Hasta las cuatro de la madrugada no he conseguido dormirme. Debo de haber tenido una pesadilla tras otra, porque me he despertado saturado de imágenes. Numerosas instantáneas de Katerina, algunas que recordaban su defensa de la tesis, que ahora se me antoja lejanísima. Después, de repente, hombres encapuchados y armados con Kaláshnikov, Adrianí abroncándome, pero también barcos surcando las aguas tranquilas de las Cicladas. A las siete y media me he abalanzado sobre el televisor, sin ducharme ni peinarme, y al encenderlo me he encontrado con los nombres de los pasajeros que habían firmado el texto de los terroristas. Con el corazón saliéndoseme del pecho, he esperado leer los nombres de Katerina y de Fanis, y, cuando los he visto, he sentido un extraordinario alivio y, a la vez, una profunda vergüenza. He tenido ganas de aplaudirles y de abuchearles al mismo tiempo.
He acariciado la idea de apostarme delante del televisor para ver salir a Katerina con Fanis. El Gobierno ha claudicado, aunque sea indirectamente, ante casi todas las exigencias de los terroristas. Así pues, era cuestión de tiempo el que liberasen a los rehenes. Sin embargo, he pensado que la angustia me reconcomería y no me apetecía acabar con un nuevo ataque de isquemia en el hospital general. Así pues, he decidido seguir con mi rutina y hacerle una visita al padre de Stelios Ifantidis.
La empresa de transportes de Ifantidis se encuentra en la calle Tertipi, paralela a Liosíon, dos callejuelas antes de la parada de autobuses de la línea de Grecia Central y Eubea. A aquellas horas, las nueve y media de la mañana, las calles son un caos. Me incorporo a Iulianu, y cuando llego a la estación de trenes de Lárisa, el Mirafiori jadea.
Suena el móvil antes de torcer por Tertipi. Pulso el botón y oigo a Adrianí gritándome por el auricular, fuera de sí:
—¡Vamos corriendo al puerto! Los sueltan a todos. La autoridad portuaria está enviando fuerabordas para recogerlos.
Como aún no he perfeccionado la acrobacia de conducir con la derecha y hablar por el móvil con la izquierda, me tiembla el pulso y estoy a punto de perder el control. En el último segundo consigo enderezar el volante y esquivar a un BMW Station que parece un tanque. Su conductor, que lleva un pendiente en la oreja, baja la ventanilla, me envía a tomar por el culo con un gesto y me grita:
—¡Con esa carraca, sólo te falta ir hablando por el móvil! ¡Suerte tienes de que no me lo has rayado, porque te hubieran recogido a cachitos, viejo carrozón!
Cuando eres poli y alguien te estropea el día con menosprecios de esta índole, se te disparan algunos automatismos y añoras los años de la dictadura.
—¿Dónde estabas? —pregunta Adrianí.
—En ningún lado, estoy aquí —le contesto, controlándome.
—No busques nada para el 15 de agosto porque iremos a Tinos. Le prometí a la Virgen de la Misericordia que ofrecería una cruz de plata.
—Primero trata de encontrar plazas para volver a Atenas y después ya buscarás hotel en Tinos. Si no lo consigues, llámame para que lo arregle desde aquí.
—Encontraremos plazas, no te preocupes, pero si no, volveremos nadando —me dice antes de colgar.
Nada más girar por Tertipi, a mano derecha, veo el rótulo TRANSPORTES «LA BELLA EUBEA» - PERIKLÍS IFANTIDIS. Encuentro al hombre en cuestión sentado detrás de una mesita, como las que antaño teníamos en comisaría, sobre las que poníamos aquellas enormes máquinas de escribir Olympia u Olivetti. Si esperaba encontrarme con un hombretón, con la camisa sudada y una barriga de tonel, me he equivocado. El hombre apenas levanta un palmo del suelo, es casi calvo y los pocos cabellos que rodean su cabeza parecen una corona de luz. Sólo su cuerpo parece fuerte y robusto. Levanta los ojos por encima de las gafas y me mira.
—¿Periklís Ifantidis? —inquiero.
—Yo mismo.
—Soy el comisario Jaritos.
Me mira un instante, como si dudase entre ofrecerme asiento o dejar que me quede de pie. Al final me indica una silla de plástico que hay delante de la mesita.
—Puede sentarse.
No he tenido tiempo de sentarme cuando me suelta, para que no haya dudas:
—He cortado cualquier relación con mi familia de Jalkida. De modo que no sé qué podría decirle de Stelios. No sé ni dónde vivía ni qué amigos tenía.
—Todo eso ya lo sabemos. Lo que he venido a preguntarle es por qué odiaba tanto a su hijo. ¿Es suficiente razón que fuese homosexual, o hay algún otro motivo?
Durante un instante me mira pensativo. Después, tranquilamente, como quien no quiere la cosa, me dice:
—Es usted policía. ¿Le gustaría que su hijo fuera mariquita, que todos sus colegas lo supieran, que fueras la comidilla del barrio y que a la menor discusión la gente te lo restregara por la cara?
—No, no me gustaría —le contesto con absoluta sinceridad—. Pero no por ello le daría una paliza a mi mujer, ni atemorizaría a mi hijo hasta el punto de provocarle manía persecutoria.
—De acuerdo, pero de algún modo tenía que desahogarme de mi desgracia. Al fin y al cabo, mi mujer lo convirtió en un consentido. Cada día le llamaba al móvil para preguntarle qué quería que le cocinase. En nuestra mesa no se servía rancho, sino el menú de Stelios. Y esperaba que se fuese a dormir para correr a arroparlo. Me harté de decirle que no lo mimase tanto. «No soy un contratista de obras públicas, sólo soy transportista», le gritaba, pero ella como si oyera llover.
—Pero fuiste al despacho de su representante y la amenazaste hasta averiguar dónde vivía en Atenas —insisto, tuteándolo.
—Quería hablar con él, pensaba ofrecerle dinero para que dejara de salir por la tele. Ya no soportaba oír una y otra vez: «Ayer vimos a tu hijo en televisión», y que me mirasen con esa sonrisita perversa que duele más que el peor de los insultos. —Toma aire, para después inclinarse hacia delante y mirarme a los ojos—. El dinero que estaba dispuesto a ofrecerle era suficiente para que lo dejara. Ha visto en la entrada el rótulo «transportes» y a lo mejor se imagina que esto es una empresa de verdad. Las apariencias engañan: sólo tengo un camión y lo conduzco yo mismo. Empresario y camionero. Me he liado con una gorda para que me vigile el local cuando hago la ruta, porque el bolsillo no me da para pagar una secretaria.
—¿Dónde estabas la noche en que asesinaron a tu hijo? —pregunto de pronto, para ver su reacción, pero por la rapidez de su respuesta, concluyo que se la había preparado.
—En Lárisa, con el camión. Dormí allí, en el camión, y al día siguiente volví.
—¿A qué hora saliste de Atenas?
—Pero ¿qué pregunta? ¿Acaso cree que maté a mi hijo? ¡Sí, vale, me volvía loco la idea de tener un hijo maricón, pero no hasta el punto de matarlo!
—¿Te acompañó alguien? ¿Paraste en algún lugar?
Me mira enfadado porque no logra convencerme.
—Se le ha metido entre ceja y ceja que yo lo maté, ¿verdad? ¿Basta con que algún cabrón se burle de mí a mis espaldas para convertirme en el asesino de Stelios?
—Nadie te ha acusado de que lo mataras. Sólo queremos comprobar los movimientos de todas las personas que tenían relación con él.
—No me acompañó nadie, pero me paré a beber agua y a fumarme un cigarrillo. El dueño del bar me conoce y se acordará de mí.
Estoy a punto de pedirle el nombre y la dirección del bar, cuando suena mi móvil. Reconozco el número de Adrianí y rápidamente pulso el botón, olvidándome por un instante del señor Ifantidis.
—¿Qué? ¿Ya han salido? Pásame a Katerina —le pido, contento. A mis oídos llegan varios sonidos de la calle, pero no escucho ninguna voz—. Adrianí, ¿me oyes? —grito, porque al otro extremo hay un gran alboroto.
Oigo, primero desconsolada y después deshecha, la voz de mi mujer:
—No la han soltado, Kostas… No la han soltado…
—¿A quién no han soltado? ¿A Katerina? Pero ¿qué dices? —No me lo puedo creer y salgo del local de Ifantidis—. Repítelo. ¿Qué pasa? —le grito en medio de la calle.
—Han retenido a todos los extranjeros, y de los griegos, sólo a Katerina. Por qué, no lo sé. Te paso a Fanis para que te lo explique; él estaba allí, y yo no tengo fuerzas para hablar.
—¡No la han soltado, Kostas! —me confirma Fanis cuando se pone al aparato.
—Cálmate y explícamelo desde el principio.
—Cuando todos los griegos hemos subido a cubierta, han llegado dos hijos de puta encapuchados y han cogido a Katerina. «Tú eres la hija del poli y te quedas», le han dicho. Me he abalanzado para impedirlo, pero me han retenido. He intentado evitarlo, rogándoles que me cogiesen a mí y que dejasen a Katerina. Lo único que he conseguido ha sido ponerles furiosos y que me tirasen por la borda al mar.
—¿No han dado ninguna explicación de por qué la retienen?
—Ya te lo he dicho, porque era la hija de un poli. —Hace una pequeña pausa y después añade con voz trémula—: Haz algo, Kostas. Se comenta que ejecutarán a los retenidos.
—¡Eso es una cortina de humo! —le digo en el tono más convincente que puedo—. Han retenido a algunos rehenes para seguir con su extorsión.
No llego a oír la respuesta de Fanis, porque se interpone la voz de Adrianí.
—¡Yo tengo la culpa, Kostas, yo! ¡Les abrí los ojos con mi entrevista! ¡Tenías razón cuando me aconsejaste que no hablase, que lo que dijese se volvería en contra de nosotros!
—No necesitaban que tú dijeras nada. También tienen teléfonos móviles y gente suya aquí fuera.
—¡Si a nuestra hija le pasa algo, me suicido, que lo sepas!
Me pregunto qué debo hacer primero: averiguar por qué han retenido a Katerina y ver qué peligro corre, o intentar animar a Adrianí, para que no acabe en el manicomio.
—Ponme con Fanis.
—Te escucho —me dice este, aún con voz temblorosa.
—Intentaré averiguar qué ocurre y por qué la han retenido. Tú, mientras tanto, intenta calmar a mi mujer, porque a este paso va a necesitar un psiquiatra. Te llamaré cuando tenga noticias. Si es preciso, iré en el primer vuelo a Janiá. —El «si es preciso» es pura retórica, porque eso es lo que debo hacer.
—De acuerdo, pero tú corre a la primera farmacia y cómprate un frasco de tus pastillas sublinguales.
—¿Por qué?
—Porque este estrés podría darte un susto, acuérdate de tu pequeño problema.
Colgamos y me voy directo hacia el coche. El caso Ifantidis queda relegado a un segundo plano hasta nueva orden, y su asesino consigue una prórroga hasta que yo lo detenga. Antes de decidir mi siguiente paso, llamo a Guikas al móvil.
—¡Kostas, serenidad! —son sus primeras palabras—. Comprendo por lo que estás pasando, pero ahora es preciso mantener la calma.
—¿Habéis averiguado por qué la han retenido?
—Aún no, pero esperamos que digan algo.
—¿A cuántos retienen aún?
—A todos los extranjeros, al capitán, a dos miembros de la tripulación y a tu hija.
—Señor director, salgo para Janiá. No puedo quedarme aquí. Todo lo demás puede esperar.
—Lo entiendo, pero espera unos minutos, que te vuelvo a llamar. No estoy seguro, pero a lo mejor debes hacer algunas cosas antes de venir.
Su argumentación me parece lógica y decido pasar primero por su despacho. Al fin y al cabo, si hay novedades, la primera en saberlas, después de la televisión, será la policía.
Continúo en dirección a la estación de autobuses interurbanos para girar y subir por General Kálari, en dirección a la calle Ajarnón. En el cruce de estas dos calles, mientras espero a que el semáforo se ponga en verde, sólo pienso en Katerina y en mi mujer. Me remuerde la conciencia estar aquí investigando un crimen del que Vlasópulos podría encargarse perfectamente. ¿Dónde está mi lugar, sino al lado de los que luchan por salvar a mi hija y a los otros rehenes? Aunque añado «y a los otros rehenes» para ser políticamente correcto, no nos engañemos, sólo me importa Katerina. ¿Y cómo saldrá de esta mi mujer, que cuando le da un ataque de histeria ni diez bombas de Al Qaeda le harían entrar en razón? No hay duda de que será una gran presión para Fanis, que también debe de tener los nervios destrozados. Sólo me faltaba esto ahora: problemas domésticos, y encima los consuegros por medio.
Cuando el semáforo se pone en verde, me devuelve a la realidad la clásica reacción de los conductores, que empiezan por tocar el claxon y siguen con un «¡Despierta, tío!». Sin embargo, no doblo a la derecha, por Ajarnón, sino a la izquierda, y desde Kaftanzoglu enfilo Galatsíu para ir hacia el aeropuerto. El tráfico en esta vía se complica entre las siete y media y las nueve y media de la noche, cuando trabajadores y empresarios intentan salir de Atenas. Ya pasan de las diez de la mañana y se circula con bastante fluidez, tratándose de Atenas, así que en un cuarto de hora salgo a la autopista de Ática en dirección al aeropuerto.
Dejo el coche en el aparcamiento y me dirijo directamente hacia el panel de salidas. El próximo vuelo a Janiá es de la compañía Olympic y sale a las 11:50. Respiro aliviado, porque no tendré que esperar horas en el aeropuerto y pronto estaré en Creta. Consulto el reloj y veo que todavía me queda una hora. Esto significa que estoy a tiempo de coger ese vuelo, sólo necesito conseguir billete. En la ventanilla, doy con una cola similar a la de Hacienda el último día de entrega de la declaración. Me muero de impaciencia esperando mi turno y consulto la hora cada dos por tres. Ya sólo tengo cinco personas delante, cuando suena el móvil. Tan seguro estoy de que me llama mi mujer que le digo:
—Llego en el vuelo de las doce menos diez. ¿Alguna novedad?
—¿Va a Creta, comisario? —me pregunta la voz de Vlasópulos al otro lado de la línea.
—Sí. ¿Te lo han dicho?
—Ya me he enterado —contesta en el tono circunspecto de quien no sabe cómo expresar su dolor.
—Asume tú la dirección de las investigaciones hasta que vuelva.
—La asumiré, pero la situación ha cambiado, señor.
—¿Qué quieres decir?
—Hemos hallado otro cadáver.
—¿Dónde?
—En el canal de remo olímpico, en Sjiniá, y, por lo que me han dicho los agentes del coche patrulla, a este también le han disparado en la frente a bocajarro.
Necesito un milagro urgentemente.