12

Me despierta el sonido del móvil y, a continuación, oigo la voz intranquila de Vlasópulos.

—Comisario, ¿dónde estaba? Llevo horas buscándole. En su casa no me contestaba.

Miro el reloj y veo que son las nueve y media. Debo de haber dormido más de dos horas.

—Voy de camino a Jalkida.

—¿Cómo se le ha ocurrido ir tan temprano a Jalkida? ¿Sucede algo?

—No.

—¿Entonces?

Me huelo que quiere ponerse en plan niñera y le corto:

—Déjalo, mejor no preguntes.

—Sólo le llamaba para saber si quiere que envíe a los de la Científica a casa de Ifantidis o si prefiere que espere a que usted vuelva de Jalkida.

—Envíalos, no perdamos tiempo.

—¿Dónde se encuentra en este momento?

—He pasado Malakasa.

—¿Cómo va? ¿En el coche patrulla?

—No, en mi coche.

Se produce una nueva pausa.

—Comisario, ¿le parece bien circular por la autopista en su Mirafiori, en el estado emocional en que se encuentra?

Hace rato que se esfuerza en hallar el modo de sacarme de quicio.

—¿Qué le pasa a mi estado emocional, Vlasópulos, y qué le pasa a mi Mirafiori? Si necesito una grúa, llamaré a los de Tráfico.

Acelero con toda la rabia del mundo, pero el Mirafiori jadea y empieza a dar sacudidas, de modo que me trago el orgullo y bajo a sesenta, que es el límite seguro para que no me deje tirado. Me pego a una furgoneta y consigo mantener una velocidad constante, hasta que salgo de la autopista y entro en la carretera de Jalkida. Aquí no tendré problemas, el camino es tan estrecho que ni Schumacher lograría ir a sesenta.

Cruzo el puente y entro en Jalkida. La familia Ifantidis vive en una calle paralela a la zona de ligoteo del paseo marítimo, por donde desfila toda suerte de pizzerías, bares de tapas, restaurantes y cafeterías con los primeros clientes, que no se sabe a qué se dedican, anclados desde las diez de la mañana con un café frapé, el móvil sobre la mesa, y un poco más allá el paquete de Marlboro y el encendedor.

En el número 27 encuentro el timbre con el nombre «Zarzanós, Ifantidis» y llamo.

—¿Quién es? —pregunta una voz de mujer.

—Comisario Jaritos, de la Policía de Atenas.

—Espere un momento, ahora bajo.

Lo normal es que hubiera subido yo, me digo a mí mismo, a no ser que la puerta no pueda abrirse desde arriba. La joven que sale del ascensor viste de luto. De cerca, no parece tener más de treinta años.

—Soy Eleni Ifantidis, la hermana de Stelios —se presenta—. Perdone que no le haya invitado a subir, pero mi madre acaba de dormirse y no quisiera que se despertara y se lo encontrara a usted delante. Yo, en cambio, estoy a su entera disposición. ¿Le parece bien que vayamos a hablar a algún sitio? —Lo dice todo de corrido, como si temiera olvidarse de algo.

—Lo entiendo, sí, pero en algún momento tendremos que interrogar también a su madre.

—Dele uno o dos días, para que se recupere. ¡Por favor!

—Está bien, tampoco corre tanta prisa —la tranquilizo—. Primero hablemos nosotros dos y, si es necesario, entonces también hablaremos con ella.

Me lleva a una cafetería delante de la playa. Pedimos unos cafés, ella un capuchino, yo uno griego con bastante azúcar. Enciende un cigarrillo y da varias caladas seguidas.

—¿Cómo ha podido pasarle esto a Stelios? —exclama—. Dios mío, ¿cómo? —A continuación, a pesar de saber que la respuesta será negativa, me pregunta—: ¿Han detenido al asesino?

—No. Desgraciadamente aún no sabemos nada. Pero, esté donde esté, ¡le encontraremos! —No estoy tan seguro de eso, pero se lo digo para subirle la moral.

—¡Y qué más da que lo encuentren! ¿Acaso le devolverá la vida a mi hermano? —De los nervios, de repente sonríe—. Qué falsa muestra de generosidad la mía, ¿verdad? ¡Todos decimos lo mismo, que nadie nos lo devolverá! —La sonrisa se desvanece con la misma brusquedad y exclama—: ¡No, quiero que le cojan! ¡Quiero verlo en el banquillo de los acusados y que le caiga cadena perpetua, eso es lo que quiero!

—¿Sabe qué tipo de vida llevaba su hermano en Atenas?

—La verdad, no. Mire, mi madre y yo no nos movemos de Jalkida. Sé que Stelios estudiaba decoración en la Escuela de Bellas Artes y que se ganaba la vida haciendo anuncios de televisión.

—¿Sabe si tenía enemigos o, en todo caso, si había alguien que tuviese cuentas pendientes con él, o que quisiera hacerle daño?

Se encoge de hombros.

—¿Qué enemigos puede tener un joven que estudia decoración y que hace anuncios? —De pronto le parece haber captado mi pregunta en todo su sentido—. En cualquier caso, no se drogaba, eso se lo garantizo —me dice.

—Nos han dicho que era…

—¡Homosexual! —se me anticipa a pronunciar esa palabra, tal vez por miedo a oír una expresión peor en boca de un madero—. Les ha faltado tiempo para correr a contárselo, ¿verdad? —añade con amargura.

—Lo hemos descubierto durante la investigación.

—Y puesto que era homosexual, tenía que ir vendiéndose por bares de mala fama, vestirse como un travestí o hacer la calle en Singrú, ¿no? —Lo dice en tono provocador, casi vulgar, no tanto para ofenderme a mí como para hacerse daño a sí misma.

—¿En qué trabaja usted? —le pregunto.

—Soy asistente social.

De súbito recuerdo una cosa que me dijo Fanis un día: «Mire, una investigación policial se parece un poco a un diagnóstico médico. Empiezas buscando lo más evidente. Para la medicina, lo evidente son las enfermedades más comunes. Para la policía son los enemigos de la víctima, las relaciones sospechosas, los movimientos poco habituales… Primero descartamos todo esto y después seguimos adelante». Así investigamos siempre, y no sólo cuando se trata de homosexuales.

—Si Stelios no hubiese sido homosexual, ahora sería un padre de familia, comisario. ¡Era un chico tan tranquilo y hogareño!

—Así pues, descarta que su muerte se deba a enemistades o a diferencias que tuviese con personas de su círculo. —Dudo un instante, pero al final me decido a añadir este doloroso comentario—: Insisto en este punto, porque el asesinato de su hermano tiene elementos que recuerdan a una ejecución.

Cierra los ojos un instante y se oprime las sienes con las manos. Ahora la voz le sale casi como un susurro:

—Ya se lo he dicho: Stelios vivía en Atenas, nosotros en Jalkida. De modo que no conozco a sus amigos. Pero sé qué tipo de persona era mi hermano y todo lo que me dice lo considero improbable. —Ve que estoy a punto de levantarme y siente la necesidad de disculparse—. Perdone que haya saltado al hablar de la homosexualidad de mi hermano.

—No se preocupe.

—Hemos sufrido mucho por culpa de eso. —De repente, vuelve a mostrar un cinismo agresivo—. Mi padre nos abandonó porque su hijo le había salido marica.

—¿Cuándo se enteró? —Pienso que si les abandonó recientemente, no habría que descartar la posibilidad de que el padre quisiese limpiar la vergüenza de la familia de manera drástica.

—Él nunca se dio cuenta, pero alguien con mala fe le fue con el cuento. Mi padre tiene una pequeña empresa de transporte. Un día se peleó con un cliente que no le pagaba, le insultó, le llamó maricón y el otro le respondió que el maricón lo tenía él en casa. Esto sucedió cuando Stelios estudiaba el último año de instituto. Mi padre regresó a casa, lo agarró del cuello de la camisa y empezó a preguntarle si lo era. Seguramente esperaba que su hijo le dijese que era un machote, un griego como Dios manda, pero él le contestó que su sexualidad era asunto suyo y que no se metiera. Papá la emprendió a golpes con él. Después la tomó con mi madre. Le culpó de que el hijo les hubiese salido maricón, recogió sus bártulos y se fue.

—¿Por qué la tomó con su madre?

Se encoge de hombros.

—¿Qué quiere que le diga? Porque no pegaba lo bastante a su hijo. Porque lo hizo artista, y para mi padre todos los artistas son maricones. O porque lo parió con el sexo cambiado. Escoja usted lo que más le guste. A pesar de ello, Stelios superó aquella terrible crisis y consiguió entrar en Bellas Artes. Cuando le salió lo de los anuncios daba saltos de alegría. No por hacer de modelo, sino porque comprendió que ganaría dinero y dejaría de ser una carga para mí y para mi madre. —Respira profundamente y añade—: Por eso le digo que mi hermano tal vez fuese homosexual, pero tenía más determinación que diez hombres juntos. —Consulta su reloj y se levanta apresuradamente—. Si no tiene más preguntas, me voy. Mi madre se despertará y no quiero que empiece a buscarme. —Me tiende la mano para despedirse—: ¿Cuándo podremos llevárnoslo para enterrarlo? —me pregunta atribulada.

Lo más delicado lo he dejado para el final:

—Tal vez mañana.

No se despide de mí. Mientras la veo alejarse a buen paso, me digo que hay algo que no encaja. Si Stelios era un santurrón, como sostiene su hermana, ¿por qué alguien lo había ejecutado descerrajándole una bala en la frente? Porque su asesinato olía a ejecución a kilómetros de distancia. A no ser que interpretase con maestría el papel de santo en casa y en Atenas estuviera de mierda hasta las cejas. Cabe una tercera posibilidad, que me produce escalofríos con sólo pensarla: que nos enfrentemos a un monstruo que tenga en su punto de mira a los maricas. Naturalmente, es una frivolidad llegar a tamaña conclusión a partir de un único asesinato. Tendré que ver cómo evoluciona el caso, y espero equivocarme.

Antes de salir de la cafetería consulto el reloj. Ya son las once. Llamo a Vlasópulos y le digo que me concierte una cita con la señora Lazaratu, de Star Models, a primera hora de la tarde, para poder registrar antes el apartamento de Stelios Ifantidis.

Subo al Mirafiori y tomo la carretera en dirección a Atenas. Salir de Jalkida no resulta difícil, pero el tráfico se intensifica a medida que nos acercamos al puente. Preveo que las pasaré moradas hasta llegar a la autopista, pero antes de enfilar el puente suena otra vez el móvil y oigo la voz de Guikas.

—Tengo buenas noticias. El capitán de El Greco ha pedido que tengamos listas lanchas fueraborda y botes hinchables para recoger pasajeros. Por lo que nos ha dado a entender, liberarán a unas ochenta personas, principalmente ancianos y mujeres con niños.

—¿Cuándo los dejarán ir?

—No lo sé exactamente. Estamos a la espera. Han avisado también a los medios de comunicación.

—Le agradezco que me haya informado.

—Pero ¿qué dices? ¿Pensabas que te tendría a dos velas? —comenta casi ofendido.

—¿Qué opina Parker?

—Lo considera una señal esperanzadora. Si hay alguna novedad, volveré a llamarte.

La carretera que cruza el puente es una cuesta. Salgo de mi carril, me pongo a un lado y empiezo a bajar marcha atrás, en medio de expresivos gestos obscenos acompañados de gritos entusiastas del tipo «capullo», «animal» y «¿dónde te sacaste el carné, asesino?». Llego al final de la carretera, giro de golpe y tomo de nuevo en dirección a Jalkida mientras llamo por el móvil a mi mujer.

—¡Lo sabemos! —grita fuera de sí—. Ahora vamos al puerto. Cruza los dedos para que liberen también a Katerina y a Fanis.

Intento rebajar sus expectativas; quizás así evite su decepción posterior.

—No lo esperes. Sólo soltarán a ancianos y a mujeres con niños.

—Nunca se sabe. ¡A veces se producen milagros!

—En todo caso, es una buena noticia. Dejan en libertad a algunos pasajeros y, además, tendremos noticias de primera mano sobre la situación en el barco y la identidad de los terroristas.

Se ha aferrado tanto a la idea de que verá a Katerina y a Fanis que se niega a conformarse con menos. Le digo que volveré a llamarla y me detengo en la primera cafetería que encuentro. Es un típico café de provincias, situado a las afueras de Jalkida. Dos ancianos juegan al tavli y otros cuatro a las cartas.

—Jefe, encienda la tele —le digo al dueño del café.

El hombre deja de poner orden en la barra y me mira molesto.

—¿Por qué? ¿Tanto echas de menos la telenovela? —me pregunta en tono irónico.

Estoy a punto de decirle que echo de menos a mi hija y a su novio, a quienes unos cabrones los retienen como rehenes en el barco El Greco, pero me muerdo la lengua.

—No. Pero los secuestradores están liberando a pasajeros de El Greco.

Los seis parroquianos dejan sus partidas de golpe.

—Zanasis, enciende la tele —le dice uno.

Es evidente que al dueño no le gusta que le den órdenes en su bar y sigue oponiendo resistencia:

—¿Y tú qué eres? ¿Periodista?

—Pasma —le respondo de manera cortante, y el hombre le da al mando a distancia.

En la pantalla aparece El Greco, con las islas Zodorú al fondo. En el ángulo superior izquierdo, en un recuadro, se ve al presentador. La cámara se aleja del barco y de las islas y enfoca al corresponsal, que no es otro que Sotirópulos.

—Pavlos, en este momento zarpan las embarcaciones portuarias que recogerán a los pasajeros —informa Sotirópulos. La cámara se vuelve hacia el puerto y veo cómo las embarcaciones se ponen en marcha una detrás de otra y se dirigen a El Greco—. Los familiares de los rehenes y numerosos habitantes de Janiá se han reunido en el muelle y esperan con angustia la llegada de los pasajeros que los terroristas van a liberar.

La multitud se agolpa a lo largo de la playa. La ciudad entera ha bajado hasta el mar. Allí, entre el gentío, debe de estar mi mujer con Sebastí, tal vez también con Pródromos. Sólo falto yo, que me veo obligado a seguir los acontecimientos por televisión. Los que no han encontrado sitio en primera fila han transformado los cafés en terrazas cada vez más llenas de curiosos. En primera línea, la cámara enfoca a gente con cámaras fotográficas empujándose para obtener el mejor sitio e inmortalizar la escena.

—¿Lo veis? ¡Llenos, los cafés de la playa están llenos! —oigo a mi lado al dueño del café—. ¡No les falta razón a los que dicen que la alegría va por barrios! ¡Todo el mundo llorando y ellos haciendo su agosto!

—Se forran de todas maneras —comenta un cliente—. En Creta hay mucho turismo.

—¿Qué pinta aquí el turismo? Un secuestro a principio de temporada, y en dos semanas ganas lo que no ganas en un año entero.

—Muy bonito, ¿esto es todo lo que se te ocurre decir? —salta otro parroquiano—. ¿Qué quieres? ¿Que preparemos también un secuestro aquí, en Jalkida, para que tú hagas tu agosto?

—¡Qué más da! ¿Acaso tengo el negocio en la playa? En una zona de mala muerte tengo yo este tugurio. A mí déjame tranquilo, bastante desdichado soy ya —concluye el propietario del bar, como si repitiese lo mismo desde hace décadas.

Afortunadamente, la discusión acaba ahí y puedo centrar mi atención en el corresponsal, que sostiene un micrófono en la mano y sigue las evoluciones de las embarcaciones.

—Parece que hay movimiento en cubierta, Jristos —comenta el presentador.

—Sí, por primera vez desde el día del secuestro. Por desgracia, por razones de seguridad, la policía y las autoridades del puerto no permiten que los medios de comunicación se aproximen a la embarcación. Iákovos, ¿hasta dónde puedes acercarte?

En lugar de proporcionar una respuesta, la cámara hace un zoom y enfoca el barco desde más cerca. La distancia sigue siendo considerable, pero basta para mostrar a la gente reunida en cubierta. Delante, cerca de los botes salvavidas del barco, se distingue a dos individuos vestidos de negro que empuñan sendos Kaláshnikov. Llevan pasamontañas. Los fueraborda y los botes hinchables casi han llegado hasta El Greco.

—Me parece que es la primera vez que vemos a los terroristas, ¿no es cierto, Jristos?

—En efecto —responde Sotirópulos—. Aunque verlos es mucho decir, porque van cubiertos de pies a cabeza.

La primera embarcación se ha aproximado y desde El Greco despliegan la escala. El visor de la cámara se centra en el barco, casi un primer plano, en el momento en que los primeros pasajeros saltan a la embarcación con la ayuda del personal portuario. Las mujeres con niños en brazos se distinguen fácilmente. A los ancianos se los identifica por sus movimientos. El gentío del muelle no se ve, pero se oye el murmullo que recorre la multitud en cuanto los rehenes liberados empiezan a subir a las barcas.

—Jristos, ¿a cuántos rehenes dejarán marchar? —pregunta el presentador.

—No sabemos el número con exactitud. Las autoridades portuarias calculan que serán aproximadamente ochenta, según nos han informado. La primera embarcación ha finalizado la operación, pero en lugar de dirigirse al puerto se aleja y empieza a virar hacia la derecha.

—Pero ¿qué ocurre? —se sorprende el presentador.

Yo lo he entendido a la primera, pero no puedo contestarle. Le responde el griterío de la multitud:

—¡Los llevan a Suda! ¡Los llevan a Suda!

—Lo mantenían en secreto —comenta con cierto enojo Sotirópulos—. No nos han comentado nada para evitar alborotos y a los periodistas; antes los interrogarán los de la Unidad Antiterrorista.

—No han jugado muy limpio. No sólo se han burlado de los periodistas, sino también de la opinión pública —añade el presentador, también indignado.

La cámara gira hacia el puerto y enfoca a la muchedumbre, que, soliviantada, abandona la playa para subir a los coches y dirigirse a toda prisa hacia Suda.

—Jristos, creo que tú también deberías ponerte en marcha hacia Suda —le dice el presentador a Sotirópulos.

—Han tenido una brillante idea —responde Sotirópulos no sin cierta admiración—. Cuando lleguemos nosotros, la policía ya habrá reunido y aislado a los pasajeros para que no podamos ponernos en contacto con ellos hasta que los hayan interrogado.

Yo también me quito el sombrero ante mi gente. Quien haya tenido la idea, ha hecho un buen trabajo. Otra embarcación del puerto se aproxima al barco para recoger a un segundo grupo, pero a mí ya no me interesa ver su liberación. Me interesará oír lo que cuente Guikas después de los interrogatorios.

Subo al Mirafiori y tomo de nuevo la carretera hacia Atenas. En medio del puente, me asalta un pensamiento. ¿Y si Igor Chaliapin tiene razón? ¿Y si realmente se trata de chechenos, y dejan libres a viejos, mujeres y niños para ejecutar al resto y hacer saltar el barco por los aires?

El mejor detergente contra la alegría es el miedo. La elimina en un par de segundos y no deja ni rastro de ella. Intento mantener la calma y razonar de manera lógica. Me digo que no es la primera vez que unos terroristas liberan a ancianos, mujeres y niños y retienen al resto. En la mayoría de los secuestros aéreos sucede así. De acuerdo, pero ¿cómo se explica que todavía no hayan dado a conocer sus exigencias? Al menos los islamistas radicales y los palestinos asumen la autoría o exigen condiciones desde el primer momento. Aunque esto tampoco es del todo cierto. En los atentados con bomba de Londres pasaron diez días hasta que Al Qaeda reconoció su autoría. Lo mismo había ocurrido antes en Madrid. Ninguna organización asumió, de inmediato y de manera oficial, la responsabilidad de los hechos. Con respecto a las exigencias, pertenecen ya al pasado: satisfacías algunas de ellas, garantizabas a los terroristas un medio de huida y ellos, en contrapartida, liberaban a los rehenes. De modo que no tienen por qué ser chechenos. También podrían ser árabes o palestinos.

Las dosis de tranquilizante que yo mismo me inyecto no bastan y decido utilizar a Guikas como balón de oxígeno. Todavía en el puente, antes de incorporarme a la autopista, me paro en el arcén y lo llamo al móvil.

Parece que reconoce mi número, porque me responde secamente:

—Te devuelvo la llamada en un instante —y cuelga.

Ese «en un instante» dura hasta Malakasa, o sea, media hora. Suena el móvil en el momento que dejo atrás, a mi izquierda, una especie de Partenón que algún griego megalómano debe de haberse construido junto a la autopista, con sus columnas, sus capiteles y su peristilo, en un gran descampado, para alzar también un futuro Erecteion. El griego de hoy en día comienza construyendo una casa para huir de la miseria y acaba erigiendo una nueva Acrópolis.

—Seré breve, porque tengo que volver a los interrogatorios —me dice Guikas—. Aunque no creo que averigüemos mucho más. Nadie ha podido decirnos de qué nacionalidad son los terroristas ni qué lengua hablan. Llevan siempre un pasamontañas y, si tienen que dar alguna orden, lo hacen en inglés, así que nada podemos deducir de su acento. No han liberado a extranjeros, sólo a griegos. Retienen a las mujeres en el salón de primera clase y a los hombres en el de clase turista. No tienen contacto con los rehenes, a excepción de un médico al que le permiten entrar en los dos salones, para ocuparse de los enfermos, acompañado de una chica que se llama Katerina. ¿Puede ser tu hija?

—Sí. Y el médico es su novio. Iban a pasar unos días de vacaciones a Creta, después de la lectura de la tesis de Katerina.

—En cualquier caso, hasta el momento no han herido a ningún miembro del pasaje ni de la tripulación —prosigue Guikas—, y eso, en principio, es buena señal.

—Salvo que sean chechenos y que esta sea la primera fase del plan, como nos predijo Chaliapin.

Reflexiona unos segundos antes de replicar:

—¿Y por qué han tardado tres días en liberarlos?

—No lo sé. Tal vez porque no son expertos en barcos y han necesitado más tiempo para tomar el control de la embarcación —contesto.

—No se puede descartar esta hipótesis, pero me parece exagerada. Creo que siguen un plan cuyo objetivo consiste en despistarnos constantemente.

—¿Por qué motivo?

—Eso no lo sé. Necesito ver la otra cara de la moneda, la cara más dura. Es cuestión de tiempo.

Tiene razón. Es imposible que no enseñen su rostro más duro. Llamo a Adrianí y la pongo al corriente, sin mencionarle ni una palabra de las especulaciones más sombrías. Cuando acabo esta segunda llamada, he dejado atrás el desvío de San Stéfanos y Adrianí nada en un mar de felicidad.