Tardo casi tres cuartos de hora en ir desde Plakuta hasta el laboratorio científico. Todos los que, durante los Juegos Olímpicos, veían fluir el tráfico como las olas del Danubio, y proclamaban entusiasmados que los atascos de Atenas habían desaparecido para siempre, se encuentran ahora empantanados en las marismas de la avenida Mesolongios y sueltan palabrotas, como antes de los Juegos. Un milagro dura tres días, a lo sumo cuarenta, decía mi difunta madre. Los Juegos Olímpicos duraron cuarenta —lo máximo—, y después hemos vuelto a las andadas.
Llego al laboratorio empapado en sudor y me encuentro a Palioritis excitado como si le hubiese picado una abeja. Me agarra del brazo mientras me dice «Adelante, comisario» y me lleva derecho ante un ordenador.
—Siéntese y dígame qué ve.
Lo que observo en la pantalla se asemeja a la parte frontal de un casquillo de bala, con una obertura circular y estrías en forma de rayos.
—¿Es la marca que dejó la bala en el orificio de entrada?
—Sí, pero no es sólo la huella del proyectil, también lo es del casquillo, pues le dispararon a quemarropa. —Se queda mirando fijamente la pantalla y murmura, como si hablase solo—: Y ahí comienzan las cosas extrañas.
—¿Cosas extrañas?
—Empecemos por lo más sencillo. La bala utilizada corresponde al calibre nueve milímetros parabellum. Estas balas se utilizan hoy en día. Estaba convencido de que coincidiría de inmediato con el arma del crimen. Y entonces me he dado cuenta de que el casquillo corresponde a un revólver antiguo.
—¿Antiguo? ¿Cómo de antiguo?
—Tal vez sea de la segunda guerra mundial.
Me vuelvo y lo miro con sorpresa. Esperaba mi reacción y sonríe satisfecho.
—Comisario, la pistola utilizada en el crimen es una Luger alemana o una M1911 americana. Tanto la una como la otra utilizan balas del calibre nueve milímetros parabellum, y ambas se utilizaron durante la segunda guerra mundial.
Miro la imagen en el monitor. A mí no me sugiere nada, pero parece que a Palioritis sí: le habla de un arma olvidada, que alguien guardaba en un cajón para ocasiones como esta.
—¿Sabrías decirme con exactitud de qué modelo se trata? ¿De la Luger o de la americana?
—Todavía no se lo puedo asegurar, pero lo sabré con certeza cuando termine el análisis.
—¿Cuándo lo tendrás listo?
—Mañana a más tardar.
Me acompaña hasta la puerta del laboratorio con la satisfacción reflejada en el rostro por haber conseguido confundirme. En cuanto salgo al pasillo, llamo a Vlasópulos:
—Telefonea al Museo Militar y pregunta si últimamente les han robado alguna Luger o una M1911.
—¿Por qué precisamente al museo? —me pregunta, muerto de curiosidad.
—Porque se trata de una pieza de museo. De la segunda guerra mundial.
—¿Lo mataron con un revólver de esos?
—Sí. Te explicaré los detalles más adelante. Cuando acabes en el museo, quiero que vayas a la Escuela de Bellas Artes, que averigües quiénes eran los compañeros de carrera de Stelios y que mañana por la mañana me los traigas todos juntos a mi despacho.
Cuelgo y vuelvo a subir al Mirafiori para ir a las oficinas de Star Models, que se encuentran en la calle Paleólogos, en Marusi.
Conduzco de forma automática y pienso en la víctima. Los elogios de la hermana se confirman. La señora Kúrteli y, sobre todo, la anciana señora Teloni me habían hablado muy bien de Stelios. Aparte de esos testimonios, su casa también demostraba que se trataba de un joven culto y con buen gusto. Así pues, ¿quién querría ejecutarlo, y por qué? El primer motivo, y el más verosímil, podrían ser los celos, pero no casan del todo con Stelios. ¿Qué tipo de pasión amorosa era la suya, sin vida en común ni visitas del amante? Si la señora Teloni insiste en que el chico no recibía visitas en casa, no tengo motivos para dudar de ella. Estoy seguro de que a la anciana no se le escapaba detalle, no sólo por ser una cotilla, sino también por esa especie de actitud protectora que adopta, por ejemplo, una abuela hacia un nieto. Queda sin aclarar, no obstante, lo del joven culturista. A él, seguro que el crimen le va que ni pintado. En este punto, sin embargo, entra en escena la pistola de la segunda guerra mundial para embrollarlo todo. De acuerdo, un marica puede matar a otro en un ataque de celos, igual que un hombre a una mujer, o viceversa. Pero la Luger, ¿para qué la necesitaba, y de dónde la había sacado? ¿Era una reliquia de su abuelo? Hasta aquí, puedo aceptarlo; pero ¿de dónde sacó las balas del calibre nueve milímetros parabellum? Aunque se demuestre que la pistola la robaron del Museo Militar, de nuevo es bastante inverosímil que un mariquita rompa la vitrina de un museo para robar una Luger con la que matar a su amante. Existe la posibilidad de que nos enfrentemos a un maniaco asesino. A él, la Luger le va mucho mejor. Los maníacos siempre quieren dejar su firma para llamar la atención, y una pistola como esa no es sólo una firma, es como un sello lacrado con cera. Ahora bien, si no la robó en el museo, tal vez se trate de una reliquia de su abuelo, o quizá se la compró a algún coleccionista de armas.
Giro a la izquierda por Vasilisis Sofías en dirección a Marusi y, una vez allí, llego a la calle Paleólogos. Las oficinas de Star Models se hallan en el tercer piso de un edificio inmenso. Entro en una recepción con una mesa de despacho en medio y un ordenador encima. Las paredes están cubiertas de retratos de estrellas de Hollywood que ahora tendrían la misma edad que mi difunta madre: Ava Gardner, Clark Gable, Rita Hayworth, Steve McQueen, David Niven. Imposible que a todos ellos los representase Star Models. El mensaje que quieren transmitir es otro: venid con nosotros y seréis como ellos. Una jovencita con las uñas de las manos y de los pies pintadas, y un joven con un pendiente en la oreja, sentados en unos sofás baratos, esperan, sin duda, que se lo demuestren.
Me dirijo a la tercera chica, la que está sentada detrás de la mesa. Levanta la vista de la pantalla del ordenador y me mira con fastidio.
—¿Viene por el anuncio del Yaris?
—No. Vengo por la muerte de Stelios Ifantidis. Soy el comisario Jaritos.
Su fastidio se transforma en tristeza.
—¡Ay, pobre Stelios! Desde ayer, cuando me enteré de la noticia, no sé qué decir. ¡No sabe usted lo buena persona que era!
Me gustaría decirle que también yo me he convencido de ello, pero se me anticipa:
—Un segundo, enseguida aviso a la señora Lazaratu.
La señora Lazaratu es una cincuentona gordita, pelirroja y con unos enormes pendientes metálicos en las orejas. Lleva una blusa blanca de algodón con una gran bandera blanquiazul, que descansa sobre un pecho generoso. Esta moda, la de que las mujeres llevasen la bandera griega sobre el pecho, causó furor durante los Juegos Olímpicos y después se olvidó, lo mismo que ocurrió con los Juegos, por otra parte. Me sorprende que la señora Lazaratu aún la lleve. Ve mis ojos clavados en su blusa y sonríe.
—Miraba mi blusa, ¿verdad? Aún la llevo para recordar nuestro gran éxito, que hizo que los extranjeros tuviesen que tragarse sus palabras.
Como no he venido para hablar de grandezas pretéritas, hago caso omiso de su comentario.
—He venido a hacerle unas preguntas sobre Stelios Ifantidis —le digo—. Si me han informado bien, usted era su representante.
Deja escapar un suspiro.
—Sí, señor comisario. Por desgracia se trata de una doble pérdida: para el muchacho, que ha perdido la vida, y para mí, que he perdido una importante fuente de ingresos.
—¿Hace mucho que le conocía?
—Desde el día en que vino a dejarnos unas fotos, o sea, hace unos dos años. —De repente se inclina hacia mí y habla casi en susurros—: Comisario, las cosas claras, yo a los mariquitas no los soporto. No me gusta cómo se mueven, no me gustan todos esos «reina», «preciosa», «cariño». Yo quiero que los hombres sean hombres, y que estén por encima; y que las mujeres sean mujeres, y estén por debajo. Cuando ese orden se invierte, mi escala de valores se trastorna. —Se inclina otra vez hacia mí y baja aún más la voz, para parecer más confidencial—: Naturalmente, no lo dejo traslucir. Al contrario, delante de ellos soy un encanto, escucho con paciencia de santa sus confidencias y sus amoríos, porque últimamente están muy solicitados y, usted me entiende, no quiero que se vayan y perjudiquen mi negocio.
Se echa a reír, satisfecha de su inteligente táctica. El pecho se le mueve arriba y abajo, y hace ondear la bandera.
—¿Me puede explicar por qué me dice todo esto? —le pregunto nervioso, pues su relación con los gays me importa un comino y estoy perdiendo tontamente el tiempo.
—Para darle a entender que Stelios era mariquita, pero de otra clase. No se movía como ellos, no decía «reina» ni «cariño». Era serio, conmigo sólo hablaba de trabajo; sobre cuestiones personales, era una tumba.
—En otras palabras, no sabe nada de su vida privada.
—No tengo ni la más remota idea, excepto que estudiaba en la Escuela de Bellas Artes.
—¿Sabe si tenía rivales en la profesión? —le pregunto, más que nada para no irme con las manos vacías.
—Mire, comisario, cuando tienes éxito, siempre te envidian. Especialmente en esta profesión. Quien queda fuera del mercado no soporta que otro sea más guapo, más alto o se mueva con más gracia. Entonces empiezan a despotricar y a meterse conmigo: que si protejo a los mariquitas, que si los gays y los judíos gobiernan el mundo, y yo les sigo el juego. Pero todo esto nunca llega hasta el punto de querer matar al rival. —Reflexiona unos segundos—. Sólo me asusté de veras el día en que se presentó aquí su padre.
—¿Su padre? ¿Y cuándo fue eso?
—Hará unos tres meses.
—¿Qué quería?
—Irrumpió en mi despacho y me amenazó para que dejase de representar a su hijo. También me pedía la dirección y el teléfono de su hijo. Estaba fuera de sí, daba puntapiés a los muebles y yo lo contemplaba aterrada. Hasta que llamé a gritos a Tecla, mi secretaria, y a unos cuantos chicos que esperaban fuera, para que avisasen a la policía. Entonces el hombre se asustó y se largó. No sé qué decirle, no entiendo por qué no quería que le diese trabajo a su hijo.
Yo sí lo entiendo, pero no me molesto en explicárselo. Me levanto con intención de irme.
—Tome, es mi número de móvil, por si recuerda algo más.
—Me lo quedaré, aunque no creo que pueda ayudarle. Le he contado todo lo que sé.
Fuera se han congregado hombres y mujeres de todas las edades que esperan pacientemente, como si estuviesen en la consulta del dentista. En el ascensor, se me ocurre que debería apretarle las tuercas al padre de la víctima. En primer lugar, porque se tomó la molestia de localizar a la agente de su hijo. En segundo, porque había ido a amenazarla. En tercer lugar, porque le pidió su dirección. Todo ello, a falta de nada mejor, lo convierte por el momento en el principal sospechoso.