El centro de operaciones se ha instalado en la base naval de Suda, que dispone de una sala con los sistemas de comunicación y seguimiento más modernos. De este modo es posible controlar el barco las veinticuatro horas, tenerlo cerca, fotografiarlo por partes y grabar el menor movimiento en cubierta o en el puente de mando. Han habilitado otra sala de operaciones más pequeña en la comandancia del puerto, donde se halla Panusos, el negociador más experto en la lucha antiterrorista. Me ha puesto al día el conductor del coche patrulla que me ha llevado desde la Jefatura de Policía de Janiá hasta Suda.
La embarcación está anclada unos metros más allá de la bocana del puerto. En cubierta no se ve el más mínimo movimiento. Deben de haber reunido a los pasajeros en los salones interiores, para controlarlos mejor. Un helicóptero vuela sin cesar a su alrededor, pero hasta ahora sólo ha detectado a tres miembros de la tripulación en el puente y a un tipo vestido completamente de negro y con la cara cubierta que les apunta con un Kaláshnikov.
La comunicación con los terroristas sigue en punto muerto. No hay ni carta ni comunicado por Internet que ayude a descubrir su identidad. No hace aún dos horas, Panusos ha intentado contactar con ellos inútilmente. Hasta el momento, lo único tranquilizador es que no hemos visto que arrojaran ningún cadáver al mar ni hemos oído tiroteo alguno. El puerto de Suda está cerrado al tráfico marítimo y todos los barcos con destino a Janiá son desviados hacia Rézimno.
De camino a la base naval, a las ocho y media de la mañana, contemplo el barco a lo lejos y sé que en algún lugar allí dentro en alguna sala o en algún camarote, están Katerina y Fanis, tal vez juntos, o tal vez no, si han separado a los hombres de las mujeres.
El conductor del coche patrulla me ha dicho que los encontraría a todos aquí: al ministro del Interior, al secretario de Estado, a Guikas y a Stazakos, responsable este de la lucha antiterrorista, pero en la sala de operaciones sólo veo a estos dos últimos. Guikas viste de uniforme, y Stazakos lleva encima todo el equipo de campaña, como se presenta a veces en mi despacho. Están situados detrás de los operadores, que observan el mundo a través de una serie de monitores. Ahora toda la atención se centra en un barco, El Greco. Dos monitores lo muestran en un plano general y el resto de pantallas lo enfoca desde ángulos distintos. Otro monitor controla una pequeña ensenada donde se hallan los submarinistas de la Armada en un fueraborda.
Ni Guikas ni Stazakos me ven entrar porque están escuchando a Panusos, quien les informa de que sus intentos de establecer contacto con el barco han resultado infructuosos.
—Han cortado la línea, comandante —oigo que comenta Panusos.
—Está bien, mantente en tu puesto. No nos queda más remedio que esperar.
—Tal vez deberíamos emitir un comunicado por televisión para decirles que si dejan salir a las mujeres, a los niños y a los enfermos, estaremos abiertos al diálogo.
—Tú ocúpate de tu trabajo y déjate de propuestas, que son asunto nuestro —le contesta Stazakos de malos modos. Está a punto de cortar la comunicación cuando interviene Guikas.
—Aquí Guikas. Aclárame una duda, Panusos. ¿Por qué no se comunican con nosotros?
—Creo que quieren minar nuestra paciencia y forzarnos a suplicar, señor director.
—Me parece coherente —responde Guikas, y corta la comunicación. Después se vuelve hacia Stazakos—: Prepara el comunicado del que hablaba Panusos y pásalo a la prensa. ¿Para qué narices lo enviamos a estudiar técnicas psicológicas si luego le censuramos sus propuestas?
Stazakos lo mira sin ocultar su preocupación.
—Lo que nos acaba de decir contradice su misma propuesta.
—¿A qué te refieres?
—A que los terroristas se quieren hacer de rogar. ¿No es eso lo que dejaremos entrever en nuestro comunicado, nuestra debilidad?
—¡Por Dios, Stazakos! Han tomado a trescientos rehenes en un barco. ¿Te parece que nos queda margen para gilipolleces?
Stazakos piensa que sí queda margen para gilipolleces, y por eso calla.
—Esto es Grecia —prosigue Guikas—, si nos despistamos un segundo nos echarán la culpa de todo y se nos va a caer el pelo. Ordena que redacten el comunicado —añade Guikas, zanjando la discusión.
Stazakos da media vuelta para salir y se topa conmigo. No le entusiasma la idea de verme y se limita a un seco: «Ah, ¿estás aquí?». Ni me inmuto ante su reacción; en Jefatura todos saben que él y yo nos llevamos como el perro y el gato. Stazakos me toma por un poli pasado de moda que no entiende nada de sistemas modernos, y yo a él por un imbécil que se cree que es Rambo, cuando en realidad no es más que un griego acomplejado.
Guikas se ha vuelto al oír el «Ah, ¿estás aquí?» y me mira sin decir nada. Me acerco y me planto delante de él.
—Si quiere, inhabilíteme por desobediencia o envíeme a Inspección —le digo—. No objetaré nada y lo encontraré justificado, pero no podía quedarme en Atenas mientras unos desconocidos tienen retenida a mi hija ahí dentro —le digo y le señalo el barco en el monitor.
No me quita los ojos de encima, pero en su mirada no hay rabia, sino, más bien, angustia.
—Ni te inhabilitaré ni te enviaré a Inspección. Tampoco esperaba que te quedases en Atenas, aunque lo hubiese preferido. Aquí la tensión irá en aumento y no sé cuánto resistirás… —se interrumpe unos segundos—, pero puedo encomendarte un trabajo que te distraiga.
—¿Qué tipo de trabajo?
Me da una de cal y una de arena.
—No esperes nada importante. En primer lugar, porque no eres la persona apropiada, y en segundo lugar porque te resultaría imposible concentrarte en el caso. Te he buscado un trabajo de guía turístico.
—¿De guía?
—Quiero que te encargues de Parker, del FBI.
—¿Está aquí? —pregunto sorprendido.
—Vuelven a enviárnoslo, llegará de un momento a otro. Y no se le puede dejar solo. Recuerda lo que nos hizo sufrir; empezasteis con mal pie, pero al final os entendisteis. Por eso quiero que te ocupes de él. Parker confía en ti.
Fred Parker era el jefe de seguridad del equipo olímpico estadounidense. Se entrometía en todo y a todo ponía reparos. Cada vez que nos atrevíamos a contradecirlo, nos amenazaba con que el presidente de su país aconsejaría oficialmente a los ciudadanos estadounidenses no viajar a Grecia, y con que la delegación del país no acudiría a los Juegos Olímpicos. Para mí era como una tortura: todo lo que hacía le parecía mal. Hasta que, en un caso, mientras él investigaba por un lado, yo hallé la solución por otro y tuvo que quitarse el sombrero. Desde ese momento nos entendimos, pero tampoco fue como para dar saltos de alegría. Él me consideraba su amigo y me daba palmaditas en la espalda, que yo soportaba mientras pensaba: «¡Para ya, imbécil!».
—¿Cuándo llega?
—Viene en helicóptero desde Atenas, estará al caer.
De repente me siento un poco mejor, no sólo porque no tendré que deambular por ahí como alma en pena (al contrario, tendré trabajo), sino porque con Parker piso terreno conocido.
Stazakos regresa con un papel y se lo da a Guikas.
—Si está conforme, lo difundiremos de inmediato. —Mientras Guikas lee el comunicado, se vuelve hacia mí—: Me he enterado de que tu hija y su prometido están en el barco. ¡Qué le vamos a hacer! A veces ocurren estas cosas.
Cuento hasta cien para no soltarle ninguna barbaridad y me limito a desviar la mirada. Él lo capta y se ríe por lo bajinis.
—No te enfades, hombre. Es imposible que se filtre fuera de aquí. Todo el mundo es de confianza, yo personalmente me he ocupado de que así sea.
Guikas le devuelve el comunicado.
—Me parece bien, pero enséñaselo también a Panusos. Si le da el visto bueno, lo difundiremos.
Stazakos lo observa sin saber si enfadarse o pensar que es un imbécil.
—¡No me mires así! —le grita de repente Guikas—. ¡Panusos será quien negocie con ellos, de modo que él debe estar de acuerdo!
Stazakos da media vuelta y se aleja en dirección al teléfono rojo para hablar con Panusos. Guikas le echa una mirada por encima del hombro y después se dirige a mí:
—Ya sé que vosotros dos no congeniáis, pero intentad mantener vuestras diferencias fuera de aquí. Ahora no hay tiempo para estas cosas. —A continuación siente la necesidad de justificar a Stazakos—: Y no te rías de él, en realidad es muy hábil, sólo que le atrae el poder.
Porque es un griego acomplejado y no un Rambo, me digo. De modo que yo no era el único que opinaba así. En ese mismo instante se abre la puerta y entra Parker, que sí es un Rambo y por lo tanto no tiene que demostrarlo. Cuando lo conocí, en el despacho de Guikas, dos meses antes de los Juegos, me pareció el director de una sucursal del Banco Nacional. Hoy viste de manera más informal, con vaqueros y una camisa de colores llamativos, de esas que llevan los norteamericanos y los que quieren parecerse a ellos. Del bolsillo de la camisa le cuelga una tarjeta identificativa, como la que me dieron a mí en la garita situada a la entrada de la base.
Guikas y yo le damos la bienvenida. Primero estrecha la mano de Guikas.
—Hello, Nick —le dice casi con indiferencia, como si las Olimpiadas se hubiesen celebrado ayer mismo. Después le da la mano a Stazakos y emite un «Hi!» a modo de saludo, y finalmente se vuelve hacia mí, me toma la mano y me la aprieta afectuosamente. «Kostas, I know. They told me, I’m so sorry ».No se me ocurre nada que decir ante su «Ya me lo han dicho, lo siento de veras» y le devuelvo su afectuoso apretón de manos sin decir nada.
Parker considera que con estas formalidades ha cumplido con el protocolo y nos dice a los tres: «OK, let’s talk».
Stazakos abre una puerta y nos hace pasar a la habitación contigua, que se ha convertido en sala de reuniones, con una mesa rectangular y seis sillas. En la pared hay una pizarra negra y, a un lado, un monitor que también muestra imágenes de El Greco.
—Well, in my opinion, tbere’re good news and bad news —dice Parker después de que Stazakos le ponga al corriente de los últimos acontecimientos—. Tenemos una noticia buena y una mala. La buena es que, si fuesen suicidas y quisiesen hacer saltar el barco por los aires, ya lo habrían hecho. De modo que, en principio, podemos suponer que no se trata de ninguna organización vinculada a Al Qaeda. ¿Hasta aquí todos de acuerdo? —Nos repasa con la mirada y constata que todos asentimos con la cabeza—. La mala es que no sabemos quiénes son. No hablan, no desvelan su identidad, no dan ninguna pista. Esto, en principio, no es bueno, porque no sabemos qué quieren ni qué planes tienen. Tal vez preparan una acción sonada y aún no han ultimado los preparativos.
—¿Qué pueden preparar? —pregunta Guikas con una seguridad forzada—. Sea lo que sea, ¿para qué perder tiempo y esfuerzos reteniendo un barco con trescientos pasajeros a bordo?
Parker se encoge de hombros.
—I wisb I knew! —nos dice a los tres—. ¡Ojalá lo supiera! Sin embargo, no olviden que las organizaciones terroristas son cada vez más autónomas. Por lo tanto no sabemos cuál es el objetivo de cada grupo ni qué pretenden. ¡Tal vez en estos momentos estén eligiendo pasajeros para ejecutarlos!
Tres miradas se posan sobre mí al mismo tiempo. Ya lo he entendido, no me descubren nada nuevo. No transcurre ni un segundo sin que piense exactamente lo mismo. Parker me toma suavemente del brazo.
—I’m sorry, Kostas, pero, tranquilo, si se deciden a matar a rehenes, empezarán por los estadounidenses y los israelíes, no por los griegos. —Su razonamiento, de pura lógica, es el único consuelo que me queda.
—En el barco no hay estadounidenses ni israelíes —aclara Stazakos—. Hay doce alemanes, diez ingleses, seis italianos, tres españoles, siete rusos y cuatro holandeses. Los doscientos cincuenta y ocho pasajeros restantes son griegos.
—Si son palestinos y empiezan a matar, comenzarán por los ingleses, los italianos y los holandeses, que están en su punto de mira —tercia Guikas—. Quizás comiencen a negociar después de las primeras ejecuciones.
—De todos modos, a mí me parece una casualidad que el asalto se haya producido delante del puerto de Suda —manifiesta Stazakos.
—How do you know? —le pregunto en inglés, para captar la atención de Parker.
Stazakos me lanza su consabida mirada arrogante y despectiva.
—¿Que cómo lo sé? ¿No ves dónde está el barco? —Me señala la pantalla.
—Dado que no tenemos contacto con el barco, ignoramos cuándo se produjo el ataque —comento yo—. Lo más probable es que se produjese entre las dos y las tres de la madrugada, cuando la mayoría de pasajeros dormía, para evitar que se produjesen alborotos o encontrasen resistencia. Después obligaron al capitán a llevar el barco hasta la bocana del puerto.
—Good thinking, Kostas —dice Parker, satisfecho—. Bien pensado, pero aún cabe otra posibilidad. —Hace una pausa y nos mira uno por uno—: El Achille Lauro, ¿os dice algo este nombre?
—¡Claro que sí! Fue lo primero que pensamos, que el ataque era calcado al del Achille Lauro —responde Guikas.
—¿Podemos descartar que sean palestinos?
Los tres lo miramos, pero ninguno se atreve a ser el primero en contestar. Al menos, hablo por Guikas y por mí: conocemos bien a Parker y sabemos que está en condiciones de argumentar las teorías más inverosímiles.
Me acuerdo de las palabras del portavoz del Gobierno y se las repito, más que nada para provocarlo.
—Hace décadas que los palestinos no se dedican a la piratería.
—That’s right, pero no olviden que la situación en Palestina está cambiando. Sharon está vaciando Gaza de colonos judíos y Abbás quiere negociar con el Gobierno israelí. Eso no le conviene ni a Hamás ni a las brigadas de Alaksa. Podrían volver al modelo Achille Lauro para llevar a cabo un ataque terrorista de envergadura y abortar el acercamiento entre israelíes y palestinos.
Ninguno de nosotros tiene nada que objetar. Como decía, está preparado para dar verosimilitud a cualquier teoría.
—Que empiecen a matar es la hipótesis más probable —concluye Parker. Después se dirige a mí—: Es como una operación quirúrgica. Las primeras cuarenta y ocho horas son las más críticas. Después ya podemos saber si el paciente sobrevivirá. Si durante las primeras cuarenta y ocho horas no ejecutan a nadie, sabremos que su objetivo no es matar, sino chantajearnos para conseguir algo a cambio.
Hasta ahí lo entiendo. El problema es que no puedo visitar a la paciente para darle ánimos.