Se llama Igor Chaliapin y habla griego a su manera, con un acusado acento ruso. Dice que lo aprendió cuando era agregado en la Embajada de la antigua Unión Soviética, durante la época de la Perestroika, lo cual significa que era agente del KGB. Ahora no esconde su rango: director del CBRF, el Consejo de Seguridad de la Federación Rusa.
Nos lo han enviado esta mañana desde el Ministerio del Interior por orden del primer ministro. A nuestro ministro le ha amargado el día que su colega ruso pise su territorio, pero era una «orden del primer ministro» y se lo ha tenido que tragar, igual que de niños nos hacían tragar aceite de ricino.
Estamos reunidos en la sala de deliberaciones todos los miembros del team greco-americano, tal como nos llamaban durante las Olimpiadas, excepto el ministro. Ha aceptado la presencia de Chaliapin por «orden del primer ministro», evidentemente, pero después de estrecharle la mano nos lo ha enviado aquí y no ha vuelto a ocuparse de él.
Igor Chaliapin nos echa una ojeada a todos y arranca a hablar en inglés. Al contrario que el griego, su inglés es impecable. Es lógico: ni Grecia ni la lengua griega son tan importantes como para que la enseñen en el KGB.
—¿Podrían proporcionarme información de primera mano, señores? Todo lo que sé es por las noticias.
Stazakos asume el encargo y en diez minutos ha terminado. Chaliapin le escucha con una de esas sonrisas que preceden a una explosión.
—Así pues, resumiendo —dice cuando Stazakos acaba—, los terroristas podrían pertenecer a una rama de Al Qaeda, pero el modelo, el modus operandi —pronuncia con énfasis la expresión latina—, no concuerda. No nos engañemos: sabiendo como sabemos que los islamistas utilizan la táctica de dar el golpe y huir, hace mucho que habrían volado el barco y se habrían descubierto.
—A no ser que su primer objetivo sea ponernos nerviosos con sus exigencias y, cuando obtengan lo que quieren, hacer saltar El Greco por los aires —apunta Guikas.
—Sí, pero se arriesgan a que descubramos su juego y que nos atrevamos a llevar a cabo una operación de rescate, siguiendo la sencilla lógica del «de perdidos al río».
—¿Y si han llenado el barco de explosivos? —observa Stazakos.
—Es una posibilidad, pero dejémosla para más adelante —responde Chaliapin con una sonrisa malévola.
Me entran ganas de levantarme e irme, pero me quedo, tal vez debido a ese instinto masoquista de la persona angustiada que no quiere oír buenas noticias, sino saber cuándo tocará fondo.
—Supongamos por un momento que sean palestinos —continúa Chaliapin—. ¿Os parece, con toda franqueza, que repetirían un secuestro como el del Achille Lauro? Las cosas han cambiado mucho desde 1985.
—We spoke to Mosad —interviene Parker—. El Mosad no lo descarta, pero sólo sobre el papel. Por otro lado, considera que en estos momentos los palestinos no tienen ni hombres en el extranjero, ni dinero, ni infraestructura para operaciones de esta envergadura.
Chaliapin está de acuerdo. Se apoya en el respaldo de la silla, se agarra a la mesa con ambas manos, y nos mira con el aire de quien va a hacer una declaración muy seria.
—Señores, ¿han barajado la posibilidad de que se trate de terroristas chechenos?
Si he de juzgar por nuestra expresión, incluida la de Parker, ni siquiera se nos había pasado por la cabeza. Chaliapin confirma satisfecho que su proyectil ha dado en el blanco.
—Les recuerdo que los chechenos siguen llevando a cabo secuestros. Cometieron uno en octubre de 2002, en un teatro de Moscú, y tuvimos ciento veintinueve víctimas; lo repitieron el 1 de septiembre de 2004 en Beslan, con un balance de trescientos treinta muertos. En principio, ni en Moscú ni en Beslan formularon ninguna exigencia. Sólo jugaron con nosotros para provocar el pánico y descolocarnos. Tampoco hubo una organización que reivindicase la autoría. Meses después, Vasaiev afirmó que él había planeado los dos ataques. —Hace una pausa y prosigue—: Ustedes tienen el mismo problema. Los terroristas no se identifican ni formulan demanda alguna. Y vuelvo a lo que ha dicho usted antes, comandante Stazakos: si son chechenos, seguro que han llenado el barco de explosivos.
Noto que un sudor frío me recorre el cuerpo. Si Chaliapin ha acertado y son chechenos, Pródromos y yo ya podemos ir buscando una funeraria. No soy experto en terrorismo, pero, por lo poco que sé, no ha habido hasta ahora ni un solo ataque checheno que no se haya saldado con más muertos que vivos.
—¿Por qué se arriesgarían los chechenos a actuar en Grecia, y en alta mar? ¿Qué provecho obtendrían? —pregunta Parker, el más sereno de todos nosotros, porque es el más experto, o el menos implicado. Y con una leve dosis de ironía añade—: Nosotros no podemos afirmar que controlemos tan bien los Estados Unidos como para descartar un ataque terrorista en nuestro suelo. ¿Y vosotros protegéis Rusia tan maravillosamente bien que los desesperados chechenos han de venir a Grecia a cometer atentados?
Chaliapin sonríe con convicción:
—¿Cuántos rusos viajan en el barco?
Stazakos consulta sus papeles.
—Siete. Tres hombres y cuatro mujeres.
—De los tres hombres, uno es un general que sirvió en Grozni. Otro es un agente del servicio secreto especialista en temas de terrorismo, estuvo en Afganistán y después en Chechenia.
—¿Y cree que se han arriesgado a secuestrar un barco entero sólo por estos dos? —pregunta Guikas.
—¿Saben lo que supone demostrar a los rusos que los altos mandos de su ejército y de los servicios secretos no están seguros en ningún lado, que se les puede atacar en cualquier rincón del planeta? ¿Y saben qué capacidad de negociación tienen estos dos hombres que ahora han caído en su poder?
No parece que a Guikas le convenza mucho el argumento de Chaliapin.
—No sé… Lo cierto es que han pedido medicinas para los enfermos y comida para los niños —resume.
Chaliapin tiene su respuesta preparada:
—No olviden lo que pasó en Beslan. Cuántas mujeres y niños murieron. No son estúpidos, saben el riesgo que corrieron en aquella carnicería y no quieren caer en el mismo error. La verdad, no me extrañaría que primero dejasen ir a los ancianos y a los niños, y que después empezasen a matar.
Intento calcular cuántos números tengo hasta que lleguen a Katerina y a Fanis, si la teoría de Chaliapin es correcta. El primer número es para el general ruso, el segundo para el agente de los servicios secretos.
A partir de ahí, se abre un abanico de posibilidades. ¿Por qué matar primero a los extranjeros y después a los griegos? Esta gente no distingue entre blancos y negros, todos estamos hechos de la misma pasta, como decía mi padre.
—¿Tú qué opinas, Fred? —pregunta Guikas a Parker, que hasta el momento se ha mostrado extraordinariamente cauto delante del ruso.
—Teniendo en cuenta que desconocemos su identidad, no podemos descartar nada. Todo es posible. Si la hipótesis de que sean chechenos parece demasiado aventurada, far fetched, igualmente lo es la de que se trate de palestinos o de fundamentalistas islámicos.
A Chaliapin se le ilumina la cara cuando oye hablar a Parker.
—Por nuestra parte, estamos dispuestos a ayudarles y a enseñarles nuestro modus operandi.
Ya la hemos liado, me digo para mis adentros. Su modus operandi ya lo vimos en el teatro de Moscú y en Beslan. Asaltad el barco, da igual quién muera. No, si al final acabaremos diciendo aquello de «con amigos como estos, ¿para qué queremos enemigos?».
Parece que Guikas ha llegado a la misma conclusión, porque se dirige a Chaliapin en un tono tan amable como impreciso:
—Agradecemos su ofrecimiento, señor Chaliapin, pero hemos decidido esperar un poco, por si se produce algún cambio. Más adelante volveremos a hablar.
A continuación se levanta, dando a entender que la conversación ha llegado a su fin. Parker y Chaliapin lo siguen y abandonan la sala. Quedamos sólo los dos amigos irreconciliables, Stazakos y yo.
—Fíjate —me dice Stazakos, y me señala El Greco en la pantalla—, ayer nos pidieron medicamentos y comida infantil. Cuando les hemos dado todo eso, han levado anclas y nos han dejado boquiabiertos. Ahora el barco ha fondeado delante de las islas Zodorú y nos contempla en silencio. Me recuerda a mi hijo: sólo piensa en mí cuando se queda sin un céntimo y, después, si te he visto no me acuerdo.
—¿Y siempre se lo das?
—Se lo doy por la misma razón que hemos entregado medicamentos y alimentos a los del barco: porque me temo lo peor.
Posiblemente sea la primera vez que percibo en él rasgos de verdadera humanidad, y dado que la tragedia que sufro me ha afectado, me dan ganas de darle un abrazo. Por suerte, Guikas llega a tiempo.
—Debo decirte algo —me dice y me lleva aparte—. Kostas, lo lamento mucho, pero tienes que volver a Atenas de inmediato.
Siento que la tierra se hunde bajo mis pies. Esperaba que esto sucediese en cualquier momento, sí, pero no tan deprisa.
—¿Cómo? ¿Así, de repente? —le pregunto, intentando no perder la serenidad.
—En primer lugar, porque el ministro no te quiere aquí. «Comprendo el sufrimiento del comisario, pero su obligación es estar en su puesto», me ha dicho. «Si quiere quedarse, dale permiso y que permanezca con el resto de familiares, pero no en el centro de operaciones».
Debí haberlo previsto, después de la mirada que me lanzó anoche. Guikas prosigue:
—Podría posponer tu traslado unos cuantos días, pero por desgracia tenemos un caso de asesinato en Atenas. Acaban de informarme.
—¿De quién se trata?
—Han hallado asesinada a una estrella publicitaria.
—Sabía que había estrellas de cine, estrellas de la tele… Pero ¿desde cuándo tenemos estrellas publicitarias?
Me mira y deja escapar un suspiro.
—A veces me parece que vivimos en mundos distintos —me dice, y continúa como si le estuviese dando clase a un niño con necesidades especiales—. A una estrella de cine la ves en una o dos películas al año. A una estrella de la televisión la ves en una serie cada semana, o incluso cada día, si es diaria. A una estrella de la publicidad la ves constantemente en todos los canales, antes, durante y después de todos los programas. ¿Quién te parece que es más estrella? ¡Y la víctima era especialmente famosa! —Tras un silencio, imita un anuncio: «¿Quién ofrece la tarifa más baja, cuatro horas de llamadas gratis y los SMS más baratos? ¿Todavía no lo sabe?».
Ahora que lo imita, así, tan estúpidamente, creo que me suena.
—¿Dónde lo han matado?
—Suena un poco extraño, en el Centro Olímpico del Fáliros.
Me duele irme de Creta, pero nada puedo hacer para evitarlo. Guikas lo comprende y me da unas palmaditas amistosas en la espalda.
—Llámame cuando quieras y te informaré personalmente. Ya sabes el número de mi móvil.
Me voy sin despedirme de Stazakos; es capaz de soltar alguna barbaridad y estropearme la última impresión de humanidad que he tenido de él.
Guikas me pide un coche patrulla que me lleve a Janiá y, de allí, al aeropuerto. Desde la base naval me han reservado un billete para el vuelo de las tres. En recepción me dicen que Adrianí ha salido. Le digo al conductor que me lleve al muelle antiguo. La encuentro sentada en una cafetería, frente a las islas Zodorú, pensando en el barco. Se sorprende al verme a estas horas y su mente enseguida sospecha alguna desgracia.
—No quiero novedades —me suelta antes de que yo pueda hablar—. No quiero noticias, ni de tu boca ni de la tele. Estoy aquí sentada, me imagino el barco, e intento consolarme pensando que, a lo mejor, en el fondo, Katerina y Fanis no lo están pasando tan mal como nosotros creemos en nuestra desesperación.
—Lo siento, pero ha surgido algo nuevo. Debo volver a Atenas.
No se inmuta; no es lo peor que podía oír en aquel momento.
—¿Por qué?
—Se ha cometido un asesinato y debo volver al servicio. Te dejo mi móvil.
—No hace falta, tengo uno con tarjeta; me lo compré ayer. —Calla y me mira—. Le envié un mensaje a Katerina dándole el número. ¿Quién sabe?, quizá en algún momento les devuelvan los móviles.
Decido dejar la ropa en el hotel e irme con lo puesto. Al menos tengo la falsa sensación de que me voy a Atenas provisionalmente y que pronto volveré a Janiá.