Dejo atrás el aeropuerto y continúo hacia Spata por la autopista de Ática para salir en Lutsa y, desde allí, tomar la avenida Maratón. Desde que la ampliaron, poco antes de inaugurarse los Juegos, por esta vía ya no se circula a la velocidad de carro, como antaño, sino a la de un triciclo.
Ya son las doce, el calor es insoportable y temo que se me incendie el Mirafiori, que, como todo a la tercera edad, sólo funciona con tiempo suave. Cuando hace frío, se le hiela el motor; cuando hace calor, se pone al rojo vivo; con lluvia, le entra agua y no hay quien lo mueva. Afortunadamente, pasado Nea Makri, el tráfico mejora y dejo atrás el peligro que supone parar constantemente. La playa está abarrotada de bañistas y los niños corretean entre sus madres, sentadas bajo las sombrillas, mondando fruta porque alguien les ha explicado que los chapuzones, para que sean sanos, han de ir acompañados de fruta.
Cruzo la entrada del canal de remo olímpico y aparco al lado de dos coches patrulla. Le pregunto al conductor de uno de los coches, que está mirando la pantalla de su móvil, dónde está el cadáver.
—Siga recto y, después de las taquillas, vaya hacia las gradas. Todos están ahí.
Voy por donde me indican y atravieso primero un paseo de basuras y residuos de plástico. Al cabo de cien metros llego a las taquillas: vacías y con los cristales rotos, parecen las de una estación de tren abandonada. En las gradas hay un grupo de policías formando un círculo. Entre ellos distingo a Vlasópulos y a Stavrópulos, el forense. Un poco más allá, un grupo de emigrantes morenos hablan entre sí bajo la vigilancia de dos agentes.
Vlasópulos y Stavrópulos me ven, se separan del grupo y se me acercan. Ahora que el círculo se ha roto, distingo a Palioritis inclinado sobre el cadáver.
—Nos hemos enterado —me dice Stavrópulos, y me coge del brazo—. ¡Lo jodido es que la han retenido por una estupidez!
—¿Qué estupidez?
—Por un comunicado de la Confederación de Policías. No me pregunte de qué se trata, porque no lo he entendido.
—No es preciso que se quede, comisario —interviene Vlasópulos—. Nos las apañaremos solos, al menos en la investigación preliminar.
—¿Qué tenemos? —pregunto para cambiar de tema y no tener que explicar lo inexplicable.
—Lo mismo —es la respuesta de Stavrópulos—. Un disparo a bocajarro, en la frente, y, según todos los indicios, con la misma pistola. Palioritis ya lo está investigando, pero en mi opinión, no hay ninguna duda.
—¿La víctima?
—Modelo de televisión, mayor que Ifantidis, rondaría los treinta.
—¿Datos personales?
—Aún no, pero sabemos en qué anuncio salía: entraba en un bar, se tomaba un whisky y brindaba con tres tías. Por eso lo reconoció el vigilante del canal de remo.
—¿Lo ha encontrado él?
—Él ha llamado a comisaría. Lo han encontrado unos paquistaníes…
—Traédmelo, que me lo cuente él.
Vlasópulos se dirige hacia el grupo de paquistaníes mientras yo me acerco al cadáver. Palioritis me ve, se incorpora y me hace un hueco para que eche un vistazo a la víctima. Realmente aparenta unos treinta años y lleva el pelo teñido de rubio. Sólo lleva puestos unos calzoncillos. No tiene un solo pelo en el pecho y sobre el corazón se había tatuado un toro con una leyenda que dice: «I love you». Ahora que lo observo, su rostro también me recuerda un anuncio de la tele. En mitad de la frente tiene un agujero como el de Ifantidis. Me vuelvo hacia Palioritis.
—He tomado muestras para analizarlas en el laboratorio —me informa—, pero a simple vista diría que se trata de la misma pistola.
—En cualquier caso, a este tampoco lo han matado aquí. Deben de haberlo trasladado después, igual que al otro —observa Stavrópulos.
Nada de todo esto resulta agradable, porque confirma lo que me temía desde el principio: alguien asesina siguiendo una misma pauta. Además, si se comprueba que también era marica, entonces no vamos a saber a quién dar prioridad: si a los terroristas o a este monstruo.
Vlasópulos llega con el vigilante, un joven robusto y fuerte.
—¿Quién lo ha encontrado? —le pregunto.
—Los paquistaníes que se han colado en las instalaciones esta mañana —y señala a tres hombrecillos—. Vienen a pescar anguilas.
—¿Dónde pescan anguilas? ¿En el canal olímpico?
—No, en el lago de entrenamiento de al lado. Al principio los perseguíamos, pero después nos vimos obligados a no mover los jeeps, por falta de presupuesto para la gasolina, y se hace difícil patrullar a pie por una zona tan extensa. —Enmudece y mira a su alrededor con una sonrisa amarga—. Antes de los Juegos Olímpicos, si algún periodista o alguna cadena de televisión se colaba en las instalaciones a escondidas, los entregábamos a la policía y se pasaban más de cinco horas para salir del atolladero. Ahora esto parece Jauja. De todos modos, y para que no digan que las obras olímpicas no sirven de nada, los paquistaníes utilizan el canal de remo para pescar. Costó más de dos millones de euros. ¡Es el coto de pesca más caro del mundo!
Me doy cuenta de que debo frenarlo: está tan quemado que seguiría hablando el resto del día.
—¿A qué hora te han avisado?
—Serían las nueve de la mañana.
—¿Vienen a menudo?
—Sólo si no tienen trabajo. Pescan alguna anguila y la asan, para no morirse de hambre.
—¿Alguno de ellos habla griego?
—Mejor o peor, todos lo chapurrean.
—Vamos —le digo a Vlasópulos, y al vigilante—: Acompáñanos.
Los paquistaníes nos miran y se levantan. Con un gesto, indico a los agentes de la patrulla que se alejen. Vlasópulos se ocupa de dos y yo de los otros dos.
—¿Recordáis a qué hora lo encontrasteis? —les pregunto. Tiemblan de la cabeza a los pies y me miran sin atreverse siquiera a respirar—. Chicos, a mí no me interesa si tenéis papeles o si os escondéis de la policía cuando hay redada. Yo investigo un crimen. Pero si no abrís la boca, mando que os lleven derechos a comisaría y allí ya no sé qué os puede pasar.
Se miran inquietos y después dicen, casi al unísono:
—Hoy mañana, ir a pescar y vemos hombre.
—¿A qué hora, más o menos?
Se miran de nuevo y uno se encoge de hombros.
—No mirar reloj, pero nosotros siempre venir a las nueve, nueve treinta.
—Rápido fuimos a decir señor Iannis —añade el otro, refiriéndose al vigilante.
El mencionado señor Iannis mueve la cabeza en señal de aprobación y le da un golpecito amistoso en la espalda, sin duda para recompensarlo por haber recurrido enseguida a la autoridad.
—¿Lo habíais visto antes por aquí?
—¡No! —responden todos al unísono, como un coro, mientras el solista añade—: ¡Este, de tele! —como diciendo: «¿Qué se le ha perdido en este vertedero a alguien que sale en la tele?».
No creo que estos aficionados a la pesca de subsistencia nos aclaren nada más.
—Encárgate de que les tomen declaración —le digo a Vlasópulos—, y después seguiremos la rutina de siempre: quién era, dónde vivía, para qué empresa de publicidad trabajaba…
Me mira un instante.
—¿Piensa quedarse para llevar la investigación? —me pregunta, como si no me creyese.
—No es que no confíe en ti, pero estás solo y el caso cada vez se complica más. Si este también resulta ser homosexual, nos enfrentamos a un psicópata que se ha propuesto limpiar Atenas de gays. Cuando se sepa, cundirá el pánico, Guikas y yo no estaremos, y tú tendrás que apechugar con el caso, lo cual significa que si mañana se tuerce algo, te cagarás en todo. —Su mirada me dice que no le he convencido y continúo—: En Creta no soy de ninguna utilidad. Las negociaciones las llevan otros, que son los que toman las decisiones. O les pondré de los nervios, o tendré que dar muchos paseos para tranquilizarme. Me ayudo más a mí mismo estando aquí, ocupándome de algo y no siendo una carga para nadie.
Hemos llegado al lugar donde están aparcados el Mirafiori y el coche patrulla.
—Venga con nosotros; ya enviaré a alguien a buscar su coche —me dice Vlasópulos.
—Deja, iré en mi coche y nos encontraremos en Jefatura.
De repente veo que le brillan los ojos.
—Perdone, comisario. Déjeme que le diga algo, y después, si quiere, me chilla: ¿le parece normal circular con este coche?
—¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasa a mi coche?
—Estamos hablando de una pieza de coleccionista, comisario. Ni el mejor conductor del Cuerpo sería capaz de conducirlo. Si le surge algún imprevisto, en el estado anímico en que se encuentra, corre el riesgo de perder el control. Al menos no lo coja estos días, que está angustiado. ¡No puedo entender el amor que le prodiga a este Mirafiori!
—¿Crees que lo conduzco por amor? —le pregunto, mientras empiezo a ponerme nervioso.
—No sé qué decirle, comisario, pero no encuentro otra explicación. Porque no me diga que no puede comprarse un coche nuevo; hoy en día se pueden pagar en cuarenta y ocho meses, y empezar los pagos dos años después de la compra.
—¿Sabes por qué no me lo cambio? Porque estoy harto de ver a mi alrededor Mercedes, BMW y Jeeps 4x4 que se transforman en barcas y veleros en cuanto pisan el primer charco; y también estoy harto de ver, en las urbanizaciones residenciales donde están aparcados, cómo malgastan el agua de sus mansiones hollywoodienses a golpe de cubo. El Mirafiori es un coche genuino, no un Porsche aparcado delante de una mansión con su cubo para lavarlo al lado. Te puede dejar tirado en la carretera, sí, pero en eso es igualito que Grecia.
Subo al coche, que arranca a la primera, quizá como recompensa por haberle defendido, y atraviesa raudo la avenida de desperdicios, a los que pertenece por naturaleza.