Me esperan delante de la puerta de mi despacho, incómodos. No son nuestros reporteros habituales, que ahora deben de estar respirando la brisa de Creta mientras cubren las noticias del fondeo de El Greco frente a las islas Zodorú. Estos trabajan para la prensa del corazón y la telebasura. No son muy diferentes de los otros. Estos, simplemente, navegan ahora fuera de sus aguas, porque no es lo mismo entrevistar a estrellas que no saben ni hablar, que esperar la llegada de un poli en el pasillo de Jefatura.
Me hago el indiferente y paso de largo, fingiendo que no los veo, que no los conozco, pero me detiene una voz aguda de mujer:
—¿Hay alguna novedad sobre la muerte de Ifantidis?
—Ya os llamaré —declaro, de forma vaga y ambigua, y entro en mi despacho.
Me encuentro el informe de la autopsia de Stavrópulos sobre la mesa. Lo leo, saltándome lo que no me interesa, o no domino, y llego a la hora de la muerte. El informe la sitúa entre las once de la noche y las tres de la madrugada. Quiero saber si la víctima tuvo relaciones sexuales antes de morir. Stavrópulos lo descarta. El resto de nada me sirve. Abro la puerta y digo a los periodistas que pasen.
Entran titubeando y miran a su alrededor. Están acostumbrados a suites de hotel y a espacios confortables, y ahora se les cae el alma a los pies. Al fin, dos de las mujeres deciden sentarse. El resto permanece de pie, básicamente porque no hay más sillas.
—En relación con el asesinato de Stelios Ifantidis, no tengo mucho que decir. De momento sólo puedo facilitarles dos datos. El primero, que la muerte se produjo entre las once y las tres de la madrugada. El segundo, que el asesino disparó a la víctima a bocajarro.
Nada comento sobre el revólver, porque no quiero revelar aún el modelo del arma y el año de fabricación. Afortunadamente, puedo distraerlos con detalles secundarios y no se les ocurre preguntar. Si estuviese aquí Sotirópulos, ya hubiera sacado la artillería.
—Habrá nuevas declaraciones a medida que avancen las investigaciones —añado para quitármelos de encima.
Comprenden que no me sonsacarán nada más y empiezan a desfilar.
No bien el último ha cerrado la puerta, hago venir a Vlasópulos. Le cuento a grandes rasgos lo que ha averiguado el laboratorio sobre el arma.
—En todo caso, el asesino no la robó del museo —apostilla él—. Hicieron el recuento con rapidez y no les faltaba ninguna. Por otra parte, no tienen muchas Luger. La mayoría son M1911, de procedencia norteamericana. Los alemanes no solían regalarnos pistolas. En cuanto a la munición nueve milímetros parabellum, ni siquiera exhiben balas de ese calibre.
—Me pregunto de dónde salió.
Vlasópulos se encoge de hombros:
—Si es una M1911, es fácil. El ejército las utilizó durante la guerra civil.
—¿Y si es una Luger?
—No sé qué decirle. Tal vez el abuelo del asesino se la sustrajera a algún oficial alemán. También pudo haberla comprado en cualquier país del Este, allí venden de todo. Lo que me intriga es por qué la compró. ¿Necesitaba una pistola de anticuario para matar a un marica?
—La necesitaba si se trata de un maniaco que se ha adjudicado la misión de limpiar Grecia de homosexuales. La pistola es una especie de tarjeta de visita.
Deja escapar un silbido de admiración.
—¿Me está diciendo que tenemos la mala suerte de enfrentarnos, por un lado, a terroristas, y por el otro, a un chalado?
—Eh, para el carro. Sólo es una teoría, quizás andemos errados. ¿Has avisado a los compañeros de facultad de la víctima?
—¡Naturalmente! Mañana a las nueve y media. —Se dirige a la puerta, pero se detiene—. ¿Sabe qué me pasa, comisario? ¡Echo en falta a Dermitzakis!
—Y yo a mi hija —le respondo secamente.
—Tiene razón, disculpe —me dice, como si hubiese sido la metedura de pata de su vida.
Día y noche, no pasa un instante sin que piense en ella y en su novio. Sin embargo, cuando lo digo en voz alta y lo oigo, como ahora, mis ánimos decaen. Consulto el reloj; son casi las siete y media. Decido dejarlo e irme a casa.
Al poco de doblar la esquina, me doy cuenta de que no he probado bocado desde anoche. Entro en el primer bar que veo y pido dos pinchos para llevar, uno de cerdo y otro de ternera. Llego a casa con cinco minutos de retraso: el informativo de las ocho ya ha empezado. Subo el volumen para oír las noticias desde la cocina, como si se tratase de la radio, mientras me sirvo los pinchos.
Los pongo en un plato, cojo una servilleta de papel y, cuando estoy a punto de iniciar la ceremonia de mirar y comer, oigo que el presentador dice:
—Iannis, ¿qué hay de cierto en la información de que entre los rehenes de El Greco se encuentra la hija de un alto cargo de la policía?
—Es totalmente cierto, Andreas. Nos lo han corroborado muchos de los pasajeros que los terroristas han dejado en libertad.
El plato se me cae de las manos y se hace añicos, mientras los pinchos ruedan por el suelo de la cocina. Corro al comedor pero, cuando llego, el corresponsal ha cambiado de tema e informa al presentador de que, después de la liberación de rehenes, la policía espera que los terroristas hagan públicas sus exigencias de un momento a otro.
Con los nervios a flor de piel, espero que acaben las entrevistas con los pasajeros liberados. El corresponsal rehuye preguntar si entre los rehenes se encuentra la hija de un policía. Como eso no me tranquiliza ni una pizca, empiezo a cambiar de canal para asegurarme. Sólo en el último telediario me topo con una chica de unos veinte años vestida como una corresponsal de guerra, con chaleco, pantalones gruesos y zapatillas deportivas. Está entrevistando a una cincuentona.
—No sé qué decirle —responde la mujer—. Hay varias chicas entre los rehenes, pero no sé si una de ellas es hija de un policía.
Eso me calma un poco, y cuando la presentadora empieza con las noticias internacionales, apago el televisor y llamo a Guikas.
—¿Cómo se ha sabido lo de mi hija? —le pregunto sin saludarle siquiera.
—Por los rehenes que han salido del barco. Parece que Katerina no ha mantenido en secreto que es hija de policía.
En mi interior despotrico contra ella, pero continúo.
—¿Qué saben exactamente los periodistas?
—Todo. Han investigado sobre Katerina, han recordado que has estado aquí, algunos también reconocieron a tu mujer; han atado cabos y han llegado a esa conclusión ellos solitos. —Tras unos segundos, añade—: Te dije que no vinieras, pero no hiciste caso.
Bastante nervioso estoy, casi echo chispas, y él va de listillo.
—Dígame, ¿qué hubiera hecho usted en mi lugar? —le pregunto con malos modos.
—Lo mismo que tú —me responde sin titubear—, y apechugaría con las consecuencias, igual que tú.
Guikas es así, una de cal y otra de arena. Su sinceridad se disipa, igual que mi agresividad.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Intentemos cerrarles la boca a los periodistas y crucemos los dedos. —La respuesta es razonable, pero nada optimista. Quiero decírselo, pero se me adelanta con una pregunta—: ¿Cómo va lo del asesinato del modelo?
Le pongo al corriente de las investigaciones, le comento que se utilizó una pistola de la segunda guerra mundial y acabo el informe verbal transmitiéndole mi temor de que nos enfrentemos con un maniaco asesino.
—Eso último, ¿de dónde lo sacas? —me pregunta, con ansiedad creciente—. Todavía es pronto para llegar a una conclusión de este tipo.
—Lo es, pero la antigüedad de la pistola no es un buen síntoma.
—¿Por qué?
—Porque tal vez sea la firma de un maniaco.
Se queda pensativo, y no me contradice.
—Esperemos que no sea así. A perro flaco, todo son pulgas —comenta en tono fatalista.
Antes de colgar, me pide que le informe cada noche. Me pregunto si ha sido una buena idea revelarle mi teoría tan pronto, porque ahora no me dejará en paz. Corro a la cocina a recoger los pinchos del suelo, antes de que lo manchen de manera permanente y mi mujer se suba por las paredes, pero el móvil me interrumpe de nuevo.
—¡Ya me olía yo que pasaba algo! ¡Por eso estabas en Janiá con tu mujer! —me suelta Sotirópulos—. ¡Qué calladito te lo tenías! Con los años que hace que nos conocemos y ¿me lo escondes?
—Mira, chico, las cosas han ido así. Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que contarte un problema familiar? ¿Acaso somos parientes?
—Está bien, ya sé que estás pasando por una situación difícil; sólo te lo decía para echarte una mano.
—¡La mano me la echarías si convencieses a tus colegas de que no escriban nada sobre mi hija!
Se produce una pequeña pausa y a continuación escucho una voz ahogada:
—Mi poder no llega tan lejos. De momento hemos echado el freno porque nos lo ha pedido Guikas. Pero cada cual vigila al vecino. A la menor sospecha…, fíjate lo que te digo: sospecha…, de que alguno de nosotros quiere ser el primero en difundirlo, lo harán todos a la vez, sólo para fastidiarle la exclusiva. —Resopla y añade—: Nuestro mundo es la jungla, comisario. Desde el Consejo Audiovisual hasta los terroristas, todo es una jungla. Ya deberías saberlo, pero por desgracia eres el único policía que aún se hace ilusiones.
—Al menos, hazme el favor de no ser tú el primero en escribirlo. —Estoy seguro de que encontrará la manera de escurrir el bulto y justificarse.
—Tal vez sería una buena jugada.
—¿Qué quieres decir?
—Que podría ser yo el primero en escribir sobre eso. Le haría una entrevista a tu mujer llena de preguntas inocentes y acarameladas. Así acabaría de un plumazo con el filón, y a nadie le interesaría ya entrevistarla.
Ahora que Sotirópulos lo menciona, caigo en la cuenta de que los periodistas pondrán cerco a Adrianí y me da un ataque de pánico.
—¡No te atrevas a acercarte a mi mujer, porque acabo contigo! —grito—. Sólo piensas en tus exclusivas. ¡Si lo necesitaras, pasarías por encima del cadáver de quien fuese!
—¿Por quién me tomas? ¿Por un animal salvaje?
—¿Quién ha hablado de jungla, tú o yo?
Antes de volver a hablar, aprieta los dientes para contener su ira:
—Nunca has confiado en mí. Siempre has pensado que quería aprovecharme de ti. ¡Perfecto! No me acercaré a tu mujer, pero te diré una cosa: te arrepentirás de no haberme dejado entrevistarla.
Cuelga antes de que pueda replicar. Y me conviene, pues me doy prisa en llamar a Adrianí.
—¿Te has enterado de lo que dicen de nuestra hija? —le pregunto no bien oigo su voz.
—Pues claro. Aquí no se habla de nada más.
—¡Tú, chitón! No sabes nada.
—¡Por favor, que no soy ninguna criatura! —se irrita.
—Lo mejor, sin duda, sería que regresaras a Atenas y no te convirtieses en el objetivo de todos los periodistas —continúo sin inmutarme—. Saben que es nuestra hija y no dejarán de agobiarte ni un instante.
—¡Yo no me muevo de aquí! —Grita tan fuerte que tengo que apartarme el teléfono de la oreja—. ¡Mientras mi pequeña esté en peligro, no pienso volver al calor del hogar!
—¿Quién ha hablado del calor del hogar? Sólo pretendo alejarte de la boca del lobo. Esta gente hará lo que sea con tal de destrozarte.
—Tú tranquilo, sé defenderme.
—Sólo tienes una forma de defenderte. Enciérrate en tu habitación y no contestes al teléfono. Piensa que nuestra hija corre peligro.
—¡Deja de tratarme como a una cría! —vuelve a gritar—. Sé mejor que tú cómo proteger a mi hija. No tienes ningún derecho a decirme qué debo hacer. ¡No soy una criatura, ni ninguno de tus subordinados!
—Si mañana le pasara algo a Katerina, los remordimientos no te dejarán vivir.
—¡Si a Katerina le pasase algo, la culpa será de los ineptos de tus colegas! —aúlla y cuelga el auricular.
He conseguido pelearme con Sotirópulos y con mi mujer en pocos minutos, pero en estos momentos estoy convencido de que llevo razón. Al fin y al cabo, en situaciones como esta, la protección es asunto de la policía.
Voy a la cocina a beber un vaso de agua porque tengo la garganta seca. Agobiado y absorto en mis pensamientos, resbalo en la salsa de tzatziki que hay esparcida por el suelo y por poco me rompo la crisma. Recojo los pinchos y el plato roto, y limpio el suelo de la cocina con unas servilletas de papel. Después me voy a dormir. Me echo en la cama vestido, previendo que me espera otra noche de insomnio.