El coche patrulla que me trae de Suda me deja delante de la plaza. El conductor quería acercarme hasta el hotel Samariá, pero he preferido andar un trecho para tratar de olvidar el dilema que me ha tenido preocupado durante todo el trayecto desde la base naval: ¿qué haré si mañana me convocan al instituto forense para identificar a Katerina? ¿Me comportaré como el poli que se queda de pie, serio e impasible delante del cadáver de su hija y que espera leer al día siguiente en los periódicos la noticia: «Tragedia de un policía. Identifica a su hija asesinada por los terroristas»? ¿O seré el padre desesperado que se abalanza sobre el cadáver y se golpea el pecho, aunque al día siguiente se convierta en el espectáculo de todas las cadenas? Hasta ahora he conseguido separar al poli del padre. En el trabajo me comporto de una manera, en casa de otra. Los compañeros me conocen como poli y no saben cómo soy con mi hija. Y Katerina me conoce como padre, pero desconoce cómo me comporto en el trabajo. Mi dilema es: ¿cómo debo mostrarme delante de Guikas, de Stazakos, de Parker, de los forenses y de todos los demás? ¿Como el hombre o como el poli? Aquello que toda la vida me han escupido a la cara los izquierdistas y los estudiantes, que una cosa son los polis y otra las personas, tiene su parte de verdad. El uniforme, el rango, la pistola (aunque hace años que ni la toco) te imponen una conducta. Y en esa conducta no hay lugar para las manifestaciones públicas de dolor. Sin embargo, a mí, que no me cuento entre los peces gordos ni entre los que han medrado en el Cuerpo, como Stazakos, todos ellos me importan un rábano. Me abalanzaré sobre el cuerpo de mi hija y me mesaré los cabellos delante de todos los medios de comunicación, aunque luego no me atreva a mirar a los ojos ni siquiera a mis ayudantes.
A dos pasos del hotel, oigo gritos y carreras por todos lados, como cuando se declara un incendio. Corren, cruzan con el semáforo en rojo, y se pegan a los escaparates donde hay televisores.
—¿Qué sucede? —pregunto a un transeúnte.
—¡Los terroristas han emitido un comunicado!
De un salto me planto en el hotel. Todo el mundo, incluidas las recepcionistas, se encuentra en el salón, donde reina el alboroto. Busco a Adrianí con la mirada y la veo sentada en el suelo, a poca distancia de la tele. Me acurruco al lado de la puerta, el único lugar desde el que puedo ver el aparato.
—¿Cuándo se ha producido el contacto, Andreas? —pregunta el presentador al reportero, que ocupa toda la pantalla.
—Exactamente a las ocho y veintidós minutos. En rigor, no ha habido contacto directo con los terroristas, sino con el capitán de El Greco, que ha pedido comunicarse con las autoridades portuarias.
—A continuación, señores telespectadores, oiremos la conversación mantenida entre el capitán y la autoridad portuaria, tal y como nos la ha facilitado la policía hace escasos minutos.
Primero se oye la señal de comunicación y después empieza el diálogo, transcrito simultáneamente en la parte inferior de la pantalla.
—Aquí el capitán de El Greco. Aquí el capitán de El Greco.
—Le oímos perfectamente, capitán.
—Tenemos enfermos a bordo y necesitamos medicamentos.
—¿Qué clase de medicamentos?
—Necesitamos Adalat, Frumil, Norvasc de cinco y de diez, Pensordil de cinco para los hipertensos y los enfermos del corazón. Necesitamos insulina para los diabéticos. Y también leche y alimentos infantiles.
Aplaudo a Panusos mentalmente; los terroristas no han liberado mujeres, niños ni enfermos, como sugería el comunicado, pero al menos han pedido medicinas y alimentos infantiles.
—¿Necesitan un médico, capitán? ¿Podemos enviarle uno? —oigo la voz serena, casi tranquilizadora, de Panusos, que no deja entrever ni un ápice de angustia.
—Negativo, no hace falta. Tenemos un médico entre los pasajeros.
—¡Fanis! —exclama de pronto mi mujer—. ¡Es Fanis! ¡Gracias a Dios, madre mía!
Estoy a punto de cogerla y encerrarla en la habitación, porque ahora caerán sobre nosotros todos los periodistas, deseosos de saber quién es ese tal Fanis y de qué lo conoce. Por fortuna, un «¡Pssst!» colectivo impone el toque de queda.
—¿Puede decirnos algo sobre la identidad de las personas que han ocupado el barco?
Por el tono de voz comprendo que quien pregunta es Panusos.
—No puedo decir nada más. Soy responsable de la vida de los pasajeros, entiéndanme.
—Recibido, capitán. No nos diga nada. Nosotros haremos las preguntas, usted responda afirmativo o negativo. ¿Sabe si los que han secuestrado el barco son árabes?
—Negativo.
—¿Negativo o no lo sabe?
—No lo sé.
—¿Sabe si son palestinos?
—No lo sé.
—¿Sabe algo acerca de su identidad?
—Negativo.
—¿Cómo se comunican?
—En inglés y por escrito.
—¿Cómo? ¿No hablan?
—Negativo, salvo para dar algunas órdenes a la tripulación y al pasaje, con monosílabos y en inglés. —Se produce una pausa, como si el capitán recibiese consignas—. Dentro de una hora llamaremos para indícales cómo tienen que enviarnos los medicamentos.
Inmediatamente después se corta la comunicación.
—Esta ha sido la conversación entre el capitán de El Greco y la autoridad portuaria, apreciados telespectadores —añade el presentador—, no se vayan, en breve nos hablará el comandante Lukas Stazakos, responsable de la lucha antiterrorista.
La imagen cambia y aparece un joven a punto de perder la chaveta que agita el móvil y pregunta si sabemos quién ofrece la tarifa más baja, cuatro horas de llamadas gratis y los SMS más baratos. Por gestos, le indico a Adrianí que suba a la habitación. Excepto ella, nadie se mueve.
Subimos juntos a la habitación 406. Nada más cerrar la puerta, marco el número de móvil de Parker.
—¿Qué te parece?
—No es mucho, pero al menos es un inicio.
—¿Cuál es la noticia buena y cuál la mala? —Lo conozco y sé que normalmente dispone de ambas.
—La buena es que han pedido medicinas y alimentos infantiles. Eso significa que, en principio, tienen intención de ocuparse de los niños y de los enfermos.
—¿Y la mala?
—Que no han desvelado su identidad. ¿Has oído al capitán? Se comunican por escrito porque no quieren que averigüemos quiénes son por el acento.
—Por eso han dejado hablar al capitán con Panusos, querían mantener la incertidumbre sobre su identidad.
—Good thinking —me responde riéndose—. Correcto, pero eso me preocupa. It makes me nervous. Algo esconden, algo buscan, pero no adivino el qué.
Dudo en plantearle la siguiente pregunta, temo que sea una gran estupidez:
—Fred, ¿cabe la posibilidad de que no sean terroristas, sino que lo finjan?
—¿Y qué pueden ser, entonces?
—Mafiosos, traficantes de armas, cualquier cosa…
Vuelve a reírse.
—Kostas, los mafiosos no pierden el tiempo con jueguecitos. En una hora habrían formulado sus exigencias y a estas alturas ya habrían comenzado a ejecutar rehenes.
Creo que tiene razón y que, en otras circunstancias, ni se me hubiera ocurrido plantear esta pregunta, pero ya se sabe, cuando uno está con el agua al cuello, se agarra a un clavo ardiendo.
Adrianí ha encendido la tele de la habitación y va cambiando de canal, pero en uno se ve a una persona que salta y chilla «¡Eeeh! ¡Oooh!» sin que se sepa por qué, en otro a un hombre persiguiendo a una chica para regalarle un móvil, y en un tercero a un grupo de jóvenes que toman sorbetes con fruición.
—No esperes que emitan un informativo especial inmediatamente después de las noticias. Te volverás loca con los anuncios. Vamos a comer y después vemos si dan más información.
—¡Yo no voy a ningún lado! —me responde aferrando con fuerza el mando a distancia y con la mirada clavada en la pantalla—. ¡Sólo me faltaba esto, pensar si tengo o no apetito!
—Katerina no volverá antes por más que te quedes en ayunas y mirando la tele.
Se levanta; el mando le resbala de la mano y cae al suelo.
—Puede que en estos momentos alguien esté apuntando a nuestra hija en la sien, ¡y tú quieres que vayamos de tapas! —me grita histérica.
—¡Deja de llorar por nuestra hija antes de tiempo! ¡Te he dicho que vayamos a comer, no a un entierro!
Me lanza una mirada furibunda, y casi parece que me vaya a escupir.
—Sólo un poli podría pensar así. Sólo un poli se haría el valiente mientras la vida de su hija corre peligro.
—¿Ahora te enteras de que te casaste con un poli? ¿No te diste cuenta de que en la boda iba de uniforme? Yo no tengo la culpa de que durante tantos años hayas mirado hacia otro lado. Y te diré algo más: los polis también lloramos nuestras desgracias, como todo el mundo. Pero si ahora no lloro no es porque me haga el valiente, como dices tú, ¡sino porque creo que si lloro y me atormento abonaré la desgracia de Katerina!
Quisiera tumbarme en la cama y dejar mi cuerpo palpitar, pero mi orgullo de poli no me permite derrumbarme delante de ella. Abro la puerta para salir de la habitación, pero en el último instante noto que sus dedos me asen de la manga. Me vuelvo y me encuentro una mirada herida que pide socorro. La rodeo con mis brazos. Apoya su cabeza contra mi pecho, mientras le tiembla el cuerpo entero a causa del llanto.
—Perdóname —balbucea—. No debería haberte hablado así. Sé cuánto quieres a Katerina y cómo sufres.
—Yo tampoco quería hablar como lo he hecho. Pero si perdemos la sangre fría cuando sólo han pasado veinticuatro horas, en tres días dejaremos a Katerina y a Fanis sin apoyo y a nosotros tendrán que internarnos en una clínica.
—Tienes razón, pero tú eres policía y estás acostumbrado. Yo no. —Me mira y consigue sonreír en medio de las lágrimas.
—¿Vamos a picar algo?
—Vamos. Con esta angustia, no conviene tener el estómago vacío.