta que oigo a mi lado la voz de Adrianí, inquieta, asustada:

—¿Qué pasa, hija mía? ¿Qué sucede? —Y abro los ojos.

Katerina, en bata y pijama, se inclina sobre mí y me toca suavemente el hombro:

—¡Papá, despierta, ya han asaltado el barco para liberarlo!

Adrianí y yo nos incorporamos de un brinco.

—¿Cuándo?

—Ahora, hace unos minutos. Los ministros de Interior y de Defensa han hecho declaraciones.

—¿Y tú cómo te has enterado? —le pregunta Adrianí.

—No podía dormir y me he puesto a ver la tele, a ver si me entraba sueño.

Todos corremos hacia el televisor. Vemos El Greco iluminado por primera vez. A la derecha de la pantalla hay un único titular: «Intervención para rescatar a los rehenes». La policía y las autoridades portuarias han acordonado el muelle. Detrás del círculo que forman, varias cámaras enfocan el barco. Ni rastro de periodistas.

—En estos momentos vemos cómo El Greco se pone en marcha —se oye al presentador. De hecho, las imágenes muestran al barco entrando lentamente en la bahía de Janiá.

Cambia el plano y aparece la puerta de acceso a la base de Suda. Los periodistas se han concentrado allí y esperan. La cámara busca a Sotirópulos y lo encuentra.

—Aquí, en la base naval, todo está preparado para recibir a El Greco y a sus últimos pasajeros —comenta Sotirópulos—. En cualquier caso, Zanos, hasta el momento no nos han permitido acceder al recinto.

—¿Sabes si hay víctimas entre los miembros del comando de asalto?

—Desgraciadamente, de esto tampoco nos han informado.

—Poner al corriente a la opinión pública no parece que sea una de las prioridades de las autoridades —ironiza el presentador.

—Al menos, no hasta el momento —le asegura Sotirópulos.

—Veamos a continuación cómo se ha producido el asalto al barco por parte del comando de submarinistas —dice el presentador, dado que no tiene mejor bocado que ofrecer—. Según el comunicado oficial del Ministerio de Defensa, a las tres y cuarto de la madrugada una unidad de submarinistas de la Armada se ha aproximado a El Greco. Previamente, los helicópteros que sobrevolaban la embarcación han detectado que en la proa no había vigilancia. Por ahí han penetrado los submarinistas.

En pantalla empiezan a aparecer una especie de dibujos animados en forma de lanchas y hombrecitos que describen el asalto. La voz del presentador sigue explicando:

—Los submarinistas sólo podían llevar consigo armas ligeras. El primer objetivo que han asegurado ha sido el puente de mando. Allí han apresado al primer terrorista y le han obligado a llamar a los otros, con la excusa de que veía algo raro… —De pronto el presentador se detiene, le dicen algo desde control y continúa—: Hemos interrumpido la narración de los hechos para establecer una nueva conexión con nuestro corresponsal en Suda.

Los reporteros siguen concentrados en la puerta de entrada de la base, lo que significa que aún no les han autorizado a acceder al interior. Se ve a Sotirópulos en primer plano, micro en ristre.

—Según los primeros datos que nos llegan, pero que aun no son oficiales…, quiero subrayarlo puesto que estamos todavía a la espera del comunicado oficial…, según los primeros datos, repito, de que disponemos, se han producido dos muertes en el asalto. La primera víctima ha fallecido de paro cardíaco. Al parecer, al pasajero en cuestión le ha dado un ataque de pánico cuando ha oído los disparos pensando que los terroristas empezaban a ejecutar rehenes. Otra persona ha recibido un balazo cuando un terrorista ha ofrecido resistencia y se ha producido un intercambio de disparos. Por el momento, esto es todo lo que ha trascendido.

—Jristos, ¿a qué hora se espera que llegue el barco?

—La llegada se producirá de un momento a otro.

Katerina coge el mando a distancia y baja el volumen.

—Más víctimas —comenta, y menea la cabeza desconsolada.

—¡Bestias! ¡Esas personas no habían hecho daño a nadie! —murmura Adrianí.

Sin hacer caso de Adrianí, me vuelvo hacia Katerina:

—En el barco erais trescientos pasajeros, más los miembros de la tripulación —le digo—. Que esta odisea se cierre sólo con cuatro muertos, dos de ellos de muerte natural, es un milagro.

Se vuelve hacia mí y me lanza una mirada casi hostil.

—No sé qué clase de estadísticas utiliza la policía, pero sin los terroristas, el diabético seguiría vivo, igual que el que ha muerto de un ataque al corazón.

Estoy dispuesto a seguir discutiendo, pero me interrumpe la imagen muda que nos traslada a una sala de prensa, donde aparece un hombre de unos cuarenta años presto a hacer declaraciones. El corresponsal ya no es Sotirópulos.

—Sube el volumen, a ver qué dicen.

El corresponsal de la cadena nos informa de que nos encontramos en el Ministerio de Defensa y que quien habla es el portavoz del ministerio.

—La operación para liberar El Greco ha concluido, con el balance de un muerto y un herido, entre los rehenes; asimismo, ha muerto uno de los secuestradores. El súbdito alemán Christian Schrod, uno de los rehenes, ha fallecido de paro cardiaco.

Ha resultado también herido el súbdito ruso Nikita Lebedev, al recibir el impacto de una bala que ha rebotado en la pared del salón de primera clase y se le ha alojado en el vientre, durante el intercambio de disparos entre las fuerzas de la Armada y los terroristas. Nikita Lebedev ya ha sido trasladado al Hospital Central de Janiá y su estado no es grave. En lo que respecta a los terroristas, ha muerto Efthimios Agoreos, el único de los secuestradores que ha ofrecido resistencia. Los otros cinco han sido detenidos y en estos momentos están siendo interrogados.

—¿Dónde se encuentran ahora?

—En la base de Suda. En los próximos días se les trasladará a Atenas.

La imagen vuelve a los estudios de televisión y aparece el presentador:

—La rápida actuación del comando de la Armada ha recibido felicitaciones de todo el mundo, como también la han recibido, por otro lado, la prudencia y la serenidad demostrada por el Gobierno griego por el modo en que ha afrontado la crisis. El presidente de Estados Unidos, el de Rusia, el primer ministro británico y el canciller alemán han enviado telegramas de felicitación al primer ministro griego.

Dado que las congratulaciones y las palmaditas en la espalda no me interesan, me estrujo el cerebro intentando adivinar por qué la policía ha desaparecido de la faz de la tierra. El asalto lo han llevado a cabo submarinistas de la Armada, el comunicado procede del Ministerio de Defensa, y los míos se han esfumado. Seguramente obedece a una decisión personal del primer ministro, de otro modo no entiendo que el ministro del Interior ceda sus competencias al de Defensa en una demostración de altruismo político, que universalmente suele ser escaso, y que en Grecia no existe ni en el diccionario.

Esta idea me tortura hasta que despunta el día y me voy al trabajo. Evidentemente, a juzgar por las caras que veo a mi alrededor, no soy yo el único que está preocupado. Bajo a comprar mi café y mi cruasán diarios y la cafetería parece la cantina de un cementerio los días en que hay velatorio. Mis compañeros están sentados con la cabeza gacha, uno murmura algo, otro asiente con la cabeza o abre los brazos en señal de desconsuelo. Sólo faltan las pastas y el coñac típicos de los entierros.

De nuevo me seduce la idea de llamar a Guikas, pero lo pospongo, porque cuando vuelvo a mi despacho me encuentro en la puerta a Vlasópulos, que me informa de que Petrakis, de la agencia Helias, y Andreópulos, de Spot, han llegado y esperan a que les reciba.

—¿Los hago pasar a su despacho?

—No. Llévalos a la sala de interrogatorios y deja que esperen. —Me mira con extrañeza—. Así sabrán que esconder información de vital importancia a la policía no es de recibo.

Entro en mi despacho y me siento cómodamente en mi silla. Doy un par de sorbos de café, mientras quito el celofán al cruasán sin prisas. Desayuno con calma y al cabo de un rato miro el reloj. Veo que ha transcurrido cerca de un cuarto de hora, un tiempo de espera prudencial para dos directivos de empresas publicitarias.

Me los encuentro sentados en aquellas sillas incomodísimas de la sala de interrogatorios, uno al lado del otro y hablando entre sí. Cuando me ven, callan y me miran, a la espera de alguna frase o reacción mía. No digo nada, me siento al otro lado de la mesita y les observo.

—¿El asesino les llamó antes o después de la muerte de Stelios Ifantidis y de Makis Kutsúvelos? —pregunto al poco rato.

Alarmados, cruzan miradas de sorpresa. Estaban seguros de que su precioso secreto no se había divulgado y ahora constatan que ha llegado a mis oídos.

—¿Qué asesino? —Andreópulos ha encontrado una pregunta estúpida para disimular su estupor.

—Señor Andreópulos, el asesino les llamó a usted y al señor Petrakis y les amenazó con que, si no dejaban de hacer anuncios, mataría indiscriminadamente a cualquiera que tuviese algo que ver con el mundo de la publicidad. La pregunta es si asesinó después de avisarles, cosa que significaría que ustedes no se lo tomaron en serio, o si les dio primero una prueba fehaciente y después les advirtió, para que no confundiesen su amenaza con una broma. —Hago una pequeña pausa para darles la oportunidad de decir algo. Al ver que callan, continúo—: Está claro que ustedes no se tomaron su amenaza en serio.

—¡Por favor, comisario! ¿Quién se tomaría en serio a alguien que pretende diezmar el mundo de la publicidad si no se dejan de hacer anuncios?

—Yo, señor Petrakis. ¡Yo me lo habría tomado muy en serio cuando hizo efectiva su amenaza, y habría llamado a la policía! ¡Cosa que ustedes no hicieron!

—Porque no le dimos importancia, como ha dicho el señor Petrakis —responde fríamente Andreópulos—. Lo hablamos y decidimos no seguirle la corriente.

—Lo acepto, en primera instancia, pero cuando vieron que había ya dos víctimas, ¿por qué me ocultaron que el asesino les había amenazado? —Se miran sin saber qué responder—. Con la ley en la mano, la ocultación de pruebas en un caso de asesinato constituye un delito. En condiciones normales debería ponerles a disposición judicial.

—Intente comprender nuestra posición, comisario. —Petrakis habla inclinándose hacia delante y levantando el tono de voz, porque cree que así me convencerá—. ¿Sabe el daño que causaría una amenaza así, si se supiese? ¿Qué modelo famoso se atrevería a participar en un anuncio, qué empresa se atrevería a hacer anuncios, qué cadena de televisión o de radio los emitiría o qué periódico los publicaría? ¿Es consciente de lo que está en juego?

—¿Me está diciendo que me lo ocultaron porque temían que la policía lo divulgase?

—Por favor, comisario. No me diga que no sabe que todas las cadenas de televisión tienen dentro de la policía informadores que cada mes reciben dinero para que las mantengan informadas. —Andreópulos me mira con su sonrisa cínica.

—¿Y usted, comisario, puedo preguntarle cómo lo ha sabido?

La pregunta la formula Petrakis, y a él le contesto:

—En cambio, la policía, señor Petrakis, no tiene dinero para pagar mensualmente a alguno de los empleados de su empresa para obtener información. El único que podía decírnoslo era el asesino. En vista de que ustedes hacían oídos sordos, me llamaron a mí.

Se miran en silencio, pero sus rostros lo dicen todo.

—¿Piensa dar esa información a la prensa? —me pregunta Andreópulos.

—No. Pero, si así fuera, ¿les haría eso sentirse más seguros? ¿Se sentirían así más tranquilos ustedes, o nos sentiríamos más tranquilos nosotros? ¿Qué impide al asesino enviar mañana mismo una carta a cualquier periódico, o hacer una llamada y enviar a unos cuantos periodistas a buscar una nota suya arrojada en algún contenedor de basuras? ¿Han olvidado qué hacían los terroristas del movimiento 17 de Noviembre?

—Si es por eso, puede estar tranquilo. Tenemos el modo de impedir que se publique. —De nuevo aparece la sonrisa cínica de Andreópulos, esta vez enriquecida con alusiones a sus influencias.

—¿Hasta dónde lo pueden impedir? ¿Su mano es tan larga como para llegar a diarios de provincias o a emisoras de radio locales? Basta con que el asesino se ponga en contacto con alguno de ellos para que en media hora toda Grecia lo sepa. —Callo un instante para ver su reacción, pero me miran en silencio y cagados de miedo—. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que continúe matando, para obligarnos a mover ficha…

Petrakis no encuentra nada que objetar a mis palabras y levanta los brazos:

—Dios mío, ¿cómo hemos podido complicarnos las cosas de esta manera? —se pregunta.

—¿Cuándo recibieron la llamada?

—Inmediatamente después de que se descubriera el primer cadáver; es decir, al día siguiente del asesinato. Un hombre preguntaba por mí imperiosamente, mi secretaria intentó en vano que hablase con otra persona, pero el tipo quería hablar conmigo personalmente. —La misma estrategia que utilizó conmigo, pienso—. Cuando al final me puse al teléfono, me dijo que dejase inmediatamente de producir anuncios, porque si no, lamentaríamos nuevas víctimas. La llamada se alargó un poco más, pero en esencia fue como le estoy diciendo.

—¿Y a usted? —pregunto a Andreópulos.

—Exactamente como en el caso del señor Petrakis. Un día después de que se descubriera el cadáver de Kutsúvelos, alguien pidió con insistencia hablar conmigo. Me puse al teléfono y me dijo más o menos lo mismo: que dejase de envenenar a la gente con los anuncios; en caso contrario, seguiría matando. De inmediato llamé a Klearjos e intercambiamos impresiones. Después decidimos que quedase entre nosotros, por las razones que ya le he explicado.

No tiene ningún sentido que continúe con el interrogatorio, sé que me dicen la verdad.

—Pueden irse, pero de ahora en adelante quiero que me avisen si el asesino vuelve a ponerse en contacto con ustedes.

Se levantan para irse. Ambos me dan la mano, pero, cuando están en la puerta, Petrakis se dirige a mí:

—Hay otro motivo por el que decidimos no dar especial importancia a la llamada —me dice.

—¿Cuál?

—El hombre que nos amenazaba tenía voz de anciano. Como si se tratase de un abuelete inofensivo que quisiera gastar una broma.

De regreso a mi despacho intento arrojar luz sobre el misterio. Todos los que han visto al asesino, siquiera fugazmente, hablan de un joven tipo mole. Los que hemos oído al asesino por teléfono, hemos oído a un viejecito… ¿Qué está ocurriendo? ¿Nos enfrentamos a dos asesinos, y no a uno? ¿Qué relación delictiva puede existir entre un joven de aspecto musculoso, que va en una Harley Davidson 1.200, y un viejo desdentado que todavía llama afeminados a los maricones? ¿De quiénes se trata? ¿De padre e hijo? ¿De tío y sobrino? ¿Quizá de yerno y suegro? Sólo una relación como esa explicaría que la Luger sea el arma del crimen. A no ser que, cuando llame, imite la voz de un viejo, para confundirnos.

—El final de las «vacaciones en el golfo de Janiá» también tiene sus ventajas —me dice Vlasópulos, cuando entra en mi despacho—. Todas las fuerzas policiales de Ática retornan a su base de operaciones, de modo que podremos trabajar como Dios manda.

—Sí, pero entretanto será mejor que te prepares, porque tienes que ocuparte de varios asuntos urgentes.

—Lo que usted ordene.

—Quiero que llames al laboratorio y les pidas que pinchen mi teléfono y el de Petrakis y Andreópulos. Quiero que graben la voz del asesino. Antes de poner en marcha el dispositivo, que les avisen. Y quiero que pidas a los de Tráfico una relación de las motos robadas en los últimos tres meses y que compruebes si entre estas hay alguna Harley Davidson mil doscientos.

—¿Pido también una lista de los propietarios?

—Pídela, pero verificarla nos llevará tiempo, y me parece improbable que utilice una moto a su nombre. No creo que sea tan estúpido.

Cuando Vlasópulos se va, llamo a Guikas al móvil. Percibo que está que trina.

—Hemos hecho el ridículo —me dice—. Lo planificaron todo sin nosotros. Ellos efectuaron el asalto, las declaraciones públicas, ¡y nosotros a la basura! —Intento informarle del vuelco que ha dado la investigación de los modelos asesinados, pero me corta en seco—: Mañana por la mañana estaré en mi despacho. Quiero que me lo expliques personalmente.

Me quedo con la duda de si le molesta la ofensa hecha a la policía, o le asusta la posibilidad de que peligre su poltrona. No nos engañemos, han ofendido a nuestro ministro, y este querrá que alguien pague los platos rotos.