Faroles oscuros
Imaginémonos a Edward Mallory ascendiendo por la espléndida escalera central del Palacio de Paleontología, con su inmensa barandilla de ébano sostenida por un forjado esmaltado en negro que muestra antiguos helechos, cicadáceas y gingos. Digamos que lo sigue un botones de rostro enrojecido, cargado con una decena de paquetes satinados, fruto de una larga tarde de cuidadosas y metódicas compras. Mientras sube, Mallory ve que lord Owen baja, no sin cierto esfuerzo, su enorme cuerpo por las escaleras, con una expresión malhumorada en los ojos legañosos. Los ojos del distinguido anatomista de reptiles, piensa Mallory, se parecen a unas ostras en su concha, sin cáscara y preparadas para la disección. Se quita el sombrero. Owens murmura algo que podría ser un saludo.
En la curva del primer y amplio rellano, Mallory ve un grupo de estudiantes sentados al lado de la ventana abierta; debaten en voz baja mientras cae el crepúsculo sobre los gigantes de yeso que descansan agazapados en los jardines de roca del palacio. Una brisa agita las largas cortinas de lino.
Mallory se giró a la derecha, luego a la izquierda, ante el espejo del armario. Se desabrochó el abrigo y metió las manos en los bolsillos del pantalón para mejor lucir el chaleco, tejido con un vertiginoso mosaico de diminutos cuadrados azules y blancos. Las damas de Ada, los llamaban los sastres, ya que había sido tal señora la que había creado el estampado, programando un telar Jacquard de modo que tejiera álgebra pura. El chaleco lo decía todo, pensó, aunque todavía le hacía falta algo, quizá un bastón. Abrió de un capirotazo el cierre de la cigarrera y ofreció un magnífico habano al caballero del espejo. Un gesto elegante, pero uno no podía llevar una cigarrera de plata bajo el brazo como si fuese un manguito de señora. Sin duda, eso resultaría excesivo.
Unos bruscos golpecitos metálicos surgieron del tubo acústico colocado en la pared, al lado de la puerta. El paleontólogo cruzó la habitación y de un golpecito abrió la tapa de latón forrada de caucho.
—¡Mallory! —bramó mientras se inclinaba.
La voz del recepcionista subió hasta él como un espectro apagado.
—¡Una visita para usted, doctor Mallory! ¿Le envío su tarjeta?
—¡Sí, por favor!
Mallory, poco acostumbrado a cerrar la parrilla pneumática, hurgó con torpeza en el cierre de hojalata dorada. Un cilindro de gutapercha negra salió como un tiro del tubo, como si lo hubiera disparado un arma, e impactó con un ruido seco contra la pared contraria. Mallory se apresuró a recuperarlo y observó sin demasiada sorpresa que la pared de yeso empapelado ya estaba salpicada de muescas. Desenroscó la tapa del cilindro y lo sacudió para extraer el contenido. «Señor Laurence Oliphant», rezaba una suntuosa tarjeta de color crema. «Escritor y periodista». Una dirección de Piccadilly y un número telegráfico. Un periodista con pretensiones, a juzgar por su tarjeta. Un nombre que resultaba vagamente familiar. ¿No había leído algo de un tal Oliphant en Blackwood's? Dio la vuelta a la tarjeta y examinó el retrato mecánico punteado de un caballero de cabellos pálidos que se estaba quedando calvo por delante. Grandes ojos castaños de cocker spaniel, una pequeña sonrisa socarrona, un rastrojo de barba bajo el mentón. Con la barba y las entradas, el estrecho cráneo del señor Oliphant parecía alargado como el de un iguanodonte.
Metió la tarjeta en su cuaderno y echó un vistazo a la habitación. La cama estaba cubierta con los restos de sus compras: recibos de cargo, papel de seda, cajas de guantes, hormas de zapatos.
—¡Por favor, dígale al señor Oliphant que lo veré en el vestíbulo!
Se llenó a toda prisa los bolsillos de los pantalones nuevos, salió de la habitación, cerró la puerta con llave y se dirigió hacia su cita, dejando atrás las paredes blancas de piedra caliza salpicadas de fósiles y enmarcadas por fatigadas columnas de mármol negro y anticuado. Sus zapatos nuevos chirriaban con cada paso que daba.
El señor Oliphant, inesperadamente largo y vestido con pulcritud, aunque también con suntuosidad, se había reclinado sobre la recepción y daba la espalda al empleado. Apoyaba los codos en el mostrador de mármol y cruzaba los pies a la altura de los tobillos. La descuidada postura del periodista transmitía la fácil indolencia del deportista de buena cuna. Mallory, que había conocido a una buena cantidad de reporteros de tres al cuarto, gacetilleros que buscaban cándidos artículos sobre el gran Leviatán, registró una leve punzada de ansiedad: aquel tipo evidenciaba el sereno dominio personal de los aventajados en extremo.
Mallory se presentó y descubrió una fuerza fibrosa en la mano de dedos largos del periodista.
—Vengo por un asunto de la Sociedad Geográfica —anunció Oliphant con voz lo bastante alta para que lo oyera un grupo cercano de intelectuales ociosos—. Comité de Exploración, ¿sabe? Me preguntaba si sería posible consultarle cierto tema, doctor Mallory.
—Por supuesto —respondió este. La Real Sociedad Geográfica disponía de unos fondos fastuosos; su poderoso Comité de Exploración decidía quiénes eran los receptores de las becas de la sociedad.
—¿Me permite sugerir que hablemos en privado, señor?
—Desde luego —asintió Mallory, y siguió al periodista al salón del palacio, donde Oliphant encontró una esquina tranquila y medio oculta por una pantalla china lacada. Mallory se retiró los faldones de la chaqueta y tomó asiento. Oliphant se encaramó en el otro extremo de un sillón de seda roja, de espaldas a la pared. Lanzó una mirada diáfana por todo el salón y Mallory comprendió que estaba comprobando si alguien podía oírlos.
—Parece conocer bien el palacio —aventuró Mallory—. ¿Viene con frecuencia, por el trabajo de su comité?
—No, con frecuencia no, aunque una vez conocí a un colega suyo aquí. Un tal profesor Francis Rudwick.
—Ah, Rudwick, sí… Pobre tipo —Mallory se molestó un poco, pero no le sorprendió conocer a un contacto profesional de Rudwick. Este pocas veces perdía la ocasión de arañar dinero de alguna beca, fuera cual fuese la fuente.
Oliphant asintió con gesto sobrio.
—No soy ningún intelectual, doctor Mallory. De hecho, soy escritor de libros de viajes. Fruslerías, en realidad, aunque algunos han sido recibidos con cierto favor por parte del público.
—Ya veo —respondió Mallory, convencido de que por fin había calado a aquel hombre: un ocioso acaudalado, un diletante. Era muy probable que tuviera contactos familiares. La mayor parte de esos entusiastas aficionados se revelaban como unos inútiles en cuestiones científicas.
—Dentro de la Sociedad Geográfica, doctor Mallory —empezó Oliphant—, se está produciendo en este momento un intenso debate acerca del asunto principal que debemos estudiar. ¿Conoce usted, quizá, la controversia?
—He estado fuera —respondió Mallory— y me he perdido muchas noticias.
—Sin duda ha estado usted muy ocupado con su propia controversia científica. —La sonrisa de Oliphant resultaba encantadora—. Catástrofe contra uniformidad. Rudwick hablaba con frecuencia del tema. Con bastante ardor, debo añadir.
—Un asunto peliagudo —murmuró Mallory—, bastante impenetrable…
—A mí, personalmente, la argumentación de Rudwick me parecía débil —dijo Oliphant con displicencia, para agradable sorpresa de Mallory. El periodista se inclinó hacia delante con gesto halagador—. Permítame explicarle mejor el propósito de mi visita, doctor Mallory. Dentro de la Sociedad Geográfica hay quienes consideran que esta estaría mejor informada no zambulléndose en África para descubrir las fuentes del Nilo, sino investigando las fuentes de nuestra propia sociedad. ¿Por qué confinar la exploración a la geografía física cuando hay tantos problemas de geografía política y también moral, problemas todavía sin resolver?
—Interesante —respondió Mallory, que no terminaba de comprender cuál era el objetivo de su visitante.
—Como explorador destacado que es —siguió Oliphant—, ¿qué diría usted respecto a una proposición del tipo siguiente? —La mirada de aquel hombre, por curioso que fuera, parecía haber quedado clavada en un espacio intermedio—. Supongamos, señor, que se fuera a explorar no la inmensidad de Wyoming, sino una esquina concreta de nuestro propio Londres…
Mallory asintió sin entender nada, y durante un momento se planteó la posibilidad de que Oliphant estuviese loco.
—¿No podríamos entonces, señor —continuó el hombre con un ligero estremecimiento, quizá debido al entusiasmo contenido—, realizar investigaciones del todo objetivas, completamente estadísticas? ¿No podríamos examinar la sociedad, señor, con una precisión e intensidad novedosas? Desentrañaríamos de ese modo nuevos principios, teoremas extraídos de la miríada de agrupamientos de la población a lo largo del tiempo, de los más oscuros recorridos de las divisas al pasar de mano en mano, de los turbulentos flujos del tráfico… Temas que ahora consideramos con vaguedad, asuntos políticos, asuntos sanitarios, servicios públicos; ¡pero percibidos, señor, como si los contemplara un ojo científico que todo lo investiga y todo lo domina!
Había demasiados destellos de entusiasmo en la mirada de Oliphant, un repentino fuego abrasador que demostraba que su aire de languidez no era sino una farsa.
—En teoría —interpuso Mallory—, esa perspectiva parece prometedora. En la práctica dudo que las sociedades científicas pudieran proporcionar los recursos mecánicos necesarios para abordar un proyecto tan amplio y ambicioso. Yo mismo he tenido que luchar con denuedo para fijar un simple análisis de tensión de los huesos que he descubierto. Existe una demanda constante del trabajo de las máquinas. En cualquier caso, ¿por qué iba a enfrentarse la Sociedad Geográfica a este asunto? ¿Por qué quitarle fondos al necesario trabajo de exploración en el extranjero? Yo diría que quizá una consulta directa en el Parlamento…
—Pero el Gobierno carece de la visión necesaria, del sentido de la aventura intelectual, de la objetividad. Pero supongamos que fueran las máquinas de la policía en lugar de, digamos, las del Instituto Cambridge. ¿Qué diría usted entonces?
—¿Las máquinas de la policía? —se sorprendió Mallory. La idea resultaba de lo más extraordinaria—. ¿Cómo iba a acceder la policía a prestar sus máquinas?
—Las máquinas están con frecuencia ociosas durante la noche —fue la respuesta de Oliphant.
—¿De veras? Vaya, qué interesante… Pero si esas máquinas se pusieran al servicio de la ciencia, señor Oliphant, me imagino que otros proyectos más urgentes consumirían de inmediato el tiempo de giro ocioso. Una propuesta como la suya necesitaría un respaldo muy poderoso para llegar al principio de la cola.
—Pero, en teoría, ¿está usted de acuerdo? —insistió Oliphant—. Si los recursos estuvieran disponibles, ¿el principio básico le parecería digno?
—Tendría que ver una propuesta detallada antes de poder apoyar de forma activa un proyecto así y, con franqueza, dudo de que mi voz tuviera mucho peso en su Sociedad Geográfica. No soy miembro de ella, como bien sabe.
—Subestima su creciente fama —protestó Oliphant—. La candidatura de Edward Mallory, descubridor del leviatán terrestre, se aprobaría en la Sociedad Geográfica con gran facilidad.
Mallory se quedó sin habla.
—Rudwick se convirtió en miembro —dijo Oliphant con clara intención— después del asunto del pterodáctilo…
Mallory carraspeó.
—Estoy seguro de que es encomiable…
—Lo consideraré un honor si me permite ocuparme del asunto en persona —lo interrumpió Oliphant—. Puedo prometerle que no habrá ninguna dificultad. El aplomo de aquel hombre no admitía dudas, y Mallory reconoció el hecho consumado. Lo había manejado a la perfección. No existía forma elegante de rechazar el favor, y ser miembro de la acaudalada y poderosa Sociedad Geográfica desde luego no era un asunto que pudiera despreciarse a la ligera. Resultaría una gran ayuda profesional. Ya se imaginaba como miembro pleno, con el título unido a su nombre: Mallory, M. R. S., M. R. S. G.
—El honor será todo mío, señor —respondió Mallory—, aunque temo que se tome demasiadas molestias por mí.
—Siento un profundo interés por la paleontología, señor.
—Me sorprende que a un escritor de libros de viajes le interesen esas cosas. Oliphant construyó un capitel con los dedos elegantes y lo llevó luego hacia el labio superior, largo y desnudo.
—He descubierto, doctor Mallory, que «periodista» es un término muy vago y muy útil que le permite a uno realizar un buen número de extrañas pesquisas. Por naturaleza soy un hombre muy curioso, pero por desgracia un tanto superficial. —Oliphant extendió las manos—. Hago lo que puedo para ser útil a los auténticos estudiosos, aunque dudo que me merezca del todo el papel no solicitado que represento en la actualidad en el círculo interno de la augusta Sociedad Geográfica. La fama repentina tiene unas repercusiones bastante peculiares, ya sabe usted.
—Debo confesar que no estoy familiarizado con sus libros —dijo Mallory—. He estado fuera y mis lecturas se han retrasado. Entiendo entonces que ha llegado al gran público. ¿Y ha tenido mucho éxito?
—No por los libros, precisamente —respondió Oliphant, sorprendido y entretenido a la vez—. Estuve involucrado en el asunto de la legación de Tokio. En Japón. A finales de año pasado.
—Un ultraje a nuestra embajada en Japón, ¿estoy en lo cierto? Un diplomático resultó herido, ¿no es así? Yo estaba en América…
Oliphant dudó, luego dobló el brazo izquierdo, se subió la manga de la chaqueta y el puño inmaculado, y reveló una cicatriz roja y arrugada en la articulación exterior de la muñeca izquierda. Una cuchillada. No, peor que eso: un golpe de sable, en los tendones. Mallory observó por primera vez que dos de los dedos de la mano izquierda de Oliphant estaban doblados de forma permanente.
—¡Es usted, entonces! ¡Laurence Oliphant, el héroe de la legación de Tokio! Ahora me acuerdo del nombre. —Mallory se atusó la barba—. Debería haber puesto eso en su tarjeta, señor, y lo habría recordado al instante.
Oliphant se bajó la manga. Parecía un tanto avergonzado.
—Una herida de espada japonesa es una extraña carta de presentación…
—No cabe duda de que sus intereses son muy variados, señor.
—A veces uno no puede evitar ciertos compromisos, doctor Mallory. En el interés de la nación, como si dijéramos. Creo que usted también conoce bien esa situación.
—Me temo que no lo sigo…
—El profesor Rudwick, el fallecido profesor Rudwick, desde luego sabía algo de ese tipo de compromisos.
Mallory comprendió entonces la naturaleza de la alusión de Oliphant, y habló con brusquedad.
—En su tarjeta, señor, dice que es usted periodista. Estos no son asuntos que uno discuta con un periodista.
—Me temo que su secreto dista mucho de ser hermético —replicó Oliphant con cortés desdén—. Todos y cada uno de los miembros de la expedición que hizo usted a Wyoming saben la verdad. Quince hombres, algunos menos discretos de lo que cabría esperar. Los hombres de Rudwick también conocían sus actividades encubiertas. Los que organizaron el asunto, los que le pidieron que llevara a cabo su plan, también lo saben.
—¿Y cómo es, señor, que usted también lo sabe?
—He investigado el asesinato de Rudwick.
—¿Usted cree que la muerte de Rudwick estuvo vinculada a sus… actividades americanas?
—Sé bien que tal es el caso.
—Antes de seguir adelante debo asegurarme de dónde nos encontramos, señor Oliphant. Cuando dice «actividades», ¿a qué se refiere con exactitud? Hable con claridad, señor. Defina sus términos.
—Muy bien. —Oliphant parecía afligido—. Me refiero al organismo oficial que lo persuadió para que llevara de contrabando rifles de repetición a los salvajes americanos.
—¿Y el nombre de ese organismo…?
—La Comisión de Libre Comercio de la Real Sociedad —respondió Oliphant con paciencia—. Que existe, en su papel oficial, para estudiar las relaciones comerciales internacionales. Aranceles, inversiones y demás. Su ambición, me temo, va más allá de esa autoridad.
—La Comisión de Libre Comercio es una rama legítima del Gobierno.
—En el reino de la diplomacia, doctor Mallory, sus acciones podrían interpretarse como una forma de armar de manera clandestina a los enemigos de naciones con las que Gran Bretaña no está oficialmente en guerra.
—Y yo he de llegar a la conclusión —espetó Mallory con tono airado— de que usted no ve con buenos ojos…
—… el tráfico de armas. Aunque tiene su lugar en el mundo, no se equivoque —Oliphant volvió a asegurarse de que no los oyera nadie—. Pero nunca lo deben emprender fanáticos nombrados a sí mismos que tienen una noción desmesurada de su papel en la política exterior.
—¿No le gusta entonces que haya aficionados en el juego?
Oliphant miró a Mallory a los ojos, pero no dijo nada.
—¿Lo que quiere son profesionales, señor Oliphant? ¿Hombres como usted?
Oliphant se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas.
—Una agencia profesional —dijo con precisión— no abandonaría a sus hombres para que los destriparan agentes extranjeros en pleno corazón de Londres, doctor Mallory. Y eso, señor, debo informarle que está muy cerca de la situación en la que se encuentra usted hoy. La Comisión de Libre Comercio no seguirá ayudándolo, por muy bien que haya hecho usted el trabajo que le encomendaron. Ni siquiera le han informado de que su vida está amenazada. ¿Me equivoco, señor?
—Francis Rudwick murió durante una riña en un garito de carreras de ratas. Y eso fue hace meses.
—Eso fue el pasado enero, hace solo cinco meses. Rudwick había vuelto de Texas, donde había estado armando en secreto a la tribu comanche con rifles proporcionados por su Comisión. La noche del asesinato, alguien intentó acabar con la vida del antiguo presidente de Texas. El expresidente Houston se salvó por muy poco. Su secretario, un ciudadano británico, fue brutalmente acuchillado y murió. El asesino sigue en libertad.
—¿Así que cree que un texano mató a Rudwick?
—Creo que es casi seguro. Las actividades de Rudwick quizá no sean muy conocidas aquí en Londres, pero son bastante obvias para los infelices texanos, que extraen con cierta regularidad balas británicas de los cadáveres de sus compañeros.
—No me gusta el modo en que describe usted el asunto —señaló Mallory con una punzada de ira—. Si no les hubiéramos dado armas, no nos habrían ayudado. Podríamos haber estado excavando durante años de no haber sido por la ayuda cheyene…
—Dudo que alguien pudiera dar esas razones ante un ranger de Texas —dijo Oliphant—. En realidad, dudo que se pudieran dar ante la opinión pública…
—No tengo ninguna intención de hablar con la prensa. Lamento haber hablado con usted. Está claro que no es muy amigo de la Comisión.
—Ya sé mucho más sobre la Comisión de lo que me hubiera gustado descubrir. He venido aquí para trasmitirle una advertencia, doctor Mallory, no para solicitar información. He sido yo quien ha hablado con demasiada libertad, y me he visto obligado a hacerlo porque es obvio que los errores de la Comisión han puesto en peligro su vida, señor.
Había fuerza en ese argumento.
—Está bien —admitió Mallory—. Ya me ha advertido, señor, y se lo agradezco. —Lo pensó un momento y dijo—: ¿Pero qué pasa con la Sociedad Geográfica, señor Oliphant? ¿Qué lugar ocupa en esto?
—Un viajero atento y observador puede servir a los intereses de su nación sin perjuicio de la ciencia —señaló Oliphant—. Hace mucho tiempo que la Sociedad Geográfica es una fuente vital de información. Elaboración de mapas, rutas navales… Mallory saltó entonces.
—¿Y a ellos no los llama «aficionados», señor Oliphant? ¿Aunque ellos anden también con faroles oscuros donde no deberían?
Se produjo un silencio.
—Pero es que ellos son… nuestros aficionados —respondió Oliphant con sequedad.
—¿Y cuál, para ser precisos, es la diferencia?
—La diferencia concreta, doctor Mallory, es que a los aficionados de la Comisión los están asesinando.
Mallory gruñó y se arrellanó en la silla. Quizá hubiera una base real en la oscura teoría de Oliphant. La repentina muerte de Rudwick, su rival, su enemigo más formidable, siempre le había parecido un golpe de suerte demasiado conveniente.
—¿Qué aspecto tiene, entonces, ese asesino texano suyo?
—Lo describen como un hombre alto, moreno y de constitución poderosa. Usa un sombrero de ala ancha y un gabán largo y pálido.
—¿No sería uno de esos tipos malhumorados y fatuos de las carreras, con una frente sobresaliente —Mallory se tocó la sien— y un estilete en el bolsillo?
Oliphant abrió mucho los ojos.
—Cielo santo… —dijo en voz baja.
De repente Mallory se dio cuenta de que se estaba divirtiendo. Desconcertar a aquel hábil espía había tocado una profunda vena de satisfacción en su interior.
—Me llegó a cortar, el tipo aquel —siguió Mallory con su acento de Sussex más marcado—. El día del derby, en las carreras. Un canalla desagradable y muy poco común…
—¿Qué pasó?
—Derribé al muy sinvergüenza —dijo Mallory.
Oliphant se lo quedó mirando y luego estalló en carcajadas.
—Es usted un hombre con recursos inesperados, doctor Mallory.
—Yo podría decir lo mismo de usted, señor. —Mallory se detuvo a pensar antes de continuar—. Pero tengo que decirle que no creo que ese individuo fuera a por mí. Había una chica con él, una furcia, y los dos intimidaban a una dama.
—Continúe, por favor —lo alentó Oliphant—, lo que me cuenta es sumamente interesante.
—Me temo que no puedo —dijo Mallory—. La dama en cuestión era todo un personaje.
—Su discreción, señor —respondió Oliphant con serenidad—, dice mucho a su favor como caballero. Un ataque con un cuchillo, sin embargo, es un delito grave. ¿No ha informado a la policía?
—No —dijo Mallory mientras saboreaba la agitación contenida de Oliphant—. La dama otra vez, ya sabe. Temía comprometerla.
—Quizá —sugirió Oliphant— fue todo una charada, una calculada estratagema para implicarlo a usted en una supuesta riña de juego. Algo parecido se hizo con Rudwick, que murió, como bien recuerda, en un garito de carreras de ratas…
—Señor —dijo Mallory—, la dama no era otra que Ada Byron.
Oliphant se enderezó.
—¿La hija del primer ministro?
—No hay otra.
—No cabe duda —admitió Oliphant con tono repentinamente quebradizo—. Pero se me ocurre que hay un buen número de mujeres que se parecen a lady Ada. Nuestra reina de las máquinas es también una reina de la moda. Miles de mujeres siguen su estilo.
—Nunca me la han presentado, señor Oliphant, pero la he visto en las sesiones de la Real Sociedad. Asistí a su conferencia sobre la matemática mecánica. No me equivoco.
Oliphant sacó un cuaderno de cuero de su chaqueta, lo apoyó en una rodilla y destapó un bolígrafo.
—Hábleme, por favor, de ese incidente.
—¿En la más estricta confianza?
—Tiene mi palabra.
Mallory presentó una versión discreta de los hechos. Describió a los atormentadores de Ada y las circunstancias lo mejor que pudo, pero no mencionó el estuche de madera con sus tarjetas para máquinas francesas de celulosa alcanforada. Mallory razonaba que aquel era un asunto privado entre la dama y él; ella le había confiado la guarda y custodia de ese extraño objeto suyo, y él lo consideraba una obligación sagrada. El estuche de madera con las tarjetas, cuidadosamente envuelto en lino blanco para muestras, yacía oculto entre fósiles enyesados, en uno de los casilleros privados que tenía Mallory en el Museo de Geología Práctica, esperando a que pudiera prestarle una mayor atención.
Oliphant cerró el cuaderno, guardó el bolígrafo y le hizo una seña al camarero para que les trajeran unas bebidas. El camarero reconoció a Mallory y le sirvió un ponche de coñac. Oliphant tomó una ginebra rosa.
—Me gustaría que conociera a unos amigos míos —señaló Oliphant—. La Oficina Central de Estadísticas guarda extensos archivos de las clases criminales, mediciones antropométricas, retratos mecánicos y demás. Me gustaría que intentara identificar a su asaltante y a la mujer que era su cómplice.
—Muy bien —respondió Mallory.
—También se le asignará protección policial.
—¿Protección?
—No un policía común, por supuesto. Alguien de la Oficina Especial. Son muy discretos.
—No puedo ir por ahí con un policía pisándome los talones —protestó Mallory—. ¿Qué diría la gente?
—Me preocupa bastante más lo que dirán si lo encuentran a usted destripado en un callejón. ¿Dos destacados expertos en dinosaurios asesinados en circunstancias misteriosas? A la prensa le iba a entusiasmar.
—No necesito ningún guardián. No le tengo miedo a ese chulito.
—Es muy posible que ese en concreto carezca de importancia. Al menos lo sabremos si logra usted identificarlo. —Oliphant suspiró con delicadeza—. Sin duda es un asunto muy frivolo, según los estándares del imperio. Pero yo consideraría que incluye el dominio del dinero; los servicios, cuando se necesitan, de esa suerte turbia de inglés que vive en los callejones poco frecuentados de la vida extranjera de Londres; y, por último, la secreta simpatía de los refugiados americanos, que llegan aquí huyendo de las guerras que conmocionan su continente.
—¿Y usted imagina que lady Ada ha caído de algún modo en este alarmante asunto?
—No, señor, en absoluto. Puede estar seguro de que no es posible que ese sea el caso. La mujer que vio no puede haber sido Ada Byron.
—Entonces considero el tema zanjado —respondió Mallory—. Si fuera a decirme que los intereses de lady Ada están en peligro, yo podría acceder a tomar casi cualquier medida. Tal y como están las cosas, correré el riesgo.
—La decisión es suya por completo, desde luego —replicó Oliphant con frialdad—. Y quizá todavía sea muy pronto para tomar medidas tan severas. ¿Tiene mi tarjeta?
Hágame saber cómo se desarrollan los acontecimientos.
—Lo haré.
Oliphant se puso en pie.
—Y recuerde, si alguien le pregunta, que hoy no hemos discutido nada más que asuntos de la Sociedad Geográfica.
—Todavía tiene que decirme el nombre de las personas que lo emplean, señor Oliphant. Los que lo emplean de verdad.
Oliphant negó con su cabeza alargada y un gesto sombrío.
—Tal conocimiento no beneficia a nadie, señor. Esa clase de preguntas no conduce más que al sufrimiento. Si es usted inteligente, doctor Mallory, no tendrá nada más que ver con faroles oscuros. Con suerte, todo este asunto quedará al final en nada y se desvanecerá sin dejar rastro, como ocurre con las pesadillas. Desde luego que propondré su nombre para la Sociedad Geográfica, como le he prometido, y espero que considere en serio mi propuesta acerca de los posibles usos de las máquinas de Bow Street.
Mallory contempló cómo aquel extraordinario personaje se levantaba, se daba la vuelta y se alejaba sobre la suntuosa alfombra del palacio. Sus largas piernas centelleaban como tijeras.
Con su nuevo maletín agarrado en una mano, las correas que pendía del techo con la otra, Mallory avanzó milímetro a milímetro por el atestado pasillo del ómnibus hasta llegar a la traqueteante plataforma de salida. Cuando el conductor frenó para dejar pasar una hedionda carreta de alquitranado, Mallory saltó al bordillo. A pesar de sus mejores esfuerzos se había subido al autobús equivocado. O quizás había llegado demasiado lejos en el vehículo correcto y había dejado muy atrás su destino, absorto como estaba en el último número del Westminster Review. Había adquirido la revista porque llevaba un artículo de Oliphant, una ingeniosa autopsia acerca del desarrollo de la Guerra de Crimea. Quedaba claro que Oliphant, era una especie de experto en la región tras haber publicado Las orillas rusas del Mar Negro un año antes del comienzo de las hostilidades. El libro detallaba unas vacaciones alegres, pero bastante extensas, que Oliphant había pasado en Crimea. Para el ojo avisado de Mallory, el último artículo de Oliphant aparecía erizado de taimadas insinuaciones.
Un golfillo callejero barría con una escoba de ramas la acera ante sus pies. El muchacho levantó la vista, confuso.
—¿Perdón, jefe?
Mallory se dio cuenta con un inquietante sobresalto de que había estado hablando para sí, cautivado, y que murmuraba en voz alta acerca de la tortuosidad de Oliphant. El muchacho, tras atraer la atención de Mallory, realizó una voltereta hacia atrás. El paleontólogo le tiró dos peniques, se giró en una dirección cualquiera sin pensar y se alejó caminando. Poco después descubría que estaba en Leicester Square, cuyos paseos de gravilla y jardines formales eran un lugar excelente para sufrir un robo o una emboscada. Sobre todo por la noche, ya que las calles de los alrededores ofrecían teatros, pantomimas y espectáculos de linterna mágica. Tras cruzar Whitcomb y luego Oxenden se encontró en Haymarket, extraño bajo la plena luz de aquel día de verano sin sus estridentes prostitutas, que a esas horas dormían. Lo recorrió entero por pura curiosidad. El lugar tenía un aspecto muy diferente durante el día, desvencijado y cansado de su existencia. Al final, y tras observar el paso indolente de Mallory, se le acercó un chulo que le ofreció un paquete de fundas francesas, armadura infalible contra la fiebre de las damas. Mallory las compró y dejó caer el paquete dentro de su maletín. Giró a la izquierda y se adentró en el satisfactorio estruendo del abarrotado Pall Mall, cuyo amplio macadán estaba flanqueado por las verjas de hierro negro de los clubes exclusivos, cuyas fachadas de mármol quedaban apartadas del jaleo de la calle. Fuera de Pall Mall, al otro extremo de Waterloo Place, se levantaba el monumento al duque de York. El anciano gran duque de York, el de los diez mil hombres, era ahora una efigie lejana y ennegrecida por el hollín, su rotunda columna empequeñecida por las agujas de acero de la sede de la Real Sociedad.
Mallory ya se había orientado. Recorrió la pasarela elevada sobre Pall Mall mientras a sus pies los braceros, con la cabeza cubierta por pañuelos para combatir el sudor, bregaban y perforaban el pavimento con una atronadora excavadora de dientes de acero. Vio que estaban preparando los cimientos de un nuevo monumento, dedicado sin duda a la gloria de la victoria en Crimea. Subió por Regent Street hasta el Circus, donde la multitud salía sin cesar por las puertas de mármol del metro, siempre manchadas de hollín. Permitió que lo empaparan las rápidas corrientes de humanidad.
Se percibía allí un potente hedor, un tufo a cloaca similar al vinagre quemado, y por un momento Mallory se imaginó que aquel miasma emanaba de la propia multitud, de la ventilación malsana de sus abrigos y zapatos. La peste poseía una intensidad subterránea, una química feroz, profundísima, la calidad de las cenizas calientes y los goteos sépticos, y entonces pensó que ese aire era expelido, expulsado desde los caliginosos intestinos de Londres por los trenes que los recorrían como tiros. Después la multitud lo empujó calle arriba, por Jermyn Street, y un momento después podía oler los embriagadores productos del emporio quesero de Paxton y Whitfield. Se apresuró por Duke Street, olvidado ya el hedor, e hizo una pausa bajo las lámparas de hierro forjado del hotel Cavendish. Aseguró los cierres de su maletín y luego cruzó la calle hasta su destino, el Museo de Geología Práctica.
Era un edificio imponente, sólido, similar a una fortaleza; Mallory pensaba que se parecía mucho a la mente de su director. Subió trotando los escalones y entró a un grato frescor pétreo. Tras firmar con un floreo en el libro de visitantes encuadernado en cuero, siguió adelante y penetró en la inmensa sala central, cuyas paredes estaban forradas de vitrinas de suntuosa caoba, con frentes de cristal reluciente. La luz entraba a raudales por la gran cúpula de acero y cristal, de la que en ese momento colgaba de su arnés trabado un limpiador solitario que pulía un vidrio tras otro, en lo que Mallory suponía que sería una rutina interminable.
En la planta baja del museo se exhibían los vertebrados, junto con varias ilustraciones pertinentes de las maravillas de la geología estratigráfica. Encima, en una galería con barandilla y pilares, se exponía una serie de vitrinas más pequeñas que contenían a los invertebrados. La gran multitud de aquel día resultaba gratificante y había una sorprendente cantidad de mujeres y niños, incluida una tropa uniformada de desaliñados escolares de clase trabajadora, llegados de alguna academia gubernamental. Los muchachos estudiaban las vitrinas con suma atención, ayudados por los guías de chaqueta roja.
Mallory se coló por una puerta alta sin distintivos y recorrió un pasillo flanqueado por almacenes cerrados con llave. Al final del corredor, una voz magistral se filtraba a través de la puerta cerrada de la oficina del director. Mallory llamó y escuchó con una sonrisa cómo la voz completaba un punto retórico especialmente rimbombante.
—Entre —resonó la voz del director.
Mallory pasó a la habitación al tiempo que Thomas Henry Huxley se levantaba para saludarlo. Se estrecharon las manos. Huxley le había estado dictando a su secretario, un joven con gafas y todo el aspecto de un licenciado ambicioso.
—Eso será todo por ahora, Harris —dijo Huxley—. Mándeme al señor Reeks, por favor, con sus bocetos del brontosauro.
El secretario metió en una carpeta de cuero las notas que había tomado a lápiz y se marchó con una inclinación dedicada a Mallory.
—¿Cómo te encuentras, Ned? —Huxley miró a Mallory de arriba abajo con aquellos ojos juntos y despiadadamente observadores que habían descubierto la «capa de Huxley» en la raíz del cabello humano—. Lo cierto es que tienes muy buen aspecto. Se podría decir incluso que espléndido.
—He tenido un poco de suerte —respondió Mallory con brusquedad. Para sorpresa de Mallory, vio que de detrás del atestado escritorio de Huxley salía un niño pequeño y rubio, muy bien vestido con un traje de cuello plano y bombachos.
—¿Y quién es este? —inquirió Mallory.
—El futuro —pio Huxley mientras se inclinaba para coger al niño—. Mí hijo, Noel, que ha venido hoy a ayudar a su padre. Dile «cómo está usted» al doctor Mallory, hijo.
—¿Cómo está usted, señor Mellowy? —trinó el niño.
—Doctor Mallory —lo corrigió Huxley con suavidad.
Los ojos de Noel se abrieron mucho.
—¿Es usted un doctor médico, señor Mellowy? —Estaba claro que la idea lo alarmaba.
—Vaya, apenas sabía usted caminar la última vez que nos vimos, don Noel —bramó Mallory con tono efusivo—. Y aquí lo tenemos hoy, hecho todo un caballerito. —Sabía que Huxley adoraba al niño—. ¿Y cómo está su hermanito?
—Ahora también tiene una hermana —anunció Huxley mientras ponía al niño en el suelo—. Desde que te fuiste a Wyoming.
—¡Debe de estar usted muy contento con eso, don Noel!
El pequeño esbozó una breve sonrisa cortés y llena de cautela. Luego se subió a la silla de su padre. Mallory colocó su maletín sobre una librería que contenía un juego de obras de Cuvier encuadernadas en tafilete, una edición original.
—Tengo una cosa que podría interesarte, Thomas —dijo mientras abría el maletín—. Un regalo para ti de los cheyenes.
Se acordó de meter las fundas francesas debajo del Westminster Review y luego sacó un paquete de papel atado con cuerdas que le dio a Huxley.
—Espero que no sea una de esas curiosidades etnográficas —protestó Huxley con una sonrisa mientras cortaba la cuerda con gestos hábiles y una navaja—. No soporto esas cuentas lamentables y demás chismes…
El papel contenía seis obleas marrones y encogidas, del tamaño de medias coronas.
—Un útil legado que te manda un hechicero cheyene, Thomas.
—Algo parecido a los obispos anglicanos, ¿no? —Huxley sonrió y sujetó uno de los correosos objetos bajo la luz—. Materia vegetal seca. ¿Un cactus?
—Yo diría que sí.
—Joseph Hooker, de Kew, podría decírnoslo.
—Este brujo tenía una idea bastante clara del propósito de nuestra expedición. Se imaginaba que queríamos revivir al monstruo muerto, aquí en Inglaterra. Dijo que estas obleas te permitirían viajar lejos, Thomas, y recoger el alma de la criatura.
—¿Y qué hago, Ned, las ensarto en un rosario?
—No, Thomas, te las comes. Te las comes, salmodias, tocas tambores y bailas como un derviche hasta que sufres un ataque. Ese es el método habitual, según he oído —allory se echó a reír.
—Ciertas toxinas vegetales tienen la capacidad de producir visiones —comentó Huxley mientras guardaba con cuidado las obleas en un cajón del escritorio—. Gracias, Ned. Más tarde me ocuparé de que las cataloguen como es debido. Me temo que la presión del negocio ha confundido a nuestro buen señor Reeks. Suele ser más raudo.
—Hoy tenéis una buena multitud ahí fuera —sugirió Mallory para llenar el silencio. El hijo de Huxley había sacado un caramelo del bolsillo y lo estaba desenvolviendo con precisión quirúrgica.
—Sí —dijo Huxley—. Los museos británicos, nuestras fortalezas del intelecto, como dice a su elocuente manera el primer ministro. Aun así, no sirve de nada negar que la educación, la educación de las masas, es la única gran obra que tenemos entre manos. Aunque hay días en que lo tiraría todo por la borda, Ned, con tal de volver a ser un hombre de campo como tú.
—Te necesitan aquí, Thomas.
—Eso dicen —respondió Huxley—. Pero sí que intento salir una vez al año. A Gales sobre todo, a recorrer las colinas. Restaura el alma. —Hizo una pausa antes de continuar—. ¿Sabías que me han propuesto para el título de lord?
—¡No! —exclamó Mallory encantado—. ¡Tom Huxley, todo un par! ¡Diantres! ¡Qué noticia más espléndida!
Huxley pareció durante un momento inesperadamente malhumorado.
—Vi a lord Forbes en la Real Sociedad. «Bueno», me dijo, «me alegro de comunicarle que está usted a punto de ingresar en la Cámara de los Lores. La selección se realizó el viernes por la noche, y tengo entendido que era usted uno de los seleccionados» —Huxley, sin esfuerzo aparente, se había adueñado de los gestos de Forbes, de su forma de enunciar e incluso de su tono de voz. Levantó la vista y dijo—: No he visto la lista en persona, pero la autoridad de Forbes es tal que tengo cierta confianza.
—¡Por supuesto! —se regocijó Mallory—. ¡Un gran tipo, Forbes!
—No me sentiré seguro del todo hasta que reciba la confirmación oficial —lo aplacó Huxley—. Te confieso, Ned, una cierta ansiedad, siendo la salud del primer ministro la que es.
—Sí, es una pena que esté enfermo —dijo Mallory—. ¿Pero por qué debería preocuparte eso tanto? ¡Tus logros hablan por sí mismos! Huxley negó con la cabeza.
—El momento no parece casual. Sospecho que esto es un truco de Babbage y sus amigotes de la élite, un último intento por llenar la Cámara de intelectuales científicos mientras todavía gobierna Byron.
—Esa es una sospecha bien siniestra —objetó Mallory—. ¡Fuiste el mejor defensor de la evolución en el debate! ¿Por qué cuestionas tu buena fortuna? ¡A mí me parece una cuestión de simple justicia!
Huxley se agarró las solapas con las dos manos, en un gesto de profunda sinceridad.
—Ya me nombren lord o no, una cosa puedo decir: he dejado que mi caso se sostenga por sus propios méritos. Jamás he pedido favores especiales. Si el título es mío, no será por mediación de intriga alguna.
—¡La intriga no tiene nada que ver! —dijo Mallory.
—¡Desde luego que sí! —espetó Huxley—. Aunque no me oirás decirlo en público —bajó la voz—. Pero tú y yo nos conocemos desde hace muchos años. Veo en ti un aliado, Ned, y un amigo de la verdad.
Huxley comenzó a pasearse sobre la alfombra turca que tenía ante el escritorio.
—No sirve de nada hablar con falsa modestia acerca de un tema tan importante. Tenemos ciertas obligaciones vitales que cumplir con nosotros mismos, con el mundo exterior y con la ciencia. Nos tragamos elogios, lo que no constituye placer alguno, y arrostramos dificultades descomunales que conllevan un dolor tan grave como incuestionable. Dolor, e incluso peligro.
Mallory se puso nervioso, sorprendido tanto por la velocidad de la noticia como por el repentino peso de la sinceridad de su amigo. Sin embargo, pensó, Huxley siempre había sido así; ya como joven estudiante sus actividades resultaban siempre sorprendentes e impetuosas. Por primera vez desde Canadá, Mallory sintió que había vuelto al mundo real al que pertenecía, al plano más limpio y más elevado en el que habitaba la mente de Huxley.
—¿Peligro de qué tipo? —preguntó con retraso.
—Peligro moral. También peligro físico. Siempre hay riesgos en la lucha por el poder mundano. Un lord tiene un puesto político. Partido y Gobierno, Ned. Dinero y leyes. Tentación, quizá compromisos innobles… Los recursos de la nación son finitos, la competición es intensa. ¡Se debe defender el hueco que ocupan la ciencia y la educación! ¡No, expandirlo! —Sonrió con tristeza—. De alguna forma debemos coger el toro por los cuernos. La alternativa sería quedarnos quietos y dejar que el diablo haga lo que quiera con el mundo del futuro. ¡Y yo, por lo menos, preferiría estallar en mil pedazos que ver la ciencia prostituida!
Sorprendido por la franqueza de Huxley, Mallory lanzó una mirada al niño, que chupaba su caramelo y daba patadas a las patas de la silla con sus relucientes zapatitos.
—Eres el hombre adecuado para esa tarea, Thomas —señaló Mallory—. Sabes que puedes contar con toda la ayuda que pueda ofrecerte, si la causa me necesita alguna vez.
—Me alegra oír eso, Ned. Confío en la firmeza de tu corazón, en tu obstinada determinación. ¡Que ha demostrado ser auténtica como el acero! ¡Dos años de duro trabajo en los yermos de Wyoming! En fin, yo veo hombres todas las semanas que afirman sentir una gran devoción por la ciencia, y sin embargo no sueñan más que con medallas de oro y birretes de catedrático.
Huxley se paseaba todavía más rápido.
—Un abominable batiburrillo de hipocresía, bobería y egoísmo lo pringa todo en la Inglaterra de hoy. —Huxley se paró en seco—. Es decir, Ned, a veces creo que también yo estoy manchado. Es una posibilidad que me infunde un terror mórbido.
—Nunca —le aseguró Mallory.
—Me alegro de tenerte de vuelta entre nosotros —dijo Huxley reanudando su paseo—. Y famoso, ¡mejor aún! Debemos capitalizar esa ventaja. Debes escribir un libro de viajes, un relato meticuloso de tus proezas.
—Es extraño que menciones eso —dijo Mallory—. Precisamente tengo un libro así aquí, en mi bolsa. La misión a China y Japón, de Laurence Oliphant. Un tipo muy listo, al parecer.
—¿Oliphant, de la Geográfica? Ese hombre es un caso desesperado. Se pasa de listo y miente como un político. No, yo propongo una narración popular, algo que pueda entender un mecánico, ¡la clase de tipo que amuebla su sala de estar con una mesa Pembroke y unos pastorcitos de cerámica! Escúchame, Ned, es vital para la gran obra. Y también hay mucho dinero metido en esto.
Mallory se quedó desconcertado.
—Hablo bastante bien cuando me emociono, pero escribir un libro entero a sangre fría…
—Te buscaremos un gacetillero desconocido para pulir los trozos más ásperos —indicó Huxley—. Es una estratagema bastante común, créeme. Ese tipo, Disraeli, cuyo padre fundó el Trimestral de Disraeli, ya sabes. Es un poco tarambana. Escribe novelas sentimentales. Basura. Pero es bastante formal cuando está sobrio.
—¿Benjamín Disraeli? A mi hermana Agatha le encantan sus novelas románticas. Hubo algo en el asentimiento de Huxley que indicó a Mallory que a una mujer del clan Huxley no la encontrarían ni muerta con una novela popular.
—Debemos hablar sobre tu simposio en la Real Sociedad, Ned, tu próxima conferencia sobre el brontosauro. Será todo un acontecimiento, un estrado público muy útil. ¿Tienes algún buen retrato, para la publicidad?
—Bueno, no —dijo Mallory.
—Entonces Maull y Polyblank son tus hombres, daguerrotipistas de la alta burguesía.
—Tomaré nota de eso.
Huxley cruzó el espacio que lo separaba de una pizarra enmarcada en caoba que tenía detrás del escritorio y cogió un portatizas de plata de ley. «Maull y Polyblank», escribió con una letra cursiva rápida y fluida.
Se volvió.
—También necesitarás quinótropo, y yo tengo el tipo adecuado. Trabaja mucho para la Real Sociedad. Tiende a hacer un trabajo demasiado elaborado, así que como te descuides te robará el espectáculo con sus chasqueos. Pero es un hombrecillo muy listo.
«John Keats», escribió.
—¡Esto no tiene precio, Thomas!
Huxley hizo una pausa antes de continuar.
—Hay otra cosa, Ned. Pero me cuesta mencionártelo.
—¿Qué es?
—No deseo herir tus sentimientos.
Mallory esbozó una sonrisa falsa.
—Sé que no soy un gran orador, pero me he defendido en el pasado. Huxley dudó un momento, y de repente levantó la mano.
—¿Cómo llamas a esto?
—Lo llamo un trozo de tiza —dijo Mallory para seguirle la corriente.
—¿Tiiiza?
—¡Tiza! —repitió Mallory.
—Tenemos que hacer algo con esas vocales de Sussex tan largas, Ned. Conozco a un tipo, un profesor de locución. Un hombrecito muy discreto. Francés, en realidad, pero habla el mejor inglés que has oído jamás. Una semana de lecciones con él harían maravillas.
Mallory frunció el ceño.
—No estarás diciendo que necesito maravillas, espero…
—¡En absoluto! Es una simple cuestión de educar el oído. Te sorprendería saber cuántos prometedores oradores públicos han acudido a este caballero —«Jules D'Alembert», escribió Huxley—. Sus lecciones son un poco caras, pero… —Mallory apuntó el nombre.
Alguien llamó a la puerta. Huxley limpió la pizarra con el fieltro polvoriento de un borrador de mango de ébano.
—¡Entre! —Apareció un hombre fornido ataviado con un mandil salpicado de yeso—. Te acordarás del señor Trenham Reeks, nuestro director adjunto… Reeks se metió una larga carpeta bajo el brazo y estrechó la mano de Mallory. Había perdido algo de pelo y había engordado un poco desde la última vez que Mallory lo había visto.
—Disculpe el retraso, señor —se disculpó Reeks—. Lo estamos pasando mal en el estudio para vaciar esas vértebras. Una estructura asombrosa. Su mera magnitud ya presenta unos problemas horrendos.
Huxley despejó un espacio en su escritorio. Noel tiró de la manga de su padre y susurró algo.
—Oh, muy bien —dijo Huxley—. Discúlpennos un momento, caballeros. —Y se llevó a Noel fuera de la oficina.
—Lo felicito por su ascenso, señor Reeks —dijo Mallory.
—Gracias, señor —respondió Reeks. Abrió la carpeta y luego se colocó sobre la nariz unos quevedos sujetos por una cinta—. Y gracias por este gran descubrimiento. ¡Aunque debo decir que es todo un reto para la escala de nuestra institución! —dio unos golpecitos en una hoja de papel cuadriculado de tamaño folio. Mallory estudió el esbozo, un plano de la sala central del museo, con el esqueleto del leviatán superpuesto.
—¿Dónde está el cráneo? —preguntó.
—El cuello se extiende por completo hasta el vestíbulo —dijo Reeks con orgullo—. Tendremos que mover varias vitrinas…
—¿Tiene una sección?
Reeks la sacó del fajo de esbozos. Mallory la examinó con el ceño fruncido.
—¿Qué autoridad emplea para esta disposición anatómica?
—Hasta la fecha disponemos de muy pocos artículos publicados sobre esta criatura —replicó Reeks, herido—. El más extenso y completo es el del doctor Foulke, en las Actas del mes pasado. —Le tendió la revista que llevaba en la carpeta. Mallory la apartó a un lado.
—Foulke ha distorsionado por completo la naturaleza del espécimen. Reeks parpadeó.
—La reputación del doctor Foulke…
—¡Foulke es un uniformista! Era el hombre que Rudwick tenía en el gabinete, uno de sus mejores aliados. El artículo de Foulke es una sarta de absurdos. ¡Afirma que la bestia era de sangre fría y semiacuática! Que comía plantas acuáticas blandas y se movía con lentitud…
—Pero una criatura de este inmenso tamaño, doctor Mallory, ¡de este enorme peso…!
Parecería que una vida en el agua, solo para sostener la masa…
—Ya veo —lo interrumpió Mallory. Luchó por recuperar la compostura. No servía de nada molestar al pobre Reeks: aquel hombre era un funcionario con poca información y buenas intenciones—. Eso explica por qué han hecho que su cuello se estire sin fuerzas, casi al nivel del suelo. Y también explica las articulaciones de lagarto, no, de anfibio, de las patas.
—Sí, señor —respondió Reeks—. Uno se lo imagina recolectando plantas acuáticas con ese largo cuello, ¿ve?, sin que apenas necesite mover su gran cuerpo mucha distancia, ni tampoco con gran velocidad. Salvo quizá para alejarse por el agua de algún depredador, si es que había algo lo bastante hambriento para emprenderla contra semejante monstruo.
—Señor Reeks, esta criatura no era una salamandra grande de cuerpo blando. Ha sido usted víctima de un grave malentendido. Esta criatura era como un elefante moderno, como una jirafa, pero a una escala mucho más grande. Evolucionó para arrancar y devorar las copas de los árboles.
Mallory cogió un lápiz del escritorio y empezó a dibujar con mano rápida y experta.
—Se pasaba buena parte del tiempo sobre las patas traseras, apoyada en la cola, con la cabeza muy por encima del suelo. Observe el engrosamiento de las vértebras caudales. Un signo seguro de una presión enorme, por la postura bípeda. —Dio unos golpecitos al anteproyecto y continuó—: Un rebaño de estas criaturas podría haber demolido un bosque entero con toda rapidez. Emigraban, señor Reeks, como hacen los elefantes, cruzando distancias inmensas y a toda prisa. Cambiaban el paisaje con su devastador apetito. El brontosauro tenía una postura erguida, el pecho estrecho, las patas como columnas y verticales, para dar la zancada rápida, rígida de un elefante. No tenía nada que ver con las ranas.
—Me inspiré en la postura del cocodrilo —protestó Reeks.
—El Instituto de Análisis Mecánico de Cambridge ha completado mi análisis de tensión —replicó Mallory. Se acercó a su maletín, sacó un fajo encuadernado de papel continuo y lo colocó con un golpe sobre el escritorio—. La criatura no habría podido sostenerse ni un momento en tierra firme con las patas en esa posición absurda.
—Sí, señor —dijo Reeks en voz baja—. Eso explica la hipótesis acuática.
—¡Mire los dedos de las patas! —ordenó Mallory—. Son gruesos como piedras angulares, no son las patas palmeadas de un nadador. Y mire los rebordes de las vértebras espinales. Esta criatura se erguía sobre la articulación de la cadera para llegar a mayores alturas. ¡Como una grúa de construcción!
Reeks se quitó los quevedos y empezó a limpiarlos con un pañuelo de lino que se sacó del bolsillo de los pantalones.
—Esto no va a agradar mucho al doctor Foulke —dijo—. Y me atrevería a decir que tampoco a sus colegas.
—No me haga empezar con esos —dijo Mallory.
Huxley volvió a entrar en la oficina con su hijo de la mano. Miró a Reeks y luego a Mallory.
—Oh, cielos —dijo—. Veo que ya se han metido a fondo.
—Es esa tontería de Foulke —empezó Mallory—. ¡Parece decidido a demostrar que los dinosaurios no estaban capacitados para vivir! Ha retratado a mi leviatán como si fuera una babosa flotante que aspiraba algas de un estanque.
—Debes reconocer que mucho cerebro no tenía —señaló Huxley.
—Lo que no supone, Thomas, que estuviera aletargado. Todo el mundo admite que el dinosaurio de Rudwick podía volar. Estas criaturas eran rápidas y activas.
—Pues en realidad, ahora que Rudwick ya no está con nosotros hay algunas ideas revisionistas sobre ese tema —dijo Huxley—. Hay quienes aseguran que su reptil volador solo sabía planear.
Mallory contuvo una maldición por el niño que había en la sala.
—Bueno, todo se reduce a la teoría básica, ¿no? —dijo—. ¡La facción uniformista quiere que estas criaturas parezcan sosas y perezosas! Los dinosaurios encajarán entonces en su pendiente de desarrollo gradual, una progresión lenta hasta hoy en día. Mientras que, si se reconoce el papel de la catástrofe, se admite que estas magníficas criaturas estaban en un estado de forma darviniano mucho mejor, por muy hiriente que eso pueda resultar para la vanidad de los diminutos mamíferos modernos del orden de Foulke y sus compañeros.
Huxley se sentó y apoyó una mano en la poblada mejilla.
—¿No estás de acuerdo con la disposición del espécimen?
—Al parecer, el doctor Mallory lo prefiere de pie —dijo Reeks—. Preparado para alimentarse de la copa de un árbol.
—¿Podríamos conseguir esa posición, señor Reeks?
Este pareció sorprenderse. Se metió los quevedos en un bolsillo detrás del mandil. Luego se rascó la cabeza.
—Creo que es posible, señor. Si lo montáramos bajo el tragaluz y lo suspendiéramos de las vigas del techo… Quizá tuviéramos que doblarle el cuello un poco… ¡Podríamos dirigir la cabeza hacia el público! Resultaría ciertamente melodramático.
—Para alimentar al Cerbero de la popularidad —dijo Huxley—. Aunque cuestiono las consecuencias sobre los alterados nervios de la paleontología. Confieso que no estoy en absoluto cómodo con esta discusión. Todavía no he leído el artículo de Foulke y tú, Mallory, todavía tienes que publicar algo sobre el tema. Y no quisiera añadir más leña al fuego del debate catastrofista. Natura non facit saltum.
—Pero es que sí que salta —replicó Mallory—. Las simulaciones de las máquinas lo demuestran. Los sistemas complejos pueden realizar transformaciones repentinas.
—Da igual la teoría. ¿Qué puedes decirnos de las pruebas que tenemos ahora mismo, en la mano?
—Puedo presentar buenos argumentos. Y lo haré, en mi conferencia pública. No son argumentos perfectos, pero son mejores que los de la oposición.
—¿Te jugarías con esto tu reputación de erudito? ¿Has considerado cada pregunta, cada objeción?
—Podría equivocarme —dijo Mallory—. Pero no de una forma tan extrema como ellos. Huxley dio unos golpecitos en el escritorio con un bolígrafo.
—¿Y si te pregunto, como asunto elemental, cómo es que esta criatura podía comer follaje leñoso? Su cabeza resulta apenas más grande que la de un caballo, y la dentadura es de una pobreza notable.
—No masticaba con los dientes —dijo Mallory—. Tenía una molleja forrada de muelas. A juzgar por el tamaño del tórax, ese órgano debía de tener un metro de largo y pesar quizá cuarenta y cinco kilos. Un quintal de molleja tiene más potencia muscular que las mandíbulas de cuatro elefantes macho.
—¿Para qué necesitaría un reptil tal cantidad de alimento?
—No era de sangre caliente per se, pero poseía un metabolismo complejo. Es una simple cuestión de proporciones entre la superficie y el volumen. Una masa corporal de ese tamaño retiene el calor incluso con el tiempo frío. —Mallory sonrió—. Las ecuaciones son muy fáciles de calcular, no requieren más de una hora de las máquinas más pequeñas de la Sociedad.
—Esto provocará grandes problemas —murmuró Huxley.
—¿Vamos a dejar que la política se interponga en el camino de la verdad?
—¡Touché! Nos ha vencido, señor Reeks. Me temo que debe alterar sus esmerados planos.
—A los muchachos del estudio les encantan los retos, señor —respondió Reeks con lealtad—. Y si me permite decirlo, doctor Huxley, una controversia obra milagros en nuestra concurrencia.
—Una pequeña cuestión más —se apresuró a decir Mallory—: el estado del cráneo. Siento decir que el cráneo del espécimen está bastante fragmentado, y requerirá un estudio detallado y algunas conjeturas. Me gustaría unirme a ustedes en el estudio para el asunto del cráneo, señor Reeks.
—Desde luego, señor. Me ocuparé de que le den una llave.
—Lord Gideon Mantell me enseñó todo lo que sé sobre el modelado del yeso —declaró Mallory con una pequeña muestra de nostalgia—. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que me enfrenté a ese noble oficio. Será un gran placer observar los últimos avances de la técnica en un entorno tan ejemplar. Huxley sonrió con un cierto deje de duda.
—Espero que podamos complacerte, Ned.
Mientras se limpiaba la nuca con un pañuelo, Mallory contempló con tristeza la sede de la Oficina Central de Estadística.
El antiguo Egipto llevaba veinticinco siglos muerto, pero Mallory lo había llegado a conocer lo bastante bien como para que le desagradara. La excavación francesa del Canal de Suez había sido un asunto heroico, hasta el punto que todo lo egipcio se había convertido en la última moda de París. El furor también había hecho presa de Gran Bretaña y había inundado el país de alfileres de cuello con escarabajos, teteras con alas de halcón, morbosas estereografías de obeliscos caídos y miniaturas de mármol falso de la esfinge desnarigada. Los fabricantes habían hecho que las máquinas bordaran toda esa chusma de diosecillos paganos con cabeza de bestia en cortinas, alfombras y tapicerías de carruajes, para disgusto de Mallory, al que habían llegado a desagradarle en especial las absurdas divagaciones sobre las pirámides, ruinas que inspiraban el tipo preciso de asombro risible que más repugnaba a su sensibilidad.
Había leído, por supuesto, y con admiración, lo publicado sobre las hazañas de la ingeniería en Suez. Dado que carecían de carbón, los franceses habían alimentado sus excavadoras gigantes con momias empapadas en betún, apiladas como trozos de leña y vendidas por toneladas. Con todo, le molestaba el espacio que usurpaba la egiptología en las revistas geográficas.
La Oficina Central de Estadística, de vaga forma piramidal y excesivamente egipcia en sus detalles decorativos, se alzaba con solidez en el corazón gubernamental de Westminster, con los pisos superiores inclinados hacia una cumbre de piedra caliza. Para poder disponer de más espacio, la sección inferior del edificio estaba hinchada y desnivelada, como un gran nabo de piedra. Las paredes, atravesadas por imponentes chimeneas, sostenían un bosque disperso de ventiladores giratorios cuyas aspas estaban decoradas con unas molestas alas de halcón. Toda aquella inmensa pila quedaba plagada de arriba abajo con gruesas líneas telegráficas negras, como si los flujos individuales de la información del imperio hubieran atravesado la piedra sólida. Una densa vegetación de cables se precipitaba desde conductos y soportes hasta los postes del telégrafo, que se apiñaban como las jarcias en un puerto atestado. Mallory cruzó el asfalto caliente y pegajoso de Horseferry Road desconfiando de los excrementos de paloma que se apiñaban en la red de cables que tenía encima. Las puertas, dignas de cualquier fortaleza de la Oficina y flanqueadas por columnas coronadas con lotos y esfinges de bronce de estilo británico, se elevaban a unos seis metros de altura. En las esquinas se habían instalado unas puertas más pequeñas, de diario. Mallory entró con el ceño fruncido en la penumbra fresca y percibió los olores leves pero penetrantes de la lejía y el aceite de linaza. Había dejado atrás el ardiente caldo de Londres, pero aquel maldito sitio no tenía ventanas. Unos mecheros de aspecto egipcio iluminaban la oscuridad. Sus llamas se iban consumiendo con alegría dentro de unos reflectores con forma de abanico de hojalata pulida. Mostró su tarjeta de ciudadano en el mostrador de visitantes. El empleado (o quizá fuera una especie de policía, ya que lucía un uniforme de la oficina muy moderno, pero de aspecto extrañamente militar) tomó buena nota del destino de Mallory. De debajo del mostrador sacó un plano de factura mecánica del edificio y marcó la enrevesada ruta de Mallory con tinta roja.
Mallory, todavía irritado tras la reunión de aquella mañana con el Comité de candidaturas de la Sociedad Geográfica, dio las gracias al hombre con bastante brusquedad. De algún modo (no sabía qué arteros resortes se habían tocado entre bastidores, pero la trama estaba bastante clara) Foulke había conseguido meterse en ese comité. Foulke, cuya teoría acuática sobre el brontosauro había sido desechada por el museo de Huxley, se había tomado la hipótesis arborícola de Mallory como un ataque personal, y el resultado había sido que una formalidad de ordinario agradable se había convertido una vez más en otro juicio público del catastrofismo radical. Mallory había conseguido al final el puesto de miembro. Oliphant había preparado el terreno demasiado bien para que la emboscada de última hora de Faulke triunfara, pero el asunto todavía le escocía. Presentía que su reputación había quedado en entredicho. El doctor Edward Mallory («Leviatán Mallory», como los periódicos de penique insistían en llamarlo) había aparecido como un fanático, incluso como un mezquino. Y eso delante de dignos geógrafos de primera fila, hombres como Burton, de La Meca, o Elliot, del Congo.
Mallory siguió su mapa murmurando para sí. Las diosas de la fortuna de la guerra erudita, pensó, nunca parecían favorecerlo como favorecían a Thomas Huxley. Las peleas de Huxley con los poderes establecidos solo lo habían distinguido como un mago del debate, mientras que Mallory quedaba reducido a recorrer aquel mausoleo iluminado por el gas donde esperaba identificar a un despreciable chulo de carreras. Tras doblar la primera esquina descubrió un bajorrelieve de mármol que mostraba la plaga de las ranas de Moisés, que siempre se había contado entre sus relatos bíblicos favoritos. Hizo una pausa para admirarlo y a punto estuvo de atrepellarlo una carreta de acero cargada hasta las regalas con pilas de tarjetas perforadas.
—¡Abran paso! —chilló el carretero, ataviado con una sarga de botones de latón y la gorra de pico de un mensajero. Mallory observó con asombro que el hombre llevaba unas botas con ruedas, robustos zapatos de cordones equipados con ejes en miniatura y círculos de goma sin radios. El tipo salió disparado pasillo abajo, dirigiendo con pericia la pesada carreta y desapareciendo tras una esquina. Mallory pasó junto a un pasillo bloqueado por unos caballetes sobre los que dos aparentes lunáticas, inmersas en la penumbra iluminada por el gas, reptaban a cuatro patas sin prisa aparente. Mallory se las quedó mirando. Se trataba de rollizas señoras de mediana edad, ataviadas de la cabeza a los pies de un blanco impecable, el cabello confinado dentro de turbantes elásticos y ceñidos. Desde lejos, su ropa tenía el tétrico aspecto de unas mortajas. Entonces una de ellas se puso en pie con dificultades y empezó a limpiar el techo con toda suavidad, usando para ello una esponja colocada sobre una pértiga telescópica.
Eran mujeres de la limpieza.
Siguió el mapa hasta un ascensor y lo acompañó al interior un empleado uniformado que lo llevó a otro nivel. Allí el aire era seco y estático, y en los pasillos había más gente. Se veían más de aquellos extraños policías, mezclados con caballeros de la capital de aspecto serio: abogados quizá, o procuradores, o los agentes legislativos de los grandes capitalistas, hombres cuyo negocio era adquirir y vender información al por menor sobre las actitudes e influencia del público. Políticos, en pocas palabras, que trataban únicamente con lo intangible. Y aunque era de presumir que tenían sus esposas, sus hijos y sus casas en barrios residenciales, allí a Mallory le parecían más bien fantasmas o clérigos.
Unos metros más adelante se vio obligado a esquivar en el último momento a un segundo mensajero rodante, para lo que se apretó contra una columna decorativa de hierro forjado. El metal le chamuscó las manos. A pesar de su suntuosa ornamentación de flores de loto, la columna era una chimenea. La oyó emitir el rugido sordo y el murmullo de un humero mal regulado.
Volvió a consultar su mapa y entró en un pasillo repleto de despachos a izquierda y derecha. Oficinistas de batas blancas se colaban de puerta en puerta, esquivando a los jóvenes mensajeros que rodaban por allí con sus carretillas cargadas de tarjetas. En aquel espacio las luces de gas brillaban más, pero temblaban debido a una corriente de aire constante. Mallory echó un vistazo por encima del hombro. Al final del pasillo había instalado un ventilador gigante de armazón de acero. Chirriaba un poco sobre una cadena de transmisión engrasada, y lo impulsaba un motor invisible oculto en las entrañas de la pirámide.
Mallory empezó a sentirse un poco aturdido. Lo más probable era que todo aquello fuera un grave error. Seguro que había formas mejores de descubrir el misterio del día del derby que cazar chulos con un compañero burocrático de Oliphant. Hasta el aire de aquel sitio lo agobiaba, abrasado, jabonoso e inerte. Los suelos y las paredes pulidas y relucientes… Jamás había visto un sitio tan desprovisto de suciedad común. Aquellos pasillos le recordaron algo, otro viaje laberíntico… Lord Darwin.
Mallory y el gran intelectual habían paseado por los caminos cercados de setos y sombreados por las hojas de Kent. Darwin hurgaba en el húmedo suelo negro con su bastón y hablaba sin cesar acerca de las lombrices, de ese modo suyo interminable, incesante, devastadoramente detallado. Las lombrices, siempre invisibles e infatigables bajo sus pies, de tal modo que hasta las grandes areniscas terminaban por hundirse con el tiempo en la marga. Darwin había medido el proceso en Stonehenge, en un intento por datar el antiguo monumento.
Mallory se tiró con fuerza de la barba, con el mapa olvidado en la mano. Tuvo una visión de unas lombrices que se agitaban presas de un frenesí catastrófico, hasta que el suelo se sacudía y borbotaba como el caldero de una bruja. En unos años, quizá simples meses, todos los monumentos de eones más lentos que aquel terminarían por hundirse en el primigenio lecho de piedra.
—¿Señor? ¿Puedo servirle en algo?
Mallory se recuperó sobresaltado. Lo abordaba un empleado de bata blanca que clavaba en su rostro una mirada suspicaz cubierta por unas gafas. Mallory le devolvió la mirada furioso, confundido. Durante un momento sublime se había encontrado al borde de una revelación y ahora había desaparecido, miserable y poco gloriosa como un estornudo inconcluso.
Peor aún, Mallory se dio cuenta entonces de que había estado murmurando otra vez en voz alta. Sobre lombrices, era de presumir. Alargó el mapa con gesto brusco.
—Busco el nivel 5, CC-50.
—Eso es Criminología Cuantitativa, señor. Esto es Investigación Disuasiva —el empleado señaló una placa que colgaba sobre la puerta de una oficina cercana. Mallory asintió aturdido—. CC está después de Análisis No Lineal. Doble esa esquina, a la derecha —dijo el empleado. Mallory siguió adelante. Podía percibir la mirada escéptica del hombre en la espalda.
La sección de Criminología Cuantitativa era un panal de particiones diminutas. Las paredes llegaban al cuello y estaban repletas de cubículos forrados de asbesto. Empleados con guantes y mandil se sentaban ante sus pulcros escritorios inclinados y examinaban y manipulaban tarjetas perforadas con una amplia variedad de aparatos especializados de chasqueo: barajadores, soportes de aguja, colores cromáticos de mica, lupas de joyero, papeles de seda lubricados y delicados fórceps con punta de goma. Mallory contempló aquel trabajo conocido con una alegre sensación de confianza.
CC-50 era la oficina del subsecretario de Criminología Cuantitativa de la oficina, cuyo nombre, según había dicho Oliphant, era Wakefield.
El señor Wakefield no tenía escritorio, o por mejor decir, su escritorio había cercado y devorado toda su oficina y él trabajaba desde el interior. Los tableros surgían de huecos de la pared mediante un ingenioso sistema de bisagras, y luego se desvanecían de nuevo en el interior de un arcano sistema de archivadores especializados. Había anaqueles para periódicos, enganches para lámparas, inmensos ficheros incrustados, catálogos, libros de códigos, guías de chasqueadores, un sofisticado reloj con varias esferas, tres diales telegráficos cuyas agujas doradas marcaban el alfabeto e impresoras que perforaban cinta con ahínco.
El propio Wakefield era un escocés pálido, con un cabello rubio que ya empezaba a desaparecer. Su mirada, si bien no del todo esquiva, se movía de una forma extraordinaria. Una pronunciada dentadura mellaba su labio inferior. A Mallory le pareció un hombre muy joven para haber llegado a su posición, quizá no tuviera más de cuarenta años. Sin duda, como la mayor parte de los chasqueadores consumados, Wakefield había crecido con el oficio de las máquinas. El primer artilugio de Babbage, que ya se había convertido en una galardonada reliquia, no llegaba a los treinta años, pero la rápida progresión de las máquinas había cautivado a su paso a toda una generación, como una especie de poderosa locomotora mental. Mallory se presentó.
—Disculpe mi tardanza, señor —dijo—. Me temo que me perdí por sus pasillos. Aquello no era nada nuevo para Wakefield.
—¿Puedo ofrecerle un té? Tenemos un bizcocho muy bueno.
Mallory negó con la cabeza y luego abrió la cigarrera con un leve gesto.
—¿Fuma?
Wakefield se puso pálido.
—¡No! No, gracias. Riesgo de incendio, va estrictamente en contra de las normas. Mortificado, Mallory se guardó la cigarrera.
—Entiendo… Pero no veo qué daño puede hacer un buen puro, ¿no le parece?
—¡Cenizas! —replicó Wakefield con firmeza—. ¡Y partículas pneumáticas! Flotan por el aire, ensucian el aceite de las ruedas dentadas, corrompen los engranajes. Y limpiar las máquinas de la oficina…, bueno, no hace falta que le diga que es una tarea digna de Sísifo, doctor Mallory.
—Desde luego —murmuró este a modo de respuesta. Intentó cambiar de tema—. Como ya debe de saber soy paleontólogo, pero tengo un poco de experiencia en chasqueo. ¿Cuántos metros de equipo hacen girar aquí?
—¿Metros? Aquí medimos nuestro equipo en kilómetros, doctor Mallory.
—¡Extraordinario! ¿Tanta potencia?
—Tantos problemas, podría muy bien decir —respondió Wakefield con un modesto giro de su mano enguantada de blanco—. Se acumula el calor de la fricción del giro y eso expande el latón, lo que mella las ruedas dentadas. Ea humedad cuaja el aceite del equipo, y cuando el tiempo es seco los giros de una máquina pueden incluso crear una pequeña carga Leyden, ¡lo que atrae todo tipo de suciedad! Los equipos se pegan y atascan, las tarjetas perforadas se adhieren a los cargadores… —Wakefield suspiró—. Nos hemos dado cuenta de que compensa tomar todo tipo de precauciones en cuestiones de limpieza, calor y humedad. ¡Hasta el bizcocho nos lo hacen especial para la oficina, para reducir el riesgo de migas!
Hubo algo en la frase «riesgo de migas» que a Mallory le pareció muy gracioso, pero Wakefield mostraba una expresión tan seria que quedaba claro que no había pretendido contar ningún chiste.
—¿Han probado con el limpiador de vinagre de Colgate? —preguntó Mallory—. En Cambridge no usan otra cosa.
—Ah, sí —dijo Wakefield con acento cansino—, el bueno del Instituto de análisis mecánico. ¡Ojalá nosotros pudiéramos llevar el ritmo relajado de los académicos! En Cambridge miman sus latones, pero aquí, en el servicio público, tenemos que ejecutar y volver a ejecutar las rutinas más penosas hasta que combamos las palancas decimales.
Mallory, que había estado poco tiempo antes en el Instituto, se encontraba al corriente y decidido a demostrarlo.
—¿Ha oído hablar de los nuevos compiladores de Cambridge? Distribuyen el desgaste del equipo de una forma mucho más regular.
Wakefield no le prestó atención.
—Para el Parlamento y la policía, la Oficina es un simple recurso, ¿sabe? Siempre a su disposición pero, con todo, siempre bien sujetos. La financiación, ya sabe. ¡Son incapaces de entender nuestras necesidades, señor! La historia de siempre, como estoy seguro de que ya sabe, siendo usted también un hombre de ciencia. No pretendo faltarles al respeto, pero en la Cámara de los Comunes son incapaces de distinguir un auténtico chasqueo de un muñeco de cocina de cuerda. Mallory se atusó la barba.
—Sí que es una pena… ¡Kilómetros de equipo! Cuando me imagino lo que podría lograrse con ello, la perspectiva me quita el aliento.
—Oh, estoy seguro de que lo recuperaría muy pronto, doctor Mallory —dijo Wakefield—. En el chasqueo, la demanda siempre se expande hasta superar la capacidad. ¡Es como si fuera una ley de la naturaleza!
—Quizá sea una ley —respondió Mallory—, en algún reino de la naturaleza que todavía tenemos que comprender…
Wakefield sonrió con cortesía y lanzó una mirada a su reloj.
—Es una pena cuando las mayores aspiraciones de uno se ven arrolladas por las cuestiones prácticas del día a día. No suelo tener la oportunidad de debatir sobre filosofía mecánica. Salvo con mi supuesto colega, el señor Oliphant, por supuesto. Quizá le ha hablado de sus visionarios proyectos para nuestras máquinas…
—Solo de una forma muy breve —dijo Mallory—. Me pareció que sus planes para, bueno, esos estudios sociales requerirían una potencia mecánica muy superior a la que tenemos en Gran Bretaña. Para vigilar cada actividad de Piccadilly y demás. Me pareció un capricho utópico, con franqueza.
—En teoría, señor —respondió Wakefield—, es del todo posible. Como es natural, vigilamos de un modo fraterno el tráfico de telegramas, los archivos de crédito y cosas así. El elemento humano es nuestro auténtico cuello de botella, ya sabe, porque solo un analista preparado puede convertir los datos puros de las máquinas en información práctica. Y la ambiciosa magnitud de ese esfuerzo, cuando se compara con la modesta escala de la financiación actual que la oficina tiene para personal…
—Tenga por seguro que no me gustaría contribuir a su urgente carga de responsabilidades —lo interrumpió Mallory—, pero lo cierto es que el señor Oliphant indicó que quizá pudiera ayudarme a identificar a un criminal que está en libertad y a su cómplice, una mujer. Tras completar dos de sus formularios por triplicado, los envié por mensajero especial…
—La semana pasada, sí —asintió Wakefield—. Y hemos hecho todo lo que hemos podido por usted. Siempre estamos encantados de complacer a caballeros tan peculiarmente distinguidos como el señor Oliphant y usted. Un asalto y una amenaza de muerte contra un destacado intelectual son asuntos muy serios, por supuesto. —Wakefield sacó un lápiz afilado como una aguja y un cuaderno de papel cuadriculado—. Pero es un asunto bastante común para atraer el interés tan especializado del señor Oliphant, ¿no le parece?
Mallory no dijo nada.
Wakefield se puso serio.
—No debe tener miedo de hablar con franqueza, señor. Esta no es la primera vez que el señor Oliphant, o sus superiores, solicitan nuestros recursos. Y, por supuesto, como funcionario jurado de la Corona, puedo garantizarle la más estricta confidencialidad. Nada de lo que diga saldrá de estas paredes. —Se inclinó hacia delante—. Bueno, ¿qué puede decirme, señor?
Mallory se lo pensó mucho, a toda prisa. Fuera cual fuese el grave error que hubiera cometido lady Ada, fuera cual fuese el acto de desesperación o temeridad que le había hecho caer en garras del ojeador y su puta, no le parecía que ayudara mucho que el nombre «Ada Byron» quedara reflejado en aquel cuaderno cuadriculado. Y Oliphant, por supuesto, no lo aprobaría.
Así que fingió una confesión reticente.
—Estoy en desventaja con usted, señor Wakefield, ya que no creo que el asunto sea para tanto, ¡nada que me haga realmente digno del privilegio de su atención! Como le dije en mi nota, me encontré con un jugador borracho en el derby y el canalla montó un pequeño espectáculo con un cuchillo. No le di excesiva importancia, pero el señor Oliphant sugirió que podría correr auténtico peligro. Me recordó que uno de mis colegas fue asesinado no hace mucho en extrañas circunstancias. Y el caso sigue sin resolverse.
—¿El profesor Fenwick, el intelectual especializado en dinosaurios?
—Rudwick —corrigió Mallory—. ¿Conoce el caso?
—Apuñalado. En un garito de carreras de ratas. —Wakefield se dio unos golpecitos en los dientes con la goma del lápiz—. Salió en todos los periódicos, dio muy mala imagen de la intelectualidad. Da la sensación de que Rudwick decepcionó bastante. Mallory asintió.
—Justo lo que yo pienso. Pero el señor Oliphant parece creer que ambos incidentes podrían estar relacionados.
—¿Jugadores que acechan y matan a intelectuales? —dijo Wakefield—. No veo el motivo, con franqueza. A menos, quizá, y disculpe la sugerencia, que haya implicada una gran deuda de juego. ¿Usted y Rudwick eran buenos amigos? ¿Compañeros de apuestas, quizá?
—En absoluto. Apenas si conocía a ese hombre. Y no tengo ese tipo de deudas, se lo aseguro.
—El señor Oliphant no cree en las casualidades —dijo Wakefield. Pareció convencerle la evasiva de Mallory, porque resultaba claro que estaba perdiendo interés—. Por supuesto, es muy prudente por su parte identificar al rufián. Si eso es todo lo que necesita de nosotros, estoy seguro de que podemos ayudarlo. Haré que un miembro de la plantilla lo lleve a la biblioteca, con las máquinas. Una vez tengamos el número de este asaltante, pisaremos terreno más firme.
Wakefield levantó de un capirotazo un taco articulado de goma y gritó por un tubo acústico. Apareció un joven empleado del este de Londres, con guantes y mandil.
—Este es nuestro señor Tobías —lo presentó Wakefield—. Está a su disposición. La entrevista había terminado. Los ojos de Wakefield ya empezaban a vidriarse ante la presión de otros asuntos. Se inclinó con gesto mecánico y dijo:
—Ha sido un placer conocerlo. Por favor, avíseme si podemos ayudarlo en algo más.
—Es usted muy amable —dijo Mallory.
El muchacho se había afeitado unos milímetros de cráneo en el nacimiento del pelo para elevar la frente y conseguir un elegante aspecto intelectual, pero había pasado algún tiempo desde su última visita al barbero porque un incipiente rastrojo puntiagudo cubría ya la parte anterior de la cabeza. Mallory lo siguió por el laberinto de cubículos hasta el pasillo, y observó sus extraños andares bamboleantes. Las suelas del joven estaban tan gastadas que se le veían los clavos, y los baratos calcetines de algodón formaban bolsas en los tobillos.
—¿Adonde vamos, señor Tobías?
—A las máquinas, señor. Abajo.
Se detuvieron ante el ascensor, donde un ingenioso indicador mostraba que la cabina se encontraba en otro piso. Mallory se metió la mano en el bolsillo del pantalón e hizo caso omiso de la navaja y las llaves. Sacó una guinea de oro.
—Tome.
—¿Y esto qué es? —preguntó Tobias mientras la cogía.
—Es lo que llamamos una propina, muchacho —respondió Mallory con una jovialidad forzada—. «Para garantizar un pronto servicio», ya sabe.
Tobias examinó la moneda como si hasta entonces no hubiera visto nunca el perfil de Alberto. Lanzó a Mallory una mirada intensa y hosca desde detrás de las gafas. Se abrió la puerta del ascensor y Tobias ocultó la moneda en su mandil. Los dos se unieron a una pequeña multitud y el ascensorista bajó con un traqueteo la jaula del ascensor hasta las entrañas de la oficina.
Mallory salió del ascensor tras Tobias. Pasaron junto a una hilera de toboganes pneumáticos para el correo y atravesaron un par de puertas batientes con los bordes forrados de fieltro grueso. Estaban solos otra vez, y Tobias se detuvo en seco.
—Ya tendría que saber que no se deben ofrecer gratificaciones a un funcionario público.
—Me pareció que no le vendría mal —respondió Mallory.
—¿El salario de diez días? Supongo que no. Siempre que resulte usted ser alguien de fiar.
—No voy a hacer nada malo —dijo Mallory con suavidad—. Este lugar es territorio extraño. En esas circunstancias, me ha parecido inteligente contar con un guía nativo.
—¿Y qué pasa entonces con el jefe?
—Esperaba que eso me lo dijera usted a mí, señor Tobias.
Más que la moneda, fue el comentario en sí lo que se ganó a Tobias, que se encogió de hombros.
—Wakey no está tan mal. Si yo fuera él, no actuaría de forma diferente. Pero hoy metió su número, jefe, y sacó una pila sobre usted de casi tres centímetros. Tiene amigos muy charlatanes, señor Mallory.
—¿Eso hizo? —respondió Mallory con una sonrisa forzada—. Ese expediente debe de ser una lectura muy interesante. Me encantaría echarle un vistazo.
—Y yo supongo que la información podría encontrar el camino para llegar a manos indebidas —admitió el muchacho—. Por supuesto, eso podría costarle a alguien el puesto de trabajo, en caso de que lo pillaran.
—¿Le gusta su trabajo, señor Tobias?
—No se cobra mucho. La luz de gas acaba con la vista. Pero tiene sus ventajas —volvió a encogerse de hombros, empujó otra puerta y entraron en una estruendosa antesala con tres de las paredes forradas de estanterías y archivadores de tarjetas, la cuarta de cristal desgastado.
Tras el cristal se elevaba una inmensa sala de máquinas imponentes, tantas que al principio Mallory pensó que las paredes tenían que estar forradas por espejos, como en un salón de baile. Semejaba un truco de carnaval diseñado para engañar al ojo: las gigantescas máquinas idénticas, construcciones precisas de latón intrincadamente engranado, grandes como vagones puestos de pie, cada una sobre su bloque acolchado de treinta centímetros de espesor. El techo blanqueado, que se elevaba nueve metros sobre el suelo, parecía vivo al estar repleto de poleas giratorias. Los mecanismos menores extraían la energía de tremendos rotores colocados sobre columnas de hierro encajadas. Los chasqueadores de batas blancas, empequeñecidos por sus aparatos, se paseaban por los impecables pasillos. Llevaban el pelo cubierto con gorras blancas y arrugadas, la boca y la nariz ocultas tras cuadrados de gasa. Tobias echó un vistazo a aquellas majestuosas hileras de equipo con una indiferencia absoluta.
—Todo el día mirando agujeritos. ¡Y cuidado con las equivocaciones! Dele mal a una tecla y ahí tiene la diferencia entre un clérigo y un pirómano. Han sido muchos los pobres hijos de perra inocentes a los que se ha arruinado así… El tictac y los chisporroteos de toda aquella relojería monstruosa ahogaron sus palabras.
Dos hombres, bien vestidos y silenciosos, estaban absortos en su trabajo en la biblioteca. Se inclinaban juntos sobre un gran álbum cuadrado de placas coloreadas.
—Por favor, tome asiento —dijo Tobias.
Mallory se sentó ante una mesa de la biblioteca, en una silla giratoria de arce montada sobre ruedas de caucho, al tiempo que Tobias seleccionaba un archivador. El joven se sentó enfrente de Mallory y ojeó las tarjetas. De vez en cuando hacía una pausa para mojar un dedo enguantado en un pequeño contenedor de cera de abeja. Recuperó un par de tarjetas.
—¿Eran estas sus solicitudes, señor?
—Yo rellené unos cuestionarios de papel. Ustedes han trasladado todo eso al formato mecánico, ¿no?
—Bueno, Criminología Cuantitativa recibió las solicitudes —respondió Tobias entrecerrando los ojos—. Pero tuvimos que enviarlas a Antropometría criminal. Esta tarjeta se ha usado mucho, ya se ha hecho buena parte del trabajo de clasificación —se levantó de repente y cogió un cuaderno de hojas sueltas, una guía de chasqueador. Comparó una de las tarjetas de Mallory con algún ideal que aparecía en el libro. Su expresión era de desdén distraído.
—¿Completó los formularios del todo, señor?
—Eso creo —se defendió Mallory.
—Altura del sospechoso —murmuró el muchacho—, envergadura… Longitud y anchura de la oreja izquierda, pie izquierdo, antebrazo izquierdo, índice izquierdo.
—Proporcioné mis mejores cálculos —respondió Mallory—. ¿Por qué solo el lado izquierdo, si me permite preguntarlo?
—Está menos afectado por el trabajo físico —dijo Tobias distraído—. Edad, coloración de la piel, pelo, ojos. Cicatrices, marcas de nacimiento… Ah, ahí está: deformidades.
—El hombre tenía un bulto en un lado de la frente —dijo Mallory.
—Plagiocefalia frontal —indicó el muchacho tras comprobar el libro—. Es poco frecuente, y por eso me chocó. Pero eso debería ser útil. Son muy puntillosos con los cráneos en Antropometría Criminal. —Tobias sacó las tarjetas, las metió por una ranura y tiró de la cuerda de una campana. Se oyó un fuerte ruido metálico. Un momento después llegó un chasqueador a buscar las tarjetas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Mallory.
—Esperamos a que las giren —dijo el muchacho.
—¿Cuánto tiempo?
—Siempre lleva el doble de lo que usted cree —respondió el chico mientras se acomodaba en su silla—. Incluso si dobla su cálculo. Es una especie de ley natural. Mallory asintió. El retraso no se podía evitar, y podía resultar útil.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí, señor Tobias?
—No lo suficiente para volverme loco.
Mallory se echó a reír.
—Cree que bromeo… —señaló Tobias con tono sombrío.
—¿Por qué trabaja aquí, si lo odia tanto?
—Todo el mundo lo odia, todo el que tenga una chispa de sentido común —dijo Tobías—. Por supuesto que es un buen trabajo, si estás en los pisos de arriba y eres uno de los peces gordos. —Apuntó con el pulgar enguantado al techo, con discreción—. Cosa que yo no soy, claro. Pero, sobre todo, el trabajo precisa de tipos normales. Nos necesitan por decenas, docenas y centenares. Vamos y venimos. Dos años en este trabajo, quizá tres, te destrozan los ojos y los nervios. Puedes volverte medio loco mirando agujeritos. Loco como una cabra. —Tobías se metió las manos en los bolsillos del mandil—. ¡Apuesto, señor, a que cree al mirarnos, pobres empleados vestidos como un montón de pichones blancos, que por dentro somos todos iguales!
Pues no, señor, para nada. Verá, no hay mucha gente en Gran Bretaña que sepa leer y escribir, deletrear y sumar tan bien como se necesita aquí. La mayor parte de los fulanos que sí saben puede conseguir un trabajo mucho mejor, solo con ponerse a buscarlo. Así que la oficina se lleva… bueno, los más inestables. —Tobías esbozó una ligera sonrisa—. Incluso a veces han contratado mujeres, costureras que han perdido su trabajo por culpa de las máquinas de tejer. El gobierno las contrata para leer y perforar tarjetas. Son muy buenas con los trabajos minuciosos, las antiguas costureras.
—Parece una política extraña —dijo Mallory.
—La presión de las circunstancias —replicó Tobías—. La naturaleza del negocio. ¿Ha trabajado alguna vez para el Gobierno de su majestad, señor Mallory?
—En cierto modo —respondió Mallory. Había trabajado para la Comisión de Libre Comercio de la Real Sociedad. Se había creído su charla patriótica, sus promesas de influencia entre bastidores, y cuando terminaron con él lo soltaron para que se las arreglara solo. Una audiencia privada con lord Galton, de la Comisión, un cálido apretón de manos, una expresión de «profundo pesar» porque no se podía hacer un «reconocimiento abierto del gallardo servicio que nos ha prestado»… Y eso fue todo. Ni siquiera un trozo de papel firmado.
—¿Qué clase de trabajo del Gobierno? —preguntó Tobias.
—¿Ha visto alguna vez lo que llaman el leviatán terrestre?
—En el museo —dijo Tobias—. Lo llaman brontosauro, un elefante reptiliano. Tenía los dientes al final de la trompa. Esa bestia comía árboles.
—Un chico muy listo, Tobias.
—Usted es «Leviatán» Mallory… —dijo Tobias—, ¡el famoso intelectual! —su rostro se tiñó de un vivo color rojo.
Sonó una campana. Tobias se levantó de un salto y cogió un panfleto de papel continuo de una bandeja que había en la pared.
—Tiene suerte, señor. El sospechoso varón ya está hecho. Le dije que el asunto del cráneo ayudaría. —Tobias extendió el papel sobre la mesa, delante de Mallory. Era una colección de retratos mecánicos punteados. Ingleses morenos con expresiones avergonzadas. Los puntitos cuadrados de los grabados de las máquinas no eran lo bastante pequeños como para no distorsionar un poco las caras, de tal modo que todos los hombres parecían tener baba negra en la boca y suciedad en el rabillo del ojo. Parecían hermanos, una extraña subespecie humana compuesta por lo artero y lo desencantado. Los retratos no tenían nombre, pero sí números de ciudadano debajo.
—No me esperaba docenas de ellos —dijo Mallory.
—Podríamos haber reducido las alternativas con mejores parámetros en la antropometría —dijo Tobias—. Pero tómese su tiempo, señor, y mire con atención. Si lo tenemos, está aquí.
Mallory se quedó contemplando las filas ceñudas de bribones numerados, muchos de los cuales tenían la cabeza inquietantemente deformada. Recordaba la cara del ojeador con gran claridad. La evocaba retorcida por la rabia homicida, con saliva ensangrentada entre los dientes partidos. La visión había quedado grabada para siempre en su memoria, tan intensa como las puntas de la espina dorsal de la bestia, la primera vez que había visto su gran premio sobresaliendo del esquisto de Wyoming. En ese largo y revelador momento, Mallory había visto más allá de aquellos pequeños bultos de piedra y había percibido el fulgor inmanente de su propia gloria, de su próxima fama. De la misma manera había visto en la expresión del ojeador un reto letal que bien podía transformar su vida.
Pero ninguno de aquellos retratos hoscos y aturdidos encajaba con su recuerdo.
—¿Hay alguna razón para que no tuvieran aquí a ese hombre?
—Quizá no tiene antecedentes penales —explicó Tobias—. Podríamos meter la tarjeta otra vez para compararla con la población general, pero eso nos llevaría semanas de ciclos de las máquinas, y requiere un permiso especial de la gente de arriba.
—¿Por qué tanto tiempo, si me lo permite?
—Doctor Mallory, tenemos a toda la población de la Gran Bretaña en nuestros archivos. Todos los que han solicitado algún trabajo, todos los que han pagado alguna vez impuestos o han sido arrestados… —Tobias se deshacía en disculpas, tan deseoso de ayudar que resultaba casi doloroso—. ¿Podría ser extranjero?
—Estoy seguro de que era británico, y un canalla. Estaba armado y era peligroso. Pero es que no lo veo aquí.
—Quizá la semejanza no sea buena, señor. A estas clases criminales les gusta hinchar las mejillas para la fotografía policial. Algodones en la nariz y trucos así. Estoy seguro de que se encuentra aquí, señor.
—No lo creo. ¿Hay alguna otra posibilidad?
Tobias se sentó, derrotado.
—Eso es todo lo que tenemos, señor. A menos que quiera cambiar su descripción.
—¿Podría haber quitado alguien su retrato?
Tobias lo miró escandalizado.
—Eso sería manipular archivos oficiales, señor. Es un delito grave que se castiga con la deportación. Estoy seguro de que ninguno de los empleados habría hecho algo así. Se produjo un denso silencio.
—¿Y sin embargo…?
—Bueno, los archivos son sacrosantos, señor. Para eso estamos aquí, como muy bien sabe. Pero bay ciertos altos funcionarios ajenos a la oficina, hombres que se ocupan de la seguridad confidencial del Reino. Si sabe a qué caballeros me refiero…
—Creo que no —respondió Mallory.
—Muy pocos caballeros, en puestos de gran confianza y discreción —siguió Tobias. Echó un vistazo a los otros hombres de la sala y bajó la voz—. Quizás haya oído hablar de lo que llaman «Gabinete especial»… O de la Oficina Especial de la Policía de Bow Street…
—¿Alguien más? —dijo Mallory.
—Bueno, la familia real, por supuesto. Después de todo, aquí servimos a la Corona. Si el propio Alberto fuera a ordenarle a nuestro ministro de Estadística…
—¿Y el primer ministro? ¿Lord Byron?
Tobias no respondió. Su rostro se había agriado.
—Una pregunta vana —dijo Mallory—. Olvide que la he hecho. Es una costumbre de estudioso, ¿sabe? Cuando me interesa un tema exploro todos los detalles concretos, incluso hasta el punto de resultar pedante. Pero eso no tiene ninguna relevancia aquí —Mallory examinó de nuevo los retratos, prestando esta vez mucha atención—. Sin duda es culpa mía, la luz aquí no es todo lo que podría ser.
—Permítame subir el gas —dijo el muchacho mientras empezaba a levantarse.
—No —respondió Mallory—. Déjeme reservar mi atención para la mujer. Quizás con ella tengamos más suerte.
Tobias se volvió a hundir en su asiento. Mientras esperaban el giro de la máquina, Mallory fingió una relajada indiferencia.
—Un trabajo lento, ¿eh, señor Tobias? Un muchacho de su inteligencia debe de anhelar un reto mayor.
—Es cierto que me encantan las máquinas —dijo Tobias—. No estos enormes monstruos bobos, sino las más listas y estéticas. Querría aprender a chasquear.
—¿Y por qué no está entonces en la escuela?
—No puedo permitírmelo, señor. La familia no lo aprueba.
—¿Probó con los exámenes de mérito nacional?
—No hay becas para mí, suspendí el cálculo. —Tobias adoptó una expresión hosca—. Pero tampoco soy un científico. Es el arte para lo que yo vivo. ¡Quinotropía!
—Trabajar en el teatro, ¿eh? Dicen que se lleva en la sangre.
—Me gasto cada chelín que me sobra en tiempos de giro —dijo el muchacho—. Tenemos un pequeño club de entusiastas. El Palladium nos alquila su quinótropo de madrugada. A veces se ven cosas asombrosas, junto con un buen montón de tonterías de aficionado, claro.
—Fascinante —indicó Mallory—. He oído que, esto… —Tuvo que esforzarse para recordar el nombre de aquel hombre—. He oído que John Keats es bastante bueno.
—Es viejo —respondió el muchacho con un implacable encogimiento de hombros—. Debería ver a Sandys. O a Hughes. ¡O a Etty! Y hay un chasqueador de Manchester cuyo trabajo es espléndido, Michael Radley. Vi un espectáculo suyo aquí, en Londres, el pasado invierno. Una gira de conferencias con un americano.
—Las conferencias con quinótropo pueden ser muy edificantes.
—Oh, el orador era un político yanqui muy poco honrado. Si por mí hubiera sido, habría echado al orador y habría ofrecido imágenes mudas.
Mallory dejó que decayera la conversación. Tobias se removió un poco. Quería hablar otra vez, pero no se atrevía a tomarse tal libertad, y entonces sonó la campana. El muchacho se levantó como un tiro, lo que le hizo resbalar sobre sus misérrimos zapatos, y regresó con otro fajo de papel continuo.
—Pelirrojas —dijo, y esbozó una sonrisa avergonzada.
Mallory gruñó. Estudió las imágenes con suma atención. Eran mujeres caídas en desgracia, mujeres arruinadas que llevaban la desgracia y la ruina marcadas de forma indeleble en los puntitos cuadrados de su feminidad impresa. Al contrario que con los hombres, los rostros femeninos cobraron de alguna forma vida para Mallory. Allí una criatura de cara redonda del este de Londres, con una expresión más salvaje que un piel roja cheyene. Allá una joven irlandesa de ojos dulces, cuya mandíbula cuadrada sin duda le había amargado la vida. Allí una mujer de mala vida con el pelo como un nido de ratas y la mirada perdida por la ginebra. Ahí desafío, allí la insolencia de unos labios fruncidos, allá la expresión engatusadora de una inglesa sujeta demasiado tiempo por la abrazadera del daguerrotipo.
Lo capturaron los ojos, con su calculado ruego de inocencia herida, y al reconocerla sintió una especie de descarga eléctrica. Dio unos golpecitos sobre el papel y alzó la mirada.
—¡Aquí está!
Tobias se sobresaltó.
—¡Estupendo, señor! Déjeme apuntar ese número. —Perforó el número de ciudadana en una tarjeta nueva con una pequeña prensa de caoba, y luego volvió a meter la tarjeta en la bandeja de la pared. Vació con cuidado los trocitos de papel perforado en una cesta coronada por bisagras.
—Y eso me lo contará todo sobre ella, ¿no? —preguntó Mallory. Echó mano a la chaqueta para coger su cuaderno.
—La mayor parte, señor. Un resumen impreso.
—¿Y podría llevarme esos documentos conmigo para estudiarlos?
—No, señor. Estrictamente hablando, como no es usted agente de la ley… —Tobias bajó la voz—. A decir verdad, señor, podría pagarle a un juez común, o incluso al secretario de este, y tener la información por unos cuantos chelines, bajo mano. Una vez que sabe el número de alguien, lo demás es bastante fácil. Es un truco de chasqueador muy habitual, leer los expedientes mecánicos de alguien perteneciente a la clase criminal. Lo llaman «tirar de la cuerda» o estar «en medio del pastel». A Mallory esa noticia le pareció muy interesante.
—Supongamos que pido mi propio expediente… —dijo.
—Bueno, señor, usted es un caballero, no un criminal. Usted no está en los archivos policiales comunes. Los jueces, secretarios del juzgado y demás tendrían que rellenar formularios y demostrar que hay un buen motivo para esa investigación. Cosa que no concedemos con facilidad.
—Protocolos legales, ¿eh? —probó Mallory.
—No, señor, no es la ley lo que nos detiene, sino los inconvenientes. Una investigación así consume tiempo mecánico y dinero, y siempre nos pasamos del presupuesto en ambas cosas. Pero si un parlamentario hiciera esa petición, o un lord…
—Supongamos que tengo un buen amigo aquí, en la Oficina —tanteó Mallory—. Alguien que me admira por mi generosidad.
Tobías parecía muy poco dispuesto, y algo tímido.
—No es una cuestión sencilla, señor. Se registra cada uno de los giros, y cada petición debe tener un fiador. Lo que hemos hecho hoy se ha realizado en nombre del señor Wakefield, así que no habrá ningún problema. Pero su amigo tendría que falsificar el nombre de algún fiador y correr el riesgo de esa impostura. Es fraude, señor. Un fraude mecánico, como el robo de crédito o el fraude en la bolsa, y se castiga de la misma forma cuando se descubre.
—Muy instructivo —indicó Mallory—. He descubierto que uno siempre se beneficia al hablar con un técnico que conoce de verdad su oficio. Permítame darle mi tarjeta. Mallory sacó de su billetera una de sus tarjetas de visita de Maull y Polyblank. Dobló un billete de cinco libras, lo apretó contra el dorso de la tarjeta y se lo pasó. Era una suma cuantiosa. Una inversión deliberada.
Tobias metió la mano bajo el mandil, encontró una grasienta cartera de cuero y metió dentro la tarjeta de Mallory y el dinero. Luego sacó un trozo muy manoseado de cartón brillante. «Don J. J. Tobias», rezaba la tarjeta en un grotesco y elaborado gótico mecánico. «Quinotropía y coleccionables teatrales». Había una dirección de Whitechapel.
—No se preocupe por el número telegráfico de abajo —señaló Tobias—. Tuve que dejar de alquilarlo.
—¿Le interesa a usted la quinotropía francesa, señor Tobías? —preguntó Mallory.
—Oh, sí, señor —asintió Tobias—. Hoy en día está saliendo un material precioso de Montmartre.
—Tengo entendido que los mejores ordinateurs franceses utilizan un calibre especial de tarjeta.
—El calibre napoleónico —respondió Tobias de inmediato—. Tarjetas más pequeñas y de una sustancia artificial. Se mueven con mucha rapidez en los compiladores. Esa velocidad resulta bastante conveniente en el trabajo quinotrópico.
—¿Sabe dónde se podría alquilar uno de esos compiladores franceses, aquí en Londres?
—¿Para traducir datos de tarjetas francesas, señor?
—Sí —respondió Mallory, fingiendo un mero interés superficial—. Estoy a la espera de recibir unos datos de un colega francés acerca de una controversia científica, algo bastante abstruso, pero no deja de ser un asunto confidencial entre eruditos. Prefiero examinarlo en privado, cuando me convenga.
—Sí, señor —dijo Tobias—. Es decir, sí que conozco a un individuo que posee un compilador francés, y le permitiría hacer lo que quisiera con él si la tarifa fuera la adecuada. El año pasado estuvo muy de moda el estándar francés en los círculos de chasqueadores londinenses. Pero las opiniones se han vuelto ahora en contra, debido a los problemas del Gran Napoleón.
—¿De veras? —dijo Mallory.
Tobias asintió, encantado de demostrar su autoridad.
—Creo que ahora se tiene la sensación, señor, de que los franceses se estaban anticipando demasiado con su inmenso proyecto napoleónico, ¡y que dieron una especie de paso en falso técnico!
Mallory se acarició la barba.
—No estará hablando la envidia profesional británica, espero…
—¡En absoluto, señor! Todo el mundo sabe que el Gran Napoleón sufrió un grave contratiempo a principios de este año —le aseguró Tobias—, y la gran máquina no ha vuelto a girar del todo bien desde entonces. —Bajó la voz—. ¡Algunos afirman que hubo sabotaje! ¿Conoce ese término francés, sabotage? Viene de «sabots», los zapatos de madera que utilizan los trabajadores franceses. ¡De una coz, casi pueden sacar uno de sus bloques! —Tobias esbozó una amplia sonrisa ante la perspectiva, con una alegría que inquietó bastante a Mallory—. Los franceses tienen algún tipo de problema Iudita, ¿sabe, señor?, tantos como tuvimos nosotros en otro tiempo, hace años.
Resonaron entonces dos notas cortas de un silbato de vapor que reverberaron por el techo blanqueado. Los dos estudiosos, a los que se había unido un tercero igual de afanado, cerraron entonces su álbumes y se fueron.
La campana sonó una vez más para convocar a Tobias a la bandeja de la pared. El muchacho se levantó lentamente, enderezó una silla, se acercó al otro extremo de la mesa, examinó los álbumes en busca de un polvo inexistente y los devolvió a los estantes.
—Creo que ahí espera nuestra respuesta —dijo Mallory.
Tobias asintió con sequedad, dándole la espalda.
—Es muy probable, señor, pero esto son horas extras, ¿sabe? Esos dos toques de bocina…
Mallory se levantó con impaciencia y se acercó a la bandeja.
—¡No, no! —gañó Tobias—. ¡Sin guantes no! ¡Permítame hacerlo a mí!
—¡Guantes, no me diga! ¿Y quién iba a saberlo?
—¡Los de Antropometría criminal, ellos lo saben! ¡Esta es su sala, y no hay nada que odien más que las manchas de dedos desnudos! —Tobias se volvió con un fajo de documentos—. Bueno, señor, nuestra sospechosa es una tal Florence Bartlett, nacida Russell, domiciliada hasta hace poco en Liverpool…
—Gracias, Tobias —dijo Mallory mientras arrugaba el fajo de papel continuo para poder meterlo con más facilidad en su chaleco de damas de Ada—. Le agradezco mucho su ayuda.
Una ártica mañana de Wyoming, la escarcha cubría la hierba marrón y vencida de la pradera. Mallory se había agachado al lado de la caldera tibia de la fortaleza de vapor de la expedición y hurgaba en su magro fuego de estiércol de búfalo. Intentaba descongelar una loncha dura como el hierro de la carne curtida que los hombres tomaban para desayunar, comer y cenar. En aquel momento de absoluta desesperanza, con la barba ribeteada de aliento congelado y los dedos helados y llenos de ampollas a causa de la pala, Mallory hizo un juramento solemne: nunca jamás maldeciría de nuevo el calor del estío.
Aunque tampoco había esperado un bochorno tan infame en Londres. La noche había pasado sin un soplo de aire, y la cama le había parecido un caldo fétido. Había dormido sobre las sábanas, con una toalla turca empapada y extendida sobre su desnudez, y se había levantado cada hora para remojar de nuevo la toalla. El colchón había terminado empapado, y la habitación entera le parecía tan caliente y cargada como un invernadero. Hedía también a tabaco rancio, ya que Mallory se había fumado media docena de sus estupendos habanos mientras leía los antecedentes penales de Florence Russell Bartlett, que hablaban ante todo del asesinato de su marido, un destacado comerciante de algodón de Liverpool, en la primavera de 1853. El modus operandi había sido envenenamiento con un arsénico que la señora Bartlett había extraído del papel matamoscas y le había administrado a lo largo de varias semanas con un específico, el Fortalecedor hidropático del doctor Gove. Mallory sabía por sus noches en Haymarket que la medicina del doctor Gove era en realidad un afrodisíaco, pero el expediente no mencionaba ese hecho. La enfermedad fatal en 1852 de la madre de Bartlett, y la del hermano de su marido en 1851, también quedaban documentadas: los respectivos certificados de fallecimiento citaban una úlcera perforada y cólera morbus. Estas supuestas enfermedades presentaban síntomas muy parecidos a los del envenenamiento por arsénico. La señora Bartlett, que jamás fue acusada de manera formal de estas otras muertes, había huido tras reducir a su carcelero con una pistola oculta de cañón corto. La oficina central de estadísticas sospechaba que había huido a Francia, supuso Mallory, porque alguien había añadido la traducción de unos informes policiales franceses de 1854 que se ocupaban de un juicio por un críme passionel en los tribunales de París. Una tal «Florence Murphy», abortista, supuestamente refugiada americana, había sido arrestada y juzgada por el delito de vitriolage, el lanzamiento de ácido sulfúrico con la intención de desfigurar o mutilar. La víctima, Marie Lemoine, esposa de un destacado comerciante de sedas de Lyón, era al parecer una rival. Pero la «señora Murphy» había desaparecido de su prisión, y de todos los subsiguientes expedientes policiales franceses, durante la primera semana de su juicio como vitrioleuse.
Mallory se pasó una esponja con agua del grifo por la cara, cuello y axilas, mientras pensaba en el vitriolo con ánimo sombrío.
Volvía a transpirar en abundancia mientras se ataba los zapatos. Al dejar su habitación descubrió que el extraño verano de la ciudad había arrollado el palacio. La humedad plomiza hervía sobre los suelos de mármol como una cienaga invisible. Hasta las palmeras que había a los pies de las escaleras parecían jurásicas. Se dirigió con paso lento al comedor del palacio, donde cuatro huevos duros fríos, café con hielo, un arenque ahumado, algo de tomate asado, un poco de jamón y melón fresco lo restablecieron un tanto. La comida era bastante buena, aunque el arenque olía un poco pasado, cosa que no era de extrañar con un calor como aquel. Firmó el vale y se fue a recoger su correo.
No había sido justo con el arenque. Fuera del comedor, hasta el palacio olía a pescado podrido, o a algo muy parecido. La limpieza matinal había dejado en el vestíbulo un aroma jabonoso, pero aun así el aire parecía estar cargado con el hedor húmedo y lejano de algo pavoroso, y al parecer muerto mucho tiempo atrás. Mallory sabía que no era la primera vez que olía aquel tufo; se trataba de algo intenso, ácido, mezclado con el hedor grasiento de un matadero, pero no conseguía ubicar el recuerdo. Un momento después, la peste desapareció. Se acercó al mostrador en busca de su correo. El marchito recepcionista lo saludó con gran cortesía: Mallory se había ganado la lealtad de los empleados con generosas propinas.
—¿No hay nada en mi casillero? —dijo sorprendido.
—Demasiado pequeño, doctor Mallory. —El empleado se inclinó para levantar una gran cesta de alambre abarrotada hasta el borde de sobres, revistas y paquetes.
—¡Diablos! —dijo Mallory—. ¡Cada día es peor!
El recepcionista asintió con gesto cómplice.
—El precio de la fama, señor.
Mallory se sentía abrumado.
—Supongo que tendré que leerme todo esto…
—Si me permite el atrevimiento, señor, quizás haría bien contratando un secretario privado.
Mallory gruñó. Odiaba cuanto tuviera que ver con secretarios, ayudas de cámara, mayordomos, doncellas y todo aquel miserable asunto del servicio. Su propia madre había estado una vez al servicio de una acaudalada familia de Sussex, en los viejos tiempos, antes de los radicales. Todavía le dolía.
Se llevó la pesada cesta a una esquina tranquila de la biblioteca y empezó a clasificar el correo. Las revistas primero: las Actas de la Real Sociedad, con su lomo dorado, Herpetología de todas las naciones, Diario de sistemática dinámica, Annales scientifiques del'Ecole des Ordinateurs, con lo que parecía ser un interesante artículo sobre las desgracias mecánicas del Gran Napoleón… Aquel asunto de las suscripciones a las revistas científicas resultaba un poco excesivo, aunque supuso que así mantenía a los editores contentos; y unos editores contentos eran la mitad de la clave para colocar los artículos propios.
Luego las cartas. Mallory las dividió con rapidez en montones. Primero las peticiones. Había cometido el error de responder a unas cuantas que le habían parecido especialmente emotivas y sinceras, y ahora aquellos golfos intrigantes se le habían echado encima como si fueran piojos.
Un segundo montón de cartas profesionales: invitaciones para dar charlas, solicitudes de entrevistas, facturas de varias tiendas, descubridores de huesos y cazarrocas catastrofistas que le ofrecían la coautoría de doctos artículos. Luego las cartas con letra de mujer. Las gallinas de la historia natural, las «cortaflores», como las llamaba Huxley. Escribían por decenas, la mayor parte solo para pedirle un autógrafo y, si quería, una tarjeta de visita firmada. Otras le enviaban tímidos esbozos de lagartos comunes y solicitaban su experiencia taxonómica con los reptiles. Había otras que expresaban una admiración delicada, acompañada quizá de unos versos, y lo invitaban a tomar el té si alguna vez pasaba por Sheffield, Nottingham o Brighton. Y unas cuantas, a menudo enfatizadas por una letra puntiaguda, subrayado triple y mechones de cabellos adornados con cinta, expresaban una cálida admiración femenina en términos tan atrevidos que resultaba bastante desconcertante. Se había producido un notable chaparrón de estas últimas misivas después tras la aparición de su elegante retrato en El semanario doméstico de la mujer inglesa.
Mallory se detuvo de repente. Había estado a punto de echar a un lado una carta de su hermana Ruth. La pequeña Ruthie… Aunque claro, la niña de la familia ya tenía sus buenos diecisiete años. La abrió de inmediato.
Querido Ned,
Te escribo lo que me dicta Madre ya que las manos le duelen hoy bastante. Padre te agradece mucho la espléndida manta de Londres. El linimento francés ha aliviado mucho mis manos (las de madre), pero más en las rodillas que en las manos. Todos te echamos mucho de menos en Lewes, ¡aunque sabemos que estás muy ocupado con tus importantes asuntos de la Real Sociedad!
Leemos en voz alta cada una de tus aventuras americanas, las que escribe el señor Disraeli en Family Museum. Agatha pregunta si por favor, por favor puedes conseguirle el autógrafo del señor Disraeli ¡ya que su novela favorita es su Tancredo! ¡Pero la gran noticia es que nuestro querido Brian ha vuelto con nosotros desde Bombay, sano y salvo, este 17 de junio! Y ha traído con él a nuestro querido y futuro hermano, el teniente Jerry Rawlings, también de la artillería de Sussex, que pidió a nuestra Madeline que lo esperara y por supuesto ella lo hizo. Ahora van a casarse y Madre quiere que sepas sobre todo que NO será en una iglesia, sino en una zeremonia [sic] civil con el juez de paz, el señor Witherspoon, en el ayuntamiento de Lewes. Querrás asistir el 29 de junio cuando Padre entregue su penúltima novia, yo no quería escribir eso pero Madre me obligó.
Todo nuestro cariño,
Ruth Mallory (señorita)
Bueno, la pequeña Madeline por fin con su hombre. Pobre criatura… Cuatro años era un compromiso muy largo, y más inquietante todavía cuando estabas prometida con un soldado destinado en un agujero exótico y pestilente como la India. Su hermana había aceptado el anillo a los dieciocho años y ahora tenía veintidós. Era cruel pedirle un compromiso largo a una chica joven y vital, y Mallory había observado durante su última visita que la dura experiencia había afilado la lengua y el temperamento de Madeline, y que casi la había convertido en una ordalía para la familia. Pronto ya no quedaría nadie en casa para cuidar a los ancianos, salvo la pequeña Ruthie. Y cuando Ruthie se casara… Bueno, ya se lo plantearía a su debido tiempo. Se frotó la barba sudorosa. La vida de Madeline había sido más dura que la de Ernestina, Agatha o Dorothy. Debería tener algo bonito, decidió Mallory. Un regalo de boda que demostrase que se había puesto fin a su época de infelicidad. Se llevó la cesta del correo a su habitación, lo amontonó en el suelo, al lado del rebosante escritorio, y abandonó el palacio tras dejar la cesta en recepción. Un grupo de cuáqueros, hombres y mujeres, permanecía en la acera, en el exterior del edificio. Proferían otra de sus intolerables cancioncillas, monótonas como sermones, al parecer algo relacionado con un «ferrocarril al cielo». La canción no parecía tener mucho que ver con la evolución, la blasfemia o los fósiles, pero quizá la simplista monotonía de sus inútiles protestas los había agotado incluso a ellos. Se apresuró a pasar a su lado sin prestar atención a los panfletos que le ofrecían. Hacía calor, un calor poco común, un calor bestial. No había ni un rayo de sol, pero el aire estaba mortalmente quieto y el cielo, alto y nublado, tenía un aspecto plomizo, encapotado, como si quisiera llover, pero se hubiera olvidado de cómo se hacía. Bajó por Gloucester Road hasta la esquina con Cromwell. Había una nueva y magnífica estatua ecuestre de Cromwell en el cruce: el personaje era uno de los favoritos de los radicales. Y también había autobuses, seis cada hora, pero iban todos de bote en bote. Nadie quería caminar con un tiempo como aquel. Probó con el metro de Gloucester Road, en la esquina con Ashburn Mews. Cuando se disponía a descender por las escaleras, una pequeña multitud subió medio corriendo, tratando de escapar de un hedor de tal virulencia que lo detuvo en seco. Los londinenses estaban acostumbrados a los olores extraños en sus líneas de metro, pero no cabía duda de que aquel tufo era cosa bien distinta. Comparado con el huraño calor de las calles, el aire subterráneo resultaba fresco, pero transportaba un vaho mortal, como si algo se hubiera podrido dentro de un tarro de cristal sellado. Mallory se dirigió a la taquilla. Estaba cerrada y mostraba un cartel que rezaba: «Perdón por las molestias». No se mencionaba la naturaleza real del problema. Se dio la vuelta. Había coches de caballos en el hotel Bailey, al otro lado de Courtfield Road. 5e dispuso a cruzar la calle, pero entonces observó un taxi que esperaba bastante cerca de él, en el bordillo, al parecer ocioso. Le hizo una seña al conductor y se dirigió hacia la puerta. Todavía había un pasajero dentro del vehículo. Esperó con educación a que el hombre se bajara, pero el extraño, al que parecía ofender la mirada de Mallory, se llevó un pañuelo al rostro y se hundió por debajo del nivel de la ventanilla. Luego empezó a toser. Quizá aquel hombre estaba enfermo, o acababa de salir del metro y todavía no había recuperado el aliento. Molesto, Mallory cruzó la calle y cogió un taxi en el Bailey.
—A Piccadilly —ordenó.
El conductor chasqueó la lengua para animar a su sudoroso rocín y rodaron hacia el este por Cromwell Road. Una vez en marcha, la leve brisa que entraba por la ventanilla tornó el calor menos opresivo, y Mallory se animó un poco. Cromwell Road, Thurloe Place, Brompton Road… En sus inmensos proyectos de reconstrucción, el Gobierno había reservado aquellas secciones de Kensington y Brompton para una gigantesca explanada de museos y palacios de la Real Sociedad. Uno tras otro pasaron ante su ventanilla en toda su sobria majestad de cúpulas y columnatas: Física, Economía, Química… Uno podía quejarse de algunas innovaciones radicales, reflexionó Mallory, pero no se podía negar el buen sentido y la justicia de las estupendas sedes consagradas a los estudiosos que se ocupaban del trabajo más noble de la humanidad. Y, por supuesto, al ayudar a la ciencia los palacios habían devuelto el suntuoso coste de su construcción al menos una docena de veces. Subió por Knightsbridge y pasó por Hyde Park Corner hasta el Arco de Napoleón, un regalo de Luis Napoleón para conmemorar la entente anglofrancesa. El gran arco de hierro, con su lujoso esqueleto de puntales y pernos, sostenía una amplia población de cupidos alados y damas con antorchas envueltas en colgaduras. Un bonito monumento, pensó Mallory, y a la última moda. Su elegante solidez parecía negar que en algún momento hubiera habido alguna traza de discordia entre Gran Bretaña y su aliado más firme, la Francia imperial. Quizá, pensó con ironía, de los «malentendidos» de las guerras napoleónicas se podría culpar al tirano Wellington. Aunque Londres no poseía ningún monumento dedicado al duque de Wellington, a veces a Mallory le parecía que los recuerdos implícitos de aquel hombre todavía rondaban por la ciudad, como un fantasma que no había hallado descanso. En otro tiempo se había exaltado allí al gran vencedor de Waterloo, había sido calificado de salvador de la nación británica. Wellington había sido ennoblecido y había ostentado el cargo más alto de esta tierra. Pero en la Inglaterra moderna lo vilipendiaban llamándolo bruto jactancioso, un segundo rey Juan, el carnicero de su propio pueblo inquieto. Los radicales jamás habían olvidado su odio por su primer y más formidable enemigo. Había pasado toda una generación desde la muerte de Wellington, pero el primer ministro Byron todavía escupía sobre la memoria del duque el ácido de su formidable elocuencia.
Aunque Mallory era un hombre leal al Partido Radical, no le convencía el simple abuso retórico. En privado sostenía su propia opinión sobre aquel tirano muerto tanto tiempo atrás. En su primer viaje a Londres, a los seis años, Mallory había visto al duque de Wellington; pasaba en su carruaje dorado por la calle, con una escolta de caballería armada que trotaba tintineante a su lado. Y el pequeño Mallory se había sentido inmensamente impresionado no solo por aquella famosa cara de la nariz ganchuda, de cuello subido y bigotes, acicalada, estricta y silenciosa, sino también por la mezcla asombrada de miedo y placer de su propio padre ante el paso del duque. Siempre que veía la capital se aferraba al paladar de Mallory un leve rastro picante de aquella visita infantil a Londres (en 1831, el primer año de la Época de los Problemas, el último del antiguo régimen de Inglaterra). Unos cuantos meses después, en Lewes, su padre había lanzado vítores enfervorecidos al llegar la noticia de la muerte de Wellington en un atroz atentado. Pero Mallory había llorado en secreto, embargado por una amarga pena por alguna razón que ahora no recordaba.
Su criterio, más experimentado ahora, veía en el Duque de Wellington a la víctima anticuada e ignorante de un movimiento que estaba más allá de su comprensión. Era más Carlos I que rey Juan. Wellington había defendido de una forma muy estúpida los intereses de la nobleza tory de sangre azul, debilitada y decadente, una clase destinada a ser barrida del poder por la prometedora clase media y los meritócratas intelectuales. Pero, en realidad, Wellington no era un hombre de sangre azul; en otro tiempo había sido el sencillo Arthur Wellesley, cuyo origen irlandés resultaba bastante modesto.
Es más, le parecía a Mallory que, como soldado, Wellington había demostrado un dominio muy loable de su oficio. Era solo como político civil y como primer ministro reaccionario cuando Wellington había juzgado pésimamente el tenor revolucionario de la era de la industria y la ciencia. Y había pagado por su falta de visión con su honor, su poder y su vida.
La Inglaterra que Wellington había conocido y mal gobernado, la Inglaterra de la infancia de Mallory, había atravesado un tiempo de huelgas, manifiestos y protestas hasta llegar a las revueltas, la ley marcial, las matanzas, la guerra abierta y una anarquía casi absoluta. Solo el Partido Radical Industrial, con su atrevida visión racional de un nuevo orden integral, había salvado a Inglaterra del abismo. Pero aun así, pensaba él, aun así debería haber un monumento en alguna parte. El cabriolé subió por Piccadilly, pasó Down Street, Whitehorse Street, Half Moon Street. Mallory ojeó su agenda y encontró la tarjeta de visita de Laurence Oliphant. El hombre vivía en Half Moon Street. Pensó en parar el taxi para ver si estaba en casa. Si, al contrario que la mayor parte de los cortesanos elegantes, Oliphant se levantaba antes de las diez, quizá tuviera algo parecido a un cubo de hielo en su casa, y quizá una gota de algo para abrir los poros. A Mallory le parecía agradable la idea de irrumpir con todo atrevimiento en el día de Oliphant, y quizá sorprenderlo en medio de alguna intriga furtiva.
Pero lo primero era lo primero. Quizá probaría con Oliphant cuando hubiese completado su recado.
Detuvo el taxi a la entrada de la Arcada Burlington. El gigantesco zigurat enmarcado en hierro de Fortnum y Mason acechaba al otro lado de la calle, entre una serie de joyerías y tiendas exclusivas. El taxista le cobró mucho más de lo debido, pero Mallory no hizo caso, se sentía comunicativo. Parecía que los taxistas se estaban aprovechando de todo el mundo. A poca distancia de Piccadilly, otro hombre había saltado de su taxi y estaba discutiendo, de un modo bastante vulgar, con su conductor. Mallory no había encontrado nada que se pudiera comparar con ir de compras cuando se trataba de demostrar de forma gratificante el poder de su riqueza recién adquirida. Había ganado su dinero gracias a una absurda baladronada, pero el secreto de su origen quedaba a salvo con él. Las máquinas de crédito de Londres crujían igual para los vaporosos beneficios del juego que para el óbolo de la viuda.
¿Y qué iba a ser? ¿El gigantesco jarrón de hierro, con la base octogonal y ocho pantallas abiertas que colgaban ante su pedestal aflautado, lo que daba a todo el objeto una ligereza y elegancia singulares? ¿Ese soporte de boj con dosel esculpido, su base pensada para un termómetro de cristal veneciano? ¿Aquel salero de ébano enriquecido con columnas y elaborados paneles inferiores, acompañado de una cuchara para sal de plata rica en tréboles, hojas de roble, tallo dorado en espiral y el monograma de tu elección?
Dentro de J. Walker y Compañía, un establecimiento pequeño pero de un gusto maravilloso, situado entre las tiendas con escaparates saledizos de la afamada Arcada, Mallory descubrió un regalo que le pareció de lo más adecuado. Era un reloj semanal que daba los cuartos y las horas con unas magníficas campanadas de tono catedralicio. El reloj, que también mostraba la fecha, el día de la semana y las fases de la luna, era una extraordinaria obra de precisión de los artesanos británicos, aunque como es natural, el elegante soporte del reloj suscitaría más admiración entre aquellos no entendidos en mecánica. El soporte, del mejor papier-mâché lacado e incrustado con cristales azul turquesa, estaba coronado por un grupo de grandes figuras doradas. Estas representaban a una joven y decididamente atractiva Britania, ataviada con una túnica muy ligera, que admiraba el progreso conseguido por el tiempo y la ciencia para mayor civilización y felicidad del pueblo de la Gran Bretaña. Este loable tema quedaba también ilustrado por una serie de siete escenas grabadas que giraban a lo largo de la semana sobre un engranaje oculto en la base del reloj.
El precio era nada menos que de catorce guineas. Parecía que un artículo de tal originalidad artística no podía tasarse en simples libras, chelines y peniques. Aquella crasa y pragmática idea hizo pensar a Mallory que la feliz pareja estaría mucho mejor con un tintineante puñado de catorce guineas, pero el dinero desaparecería pronto, como ocurría siempre con el dinero cuando se era joven. Un buen reloj como aquel podía adornar una casa durante generaciones.
Mallory compró el reloj con dinero en metálico y rechazó el ofrecimiento de crédito con un año de plazo. El dependiente, un anciano altanero que sudaba dentro de un almidonado cuello regencia, le demostró el sistema de cuñas de corcho que protegía los engranajes de las exigencias de un viaje. El reloj estaba provisto de un estuche cerrado con asa e iba forrado con un corcho que se adaptaba a la forma del reloj, debajo de un terciopelo de color borgoña.
Mallory sabía que jamás podría encajar su trofeo en un autobús de vapor atestado de personas. Tendría que alquilar otro cabriolé y atar el estuche del reloj al techo. Una proposición problemática, ya que Londres era frecuentado por jóvenes ladrones conocidos con el nombre de «arrastradores», golfillos con la agilidad de un mono que saltaban con puñales de dientes de sierra a los techos de los carruajes que pasaban para cortar las correas de cuero que sujetaban el equipaje. Para cuando el taxi se detenía, los ladrones ya se habían ido corriendo tan tranquilos y se habían ocultado en las profundidades de algún inicuo garito, tras lo cual se pasaban el botín de mano en mano hasta que los contenidos privados de las maletas terminaban en una decena de traperías.
Mallory atravesó cargado con su compra la otra verja de la arcada Burlington, donde el policía de guardia le ofreció un alegre saludo. Fuera, en los jardines Burlington, un joven con un sombrero mellado y un abrigo andrajoso y grasicnto, que había estado sentado tranquilamente en el borde de una maceta de cemento, se puso en pie de repente.
El joven desaliñado cojeó hasta Mallory con los hombros caídos y una teatral expresión de desesperanza. Al mismo tiempo se tocó el ala del sombrero, ensayó una sonrisa patética y empezó a hablarle a Mallory:
—Le pido disculpas señor pero si perdona la libertad de que se dirija así a usted en mitad de la calle alguien que se ha visto casi reducido a vestir harapos aunque no siempre ha sido así y no por culpa suya sino debido a la mala salud en su familia y a muchos sufrimientos inmerecidos sería un gran favor señor saber la hora.
¿La hora? ¿Podía saber de algún modo ese hombre que Mallory acababa de comprar un gran reloj? Pero el desharrapado no prestó atención a la repentina confusión de Mallory y continuó con impaciencia, con el mismo tono monótono e insinuante.
—Señor no es mi intención pedir pues me crio la mejor de las madres y pedir no es mi oficio no sabría cómo realizar ese oficio si tal fuera mi vergonzoso deseo pues preferiría morir de privaciones pero señor le imploro en el nombre de la caridad que me permita el honor de actuar como su porteador para llevar la caja que lo incomoda por el precio que su humanidad quiera ponerle a mis servicios. El desharrapado se interrumpió de repente y miró con los ojos muy abiertos por encima del hombro de Mallory. De repente cerró la boca con fuerza y adoptó una expresión tensa, como una costurera al partir el hilo. El desharrapado dio tres cuidadosos pasos hacia atrás, poco a poco, manteniendo siempre a Mallory entre él y lo que fuera que veía. Y luego se dio la vuelta sin más sobre los talones sueltos forrados de periódicos y se alejó a toda prisa, sin cojera alguna, para perderse por las atestadas aceras de Cork Street.
Mallory se volvió al instante y miró tras él. A su espalda había un hombre alto, esbelto, de largas piernas, con una nariz de botón y largas patillas, ataviado con un abrigo alberto corto y pantalones lisos. En el momento en el que la mirada de Mallory lo sorprendió, el hombre se llevó un pañuelo a la cara. Tosió de un modo distinguido y luego se secó un poco los ojos. Luego, con un repentino sobresalto teatral, pareció recordar algo que había olvidado. Se giró y comenzó a regresar sin prisas hacia la arcada Burlington. Ni una vez había mirado directamente a Mallory. Este también sintió un repentino interés fingido por los cierres del estuche de su reloj. Posó la caja en el suelo, se inclinó y miró los trocitos de latón brillante mientras su cerebro se ponía en funcionamiento y un escalofrío le recorría la espalda. El truco del pañuelo del canalla lo había delatado. Lo reconoció entonces como el hombre al que había visto al lado de la estación de metro de Kensington, el caballero de la tos que no renunciaba a su taxi. Es más, pensó Mallory, cuya mente comenzaba a comprenderlo todo, el caballero de la tos era también el hombre maleducado que había discutido con el taxista por el precio, en Piccadilly. Llevaba detrás de él todo el camino desde Kensington. Lo estaba siguiendo.
Agarró el estuche del reloj con fuerza y empezó a caminar con tranquilidad por los jardines Burlington. Giró a la derecha en Old Bond Street. Los nervios le zumbaban con el instinto del acechador. Había sido un necio al darse la vuelta y mirar primero. Quizá se había delatado a su perseguidor. Mallory no se giró para mirar otra vez, sino que se paseó fingiendo lo mejor que podía un momento de ocio. Se detuvo delante de los estantes de terciopelo de una joyería. Estaban repletos de camafeos, pulseras y diademas de fiesta para su dama, y contempló la calle que tenía detrás en el cristal reluciente protegido por barras de hierro.
Vio al caballero de la tos reaparecer casi al instante. El hombre se había quedado de momento bastante atrás, cuidando de mantener entre él y Mallory a varios grupos de compradores londinenses. El caballero de la tos tenía unos treinta y cinco años, cabellos grises en las patillas y un abrigo alberto cosido a máquina que no parecía tener nada de especial. Su rostro era el de cualquiera en Londres, quizá un poco más pesado, los ojos un poco más fríos, una boca más lúgubre bajo el botón de la nariz. Mallory giró otra vez a la izquierda, por Bruton Street. La caja del reloj resultaba más incómoda a cada paso que daba. Allí, las tiendas carecían del conveniente cristal en ángulo. Se quitó el sombrero al pasar una mujer bonita y fingió echar un vistazo a sus tobillos. El caballero de la tos todavía seguía con él.
Quizá fuera cómplice del ojeador y su mujer. Un rufián contratado, un mercenario con una pistola de cañón corto en el bolsillo de ese abrigo alberto. O con un frasco de vitriolo. Se le puso de punta el vello de la nuca al anticipar el impacto repentino de la bala del asesino, la salpicadura húmeda y abrasadora de la corrosión.
Empezó a caminar más deprisa. El estuche le golpeaba dolorosamente la pierna. Entró en Berkeley Square, donde una pequeña grúa de vapor, resoplando animosa entre un par de plátanos astillados, balanceaba una gran bola de hierro contra una fachada georgiana medio derrumbada. Una multitud de espectadores disfrutaba del espectáculo. Se unió a ellos tras la barricada de caballetes, envuelto por el acre olor a yeso antiguo, y por un momento se sintió seguro. Espió al caballero de la tos con una mirada de soslayo. El tipo parecía bastante siniestro y nervioso por haber perdido de momento a Mallory entre la multitud. Pero no se le antojaba enloquecido por el odio ni preparado para matar. Observaba a su alrededor, entre las piernas de los espectadores, en busca de la caja del reloj de Mallory.
Esa era una oportunidad para perder al canalla. Mallory se lanzó plaza abajo a toda prisa, aprovechando el refugio que le proporcionaban los árboles. En el otro extremo de la plaza bajó por Charles Street, flanqueada a izquierda y derecha por enormes mansiones del siglo XVIII, casas señoriales de cuyos ornamentados forjados colgaban modernos escudos de armas. Tras él, un lujoso faetón salió de su garaje, lo que le dio la oportunidad de detenerse, girar y estudiar la calle.
Le había fallado la táctica. El caballero de la tos estaba a solo unos metros de él, un poco fatigado quizá, y con el rostro rojo debido al calor plomizo, pero no lo había despistado. Estaba esperando a que Mallory se moviera de nuevo y tenía buen cuidado de no mirarlo. Lo que hacía era contemplar con aparente anhelo la entrada de un pub llamado «Yo Soy el Único Lacayo Corredor». Se le ocurrió a Mallory dar la vuelta y entrar en el Lacayo Corredor, donde podría perder al caballero de la tos entre la multitud. O quizá podría saltar, en el último momento, a un ómnibus que se alejara, si es que podía subir a bordo su valiosa caja.
Pero no esperaba mucho de tales recursos. Aquel tipo tenía la firme ventaja del terreno y todos los trucos sucios del delincuente londinense. Mallory se sentía como uno de esos torpes bisontes de Wyoming. Siguió adelante con el pesado reloj. Le dolía la mano, y empezaba a cansarse.
Al final de Queens Way, una draga y dos excavadoras causaban cada vez más estragos entre las ruinas de Shepherd Market. Rodeaba la obra una valla con las tablas rotas y llenas de agujeros realizados por espectadores impacientes. Las habituales mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo y los vendedores ambulantes, siempre escupiendo tabaco y desplazados de sus lugares tradicionales, habían montado los últimos puestos justo al otro lado de la valla. Mallory recorrió la hilera de ostras malolientes y verduras blandas. Al final del vallado, algún accidente de planificación había dejado un callejón estrecho; tablones polvorientos a un lado, ladrillo desmenuzado al otro. Brotaban hierbajos fétidos entre las antiguas losas llenas de orines. Mallory se asomó cuando una vieja tocada con un sombrero se levantó y se colocó las faldas. La mujer pasó a su lado sin decir ni una palabra y Mallory se llevó la mano al sombrero.
Levantó el estuche por encima de la cabeza y lo colocó con suavidad sobre la pared de ladrillo cubierto de musgo. Lo apuntaló con un trozo de cemento deshecho para asegurarlo y luego colocó el sombrero a su lado.
Apoyó la espalda contra la pared de tablones.
Apareció el caballero de la tos. Mallory se lanzó a por el hombre y le propinó con todas sus fuerzas un puñetazo en la boca del estómago. El individuo se dobló sin resuello, escupiendo saliva, y Mallory lo remató con un corto izquierdazo en un lado de la mandíbula. El hombre cayó sobre las rodillas mientras su sombrero salía volando. Mallory agarró al villano por la espalda del abrigo alberto y lo lanzó con fuerza contra los ladrillos. El hombre rebotó, cayó de cabeza y quedó tendido y jadeante, con la cara y las patillas manchadas de polvo y tierra. Mallory lo sujetó por la garganta y la solapa.
—¿Quién eres?
—¡Socorro! —graznó el hombre sin fuerzas—. ¡Asesino!
Mallory lo arrastró un trecho por el callejón.
—¡No te hagas el tonto conmigo, canalla! ¿Por qué me estás siguiendo? ¿Quién te ha pagado? ¿Cómo te llamas?
El hombre arañó desesperado la muñeca de Mallory.
—Suélteme… —Se le había abierto el abrigo. Mallory vislumbró el cuero marrón de una pistolera y estiró la mano de inmediato para coger el arma que había dentro. No era una pistola. La sacó con la mano como una larga serpiente aceitada: una porra, con mango de cuero trenzado y una caña gruesa y negra de caucho indio, aplanada en el extremo hasta convertirse en una punta hinchada similar a la de un calzador. Tenía el tacto de un látigo acerado, como si estuviera construida alrededor de una espiral de hierro.
Mallory empuñó el cruel artefacto, que daba la impresión de ser capaz de romper huesos con suma facilidad. El caballero de la tos se encogió ante él.
—¡Responde a mis preguntas!
Un relámpago húmedo hizo estallar la nuca de Mallory. Estuvo a punto de perder el sentido. Se sintió caer, pero se sujetó contra las repugnantes losas de la calle con unos brazos tan entumecidos y pesados como las patas de un cordero. Recibió un segundo golpe, aunque este de soslayo, en el hombro. Rodó hacia atrás y gruñó, un ladrido espeso, un lamento que jamás había oído escapar de su garganta. Lanzó una patada a su atacante y de algún modo consiguió golpearle la pantorrilla. El segundo rufián saltó hacia atrás con una maldición.
Mallory había perdido la porra. Se incorporó tambaleante, con sumo esfuerzo, hasta que logró sostenerse a duras penas sobre las dos piernas. El segundo hombre era corpulento y pequeño. Llevaba un bombín redondo encajado casi hasta las cejas. Se encontraba sobre las piernas estiradas del caballero de la tos y lanzó una acometida amenazadora con una cachiporra de cuero parecida a una salchicha. La sangre bajaba por el cuello de Mallory, que se vio invadido por una oleada de náuseas y mareo. Tuvo la sensación de que se iba a desmayar en cualquier momento, pero un instinto animal le dijo que, si se caía entonces, con toda seguridad lo matarían de una paliza.
Se volvió y huyó del callejón tambaleándose. Le parecía que la cabeza le chirriaba como una carraca, como si se le hubieran soltado las suturas del cráneo. Una bruma roja giraba oleosa ante sus ojos.
Se bamboleó un poco calle abajo y dobló una esquina jadeando. Se apoyó en una pared y se sujetó las rodillas con las manos. Un hombre respetable pasó a su lado con una mujer y se lo quedó mirando con una cierta expresión de asco. Mallory les devolvió una mirada furiosa y desafiante. Moqueaba y tenía la boca atorada por las náuseas. Le parecía que si aquellos bastardos olían su sangre, terminarían destrozándolo.
Transcurrió el tiempo. Pasaron a su lado más londinenses con miradas de indiferencia, curiosidad, leve desaprobación… Pensaban que estaba borracho o enfermo. Contempló entre lágrimas el edificio que había al otro lado de la calle, el cartel de hierro forjado y esmaltado con esmero de la esquina.
Half Moon Street. Half Moon Street, donde vivía Oliphant.
Buscó en el bolsillo el cuaderno de campo. Todavía estaba allí, y el tacto familiar de su sólida encuadernación de cuero fue como una bendición. Con dedos temblorosos encontró la tarjeta de Oliphant.
Cuando llegó a la dirección indicada, en el otro extremo de Half Moon Street, ya no hacía eses al andar. El terrible mareo había dado paso a unas dolorosas punzadas. Oliphant vivía en una mansión georgiana dividida para los inquilinos modernos. El piso bajo tenía una sofisticada barandilla de hierro y un ventanal cubierto con cortinas que dominaba la tranquila vista de Green Park. Era, en todos los sentidos, un lugar agradable y civilizado, en absoluto adecuado para un hombre al que le dolía todo, que estaba aturdido y chorreaba sangre. Mallory aporreó con furia el llamador de cabeza de elefante.
Abrió la puerta un sirviente que miró a Mallory de arriba abajo.
—¿Puedo ayudarlo…? Oh, vaya —se volvió y alzó la voz para gritar—: ¡Señor Oliphant!
Mallory entró bamboleándose en el vestíbulo, todo elegantes azulejos y revestimientos encerados. Oliphant apareció casi de inmediato. A pesar de la hora lucía un atuendo formal, con una pajarita diminuta y un crisantemo en el ojal. Pareció hacerse cargo de la situación con un simple y perspicaz vistazo.
—¡Bligh! Vaya enseguida a la cocina y pídale coñac a la cocinera. Una palangana de agua. Y unas toallas limpias.
Bligh, el sirviente, desapareció. Oliphant se acercó a la puerta abierta, lanzó una mirada cauta a ambos lados de la calle y luego cerró la puerta y la aseguró con la falleba. Cogió el brazo de Mallory y lo guio hasta el salón, donde el herido se sentó con gesto cansado en el banco de un piano.
—Así que lo han atacado —dijo Oliphant—. Se le han echado encima por detrás. Una emboscada cobarde, por lo que parece.
—¿Está muy mal? No lo veo.
—Un golpe con un instrumento contundente. La piel está rota y tiene una magulladura considerable. Ha sangrado bastante, pero ya está coagulando.
—¿Es grave?
—Las he visto peores. —El tono de Oliphant era irónico y alegre a la vez—. Pero me temo que ha estropeado esa americana tan bonita que lleva.
—Me acecharon por todo Piccadilly —dijo Mallory—. No vi al segundo hasta que ya fue demasiado tarde. —Se incorporó de repente—. ¡Maldita sea! ¡Mi reloj! Un reloj, un regalo de boda. Lo dejé en un callejón de Shepherd Market. ¡Esos canallas lo habrán robado!
Bligh reapareció con unas toallas y la palangana. Era más bajo y mayor que su jefe, bien afeitado, con el cuello grueso y ojos castaños y saltones. Sus peludas muñecas eran tan gruesas como las de un minero. Olíphant y él compartían una relación fácil y respetuosa, como si aquel hombre fuera un viejo sirviente de confianza de la familia. Oliphant mojó una toalla en la palangana y se colocó detrás de Mallory.
—Quédese quieto, por favor.
—Mi reloj… —repitió Mallory.
Oliphant suspiró.
—Bligh, ¿cree que podría ocuparse de la propiedad extraviada de este caballero? Hay un cierto grado de peligro implícito, por supuesto.
—Sí, señor —respondió Bligh impasible—. ¿Y los invitados, señor?
Oliphant pareció pensárselo mientras mojaba la nuca de Mallory.
—¿Por qué no se lleva a los invitados con usted, Bligh? Estoy seguro de que disfrutarán de la salida. Sáquelos por atrás e intente no crear demasiada expectación.
—¿Qué debo decirles, señor?
—¡Dígales la verdad, por supuesto! Dígales que unos agentes extranjeros han asaltado a un amigo de la casa. Pero dígales que no deben matar a nadie. Y si no encuentran ese reloj del doctor Mallory, no deben pensar que es un reflejo de sus habilidades. Bromee sobre ello si no le queda más remedio, pero no permita que crean que han perdido su prestigio.
—Lo entiendo, señor —dijo Bligh, y se fue.
—Siento abusar —murmuró Mallory.
—Tonterías. Para eso estamos. —Oliphant le ofreció dos dedos de un excelente coñac en una copa de cristal.
Con el licor, el susto y la sequedad de garganta abandonaron a Mallory y lo dejaron dolorido, si bien mucho menos entumecido y preocupado.
—Usted tenía razón —declaró—. ¡Me estaban acechando como a un animal! No eran rufianes comunes. Querían hacerme daño, estoy seguro.
—¿Texanos?
—Londinenses. Un tipo alto con patillas y uno pequeño y gordo con bombín.
—Mercenarios. —Oliphant mojó una toalla en la palangana—. No le vendrían mal un punto o dos, creo. ¿Quiere que llame a un médico? ¿O confía en mí para que lo haga? He hecho alguna que otra operación cuando no había otra cosa.
—Yo también —respondió Mallory—. Por favor, proceda si lo considera necesario. Se tomó otro trago del coñac de Oliphant mientras este iba a buscar aguja e hilo. Luego se quitó la chaqueta, apretó la mandíbula y se quedó mirando el papel de flores azules mientras Oliphant perforaba con habilidad la piel rasgada y la suturaba.
—No está mal —comentó Oliphant con satisfacción—. No se acerque a efluvios malsanos y es probable que escape sin fiebres.
—Todo Londres es un efluvio hoy en día. Este espantoso tiempo… Yo no confío en los médicos, ¿y usted? No saben de lo que hablan.
—¿Al contrario que los diplomáticos o los catastrofistas? —La encantadora sonrisa de Oliphant hizo imposible que Mallory se ofendiera. Mallory recogió la chaqueta del banco del piano. Las manchas de sangre le salpicaban el cuello.
—¿Y ahora qué? ¿Vaya la policía?
—Está usted en su derecho, por supuesto —dijo Oliphant—, aunque yo confiaría en su discreción patriótica para que dejara de mencionar ciertas cosas.
—¿Ciertas cosas… como lady Ada Byron?
Oliphant frunció el ceño.
—Especular sin mesura sobre la hija del primer ministro sería, me temo, una indiscreción muy grave.
—Ya veo. ¿Y sobre mi tráfico de armas para la Comisión de Libre Comercio de la Real Sociedad? Tengo la fundada sospecha de que los escándalos de la comisión difieren de los de lady Ada.
—Bueno… Por muy gratificante que fuera para mi persona ver que los errores de su comisión se exponen ante el público, me temo que todo ese asunto debe permanecer bajo mano, en interés de la nación británica.
—Ya veo. Y, con exactitud, ¿qué me queda entonces por decirle a la policía?
Oliphant esbozó una fina sonrisa.
—Que lo golpeó en la cabeza un rufián anónimo por razones desconocidas.
—Eso es ridículo —espetó Mallory—. ¿Es que ustedes, los mandarines del Gobierno, no sirven para nada? Esto no es ningún juego de charadas de salón, ¿sabe? ¡He identificado a esa malvada que ayudó a mantener cautiva a lady Ada! Se llama …
—Florence Bartlett —dijo Oliphant—. Y le ruego que baje la voz.
—¿Pero cómo…? —Mallory se detuvo en seco—. Su amigo el señor Wakefield, ¿no?
Supongo que vigiló todo lo que hice en la Oficina de Estadísticas y luego salió disparado para contárselo.
—Es asunto de Wakefield, por muy tedioso que sea, vigilar cuanto sucede con sus benditas máquinas —explicó Oliphant con calma—. En realidad, esperaba que me lo dijera usted, ahora que sabe que lo atrajo una auténtica mujer fatal. Pero no parece muy ansioso por compartir su información, señor.
Mallory se limitó a gruñir.
—Esto no es asunto para la policía normal —siguió Oliphant—. Ya le dije que debería contar con protección especial. Ahora me temo que debo insistir.
—Maldita sea… —murmuró Mallory.
—Y tengo el hombre adecuado para esta misión. El inspector Ebenezer Fraser, de la Sección Especial de Bow Street. Una sección muy particular, así que no debe decirlo en voz demasiado alta. Pero descubrirá que el inspector Fraser, o señor Fraser, como prefiere que lo llamen en público, es un hombre muy capaz, muy comprensivo y muy discreto. Sé que estará usted a salvo en sus manos, y no puedo explicarle el alivio que eso supondrá para mí.
Se cerró una puerta en la parte posterior de la casa. Se oyeron pasos, arañazos y sonidos metálicos, voces extrañas. Entonces reapareció Bligh.
—¡Mi reloj! —exclamó Mallory—. ¡Gracias al cielo!
—Lo encontramos sobre un muro, sujeto con un trozo de ladrillo, bastante escondido —explicó Bligh mientras posaba el estuche—. Casi ni un rasguño. Supongo que los rufianes lo ocultaron ahí para llevárselo más tarde, señor —Oliphant asintió y miró a Mallory con una ceja levantada.
—Buen trabajo, Bligh.
—Y también estaba esto, señor. —Bligh sacó una chistera pisoteada.
—Es de ese canalla —declaró Mallory. El sombrero aplastado del caballero de la tos lo habían empapado de forma liberada en un charco de orines rancios, aunque a nadie le pareció correcto mencionar aquel acto incalificable.
—Siento no haber encontrado su sombrero, señor —dijo Bligh—. Lo más probable es que lo robara algún golfillo callejero —Oliphant, con un levísimo estremecimiento de asco involuntario, examinó la chistera arruinada, la giró y le dio la vuelta al forro. —No hay marca de fabricante. Mallory la miró.
—Hecha por máquinas. De Moses e Hijo diría yo. Unos dos años.
—Bien —parpadeó Oliphant—. He de asumir que las pruebas descartan a un extranjero. Un veterano de Londres, con toda seguridad. Utiliza aceite de macasar barato, pero es un hombre de capacidad craneal suficiente para poseer cierta astucia. Ponlo en la basura, Bligh.
—Sí, señor. —Bligh se fue.
Mallory palmeó la caja del reloj con una profunda satisfacción.
—Su hombre, Bligh, me ha hecho un gran servicio. ¿Cree que le pondría objeciones a una gratificación?
—Sin lugar a dudas —respondió Oliphant.
Mallory percibió que había metido la pata y apretó los dientes.
—¿Yesos invitados suyos? ¿Se me permitiría darles las gracias?
Oliphant sonrió con abandono.
—¡Cómo no!
Llevó a Mallory al comedor. Se habían quitado las patas de caoba de la mesa del comedor de Oliphant y la gran superficie pulida descansaba ahora sobre sus esquinas de pan de jengibre tallado, a pocos centímetros del suelo. Cinco asiáticos se sentaban a su alrededor, con las piernas cruzadas en actitud de alienígena dignidad: cinco hombres serios con los calcetines al aire y trajes de gala cortados a medida en Savile Row. Todos hombres, lucían altos sombreros de copa de seda incrustados sobre la sucinta cabeza. Su pelo era muy corto y muy oscuro.
Y también había una mujer, arrodillada a los pies de la mesa. Mostraba la compostura de una máscara y tenía una hermosa melena, sedosa y negra. Vestía una voluminosa prenda nativa, brillante y decorada con golondrinas y hojas de arce.
—Doctor Edward Mallory san o goshokai shimasu —dijo Oliphant. Los hombres se levantaron con una peculiar elegancia: se balancearon hacia atrás un poco, deslizaron un pie debajo del cuerpo y se enderezaron de repente con la ayuda de sus flexibles piernas, como bailarines del ballet.
—Estos caballeros están al servicio de su imperial majestad, el Mikado del Japón —dijo Oliphant—. Este es el señor Matsuki Koan, el señor Mori Arinori, el señor Fusukawa Yukichi, el señor Kanaye Nagasawa y el señor Hisanobu Sameshima. —Los hombres se inclinaron a la altura de la cadera, uno tras otro.
Oliphant no intentó presentar a la mujer, que permanecía sentada rígida e inexpresiva, como si en secreto se sintiera molesta por tener que soportar la mirada de un inglés. Mallory pensó que lo más inteligente era no mencionar el hecho ni prestarle demasiada atención, de modo que se volvió hacia Oliphant.
—¿Japoneses, no? Usted habla la lengua, ¿verdad?
—Alguna noción, para temas diplomáticos.
—¿Querría, por favor, darles las gracias por ir tan valerosamente a recoger mi reloj?
—Lo entendemos, doctor Marori —dijo uno de los japoneses. Mallory había olvidado de inmediato sus nombres imposibles, pero pensó que este quizá se llamase Yukichi—. Es un honor para nosotros asistir al amigo británico del señor Laurence Oliphant, con el que nuestro soberano ha expresado su compromiso.-El señor Yukichi se inclinó de nuevo.
Mallory se había perdido por completo.
—Gracias por su cortés discurso, señor. Debo decir que es usted un caballero muy culto. Yo no soy diplomático, pero se lo agradezco con toda sinceridad. Han sido todos muy amables …
Los japoneses se consultaron entre sí.
—Esperamos que no haya sido herido de gravedad por el bárbaro asalto a su persona británica perpetrado por los extranjeros —dijo el señor Yukichi.
—No —dijo Mallory.
—No vimos a su enemigo ni a ninguna persona maleducada ni violenta. —El tono del señor Yukichi era suave, pero sus ojos relucientes no dejaban muchas dudas a Mallory acerca de lo que Yukichi y sus amigos habrían hecho si se hubieran encontrado con tal rufián. Como grupo, los cinco japoneses tenían un aire refinado, docto; dos de ellos llevaban anteojos sin aros y uno tenía un monóculo sujeto por una cinta, y guantes amarillos de dandi. Pero todos eran jóvenes, hábiles y fornidos, y los sombreros de copa se encaramaban sobre su cabeza como gorros vikingos.
Las largas piernas de Oliphant cedieron de repente bajo él y se sentó a la cabecera de la mesa con una sonrisa. Mallory también se sentó y le estallaron las rodillas. Los japoneses siguieron el ejemplo de Oliphant y se colocaron enseguida en las mismas posturas de árida dignidad. La mujer no había movido ni un músculo.
—En estas circunstancias —reflexionó Oliphant—, un día de calor horroroso y una agotadora incursión en pos de enemigos del reino, creo que procede una pequeña libación. —Levantó una campana de latón de la mesa y la hizo sonar—. Así que vamos a divertirnos, ¿eh? ¿Nani o onomi ni narimasu ka?
Los japoneses se consultaron y abrieron mucho los ojos con alegres asentimientos e intensos gruñidos de aprobación.
—Iusuki …
—Güisqui, una elección excelente —dijo Oliphant.
Bligh llegó en ese instante con un carrito de botellas de licor.
—No queda mucho hielo, señor.
—¿Qué pasa, Bligh?
—El heladero no le quiso vender a la cocinera más que un poco, señor. ¡El precio se ha triplicado desde la semana pasada!
—Bueno, el hielo tampoco cabría en la botella de la muñeca —dijo Oliphant con ligereza, como si aquel comentario tuviera sentido—. Bien, doctor Mallory, preste mucha atención. El señor Matsuki Koan, que resulta que proviene de la muy avanzada provincia de Satsuma, nos estaba mostrando una de las maravillas del arte japonés.
¿Quién decía que era el artesano, señor Matsuki?
—Está hecha por hijos de la familia Hosokawa —respondió el señor Matsuki al tiempo que se inclinaba—. Nuestro señor, Satsuma daimyo, es mecenas.
—Creo que el señor Matsuki hará los honores, Bligh —dijo Oliphant. Bligh entregó al señor Matsuki una botella de güisqui. El japonés comenzó a verterla en una elegante jarra de cerámica que tenía la mujer japonesa a su derecha. La joven no respondió. Mallory empezó a preguntarse si estaba enferma, o paralizada. Luego, el señor Matsuki encajó la jarrita en la mano derecha de la mujer con un seco chasquido de madera. Se levantó y cogió un manubrio dorado que procedió a encajar en la parte inferior de la espalda de la japonesa, hecho lo cual empezó a girarlo sin expresión alguna en el rostro. Surgió de las entrañas de la mujer el agudo sonido de una bobina.
—¡Es un maniquí! —soltó Mallory sin pensar.
—Más bien una marioneta, en realidad —dijo Oliphant—. El término correcto es «autómata», creo.
Mallory tomó aliento.
—¡Ya veo! Como uno de esos juguetes de Jacquot-Droz, o el famoso pato de Vaucanson, ¿eh? —se echó a reír. Ahora era obvio que el rostro de máscara, medio oculto por el elegante cabello negro, era en realidad madera tallada y pintada—. Ese golpe debe de haberme ablandado las mientes. Cielos, qué maravilla.
—Cada cabello de la peluca está colocado a mano —dijo Oliphant—. Es un regalo real, para su británica majestad. Aunque me imagino que el príncipe consorte, y en especial el joven Alfred, también se quedarán prendados de ella.
La autómata comenzó a servir las copas. Tenía una bisagra en el codo, oculta por la túnica, y una segunda en la muñeca. Servía el güisqui con un suave deslizamiento de cables y un chasquido sordo de madera.
—Se mueve de forma muy parecida a un torno Maudsley guiado por máquinas —observó Mallory—. ¿Fue ahí donde obtuvieron los planos?
—No, es enteramente nativa —respondió Oliphant. El señor Matsuki estaba pasando pequeñas tazas de cerámica llenas de güisqui por la mesa—. Ni un trozo de metal en su interior, todo bambú, pelo de caballo trenzado y muelles de hueso de ballena. Hace ya muchos años que los japoneses saben fabricar estas muñecas. Karakuri, las llaman. Mallory tomó un sorbo de su güisqui. Escocés, de malta, sin mezclas. Ya estaba un poco achispado por el coñac de Oliphant, y ahora la visión de la muñeca le hacía sentirse como si se hubiera metido sin querer en una pantomima navideña.
—¿Camina? —preguntó—. ¿Toca la flauta, quizá? ¿O algo de eso?
—No, solo sirve bebidas —dijo Oliphant—. Pero con las dos manos. Mallory sintió los ojos de los japoneses clavados en él. Estaba claro que la muñeca no era ninguna maravilla especial para ellos. Querían saber lo que él, un británico, pensaba de ella. Querían saber si estaba impresionado.
—Es impresionante —soltó sin más—. ¡Sobre todo, dada la primitiva naturaleza de Asia!
—Japón es la Gran Bretaña de Asia —señaló Oliphant.
—Sabemos que no es gran cosa —respondió el señor Yukichi con los ojos encendidos.
—No, es una maravilla, de veras —insistió Mallory—. Bueno, podrían ustedes cobrar entrada.
—Sabemos que no es gran cosa comparada con sus magníficas máquinas británicas. Como dice el señor Oliphant, somos sus hermanos pequeños en este mundo.
—Aprenderemos —dijo otro japonés que hablaba por primera vez, con toda probabilidad el que se llamaba Arinori—. ¡Tenemos un gran compromiso con la Gran Bretaña! Gran Bretaña abrió nuestros puertos con la flota de hierro. Hemos despertado y aprendido grandes lecciones que ustedes nos han enseñado. Hemos destruido a nuestro shogun y su atrasado bakufu. Ahora nos guiará Mikado en la gran nueva era del progreso.
—Seremos aliados de ustedes —dijo Yukichi con nobleza—. La Gran Bretaña de Asia llevará la civilización y la ilustración a todos los pueblos de Asia.
—Eso es muy loable por su parte —respondió Mallory—. Pero cuesta un poco de trabajo, la civilización, construir un imperio… Hacen falta varios siglos, ¿saben?
—Ahora aprendemos todo de ustedes —dijo el señor Arinori con el rostro ruborizado; el güisqui y el calor parecían haber encendido una hoguera en su interior—. Construimos grandes escuelas y armadas, como ustedes. ¡En Choshu tenemos una máquina!
Compraremos más máquinas. ¡Construiremos nuestras propias máquinas!
Mallory se echó a reír. Aquellos extraños extranjeritos parecían tan jóvenes, tan idealistas, inteligentes y sobre todo sinceros… Lo sentía por ellos.
—¡Bueno! ¡Es un sueño magnífico, joven, y le honra! Pero no es tan sencillo. Verá, en Gran Bretaña hemos dedicado un gran esfuerzo a esas máquinas. ¡Muy bien se podría decir que es el objetivo central de nuestra nación! Nuestros intelectuales llevan ya décadas trabajando en la tecnología de las máquinas. Para que ustedes, en unos cuantos años, logren lo que hemos hecho nosotros …
—Haremos los sacrificios que sean necesarios —replicó el señor Yukichi con calma.
—Hay otros modos de mejorar la tierra de su raza —dijo Mallory—. ¡Pero lo que proponen es imposible, así de sencillo!
—Nosotros haremos los sacrificios que sean necesarios —repitió el japonés con énfasis. Mallory lanzó una mirada a Oliphant, que permanecía sentado con una sonrisa fija, y contemplaba a la chica de cuerda que llenaba tazas de porcelana. Quizá el suave escalofrío que pendía en el aire no era más que un producto de la imaginación de Mallory. Pero tenía la sensación de que, de algún modo, había metido la pata. Se produjo un incómodo silencio, únicamente interrumpido por el tintineo de la autómata. Mallory se puso en pie. Le zumbaba la cabeza.
—Le agradezco su amabilidad, señor Oliphant, y la ayuda de sus invitados, por supuesto. Pero no me puedo quedar, ya sabe. Esto es muy agradable, pero me requieren otros asuntos …
—¿Está seguro? —preguntó Oliphant con cordialidad.
—Sí.
Oliphant levantó la voz.
—¡Bligh! Manda al chico de la cocinera a buscar un taxi para el doctor Mallory.
Mallory pasó una noche sudorosa y sin descanso. Despertó de un sueño confuso en el que discutía sobre catastrofismo con el caballero de la tos, y escuchó unas insistentes llamadas a la puerta.
—¡Un momento! —Sacó las piernas desnudas de la cama, bostezó un poco mareado y se pasó la mano con cuidado por la nuca. El golpe había sangrado un poco durante la noche y había dejado una mancha rosada en el almohadón, pero la hinchazón había remitido y no parecía tener fiebre. Con toda probabilidad, aquello se debía a las bondades terapéuticas del excelente licor de Oliphant.
Se puso una camisa de dormir sobre su sudorosa desnudez, se envolvió en una bata y abrió la puerta. El conserje del palacio, un irlandés llamado Kelly, se encontraba en el pasillo con un par de mujeres de la limpieza de expresión hosca. Iban equipados con fregonas, cubos galvanizados, embudos de caucho negro y un carrito atestado de frascos tapados.
—¿Qué hora es, Kelly?
—Las nueve, señor. —Kelly entró inspirando entre los dientes. Las mujeres lo siguieron con el carrito. Unas chillonas etiquetas de papel declaraban que cada una de las botellas de cerámica contenía «Desodorizador oxigenado patentado de Condy, un galón imperial».
—¿Qué es todo esto?
—Manganato de sosa, señor, para ocuparnos de las cañerías del palacio. Tenemos intención de echarlo en todos los aseos. Vamos a despejar todas las cañerías, hasta los desagües principales.
Mallory se colocó la bata. Le daba vergüenza aparecer con los pies y los tobillos desnudos ante las mujeres de la limpieza.
—Kelly, no servirá absolutamente para nada, aunque lo vierta por las cañerías hasta el mismísimo infierno. Esto es el Londres metropolitano, y el calor del verano es asqueroso. Hasta el Támesis apesta.
—Tengo que hacer algo, señor —replicó Kelly—. Nuestros huéspedes se están quejando de la forma más vigorosa. Y no puedo decir que los culpe.
Las mujeres colocaron un embudo y vertieron una jarra de la decocción, que era de un brillante color púrpura, por la taza del váter de Mallory. El desodorizador emitía un intenso tufo a amoníaco, mucho más abominable a su modo que el hedor constante de las habitaciones. Entre estornudos frotaron con gesto cansado la porcelana, hasta que Kelly tiró de la cadena de la cisterna con un gesto magistral. Luego se fueron y Mallory se vistió. Comprobó su cuaderno. Tenía la tarde cuajada de compromisos, pero por la mañana solo aparecía una cita. Ya había aprendido que la lentitud de Disraeli hacía conveniente dedicarle medio día. Con suerte, quizá encontrase tiempo para llevar la chaqueta a la limpieza francesa, o para hacer que un barbero le desenredara el pelo.
Cuando bajó al comedor, otros dos comensales tardíos charlaban sobre una taza de té. Uno era un hombre del gabinete llamado Belshaw, el otro un empleado de un museo y que quizá se llamase Sydenham. No lo recordaba muy bien. Belshaw levantó la vista cuando Mallory entró en la sala. El paleontólogo le dedicó un gesto cortés. Belshaw le devolvió la mirada con una expresión de asombro apenas contenido. Mallory pasó al lado de los dos hombres y ocupó su lugar habitual bajo la araña de luz dorada. Belshaw y Sydenham empezaron a hablar en voz baja y urgente. Mallory se quedó desconcertado. Jamás le habían presentado formalmente a Belshaw, pero ¿era posible que aquel hombre se sintiera ofendido por un simple asentimiento?
Y ahora Sydenham, cuya cara mofletuda había quedado demudada, lanzaba miradas de soslayo al recién llegado. Este se preguntó si acaso tendría la bragueta abierta. No era así. No obstante, los dos hombres lo miraban con ojos desorbitados y una expresión de alarma al parecer sincera. ¿Se le había abierto la herida, le chorreaba la sangre del pelo por el cuello? No parecía …
Mallory pidió el desayuno al camarero, cuya expresión seria le dio a entender que consideraba la elección de arenques y huevos una grave indiscreción. Se sentía cada vez más confuso y le entraron ganas de enfrentarse a Belshaw, para lo cual empezó a ensayar un pequeño discurso. Pero Belshaw y Sydenham se levantaron de repente, dejaron allí su té y abandonaron el comedor. Mallory se desayunó con forzada obstinación, decidido a no permitir que el incidente lo disgustara.
Fue a recepción a recoger su cesta de correo. El recepcionista habitual no estaba de servicio, pues se encontraba en cama aquejado de un catarro en los pulmones, según su sustituto. Mallory se retiró con su cesta a su lugar habitual de la biblioteca. Había presentes cinco de sus colegas del palacio, reunidos en una esquina de la habitación, donde conversaban con gestos nerviosos. Cuando Mallory levantó la vista creyó sorprenderlos mirándolo, pero no eran más que tonterías.
Clasificó su correspondencia sin demasiado interés. Le dolía un poco la cabeza y su mente vagaba distraída. Había una tediosa carga de inevitable correspondencia profesional y el aburrido gravamen habitual de misivas de admiración y peticiones. Quizá la contratación de un secretario personal acabara tornándose de hecho inevitable.
Tocado por una repentina inspiración, Mallory se preguntó si el joven señor Tobías, de la Oficina Central de Estadísticas, no sería el hombre adecuado para este puesto. Quizá la oferta de un empleo alternativo aumentara el atrevimiento del muchacho en su trabajo. Había muchas cosas en la oficina que Mallory ansiaba examinar. El expediente de lady Ada, por ejemplo, de existir tan fabuloso artículo. O el del resbaladizo señor Oliphant, con sus sonrisas fáciles y sus vagos consuelos. O el de lord Charles Lyell, el intelectual cargado de medallas que actuaba como jefe de la facción uniformista.
Era probable, pensó, que estos tres dignos personajes estuvieran fuera de su alcance. Pero muy bien podría sacar unos cuantos datos sobre Peter Foulke, un siniestro canalla cuya telaraña de turbias intrigas era incluso más manifiesta. Mientras revolvía en su cesta de correo se convenció en gran medida de que, de alguna manera, lo conseguiría todo. Aquel misterioso asunto surgiría poco a poco, como los huesos astillados de su lecho de esquisto. Había vislumbrado los cadáveres que se ocultaban en los armarios de la elite radical. Ahora, si le daban tiempo y una oportunidad para trabajar, arrancaría el misterio entero de su matriz de piedra. Le llamó la atención un paquete de lo más inusual. No poseía las dimensiones habituales sino que era contundente y cuadrado, y lucía un pintoresco juego de sellos franceses urgentes. El sobre, de color amarillo marfileño, asombrosamente lustroso y rígido, estaba elaborado con una sustancia impermeable muy poco habitual, similar a la mica. Sacó su navaja de Sheffield, seleccionó la más pequeña de las diferentes hojas y abrió el paquete.
El interior contenía una única tarjeta de calibre napoleónico para máquinas francesas. Mallory, cada vez más alarmado, sacudió el sobre para sacar la tarjeta y ponerla sobre la mesa. Lo hizo con cierta dificultad, ya que el lustroso interior del envoltorio estaba húmedo, algo muy extraño. Había sido embadurnado con un rocío químico que emitía un hedor cada vez más virulento al quedar expuesto al aire. La tarjeta, en blanco y sin perforaciones, lucía un pulcro bloque de texto diminuto, de color negro y escrito por completo en mayúsculas.
«PARA EL DOCTOR EDWARD MALLORY, PALACIO DE PALEONTOLOGÍA,
LONDRES: ES USTED CULPABLE DE POSEER UNA PROPIEDAD ROBADA
EN EPSOM. NOS DEVOLVERÁ LA PROPIEDAD, ENTERA Y COMPLETA,
SIGUIENDO LAS ÓRDENES QUE SE LE DEN EN LAS COLUMNAS DE
ANUNCIOS PERSONALES DEL DAILY EXPRESS DE LONDRES. HASTA
QUE RECIBAMOS ESTA PROPIEDAD SUFRIRÁ USTED UNA VARIEDAD DE
CASTIGOS DELIBERADOS QUE CULMINARÁN, SI ES NECESARIO, EN SU
TOTAL Y ABSOLUTA DESTRUCCIÓN. EDWARD MALLORY: CONOCEMOS
SU NÚMERO, SU IDENTIDAD, SU HISTORIA Y SUS AMBICIONES. SOMOS
MUY CONSCIENTES DE TODAS SUS DEBILIDADES. LA RESISTENCIA ES
INÚTIL. UNA RÁPIDA Y ABSOLUTA SUMISIÓN ES SU ÚNICA ESPERANZA. CAPITÁN SWING».
Mallory se quedó allí sentado, asombrado. Los recuerdos volvían a echársele encima con toda viveza. Wyoming otra vez, una mañana en la que se había levantado de su cama de campaña y se había encontrado una serpiente de cascabel dormitando al calor de su cuerpo. Había sentido a la serpiente retorciéndose bajo su espalda en las profundidades del sueño, pero, adormilado, había hecho caso omiso de ella. Y allí tenía delante la perturbadora y escamosa prueba.
Cogió la tarjeta con gesto brusco y la examinó minuciosamente. Celulosa alcanforada, humedecida con algo acre. Las diminutas letras de imprenta empezaban ya a desvanecerse, y el material se calentaba por momentos entre sus dedos. Lo dejó caer de inmediato y contuvo un grito de sorpresa. La tarjeta empezó a combarse sobre la mesa, y después a desmenuzarse en capas más finas que la piel más fina de una cebolla, mientras adquiría un desagradable color marrón por los bordes. Empezó entonces a elevarse un penacho de humo amarillento, y Mallory se dio cuenta de que aquello estaba a punto de estallar en llamas.
Se apresuró a meter la mano en la cesta, sacó el último y grueso número de los Cuadernos Trimestrales de la Sociedad Geológica y aplastó con rapidez la tarjeta. Esta se partió después de dos buenos golpes, tras lo que quedó convertida en una ruina deshilachada y encogida, mezclada en parte con el barniz ampollado del tablero de la mesa.
Rasgó después el sobre de una petición, tiró el contenido sin leerlo y barrió la ceniza hacia su interior con el lomo afilado de la revista geológica. La mesa no parecía demasiado dañada.
—¿Doctor Mallory…?
El aludido levantó la vista con un sobresalto culpable y se encontró frente a frente con un extraño. El hombre, un londinense alto y bien afeitado, vestido con gran sencillez y con un aspecto adusto y poco dado a la sonrisa, se encontraba al otro lado de su mesa, con unos periódicos y un cuaderno en una mano.
—Un espécimen muy pobre —dijo Mallory embargado por un éxtasis repentino de engañosa improvisación—. ¡Encurtido en alcanfor! ¡Una técnica horrenda! —Dobló el sobre y se lo metió en el bolsillo.
El extraño le ofreció en silencio una tarjeta de visita.
La tarjeta de Ebenezer Fraser llevaba su nombre, un número telegráfico y un pequeño sello de Estado repujado. Nada más. El reverso ofrecía un retrato punteado, con la mirada de pétrea gravedad que parecía ser la expresión natural de aquel hombre. Mallory se levantó para ofrecerle la mano, y entonces se dio cuenta de tenía los dedos manchados de ácido. Entonces se inclinó, se sentó de inmediato y se limpió la mano con gesto furtivo en la pernera del pantalón. Sentía la piel del pulgar y el índice mustia, como si la hubiera metido en formaldehído.
—Espero encontrarlo bien, señor —murmuró Fraser mientras se sentaba al otro lado de la mesa—. ¿Recuperado del ataque de ayer?
Mallory echó un vistazo por toda la biblioteca. Los otros huéspedes seguían apiñados al otro lado de la sala, y sus travesuras y la repentina aparición de Fraser parecían inspirarles mucha curiosidad.
—Una pequeñez —se defendió Mallory—. Podría pasarle a cualquiera en Londres. Fraser enarcó levísimamente una ceja.
—Siento que mi contratiempo le provoque molestias, señor Fraser.
—Ninguna molestia, señor. —Fraser abrió un cuaderno empastado en cuero y sacó un bolígrafo de su chaqueta lisa de aspecto cuáquero—. ¿Unas preguntas?
—A decir verdad, estoy bastante apurado en este momento… Fraser lo hizo callar con una mirada impasible.
—Llevo aquí tres horas, señor, esperando un momento oportuno para usted. Mallory empezó a ofrecer una disculpa torpe.
Fraser no le hizo caso.
—Hoy presencié algo bastante curioso ahí fuera, a las seis de esta mañana, señor. Un joven voceador gritaba al mundo entero que a Leviatán Mallory lo habían arrestado por asesinato.
—¿A mí? ¿Edward Mallory?
Fraser asintió.
—No lo entiendo. ¿Por qué iba a gritar un voceador una mentira tan detestable?
—Vendió un buen montón de periódicos —respondió Fraser con tono seco—. Yo mismo compré uno.
—¿Y qué demonios tenía que decir ese periódico sobre mí?
—Ni una sola palabra sobre ningún Mallory —dijo Fraser—. Puede verlo usted mismo. Dejó un periódico doblado sobre la mesa: un Daily Express de Londres. Mallory colocó el periódico con cuidado sobre la cesta.
—Alguna broma malvada —sugirió con la garganta seca—. Los golfillos de por aquí son capaces de cualquier cosa …
—Cuando volví a salir, el pequeño granuja se había largado —replicó Fraser—. Pero una gran cantidad de sus colegas oyó al voceador gritando su cuento. Por aquí no se ha hablado de otra cosa en toda la mañana.
—Ya veo —dijo Mallory—. Eso explica ciertos… ¡Bueno! —Carraspeó. Fraser lo miró impasible.
—Será mejor que ahora vea esto, señor. —Extrajo un documento doblado de su cuaderno, lo abrió y lo deslizó sobre la caoba pulida.
Era un daguerrotipo mecánico. Un hombre muerto, echado sobre una losa y con un pequeño lienzo que le cubría las ingles. La imagen se había tomado en un depósito de cadáveres. Habían abierto el cuerpo entero desde el vientre al esternón con una única y tremenda cuchillada. La piel del pecho, las piernas y el abultado vientre era de un color marmóreo, en tétrico contraste con las manos, muy quemadas por el sol, y el rostro rubicundo.
Era Francis Rudwick.
Había una leyenda debajo de la imagen. Una autopsia científica, decía. Al sujeto «batracio» se le vacía y abre en una disección catastrófica. Primero de una serie.
—¡Dios de los cielos! —dijo Mallory.
—Archivo oficial del depósito de cadáveres de la policía —indicó Fraser—. Parece que cayó en manos de un revoltoso.
Mallory se quedó mirándolo, horrorizado y asombrado.
—¿Qué puede significar?
Fraser preparó su bolígrafo.
—¿Qué es «batracio», señor?
—Del griego —soltó Mallory—. Betrecho, anfibio. Ranas y sapos, sobre todo. —Luchó por encontrar las palabras—. Una vez, hace años, en un debate, dije que sus teorías… Las teorías geológicas de Rudwick, ya sabe …
—Oí la historia esta mañana, señor. Al parecer es muy conocida entre sus colegas —Fraser pasó unas páginas de su cuaderno—. Usted le dijo al señor Rudwick: «El curso de la evolución no se amolda a la pereza batracia de su intelecto». —Se detuvo un instante—. El tipo se parecía un poco a una rana, ¿no, señor?
—Era un debate público en Cambridge —respondió Mallory con lentitud—. Los ánimos se habían calentado …
—Rudwick afirmó que estaba usted «tan loco como una cabra en una sombrerería» —reflexionó Fraser—. Al parecer, usted se tomó el comentario bastante mal —Mallory se ruborizó.
—No tenía ningún derecho a decir eso, con esos aires de grandeza …
—Eran enemigos.
—Sí, pero… —Mallory se secó la frente—. ¡No creerá que yo tuve algo que ver con esto!
—No era esa su intención, estoy seguro —dijo Fraser—. Pero creo que es usted un hombre de Sussex, ¿no, señor? De una ciudad llamada Lewes.
—¿Y?
—Al parecer se han enviado varias decenas de estas imágenes desde la oficina de correos de Lewes.
Mallory se quedó pasmado.
—¿Decenas de ellas?
—Enviadas a todos sus colegas de la Real Sociedad, señor. De forma anónima.
—Cristo del cielo —musitó Mallory—, ¡pretenden destruirme!
Fraser no dijo nada.
Mallory se quedó mirando la imagen del depósito de cadáveres. De repente, la simple piedad humana de aquella visión lo golpeó con una fuerza terrible.
—¡Pobre Rudwick, maldito fuera! ¡Mire lo que le han hecho!
Fraser lo contempló con expresión cortés.
—¡Era uno de nosotros! —explotó Mallory, impulsado por un momento de sinceridad colérica—. No era ningún teórico, solo desenterraba huesos, demonios, y era muy bueno. ¡Dios mío, piense en su pobre familia!
Fraser tomó una nota.
—Familia, debo investigar eso. Es muy probable que les hayan dicho que usted lo asesinó.
—Pero yo estaba en Wyoming cuando mataron a Rudwick. ¡Todo el mundo lo sabe!
—Un hombre acaudalado podría contratar el trabajo.
—No soy un hombre acaudalado.
Fraser no dijo nada.
—No lo era —dijo Mallory—, entonces no …
Fraser hojeó su cuaderno con gesto intencionado.
—Gané el dinero jugando.
Fraser mostró un leve interés.
—Mis colegas han observado cómo lo gasto —concluyó Mallory con un escalofrío—. Y se han preguntado de dónde salió el dinero. Y hablan de mí a mis espaldas, ¿eh?
—La envidia pone en movimiento muchas lenguas, señor.
Mallory se sintió de repente mareado y aterrado. La amenaza cuajaba el aire como una nube de avispas. Después de un momento, Mallory se recobró bajo el diplomático silencio de Fraser. Sacudió la cabeza poco a poco y apretó la mandíbula. No iba a dejar que lo confundieran y espantaran. Había trabajo que hacer. Había pruebas allí mismo. Mallory se inclinó hacia delante, con el ceño fruncido, y estudió la imagen con expresión fiera.
—«Primero de una serie», dice aquí. Esto es una amenaza, señor Fraser. Insinúa que habrá más asesinatos parecidos. «Una disección catastrófica». Esto se refiere a nuestra riña científica, ¡como si hubiera muerto por eso!
—Los intelectuales se toman sus riñas muy en serio —apuntó Fraser.
—¿Quiere decir que mis colegas creen que yo he enviado esto? ¿Que contrato asesinos como si fuera un Maquiavelo, que soy un maníaco peligroso que alardea de asesinar a sus rivales?
Fraser guardó silencio.
—Dios mío —dijo Mallory—. ¿Qué vaya hacer?
—Mis superiores me han adjudicado este caso —anunció Fraser con tono formal—. Debo pedirle que confíe en mi discreción, doctor Mallory.
—¿Pero qué debo hacer con el daño que ha sufrido mi reputación? ¿Voy a acudir a cada hombre de este edificio a rogarle que me escuche y decirle… decirle que no soy una especie de necrófago infernal?
—El Gobierno no permitirá que se acose a un destacado intelectual de esta manera —le aseguró Fraser en voz baja—. Mañana, en Bow Street, el comisionado de la policía enviará una declaración a la Real Sociedad afirmando que es usted víctima de calumnias maliciosas e inocente de toda sospecha en el asunto Rudwick. Mallory se frotó la barba.
—¿Yeso ayudará en algo, cree usted?
—Si es necesario, enviaremos también una declaración pública a los diarios.
—¿Pero este tipo de publicidad no podría suscitar más sospechas contra mí?
Fraser cambió de postura en su silla de la biblioteca.
—Doctor Mallory, mi oficina existe para destruir las conspiraciones. No carecemos de experiencia. No carecemos de recursos. No nos va a vencer una desharrapada camarilla de aficionados a los faroles oscuros. Pensamos atraparlos a todos, del primero al último, y lo haremos antes, señor, si es usted franco conmigo y me cuenta todo lo que sabe.
Mallory se acomodó en su silla.
—Está en mi naturaleza ser franco, señor Fraser. Pero es una historia oscura y escandalosa.
—No tema herir mi susceptibilidad.
Mallory miró a su alrededor, los estantes de caoba, las revistas empastadas, los textos encuadernados en cuero y los enormes atlas. La sospecha pendía en el aire como una mancha abrasadora. Después del ataque callejero del día anterior, el palacio le había parecido una grata fortaleza, pero ahora tenía la sensación de que se trataba de una tejonera.
—Esto no es sitio para contarlo —murmuró Mallory.
—No, señor —asintió Fraser—. Pero usted debería seguir con su trabajo científico, como siempre. Ponga buena cara ante la adversidad y es probable que sus enemigos piensen que sus estratagemas han fracasado.
A Mallory le pareció un buen consejo. Por lo menos podía actuar. Se puso en pie de inmediato.
—Seguir con mis asuntos diarios, ¿eh? Sí, yo diría que sí. Muy adecuado. Fraser también se levantó.
—Yo lo acompañaré, señor, con su permiso. Confío en que pongamos un brusco punto final a sus problemas.
—Quizá no pensara lo mismo si conociera todo este maldito asunto —se quejó Mallory.
—El señor Oliphant me ha informado del tema.
—Lo dudo —gruñó Mallory—. Ha cerrado los ojos a lo peor de todo.
—Yo no soy un puñetero político —comentó Fraser con el mismo tono suave de siempre—. ¿Nos vamos, señor?
Fuera del palacio, el cielo londinense era un dosel de calima amarilla. Pendía sobre la ciudad con una grandiosidad lúgubre, como un rabihorcado gelatinoso inmerso en una tormenta. Sus tentáculos, la suciedad sublevada de las chimeneas de la ciudad, se retorcían y aflautaban muy lentamente como el humo de una vela, y salpicaban el techo encapotado formado por una gran nube oscura. El sol invisible arrojaba una luz ahogada y acuosa.
Mallory estudió la calle que lo rodeaba. Era una mañana londinense de verano que la suntuosidad tétrica de la hollinosa luz ambarina había tornado extraña.
—Señor Fraser, entiendo que es usted un hombre nacido y criado en Londres.
—Sí, señor.
—¿Ha visto alguna vez un tiempo como este?
Fraser lo pensó mientras miraba el cielo con los ojos entrecerrados.
—No desde que era un muchacho, señor, cuando las nubes de carbón eran grandes. Pero los radicales construyeron chimeneas más altas. Hoy en día se disipan hacia los condados. —Se detuvo unos instantes—. La mayor parte.
Mallory contempló fascinado las gruesas nubes. Deseó haber pasado más tiempo estudiando las doctrinas de la Pneumodinámica. Aquella tapadera de nubes estáticas exhibía una enfermiza carencia de turbulencia natural, como si la sistemática dinámica de la atmósfera hubiera quedado de algún modo estancada. El fétido subsuelo, el Támesis medio seco y espesado por desechos, y ahora aquello.
—No parece que haga tanto calor como ayer —murmuró.
—La oscuridad, señor.
En las calles se había formado una aglomeración que solo Londres podía producir. Todos los omnibuses y cabriolés estaban tomados, y en cada cruce había un atasco de armatostes y dogcarts cuyos conductores no dejaban de proferir maldiciones mientras los caballos jadeaban por los negros ollares. Los faetones de vapor pasaban resoplando con pereza, y muchos tiraban de vagones con llantas de goma cargados de provisiones. Parecía que el éxodo veraniego de la alta burguesía que abandonaba Londres se estaba convirtiendo en una desbandada general. Mallory admitió que aquello no carecía de sentido.
Había un largo paseo hasta Fleet Street y su reunión con Disraeli. Le pareció que lo mejor sería tomar el tren y soportar el hedor.
Pero la Hermandad Británica de Zapadores y Mineros se había puesto en huelga a la entrada de la estación de Gloucester Road. Ya habían colocado piquetes y carteles por la acera y estaban apilando sacos de arena, como un ejército de ocupación. Los contemplaba una multitud tranquila que no parecía molesta por la osadía de los huelguistas, sino más bien interesada o intimidada. Quizá la gente se alegraba de ver el metro cerrado, aunque lo más probable era que simplemente tuviera miedo de los obreros. Los huelguistas habían abandonado las obras subterráneas y habían salido a la superficie como una hueste de nomos musculosos.
—No me gusta el aspecto que tiene esto, señor Fraser.
—No, señor.
—Vamos a hablar un momento con estos tipos. —Mallory cruzó la calle y abordó a un obrero achaparrado y de nariz venosa que bramaba a la multitud y la obligaba a coger sus panfletos—. ¿Qué problema hay aquí, hermano zapador?
El obrero miró a Mallory de arriba abajo y sonrió alrededor de un palillo de marfil. Llevaba un gran aro chapado en la oreja, o quizá se tratara de oro auténtico: la hermandad era un sindicato adinerado que poseía muchas patentes ingeniosas.
—Pos yo se lo digo, don, ya que pregunta con tanta educación. ¡Son esos absurdos trenes pneumáticos de las narices, coño! Ya le dijimos en una solicitud al lord Babbage que esos malditos túneles no se iban a airear bien. Pero uno de esos intelectuales hijos de puta de la leche nos endilgó una puta conferencia, to tonterías, y ahora los cabrones de los trastos se han venido abajo como pis podrido.
—Sí es un asunto grave, señor.
—Qué puta razón tiene, hombre.
—¿Sabe el nombre del intelectual al que se consultó?
El obrero discutió la pregunta con un par de amigos suyos, todos ellos con el casco calado.
—Un lord de nombre Jefferies.
—¡Conozco a Jefferies! —respondió Mallory, sorprendido—. Afirmó que el pterodáctilo de Rudwick no podía volar. Afirmó haber demostrado que era «un reptil aletargado que solo planeaba», y que era incapaz de batir las alas. ¡Ese granuja es un incompetente!
¡Habría que censurarlo por fraude!
—¿Intelectual también, don?
—No de esa clase —aseguró Mallory.
—¿Y qué pasa con ese amigo suyo, el puto poli este? —El obrero se tiró muy agitado del aro que llevaba en la oreja—. ¿No estará apuntando to en esos puñeteros cuadernos, eh?
—En absoluto —respondió Mallory muy digno—. Solo queríamos saber la verdad de este asunto.
—Quié saber la puñetera verdad, su intelectualidad, pues arrástrese ahí abajo y raspe un caldero de esa mierda de moho de los ladrillos. Hay trabajadores de las cloacas con veinte años de experiencia que están echando las tripas por culpa del hedor. El obrero se marchó para enfrentarse a una señora ataviada con un apretado miriñaque.
—No puede ir ahí abajo, bonita, no rueda ni un solo tren en todo Londres. Mallory siguió adelante.
—¡Esto no ha acabado! —murmuró en voz alta, dirigiéndose vagamente a Fraser—. ¡Cuando un intelectual acepta una consulta industrial, tiene que estar seguro de los datos!
—Es el tiempo —dijo Fraser.
—¡En absoluto! ¡Es una cuestión de ética intelectual! A mí también me solicitaron una de esas consultas. Un tipo de Yorkshire quiere construir un invernadero de cristal con la forma del lomo y las costillas de un brontosauro. El abovedado está bien y es eficiente, le dije, pero los precintos del cristal con seguridad tendrían filtraciones. Así que ni trabajo ni honorarios por la consulta, ¡pero mi reputación de erudito se mantiene! —Mallory aspiró el aire grasiento, carraspeó y escupió en la cuneta—. No me puedo creer que ese maldito estúpido de Jefferies diera a lord Babbage tan lamentable consejo.
—Jamás había visto a un intelectual hablar directamente con un obrero.
—¡Entonces no conoce a Ned Mallory! Yo respeto a cualquier hombre honesto que conozca de verdad su oficio.
Fraser lo pensó un momento. Pareció dudar un poco, a juzgar por su expresión plomiza.
—Revolucionarios de clase obrera, y peligrosos, esos obreros…
—Un buen sindicato radical. Permanecieron firmes junto al partido en los primeros tiempos. Y todavía lo hacen.
—Mataron a un buen montón de policías en la Época de los Problemas.
—Pero era la policía de Wellington —afirmó Mallory.
Fraser asintió con expresión sombría.
No parecía quedar más remedio que ir andando hasta la casa de Disraeli. Fraser, que se acomodaba con facilidad al paso de Mallory gracias a la zancada de sus largas piernas, asintió de buena gana. Volvieron sobre sus pasos y entraron en Hyde Park. Mallory tenía la esperanza de disfrutar de un poco de aire fresco, pero allí el follaje veraniego parecía marchitado por la grasienta quietud y la luz verdosa que surgía debajo de los arbustos resultaba extraordinaria en su sombría malignidad. El cielo se había convertido en un cuenco de humo que no dejaba de girar y espesarse. Aquel adverso paisaje pareció aterrar a los estorninos de Londres, pues una gran bandada de estos pájaros levantó el vuelo sobre el parque. Mallory los contempló admirado mientras caminaba. La actividad de las bandadas era una elegante lección de Física dinámica. Resultaba extraordinaria la forma en que la interacción sistemática de tantos pajarillos lograba formar figuras inmensas y refinadas en el cielo: un trapezoide, luego una pirámide desmochada que se convertía en una media luna plana, para después arquearse en el centro como el movimiento de una marea. Sin duda había un buen artículo en aquel fenómeno.
Tropezó con una raíz. Fraser lo cogió por el brazo.
—¿Señor?
—¿Sí, señor Fraser?
—Esté atento, si no le importa. Es posible que nos sigan.
Mallory miró a su alrededor, aunque no sirvió de mucho: el parque estaba atestado y no vio señales del caballero de la tos ni de su secuaz del bombín. En Rotten Row, un pequeño destacamento de amazonas («las preciosas domadoras de caballos» las llamaban en los periódicos, lo que no era más que un eufemismo para referirse a cortesanas adineradas) se había reunido alrededor de una de ellas, a la que había derribado de la silla su castrado zaino. Cuando Mallory y Fraser se acercaron vieron que la bestia se había desplomado y yacía jadeando y echando espumarajos sobre la hierba húmeda, al lado de la pista. La amazona estaba cubierta de barro, aunque ilesa. Maldecía a Londres, al aire sucio, a las mujeres que la habían animado a galopar y al hombre a quien le había comprado el caballo. Fraser, por cortesía, hizo caso omiso del indecoroso espectáculo.
—Señor, en mi profesión aprendemos a cultivar el aire libre. En este momento no hay puertas medio abiertas ni cerraduras a nuestro alrededor. ¿Querría informarme de sus problemas, con sus propias palabras, tal y como usted haya presenciado los acontecimientos?
Mallory siguió adelante en silencio durante unos momentos, mientras daba vueltas al tema en la cabeza. Sentía la tentación de confiar en Fraser. De todos los hombres con cierta autoridad cuya ayuda podría haber buscado cuando comenzaron los problemas, el único que parecía preparado para agarrar los problemas por la raíz era aquel sólido policía. Y sin embargo existía un grave riesgo si confiaba en él, y se trataba de un peligro que no solo corría Mallory.
—Señor Fraser, en este asunto está implicada la reputación de una gran dama. Antes de hablar debo tener su palabra de caballero de que no perjudicará los intereses de esta dama.
Fraser siguió caminando con aire meditabundo, con las manos unidas a la espalda.
—¿Ada Byron? —preguntó al fin.
—¡Bueno, sí! ¿Así que Oliphant le contó la verdad?
Fraser negó lentamente con la cabeza.
—El señor Oliphant es muy discreto. Pero a los de Bow Street nos llaman con frecuencia para poner bozal a las dificultades familiares de los Byron. Casi se podría decir que nos especializamos en eso.
—¡Pero usted pareció saberlo casi de inmediato, señor Fraser! ¿Cómo puede ser posible?
—Por amarga experiencia, señor. Conozco esas palabras suyas, reconozco bien ese tono de veneración, «los intereses de una gran dama».
Fraser miró a su alrededor por el parque oscuro. Observó los bancos curvados de teca y hierro abarrotados de hombres con el cuello abierto, de mujeres de rostro colorado que se abanicaban, de hordas marchitas de niños de la ciudad con los ojos rojos, malhumorados por culpa de aquella viciada canícula.
—Las duquesas, las condesas, a todas les quemaron sus elegantes mansiones en la Época de los Problemas. Esas damas radicales suyas quizá se den muchos aires, pero nadie las llama «grandes damas» de ese modo tan anticuado, a menos que se refieran a la mismísima reina o a nuestra supuesta reina de las máquinas. Pasó con cuidado por encima del cuerpecillo plumado de un estornino que yacía muerto en el camino de gravilla, con las alas estiradas y las patas levantadas. Siguieron avanzando y tuvieron que sortear cada vez más pájaros muertos.
—Quizá sea mejor que empiece por el principio, señor. Comience con el difunto señor Rudwick y todo ese asunto.
—Muy bien. —Mallory se secó el sudor de la cara. Su pañuelo terminó manchado de hollín—. Soy doctor en Paleontología. De lo que se deduce que soy un buen hombre del partido. Mi familia es un tanto humilde, pero gracias a los radicales obtuve un doctorado, con matrícula de honor. Apoyo con lealtad a mi Gobierno.
—Continúe —dijo Fraser.
—Pasé dos años en Suramérica buscando huesos con lord Loudon, pero no destacaba como intelectual. Cuando me ofrecieron la oportunidad de dirigir mi propia expedición, con una financiación generosa, la aproveché. Y como más tarde me enteré, eso mismo hizo el pobre Francis Rudwick, por razones similares.
—Ambos aceptaron el dinero de la Comisión de Libre Comercio de la Real Sociedad.
—No solo sus fondos, sino también sus órdenes, señor Fraser. Crucé con quince hombres la frontera americana. Desenterramos huesos, por supuesto, e hicimos un gran descubrimiento. Pero también traficamos con armas que les llevamos a los pieles rojas, para ayudarlos a mantener a raya a los yanquis. Trazamos las rutas que bajan desde el Canadá y detallamos la disposición del terreno con meticulosidad. Si algún día hay una guerra entre Gran Bretaña y América… —Mallory dejó morir la frase—. Bueno, ya hay una guerra de mil demonios en América, ¿no es así? Estamos con los confederados del sur en todo salvo el nombre.
—¿Usted no tenía ni idea de que Rudwick podía correr peligro a causa de estas actividades secretas?
—¿Peligro? Por supuesto que había peligro. Pero no en casa, en Inglaterra. Yo estaba en Wyoming cuando mataron a Rudwick aquí. No supe nada hasta que lo leí en Canadá. Para mí fue un golpe… Mire, tuve amargas peleas con Rudwick por cuestiones teóricas y sabía que había ido a excavar a México, pero desconocía que él y yo compartíamos el mismo secreto. No sabía que Rudwick era un farol oscuro de la Comisión, solo que sobresalía en nuestra profesión. —Mallory suspiró aquel aire maloliente. Sus propias palabras lo sorprendían: jamás había llegado a admitir aquellos temas, ni siquiera ante sí mismo—. La verdad es que supongo que envidiaba a Rudwick. Era un poco mayor que yo y había sido alumno de Buckland.
—¿Buckland?
—Uno de los hombres más grandes de nuestro campo. Ya se ha ido, también. Pero, a decir verdad, yo no conocía muy bien a Rudwick. Era un hombre desagradable, altivo y frío en sus relaciones. Donde mejor estaba era fuera, explorando en el extranjero, lejos de la sociedad decente. —Mallory se secó la nuca—. Cuando leí sobre su muerte en una sucia riña, no me sorprendió demasiado la circunstancia.
—¿Sabe si Rudwick llegó a conocer a Ada Byron?
—No —respondió Mallory sorprendido—. No lo sé. Él y yo no ocupábamos un lugar tan alto en los círculos intelectuales, ¡desde luego no el nivel de lady Ada! Quizá los presentaran, pero de haberlo favorecido ella creo que yo lo hubiera sabido.
—Usted ha dicho que era brillante.
—Pero no galante.
Fraser cambió de tema.
—Oliphant parecer creer que a Rudwick lo mataron los texanos.
—Yo no sé nada de ningún texano —espetó Mallory colérico—. ¿Quién sabe algo de Texas? ¡Es un yermo maldito a mares y continentes de distancia! Si los texanos mataron al pobre Rudwick, supongo que la Marina Real debería bombardear sus puertos como represalia, o algo así. —Negó con la cabeza. Todo aquel pestilente asunto, que en otro tiempo le había parecido tan osado y sutil, se le antojaba ahora muy poco glorioso y grosero, poco más que un fraude de baja estofa—. Fuimos idiotas al implicarnos en el trabajo de la Comisión, Rudwick y yo. Unos cuantos lores ricos que intrigan a puerta cerrada para acosar a los yanquis… ¡Las repúblicas yanquis ya se están destrozando las unas a las otras por la esclavitud, los derechos provinciales o alguna otra estupidez! Rudwick murió por ello cuando ahora mismo podría estar vivo, desenterrando maravillas. ¡Me da auténtica vergüenza!
—Algunos podrían decir que fue su obligación de patriota. Que usted lo hizo para defender los intereses de Inglaterra.
—Supongo —dijo Mallory con un escalofrío—, pero es todo un alivio hablar en voz alta del tema, después de un silencio tan largo.
A Fraser no pareció impresionarle mucho la historia. Mallory supuso que para el inspector de la Sección Especial era un relato viejo y mil veces oído, o quizá un simple fragmento de perversidades mayores y más tenebrosas. Pero Fraser no continuó con el tema de la política y se limitó a preguntar por los detalles criminales.
—Hábleme sobre el primer ataque que sufrió usted.
—Ocurrió en el derby. Vi a una dama con velo dentro de un coche de alquiler. La trataban de una forma horrenda un hombre y una mujer a quienes tomé por criminales. La mujer era una tal Florence Russell Bartlett, como supongo que ya sabe.
—Sí. Estamos buscando con todas nuestras energías a la señora Bartlett.
—No pude identificar al varón que la acompañaba. Pero quizás haya oído su nombre por casualidad: «Swing» o «capitán Swing».
Fraser pareció sorprenderse un tanto.
—¿Le contó ese detalle al señor Oliphant?
—No. —Mallory sintió que pisaba hielo quebradizo y no dijo nada más.
—Quizá fuera lo mejor —comentó Fraser después de pensarlo un momento—. El señor Oliphant es un poco imaginativo en ocasiones, y el «capitán Swing» es un nombre bastante famoso en el negociado de las conspiraciones. Un personaje mítico, como Ned Ludd o el general Ludd. Las bandas de Swing fueron hace años luditas de campo. Pirómanos en su mayor parte. Se dedicaban a quemar pajares. Pero en la Época de los Problemas se volvieron más violentos, mataron a una buena cantidad de terratenientes y quemaron sus magníficas mansiones.
—Ah —dijo Mallory—. ¿Entonces cree usted que este tipo es un ludita?
—Ya no quedan luditas —respondió Fraser con calma—. Están tan muertos como sus dinosaurios. Sospecho más bien de algún anticuario malicioso. Tenemos la descripción de este tipo, tenemos nuestros métodos. Cuando lo atrapemos, lo interrogaremos al respecto de esa querencia suya por las identidades falsas.
—Bueno, este tipo no es, desde luego, un trabajador del campo, sino una especie de dandi afrancesado de las carreras. ¡Cuando defendí a la dama se abalanzó sobre mí con un estilete! Me hizo un corte en la pierna. Supongo que tengo suerte de que la hoja no estuviera envenenada.
—Quizá lo estuviera —dijo Fraser—. La mayor parte de los venenos son mucho menos potentes de lo que supone el público.
—Bueno, derribé al muy granuja y los alejé de su víctima. El ojeador juró dos veces que me mataría. «Destruir», fue la palabra que utilizó. Luego me di cuenta de que la dama solo podía ser lady Ada Byron. Comenzó a hablar de una forma muy extraña, como si estuviera drogada, o muerta de miedo. Me rogó que la escoltara hasta el recinto real, pero cuando nos acercamos al palco se me escapó con algún truco, sin siquiera darme las gracias por las molestias.
Mallory hizo una pausa mientras manoseaba el contenido de sus bolsillos.
—Supongo que eso es lo esencial, señor. Poco después gané una buena cantidad de dinero apostando por un faetón de vapor construido por un amigo mío. Me dio una información muy útil, y en un momento pasé de ser un modesto estudioso a convertirme en un hombre con ciertos recursos. —Mallory se atusó la barba—. Por grande que haya sido el cambio, en ese momento aquella no me pareció la maravilla mayor.
—Ya veo. —Fraser siguió caminando en silencio. Se acercaron a Hyde Park Corner, donde los hombres se encaramaban a cajones de jabón para arengar a la multitud al tiempo que tosían. Fraser y Mallory guardaron silencio mientras caminaban entre la masa de oyentes escépticos.
Cruzaron el bullicio frenético y vociferante de Knightsbridge. Mallory esperaba que Fraser dijera algo, pero el policía guardaba silencio. Ante las altas verjas de hierro de Green Park, Fraser se volvió y contempló durante un buen rato la calle que habían dejado atrás.
—Podemos acortar por Whitehall —dijo por fin—. Conozco un atajo. Mallory asintió y lo siguió.
En Buckingham Palace se estaba cambiando la guardia. La familia real, como era su costumbre, veraneaba en Escocia, pero el cuerpo de guardias de élite llevaba a cabo el ritual diario en ausencia de la reina. Las tropas de palacio marchaban con orgullo, ataviadas con el equipo más moderno y eficiente del ejército británico: uniforme de batalla de Crimea de color pardo, salpicado de forma científica para engañar al ojo enemigo. Según todas las informaciones, aquella ingeniosa tela había confundido por completo a los rusos. Tras las tropas de a pie, un tiro de caballos de artillería arrastraba un gran órgano militar cuyos alegres tintineos y entusiastas zumbidos sonaban extrañamente melancólicos y tétricos bajo aquel aire quieto y maloliente. Mallory había estado esperando a que Fraser llegara a una conclusión. Al final ya no pudo aguantar más.
—¿Usted cree que me encontré con Ada Byron, señor Fraser?
Fraser carraspeó y escupió con discreción.
—Sí, señor, lo creo. No me gusta mucho el tema, pero no veo que tenga nada de extraordinario.
—¿No?
—No, señor. Creo que veo la raíz de todo, con bastante claridad. Son problemas de juego. Lady Ada tiene un modus.
—¿Un modus? ¿Qué es eso?
—Es una leyenda en los círculos deportivos, doctor Mallory. Un modus es un sistema de juego, un truco secreto de la ingeniería matemática para derrotar a los corredores de apuestas. Todos los chasqueadores ladrones quieren un modus, señor. ¡Es su piedra filosofal, una forma de sacar oro del aire!
—¿Se puede hacer eso? ¿Es posible realizar un análisis así?
—De ser posible, señor, quizá lady Ada Byron podría conseguirlo.
—La amiga de Babbage… —musitó Mallory—. Sí, puedo creerlo. ¡Desde luego que puedo!
—Bueno, quizá tenga un modus o quizá solo crea que lo tiene —señaló Fraser—. Yo no soy matemático, pero sé que jamás ha habido un sistema de apuestas eficiente que valga un pimiento. En cualquier caso, la señora ha vuelto a meterse en algo muy desagradable. —El policía gruñó indignado—. Hace años que persigue ese fantasma de los chasqueadores, y se ha codeado con muy feas compañías: estafadores, chasqueadores de baja estofa, prestamistas y cosas peores. ¡Ha amasado deudas de juego hasta el punto del escándalo público!
Mallory metió los pulgares en el cinturón monedero con aire ausente.
—Bueno, si Ada ha descubierto de verdad un modus, ¡ya no tendrá deudas durante mucho tiempo!
Fraser lanzó a Mallory una mirada de compasión por ser tan ingenuo.
—¡Un auténtico modus destruiría la institución del hipódromo! Destrozaría el sustento de toda la clase alta del deporte… ¿Ha visto alguna vez a la chusma de las carreras moler a palos a un timador? Esa es la clase de revuelta que provocaría un modus. Su Ada quizá sí sea una gran erudita, ¡pero tiene el sentido común de una simple mosca!
—¡Es una gran intelectual, señor Fraser! Un genio. He leído sus artículos, y las magníficas matemáticas…
—Lady Ada Byron, reina de las máquinas —lo interrumpió Fraser con un tono tristísimo que contenía más hastío que desdén—. ¡Una mujer resuelta! Muy parecida a su madre, ¿eh? Usa anteojos verdes y escribe doctos libros. Quiere darle la vuelta al universo y jugar a los dados con los hemisferios. Las mujeres nunca saben cuándo deben parar.
Mallory sonrió.
—¿Es usted un hombre casado, señor Fraser?
—No —dijo Fraser.
—Yo tampoco, todavía no. Y lady Ada no se ha casado nunca. Se desposó con la ciencia.
—Toda mujer necesita un hombre que le sujete las riendas —dijo Fraser—. Es el plan de Dios para las relaciones entre hombres y mujeres. Mallory frunció el ceño. Fraser reparó en su mirada y se lo pensó otra vez.
—Es la adaptación de la evolución para la especie humana —se corrigió. Mallory asintió con lentitud.
Fraser parecía bastante renuente a conocer a Benjamín Disraeli. Presentó una escueta excusa: dijo que tenía que vigilar las calles en busca de espías, pero Mallory pensó que era mucho más probable que conociera la reputación de Disraeli y no confiara en la discreción del periodista. Y no era de extrañar. Mallory había conocido a muchos hombres de clase alta en Londres, pero «Dizzy» Disraeli era el londinense de los londinenses. Mallory no lo respetaba mucho, pero sí que encontraba su compañía divertida. El personaje conocía, o fingía conocer, todas las intrigas que ocurrían en los Comunes entre bastidores; todas las riñas entre editores y sociedades científicas; todas las veladas y martes literarios de lady Tal y lady Cual. Tenía una forma artera de referirse a estas informaciones que resultaba casi mágica.
Pero Mallory sabía que a Disraeli, de hecho, lo habían excluido de tres o cuatro clubes de caballeros, quizá porque, aunque agnóstico declarado y respetable, era de ascendencia judía. No obstante ello, los modos y maneras de aquel hombre dejaban, por alguna razón, la inquebrantable impresión de que cualquier londinense que no conociera a «Dizzy» era imbécil o estaba moribundo. Esta característica operaba como un aura mística, como un miasma que rodeaba a aquel hombre, y había veces en las que ni el propio Mallory podía evitar creerlo.
Una sirvienta con cofia y delantal le abrió la puerta. Disraeli estaba despierto y desayunaba café negro y fuerte, acompañado por una fuente hedionda de caballa frita en ginebra. Lucía zapatillas, una bata turca y un fez de terciopelo con borla.
—Buenos días, Mallory. Una mañana horrenda. Espantosa.
—Lo es, sí.
Disraeli se metió el último bocado de caballa en la boca y empezó a llenar la primera pipa del día.
—La verdad es que usted es precisamente el tipo al que quería ver hoy, Mallory.
¿Tiene algo de chasqueador, de técnico experto?
—¿Perdón?
—Es ese maldito trasto nuevo. Lo compré el miércoles pasado. El dependiente juró que me haría la vida más fácil. —Disraeli lo llevó hasta su despacho, una habitación que recordaba al cuarto que tenía el señor Wakefield en la Oficina Central de Estadísticas, aunque en una escala mucho menos ambiciosa y repleta de restos de pipa, revistas morbosas y sandwiches a medio comer. El suelo estaba atestado de bloques tallados de corcho y montones de virutas de embalar. Mallory comprobó entonces que Disraeli se había comprado una máquina mecanográfica Colt & Maxwell y que se las había arreglado para sacar el objeto del cajón de embalaje y colocarlo de pie sobre las patas curvadas de hierro. La rechoncha máquina apoyaba sobre los tableros manchados de roble, ante una silla de oficina.
—A mí me parece que está bien —dijo Mallory—. ¿Cuál es el problema?
—Bueno, sé darle al pedal y no manejo mal las manivelas —comentó Disraeli—. Sé hacer que la agujita mueva las letras que quiero. Pero no sale nada. Mallory abrió el costado de la cubierta y ensartó con facilidad la cinta perforada en las bobinas del engranaje. Luego comprobó la tolva de carga para ver si había papel continuo. Disraeli no había conectado bien las ruedas de espiga. Mallory se sentó en la silla de oficina, accionó el pedal con el pie hasta que la mecanografiadora adquirió velocidad y sujetó las manivelas.
—¿Qué escribo? Dícteme algo.
—«El conocimiento es poder» —respondió Disraeli de inmediato. Mallory hizo que la aguja se moviera de un lado a otro por la esfera de cristal del alfabeto. La cinta perforada fue saliendo milímetro a milímetro y se enroscó con cuidado sobre su bobina de resorte. Después la impresora rotatoria emitió diversos taponazos y un estruendo tranquilizador. Mallory dejó que el rotor se fuera apagando y arrancó la primera hoja de papel de su ranura. «EL CONOCIMIENTOO ES PPODER», rezaba.
—Hay que saber hacerlo —explicó Mallory mientras entregaba la página al periodista—. Pero se acostumbrará a ella.
—¡Yo puedo garabatear más rápido! —se quejó Disraeli—. ¡Y desde luego, escribo mejor!
—Sí —admitió Mallory con paciencia—, pero no puede volver a cargar la cinta; unas tijeras y un poco de pegamento y puede volver a introducir la cinta perforada, y entonces la máquina escupe página tras página, siempre que pise el pedal. Tantas copias como quiera.
—Encantador —dijo Disraeli.
—Y, por supuesto, puede revisar lo que ha escrito. Una simple cuestión de cortar y pegar la cinta.
—Los profesionales no revisan nunca —replicó Disraeli con amargura—. Y supongamos que quiero escribir algo elegante y prolijo. Algo como… —Disraeli agitó la pipa llena de rescoldos—: «Hay tumultos de la mente en los que, como sucede con las grandes convulsiones de la naturaleza, todo parece anarquía, el regreso del caos. Y sin embargo, con frecuencia es en esos momentos de inmensa perturbación, como en la lucha de la propia naturaleza, cuando se desarrolla un nuevo principio de orden o un nuevo impulso de la conducta, y se controlan y regulan y traen a una armoniosa consecuencia pasiones y elementos que parecen únicamente amenazar con la desesperación y la subversión».
—Eso es bastante bueno —dijo Mallory.
—¿Le gusta? De su nuevo capítulo. ¿Pero cómo voy a concentrarme en la elocuencia mientras estoy pisando un pedal y dándole a un manubrio como una lavandera?
—Bueno, si comete algún error, siempre puede volver a imprimir una página nueva recién salida de la cinta.
—¡Afirmaban que este aparato me ahorraría papel!
—Podría contratar a un secretario cualificado y dictarle.
—¡Decían que también me ahorraría dinero! —Disraeli dio una calada a la punta ambarina de su larga pipa de espuma de mar—. Supongo que no hay nada que hacer. Los editores nos obligarán a aceptar la innovación. El Evening Telegraph ya está instalando máquinas para todo. Se armó un buen follón con eso en el Gobierno. Las hermandades de mecanógrafos, ya sabe. Pero ya está bien de hablar de trabajo, Mallory. A trabajar, ¿eh? Me temo que debemos darnos prisa. Hoy me gustaría tomar notas para al menos dos capítulos.
—¿Por qué?
—Me voy de Londres, me voy al continente con un grupo de amigos —dijo Disraeli—. A Suiza, creemos. A algún pequeño cantón en lo alto de los Alpes, donde unos cuantos alegres escribas puedan disfrutar de un soplo de aire fresco.
—Fuera está bastante mal —dijo Mallory—. Es un tiempo inquietante.
—No se habla de otra cosa en todos los salones —respondió Disraeli mientras se sentaba ante su escritorio y empezaba a rebuscar su fajo de notas por los casilleros—. Londres siempre apesta en verano, pero a esto lo llaman «el gran hedor». ¡Toda la alta burguesía está planeando viajes, o ya se ha ido! Apenas quedará un alma de la buena sociedad en todo Londres. Dicen que hasta el propio Parlamento huirá río arriba, a Hampton Court. ¡Y los tribunales a Oxford!
—¿Qué? ¿De veras?
—Oh, sí. Se está trabajando en medidas muy duras. Todas planeadas bajo mano, por supuesto, para evitar el pánico de la chusma. —Disraeli se giró en la silla y le guiñó un ojo—. Pero habrá medidas, puede contar con ello.
—¿Qué clase de medidas, Dizzy?
—Racionar el agua, cerrar chimeneas y luces de gas, ese tipo de cosas —dijo Disraeli sin darle importancia—. Se podrá decir lo que se quiera de la institución de los lores nombrados por méritos, pero al menos ha garantizado que los líderes de nuestro país no sean estúpidos.
Disraeli extendió sus notas sobre el escritorio.
—El Gobierno tiene planes de lo más científicos para casos de emergencia, ya sabe. Para casos de invasiones, incendios, sequías y plagas. —Hojeó las notas humedeciéndose el pulgar—. A algunas personas les encanta pensar en desastres. A Mallory le resultó difícil creer aquel chismorreo.
—¿Qué contienen, con exactitud, esos «planes para casos de emergencia»?
—Todo tipo de cosas. Planes de evacuación, supongo.
—No estará insinuando que el Gobierno tiene intención de evacuar Londres… Disraeli esbozó una sonrisa picara.
—Si oliera el Támesis a la puerta del Parlamento, no le extrañaría que nuestros respetados líderes quisieran salir pitando.
—Tan mal está, ¿eh?
—¡El Támesis es una cloaca pútrida atestada de enfermedades! —proclamó Disraeli—. ¡Espesada por ingredientes procedentes de las fábricas de cerveza y de gas, y las fábricas químicas y mineras! La materia pestilente cuelga como algas repugnantes de los pilotes del puente de Westminster, ¡y cada vapor que pasa provoca un remolino feculento capaz de derrotar a la tripulación con su hediondez!
Mallory sonrió.
—Hemos escrito un editorial sobre el tema, ¿eh?
—Para el Morning Clarion… —Disraeli se encogió de hombros—. Admito que mi retórica es un tanto exagerada. Pero ha sido un verano muy extraño, maldita sea, y esa es la verdad. Unos cuantos días de buena lluvia que lo empape todo, descargue el Támesis y parta estas extrañas nubes que nos asfixian, y todos volveremos a estar bien. Pero como sigamos mucho más tiempo con este fenómeno extraño, los ancianos y los que tengan los pulmones débiles pueden llegar a sufrir mucho.
—¿De veras piensa eso?
Disraeli bajó la voz.
—Dicen que el cólera campa de nuevo por Limehouse.
Mallory sintió un horrendo escalofrío.
—¿Quién lo dice?
—Doña Rumores. ¿Pero quién va a dudar de ella en estas circunstancias? Con un verano tan abominable, es demasiado probable que los efluvios y la hediondez propaguen un contagio mortal. —Disraeli apagó la pipa y empezó a recargarla de un bote humectativo sellado con caucho y lleno de tabaco turco, negro y picado—. Adoro esta ciudad, Mallory, pero hay veces en las que la prudencia debe pesar más que la devoción. Usted tiene familia en Sussex, lo sé. De ser yo, me iría de inmediato a reunirme con ella.
—Pero tengo que dar un discurso… Dentro de dos días, sobre el brontosauro. ¡Y con acompañamiento de un quinótropo!
—Cancele el discurso —replicó Disraeli mientras enredaba con una cerilla de repetición—. Pospóngalo.
—No puedo. Va a ser una gran ocasión, ¡un gran acontecimiento profesional y popular!
—Mallory, no habrá nadie para verlo. Nadie que importe, en cualquier caso. Estará gastando saliva en balde.
—Habrá trabajadores —protestó Mallory con obstinación—. Las clases más humildes no pueden permitirse abandonar Londres.
—Ah… —dijo Disraeli expulsando humo—. Será espléndido. Los tipos que leen esos horrores de dos peniques. Asegúrese de recomendarme a su público. Mallory apretó la mandíbula con gesto terco. Disraeli suspiró.
—Vamos a trabajar. Tenemos mucho que hacer. —Sacó el último número de Family Museum de un estante—. ¿Qué le pareció el capítulo de la semana pasada?
—Bien. El mejor hasta ahora.
—Demasiada teoría científica, puñeta —respondió Disraeli—. Le hace falta más interés sentimental.
—¿Qué tiene de malo la teoría si es una buena teoría?
—Nadie, salvo un especialista, quiere leer sobre la presión ejercida por la articulación de la mandíbula de un reptil, Mallory. A decir verdad, solo hay una cosa que la gente quiere saber realmente sobre los dinosaurios: por qué están muertos esos malditos bichos.
—Creí que habíamos acordado reservar eso para el final.
—Oh, sí. Es un buen climax ese asunto del gran cometa que se estrella, y la gran nube de polvo negro que barre de la faz de la Tierra toda la vida reptiliana y demás. Muy dramático, muy catastrófico. Eso es lo que al público le gusta del catastrofismo, Mallory. La catástrofe causa mejor impresión que todas esas tonterías del uniformismo que dicen que la Tierra tiene mil millones de años. Tedioso y aburrido, ¡aburrido con solo mirarlo!
—¡Apelar a la vulgar emoción no viene al caso! —protestó Mallory con pasión—. ¡Las pruebas me respaldan! ¡Mire la luna, completamente cubierta de cráteres de cometas!
—Sí —dijo Disraeli distraído—, científico y riguroso, pues mucho mejor.
—Nadie puede explicar cómo es que el Sol ha podido arder durante siquiera diez millones de años. No hay combustión que pueda durar tanto. ¡Viola las leyes más elementales de la Física!
—Dele un pequeño descanso a eso. Yo estoy con su amigo Huxley en que deberíamos iluminar la ignorancia del público, pero al perro hay que echarle algún hueso de vez en cuando. Nuestros lectores quieren saber algo de Leviatán Mallory, el hombre.
El hombre gruñó.
—Por eso debemos volver al tema de esa chica india…
Mallory negó con la cabeza. Llevaba tiempo temiéndolo.
—No era ninguna «chica». Era una mujer nativa…
—Ya hemos explicado que usted no se ha casado —dijo Disraeli con paciencia—. No quiere admitir que haya alguna novia inglesa. Ha llegado el momento de sacar a esa doncella india. No tiene que mostrarse indecente, ni franco. Solo unas cuantas palabras amables sobre ella, una galantería o dos, unas cuantas insinuaciones. A las mujeres les encantan esas cosas, Mallory. Y leen mucho más que los hombres —Disraeli cogió su bolígrafo—. Ni siquiera me ha dicho su nombre. Mallory se sentó en una silla.
—Los cheyenes no tienen nombres como nosotros. Sobre todo sus mujeres.
—Tenían que llamarla de algún modo.
—Bueno, a veces la llamaban Viuda de la Manta Roja, y a veces la llamaban Madre de Serpiente Moteada o Madre de Caballo Cojo. Pero la verdad es que yo no podría jurar si alguno de esos nombres era cierto. Teníamos con nosotros un mestizo franchute y borracho que actuaba de intérprete y mentía como un canalla —Disraeli estaba decepcionado.
—Entonces, ¿nunca habló directamente con ella?
—No lo sé. Llegué a un punto en el que me podía manejar bastante bien con el lenguaje de signos. Se llamaba Wak si ni ja wah o Wak ni si wah ja, algo parecido.
—¿Qué le parece si la llamo «Doncella de la Pradera»?
—Dizzy, era viuda. Tenía dos hijos crecidos. Le faltaban algunos dientes y era enjuta como un lobo.
Disraeli suspiró.
—No está cooperando, Mallory.
—De acuerdo —Mallory se tiró de la barba—. Era una buena costurera; podría decir eso. Nos ganamos su, bueno, su amistad dándole agujas. Agujas de acero en lugar de astillas de hueso de bisonte. Y cuentas de cristal, por supuesto. Todos quieren cuentas de cristal.
—«Tímida al principio, a Flor de la Pradera la venció su innato amor por las dotes femeninas» —dijo Disraeli mientras garabateaba.
Disraeli fue puliendo los bordes del asunto, poco a poco, mientras Mallory se retorcía en la silla.
No se parecía en nada a la verdad. La verdad no se podía escribir en papel civilizado. Mallory había conseguido sacarse de la cabeza todo aquel grosero asunto. Pero no lo había olvidado, no del todo. Mientras Disraeli seguía allí sentado, garabateando su melaza sentimental, la verdad se abalanzó sobre Mallory con una fuerza brutal. Nevaba en el exterior de las tiendas cónicas, y los cheyenes habían bebido. Se había organizado un pandemónium de borrachos que proferían alaridos, porque los desgraciados no tenían ni idea de lo que era en realidad el licor: para ellos se trataba de un veneno y de una llamada al íncubo. Hacían cabriolas y se bamboleaban como los pacientes de un manicomio, disparaban sus rifles hacia el vacío cielo americano y luego se arrojaban al suelo helado con los ojos en blanco, presas de las visiones. Una vez que empezaban, podían seguir así durante horas.
Mallory no había querido acudir a la viuda. Llevaba muchos días luchando contra la tentación, pero al fin había llegado el momento de reconocer que le haría mucho menos daño a su alma si terminaba de una vez por todas con aquel asunto. Así que se había bebido dos dedos de una de las botellas de güisqui y dos dedos del matarratas barato de Birmingham que habían traído junto con los rifles. Entró entonces en la tienda donde la viuda se sentaba acurrucada entre sus mantas y cueros, sobre el fuego de estiércol. Los dos hijos salieron con expresión lúgubre, guiñando los ojos para protegerse del viento.
Mallory le mostró una aguja nueva y le indicó lo que quería mediante gestos obscenos con las manos. La viuda asintió con el bamboleo exagerado de alguien para quien un asentimiento es un idioma extraño y se deslizó entre su nido de pieles, se tendió de espaldas con las piernas separadas y alzó los brazos. Mallory trepó sobre ella, se coló bajo las mantas, se sacó el miembro tenso y dolorido de los pantalones y se lo metió a la mujer entre las piernas. Pensó que todo terminaría enseguida y quizá sin demasiada vergüenza, pero la experiencia resultó demasiado extraña y sobrecogedora para él. El celo continuó durante largo tiempo, y hubo un momento en el que la viuda empezó a mirarlo con una especie de timidez quejumbrosa y a tirarle con gesto curioso del pelo de la barba. Pero por fin el calor, la dulce fricción, el olor a animal puro que emanaba la india, derritieron algo en su interior y se vertió durante un buen rato, se vertió en el interior de ella, aunque no había querido hacerlo. Las otras tres veces que fue a verla más adelante se retiró y no corrió el riesgo de dejar encinta a la pobre criatura. Lamentó mucho haberlo hecho siquiera una vez.
Pero si estaba en estado cuando se marcharon, había muchas probabilidades de que el niño no fuera suyo, sino de alguno de los otros hombres. Por fin Disraeli pasó a otros asuntos y las cosas se hicieron más fáciles. Pero Mallory dejó sus habitaciones lleno de amargura y confusión. No era la florida prosa de Disraeli lo que había agitado el demonio en su interior, sino el poder salvaje de sus propios recuerdos. El odio vital había regresado como nunca. Estaba tenso e inquieto por los efectos de la lujuria y sentía que había perdido el control. No había estado con mujer alguna desde Canadá, y la chica francesa de Toronto no le había parecido del todo limpia. Necesitaba una mujer, y con urgencia. Una inglesa, una chica de campo con piernas sólidas y blancas, con brazos pálidos, gruesos, pecosos… Volvió a Fleet Street. Al regresar al aire libre, los ojos empezaron a escocerle de inmediato. No había señal de Fraser entre la bulliciosa multitud. La oscuridad del día resultaba en verdad extraordinaria. Apenas era mediodía, pero la cúpula de San Pablo ya estaba cubierta por una bruma sucia. Grandes esferas giratorias de niebla aceitosa ocultaban las agujas y los grandes carteles de Ludgate Hill. Fleet Street era un caos estruendoso y abarrotado, todo restallidos de látigo, bufidos de vapor y gritos. Las mujeres de las aceras se agazapaban bajo sus parasoles manchados de hollín y caminaban medio dobladas, y tanto los hombres como las mujeres se llevaban el pañuelo a los ojos y a la nariz. Hombres y muchachos, cuyos alegres canotiés de paja ya estaban moteados de detrito, cargaban con sacos de viaje familiares y maletas con asas de goma. Un tren de recreo atestado pasó bufando por la reducida vía elevada de la línea Londres, Chatham y Dover. La nube de cenizas que dejaba a su paso pendía en el aire plomizo como un estandarte de suciedad.
Mallory estudió el cielo. Había desaparecido la porquería gelatinosa y deshilachada del humo de las chimeneas, absorbida por una niebla opaca que se cernía sobre todo. Sobre algunas partes de Fleet Street aterrizaban con delicadeza unos copos grises de algo que se parecía a la nieve. Examinó uno que se posó sobre la manga de su chaqueta, un copo sucio de arenisca cristalizada. Cuando lo tocó, el copo se deshizo en finísima ceniza.
Fraser le gritaba desde debajo de una farola, al otro lado de la calle.
—¡Doctor Mallory! —El policía le hacía señas de un modo que, para él, resultaba bastante animado. Mallory se dio cuenta un poco tarde de que, con toda probabilidad, Fraser ya llevaba un rato gritándole.
Se abrió paso para cruzar la calle esquivando el tráfico: taxis, carretas, un gran rebaño de ovejas que se bamboleaban, balaban y estornudaban. El esfuerzo lo dejó jadeante. Había dos extraños con Fraser bajo la farola, sus rostros ceñidos por pañuelos blancos. El tipo más alto ya llevaba algún tiempo respirando a través del pañuelo, porque la tela que tenía bajo la nariz aparecía manchada de marrón amarillento.
—Quítenselos, muchachos —les ordenó Fraser. Con gesto hosco, los dos extraños tiraron de los pañuelos y los dejaron por debajo de la barbilla.
—¡El caballero de la tos! —dijo Mallory asombrado.
—Permítame —comentó Fraser con ironía—. Este es el señor J. C. Tate y este es su compañero, el señor George Velasco. Se hacen llamar agentes confidenciales, o algo por el estilo. —La boca de Fraser se fue afinando y terminó convertida en algo parecido a una sonrisa—. Creo, caballeros, que ya conocen al doctor Edward Mallory.
—Lo conocemos —respondió Tate. Tenía un cardenal morado e hinchado en un lado de la mandíbula. El pañuelo lo había ocultado hasta entonces—. ¡Un maldito lunático, eso es lo que es! Un maldito lunático violento que debería estar en Bedlam.
—El señor Tate era agente de nuestra fuerza metropolitana —siguió Fraser mientras clavaba en el hombre una mirada plomiza—. Hasta que perdió el puesto.
—¡Dimití! —declaró Tate—. Me fui por principios, ya que no hay forma de hacer justicia en la policía pública de Londres. Y usted lo sabe tan bien como yo, Ebenezer Fraser.
—En cuanto al señor Velasco, es uno de esos hombres que aspiran a llevar faroles oscuros —comentó Fraser con suavidad—. Cuando su padre llegó a Londres era un refugiado monárquico español, pero a nuestro joven don George no le importa dedicarse a cualquier cosa: pasaportes falsos, espiar por las cerraduras, golpear con cachiporras a destacados intelectuales en la calle…
—Soy ciudadano británico, nacido aquí —dijo el moreno y pequeño mestizo mientras lanzaba una mirada asesina a Mallory.
—No se dé aires de grandeza, Fraser —amenazó Tate—. Usted hizo la ronda como yo, y si ahora es un pez gordo, es solo para que pueda tapar los sucios escándalos del Gobierno. ¡Dé unas palmadas y llame a la pasma! ¡Arréstenos! ¡Haga lo que quiera!
Yo también tengo amigos, ¿sabe?
—No dejaré que el doctor Mallory le pegue, Tate. Deje de preocuparse. Pero díganos por qué ha estado siguiéndolo.
—Secreto profesional —protestó Tate—. No puedo chivarme de un cliente.
—No sea tonto… —dijo Fraser.
—¡Este caballero suyo es un maldito asesino! ¡Hizo que destriparan a su rival como un pescado!
—Yo no he hecho tal cosa —se defendió Mallory—. ¡Soy un erudito de la Real Sociedad, no un conspirador de callejón!
Tate y Velasco intercambiaron una mirada de escéptico asombro. Velasco empezó a sonreírse sin poder evitarlo.
—¿Qué tiene tanta gracia? —inquirió Mallory.
—Los contrató uno de sus colegas —respondió Fraser—. Esta es una intriga de la Real Sociedad. ¿No es así, señor Tate?
—¡Ya le he dicho que no digo nada! —dijo Tate.
—¿Es la Comisión de Libre Comercio? —quiso saber Mallory. No hubo respuesta—. ¿Es Charles Lyell?
Tate puso en blanco los ojos enrojecidos por el humo y dio un codazo a Velasco en las costillas.
—Es tan puro como la nieve, el doctor Mallory este, tal y como usted decía, Fraser —se limpió la cara con el pañuelo manchado—. ¡Hasta dónde hemos llegado, maldita sea! ¡Londres apesta como el infierno y el país está en manos de unos doctos lunáticos con demasiado dinero y el corazón de piedra!
Mallory sintió el fuerte impulso de proporcionar a aquel canalla insolente otra afilada dosis de puños, pero con un rápido esfuerzo de voluntad consiguió ahogar aquel instinto inútil. Se acarició la barba con aire de catedrático y sonrió a Tate, una sonrisa fría e intencionada.
—Sea quien sea su jefe —dijo—, no le hará muy feliz saber que el señor Fraser y yo los hemos descubierto.
Tate observó a Mallory con atención y no dijo nada. Velasco se metió las manos en los bolsillos, y parecía listo para escabullirse en cualquier momento.
—Quizá en otro momento hayamos llegado a las manos —siguió Mallory—, ¡pero yo me enorgullezco de poder elevarme por encima del resentimiento natural y ver nuestra situación con objetividad! Ahora que han perdido la tapadera que utilizaban para acecharme, ya no sirven de nada a su cliente. ¿No es así?
—¿Y eso qué? —preguntó Tate.
—Que los dos todavía podrían tener una utilidad considerable para un tal Ned Mallory.
¿Cuánto les paga ese cliente suyo tan elegante?
—Tenga cuidado, Mallory —le advirtió Fraser.
—Si me han vigilado con alguna atención, deben de ser conscientes de que soy un hombre generoso —insistió Mallory.
—Cinco chelines al día —murmuró Tate.
—A cada uno —interpuso Velasco—. Más gastos.
—Están mintiendo —dijo Fraser.
—Tendré cinco guineas de oro esperándolos en mis habitaciones del palacio de Paleontología, al final de esta semana —les prometió—. A cambio de esa suma, quiero que traten a su antiguo cliente exactamente igual que me han tratado a mí.
¡Simple justicia poética, como si dijéramos! Acéchenlo en secreto, allá donde vaya, y díganme todo lo que hace. Para eso los contrataron, ¿no?
—Más o menos —admitió Tate—. Podríamos pensárnoslo, don, si nos diera un depósito de esa cantidad…
—Podría darles una parte del dinero —aceptó Mallory—. Pero entonces ustedes deben darme un depósito de información.
Velasco y Tate se miraron un momento.
—Dénos un momento para consultarlo. —Los dos detectives privados se alejaron un poco entre el bullicio del tráfico que pasaba por la acera y buscaron refugio en las cercanías de un obelisco rodeado por una verja de hierro.
—Esos dos no valen ni cinco guineas al año —dijo Fraser.
—Supongo que son unos canallas despiadados —asintió Mallory—, pero importa muy poco lo que sean, Fraser. Yo voy detrás de lo que saben. Tate volvió al final. El pañuelo le cubría de nuevo la cara.
—El nombre del tipo es Peter Foulke —dijo con la voz amortiguada—. No lo habría dicho, ni unos caballos salvajes me lo hubieran arrancado, pero el muy desgraciado se da aires de grandeza y nos mangonea como si fuera un puñetero lord. No confía en nuestra integridad. No confía en que actuemos según sus mejores intereses. Al parecer, se cree que no sabemos hacer nuestro puñetero trabajo.
—Al diablo con él —dijo Velasco. Metidos entre el pañuelo y el ala del bombín, los rizos húmedos de sus mejillas destacaban como alas grasicntas—. Velasco y Tate no cabrean a los especiales por ningún puñetero Peter Foulke.
Mallory ofreció a Tate un crujiente billete de una libra que sacó del cuaderno. Tate lo miró, lo dobló entre los dedos con la destreza de un tahúr y lo hizo desvanecerse.
—¿Otro de esos aquí, mi amigo, para sellar el trato?
—Siempre sospeché que era Foulke —dijo Mallory.
—Entonces hay algo que no sabe, don —dijo Tate—: no somos los únicos que lo siguen. Mientras usted se pasea por ahí como un elefante y habla solo, lleva tras los talones a un tipo muy llamativo y a su chica, tres de los últimos cinco días. Fraser alzó la voz con aspereza.
—Pero no hoy, ¿eh?
Tate lanzó una risita detrás del pañuelo.
—Supongo que lo vieron y se largaron, Fraser. Esa jeta de vinagre que tiene los haría desplegar las velas, seguro. Nerviosos como gatos, esos dos.
—¿Saben que ustedes los vieron? —dijo Fraser.
—No son estúpidos, Fraser. Saben lo que hacen. El tipo es uno de esos ojeadores de las carreras, si no me equivoco, y ella una fulana de altos vuelos. La muñequita intentó engatusar aquí a Velasco. Quería saber quién nos contrató. No se lo dijimos —dijo tras pensárselo un momento.
—¿Qué les contaron de ellos? —inquirió Fraser con tono brusco.
—La mujer dijo que era la hermana de Francis Rudwick —respondió Velasco—. Investigaba el asesinato de su hermano. Lo dijo sin más, sin que yo le preguntara.
—Por supuesto que no nos creímos esa chachara —dijo Tate—. No se parece en nada a Rudwick. Pero no tenía mala pinta la muselina esa. Cara dulce, pelirroja… Lo más probable es que fuera la querida de Rudwick.
—¡Es una asesina! —saltó Mallory.
—Qué gracioso, don, eso mismo dice ella de usted.
—¿Sabe dónde encontrarlos? —preguntó Fraser. Tate sacudió la cabeza.
—Podríamos mirar —se ofreció Velasco.
—¿Por qué no lo hacen mientras siguen a Foulke? —respondió Mallory con un golpe de inspiración—. Tengo la sensación de que podrían estar todos confabulados de algún modo.
—Foulke está en Brighton —dijo Tate—. No soportaba el hedor, muy sensible, el caballero. Y si tenemos que ir a Brighton, a Velasco y a mí no nos vendría mal tener dinero para el tren, gastos, ya sabe.
—Mándeme la factura —respondió Mallory. Luego dio a Velasco un billete de una libra.
—El doctor Mallory quiere esa factura totalmente detallada —apuntó Fraser—. Y con recibos.
—Faltaba más, don —dijo Tate. Se llevó la mano al ala del sombrero, el saludo de la poli—. Encantado de servir a los intereses de la nación.
—Y tenga cuidado con esa lengua, Tate.
Tate no le hizo caso y lanzó una mirada lasciva a Mallory.
—Tendrá noticias nuestras, don.
Fraser y Mallory los vieron irse.
—Creo que se ha quedado sin dos libras —dijo Fraser—. Jamás volverá a ver a esos dos.
—Pues quizá me haya salido barato —respondió Mallory.
—Pues no, señor. Hay formas mucho más baratas.
—Por lo menos ya no me arrearán por detrás con una cachiporra.
—No, señor, ellos no.
Mallory y Fraser comieron unos sandwiches resecos de pavo y beicon que adquirieron en un carrito callejero con laterales de cristal. De nuevo fueron incapaces de alquilar un cabriolé. No quedaba ni uno solo en la calle. Todas las estaciones de metro estaban cerradas, protegidas por piquetes de obreros iracundos que insultaban a gritos a todo el que pasaba por delante.
El segundo compromiso del día, en Jermyn Street, resultó una gran decepción para Mallory. Había ido al museo para hablar de su discurso, pero el señor Keats, el quinótropo de la Real Sociedad, había enviado un telegrama diciendo que se encontraba muy enfermo, y a Huxley lo habían arrastrado a la reunión de un comité de lores intelectuales para hablar de la emergencia. Mallory ni siquiera pudo cancelar su discurso, como le había sugerido Disraeli, porque el señor Trenham Reeks se declaró incapaz de tomar semejante decisión sin la autoridad de Huxley, que, por su parte, no había dejado dirección ni número telegráfico alguno en el que fuera posible localizarlo. Y para echar más sal en la llaga, el Museo de Geología práctica se encontraba casi desierto: las alegres multitudes de escolares y los entusiastas de la Historia natural habían quedado reducidos a unos cuantos desgraciados huraños que habían entrado para respirar un aire algo más limpio y para huir del calor. Paseaban con aire perdido y sin rumbo bajo el imponente esqueleto del leviatán, como si ansiaran romper sus poderosos huesos y sorberle la médula.
No quedaba más remedio que volver andando al Palacio de Paleontología y prepararse para la cena de esa noche con la Asociación de Jóvenes Agnósticos. Se trataba de un grupo compuesto por estudiantes intelectuales. Se esperaría de Mallory, como invitado de honor de la velada, que hiciera algunos comentarios tras la cena. Había esperado con bastante impaciencia el acontecimiento, ya que los componentes de la asociación formaban un grupo muy alegre, en absoluto tan pomposo como podría sugerir su respetable nombre, y en compañía exclusiva de varones podría contar unos cuantos chistes desenfadados adecuados para jóvenes solteros; había oído varios a «Dizzy» Disraeli que le parecían muy buenos. Pero ahora se preguntaba cuántos de sus anfitriones quedaban en Londres, o cómo conseguirían reunirse los jóvenes si todavía sentían la inclinación de hacerlo. Y lo que era aún peor, cómo resultaría la cena en el salón superior del pub Black Friars, que se encontraba cerca del puente Blackfriars, por donde soplaba un viento proveniente del Támesis. Las calles se vaciaban a ojos vista. Una tienda tras otra colocaba el cartel de
«Cerrado». Mallory había tenido la esperanza de encontrar un barbero que le recortara el pelo y la barba, pero no tuvo esa suerte. La ciudadanía de Londres había huido o se había ocultado tras sus ventanas bien cerradas. El humo se asentaba a ras del suelo y se mezclaba con una niebla fétida, hasta producir un puré de guisantes amarillento que se colaba por todas partes y dificultaba el ver algo más allá de media manzana. Los escasos transeúntes que quedaban surgían súbitamente de la oscuridad como fantasmas bien vestidos. Fraser marchaba delante, resignado e infalible, y Mallory supuso que el veterano policía podría guiarlo por las calles de Londres con los ojos vendados. Ahora llevaban los pañuelos sobre la cara. Parecía una precaución sensata, aunque a Mallory le molestaba un poco que Fraser pareciera ahora no solo reticente, sino también amordazado.
—Los quinótropos son el problema —opinó Mallory mientras subían por Brompton Road, donde las agujas de los palacios científicos quedaban veladas por la fetidez—. No era así cuando me fui de Inglaterra. Hace dos años no había tantos de esos malditos trastos. Ahora no me permiten dar un discurso público sin uno. —Tosió—. Me llevé un susto al ver ese gran panel allí arriba, en Fleet Street, montado delante del Evening Telegraph y chasqueando como un loco por encima de la multitud. «Trenes cerrados por la huelga de obreros», decía aquello. «El Parlamento censura el estado del Támesis».
—¿Y qué tiene de malo? —preguntó Fraser.
—Que no cuenta nada —respondió Mallory—. ¿Quién en el Parlamento? ¿Qué estado del Támesis en concreto? ¿Qué dijo el Parlamento sobre eso? ¿Algo inteligente, o meras tonterías?
Fraser profirió un gruñido.
—Existe la malvada pretensión de que nos han informado, ¡pero en realidad no ha ocurrido tal cosa! Un simple lema, una letanía vacía. No se oye ningún argumento, no se sopesa ninguna prueba. No son noticias, mentira, solo una fuente de entretenimiento para ociosos.
—Algunos podrían decir que es mejor que los ociosos sepan un poco que nada en absoluto.
—Y algunos podrían ser idiotas, Fraser, maldita sea. Esos quinolemas son como imprimir billetes de banco sin oro que los respalde, o como extender cheques de una cuenta vacía. Si ese va a ser el nivel del discurso racional para la gente normal, entonces debo pedir tres vivas por la autoridad de la Casa de los Lores. Un lento faetón contra incendios pasó a su lado resoplante. Los bomberos fatigados viajaban en los estribos y llevaban la ropa y la cara ennegrecidas por el trabajo, o por el mismo aire de Londres, o quizá por el chorro de hollín hediondo que expelían las chimeneas del propio faetón. A Mallory le pareció una extraña ironía que un faetón contra incendios se propulsase gracias a la ayuda de un montón de carbón ardiente. Pero quizá sí tenía cierto sentido, porque con un tiempo como aquel a un tiro de caballos le costaría mucho galopar siquiera una manzana.
Mallory estaba deseando calmar su irritada garganta con un ponche de coñac, pero parecía que había más humo dentro del Palacio de Paleontología que fuera. Todo lo impregnaba un tufo áspero, como a ropa de cama quemada.
Quizá los galones imperiales de manganato de sosa de Kelly habían corroído las cañerías. En cualquier caso, parecía que este hedor al final había derrotado a los huéspedes del palacio, porque apenas quedaba un alma en el vestíbulo y no se oía ni un murmullo en el comedor.
Mallory intentaba que lo atendieran en el salón, entre las pantallas lacadas y los tapizados de seda roja, cuando apareció el propio Kelly con el rostro tenso y decidido.
—¿Doctor Mallory?
—¿Sí, Kelly?
—Tengo malas noticias para usted, señor. Ha acaecido un desgraciado suceso. Un incendio, señor.
Mallory miró a Fraser.
—Sí, señor —dijo el conserje—. Señor, cuando se fue hoy, ¿dejó quizá ropa cerca del mechero de gas? ¿O un puro todavía encendido?
—¡No querrá decir que el fuego se produjo en mi habitación!
—Eso me temo, señor.
—¿Un incendio grave?
—Los huéspedes eso pensaron, señor. Y también los bomberos. —Kelly no dijo nada sobre la opinión del personal del palacio, pero su rostro dejaba claros sus sentimientos.
—¡Siempre apago el gas! —espetó Mallory—. No lo recuerdo con exactitud… pero yo siempre apago el gas.
—Su puerta estaba cerrada con llave, señor. Los bomberos tuvieron que entrar por la fuerza.
—Querríamos echar un vistazo —sugirió Fraser con suavidad.
Habían abierto con un hacha la puerta de la habitación de Mallory, y el suelo combado estaba cubierto de arena y agua. Los montones de revistas y correspondencia habían ardido con fiereza y habían consumido por completo su escritorio y un gran trozo ennegrecido de alfombra. Había un enorme agujero carbonizado en la pared, detrás del escritorio, y arriba, en el techo, donde las vigas y los cabrios desnudos habían quedado reducidos a carbón. El guardarropa de Mallory, repleto de galas londinenses, había ardido y quedado reducido a cenizas y un espejo roto. Mallory estaba fuera de sí, abrumado por la rabia y un profundo sentimiento de vergüenza.
—¿Cerró la puerta con llave, señor? —preguntó Fraser.
—Siempre lo hago. ¡Siempre!
—¿Me permite ver su llave?
Mallory entregó a Fraser su llavero. El policía se arrodilló en silencio al lado del astillado marco de la puerta. Examinó la cerradura con atención y luego se puso en pie.
—¿Se ha informado acerca de algún tipo sospechoso en el vestíbulo? —preguntó Fraser a Kelly. Este se ofendió.
—¿Me permite preguntar quién es usted para inquirir tal cosa, señor?
—Inspector Fraser, de Bow Street.
—No, inspector —respondió Kelly mientras inspiraba entre los dientes—. Ningún tipo sospechoso. ¡No, que yo sepa!
—Mantendrá este asunto en secreto, señor Kelly. Supongo que, al igual que otros establecimientos de la Real Sociedad, ustedes solo admiten como huéspedes a intelectuales acreditados…
—¡Esa es nuestra firme política, inspector!
—¿Pero a sus huéspedes se les permite tener visitas?
—Visitantes masculinos, señor, o damas con la compañía adecuada. ¡Nada escandaloso, señor!
—Un revientapuertas de hotel bien vestido —concluyó Fraser—. Y pirómano. No tan buen pirómano como revientapuertas: tuvo un modo bastante torpe de amontonar esos papeles debajo del escritorio y el armario. Tenía una ganzúa básica para esta cerradura de resorte. Tuvo que arañar un poco, pero dudo que le llevara siquiera cinco minutos.
—Esto resulta de todo punto inconcebible —dijo Mallory.
Kelly parecía a punto de echarse a llorar.
—¡Un huésped intelectual expulsado de su habitación con un incendio! ¡No sé qué decir! ¡No había oído de una maldad semejante desde los tiempos de Ludd! ¡Es una vergüenza, doctor Mallory, una auténtica vergüenza!
Mallory negó con la cabeza.
—Debería haberles advertido acerca de esto, señor Kelly. Tengo enemigos muy peligrosos.
Kelly tragó saliva.
—Lo sabemos, señor. Se habla mucho de ello entre el personal, señor. Fraser estaba examinando los restos del escritorio; hurgaba entre la basura con la barra deformada de latón del armario.
—Sebo —aseguró.
—Disponemos de un seguro, doctor Mallory —ofreció Kelly con tono esperanzado—. No sé si nuestra póliza cubre exactamente este tipo de asuntos, ¡pero espero que podamos compensarlo por las pérdidas! ¡Por favor, acepte mis más sinceras disculpas!
—Esto es injurioso —espetó Mallory mientras contemplaba los restos—. ¡Pero no una herida tan grande como quizá esperaban! Guardo mis papeles más importantes en la caja de seguridad del palacio. Y por supuesto, jamás dejo dinero aquí. —Se detuvo un instante mientras miraba a su alrededor—. Supongo que la caja fuerte del palacio permanece intacta, señor Kelly.
—Sí, señor —respondió Kelly—. O mejor, permítame ir a comprobarlo de inmediato, señor. —Se fue a toda prisa con una reverencia.
—Su amigo, el hombre del estilete del derby —dijo Fraser—. No se atrevió a seguirlo hoy, pero una vez nos fuimos subió aquí sin que nadie lo viera, forzó la puerta y encendió velas entre sus papeles amontonados. Hacía ya tiempo que se había puesto a salvo cuando se dio la alarma.
—Debe de saber mucho sobre mi horario —caviló Mallory—. Me atrevería a decir que lo sabe todo sobre mí. Ha saqueado mi número. Me ha tomado por tonto.
—Es una manera de decirlo, señor. —Fraser tiró a un lado la barra de latón—. No es más que un aficionado con pretensiones. El pirómano experto utiliza parafina líquida, que se consume junto con todo lo que toca.
—Esta noche no podré acudir a esa cena de los agnósticos, Fraser. ¡No tengo nada que ponerme!
Fraser se quedó parado.
—Veo que se enfrenta a su desgracia con gran valentía, como un erudito y un caballero, doctor Mallory.
—Gracias —respondió Mallory, tras lo que se produjo un silencio—. Fraser, necesito una copa.
Este asintió lentamente.
—Por el amor de Dios, Fraser, vamos a algún sitio donde podamos beber como auténticos canallas depauperados, ¡y sin que le añadan esa falsa pátina de jengibre a todo! ¡Salgamos de este palacio moderno a un lugar donde dejen entrar a un hombre al que no le queda sino la chaqueta que lleva puesta! —Propinó una patada a los restos carbonizados de su armario.
—Sé lo que necesita, señor —respondió Fraser con tono tranquilizador—. Un sitio alegre donde pueda desfogarse, donde haya copas, baile y damas bulliciosas. Mallory descubrió los botones alargados de latón ennegrecido del abrigo militar que había usado en Wyoming. La visión le dolió.
—No estará intentando protegerme, ¿verdad, Fraser? Supongo que Oliphant le pidió que me cuidara. Creo que eso sería un error. Tengo ganas de buscar problemas, Fraser.
—No me confundo respecto a usted, señor. El día ha resultado ciertamente cruel. Pero claro, todavía tiene que ver los jardines de Cremorne.
—¡Lo único que quiero ver es al hombre del estilete en el punto de mira de un rifle para búfalos!
—Entiendo lo que siente a la perfección, señor.
Mallory abrió su cigarrera de plata (al menos todavía le quedaba aquella posesión) y encendió su último habano de primera clase. Aspiró con fuerza hasta que la calma del buen tabaco inundó su torrente sanguíneo.
—Por otro lado —dijo al fin—, supongo que esos jardines de Cremorne bien podrían servir en caso de apuro.
Abrió camino Fraser. Bajaron por Cromwell Lane y pasaron al lado de la gran mole pálida de ladrillos que era el Hospital para las Enfermedades del Pecho. Mallory no pudo evitar pensar que aquella noche parecía un lugar alarmante, de pesadilla. Una vaga aprensión siguió alimentándose de su mente, hasta el punto de que se detuvieron en el pub siguiente, donde Mallory se tomó cuatro o es posible que cinco tragos de un güisqui sorprendentemente bueno. El pub estaba atestado de gente de New Brompton que parecía alegre, acogedora y algo agobiada, y que no hacía más que echar monedas de dos peniques en una pianola que tintineaba sin parar Ven al emparrado, una canción que Mallory detestaba. No hubo descanso para él allí. En cualquier caso, no eran los jardines de Cremorne.
Se encontraron con la primera señal auténtica de problemas unas cuantas manzanas más abajo de New Brompton Road, al lado de la fábrica de cubiertas de suelo patentadas de Bennett & Harper. Una multitud levantisca de hombres uniformados rondaba las puertas de la extensa fábrica. Problemas industriales de algún tipo. A Fraser y Mallory les llevó algún tiempo descubrir que la multitud estaba compuesta casi en su totalidad por policías. Bennett & Harper producía un material impermeable de alegres estampados compuesto de arpillera, corcho triturado y derivados del carbón, muy apropiado para ser cortado y pegado en las cocinas y baños de la clase media. También producía un gran volumen de residuos que emitía por media docena de chimeneas, residuos sin los que la ciudad hubiera podido pasar, estaba claro, al menos durante un tiempo. Los primeros agentes que llegaron a la escena (o al menos ellos reclamaban tal distinción) habían sido un grupo de inspectores de la Oficina Real de Patentes, a los que un plan de contingencia del Gobierno había obligado a hacerse cargo de la emergencia industrial. Pero los señores Bennett y Harper, preocupados por no perder la producción del día, habían desafiado la autoridad legal que tenían los hombres de las patentes para cerrarles los talleres. Pronto se enfrentaron a ellos dos inspectores más del Comité Industrial de la Real Sociedad que afirmaban que había precedentes. Al agente de policía local lo había atraído el jaleo, y lo había seguido una brigada móvil de la Policía Metropolitana de Bow Street que llegó en un autobús de vapor requisado. El Gobierno se había apropiado ya de la mayor parte de los autobuses, junto con la flota de taxis de la ciudad, de acuerdo con las medidas de emergencia que debían dar respuesta a las huelgas del ferrocarril. La policía había cerrado de inmediato las chimeneas, un buen trabajo que honraba las buenas intenciones del Gobierno. Pero los trabajadores de la fábrica todavía seguían en las instalaciones, ociosos y muy inquietos, ya que nadie había mencionado unas vacaciones pagadas, aunque estaba claro que los huelguistas pensaban que, en tales circunstancias, se las merecían. También quedaba por ver quién era el responsable de vigilar la propiedad de los señores Bennett y Harper, y quién sería el responsable de dar la orden oficial para que se pusieran en marcha las calderas de nuevo. Lo peor de todo era que parecía haber problemas graves con el servicio telegráfico de la policía, encauzado, era de suponer, a través de la pirámide que en Westminster albergaba la Oficina Central de Estadísticas. Allí debía de haber dificultades por culpa del hedor, conjeturó Mallory.
—Usted pertenece a la División Especial, señor Fraser —dijo—. ¿Por qué no endereza a estos zoquetes?
—Muy ingenioso —replicó Fraser.
—Me preguntaba por qué no habíamos visto agentes patrullando las calles. ¡Deben de estar encerrados en los complejos fabriles de todo Londres!
—Y a usted eso parece alegrarle muchísimo —protestó Fraser.
—¡Burócratas! —se burló Mallory muy contento—. Podrían haber supuesto que esto iba a pasar de haber estudiado bien la teoría catastrofista. Es una concatenación de interacciones sinérgicas: ¡todo el sistema se halla en la ruta de duplicación que conduce al caos!
—¿Qué significa eso, si no es molestia?
—En esencia —dijo Mallory con una sonrisa detrás del pañuelo—, en términos que pueda entender un lego, significa que todo empeora el doble, y el doble de rápido.
¡Hasta que todo se derrumba por completo!
—Eso es palabrería de intelectuales. No supondrá que tiene algo que ver con lo que está pasando de verdad aquí en Londres, ¿verdad?
—¡Una pregunta muy interesante! —asintió Mallory—. ¡Y con hondas raíces metafísicas! Si elaboro un modelo preciso de un fenómeno, ¿significa eso que lo entiendo? ¿O podría ser simple coincidencia, mero producto de la técnica? Por supuesto, como el ardiente defensor de las simulaciones que soy, pongo mucha fe en los modelos de las máquinas. Pero la doctrina se puede cuestionar, no cabe duda.
¡Aguas profundas, Fraser! ¡Es ese tipo de cosas con las que se crecían el viejo Hume y el obispo Berkeley!
—No estará borracho, ¿verdad, señor?
—Solo un poco animado —dijo Mallory—. Achispado, podría decirse —siguieron adelante tras decidir prudentemente dejar a la policía con sus pleitos. Mallory lamentó de repente la pérdida del bueno de su abrigo de Wyoming, el de los botones de madera. Echaba de menos la cantimplora, su catalejo, la acogedora rigidez de un rifle a la espalda; la visión de un horizonte frío, limpio y salvaje donde la vida se vivía a fondo y la muerte era rápida y honesta. Ojalá estuviera lejos de Londres, de nuevo en una expedición. Podía cancelar todos sus compromisos. Podía solicitar fondos a la Real Sociedad, o todavía mejor, a la Sociedad Geográfica. ¡Se iría de Inglaterra!
—No es necesario que haga eso, señor —dijo Fraser—. En realidad, bien podría empeorar las cosas.
—¿Estaba hablando en voz alta?
—Un poco, señor. Sí.
—¿Dónde podría un hombre conseguir un rifle de caza de primera clase aquí en la ciudad, Fraser?
Se encontraban detrás del parque de Chelsea, en un lugar llamado Camera Square, donde las tiendas ofrecían productos ópticos muy caros: talbotipos, linternas mágicas, fenaquistiscopios, telescopios para el aficionado a la observación de las estrellas. Había microscopios de juguete para el joven intelectual de la casa, porque a los niños solían interesarles mucho los animálculos que se agitaban en el agua de un estanque. Las diminutas criaturas no tenían ningún interés práctico, pero su estudio podría guiar las jóvenes mentes hacia las doctrinas de la verdadera ciencia. Azuzado por la emoción, Mallory se detuvo ante un escaparate que exhibía tales microscopios. Le recordaron al amable y anciano lord Mantell, que le había ofrecido su primer trabajo ordenando las cosas en el museo de Lewes. De ahí había pasado a catalogar huesos y huevos de pájaro, hasta que al final había logrado acceder a una auténtica beca de Cambridge. Recordó que el anciano lord llegaba a entusiasmarse con la rama de abedul, pero con toda probabilidad no más de lo que Mallory se merecía. Se oyó un extraño zumbido que procedía de calle arriba. Mallory miró en esa dirección y vio una figura extraña, fantasmal y medio agazapada que surgía de la niebla. La ropa aleteaba a su alrededor debido a la velocidad y portaba un par de bastones ladeados bajo los brazos.
Mallory se apartó de un brinco en el último momento y el muchacho pasó como un tiro a su lado, con un chillido de alegría. Se trataba de un joven londinense de unos trece años que patinaba sobre unas botas con ruedas de caucho. El muchacho giró con rapidez, derrapó, se detuvo con pericia y empezó a impulsarse de nuevo con los bastones por la acera. De repente, Mallory y Fraser se vieron rodeados por toda una jauría de muchachos que saltaban y chillaban con diabólico regocijo. Ninguno de los otros calzaba zapatos con ruedas, pero casi todos lucían las pequeñas máscaras de tela cuadrada que los empleados de la Oficina se ponían para cuidar de sus máquinas.
—¡A ver, muchachos! —ladró Fraser—. ¿De dónde habéis sacado esas máscaras?
No le hicieron ningún caso.
—¡Eso ha sido tremendo! —gritó uno de ellos—. ¡Hazlo otra vez, Bill! Otro de los muchachos dobló la pierna tres veces en un extraño movimiento ritual, antes de dar un gran salto y cacarear:
—¡Azúcar!
Los que lo rodeaban se echaron a reír y lo vitorearon.
—¡Eh, calmaos! —ordenó Fraser.
—¡Jeta de vinagre! —le espetó con una mueca grosera uno de los picaros—. ¡Qué sombrero más espantoso! —la jauría entera estalló en carcajadas estridentes.
—¿Dónde están vuestros padres? —quiso saber Fraser—. ¡No deberíais estar corriendo por ahí con este tiempo!
—¡Rayos y centellas! —se burló el muchacho de los zapatos con ruedas—. ¡Adelante, mi entusiasta banda! ¡A las órdenes de Pantera Bill! —Y entonces clavó los bastones y salió rodando. Los otros lo siguieron entre gritos y alaridos.
—Demasiado bien vestidos para ser golfillos de la calle —comentó Mallory. Los muchachos se habían alejado un poco y se habían puesto a jugar al latigazo. Cada muchacho agarraba a toda prisa al siguiente por el brazo hasta que formaban una cadena. El muchacho de las ruedas se colocó en el extremo de la cola.
—No me gusta la pinta que tiene eso —murmuró Mallory.
La cadena giró por toda Camera Square. Cada eslabón iba adquiriendo velocidad, hasta que de repente el chico con ruedas en los pies se soltó del extremo como la piedra de una catapulta. Salió disparado con un chillido de alegría diabólica, tropezó con alguna pequeña discontinuidad en el pavimento y se estrelló de cabeza contra una luna de cristal.
El escaparate estalló en una lluvia de cristales que cayeron como hojas de guillotina. El joven Pantera Bill quedó tendido en la acera, al parecer aturdido o muerto. Se produjo un horrible momento de silencio espantado.
—¡A por el tesoro! —chilló uno de los muchachos. Con gritos enloquecidos, la jauría se encaramó al escaparate roto y empezó a coger todo cuanto veía: telescopios, trípodes, útiles de cristal para experimentos químicos…
—¡Alto! —gritó entonces Fraser—. ¡Policía! —Metió la mano en la chaqueta, se arrancó el pañuelo y dio tres toques agudos a un silbato niquelado. Los muchachos huyeron al instante. Unos cuantos dejaron caer el botín del que se habían adueñado, pero el resto se aferró a sus premios con determinación y todos corrieron como macacos. Fraser salió resoplando tras ellos. Mallory, que lo seguía, llegó al escaparate donde todavía yacía tirado Pantera Bill. Cuando se acercaron, el chico se incorporó sobre el codo y sacudió la cabeza ensangrentada.
—Estás herido, hijo —comentó Mallory.
—¡Estoy en plena forma! —respondió Pantera Bill despacio. Tenía el cuero cabelludo abierto hasta el hueso y la sangre le chorreaba sobre las dos orejas—. ¡Quitadme las manos de encima, bandidos enmascarados!
Con un poco de retraso, Mallory se bajó también el pañuelo e intentó sonreír al chico.
—Estás herido, hijo. Necesitas ayuda. —Fraser y Mallory se inclinaron sobre el joven.
—¡Socorro! —chilló—. ¡Ayudadme, mi banda!
Mallory se dio la vuelta para mirar. Quizá se podría enviar a uno de los chicos a buscar ayuda.
Un reluciente fragmento triangular de cristal surgió entonces de la bruma y alcanzó a Fraser en plena espalda. Un espasmo recorrió al sorprendido policía. Pantera Bill se irguió con cierto esfuerzo hasta colocarse a cuatro patas, y luego se incorporó de un salto sobre sus pies rodantes. Se oyó entonces el ruidoso estallido de otro escaparate cercano, el tintineo musical del cristal y los gritos alborozados. La esquirla de vidrio sobresalía de forma espantosa de la espalda de Fraser. La tenía incrustada.
—¡Van a matarnos! —exclamó Mallory mientras tiraba del brazo de Fraser. Tras ellos, los cristales estallaban como bombas. Algunos salían volando a ciegas y se estrellaban contra las paredes, otros caían en cascada desde el parteluz de sus escaparates.
—Por todos los diablos… —murmuró Fraser. El grito de Pantera Bill resonó entre la niebla.
—¡A por el tesoro, mis entusiastas! ¡A por el tesoro!
—Apriete los dientes —dijo Mallory. Dobló el pañuelo para protegerse la mano y extrajo el fragmento de la espalda. Para gran alivio suyo salió de una pieza. Fraser se estremeció.
Mallory lo ayudó con cuidado a quitarse la chaqueta. La sangre le había manchado la camisa hasta la cintura, aunque no parecía tan grave como podría haber sido. La esquirla había alcanzado la correa de gamuza de la pistolera del policía, que alojaba una pequeña y compacta avispera.
—Su pistolera contuvo la mayor parte —dijo Mallory—. Tiene un corte, pero no es profundo. No ha atravesado las costillas. Pero tenemos que detener esa hemorragia…
—La comisaría —asintió Fraser—. Kings Road West. —Se había puesto muy pálido. Un nuevo estrépito de cristales resonó a lo lejos, tras ellos. Se alejaron rápidamente. Fraser sufría con cada paso que daba.
—Será mejor que se quede conmigo —dijo—, que pase la noche en la comisaría. La situación ha empeorado mucho.
—Claro —dijo Mallory—. Usted no se preocupe.
—Hablo en serio, Mallory.
—Desde luego.
Dos horas más tarde, Mallory se encontraba en los jardines de Cremorne.
El documento que se está analizando es una carta holográfica. Se ha eliminado el encabezamiento y la hoja se ha doblado de forma precipitada. No hay fecha, pero el análisis grafológico establece que es la auténtica letra de Edward Mallory, escrita a toda prisa y en un estado que sugiere cierta pérdida de coordinación muscular. El papel, de modesta calidad y muy amarillo por el paso del tiempo, es de un tipo de uso gubernamental común a mediados de la década de los 50 del siglo XIX. Lo más probable es que proceda de la comisaría de Kings Road West. El texto, escrito con una tinta muy desvaída y un plumín gastado por el uso, reza lo siguiente:
Muy señora mía:
No se lo he contado a nadie. Pero a alguien hay que decírselo. La conclusión es, pues, que usted debe ser mi confidente, pues no hay nadie más. Cuando acepté custodiar su propiedad, lo hice con toda libertad. Su petición es una solicitud que cumplo como haría con una orden real, y sus enemigos se tornan, por supuesto, los míos. Es el mayor privilegio de mi vida ser su paladín. Por favor, no se alarme por mi seguridad. Se lo ruego, no tome por mí medida alguna que pudiera ponerla en peligro. Cualquier riesgo que haya en esta batalla lo asumo con alegría, pero bien es cierto que el riesgo existe. Si me aconteciera lo peor, es probable que su propiedad nunca se recuperase. He examinado las tarjetas. Creo tener una vaga idea de su uso, aunque están muy por encima de mis escasas habilidades con las máquinas. Si esto ha resultado una impertinencia, le ruego que me perdone.
He envuelto fuertemente las tarjetas en capas de paño blanco y limpio y las he sellado en persona dentro de un contenedor de yeso cerrado al vacío. Dicho contenedor es el cráneo del espécimen de brontosauro que se halla en el Museo de Geología Práctica de Jermyn Street. Su propiedad reposa ahora totalmente a salvo a unos treinta pies por encima del suelo. Ni un alma lo sabe, salvo usted y el más humilde servidor de su señoría,
Edward Mallory, M. R. S., M. R. S. G.