Los compañeros de facultad de Stelios Ifantidis se sientan en unas sillas que hemos traído de otros despachos, alrededor de una mesita baja que Vlasópulos ha colocado como ha podido, para depositar encima la grabadora. En total son diez, tres chicos y siete chicas, todos entre los veinte y los veinticinco años; la mayoría de ellos están sentados incómodamente, con el culo casi sin tocar la silla. Las chicas intercambian miradas fugaces; en cambio, los chicos fingen estar tranquilos.
—¿Se puede fumar? —pregunta un chico de cabello brillante y en punta y un pendiente en la oreja izquierda.
—No. El despacho es pequeño y se llenaría de humo. Un poco de paciencia, no os entretendré mucho.
El joven acepta su suerte en silencio, mientras una chica pelirroja deja escapar un profundo suspiro en señal de tormento por la privación que tendrá que soportar. Vlasópulos decide poner fin a la espera.
—Bien, chicos, cuando queráis decir algo, decid primero vuestro nombre y apellido, y después tomáis la palabra. Dirigios siempre al casete, para que después podamos oír la grabación de lo que decís y ponerlo por escrito.
A continuación se produce otro prolongado silencio. Se sienten angustiados y muy incómodos. A su edad consideras una traición revelar a la pasma incluso cuántos cafés al día se tomaba tu amigo.
—No haré preguntas personales —me dirijo a todos con serenidad—. Preguntaré en general y quien sepa algo que responda, tal como os ha dicho el subinspector Vlasópulos. —Empiezo con una pregunta estúpida para que se relajen—: ¿Conocíais bien a Stelios Ifantidis?
—¿Si lo conocíamos bien? —repite pensativa una chica de pelo castaño que lleva chancletas, vaqueros y una camiseta de algodón donde se lee «FUCK THE ARTISTS». Quiere proseguir, pero Vlasópulos la interrumpe.
—Nombre y apellido —le recuerda.
—Glikeria Papapetru. Miren, somos una clase pequeña y todos nos conocemos. Ahora bien, eso de que «nos conocemos» no ha de tomárselo al pie de la letra. Sabemos lo que uno suele saber de otro compañero de facultad, y de verlo en el bar de enfrente.
—Y como compañeros de clase, ¿de qué hablabais?
Se encoge de hombros.
—De las asignaturas, de nuestros trabajos, de cotilleos de la facultad…, de qué películas habíamos visto y nos habían gustado…
—¿Y al margen de las cosas de la facultad?
—Cuando debíamos presentar trabajos, o se acercaban los exámenes, entonces nos veíamos más a menudo. El resto del tiempo lo pasábamos entre el aula y el bar, y en verano nos perdíamos la pista.
Llevo dos noches seguidas en vela y tengo los nervios destrozados.
—Empiezo a hartarme de todos esos «no sé nada», «no he oído nada», «no he visto nada» —digo fuera de mis casillas—. ¿Cómo es posible que hayáis estudiado dos, tres años juntos y no sepáis nada de él? ¿Adónde solía ir, a qué bares, con quién se relacionaba? O nos decís lo que sabéis o empiezo a interrogaros uno por uno. Dicho de otra manera, os retendré aquí hasta medianoche o más.
Me miran y sus expresiones varían: unos no saben qué decir, otros se muestran sorprendidos, y otros me lanzan miradas de odio. Al final una chica pelirroja que sólo lleva un pendiente decide romper el hielo.
—No pretendemos ocultarle nada, señor comisario —me dice—. Sencillamente, Stelios siempre mantenía las distancias. Pregúntele a Aleka. Es la que iba con él más a menudo y tal vez sepa algo.
Nueve pares de ojos se vuelven hacia una chica bajita y regordeta, con gafas redondas, que parece más una alumna de bachillerato que una estudiante de Bellas Artes. Dice su nombre: Alexandra Lampridu.
—Lo que han dicho es cierto. Con los conocidos, Stelios se mostraba abierto y simpático, pero cuando intimabas con él dejaba de fingir. —Se calla un instante, reflexiona, y corrige—: De todos modos, no siempre era así.
—A ver si nos aclaramos: ¿cuándo era y cuándo no era así?
—No era así ni en clase ni en el taller. Ahí siempre estaba dispuesto a ayudar. Y ya que lo mencionamos, no tenía por qué molestarse en ayudar a ningún compañero, no tenía que ganarse la amistad de nadie, porque era el mejor.
—¿Quién dice que era el mejor? Porque yo lo veo de otro modo —interviene el individuo del pelo en punta. Después se inclina y dice irónicamente al casete—: Lambis Kalafatis.
—¡Venga, Lambis, deja de hacerte el gracioso! —protesta la chica de pelo castaño del «FUCK THE ARTISTS»—. Todos lo considerábamos el mejor, tú eras el único que no lo soportaba.
—¿Podemos seguir? —le digo a Aleka, para evitar más réplicas—. Decías que era una persona abierta con los compañeros.
—Exacto, pero cuando pasabas de las clases a temas personales, entonces no soltaba prenda.
—Pero, por lo que me dices, contigo mantenía una buena relación.
—Sí. Los demás no lo entendían, pero yo sabía por qué.
—¿Y por qué?
—Porque yo necesitaba hablarle de mis problemas. Cuando te sincerabas, él discutía el problema contigo, te decía lo que pensaba. En cambio, de sus cosas nunca contaba nada, excepto sobre su madre y su hermana.
Eso es lo único interesante que he oído hasta el momento e inmediatamente me lanzo:
—¿Qué te contaba de su madre y de su hermana?
—De su madre decía que se había separado de su padre y que pasaba estrecheces. Sentía remordimientos porque se había ido de casa para seguir estudiando y la había dejado sola. Cuando empezó a trabajar en publicidad daba saltos de alegría, porque podía ayudar a su madre y a su hermana. Un día me dijo que, del dinero que ganaba con los anuncios, se quedaba sólo lo necesario para vivir, y que el resto lo enviaba a su casa.
—¿Y de la hermana?
—A Stelios le remordía la conciencia porque ella se había hecho cargo de su madre y, al mismo tiempo, luchaba para mantener su puesto de trabajo; en cambio, él vivía en Atenas y jugaba a ser artista.
Llegamos a la ineludible pregunta sobre la sexualidad de la víctima, y no sé cómo abordarlo. Si me hago el ingenuo y finjo no saber nada, es muy probable que se acreciente su desconfianza y que yo no obtenga respuestas claras. Decido plantearlo de forma suave, mostrando mis cartas una a una.
—Escuchadme bien, chicos —comienzo en tono amistoso—. Tanto vosotros como yo sabemos que vuestro compañero era homosexual. De modo que nos vemos obligados a investigar sus relaciones sentimentales, porque no podemos descartar que se trate de un crimen pasional.
—Entonces lo tenemos crudo… —responde enseguida Aleka.
—¿Por qué?
—Porque en los dos años que estudiamos juntos, nunca me habló de sus sentimientos, y jamás lo vi con un hombre.
Me dirijo al resto:
—Tal vez alguno de vosotros sepa algo más.
El silencio, acompañado de negaciones con la cabeza, me da a entender que ninguno sabe nada. Estoy a punto de cerrar el tema cuando el joven de pelo en punta salta:
—Lo más probable es que lo escondiese por miedo —dice con esa sonrisa irónica que me saca de quicio.
—¿De qué miedo hablas, si todos sabíamos que era gay? —le recrimina una compañera—. Stelios no se escondía.
El joven se dirige a mí:
—¿Sabe?, los gays sienten una gran inseguridad en sus relaciones amorosas —me explica como si quisiera darme lecciones—. Cuando ligan con alguien, lo mantienen en secreto para que ningún posible rival o alguna amiga suya se lo robe.
Estoy a punto de ponerlo en su sitio, pero se me adelanta Aleka, que salta indignada:
—Lambis, Stelios está muerto, ¿todavía no lo has entendido? —le grita, a punto de ponerse a llorar—. Ya no hace falta que hables mal de él a sus espaldas ni que le tengas envidia porque triunfaba allá donde iba.
—Está bien, no te pongas así. Era una broma.
—¡Menuda broma! —responde Aleka con sarcasmo. Después se dirige a mí—: Stelios no tenía miedo de que le robasen ningún amigo, señor comisario. Al único al que temía era a su padre.
—¿Te dijo por qué?
—Me dijo que si se enfadaba de verdad, podría llegar a matar a alguien, y que le trataba muy mal. A veces me parecía que Stelios sufría de manía persecutoria. Estábamos tomando un café, por ejemplo, y de repente se sobresaltaba porque creía que había visto pasar a su padre. O de noche miraba por la ventana convencido de que estaba apostado fuera y que le esperaba.
De nuevo sale a relucir su padre, pienso. Es la tercera vez que aparece en la investigación, y siempre aseguran que es violento. Creo que tendré que hablar con él, aunque me parece bastante improbable que matase a su hijo de un disparo a quemarropa. ¡Señor, qué cosas, sólo me falta que el asesino sea de la familia! Respecto a los tres chicos, ninguno de ellos tiene la complexión robusta del motorista, el amigo de Stelios al que había visto la señora Teloni. De modo que a los compañeros de la víctima hay que considerarlos testigos y descartarlos como posibles sospechosos de asesinato.
No consigo acabar mi razonamiento porque me interrumpe el teléfono. Descuelgo y oigo a Kula:
—Comisario, ¿podría subir un momento?
—¿Podrías esperar unos minutos? Estoy en medio de un interrogatorio.
Duda un instante, pero después insiste:
—Creo que es urgente.
—Sigue tú —le digo a Vlasópulos—. Y cuando hayas acabado con los chicos, localiza al padre.
Mientras espero el ascensor para subir a la quinta planta, concluyo que tanta urgencia se debe a que Guikas, desde Creta, quiere que le ponga al corriente. Seguro que Kula lo tiene al teléfono y por eso me ha pedido que suba de inmediato.
Mis elucubraciones hacen aguas cuando entro en el despacho de Kula y lo encuentro vacío. La puerta del despacho de Guikas está abierta y oigo voces que proceden de su interior. Se me ocurre que el jefe ha vuelto y que ha preguntado por mí, pero cuando entro, en lugar de a Guikas veo a Kula sentada en su butaca con los ojos pegados al televisor. Poco antes de salir hacia Creta, Guikas había pedido que le llevaran uno al despacho para seguir las noticias.
Miro la pantalla con curiosidad. El Greco sigue inmóvil ante las islas Zodorú, como hace días.
—Fíjese en la bandera del palo mayor —me dice Kula.
Levanto los ojos y al lado de la bandera griega veo ondear otra tricolor: roja, azul y blanca, y, a un lado, una especie de escudo, con una cruz en el centro y una corona.
—¿Qué bandera es esa?
—Han dicho que la de Serbia.
—¿Te has vuelto loca, Kula? —le grito, más sorprendido que enfadado—. ¿Me estás diciendo que son terroristas serbios? Los serbios no cometieron en Grecia ningún acto terrorista ni durante la guerra de Bosnia ni durante la de Kosovo, cuando la OTAN los bombardeó. ¿Ahora se despiertan?
—No sé qué decirle, comisario. Además, ¡yo qué sé cómo es la bandera serbia! He oído que lo decían y yo le transmito la información.
—Lo habrá dicho algún periodista analfabeto que no sabe de qué va nada.
—Venga, comisario, como si no hubiera enciclopedias. —El comentario es casi una provocación a mi persona, que soy un maniático de los diccionarios, y lo encajo—. Sea como sea, si se trata de serbios, saldremos ganando.
—¿Por qué?
—Porque los serbios no harán daño a nuestra gente. Ahora usted y su esposa podrán tranquilizarse un poco.
El barco desaparece de la pantalla y en su lugar aparece el presentador de las noticias:
—Hasta ahora no se han producido más cambios, señores telespectadores —informa—. La policía cree que la bandera que han izado es la de Serbia, y ello aún plantea más interrogantes. En todo caso, la policía espera establecer contacto de un momento a otro con los secuestradores. A continuación daremos paso a nuestro corresponsal en Janiá, por si dispone de alguna información de última hora. Dimos, ¿me oyes?
—Te oigo, Iannis. De momento no hay ninguna novedad. Como tú decías, la policía espera establecer contacto en breve con los terroristas.
—¿Tenemos alguna información contrastada sobre su nacionalidad?
—Aparte de la bandera, ninguna. De todos modos, la policía no descarta la hipótesis de que pretendan engañarnos.
Le digo a Kula que baje el volumen y llamo a Guikas al móvil, pero comunica. Lo intento con Adrianí. El teléfono suena, pero nadie lo coge. Probablemente esté en algún lugar de la costa y no me oye por culpa del ruido. En mi desesperación llamo a Parker, que descuelga de inmediato. Le pregunto qué piensa de la bandera y de qué nacionalidad, en su opinión, podrían ser los terroristas.
—I don’t know —es su honesta respuesta—. Tal vez sean realmente serbios que quieren recuperar Kosovo. U otros que nos intentan despistar.
Le quiero preguntar por qué cree que nos quieren despistar y qué sacarían con ello, pero de repente me dice con brusquedad:
—Sorry, I have to go. Something is going on. Algo ocurre en el barco.
—What? —le pregunto, pero no recibo respuesta alguna porque ha colgado.
No me quedo mucho tiempo con la duda, porque El Greco vuelve a aparecer en pantalla.
—Dimos, ¿ves movimientos en cubierta? —pregunta el presentador.
—Sí, algo sucede.
—¿Podrías acercar el objetivo el máximo posible?
La cámara se acerca y enfoca a dos individuos vestidos de negro, como la muerte, apostados en la borda del barco, con Kaláshnikov en las manos y mirando hacia el centro de cubierta. Al cabo de un instante, otros dos traen a un hombre rubio con los brazos atados a la espalda y una venda en los ojos.
—Dimos, ¿temes lo mismo que yo? —pregunta el presentador con voz trémula.
—¡Por desgracia, sí! Me recuerda una ejecución —responde el periodista.
Apoyan al hombre rubio en la borda y una de aquellas muertes negras se coloca detrás de él. Se oye una detonación y el cuerpo del hombre se inclina lentamente hasta caer al agua.
—¡Dios santo! —oigo chillar a Kula, pero no me inmuto.
Corro al teléfono y llamo a Vlasópulos.
—¿Has acabado? —le pregunto.
—Sí, y he dado con la dirección del padre de Ifantidis.
—¡A la mierda! El asesino puede esperar. Me voy a casa. Hace un segundo los terroristas han ejecutado al primer rehén.
No espero a oír lo que pueda decirme Vlasópulos. Salgo del despacho de Guikas y bajo los peldaños de dos en dos. Si pudiese, pediría un helicóptero que me dejase en la azotea de mi casa.