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Lo único agradable que tienen las estrellas, los famosos y las divas es que no hemos de esforzarnos mucho para identificarlos. En apenas una hora supimos que la víctima se llamaba Jerásimos, o Makis, Kutsúvelos y que vivía en un apartamento de Zisíon. Esta vez he decidido actuar al revés: primero inspeccionar su casa, a ver si descubro alguna pista y, después, empezar la ronda por las cadenas de televisión y las agencias.

El apartamento de Kutsúvelos se halla en el último piso de un edificio de tres plantas, probablemente construido poco después de la guerra. Kutsúvelos lo había remodelado, había convertido tres habitaciones en dos, uniendo las dos piezas de la izquierda para transformarlas en una única sala de estar y dejando la habitación de la derecha como dormitorio. El piso tiene un recibidor cuadrado en medio, como es habitual en las construcciones de aquella época. Al fondo están el baño y la cocina. Una pequeña escalera de caracol comunica la cocina con una terracita con flores, una tumbona y una sombrilla.

La primera diferencia con respecto al piso de Ifantidis es el orden. Al contrario que en el apartamento de Ifantidis, en este impera un desorden de soltero. La cama está deshecha; en el baño, han arrojado las toallas de cualquier manera al bidé, y, en la cocina, los platos sucios y los restos de pizzas y hamburguesas cubren el mármol y el fregadero. La segunda diferencia es la decoración. Ifantidis tenía buen gusto; Kutsúvelos, en cambio, se gastaba el dinero en madera contrachapada y en pósters. Para la investigación policial eso significa que Ifantidis era un joven tranquilo y hogareño, mientras que Kutsúvelos era posiblemente una persona de «costumbres ligeras», como se decía en la prensa y en las películas de antes. Nos encontramos, sin embargo, frente a un segundo asesinato en menos de cinco días, de modo que las costumbres no nos aclararán nada. A no ser que nos enfrentemos a algún perturbado, enloquecido porque el hijo le ha salido homosexual, que se dedica a matar maricas indiscriminadamente para desquitarse por su desgracia.

Dejo el recibidor, la sala de estar y la cocina a los de la Científica y me quedo para mí el dormitorio y el baño. Aquí es donde, por lo general, uno descubre los objetos personales más interesantes. Esta vez mi teoría queda desmentida, porque en el baño no encuentro nada más que el habitual cepillo de dientes y pasta dentífrica, loción para después del afeitado, desodorante y una nutrida colección de espumas de afeitar, cremas y leches hidratantes. Pienso en mi mujer, que hace un siglo que se perfuma con la colonia 4711; para ser exactos, desde un cumpleaños en que le regalé un frasco.

Pensar en Adrianí me lleva a recordar a Katerina. Para intentar olvidarlas, salgo del baño y paso al dormitorio. Observo la cama y enseguida veo que falta la sábana bajera. Por muy desordenada que fuese la víctima, me parece improbable que durmiese sobre un colchón sin sábana. Llamo a uno de los técnicos de la Científica y le pido que la busque.

En el primer cajón de la cómoda encuentro un verdadero botiquín improvisado: principalmente ansiolíticos, somníferos y calmantes. Puesto que Kutsúvelos no se suicidó a base de pastillas, estos fármacos me dejan indiferente y paso al segundo cajón, donde hallo una caja de preservativos y un libro titulado El Feng Shui y sus misterios. El tercer cajón haría las delicias de la Brigada Antinarcóticos, porque está lleno de maría. El armario y los cajones rebosan de ropa de marca, sea ropa interior, camisas o zapatos. Parece que Kutsúvelos se gastaba en ropa de anuncio lo que ganaba haciendo publicidad.

—No hemos encontrado la sábana, pero sí otra cosa. ¿Quiere verlo? —me pregunta el técnico al que había encargado buscar la sábana, y me conduce al baño.

Me pregunto, con cierta arrogancia, qué puede haber encontrado él que a mí se me haya escapado, cuando veo que aparta la cortina de la bañera y me maldigo por haberme limitado a examinar los cosméticos, como si fuese un peluquero. Sin embargo, como excusa, me consuelo con que tengo la cabeza anclada en el golfo de Janiá.

—Fíjese —me dice el técnico, mostrándome un agujero en la bañera, en el lado de la pared.

El agujero tiene el diámetro de una bala. El asesino mató a la víctima cuando esta estaba en la bañera.

—Dile a tu jefe que venga.

Llega Palioritis y se detiene a mi lado.

—¿Qué tenemos?

—Para empezar, tienes a un ayudante muy espabilado; luego, si quitas la bañera, encontrarás la bala —y le muestro el agujero en el esmalte.

—Sí señor, está ahí, seguro.

—Y no hace falta que busquéis ninguna sábana. El asesino debió de utilizarla para envolver el cadáver y llevarlo al canal de remo.

¿Cómo se puede matar a alguien cuando está en la bañera? Sólo cuando convives o mantienes relaciones sexuales con la víctima. Porque lavabos comunitarios sólo los hay en los cuarteles y en las instalaciones deportivas. Si en el caso de Ifantidis todavía albergaba reservas sobre si la víctima estaba ligada sexualmente o no a su asesino, la muerte de Kutsúvelos disipa cualquier duda. De modo que nos encontramos ante un maniaco asesino, un monstruo que aborda a sus presas sexualmente, más o menos como el maniaco que mata prostitutas, acercándose a ellas como cliente. Si matase travestís, cabría sopesar la posibilidad de tenderle una trampa. Pero ¿cómo tender una trampa a alguien que escoge sus víctimas entre homosexuales que llevan una vida normal? ¿Qué hago? ¿Pido a los de la Brigada Social una lista de todos los bares gays de Atenas y empiezo a frecuentarlos, acompañado de Vlasópulos? No pasaríamos del «No he visto nada, no sé nada». Además, en el Cuerpo tenemos a muchas agentes que podrían hacerse pasar por prostitutas, pero ningún hombre con pinta de homosexual. Y si lo tuviésemos, preferiría sacrificar su pensión a hacerse pasar por gay.

Aparco estos pensamientos que no conducen a ninguna parte y decido proceder a las diligencias de rutina, que suele ser el camino más seguro. Cuando salgo del apartamento me tropiezo con Vlasópulos, que entra en aquel momento.

—Hemos encontrado el coche —me dice en cuanto me ve—. Es un Golf recién estrenado. No hará ni un mes que lo tenía. He avisado a la grúa para que lo retire y lo lleve al laboratorio.

—¡Perfecto! Encárgate tú de los vecinos, a ver si averiguamos algo, aunque lo dudo. Yo voy a la agencia Spot.

La agencia Spot había producido el anuncio en que aparecía Kutsúvelos. Sus oficinas se encuentran en la calle Jalandríu, esquina con Amarusíu, en un barrio situado detrás de la sede de Sanidad, donde los edificios de oficinas crecen como hongos y te dejan con la duda de qué aflorará antes en Grecia, si las empresas o el dinero negro. La solución legal para llegar hasta la calle Jalandríu sería salir de Ermú hacia Azinás y, desde allí, coger Stadíu; pero como las soluciones legales en Grecia van a paso de tortuga, opto por lo ilegal y por remontar la zona peatonal de Apostolu Pavlu marcha atrás, hasta Dionisiu Aeropaguitu. Mi transgresión de la ley recibe pronto su recompensa, como es normal en Grecia, y en menos de diez minutos salgo a Kifisiás a través de la avenida Amalias.

Un letrero me informa de que la Spot ocupa toda la tercera planta del edificio. En recepción me espera una rubia maquillada, vestida de fiesta y lista para ir a la discoteca. Me dice que el señor Andreópulos, el director ejecutivo, me espera, y me señala la puerta del fondo del pasillo, a la derecha. Su indicación era innecesaria, porque es la única puerta que hay en la empresa. El resto de la planta está dividida en pequeños espacios compartimentados, que recuerdan los vagones de tren, todos del mismo estilo, con una mesa, un ordenador, teléfono y una butaca para las visitas. Abro la puerta y me recibe una cincuentona seria, con traje de chaqueta y el pelo teñido de rubio platino. Después de tantos años entrando y saliendo de oficinas de empresas, he llegado a la conclusión de que todas las compañías siguen el mismo patrón. Primero te recibe una mariposa, y luego te plantan delante de una foca malcarada. Como queriendo decir: al entrar te seducimos con una Lolita, pero en el fondo —muy en el fondo, para ser exactos— somos una empresa seria.

La señora me pregunta si quiero tomar algo, le doy las gracias amablemente y entro en el santuario del director ejecutivo. Es un hombre muy alto, ataviado con un traje elegantísimo, y tiene una sonrisa y una mirada tan frías que, cuando intentan seducirte con una amabilidad fingida, se le congela a uno la sangre.

—Me parece que podemos ahorrarnos los preámbulos —le digo educadamente, porque no me inspira ninguna confianza.

—Sí. Creo que ha venido buscando información sobre Kutsúvelos —me responde con una sonrisa que apenas se le dibuja en la boca.

—Intentamos forjarnos una idea de cómo era: su carácter, adónde solía ir, con quién se relacionaba… Dicho de otro modo, queremos averiguar los aspectos generales, con la esperanza de llegar a datos más concretos.

Andreópulos, un tanto nervioso, se lo piensa antes de contestar.

—Era una persona caprichosa —concluye al final—. Caprichosa e insaciable. Unas veces reclamaba más dinero, otras quería endurecer las cláusulas del contrato, otras exigía adelantos, y si le decíamos que no, nos amenazaba con irse.

—¿Y ustedes lo toleraban? —le pregunto, sin poder ocultar mi sorpresa.

—Tratamos de encontrar un modus vivendi —me dice, y junto con el latinajo vuelve a aparecer su sonrisa gélida—. Naturalmente, no siempre era fácil. —Y como si se hubiese dado cuenta de mi sorpresa con rebaso, me pregunta—: ¿Le sorprende que no lo despidiésemos, comisario?

—Sí, y me preguntaba por qué no buscaban a alguien más colaborador, por decirlo así. No creo que les falte gente.

—De sus características, sí —y se apresura a describírmelo—: Era bailarín, y de los buenos. Gente así, hay poca, porque los buenos bailarines no quieren, por regla general, salir en los anuncios, a menos que les paguen una fortuna.

—¿Tan bueno era?

—Muy bueno. Por eso nos presionaba, con el argumento de que otras empresas le daban más. Cuando no accedíamos a sus pretensiones, le daba un ataque de histeria. «Yo debería estar bailando con Forsyth», gritaba, «y vosotros me sacáis por la tele bailando en bares, como si fuese el último mono de la escuela de danza del barrio».

—¿Quién es ese Forsyth? —le pregunto, porque el nombre no me suena.

—Alguna estrella de su círculo, supongo —se encoge de hombros—. No sé, tal vez sea uno que baila salsa. Porque nuestro spot anunciaba una marca de piña colada y Kutsúvelos aparecía bailando salsa y bebiendo una piña colada.

No sé qué es la salsa ni la piña colada. Qué pena no haber visto el anuncio, seguro que sería más esclarecedor.

—¿Kutsúvelos era homosexual? —le pregunto, sin andarme con chiquitas.

—Sin duda. Por otra parte, no lo escondía. Cuando le daban los ataques de histeria de los que le hablaba, esa homosexualidad surgía en toda su virulencia.

—Es el segundo homosexual y el segundo modelo televisivo asesinado en cinco días. Por descontado, los dos crímenes se parecen mucho y recuerdan a una ejecución. Ello nos lleva a creer que nos enfrentamos a un demente que se ha propuesto limpiar el país de gays.

No me responde de inmediato. Me mira pensativo y después añade vagamente:

—Si usted, que es policía, lo dice, debe de ser así.

—Supongamos que lo sea. Entonces, el asesino tuvo que acercarse tanto al uno como al otro y entablar relación con ellos. Por eso investigamos entre las personas más allegadas a ambas víctimas. Tal vez usted podría decirnos qué lugares frecuentaba y con quién salía Kutsúvelos.

Andreópulos se echa a reír y su risa lo hace más humano.

—Señor comisario, ¡si ni siquiera sé adónde va mi propia mujer ni con quién sale! El único momento del día que comparto con ella es la media hora del desayuno, tomando café. Por la noche nos vemos una, tal vez dos veces por semana; el resto de los días ceno con mis clientes y colaboradores. ¿Y quiere que sepa qué amigos tenía Kutsúvelos? —Se pone serio—. La única que podría darle alguna información es Liana, nuestra directora de producción.

Pulsa el interfono y se dirige a su secretaria:

—Cecile, ¿sabes si Liana ha venido hoy? —Aunque no la oigo, probablemente la secretaria le ha dicho que sí, porque Andreópulos prosigue—: Perfecto. Por favor, acompaña al comisario Jaritos a su despacho.

—Venga conmigo —me dice la secretaria, y me conduce a uno de los compartimentos, donde está sentada una mujer de unos treinta y cinco años, vestida de negro, aunque no parece ser por motivos luctuosos, porque lleva las uñas pintadas de rojo.

—Liana, el señor comisario quiere hacerte unas preguntas sobre Kutsúvelos —le dice Cecile, y se despide de mí con la sempiterna sonrisa.

—¿Qué quiere saber? —me pregunta la directora de producción.

—¿Qué tipo de persona era Kutsúvelos?

—Una persona infeliz —me responde sin titubear.

—El señor Andreópulos me lo ha descrito como alguien caprichoso e insaciable.

—Caprichoso, insaciable e infeliz. Creo que los dos primeros rasgos estaban relacionados con su infelicidad. Se sentía desgraciado y la tomaba con todo el mundo. Era insaciable, constantemente quería comprar cosas caras: ropa, casas, coches, porque creía que eso le haría más feliz.

—Por como me lo describe, parecía conocerlo bastante bien.

—Se equivoca. Sólo nos conocíamos del trabajo.

—Tal vez sepa si tenía amigos. ¿Con quién solía ir?

—Sé que estaba enamorado.

—¿Cómo lo supo? ¿Se enteró usted por casualidad o se lo dijo él?

—Me lo contó él mismo. Una mañana en que estábamos rodando me abrazó y me dio un beso, radiante de alegría. «Ah, Liana, tengo que decírtelo: ¡estoy enamorado!», me dijo al oído. «Ya era hora, porque ¿sabes cuánto tiempo hace que estoy soltero?». A partir de ese momento se mostró menos conflictivo en el trabajo, pero yo temblaba al pensar qué sucedería si un día se rompía su relación.

—¿Conocía usted a alguien de su círculo?

—No, señor comisario. En ciertos momentos me inspiraba lástima, pero, por lo general, en el trabajo el chico llegaba a desesperarme, por eso no quería tener relación con él. —Tras un breve silencio, añade—: Por otro lado, me mostraba amistosa y comprensiva con él por interés, no por amistad.

—¿Qué quiere decir?

—Era una manera de dirigirlo y de facilitar mi trabajo.

Podría ofrecerle un cargo en la policía, pero seguro que como directora de producción le pagan más.

En cuanto salgo a la calle me alcanza Vlasópulos:

—Comisario, tengo aquí a una mujer, que vive en la planta baja del edificio, a la que creo que debería interrogar usted personalmente. ¿Piensa pasar por aquí otra vez?

—No. Súbela al coche patrulla y llévala a Jefatura.

Mientras me dirijo al coche, intento relacionar el tatuaje a la altura del corazón de la víctima con dos hechos: el de que Kutsúvelos estuviera enamorado, según me ha contado la directora de producción, y el de que muriese asesinado en la bañera. Analizo también las diferencias entre su muerte y la de Ifantidis, y sólo llego a una conclusión: Ifantidis era un chico formal e introvertido, mientras que el otro era un joven caprichoso, engreído e infeliz. Esta era, en realidad, la única diferencia. En lo que respecta al resto, coincidían en casi todo.