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—¿Puede explicarnos la doctoranda por qué ha elegido este tema?

Lleva una blusa roja y aquellos vaqueros que casi nunca se quita. Es como si la viera con la ropa de diario. La única diferencia es la chaqueta azul con un broche que se ha puesto para la ocasión. Le brilla la cara, en parte por la angustia y en parte por el calor: estamos en junio y la humedad de Salónica resulta insoportable.

—Porque creo, señores del tribunal, que las cuestiones controvertidas y complejas, incluso las irresolubles, desbordan los límites de cada ciencia. No son asuntos meramente jurídicos o políticos. Quería investigar una de estas cuestiones complejas. En otras palabras, quería demostrar que el problema del terrorismo sólo puede abordarse de manera interdisciplinar.

Mantiene la mirada fija en los profesores del tribunal, los dedos entrelazados y las manos fuertemente unidas, sin duda para que se protejan mutuamente de movimientos inoportunos. Evita volverse hacia el lugar en que nosotros estamos sentados. Teme que nuestras miradas se crucen y le traicionen los nervios.

¿Cuántos años hace que esperaba yo este momento? Al principio sólo contaba con que estudiaría la licenciatura; cuatro, a lo sumo cinco años si se encallaba en alguna asignatura. Después llegó el doctorado y han sido ocho. Ocho años que cuento y recuento mi sueldo, a ver si ha subido: cuento el alquiler y los gastos de la casa, cuento la ropa y las camisas que me compro, los zapatos de Adrianí, cuento, cuento…

De repente pasaban por delante de mí, en lugar de billetes de mil y de cinco mil dracmas, billetes de veinte y de cincuenta euros, pero no hice caso y seguí contando. Y todo eso, durante ocho años enteros, para sacar adelante la carrera de Katerina.

—¿Se puede considerar un homicidio consumado en el curso de una acción terrorista, legalmente hablando, un acto igual a un homicidio cuyo objetivo fuera la sustracción de los bienes materiales de la víctima?

«¿Qué hará con tantos estudios?», me decían mis compañeros policías. «Si fuese un chico, aún. Ha de hacer carrera, casarse el día de mañana, formar una familia… Pero ¿una chica? ¡Inscríbela en la Escuela Superior de Policía, que le den una plaza y que tenga un sueldo seguro, un mes sí, y el otro también, y para toda la vida! Y si no quiere ser policía, mándala a algún centro de formación profesional, que aprenda un oficio, y que ayude en los gastos de la casa».

Cuando les comuniqué que había ingresado en la Facultad de Derecho me miraron extrañados, con aquella expresión que significa: «Me das pena, pero no te lo quiero decir». De vez en cuando me preguntaban: «¿Qué tal Katerina?», «¿Cómo le va en la universidad?», «¿Cuándo termina?». Y cuando dije, casi mirando al suelo como si me avergonzase, que había acabado pero que continuaba con el doctorado, se produjo el mismo silencio sepulcral que cuando empezó la universidad. Sólo Tsabarás, de la Dirección Antifraude Fiscal, me dijo: «Dejarás que se complique la vida, ¿verdad?».

—Si en un caso el móvil es la desesperación política de un pueblo oprimido y en el otro una ganancia ilícita, entonces, aunque en ambos casos parezca evidente que el delito es el mismo, el juez, sin embargo, podría actuar de modo distinto al dictar sentencia.

Miro a Adrianí, que está sentada tres filas más adelante. Ha argumentado, como excusa, que quería sentarse delante mismo de Katerina para verla mejor. Se ha puesto todas las joyas que guarda desde que se fue de casa de sus padres: el anillo que le regalé cuando nos prometimos y el de la boda, además del collar con que la obsequié cuando nació Katerina.

«¿Cómo se te ha ocurrido emperejilarte de esta manera? ¿Crees que vamos a una recepción?», le he dicho al verla tan elegante.

«Si no me lo pongo por nuestra hija, ¿cuándo me lo pondré? Una vez más cuando se case, y después lo guardaré todo bajo siete llaves para siempre».

—¿Cómo cree usted que debe afrontar el sistema judicial el fenómeno del terrorismo?

Cada vez que surge una nueva pregunta, en el rostro de Adrianí aparece dibujada la angustia y clava la mirada en su hija. Le palpita el corazón, teme que no sepa responder y la tumben, como si estuviese en los exámenes de selectividad. Estruja un pañuelo en la mano; hasta ahora no le ha hecho falta, pero ahí lo tiene por si lo necesita.

«¿De qué le servirá tanta universidad y tanto doctorado, amigo Kostas? ¡Que sea una buena ama de casa y que encuentre un buen partido! No digo que no aprenda cuatro cosas, las justas para tener un sueldo y no depender del marido. ¡Tal como están hoy en día las parejas, puede que mañana se separen, que Dios no lo quiera! Que no se quede sin recursos, eso sí, pero ¿qué va a sacar de tanto estudio y tanto doctorado?».

—La lucha represiva contra el terrorismo es necesaria pero insuficiente. Sin medidas preventivas que reduzcan las causas que provocan el terrorismo, la justicia seguirá siendo incapaz de abordar el problema. Del mismo modo que la prevención es necesaria en la lucha contra el cáncer, también lo es en la lucha antiterrorista.

Por fortuna no hice caso ni a mi mujer ni a mis compañeros. Hice lo que me pareció y acerté. La única persona que me influyó fue Kalamitis, el director del instituto de Katerina, un filólogo a punto de jubilarse que me dijo:

«Anímela a que estudie, comisario. Su hija tiene una capacidad extraordinaria. ¡Es de sobresaliente!».

Eso de ser «de sobresaliente» marcó la diferencia. Kalamitis no me dijo: «Le irá muy bien la selectividad», «pasará» o «progresará», sino «es de sobresaliente». La hija de un poli era «de sobresaliente». En aquel momento decidí mandar a todos a la porra y hacer lo que me pareciera.

—Entonces, según la doctoranda, ¿tenemos derecho a morir?

Veo que Adrianí se santigua sin darse cuenta, y Fanis, que está sentado solo en la última fila, sonríe. Es el único que no ha pensado en vestirse para la ocasión. Lleva una camiseta de algodón, vaqueros y mocasines sin calcetines. Ve que le miro y me guiña el ojo para darme ánimos. De todos nosotros, él es el único que conserva la sangre fría, tal vez porque está completamente convencido de que Katerina saldrá airosa, o tal vez porque es médico y sabe mantener la calma en los momentos difíciles.

—Indudablemente. El hombre dispone de su vida a su libre albedrío, mientras este no afecte a terceros ni al orden jurídico. El derecho a morir es la culminación esencial de nuestro derecho a la vida.

El presidente se vuelve hacia los demás miembros del tribunal:

—Creo que podemos ir concluyendo. ¿Más preguntas?

La mayoría sólo mueve la cabeza negativamente, mientras que dos añaden un casi imperceptible «no».

—¿Tendrá la doctoranda la bondad de esperar fuera, por favor?

Katerina se levanta de su asiento y se encamina directamente hacia la puerta, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Adrianí y yo cruzamos miradas de indecisión. ¿Nos quedamos? ¿Salimos? Adrianí se encoge de hombros y yo me vuelvo hacia Fanis, que me hace un gesto indicando que me quede donde estoy. Detrás de la larga mesa, los miembros del tribunal esconden el rostro tras la tesis de Katerina y deliberan. Su deliberación no dura más de diez minutos, pero a mí se me antoja una eternidad.

Katerina vuelve a entrar en la sala y de nuevo evita mirarnos. Avanza y se detiene ante el tribunal.

—¡Nuestra enhorabuena, doctoranda! —la felicita el presidente—. Por seis votos a favor y uno en contra, se le concede el título de doctora, con la calificación de sobresaliente.

«Es de sobresaliente, comisario», me había dicho Kalamitis. «De sobresaliente».