Antes de subir a mi despacho me acerco al de Arvanitakis para saber si hay novedades. Llegan a mis oídos dos voces masculinas que discuten acaloradamente. Dado que en los últimos días el único motivo de disputa entre la gente del Cuerpo es el asalto a El Greco, con mi hija de protagonista, me imagino que a eso se debe el altercado y entro sin llamar a la puerta. Arvanitakis y otro agente de su misma edad están de pie frente a la ventana, y parece que se van a morder.
—Todo esto ha pasado por tu culpa —grita el interlocutor de Arvanitakis—. Conseguiste darle la vuelta a la mayoría de votos del comité ejecutivo y que se aprobara ese manifiesto antirracista que nos acabará quemando a todos.
—¡Yo no cambié nada! La decisión se tomó por unanimidad —le replica Arvanitakis—. Queríamos que el Cuerpo se quitase de encima su fama de racista. —Hace una pausa y se encara con el otro, no para llegar a las manos, sino para enfatizar lo que ha dicho.
—Lo único que habéis conseguido es que se identifique al Cuerpo con los terroristas. Por lo demás, nueve de cada diez compañeros piensan como esos desgraciados. ¿Qué pintan extranjeros en los cuerpos de seguridad de nuestro país, procedan de donde procedan? Y lo quiero recalcar para que no me pegues la etiqueta de racista. Mi hermano está casado con una holandesa, ¿sabes?, una chica estupenda. Una cuñada holandesa, vale, pero ¿un poli holandés en la policía griega? ¡Por encima de mi cadáver!
—Perdón, ¿puedo interrumpiros? —Dos pares de ojos se vuelven sobresaltados—. Quisiera saber si hay alguna novedad.
—Las habrá, comisario —responde el otro en lugar de Arvanitakis—. Si en menos de una hora el comité de la confederación no retira el manifiesto, nosotros mismos entregaremos a Arvanitakis a los terroristas y dejarán en libertad a su hija, que no tiene culpa de nada.
Acaba lo que tenía que decir y sale del despacho sin mirar a Arvanitakis, que se ha dejado caer en su silla.
—Esto le pasa a uno cuando se adelanta a su época —comenta con aire de ingeniero que ha construido el canal de Suez.
Tal vez me haya afectado la agresividad del interlocutor de Arvanitakis, o quizá mi resistencia haya llegado a su límite, pero el hecho es que mi paciencia está a punto de agotarse.
—¡Quiero que me digas qué le pasará a mi hija! —le espeto con brusquedad.
Deja escapar un suspiro de resignación y me enseña dos cartas que tiene sobre la mesa.
—Esta es la retirada del manifiesto antirracista; la otra mi dimisión como presidente del sindicato.
—Sólo me interesa la primera.
La coge y me la alarga sin decir ni una palabra. Es un texto corto, de apenas diez líneas:
El Comité Ejecutivo de la Confederación Griega de Funcionarios de la Policía ha decidido por unanimidad retirar el manifiesto antirracista que había aprobado recientemente para someterlo a su discusión. El comité considera que no se dan de momento en nuestro país las condiciones necesarias para un debate de estas características. En consecuencia, y por encima de todo, con ese manifiesto no quisiera poner en peligro la vida de una rehén griega, y menos aún tratándose de la hija de un ilustre compañero.
—¿Cuándo la enviaréis a la prensa? —le pregunto en el mismo tono brusco, sin dejarme impresionar por el adjetivo «ilustre» antepuesto a la palabra «compañero».
—Voy en procesión recogiendo una a una las firmas de los miembros del comité. Cuando las tenga, enviaré la carta a la prensa.
—Date prisa, porque creo que ni te imaginas de lo que es capaz tu «ilustre» compañero si la procesión acaba en el funeral de su hija.
Salgo del despacho sin esperar su reacción. Antes de decirle a Vlasópulos que me envíe a la testigo que ha descubierto, llamo a Fanis y le digo que el comunicado del comité llegará a los periódicos dentro de una hora.
—Es un rayo de esperanza —me dice, sin grandes muestras de alegría, como si considerase el optimismo un mal augurio—. Pero, para serte sincero, en el barco me sentía mil veces mejor. Al menos estaba junto a ella, y compartíamos la misma suerte. Ahora está lejos de mí, no puedo comunicarme con ella de ninguna manera, no sé cómo lo está pasando, si le han hecho algo, nada…
Al final de sus palabras se oye un gemido y me doy cuenta de que está a punto de hundirse.
—No es momento para llantos —le digo, y mi voz suena más dura de lo que quisiera—. Si tú también te hundes, ¡mal vamos! Katerina vive unos momentos difíciles, pero no corre peligro. Hacerle daño no entra en los planes de los terroristas, saben que tarde o temprano se verán obligados a liberarla y no quieren empeorar su situación.
—¿Cómo sabes que no han llenado el barco de explosivos para hacerlo saltar por los aires?
—Porque no son árabes desesperados. Son griegos, y aprecian su pellejo —le digo, mientras rezo en mi interior para que así sea.
—Por si aún no lo has entendido, no podría vivir sin tu hija —me dice, y cuelga antes de que pueda responderle.
En otras circunstancias, sus palabras me hubieran hecho muy feliz. Ahora se convierten en un peso añadido a la insoportable carga que ya llevo.
Subo al despacho de Guikas y le digo a Kula que avise a Vlasópulos para que me traiga a la testigo. Se presenta al poco rato con una señora de pelo blanco, de unos setenta años, que mira a su alrededor como perdida.
—Comisario, le presento a la señora Pinelopi Stilianidi, de la que le hablé. Siéntese, señora Stilianidi —le dice para tranquilizarla, y le indica la silla que hay delante de la mesa—. Quiero que le cuente al comisario Jaritos lo que me ha contado a mí.
Al oír mi nombre, la señora Stilianidi se endereza de un salto, incluso antes de haberse sentado.
—Perdone, ¿es usted el señor Jaritos, y su hija…?
—Sí, pero no la he llamado por eso —la atajo para frenar su ímpetu.
Sin embargo, ella no se da por aludida.
—¿Qué puedo decirle…? ¡Que Dios le dé fuerzas, comisario! ¡A usted y a su mujer!
—Se lo agradezco, señora Stilianidi. El subinspector Vlasópulos me ha dicho que…
—Qué trabajo el suyo, ¿verdad? ¡Estar viviendo este drama y verse obligado a ocuparse del asesinato de otra persona! —Se santigua, coloca su mano derecha sobre el pecho y añade—: ¡No sé qué más le queda por ver, comisario!
—El subinspector Vlasópulos me ha dicho que tiene algo que decirme sobre el asesinato del señor Kutsúvelos.
—No directamente relacionado con su muerte. El subinspector me ha preguntado si había observado algo extraño en los últimos días, y entonces me he acordado de una cosa. Yo vivo en la planta baja. En la primera planta vive una pareja; ella es dentista y su marido ingeniero. En la última planta vive…, vivía el señor Kutsúvelos. —Se interrumpe unos segundos y mira a Vlasópulos para ver si lo está haciendo bien. Vlasópulos la anima con un gesto—. Hace tres días, de noche, estaba sentada a oscuras, viendo la tele. ¿Sabe usted?, tengo el televisor al lado de la ventana, de manera que, sin moverme, puedo mirar tanto la pantalla como la calle. Esa noche me llamó mucho la atención un individuo que se paró en la entrada y abrió la puerta con llave. Como le he dicho, el edificio sólo es de tres plantas y todos nos conocemos. Por eso me pareció extraño que alguien de fuera tuviese llave de la puerta.
—¿Podría describirme su cara?
—Aquí viene la segunda cosa extraña. Llevaba un casco como los de los motoristas.
—¿Había venido en moto?
—No sabría decirle. Delante de la casa no vi ninguna. Tal vez la aparcó más lejos.
Me vuelvo hacia Vlasópulos. Este asiente con la cabeza y sonríe satisfecho.
—¿Y cómo sabe que era de fuera y no algún vecino? —le pregunto para no dejar ningún cabo suelto.
—En primer lugar, nadie de la finca tiene moto. En segundo, su silueta me era del todo desconocida. No encajaba ni con la del señor Skafida, que vive en el primero, ni con la del señor Kutsúvelos.
—Entonces, ¿qué tenía? ¿Sabría describírmelo?
—¡Era una bestia, señor comisario! Alto y robusto, vestido completamente de negro. Parecía una de esas moles que trabajan de guardaespaldas, de esos que salen a veces en las películas extranjeras.
Otra vez el individuo fornido que también había visto la anciana del edificio de Ifantidis. Si lo relaciono con el tatuaje en el pecho izquierdo de Kutsúvelos, con el toro y el «I love you», no hay que ser muy listo para deducir que era el amante que hizo que Liana se ganase un beso. El retrato del maniaco que entabla relaciones sentimentales con los mariquitas para ejecutarlos se perfila con más claridad día a día.
—¿Y usted qué hizo? —pregunto a la señora Stilianidi.
—Apagué el televisor y pasé el cerrojo de la puerta de casa. —Hace una pequeña pausa, porque siente la necesidad de explicarse—: Temí que se tratase de un ladrón.
—¿Y por qué no llamó a la policía?
—Porque en la finca no tenemos ascensor, y he aprendido a contar los peldaños de la escalera. Conté y resultó que subía al tercero. Entonces me quedé tranquila.
—¿Por qué?
Me mira avergonzada.
—Todos conocíamos la debilidad del señor Kutsúvelos por los hombres. Cada equis tiempo aparecía alguno, al poco desaparecía y meses después aparecía otro. De modo que no tenía motivos para alarmarme.
—¿Recuerda qué hora era?
—No exactamente, pero debían de ser las once, porque la serie que sigo comienza a las diez y estaba a punto de acabar.
—¿Lo vio salir?
—No. Antes de las doce, que es cuando me acuesto, seguro que no salió.
No espero poder averiguar mucho más a través de la señora Pinelopi Stilianidi, por eso la dejo en manos de Vlasópulos y le encargo que la lleven a su casa en un coche patrulla. Cuando salen, llamo a Stavrópulos, el forense.
—¿Puedes confirmarme la hora exacta de la muerte?
—Sí, pero con un amplio margen de error. Mataron a la víctima entre la una y las tres de la madrugada. Lo más probable es que lo trasladasen inmediatamente al canal de remo. El informe lo tendrás mañana por la mañana, pero no esperes averiguar más de lo que ya sabes por el primer asesinato. Como te dije, son calcados.
Colgamos con un recíproco «Hasta luego». El autor del crimen, ¿fue en moto a casa de Kutsúvelos? No es seguro, ya que la señora Stilianidi no vio la moto. También pudo haber ido en coche y utilizar el casco como camuflaje. Pero si fue en moto, tal vez trasladó el cadáver en el coche de la propia víctima. Necesitaríamos encontrar más pistas para estar completamente seguros o descartarlo, siquiera en parte.
Decido aparcar el resto de mis elucubraciones y planes hasta mañana y volver a mi casa; sin embargo, en el despacho de Kula me topo con un joven de unos treinta años vestido con corbata y americana y pantalones de buen corte. Nada más verme, se levanta y se me acerca.
—Buenos días, comisario, soy Menios Zalasitis, jefe de prensa del Ministerio del Interior.
Me temo lo peor; me huelo que se trata de un burócrata con ganas de controlarme en ausencia de Guikas.
—¿Y qué desea? —le pregunto, casi con hostilidad.
—El señor Guikas me ha pedido que, dadas las circunstancias, asuma la función de informar a la prensa sobre el caso que usted investiga a fin de evitarle cualquier presión —prosigue en tono amistoso—. Si dispone de cinco minutos, quisiera que me pusiese al corriente del caso, para saber qué puedo decir y qué no.
¿Así de repente, en medio de tanto jaleo, Guikas encuentra un momento para preocuparse de mí? Este detalle hace que me caiga especialmente simpático, aunque sé que se trata de un fenómeno pasajero. Le explico a Zalasitis lo imprescindible: que ambos crímenes tienen todas las características de una ejecución, que las víctimas eran homosexuales y que eso nos lleva a pensar que nos enfrentamos con un asesino psicópata. También le digo que el criminal ha utilizado en los dos casos una pistola antigua, pero sin detallarle el modelo ni el año de fabricación.
Pensar que me escabulliré de los periodistas me quita un peso de encima y me voy de Jefatura relativamente tranquilo.