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En lo mejor del sueño me parece oír el teléfono, pero cuando abro los ojos, lo único que se oye es el camión de la basura. Son las doce y diez minutos, lo que quiere decir que he dormido un poco más de dos horas. Hablo con mi mujer y después me decido a comer algo, más que nada para matar el tiempo. En la nevera encuentro un plato de judías que Adrianí había cocinado el día antes de irnos precipitadamente a Creta. Tomo un par de cucharadas, tal como estaban, frías, pero no hay manera de tragarlas. Me devora la angustia, la casa vacía me destroza el alma, y opto por la huida clásica en estos casos: regresar a la cama.

Apago la luz y me vuelvo del otro lado, esperando conciliar el sueño de nuevo. Doy vueltas en la cama, revuelvo las sábanas mientras oigo todos los ruidos de fuera y de dentro: las motos que aceleran, los incivilizados graves de los radiocasetes de los coches, que hacen vibrar los cristales; y cuando la música se aleja, oigo el frutero que salta cada vez que el termostato de la nevera se pone en marcha. Al cabo de un cuarto de hora me levanto y empiezo a pasear por el piso. Voy al comedor, enciendo el televisor: películas del Oeste, series de humor que no tienen gracia alguna y debates vanos. Aturdido, salgo al balcón a tomar el aire. Abajo, la calle Aristokleus está oscura y tranquila. Me siento un rato en el balcón, pero la oscuridad de la calle se me mete en el cuerpo y me levanto. Vuelvo a la cocina y abro otra vez la nevera, quizá se me ha pasado algún inesperado detalle comestible. Confirmo que no se me ha escapado nada y la cierro de nuevo.

Voy a la habitación, cojo el Dimitrakos y busco la entrada «terrorismo».

«Terrorismo: m. neol. pop. 1. Dominación mediante el terror, imposición. / 2. part. Dominio de un pueblo utilizando medidas violentas y crueles, imposición del poder de una clase social o grupo de personas con medidas extremadamente violentas: terrorismo rojo (el que ejercen las fuerzas revolucionarias contra la burguesía); terrorismo blanco (el que ejerce el poder de la burguesía a través del aparato del Estado).»

De todas las definiciones que da el diccionario, la única que todavía está vigente es la primera, la de «mediante el terror, imposición». Me pregunto si en la tesis de Katerina hay algún capítulo que compare el terrorismo de antaño, como lo define el Dimitrakos, con el actual. No lo sé, porque no he leído su tesis.

Dejo el diccionario y empiezo a vestirme deprisa, como si hubiese tomado alguna decisión. Me pongo una camisa y unos pantalones al azar y salgo de casa sin ni siquiera apagar las luces. El Mirafiori está aparcado en la esquina. No tengo ningún destino en concreto, simplemente tomo la calle Nikoforidi y giro en dirección a Filolau. En el semáforo de Vasilisis Sofías tuerzo a la izquierda, hacia Sintagma. Más abajo, doblo por Amerikís y aparco. He conducido durante todo el trayecto de manera mecánica, confiando en el automatismo de mis manos.

Panepistimiu se abre frente a mí envuelta en el halo amarillento producido por la luz de las farolas. Las aceras están prácticamente vacías, los coches se deslizan silenciosos sobre el asfalto, nadie toca el claxon, ni acelera, ni lleva la música a todo volumen. Por primera vez me encuentro con conductores sensatos en Atenas, y me pregunto si son los mismos que de día, o si los conductores se dividen en dos categorías, los diurnos y los nocturnos. Hay más transeúntes a la altura de Jarilau Trikupi, pero antes de llegar a la plaza Omonia sigo por Eolu. En la plaza Kotsiás también reina la calma. Sólo dos grupitos, uno de albaneses y otro de negros, se han instalado en medio de la plaza y charlan en voz alta. Enfilo Sofokleus y entro en la zona peatonal de Eolu. En los parterres hay parejitas y, en pequeños grupos, gente sentada conversando. Eolu tiene la misma iluminación que Panepistimiu, el mismo reflejo, las mismas luces amarillentas, como si la mitad de Atenas tuviese ictericia.

Hace casi diez años que circulo por Atenas de noche y, de repente, descubro una ciudad tranquila, pálida y hermosa. La Eolu que yo conozco es una calle muerta cuando cierran las tabernas. Las cafeterías donde se sirven dulces o aguardiente y tapas, con su tablero para jugar al backgammon griego, el tavli —consuelo en horas de poco trabajo—, han bajado sus persianas a las nueve, como muy tarde, y la calle se libra al submundo de la plaza Omonia. Ahora los locales del lado derecho de Eolu están repletos de jóvenes que toman capuchinos o vodka con hielo y comen ensaladas tricolores que recuerdan serpentinas de carnaval. Observo los cafés y me pregunto si Ifantidis venía de noche a estos lugares. Tal vez; aunque también es posible que frecuentase algún antro de mariquitas.

Cuando paso por delante de la cafetería de la plaza de Santa Irini, caigo en la tentación y me siento a una mesa de la plaza. Al principio me incomoda estar rodeado de toda esta juventud, pero me olvido rápidamente porque nadie se fija en mí. Me bebo una cerveza mirando la mole de la iglesia de Santa Irini, mientras del interior del local me llega un rumor. Consulto el reloj: son más de las dos, y la proporción entre llegadas y salidas del local sigue a favor de las primeras.

De repente me pregunto qué harán en estos instantes Katerina y Fanis. ¿Dormirán acurrucados en el suelo? ¿Estarán tumbados boca arriba, mirando el techo, con los ojos abiertos de angustia, mientras a su alrededor la gente gime, los niños lloran y sus madres intentan consolarlos? ¿O tal vez los secuestradores no dejan que duerman a propósito? Quizás esos animales se les echan encima cada noche y violan a ciegas a la primera que encuentran o a la que les llama la atención. Mi serenidad artificiosa se desvanece por momentos, acompañada de cierta relajación que podría considerarse un primer contacto con el sueño. Pido otra cerveza; todavía no estoy preparado para emprender el regreso a casa.

Sin embargo, parece que la Atenas nocturna tiene la oculta habilidad de tranquilizarme, eso sí, después de una segunda cerveza, porque consigo dominar mi angustia pensando que el cansancio la vence y se retirará a dormir. En el fondo, en cualquier competición, en cualquier enfrentamiento o lucha, hay tres cosas que siempre ganan: el cansancio, el sueño y la muerte. Intento quedarme con los dos primeros y olvidarme de la tercera y, por extraño que parezca, lo consigo. Si alguien me preguntase ahora si creo que los terroristas liberarán a los rehenes, le respondería que sí, estoy totalmente convencido.

Recuerdo lo que me dijo una vez el poli que me sustituyó en la Brigada Antinarcóticos, cuando pasé al departamento de Homicidios. «Los atenienses», me aseguró, «viven en el infierno de Atenas durante el día sólo para poder vivir unas horas en el paraíso de la noche». Diez años después, y con mi hija secuestrada por unos terroristas desconocidos, compruebo que tenía razón.

Cuando dejo Eolu y camino por Kolokotroni para salir a Amerikís y coger el Mirafiori, empieza a clarear y los primeros autobuses suben por Stadiu. Echo un vistazo al reloj: son más de las seis. Lo lógico sería que torciera por Rizari, pero la dejo atrás para hacerlo por el Hilton. En el cruce de Vasilisis Sofías y Vasileos Konstandinu, me obliga a frenar el semáforo en rojo. Si no me hubiese detenido, estoy seguro de que me hubiese ido a casa, pero cuando el semáforo se pone en verde giro a la izquierda y continúo por Vasilisis Sofías. De repente se me ha ocurrido ir a Jalkida, a tomar declaración a la familia de Ifantidis. Creo que es un error y, en circunstancias normales, nunca lo hubiese hecho. Lo más lógico sería ir primero a registrar el piso de la víctima, porque pueden salir a la luz datos que, posteriormente, la familia tendrá que explicarnos, de modo que nos veremos obligados a volver a Jalkida y repetir el trabajo. Además, no es muy buena idea presentarse en casa de los padres de la víctima sin avisar y cuando despunta el día. Estoy convencido de que se olvidarán de la mitad de lo que dirían si me presentase a una hora decente. Esto lo hacíamos en época de la Junta Militar, cuando nos presentábamos en casa de algún disidente y forzábamos la puerta gritando «¡Abran, policía!», para intimidar a la familia y que nadie se atreviese a chistar cuando nos llevábamos al padre, o al hijo. Ahora, sin embargo, me hallo en una situación totalmente anómala y no soy capaz de poner orden en mi cabeza.

Esta decisión precipitada tiene un lado bueno: el trayecto hasta Kifisiá es rápido, como cuando Atenas se queda vacía por Semana Santa. Si exceptúo un semáforo en rojo en Psijikós, el Mirafiori pasa los demás cruces como un imparable corredor de obstáculos. Dejo atrás Kifisiá sin cambiar de marcha y, a la altura de Nea Eritrea, doblo a la izquierda para entrar en la autopista Atenas-Lamia.

Nada más incorporarme a los carriles de la autopista, intento recordar cuántos días hace que volvimos de Salónica y qué contentos nos sentíamos con el doctorado de Katerina. Me deprimo, pero afortunadamente el tráfico de la autopista no da cancha a las depresiones: de golpe y porrazo me encuentro en medio de un caos de camiones, autobuses de la compañía KTEL, autocares, furgonetas, tractores y coches que intentan adelantarse unos a otros con desespero. Si el tráfico en Kifisiá recordaba al Viernes Santo, el de la autopista recuerda al éxodo del Jueves.

A la altura de Varibompis noto que me pesan los párpados. Me esfuerzo por mantenerlos abiertos y seguir concentrado en el tráfico caótico al que me enfrento. Consigo avanzar unos cuantos kilómetros, pero me invade aquella somnolencia que va y viene, y que hace que pierdas el sentido por unos segundos, para luego volver a la realidad, como si despertases de un sueño profundo.

Lo único que me faltaba es el tráfico. Poco después de pasar el cruce de Malakasa encuentro un área de descanso. Estaciono y reclino el asiento. No me da tiempo ni a cerrar los ojos y ya me he dormido.