La llamada de Guikas me pilla poco después de pasar la calle Palini. Esta vez no me arriesgo a hablar por teléfono mientras conduzco, y mucho menos ahora, que me temo oír lo peor. Aparco en la esquina, para charlar con calma.
—La situación no es tan trágica —me tranquiliza Guikas—. O están jugando con nosotros o hemos topado con unos imbéciles. Todo esto se ha producido por culpa de una decisión que ha tomado la dirección del sindicato de policías y que se difundió ayer en los periódicos.
—¿Qué decisión?
—No lo sé. La han emitido en todas las cadenas, pero no le he prestado atención. Te diría que fueses a preguntar al presidente o al secretario general de la confederación de sindicatos, para que te pongan al corriente. Aquí nadie está preocupado por tu hija, en cambio tenemos todos los nervios a flor de piel por la suerte que puedan correr los rehenes extranjeros. No se puede descartar que maten a alguno para forzar las negociaciones.
Intento hablarle del caso, pero me corta.
—Déjalo correr por el momento. Aquí hay gente en peligro. Si los periodistas te molestan, diles que nuestra prioridad son los rehenes extranjeros de El Greco. Los modelos publicitarios pueden esperar.
Inmediatamente llamo a Fanis para calmarlo.
—¡Ojalá tengan razón tus colegas! —exclama—. De todos modos, nunca me hubiera imaginado que llegaría a decir pestes de los sindicalistas.
Me pica la curiosidad saber qué clase de comunicado ha difundido la confederación de sindicatos para sacar de sus casillas a unos terroristas idólatras de los serbios. En Geraka, a mano derecha, veo un café, pero me aguanto y espero hasta llegar a Jefatura para ver las noticias con tranquilidad en el despacho de Guikas.
Veo que he tomado una decisión acertada porque, con los escasos cuarenta por hora que alcanza el Mirafiori, llego a la avenida Alexandras en media horita. Dejo el coche en el aparcamiento y subo directamente al quinto piso. Kula está en el despacho de Guikas viendo la televisión.
—¡Son unos sádicos! —grita, fuera de sí, cuando me ve entrar—. Disfrutan torturando a los demás.
—¿Has entendido de qué narices se trata?
—Alta filosofía… ¡Y un rábano! —comenta con sarcasmo—. Pero yo me callo. Juzgue usted mismo.
Miro la pantalla y veo que el presentador ha establecido comunicación telefónica con uno de nuestros sindicalistas.
—Es Arvanitakis, el presidente de la Confederación Nacional de Funcionarios de Policía —me aclara Kula.
—¿Piensan retirar su manifiesto antirracista, tal como exigen los secuestradores? —le pregunta el presentador.
—En primer lugar, no queremos que a la hija de nuestro apreciado compañero le ocurra nada. —El énfasis que pone Arvanitakis raya en la exageración—. Dicho esto, los terroristas no dejan claro si están en desacuerdo con la totalidad de nuestro escrito o sólo con una parte. Tengo la impresión de que no lo han leído; simplemente, alguien les ha ido con el cuento y se han aprovechado de las circunstancias al enterarse de que la hija de un compañero se encontraba entre los rehenes.
—Quizá no ha leído correctamente el comunicado de los terroristas, señor Arvanitakis. Piden que se retire el escrito en su totalidad.
—No piden que se retire el escrito en su totalidad, sólo el punto que menciona la contratación de policías extranjeros —insiste Arvanitakis.
—Escuchemos el comunicado de los terroristas para salir de dudas —dice el presentador.
De nuevo se oye la voz ronca del que había leído el primer comunicado de los secuestradores:
Los luchadores de la Organización de Voluntarios Griegos de la Bosnia Serbia hemos mantenido nuestra palabra. Esta mañana hemos liberado a todos los pasajeros griegos de El Greco que apoyaban nuestras posiciones. Hemos retenido temporalmente a dos miembros de la tripulación por razones logísticas. También hemos retenido a Katerina Jaritos, hija de policía, y no la liberaremos hasta que la Confederación Nacional de Funcionarios de Policía retire el vergonzoso escrito antirracista que ha publicado y en el que reivindica la contratación de extranjeros en nuestros orgullosos y dignos cuerpos de seguridad estatales. Grecia ha llegado a una situación tan ridícula que los mismos policías piden que se contraten colegas de Albania y de Bulgaria, pueblos hostiles. Incluso para un ladrón de poca monta, sería humillante que un policía albanés lo esposara. Que la confederación retire, pues, este vergonzoso texto y nosotros soltaremos a la chica. En caso contrario, correrá la misma suerte que los extranjeros, que serán ejecutados si en veinticuatro horas no se suspenden todos los procesos e investigaciones sobre nuestra participación en la supuesta matanza de Srebrenica.
—Como ve, se refiere al manifiesto en general, pero sólo pide que retiremos el párrafo relativo a los policías extranjeros.
Arvanitakis se enzarza en un debate que para mí carece ya de interés.
—¿Dónde puedo encontrar al tal Arvanitakis? —le pregunto a Kula.
—Tiene el despacho en la primera planta, y le está esperando. El señor Guikas me ha dicho que le avisase porque suponía que usted querría hablar con él. Por eso ha hablado con los de la televisión por teléfono y no ha ido al estudio, como le pedían.
Me dispongo a bajar a la primera planta cuando Kula me detiene.
—¿Necesita alguna cosa, señor Jaritos? ¿Puedo ayudarle en algo?
—¿En qué quieres ayudarme, hija mía? ¿Acaso parezco un inválido que necesita ayuda?
—Me refería a su casa, comisario. Ahora que está solo, ¿cómo se las arregla? Al menos podría ir a cocinarle algo, así tendría un plato caliente en la mesa.
—Te lo agradezco, pero ya me las apaño. Además, en casa estoy más bien poco. Esperemos que este calvario no dure mucho más —le digo, aunque sin convicción.
—¿Cómo está su mujer?
—¿Cómo quieres que esté? A punto de perder los estribos.
Bajo a la primera planta en busca del despacho de Arvanitakis. Me lo encuentro sentado con la cabeza entre las manos. Tiene la mirada clavada en un documento, pero no lee, está absorto en sus pensamientos y no me oye llamar a la puerta. Sólo percibe mi presencia cuando me planto delante de su mesa. Levanta los brazos en señal de desesperación y deja escapar un suspiro. Parece conocerme, mientras que a mí me da la impresión de que es la primera vez que lo veo.
—No sé qué decirle, comisario…
—Te lo diré yo, apreciado compañero: fuisteis a por lana y habéis salido trasquilados.
Me mira como si se extrañase de no haberlo pensado él mismo.
—Exactamente tal como lo has dicho. Intentamos quitarnos de encima la fama de racista que tiene la policía, y mira cómo hemos acabado. —Hace una pequeña pausa, como para dar importancia a esa frase, y continúa—: ¿Sabes lo que me sorprende? ¿Cómo se han enterado los terroristas?
—Pues por la televisión, por los periódicos… ¿Cómo, si no?
—¡Ahí está lo extraño! Cuando lo hicimos público, pensábamos causar una gran sensación, pero los medios de comunicación, que constantemente nos acusan de racistas, lo taparon: las cadenas de televisión ni siquiera lo mencionaron y los periódicos lo publicaron en las páginas interiores. Sin duda recibieron órdenes de echar tierra sobre el asunto.
—¿Órdenes de quién?
—De las instancias políticas más altas. Iniciar un debate en torno a la entrada de extranjeros en los cuerpos de seguridad tiene un alto coste político. En cambio, ya lo ves, decir que somos unos racistas no tiene coste alguno.
Todo lo que me dice, en otras circunstancias, seguramente me parecería correcto y lógico, pero ahora lo único que me interesa es que el vía crucis de mi hija y el nuestro acaben pronto.
—¿Qué pensáis hacer? —le pregunto, intentando ocultar mi angustia.
—¿Qué quieres que hagamos, comisario? No es sólo tu hija, están también las presiones que recibimos. El ministro nos amenaza con bloquearnos la antigüedad y con jubilarnos, el director con inhabilitarnos y obligarnos a opositar de nuevo. ¿Entiendes por qué la ejecutiva sindical está aterrorizada? —Hace una breve pausa seguida de un suspiro—. Estamos decididos a retirar la carta, sólo buscamos un modo digno de hacerlo, para no convertirnos en el hazmerreír de todo el mundo.
Salgo de su despacho aliviado y optimista para encerrarme en el mío y llamar a Guikas.
—Arvanitakis me ha dicho que retirarán el manifiesto antirracista —le digo cuando lo tengo en línea.
—¡Sólo nos faltaba esto! —se enfurece—. Los del sindicato están mal de la chaveta. Olvídate del Gobierno, olvídate del ministro y de la dirección de policía. ¿Qué griego aceptaría que lo parase un albanés o un búlgaro para pedirle la documentación o llevarlo a comisaría a fin de comprobar sus datos? ¿Y sabes lo que me jode? Que los del sindicato saben que eso no ocurrirá nunca. Ningún gobierno lo aceptará. Por eso lo exigen, porque saben que están vendiendo humo… ¡En este país todo es una farsa!
Cuelga el teléfono fuera de sí, pero al cabo de un momento vuelve a llamar.
—¿Dónde estás ahora? —me pregunta.
—En mi despacho.
—Coge tus cosas y ve al mío. Los periodistas se te echarán encima y te empezarán a fastidiar con lo de tu hija.
En eso no había pensado. Salgo de mi despacho y por el pasillo llamo a mi mujer para tranquilizarla.
—¡Ojalá tengas razón y dejen de tomarnos el pelo! —me responde con reservas.
—¿Quién nos toma el pelo? ¿Los terroristas?
—No, tus colegas, porque aquí los periodistas dicen otra cosa.
—¿Qué dicen?
—Que los terroristas se preparan para huir de Janiá con el barco e ir a aguas internacionales, así presionarán mejor en todas direcciones. Por eso han retenido al capitán y a la tripulación.
—Los periodistas poseen dos grandes talentos. El de vender las conjeturas como ciertas y el de vender las mentiras como verdades.
—Tal vez sí, pero hasta el momento sus conjeturas han resultado ciertas.
—¿Cuáles han resultado ciertas?
—Todas —me responde, y corta la comunicación.