Entre los diez peldaños de la escalerilla del avión y el autobús de la pista de aterrizaje, el bochorno de Atenas me da un bofetón. Atravieso rápidamente el breve oasis de la terminal de llegadas y continúo hacia la salida. Vlasópulos sale de la garita del control de pasaportes y corre a recibirme. Al menos esta vez Guikas se ha tomado la molestia de hacerlo todo como Dios manda, para no ponerme las cosas más difíciles.
Vlasópulos me sacude la mano con vehemencia.
—¡Ánimo, comisario! —me susurra—, ¡quién lo iba a decir! Anteayer le felicitábamos por el éxito de Katerina y hoy le damos ánimos porque ha caído en manos de esos tarados, ¡qué cosas tiene la vida!
—¿Cómo lo has sabido? —le pregunto, intentando no perder la compostura.
—Vamos, comisario, ¿se mantienen en secreto cosas así?
—¡Pues deberían mantenerse! —respondo con brusquedad—. Porque si se descubre que entre los pasajeros está la hija de un comisario, ¡tal vez peligre su vida!
—Soy policía, ¿cree que no sé qué significa la confidencialidad?
Le oigo y recuerdo que todos los reporteros, incluso los de medio pelo, tienen un contacto en comisaría que les sopla todo.
Ha aparcado el coche patrulla delante de la terminal de llegadas. Tomamos la autopista de Ática y nos dirigimos a Atenas a todo gas. He ordenado que no levanten el cadáver porque quiero examinarlo tal como lo encontraron los agentes por la mañana.
—Si existiese aún el aeropuerto antiguo, llegaríamos en dos minutos —comenta Vlasópulos.
No le replico. Mi pensamiento se ha quedado en Creta e intento trasladarlo a Atenas. Vlasópulos toma la ronda del Himeto para ir a buscar la avenida Alimú, y de este modo llegar a la costa. Su nostalgia del viejo aeropuerto me parece absurda: hemos tardado tres cuartos de hora en llegar al Centro Olímpico del Fáliros. La patrulla que ha hallado el cuerpo nos espera en el acceso al recinto.
Cruzamos la entrada en compañía del oficial y del conductor y de pronto nos encontramos en medio de un vertedero. Camino entre maderas y vigas esparcidas por el suelo; el recinto rebosa de bolsas de plástico de todos los supermercados de la ciudad, desde el Vasilópulos y el Sklavenitis hasta el Marinópulos y el Carrefour, todas llenas de basura infecta.
—¿Qué competiciones olímpicas se celebraron aquí?
—El vóley playa —me contesta Vlasópulos—, y aquí también estaba el puerto olímpico.
—¡Grandezas pasadas que ahora dan lástima!
En el edificio donde se encuentran los vestuarios y el almacén de material reina el mismo abandono. La mitad de las estanterías están destrozadas; las que no cuelgan de un único tornillo, corren por el suelo.
—Entran y las roban —me explica el oficial—, y si no pueden arrancarlas, las dejan tiradas.
—¿Quién las roba?
Se encoge de hombros.
—Pequeños comerciantes, para sus tiendas, albaneses y gitanos, que desmontan lo que encuentran para llevárselo a casa o venderlo, o simplemente gente de los alrededores que arranca la madera para quemarla o para chapuzas de bricolaje. ¿Quiere que continúe?
Se detiene delante de un cuarto cuya puerta está arrancada de cuajo. En medio hay un cuerpo humano tendido en el suelo y cubierto con una sábana. Vlasópulos se agacha, aparta la sábana y me descubre a un joven de unos veinticinco años, moreno, de pestañas largas y un pendiente en la oreja. Tiene el cabello corto y desigual; debía de ponerse laca o gomina, porque aún brilla. Lleva una camiseta de algodón y unos pantalones largos de color beis, llenos de bolsillos, que parecen los de un bailarín cretense.
La bala le ha dejado un agujero en medio de la frente, sucio de pólvora. Si no se trata de un suicidio, a buen seguro es una ejecución a sangre fría.
—¿Tienes unos guantes? —le pregunto a Vlasópulos.
Me pongo los guantes de látex que me da, tomo la cabeza del joven y, con cuidado, la vuelvo hacia la izquierda. La bala ha salido del cráneo, pero el suelo de cemento está limpio, sin rastros de sangre. Devuelvo la cabeza a su posición inicial y hurgo en sus bolsillos. Sólo encuentro dos billetes de veinte euros: ni móvil, ni carné de identidad, nada. Parece que el asesino se lo ha llevado todo para darnos más trabajo.
—Averigua con qué empresa de publicidad había rodado el anuncio —le digo a Vlasópulos. Después me vuelvo hacia los oficiales—: ¿Cuándo lo habéis encontrado?
—Hoy a las siete de la mañana —me responde el conductor del coche patrulla—. Como el Centro Olímpico no está vigilado, patrullamos a primera hora de la mañana y por la noche. Normalmente no bajamos, damos un vistazo desde el coche.
—¿Y por qué habéis bajado hoy? ¿Habéis visto algo sospechoso?
El agente calla y mira a su compañero. El otro tampoco abre la boca.
—He bajado a orinar —dice al final—. He ido a la parte de atrás para que no me viese nadie. Mientras orinaba, he mirado por casualidad por la ventana y lo he visto.
Echo un vistazo a la ventana, que, para ser exactos, no es más que un agujero cuadrado porque le falta el marco. Formulo las preguntas de rutina de manera automática, inquiero sin pensar: lo hace la experiencia.
—Anoche, ¿también teníais ronda vosotros?
—No, otros compañeros. Pero no debieron de ver nada; si no, lo habrían comunicado.
—Tal vez el cuerpo no estaba aquí, o vuestros compañeros no bajaron a orinar, ¿no?
Desvía la mirada y no abre la boca. Me vuelvo hacia Vlasópulos.
—¿Has avisado a los forenses?
—Sí, cuando me ha dicho usted en qué vuelo llegaba.
Me dirijo a la dotación del coche patrulla:
—Decid a los compañeros que estaban de guardia anoche que quiero hablar con ellos.
El agente que ha encontrado el cadáver mientras meaba va corriendo hacia el coche, aliviado por salir del atolladero. Miro a mi alrededor. ¡Anda que si trajésemos aquí a los inquilinos alemanes de mis consuegros y les dijésemos que no hace ni diez meses este lugar acogió competiciones olímpicas! Parece abandonado desde hace más de veinte años.
—Vlasópulos, ¿dónde está Dermitzakis? —le pregunto, recordando de repente que tengo un segundo ayudante.
—Se lo han llevado, comisario. Lo han trasladado temporalmente a una unidad que han instalado en el Pireo para controlar barcos y pasajes, por lo del secuestro.
¡En cambio, yo estoy aquí, persiguiendo a un asesino, sólo con un ayudante y una cuarta parte de mi cerebro, porque el drama de mi hija y de Fanis acapara las restantes, mientras casi todas las fuerzas policiales de Atenas se han puesto al servicio de la unidad antiterrorista y de Stazakos! Esto me da seguridad como padre, pero ¡como poli me jode!
Oigo la sirena de la ambulancia cada vez más cerca y me dirijo a la entrada. Llega seguida de la furgoneta de la Brigada Científica. Las puertas traseras de la ambulancia se abren y del interior salen unos enfermeros con una camilla, mientras que del asiento del copiloto baja Stavrópulos, el médico forense. Viene directamente hacia mí y, antes de que tenga tiempo de saludarle, me toma la mano y me la aprieta.
—¡Ánimo, comisario! ¡Esperemos que todo salga bien!
Esta vez no doy muestras de sorpresa; simplemente, me resigno ante mi desgracia.
—¿Cómo te has enterado?
—Venga, hombre, ¡si es un secreto a voces!
Constato que Vlasópulos y Stavrópulos han tenido idéntica reacción, una reacción que no me dice ni mucho ni poco, sólo que las cosas son así, y que en esta familia no hay secretos. Podría cargar las tintas contra Stazakos, pero ¿por qué contra él y no contra Guikas, y por qué contra este y no contra el ministro? Además, dado que en los últimos tiempos los reporteros de televisión se han infiltrado en la familia en calidad de parientes políticos, sólo es cuestión de tiempo que la noticia aparezca en alguna cadena.
Espero las mismas muestras de solidaridad por parte de Dimitriu, el jefe del laboratorio de la Científica; sin embargo, se me acerca con una sonrisa y se planta delante de mí:
—¿Por dónde empezamos? —me pregunta, y respiro aliviado.
Voy con Stavrópulos y Dimitriu al lugar donde se halla el cadáver. Dimitriu se dispone a comenzar su examen mientras Stavrópulos se queda de pie un instante, mirando al muerto. Después se agacha a su lado y abre el maletín donde lleva el instrumental.
—A primera vista, diría que la muerte se ha producido hace unas doce o quince horas. Después de la autopsia podré ser más preciso.
Miro el reloj. Son las seis de la tarde. Por tanto, debieron de matarlo entre las tres y las cinco de la madrugada. Stavrópulos se concentra en la herida. La observa con atención, saca una regla y la mide.
—Le han disparado prácticamente a bocajarro. La marca se distingue a la perfección, se pueden ver las estrías concéntricas alrededor de la herida. —Hace una pausa, prosigue su examen y después levanta la cabeza—. ¿Habéis encontrado la bala?
—No, ni la encontraremos. No lo han matado aquí. —Me mira extrañado—. Levántale la cabeza y lo verás.
Lo hace y observa la sangre seca, pero el suelo limpio.
—¡En el cemento no hay sangre!
—En efecto. ¿Sabrías decir qué tipo de arma empleó el asesino?
Me mira con sorpresa.
—¿Cuándo, ahora mismo? Si fuera adivino, tal vez, pero como no lo soy… De todos modos, así, a bote pronto, parece que han utilizado una pistola de nueve milímetros, de modo que no creo que sea difícil identificarla. —Se pone en pie—. Ya podemos llevárnoslo. Mañana al mediodía tendrás datos más exactos.
Como no queda nada por aclarar, salgo del recinto olímpico, o, mejor dicho, de lo que queda de él. Veo que la segunda patrulla ha aparcado al lado de la primera. Los dos agentes fuman apoyados en el coche. Dejo que Dimitriu y su gente hagan su trabajo y me acerco a los agentes recién llegados.
—¿Estabais vosotros de servicio anoche? —les pregunto.
Asienten con la cabeza al mismo tiempo.
—¿Visteis algo raro durante la ronda?
—¡Absolutamente nada, señor! Todo estaba como cada noche —contesta uno de los dos.
—¿Y en el interior?
—No entramos, comisario.
—¿Por qué?
—¿Qué vamos a hacer ahí dentro? Lo único que aún no han robado es el edificio. Dentro no queda nada, se lo han llevado todo.
—Hay una cosa más —añade compungido el otro.
—¿El qué?
El agente mira a su compañero, pero este tiene la mirada perdida en el paisaje, compuesto básicamente de edificios de seis plantas.
—Por la noche duermen aquí unos pobres afganos. Si entramos, tenemos que desalojarlos, pero nos dan lástima y hacemos la vista gorda.
—¿Y a qué se dedican esos afganos?
—A lo que pueden. Hacen trabajillos esporádicos por el barrio.
—Tratad de localizarlos. Tal vez vieran algo. Y que alguien vigile esta noche las instalaciones. Aunque, si realmente vieron algo, no volverán por aquí, eso seguro.
Ordeno a Vlasópulos que llame al jefe de la comisaría de Paleos Fáliros y que pida que indaguen sobre los afganos.
La ambulancia ya ha cargado el cadáver y da la vuelta para irse. Vlasópulos y yo subimos al coche y la seguimos. Detrás vienen los dos coches patrulla. Nada que ver con las comitivas oficiales de los Juegos Olímpicos.