26

La velada duró hasta altas horas de la noche, aunque Katerina no salió de su cuarto. Por la tarde pasaron también los padres de Fanis, que habían llegado en un vuelo regular desde Janiá. Adrianí compró hojaldre, quesos y huevos, y preparó una tirópita porque no queríamos salir a cenar y dejar sola a Katerina. Un par de veces, Adrianí propuso ir a ver cómo se encontraba, pero Fanis se lo impidió del modo más amable que pudo. Le explicó que Katerina tenía un sueño tan ligero que el menor ruido la despertaba. Si aún no dormía, no le sentaría bien sentirse vigilada, la experiencia del secuestro había sido bastante desagradable.

De modo que nos dedicamos a escuchar a Fanis, que nos contó todo lo que había ocurrido en el barco. Era la primera vez que yo oía la historia, pero Sebastí, Pródromos y Adrianí se la sabían de memoria. Eso no les impedía santiguarse en las escenas más dramáticas, y, cuando llegamos al momento de la separación de Katerina y Fanis, llovieron insultos y tacos.

Cuantas más cosas nos contaba Fanis sobre su peripecia, más me parecía que habían caído en manos de unos terroristas de pacotilla; sí, se cubrían con pasamontañas y amenazaban a los rehenes con sus Kaláshnikov, pero víctimas no ha habido, ni muertos ni heridos, salvo, por supuesto, el pobre albanés que pagó los platos rotos en Kosovo. No se trataba ni de Bin Laden, ni de Al Zarqaui. De hecho, si no hubiesen asesinado al albanés, hubieran podido negociar un acuerdo para entregarse en términos muy favorables. Persistía la duda de si cumplirían su amenaza de matar un extranjero cada día. Tal vez sólo fueran palabras. Tal vez no. Para cerciorarnos, buscábamos continuamente el amparo de la televisión, pero no hacíamos más que oír, uno tras otro, análisis de la situación por parte de supuestos expertos, nacionales e internacionales —norteamericanos, británicos, alemanes—, que coincidían todos en un punto: el asesinato de alguno de los pasajeros asestaría un golpe mortal al prestigio internacional del país. Oía todas esas opiniones sin que me impresionaran lo más mínimo, porque, primero con la cuestión de Chipre, y luego con la de Macedonia, hace años que oigo lo mismo, y el prestigio internacional del país no ha mermado ni crecido, sea porque, como todo el mundo sabe, es tan bajo que nada lo altera, o porque está tan hundido que ya no puede caer más bajo.

Son las diez de la mañana y estoy sentado en el despacho con mi café y mi cruasán de siempre, todavía con su papel de celofán. La causa de ello es la señora Lambropulu y su marido, Skafida, la dentista y el ingeniero que viven en el piso de abajo de Kutsúvelos. Ayer, antes de irme a casa, pedí a Vlasópulos que les llamase para tomarles declaración. El ingeniero lleva un traje de lino y corbata y no dice ni esta boca es mía. Su mujer va vestida de manera informal, con zapatillas deportivas, vaqueros y una camiseta, y habla por los codos, hasta el punto de que ansío que se tome un respiro entre frase y frase, para ver si me da tiempo de intercalar alguna pregunta.

—Si he de serle sincera, señor comisario, la pobre señora Stilianidi se encuentra tan sola y es tan mayor que no me extraña que controle a todo el mundo. ¿Cómo mataría el tiempo, si no? Tiene una hija que vive en Zákinzos, cuyo marido es director de banco o trabaja en Hacienda, o en el puerto, no estoy segura, pero bueno, algo así. Le tengo dicho que se vaya a vivir con su hija, pero por lo que me ha dado a entender, el yerno no está muy entusiasmado con la idea de convivir con la suegra. Y ya que hablamos, no lo critico. Tiene que ser duro convivir con alguien que te observa día y noche, como el vigía apostado del Agamenón de Esquilo…

—No la he llamado para que declare sobre la señora Stilianidi, sino sobre el señor Kutsúvelos —me apresuro a recordarle, para atajarla.

—Ahí quería yo llegar.

Estoy a punto de empezar con mis preguntas cortantes, pero me contengo; aún no he decidido si es el momento de ponerme en plan poli duro.

—Y el día en que comprendió que Makis Kutsúvelos era homosexual, empezó a excitarse…

—¡Dora! —el marido intenta frenarla, pero sin éxito.

—Déjame, Iannis. Sé de qué hablo. La señora Stilianidi se pasaba el día pendiente de Makis. Pendiente de cuándo entraba, cuándo salía, qué pantalones llevaba, si le iban ajustados, si la camisa era de manga corta o si llevaba una cadena de oro al cuello…

—Escuche, señora Lambropulu —la interrumpo, y me muerdo la lengua para no saltar—, estamos seguros, más allá de cualquier duda, de que la señora Stilianidi no mató a la víctima. De modo que no nos interesa qué hacía. Tal vez a usted le moleste que se pase las horas sentada delante de la ventana, observando a todo el mundo; para nosotros, en cambio, es muy valioso, pues nos ha aportado datos concretos que, de otro modo, ignoraríamos. Lo que quiero que me digan ustedes es si durante los últimos meses habían notado algo distinto o sospechoso en relación con la víctima.

El hombre contesta rápidamente, para anticiparse a su mujer:

—Dora y yo no pasamos en casa mucho tiempo, señor comisario. Ella tiene su consulta odontológica y yo mis obras, así que nos pasamos el día fuera de casa. A menudo incluso las noches, porque casi siempre cenamos fuera.

—Y cuando estaban en casa, ¿les llamaba algo la atención?

—¿En qué sentido? ¿Por ejemplo si entraba cogidito del brazo con un amigo?

—¡Dora, por favor, cállate! —suplica ya su marido.

—No me callaré, seguro que ahora quiere que digamos que Makis era de la acera de enfrente.

—Señora Lambropulu, no nos interesa la vida privada de Makis Kutsúvelos, pero hay muchas evidencias que nos llevan a pensar que su muerte podría ser un crimen pasional. Le aseguro, señora, que así investigamos todos los crímenes de esa índole, sean de homosexuales o no.

—¡Sí, claro, me había olvidado de que la especialidad de la policía es sacar a relucir los trapos sucios de la gente! —comenta con desprecio la mujer.

—Nuestra especialidad es detener a asesinos y criminales. Ahora bien, si estos sujetos se encuentran a veces en medio de ropa sucia y nadan en la mierda, de eso la policía no tiene culpa alguna.

Me doy cuenta de que he perdido los papeles y enseguida me arrepiento. Por suerte, mi salida de tono da pie al marido.

—No sabemos qué ocurría durante el día, porque, como le he dicho, no estamos en casa. Alguna noche, en su apartamento se oía música hasta tarde, pero eso no significa forzosamente que Makis tuviese compañía. Tal vez ponía la música sólo para él.

—¿Veían entrar o salir gente de su apartamento?

—Lo habíamos visto entrar y salir con amigos, pero sin sobrepasar el número de amigos que suele acudir a casa de alguien. Además, entre estos amigos también había chicas, no sólo hombres. —Se toma un respiro antes de seguir—: Últimamente, sin embargo, había visto aparcada, delante o cerca de casa, una moto. —Se detiene de nuevo y siente la necesidad de darme una explicación—: ¿Sabe?, las motos me apasionan, y cuando veo una que se sale de lo corriente, me paro a admirarla. Aquella moto me impresionó.

—¿Qué moto era?

—Una Harley Davidson mil doscientos Custom. ¡Una máquina increíble!

—¿La veía a menudo?

—Sí, pero no siempre delante del edificio. Unas veces me la encontraba aparcada un poco más abajo, otras en algún callejón. Yo tenía moto, pero me la vendí. Me arrepiento de haberlo hecho, y quiero comprarme otra. Con la moto te puedes desplazar más fácilmente de obra en obra. Por eso tenía la esperanza de toparme otra vez con su propietario, para que me diese detalles.

—¿Y tuvo suerte?

—Sí, una madrugada, a eso de las cinco. Nos habíamos pasado el día asfaltando y volvía a casa destrozado. La Harley estaba delante de casa. Yo había aparcado un poco más abajo. Mientras me acercaba, vi que la puerta del edificio se abría y que salía un joven de esos que hacen pesas, con el casco en la mano, y que subía a la moto. Le grité: «Eh, disculpa, ¿puedo preguntarte una cosa?», pero él, o no me oyó, o fingió que no me oía. Se puso el casco rápidamente, metió primera, aceleró y se marchó a toda velocidad.

—¿Consiguió ver el número de matrícula?

—Por desgracia, no. Además, ni se me ocurrió.

—¿Su cara?

—Le puedo decir que iba rapado y sin afeitar. No me fijé en nada más porque la entrada del edificio está a oscuras. La farola se halla en el otro lado de la calle.

No tengo más preguntas que hacer y dejo que se vayan. Skafidas se despide con un gesto de la cabeza. Su mujer, que considera innecesario tener un detalle similar con un poli, se marcha como si saliese de una habitación vacía.

Cuando se van, intento poner en orden todo lo que sé sobre el presunto asesino de maricas. Hasta el momento sabíamos que tenía aspecto de culturista, ahora sabemos también que va rapado. Hasta el momento sabíamos que conducía una moto, ahora también la marca y el modelo: una Harley Davidson de 1.200 centímetros cúbicos, Custom. No es gran cosa, pero en época de sequía, una gota es un manantial. En teoría, podría pedirles a los de Tráfico que me facilitasen un listado de todas las Harley que circulan por Atenas. Pero, al margen de que nos llevaría días comprobarlas todas, ¿quién nos asegura que el permiso de circulación de la que buscamos no está expedido en Atenas, sino en Nausa, por ejemplo? De modo que deberíamos hallar una forma más práctica y, sobre todo, que nos robe el menor tiempo posible, de identificar la moto de gran cilindrada, antes de que el maniaco asesino de maricas se cargue a unos cuantos más de un balazo en la frente.

Me aparta de mis pensamientos el timbre del teléfono y oigo a Katerina gritando al borde de la histeria.

—¡Lo han matado, papá!

—¿A quién? —pregunto como un imbécil, cuando debería haberlo sabido al momento.

—¡Han cumplido su amenaza! ¡Han matado al primero!

—¿Cuándo?

—Hace un momento. ¡Y después lo han lanzado al mar! —Toma aire y eleva el tono de voz—: ¿No podéis pararles los pies? ¿Vais a seguir de brazos cruzados, mirando cómo matan inocentes?

Cuelga bruscamente y yo corro hacia el ascensor. Kula, al ver que irrumpo en su despacho trastabillando, se pone de pie.

—¿Qué sucede? —me pregunta preocupada.

—Han matado al primer rehén.

—Animales… Animales… —murmura, y corre al despacho de Guikas a encender el televisor.

Ante mis ojos aparece la imagen de siempre: al fondo las islas Zodorú y, delante de estas, anclado, El Greco. En el muelle se han desplegado las fuerzas antidisturbios, que intentan impedir que la multitud se acerque a la punta del espigón. Un fueraborda de la autoridad portuaria se dirige hacia El Greco.

La cámara se aleja de la multitud y se detiene ante Sotirópulos, plantado de espaldas al muelle y al barco.

—En cualquier caso, esta ejecución es idéntica a la del súbdito albanés: un disparo, y después han arrojado el cuerpo al mar —comenta el presentador.

—Sí, pero hay algo en esta segunda que no me encaja.

—¿Qué no te encaja, Jristos?

—La víctima. Era como si lo arrastrasen. ¿Tanto se había debilitado en tan pocos días? No acabo de entenderlo.

—Piensa en el miedo, Jristos. A lo mejor los terroristas le habían roto las piernas y por eso lo llevaban a rastras.

—Tal vez sea eso —admite Sotirópulos.

El fueraborda parece dirigirse a recoger el cadáver. La imagen cambia y transmiten en diferido la ejecución del segundo rehén. Dos encapuchados sujetan a un hombre, que lleva una camisa de colores chillones, y lo arrastran por las axilas. El hombre tiene la cabeza caída hacia un costado, como si estuviese sedado. Cuando llegan a la borda, uno de los encapuchados le pasa los brazos por debajo de las axilas y sostiene él solo al rehén. El segundo encapuchado, libre del peso, saca una pistola, se coloca detrás del rehén y le dispara a la cabeza. Después se guarda el arma, sujeta de nuevo a la víctima, esta vez por los pies, mientras el otro sigue sosteniéndolo por los hombros, y entre los dos lo lanzan al mar.

—¡Animales! ¡Asesinos! —se encoleriza Kula—. ¡Quién iba a decir que unos griegos llegarían a estos extremos!

No quiero enzarzarme en una discusión con ella, porque tendría que retrotraerme al pasado: desde los enfrentamientos fratricidas de la guerra de Independencia, hasta nuestra no tan lejana guerra civil, pasando por las luchas entre monárquicos y republicanos, la Ocupación alemana, y las guerrillas de izquierdas y de derechas que les hicieron frente, y no acabaríamos nunca. Al contrario, pienso en el comentario que Sotirópulos le ha hecho al presentador y me veo obligado a darle la razón. Hay algo que no cuadra, ni en la ejecución ni en la víctima. Por mucho miedo que sienta un hombre, no puede estar tan débil, a no ser que haya perdido el conocimiento, por efecto de algún narcótico o porque le ha apaleado. La imagen me recuerda extraordinariamente a los detenidos que, durante la Junta Militar, eran conducidos a la prisión de Bubulinas después de torturarlos.

Mientras estoy absorto en mis pensamientos, suena el teléfono. La voz de Kula me devuelve a la realidad.

—Señor Jaritos, preguntan por usted.

Cojo la llamada desde el despacho de Guikas y al otro lado del hilo oigo a Vlasópulos:

—Comisario, es el mismo que llamó ayer; quiere hablar con usted.

—Pásamelo.

Espero que Vlasópulos me pase la comunicación y después una voz me pregunta:

—¿Eres Jaritos?

Nervioso tanto por la voz como por el tono, también yo lo tuteo:

—¿Y tú quién eres?

Finge no haber oído mi pregunta y continúa en el mismo tono:

—¿Tú le dijiste al muerto de hambre ese, el que anteayer salió por la tele, que soy un demente que va matando locas?

Me quedo en blanco por dos motivos: primero, porque de la sorpresa me he quedado sin habla; segundo, porque no sé cómo reaccionar.

—¿Quién eres? —repito como un imbécil, porque no encuentro nada mejor que decir.

De nuevo hace caso omiso de mi pregunta, y exclama:

—¡Qué me importa a mí lo que un afeminado haga con su pompis, pedazo de alcornoque!

—Han muerto dos homosexuales, y han sido asesinados de la misma forma —le digo con suavidad, sin hacer caso de su insulto—. ¿Qué quieres que sospeche la policía?

—Esos a los que has interrogado, ¿no te han dicho que yo ya les había advertido de lo que ocurriría?

Al oírle, se me cae el cielo encima, pero intento ocultar mi sorpresa.

—No. ¿A quiénes habías advertido?

—A los de las empresas de publicidad. Les dije que dejasen de hacer anuncios, si no, mataría a cualquiera que tuviese relación con ellos: modelos, publicistas, simples empleados… Le podía tocar a cualquiera. ¡O cuentas a todo el mundo la verdad o tendré que salir yo a decirla!

—¿Y por qué matas a gente relacionada con la publicidad? ¿Qué te han hecho?

—Nada. Quiero que dejen de emitir anuncios, eso es todo.

—¡Estupendo! ¿Ahora me dirás quién eres, para que nos conozcamos?

—Soy el asesino del accionista mayoritario —me responde, y estalla en risas segundos antes de colgar el auricular.

¡Mira por dónde!, me digo a mí mismo. Sabía que hay maniacos que asesinan a sacerdotes, a maricas, a chicas jóvenes, a rubias, a morenas…, pero es la primera vez que me topo con un maniaco que mata a publicistas. ¡Nuestra pequeña Grecia innova de nuevo!

Después me viene a la mente algo que ayer me dijo Vlasópulos, hablando del asesino. Me dijo que su voz le recordaba la de una persona sin dientes. Seguramente a mí también me lo ha parecido, pero no es sólo eso. Hasta este momento, todos los testigos aseguran que el asesino era joven y robusto, con aspecto de culturista. Bien, de acuerdo. Pero ¿qué joven utiliza hoy en día expresiones como «afeminado», «pompis» y «cabeza de alcornoque»? Su vocabulario encaja más con la Luger que con un matón. Tanto él como la pistola huelen a naftalina. Sin embargo, es joven y circula con una Harley Davidson 1.200 Custom.

Salgo del despacho de Guikas y me encuentro a Kula sentada a su mesa.

—Kula, bonita, resuélveme una duda.

—Si puedo… Dígame.

—¿Conoces a alguien entre veinticinco y treinta años que emplee palabras como «afeminado», «pompis» y «cabeza de alcornoque»?

Me mira perpleja.

—Pero ¿en qué mundo vive usted, comisario?

Su respuesta es elocuente. Bajo a mi despacho y le pido a Vlasópulos que venga.

—Mañana por la mañana, a las diez, quiero en mi despacho a Petrakis, de la agencia Helias, y a Andreópulos, de Spot. No por teléfono, sino con una citación oficial para declarar. —Vlasópulos se sorprende—. Acaban de revelarnos nuevos datos que van a facilitarnos la investigación.

—¿Quién los ha revelado?, ¿la persona que quería hablar con usted?

—En efecto. ¡El asesino en persona!

Vlasópulos se queda mirándome de hito en hito.