Janiá se ha convertido en la ciudad de las lágrimas. Vayas a donde vayas, la gente se abraza desconsolada, las mujeres lloran y gimen, y muchos se desesperan cuando les entrevistan por televisión.
Comemos en el Karnaguio, en el muelle antiguo, delante del Gran Arsenal. Me lo recomendó el conductor del coche patrulla; me dijo que era el mejor restaurante de Janiá y, probablemente, de toda Creta, exceptuando la zona de montaña. Tal vez tenga razón, pero a mí la comida me parece el mismo veneno en todas partes, al contrario que a Adrianí, que sufre una especie de deformación profesional.
—Deberíamos haber venido aquí en otras circunstancias.
—¿Por qué?
—Le habríamos preguntado al cocinero cómo prepara estos caracoles tan extraordinarios.
—En cuanto salgan del barco, les diremos a Katerina y a Fanis que vengan a comer aquí.
Me mira sin decir nada, porque el bocado se le ha quedado atravesado.
—Saldrán —insisto—. ¡Te lo juro! —En ese instante pienso que si el destino ha dispuesto que no salgan, ya se encargará él de castigarme por jurar en falso—. ¡Venga, la última! —Le lleno la copa de rakí. No pretendo que nos emborrachemos, sólo que nos entre sueño y podamos dormir. Sin embargo, si fuese un experto en comidas y bebidas, debería saber que el rakí no se parece al licor y que no se te sube a la cabeza.
—¿Te puedo pedir un favor? —me pregunta Adrianí.
—¿Un favor? ¡Pídeme que haga una promesa a la Virgen e iré en procesión hasta Tinos!
—No hace falta que vayas tan lejos, aunque tal vez nos sirviera de ayuda. Sólo quiero que intercedas para que Pródromos y Sebastí encuentren billete. Ella me ha llamado llorando y diciéndome que estaban en Atenas, pero que ya no quedaban billetes para ningún vuelo.
—Lo haré, aunque podrías hacerlo tú misma.
—¿Cómo?
—Llama a Kula por teléfono y dile que, si te consigue dos billetes, le enseñarás a preparar la sepia al vino.
Sin darse cuenta, se ríe.
—¡Mi niña, mi tesoro! —exclama, y de golpe la risa se transforma en llanto.
Me inclino y, en un susurro, le conmino:
—No debes llorar en público, y tampoco pronunciar en voz alta el nombre de Fanis, como has hecho en el hotel.
—¿Por qué?
—Porque es mejor que nadie sepa que nuestra hija y Fanis están en ese barco. Soy policía, ¿lo has olvidado?
Me mira asustada, saca un pañuelo de papel y se seca las lágrimas con gestos rápidos.
—Tienes razón.
Estamos apurando el último trago cuando llega al restaurante un grupo numeroso en el que entreveo a Sotirópulos. Sotirópulos es periodista. Hace años que lo conozco y nos une una relación de amor y odio. Últimamente nos hallamos en una especie de luna de miel, pero eso no significa nada. Podría ser que mañana estuviésemos a matar. En cuanto me ve, se acerca a saludarme.
—¿Tú por aquí? ¿También te han movilizado? Ya me lo imagino: ¡los ladrones, asesinos y mañosos de Atenas deben de estar celebrándolo por todo lo alto!
—Preferiría que lo celebrasen los secuestrados y sus familias —le respondo, y seguro que no se imagina hasta qué punto lo deseo.
Le presento a Adrianí y le estrecha la mano.
—A veces su marido me saca de quicio —bromea Sotirópulos.
—¿Cuánto tiempo hace que le conoce?
—¿Cuánto hace que te conozco, comisario? Desde 1995, diez años, ¿me equivoco?
—Yo hace casi treinta —dice Adrianí.
Sotirópulos se parte de risa. Pero de pronto nos mira muy serio.
—Así que tu mujer, ¿eh? ¡No me digas que la has traído de vacaciones a Creta con la excusa del secuestro! Aquí hay gato encerrado, comisario. Una vez más, me ocultas algo.
—Te lo oculto todo, menos los comunicados oficiales, querido Sotirópulos —le contesto enérgicamente—. ¿Crees que levantaré la liebre y te soplaré algo?
Vuelve a reírse.
—Tienes razón, no puedes. Pero ¿sabes por qué? ¡Porque la policía no sabe más que nosotros, los periodistas!
Al menos sé una cosa más que ellos, eso seguro. Mientras pido la cuenta me suena el móvil.
—El Greco zarpa. —Guikas me lo dice tan de sopetón que casi me da un ataque.
—¿Adónde se dirige? —consigo preguntarle.
—No se sabe. Acaban de informarme hace unos instantes; estoy en el centro de operaciones y veo por el monitor que el barco leva anclas. Hay dos helicópteros, uno nuestro y otro de la Armada, preparados para seguirlo.
Mientras escucho a Guikas, observo que Sotirópulos también habla por el móvil. Nuestras miradas se cruzan y al instante tenemos la certeza de que hemos recibido la misma información.
Adrianí capta mi expresión y me agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —pregunta, con el corazón en un puño—. ¡Me moriré si no me lo dices!
No le contesto, sigo escuchando a Guikas.
—¿Dónde estás en este momento? —quiere saber.
—En una taberna, delante del Gran Arsenal.
—Un coche patrulla pasará a recogerte dentro de un cuarto de hora.
Cuelgo a la vez que Sotirópulos, que me dice:
—¿Hablábamos de lo mismo?
—Imagino que sí.
—¿Te llevo?
—No hace falta, gracias. Me envían un coche patrulla.
He conseguido desquiciar de nuevo a Adrianí, que se muerde la lengua para no echarme la bronca.
—¡Hablas con todo el mundo, pero a mí, que no vivo, no me haces ni caso! ¿Vas a decirme, de una vez por todas, qué pasa?
—El Greco zarpa.
Por un instante se queda sin saber qué decir y, a continuación, gime:
—¡Ay, Dios mío, eso no, por favor! ¡Que el barco no zarpe!
—No te pongas así. Quizá sea una falsa alarma. Tengo que irme. Un coche patrulla viene a buscarme.
—¿Me llamarás?
—¿Y de qué te va a servir? Enciende la tele, dirán lo mismo. —Enseguida me doy cuenta de la estupidez que acabo de decir e intento arreglarlo—: Si pasa algo fuera de lo normal, te llamo sin falta.
Me deja con la palabra en la boca y echa a correr hacia el hotel. Por suerte, Sotirópulos ya se ha ido y no ha presenciado la escenita.
El coche patrulla tarda en llegar porque primero ha pasado a recoger a Parker. Parker me mira por el retrovisor y sonríe.
—Think positive —me dice cuando subo.
Sé positivo. Parker siempre buscando el lado positivo de todo. Le da la vuelta a la tortilla y, al final, todo te parece positivo. La psicología que les enseñan en el FBI es de un nivel de segundo de primaria. «El sol brilla, los pajaritos cantan…». Pero yo soy más de la escuela de Vasilis Tzitzanis y de su canción «Domingo encapotado».
—¿Por qué zarpan? No me cuadra.
—Veremos qué hacen. Let’s look at the facts. Cargan medicinas y alimentos infantiles y, dos horas después, se disponen a levar anclas. En principio, eso parece una buena señal.
—Porque si quisiesen explosionar el barco, no se habrían tomado la molestia de cargar medicinas y alimentos infantiles, ¿a eso te refieres?
—Exactamente.
—Entonces, ¿por qué se ponen en marcha?
Se encoge de hombros.
—Se preparan para hacer algo y no quieren estar cerca de una base naval.
—¿Y qué querrán hacer? —pregunto como un idiota.
Vuelve a encogerse de hombros.
—¡Ojalá lo supiera!
En este punto nuestra conversación se interrumpe, dejamos de hacer cábalas y fijamos la vista en la carretera, iluminada por los faros de los automóviles. El conductor acciona la sirena para abrirse paso entre furgonetas de unidades móviles, jeeps de periodistas y coches de diversos tamaños y potencias, llenos de familiares de secuestrados o simplemente de curiosos que vienen a pasar el rato.
Todos tocan el claxon a la vez y se insultan en la avenida de Suda, que es una avenida de tipo griego, o sea, un camino de cabras de un solo carril bautizado como avenida. La mayoría invade el carril contrario, vacío porque nadie se dirige a Janiá a estas horas.
La entrada de la base está iluminada. Por ella transitan sin cesar coches patrulla y vehículos militares, mientras los periodistas esperan que comprueben sus credenciales antes de dejarlos entrar. En las instalaciones reina el mismo revuelo: los jeeps pasan a toda pastilla, los soldados se echan a un lado para salvar el pellejo y se oyen órdenes diversas que no tienen un origen definido, como en las películas norteamericanas. Sentado junto a mí, Parker sonríe satisfecho. Un grupo de periodistas, conducido por un oficial de Marina, se dirige a la zona de prensa.
Los monitores de la sala de operaciones muestran todos la misma imagen: un barco fantasma que navega de noche con las luces apagadas y dos helicópteros que lo sobrevuelan. Exactamente detrás de las pantallas y de los operadores, se ha formado una segunda línea que no despega los ojos de las imágenes del barco. En ella se encuentran el ministro, Guikas, el comandante de la base naval y Stazakos. Parker me deja y se acerca a ellos. Yo me quedo detrás, imaginándome el pánico con el que vivirán los secuestrados, mi hija y Fanis entre ellos, este viaje a lo desconocido. Visto que no puedo dejar de pensar en ello, me acerco también a los monitores, por si con el jaleo me distraigo.
Hay dos líneas telefónicas abiertas funcionando a la vez: una conectada con los helicópteros, la otra con Panusos.
—En este momento el barco ha dejado atrás Paleosuda y se encuentra en alta mar, a la altura del aeropuerto —informa uno de los pilotos—. Pero no gira hacia el mar de Creta; tampoco sigue la ruta de los transbordadores que van al Pireo. Va bordeando la costa, prácticamente a la misma distancia de un guardacostas.
—Panusos, ¿me oyes? —Es la voz de Stazakos.
—Le oigo, comandante.
—¿Podrías ponerte en contacto con ellos?
—Negativo. El equipo de radio del barco está desconectado.
—Vuelve a intentarlo.
—Lo intento sin cesar, señor. —Como si quisiese demostrar que es cierto, Panusos interpela a los del barco—: ¡La autoridad portuaria a El Greco! —Lo repite dos o tres veces, pero no recibe respuesta.
Sobreviene un silencio. Nadie habla. Todos se han quedado sin teorías y propuestas. Parker, a mi lado, se pone a hablar solo: «Todo esto es muy extraño, no tiene sentido. This is very curious. It doesn’t make sense». Los demás mantienen la mirada fija en el barco, que sigue navegando en la oscuridad; sin embargo, ya no es una oscuridad completa: no está en alta mar, y a su izquierda se intuyen las siluetas de la costa.
—O hay mala mar o navegan de costado —se oye la voz de un piloto desde el helicóptero.
—¿A qué te refieres? ¡Sé más claro! —apremia Panusos por la otra línea.
—Helicóptero número uno, responda —se oye la voz de Stazakos.
—Hemos sobrepasado el monasterio de Guvernetos, en dirección a Spileos Kazolikós.
—No creo que lleven a los rehenes al muelle antiguo a tomar un café —comenta alguien con ironía, pero lo ataja la severa voz del ministro:
—No es momento para bromas.
—Tal vez están buscando una bahía solitaria donde echar el ancla y donde no podamos acercarnos con facilidad —añade Stazakos.
—¿Para qué van a buscar una bahía? ¿Para desembarcar a escondidas? —salto yo, pero al instante me arrepiento, no es el momento de manifestar mis diferencias con Stazakos. Guikas lleva razón.
El ministro se vuelve abruptamente y me fulmina con la mirada.
—¿Quién es este hombre? —le pregunta a Guikas.
—El comisario Jaritos, de homicidios.
La expresión del ministro cambia y me repasa de arriba abajo con la mirada. Después se limita a añadir un «Ah, bien», sin más comentarios.
—Kostas is right —arguye Parker—, esta gente no está jugando al escondite ni al gato y al ratón. Quieren que nos sintamos impotentes y que perdamos los nervios.
Nadie le contradice, ni siquiera el ministro. Nada de bromas delante del gran jefe, me digo a mí mismo. De repente se oye jaleo en el pasillo, fuera de la sala. Ruido de carreras en una misma dirección.
—¿Qué ocurre ahí fuera? ¡No quiero más sorpresas! —grita el ministro, como si pretendiese prohibirlas.
Voy hacia la puerta y la entreabro. Veo que los periodistas salen de la sala de prensa y corren hacia la salida.
—Los periodistas se van —comunico a todos y a nadie en particular.
—Suda carece de interés para ellos —comenta Guikas.
—Helicóptero dos a base —se oye en ese instante por una de las líneas abiertas—. Señor, en este momento El Greco entra en el golfo de Janiá.
—¿Y hacia dónde va? ¿Hacia Kúgapi o al puerto veneciano?
—Sigue recto, como si se dirigiese a Kolibari.
Guikas levanta los brazos, desconcertado.
—¡No entiendo nada! —exclama desesperado.
Parker, que hasta ese momento había estado de pie, siguiendo las evoluciones del barco en la pantalla, se aleja de mi lado y se dirige a un mapa grande de Creta, extendido sobre la mesa. Toma una regla y empieza a hacer mediciones en busca de algo. Por un instante nuestras miradas se apartan del barco y se vuelven hacia él, sin entender. ¿Qué busca exactamente? La regla se detiene en un punto y Parker pregunta:
—What are these?
—Son las islas Zodorú —le contesta uno de los operadores—. Oficialmente se llaman de San Teodoro, pero la gente de Janiá las llama Zodorú.
—Van hacia allí —dice Parker—. Se hallan frente a Janiá, pero a una distancia de seguridad. Se situarán cerca de la ciudad, pero lejos de la base de Suda, para no correr el riesgo de que les asaltemos por sorpresa.
Al cabo de hora y media tenemos que darle la razón: El Greco fondea delante de las oscuras bahías de las islas Zodorú.