Segunda iteración

Día del derby

Lo han captado a mitad de zancada, cuando intenta introducirse oblicuamente en las profundidades de la multitud festiva. El ángulo de apertura ha capturado una fracción de su rostro: pómulo alto, barba oscura y espesa bien recortada, oreja derecha, un mechón de cabello rebelde visible entre el cuello de la chaqueta de pana y la gorra a rayas. Las vueltas de sus pantalones oscuros, bien abotonados, con polainas de cuero sobre botas de marcha claveteadas, están salpicadas hasta las pantorrillas por el barro de creta de Surrey. La charretera izquierda de su gastado impermeable se abotona con solidez sobre la correa de un estuche de prismáticos de factura militar; las solapas aletean abiertas bajo el calor y muestran unos cazonetes de latón, macizos y relucientes. Lleva las manos metidas en los bolsillos del largo abrigo. Se llama Edward Mallory.

Recorría un destello barnizado de carruajes, caballos con anteojeras que pacían ruidosos en la hierba, entre los olores de su infancia de los arneses, el sudor y el estiércol pastoso. Sus manos hacían inventario del contenido de sus varios bolsillos. Llaves, cigarrera, billetero, tarjetero. El grueso mango de cuerno de su navaja multiusos Sheffield. Cuaderno de campo, el objeto más valioso de todos. Un pañuelo, un cabo de lápiz, unos cuantos chelines sueltos. Hombre práctico, el doctor Mallory sabía que todas las multitudes deportivas acogían a sus ladrones, y que la ropa de ninguno de ellos indicaba su papel en la vida. Allí, cualquiera podía ser un ratero. Era un hecho; un riesgo.

Una mujer se metió sin darse cuenta en el camino de Mallory y los clavos de las botas de este rasgaron el volante de la falda. La mujer se giró, hizo una mueca y tiró para liberarse con un chirrido de miriñaque, al tiempo que Mallory se llevaba la mano a la gorra y seguía andando con paso firme. La mujer de algún granjero, una criatura torpe de grandes mejillas rojas, civilizada e inglesa como una vaca lechera. Los ojos de Mallory todavía estaban acostumbrados a una raza más salvaje: las pequeñas y bronceadas mujeres lobo de los cheyenes, con sus grasientas trenzas negras y los pantalones apretados de cuero con cuentas. Los aros de las numerosas faldas que lo rodeaban parecían una aberrante proeza de la evolución. Las hijas de Albión llevaban ahora un buen andamiaje, todo acero y hueso de ballena.

Un bisonte, eso era. El bisonte americano, esa misma silueta de faldas redondas cuando el gran rifle los derriba… Tenían una forma muy particular de desplomarse sobre la hierba alta de la pradera: de repente, a una montaña de carne peluda le fallaban las patas. Los grandes rebaños de Wyoming se quedaban muy quietos a la espera de la muerte, se limitaban a sacudir un poco las orejas, confusos por el lejano estallido del rifle.

Y ahora Mallory se colaba entre aquel otro rebaño, asombrado de que una simple moda pudiera llevar tan lejos su misterioso ímpetu. Los hombres, entre sus damas, parecían de una especie diferente. Su estilo en absoluto resultaba tan exagerado, salvo quizá por las brillantes chisteras, aunque su ojo interior se negaba a encontrar exótico sombrero alguno. Sabía demasiado de sombreros, sabía demasiado de los secretos totalmente mundanos de su fabricación. Se daba cuenta con una sola mirada de que la mayor parte de los sombreros que lo rodeaban eran muy baratos, cosidos por máquinas y cortados previamente en una fábrica, aunque parecían casi tan buenos como la obra de cualquier artesano sombrerero y costaban la mitad, o aún menos. Mallory había ayudado a su padre en la pequeña camisería de Lewes: perforaba, hilvanaba, moldeaba, cosía. A su padre, que sumergía el fieltro en el baño de mercurio, no parecía importarle el mal olor.

A Mallory no le afectaba mucho lo que terminaría siendo la muerte del oficio de su padre. Se le fue de la cabeza en cuanto vio que se vendían bebidas en una tienda de lona a rayas. Los hombres se agolpaban ante el mostrador y se limpiaban la espuma de la boca. Al verlo lo atacó la sed. Esquivó a un trío de deportistas de buena cuna, que con fustas bajo el brazo discutían las probabilidades del día, se llegó al mostrador y dio unos golpecitos sobre él con un chelín.

—¿Qué va a ser, señor? —preguntó el camarero.

—Un ponche de coñac.

—¿De Sussex, señor?

—Así es. ¿Por qué?

—No puedo hacerle un auténtico ponche de coñac, señor, no tengo hordiate —explicó el hombre con una expresión viva y triste—. No hay mucha demanda fuera de Sussex.

—Han pasado casi dos años desde la última vez que probé el ponche de coñac —dijo Mallory.

—Le mezclo un estupendo bumbo, señor. Es muy parecido al ponche de coñac, ¿no?

Pues un buen puro, entonces. ¡Solo dos peniques! ¡Una gran planta de Virginia!

El camarero le presentó un cigarro torcido que había sacado de una caja de madera. Mallory negó con la cabeza.

—Cuando me apetece algo soy un hombre muy obstinado. Un ponche de coñac o nada.

El camarero sonrió.

—¿No hay forma de convencerlo? ¡Un hombre de Sussex, sin duda! Yo también soy del condado. Tome este magnífico puro gratis, señor, con mis saludos.

—Muy amable por su parte —respondió un sorprendido Mallory. Salió con paso tranquilo mientras sacaba un lucifer de su pitillera. Tras encender la cerilla con la bota, aspiró el humo del cigarro para que cobrara vida y metió con garbo los pulgares en las axilas del chaleco.

El puro sabía a pólvora mojada. Se lo arrancó de la boca. Una vitola de papel barato envolvía la horrible hoja de color negro verdoso, una pequeña bandera con barras y estrellas y el lema «Marca de la victoria». Basura de guerra yanqui. Tiró el cigarro de tal suerte que rebotó echando chispas sobre el costado de una carreta de gitanos, donde un niño moreno vestido con harapos se apresuró a recogerlo. A la izquierda de Mallory, un faetón de vapor recién fabricado se metía resoplando entre la multitud, el conductor erguido en su puesto. Cuando el hombre tiró de la palanca del freno, una campana de bronce resonó en la proa granate del faetón y la gente se dispersó de mala gana ante el avance del vehículo. Sobre la multitud, los pasajeros se distraían en sillones de terciopelo, con la capota antichispas plegada para dejar pasar el sol. Un viejo y sonriente pez gordo con guantes de cabritilla sorbía champán con un par de jovencitas, ya fueran sus hijas o sus queridas. En la puerta del faetón relucía un escudo de armas: rueda dentada azur y martillos cruzados argentinos. Algún emblema radical desconocido para Mallory, que conocía las armas de todos los lores intelectuales, aunque no estaba tan al tanto de los capitalistas. La máquina se dirigía al este, hacia los garajes del derby. Él se colocó detrás y dejó que le abriera camino. Mantenía el ritmo con facilidad y sonreía cuando los carreteros luchaban con los caballos asustados. Se sacó el cuaderno del bolsillo, trastabilló en las huellas dejadas por las gruesas ruedas de la carroza y hojeó las páginas llenas de color de su guía del coleccionista. Era la edición del año anterior y no encontró el escudo de armas. Era una pena, pero aquello no significaba demasiado cuando cada semana se nombraban nuevos nobles. Como clase, a sus señorías les encantaban los carros de vapor.

La máquina puso rumbo hacia los penachos de vapor grisáceo que se elevaban detrás de las columnas de las tribunas de Epsom, y ascendió encorvada y despaciosa por la cuneta de un camino de acceso pavimentado. Mallory ya veía los garajes, una estructura larga y laberíntica de estilo moderno, con vigas de hierro descarnado y tejado de láminas de chapa sujetas con tornillos. Las duras líneas quedaban interrumpidas de vez en cuando por brillantes gallardetes y ventiladores con cubiertas de latón.

Mallory siguió los resoplidos de la nave hasta que estacionó en una caseta. El conductor liberó las válvulas y se produjo un gran chorro de vapor. Los monos de la caballeriza se pusieron a trabajar con equipo lubricante, al tiempo que los pasajeros desplegaban una escalerilla. El lord y sus dos mujeres pasaron al lado de Mallory de camino a la tribuna. Aquella flor británica hecha a sí misma creía que la estaban mirando e hizo caso omiso del extraño sin molestarse demasiado. El conductor cargaba con una inmensa cesta tras ellos. Mallory se llevó la mano a la gorra de rayas, idéntica a la del conductor, y le guiñó un ojo, pero el hombre no respondió. Aquella sección, reservada para los vapores de carreras, estaba patrullada por un escuadrón de policías de uniforme. Uno de ellos llevaba una Cutts-Maudslay de resorte, un modelo que a Mallory le resultaba conocido porque a la expedición de Wyoming le habían proporcionado seis. Aunque los cheyenes habían contemplado la achaparrada carabina mecánica hecha en Birmingham con un asombro que a él le había resultado bastante útil, Mallory sabía que era temperamental hasta el punto de no ser fiable. Y también resultaba imprecisa hasta el punto de la inutilidad, a menos que uno estuviera disparando los treinta cartuchos contra una jauría de perseguidores, cosa que el propio Mallory había tenido que hacer desde la posición de fuego de popa, en la fortaleza de vapor de la expedición.

Mallory dudaba que aquel joven policía de rostro lozano tuviera idea alguna de lo que podía hacer una Cutts-Maudslay si se disparaba contra una multitud inglesa. Le costó un poco quitarse de encima aquel siniestro pensamiento.

Detrás de la barricada, cada una de las casetas estaba cuidadosamente protegida de espías y corredores de apuestas por altos deflectores de lona alquitranada, bien sujetos por cables entrelazados que atravesaban las astas de las banderas. Mallory se abrió camino entre una impaciente multitud de mirones y aficionados a los vapores. Dos policías lo detuvieron con brusquedad en la puerta. Les mostró la tarjeta con su número de ciudadano y la invitación impresa de la Hermandad de mecánicos del vapor. Tras tomar cuidadosa nota de su número, los policías lo comprobaron en un grueso cuaderno repleto de papel continuo. Al final le señalaron la ubicación de sus anfitriones y le advirtieron que no se despistara.

Para mayor precaución, la Hermandad había colocado su propio centinela. El hombre se había sentado en cuclillas en un taburete plegable fuera de la lona, guiñaba los ojos con gesto vil y agarraba una larga llave inglesa de hierro. Mallory le brindó su invitación. El guarda metió la cabeza por una estrecha solapa de la lona y gritó:

—Tu hermano está aquí, Tom —y acompañó a Mallory al interior. La luz del día se desvaneció entre el hedor a grasa, las virutas de metal y el polvo de carbón. Cuatro mecánicos del vapor, con gorras de rayas y mandiles de cuero, comprobaban un cianotipo bajo la luz áspera y deslumbrante de una lámpara de carburo; más allá, las curvas de hojalata esmaltada de una forma extraña despedían reflejos.

Mallory confundió el vehículo con un barco en el primer instante de sorpresa: el casco de color escarlata estaba absurdamente suspendido entre un par de grandes ruedas. Ruedas motrices vio al acercarse más; los pistones pulidos de latón se introducían en aberturas de bordes suaves practicadas en aquella concha o casco de aspecto insustancial. No era un barco. Se parecía a una lágrima, más bien, o a un gran renacuajo. Una tercera rueda, bastante pequeña y un tanto cómica, iba montada sobre un eslabón giratorio al final de la larga cola ahusada.

Distinguió el nombre pintado en color negro y dorado en la proa bulbosa, bajo un trozo curvo de cristal emplomado con exquisitez: Céfiro.

—¡Ven, Ned, únete a nosotros! —canturreó su hermano haciéndole señas—. ¡No seas tímido! —Los otros se rieron entre dientes del descaro de Tom, mientras Mallory se adelantaba arañando el suelo con sus botas claveteadas. Su hermanito Tom, de diecinueve años, se había dejado crecer el primer bigote y daba la sensación de que un gato podría quitárselo a lametones. Mallory le ofreció la mano a su amigo, el maestro de Tom.

—¡Señor Michael Godwin, señor! —dijo.

—¡Doctor Mallory, señor! —respondió Godwin, un ingeniero rubio de cuarenta años con unos bigotes como chuletas de cordero y mejillas picadas por la viruela. Pequeño y fornido, con unos ojos astutos y reservados, Godwin comenzó una inclinación reverente, pero se lo pensó mejor, dio unas palmadas suaves a Mallory en la espalda y le presentó a sus compañeros. Eran Elijah Douglas, oficial, y Henry Chesterton, maestro de segundo grado.

—Un privilegio, señores —declaró Mallory—. Esperaba grandes cosas de ustedes, pero esto es una revelación.

—¿Qué piensa de ella, doctor Mallory?

—¡Yo diría que está muy lejos de nuestra fortaleza de vapor!

—No se construyó para su Wyoming —respondió Godwin—, y eso explica una cierta carencia de armas y blindaje. La forma surge de la función, como tantas veces nos dijo usted.

—Es pequeña para un faetón de carreras, ¿no? —aventuró Mallory algo perdido—. Una forma peculiar.

—Construida según unos principios, señor, y unos principios recién descubiertos, la verdad. Y tras su invención hay una buena historia que tiene que ver con un colega suyo. Seguro que recuerda al difunto profesor Rudwick.

—Ah, sí, Rudwick… —murmuró Mallory, luego dudó—. No se puede decir que sea hombre de principios nuevos, el tal Rudwick…

Douglas y Chesterton lo miraban sin disimular su curiosidad.

—Los dos éramos paleontólogos —dijo Mallory, que de repente se sentía incómodo—, pero el tipo se creía perteneciente a una especie de nobleza. Se daba aires y sostenía teorías anticuadas. Bastante confuso en su modo de pensar, en mi opinión. Los dos mecánicos no parecían muy convencidos.

—No soy de los que hablan mal de los muertos —les aseguró Mallory—. Rudwick tenía sus amigos y yo tengo los míos, fin de la historia.

—¿Recuerda —insistió Godwin— el gran reptil volador del profesor Rudwick?

Quetzalcoatlus —respondió Mallory—. Desde luego fue todo un éxito, no se puede negar.

—Han estudiado sus restos en Cambridge —dijo Godwin—, en el Instituto de análisis mecánico.

—Yo también tengo intención de hacer allí algunos trabajos, sobre el brontosauro —respondió Mallory, no muy contento con la dirección que parecía estar tomando la conversación.

—Verá —dijo Godwin—, los matemáticos más inteligentes de Gran Bretaña estaban allí metiditos, haciendo girar sus grandes piezas de latón mientras usted y yo nos congelábamos en el barro de Wyoming. Hacían agujeros a sus tarjetas para descubrir cómo podía volar una criatura de semejante tamaño.

—Conozco el proyecto —dijo Mallory—. Rudwick publicó algo sobre el tema. Pero la Pneumodinámica no es mi campo. Con franqueza, no estoy seguro de que haya mucho que decir, científicamente hablando. Parece un poco… bueno, etéreo, si saben a lo que me refiero. —Sonrió.

—Grandes aplicaciones prácticas, es posible —dijo Godwin—. El propio lord Babbage echó una mano en el análisis.

Mallory lo pensó.

—¡Admito que es probable que haya algo en la Pneumática si ha llamado la atención del gran Babbage! ¿Para mejorar el arte del vuelo en globo, quizá? Los vuelos en globo entran en el campo militar. Hay abundantes fondos para las ciencias bélicas.

—No, señor; yo me refiero al diseño práctico de la maquinaria.

—¿Quiere decir una máquina voladora? —Mallory se detuvo un momento, atónito—. No estará intentando decirme que este vehículo suyo puede volar, ¿verdad?

Los mecánicos lanzaron una cortés carcajada.

—No —dijo Godwin—. Y no puedo decir que todo ese etéreo giro de las máquinas haya dado muchos resultados, no de forma directa. Pero ahora entendemos ciertos asuntos que tienen que ver con el comportamiento del aire en movimiento, los principios de la resistencia atmosférica. Principios nuevos, poco conocidos hasta ahora.

—Pero los mecánicos —añadió el señor Chesterton con orgullo— les hemos dado un uso práctico, señor, en la estructura de nuestro Céfiro.

—Aerodinamismo, lo llamamos —dijo Tom.

—Así que han «aerodinamizado» este faetón suyo, ¿eh? Por eso se parece tanto a…, er…

—A un pez —ofreció Tom.

—¡Exacto! —dijo Godwin—. ¡A un pez! Tiene que ver con la acción de los fluidos, ya sabe. Agua. Aire. ¡Caos y turbulencia! Todo está en los cálculos.

—Extraordinario —dijo Mallory—. Así que asumo que esos principios de la turbulencia…

Un repentino estruendo devastador surgió de una caseta vecina. Las paredes se estremecieron y cayó del techo un fino tamizado de hollín.

—Serán los italianos —gritó Godwin—. ¡Este año se han traído un monstruo!

—¡Echa una peste de mil diablos! —se quejó Tom.

Godwin ladeó la cabeza.

—¿Oye esas bielas de prueba que chasquean en la carrera descendente? Mala tolerancia. ¡Trabajo de extranjeros, muy descuidado! —Se quitó la gorra y le limpió el hollín en una rodilla.

A Mallory le zumbaba la cabeza.

—¡Permítame invitarlo a una copa! —gritó.

Godwin se llevó la mano a la oreja, sin comprender.

Mallory imitó los gestos, se llevó un puño a la boca con el pulgar doblado. Godwin sonrió e intercambió a voces unas rápidas frases con Chesterton sobre los cianotipos. Luego Godwin y Mallory se escabulleron y salieron a la luz del sol.

—Bielas de prueba defectuosas —dijo el guarda de fuera con una sonrisa satisfecha. Godwin asintió y entregó al hombre el mandil de cuero. Cogió una americana negra y lisa y se cambió la gorra de ingeniero por un sombrero de ala ancha de paja. Luego abandonaron el recinto de carreras.

—Solo puedo dejarlos unos minutos —se disculpó Godwin—. «El ojo del amo funde el metal», como se suele decir. —Se sujetó a las orejas un par de anteojos ahumados—. Algunos de esos coleccionistas me conocen y podrían intentar seguirnos. Pero eso da igual. Es un placer volver a verlo, Ned. Bienvenido a Inglaterra.

—No lo entretendré mucho —dijo Mallory—. Quería hablar con usted en privado. Sobre el chico, y demás.

—Oh, Tom es un gran muchacho —respondió Godwin—. Está aprendiendo. Tiene buenas intenciones.

—Espero que prospere.

—Hacemos cuanto podemos —dijo Godwin—. Lamenté mucho lo de su padre cuando me enteré por Tom. Que se pusiera tan enfermo, y todo eso.

—«El viejo Mallory no se va hasta que haya entregado su última novia» —citó Mallory con su acento de Sussex más marcado—. Es lo que nos dice siempre mi padre. Quiere ver casadas a todas sus chicas. Siempre dispuesto, el pobre viejo.

—Debe de consolarlo mucho tener un hijo como usted —dijo Godwin—. Bueno, ¿qué tal le sienta Londres? ¿Tomó el tren del fin de semana?

—No he estado en Londres. He estado en Lewes, con la familia. Por la mañana tomé el tren de allí a Leatherhead y luego me vine a pie.

—¿Vino andando hasta el derby desde Leatherhead? ¡Eso son diez millas, o más! —Mallory sonrió.

—Usted me ha visto recorrer veinte a campo traviesa en los páramos de Wyoming, a la caza de fósiles. Me apetecía ver otra vez el campo inglés. Acabo de volver de Toronto con todos los cajones de huesos enyesados, mientras que usted ya lleva meses aquí, hartándose de esto —señaló la campiña con un gesto del brazo. Godwin asintió.

—¿Y qué le parece el sitio, ahora que ha vuelto a casa?

—Anticlinal de la cuenca londinense —respondió Mallory—. Lechos de creta del Terciario y el Eoceno, un poco de arcilla de sílex moderna. Godwin se echó a reír.

—Todos somos arcilla de sílex moderna. Vayamos ahí; esos muchachos venden una cerveza decente.

Bajaron una suave cuesta hasta un carro atestado de gente y cargado de barriles de cerveza. Los propietarios no tenían ponche de coñac. Mallory adquirió un par de pintas.

—Fue muy amable al aceptar nuestra invitación —dijo Godwin—. Sé que es usted un hombre muy ocupado, señor, con todas esas famosas controversias geológicas y demás asuntos.

—No más ocupado que usted —dijo Mallory—. Trabajo de ingeniería pura. Práctico y útil, sin más. Se lo envidio, de veras.

—No, no —dijo Godwin—. Ese hermano suyo le pone por las nubes. ¡Como hacemos todos! Es usted un hombre que promete mucho, Ned. Su estrella está en alza.

—Tuvimos una suerte excelente en Wyoming, desde luego —admitió Mallory—. Hicimos un gran descubrimiento. Pero sin usted y su fortaleza de vapor, esos pieles rojas nos habrían despachado en un momento.

—No estaban tan mal, una vez que se tranquilizaban y probaban el güisqui.

—Ese salvaje suyo respeta el acero inglés —dijo Mallory—. Las teorías sobre huesos viejos no le impresionan demasiado.

—Bueno —respondió Godwin—. Yo soy un buen hombre de partido y estoy con lord Babbage. «La teoría y la práctica deben ser como el hueso y el músculo».

—Un sentimiento tan digno se merece otra pinta —anunció Mallory. Godwin quiso pagar—. Por favor, permítame. Todavía me estoy gastando el incentivo de la expedición.

Godwin, con la pinta en la mano, apartó un poco a Mallory para que no los oyeran los otros bebedores. Observó a su alrededor con cuidado, se quitó los anteojos y luego miró a Mallory a los ojos.

—¿Confía en su buena fortuna, Ned?

Mallory se acarició la barba.

—Siga hablando.

—Los ojeadores están dando probabilidades de diez a una contra nuestro Céfiro. Mallory se echó a reír.

—¡No soy jugador, señor Godwin! Déme hechos sólidos y pruebas, y con eso yo adoptaré una postura. Pero no soy ningún idiota ostentoso que espera riquezas que no se ha ganado.

—Corrió el riesgo en Wyoming. Arriesgó su propia vida.

—Pero eso dependía de mis habilidades, y de las de mis colegas.

—¡Exacto! —respondió Godwin—. ¡Esa es mi postura, al pie de la letra! Escuche un momento. Déjeme hablarle sobre nuestra Hermandad de mecánicos del vapor. Godwin bajó la voz.

—El director de nuestro sindicato, lord Scowcroft, era un simple Jim Scowcroft en los malos tiempos, uno de esos agitadores populares, pero hizo las paces con los radicales. Ahora es rico, ha estado en el Parlamento y toda la pesca; un hombre muy listo. Cuando fui a ver a lord Scowcroft con mis planos del Céfiro me habló como acaba de hacerlo usted: hechos y pruebas. «Maestro de primer grado Godwin», me dice, «no puedo darle fondos de las cuotas que tanto les cuesta ganar a nuestros hermanos a menos que pueda demostrarme, negro sobre blanco, de qué modo nos va a beneficiar».

»Así que le dije: “señoría, la construcción de faetones de vapor es una de las mejores industrias de lujo del país. Cuando vayamos a Epsom Downs y esta máquina nuestra haga morder el polvo a los competidores, la alta burguesía hará cola para comprar la famosa obra de los mecánicos del vapor”. Y así es como será, Ned.

—Si gana la carrera —dijo Mallory.

Godwin asintió con expresión sombría.

—No hago promesas inquebrantables. Soy ingeniero: sé muy bien cómo se puede doblar, romper, oxidar y reventar el hierro. Y seguro que usted también lo sabe, Ned, porque me vio hacer tantas reparaciones en esa maldita fortaleza de vapor que pensé que iba a volverme loco. Pero conozco los hechos y los números. Sé de diferenciales de presión, funciones del motor, pares de torsión del cigüeñal y diámetros de las ruedas. Excluyendo un desastre, nuestro pequeño Céfiro pasará por encima a sus rivales, como si estuvieran quietos.

—Suena espléndido. Me alegro por usted. —Mallory dio un sorbo a su cerveza—. Ahora dígame qué pasaría si se produce un desastre.

Godwin sonrió.

—Entonces pierdo y me quedo sin un penique. Lord Scowcroft fue generoso, a su parecer, pero siempre hay costes extra en un proyecto así. Lo he puesto todo en mi máquina: el incentivo de la expedición que me dio la Real Sociedad, incluso una pequeña herencia procedente de una tía soltera, Dios la tenga en su gloria. Mallory se quedó espantado.

—¿Todo?

Godwin lanzó una risita seca.

—Bueno, no pueden quitarme lo que sé, ¿no es así? Todavía tendré mi saber. Quizás aceptase otra expedición de la Real Sociedad. Pagan bastante bien. Pero estoy arriesgando todo lo que tengo en Inglaterra. Es la fama o el hambre, Ned, sin puntos intermedios.

Mallory se atusó la barba.

—Me sorprende usted, señor Godwin. Siempre me pareció un hombre práctico.

—Doctor Mallory, mi público de hoy es la flor y nata de la Gran Bretaña. El primer ministro estará hoy aquí. El príncipe consorte también asiste. Está aquí lady Ada Byron, y para apostar con prodigalidad, de ser verdad lo que dicen los rumores.

¿Cuándo tendré una oportunidad parecida?

—Comprendo su lógica —respondió Mallory—, aunque no puedo decir que la apruebe. Pero claro, su posición en la vida le permite correr ese riesgo. No es usted un hombre casado, ¿verdad?

Godwin tomó un sorbo de su cerveza.

—Y usted tampoco, Ned.

—No, pero tengo ocho hermanos y hermanas más jóvenes, a mi anciano padre con una enfermedad mortal y a mi madre consumida por el reumatismo. No puedo jugarme el sustento de mi familia.

—Las probabilidades son de diez a uno, Ned. ¡Probabilidades de estúpidos! Deberían estar cinco a tres a favor del Céfiro.

Mallory guardó silencio. Godwin suspiró.

—Es una pena. De verdad que quería que un buen amigo ganara ese envite. Una gran ganancia, ¡una ganancia majestuosa! Yo no puedo, ya ve usted. Quería, pero me he gastado hasta la última libra en el Céfiro.

—Quizá una apuesta modesta… —aventuró Mallory—. Por los amigos.

—Apueste diez libras por mí —solicitó Godwin de repente—. Diez libras, un préstamo. Si pierde, se lo devuelvo de algún modo en los días venideros. Si gana, nos dividimos cien libras esta noche, mitad y mitad. ¿Qué me dice? ¿Lo hará por mí?

—¡Diez libras! Es una suma considerable…

—Tiene mi palabra.

—En eso confío. —Mallory no veía ya forma de negarse. Aquel hombre había dado a Tom un lugar en la vida y él se sentía en deuda—. Muy bien, señor Godwin. Para complacerlo.

—No se arrepentirá —le aseguró Godwin. Se sacudió con tristeza las mangas deshilachadas de la levita—. Cincuenta libras… No me vienen mal. Un inventor triunfante y en alza no tendría por qué vestir como un clérigo.

—No pensé que desperdiciaría un buen dinero en cosas vanas.

—No es cosa vana vestirse como corresponde a la propia posición. —Godwin lo miró de arriba abajo con una expresión perspicaz—. Ese es el viejo abrigo de marchas de Wyoming, ¿no?

—Una prenda práctica —dijo Mallory.

—No para Londres. No para dar conferencias sofisticadas a las elegantes damas de Londres que siguen la última moda de la Historia natural.

—No me avergüenzo de lo que soy —replicó Mallory con tono rotundo.

—El sencillo Ned Mallory —asintió Godwin—, que llega a Epsom con una gorra de ingeniero para que los muchachos no se pongan nerviosos al conocer a un famoso intelectual. Sé por qué lo hizo, Ned, y lo admiro. Pero escuche lo que le digo: algún día será lord Mallory, tan seguro como que ahora estamos aquí bebiendo. Tendrá un elegante abrigo de seda, una cinta en el bolsillo y estrellas y medallas de todos los colegios científicos. Porque es usted el hombre que desenterró el gran leviatán terrestre y encontró un sentido maravilloso a una maraña de huesos rocosos. Eso es lo que es, Ned, y bien podría empezar a afrontarlo.

—No es tan sencillo como cree —protestó Mallory—. No sabe cómo es la política de la Real Sociedad. Yo soy catastrofista. Los uniformistas dominan la situación cuando se trata de conceder puestos y honores. Hombres como Lyell y ese maldito botarate de Rudwick…

—Charles Darwin es lord. Gideon Mantell es lord, y su iguanodonte es una gamba al lado de ese brontosauro de usted.

—¡No se atreva a hablar mal de Gideon Mantell! Es el mejor hombre de ciencia que ha dado Sussex jamás, y fue muy amable conmigo.

Godwin miró su jarra vacía.

—Le ruego que me perdone. Ya veo que he hablado con demasiada franqueza. Estamos lejos del salvaje Wyoming, donde nos sentábamos alrededor de una hoguera como simples hermanos ingleses y nos rascábamos donde nos picaba. Se puso los anteojos ahumados.

—Pero recuerdo esas charlas teóricas que nos daba para explicarnos qué eran esos huesos. «La forma sigue a la función». «La supervivencia del más fuerte». Las nuevas formas nos muestran el camino. Quizás al principio parezcan raras, pero la naturaleza las pone a prueba al lado de lo viejo, con todas las de la ley, y si los principios son sólidos, el mundo es suyo. —Godwin levantó la mirada—. Si no ve usted que su teoría es el hueso de mi músculo, entonces no es el hombre por que el que lo tomaba. Mallory se quitó la gorra.

—Soy yo el que debería pedirle disculpas, señor. Disculpe mi absurdo temperamento. Espero que siempre me hable con franqueza, señor Godwin, tenga o no tenga cintas en el pecho. Que nunca sea tan poco científico como para cerrar los ojos ante la verdad honesta. —Le ofreció la mano.

Godwin se la estrechó.

Sonó una fanfarria en toda la pista y la multitud respondió con un crujido y un rugido. A su alrededor la gente empezó a moverse, a emigrar hacia las tribunas como un inmenso rebaño de rumiantes.

—Me voy a hacer esa apuesta de la que hablamos —dijo Mallory.

—Debo volver con mis muchachos. ¿Te unes a nosotros después de la carrera?

¿Para dividir las ganancias?

—Desde luego —dijo Mallory.

—Permíteme llevar esa pinta vacía —se ofreció Godwin. Mallory se la dio y se alejó.

Tras despedirse de su amigo, Mallory se arrepintió al instante de su promesa. Diez libras eran desde luego una suma exorbitante; él mismo había sobrevivido con poco más al año durante sus tiempos de estudiante.

Y sin embargo, pensó mientras paseaba camino a las casetas entoldadas de los corredores de apuestas, Godwin era un técnico muy exigente y un hombre de una honestidad escrupulosa. No tenía razón alguna para dudar de sus cálculos respecto al resultado de la carrera, y un hombre que apostara con generosidad por Céfiro podría abandonar Epsom esa tarde con una suma equivalente a los ingresos de varios años. De llegarse a apostar treinta libras, o cuarenta…

Mallory tenía casi cincuenta libras depositadas en un banco de la City, la mayor parte del incentivo que había cobrado por su expedición. Llevaba otras doce en el ajado cinturón monedero de lona que se ceñía con firmeza bajo el chaleco. Pensó en su pobre padre debilitado por la locura del sombrerero, envenenado por el mercurio, retorciéndose y murmurando en su sillón, al lado de la chimenea, en Surrey. Una parte del dinero de Mallory ya estaba destinada a comprar el carbón que alimentaba ese hogar.

Aun así, uno podía salir de allí con cuatrocientas libras, nada menos… Pero no: sería sensato y apostaría solo diez para cumplir su acuerdo con Godwin. Diez libras serían una pérdida notable, pero una que podría soportar. Recorrió con los dedos de la mano derecha el espacio que dejaban libre los botones del chaleco, en busca de la solapa abotonada del cinturón de lona.

Decidió colocar su apuesta en la modernísima firma de Dwyer y Compañía, en lugar de en la venerable y quizá ligeramente más acreditada Tattersall. Había pasado con frecuencia por el bien iluminado establecimiento que Dwyer tenía en St. Martin's Lane y había oído el profundo zumbido del latón de las tres máquinas que empleaban. No le apetecía realizar semejante apuesta con ninguno de los numerosísimos corredores individuales que se elevaban sobre la muchedumbre en sus altos taburetes, aunque eran casi tan fiables como las firmas más grandes. La multitud se encargaba de ello; el propio Mallory había presenciado lo que casi resultó el linchamiento de un apostador moroso de Chester. Todavía recordaba el horripilante grito de «¡timador!», proferido con el mismo tono con el que se podría chillar «¡fuego!», que recorrió el interior del recinto vallado, y el ataque sobre un hombre de gorra negra al que derribaron y patearon de forma brutal. Bajo la superficie de la amable muchedumbre de las carreras yacía una atávica ferocidad. Había comentado el incidente con lord Darwin, que comparó entonces la acción con el ataque de los cuervos. Sus pensamientos se dirigieron hacia Darwin mientras hacía cola ante la ventanilla de la carrera de vapores. Mallory había sido uno de los primeros partidarios de aquel hombre y lo apoyaba con pasión: consideraba que era una de las grandes mentes de la época. Pero había terminado por sospechar que aquel solitario lord, aunque sin duda agradecía el apoyo de Mallory, lo consideraba bastante vulgar. Cuando se trataba de avanzar en su carrera profesional, Darwin no le resultaba muy útil. Thomas Henry Huxley era el hombre que necesitaba para eso, un gran teórico social además de consumado científico y orador.

En la cola que tenía Mallory a su derecha esperaba un tipo encopetado, ataviado con las apagadas galas de la City y el ejemplar del día de Vida deportiva metido bajo un codo inmaculado. Mallory contempló cómo se acercaba a la ventanilla y colocaba una apuesta de cien libras por un caballo llamado Orgullo de Alexandra.

—Diez libras por el Céfiro, ganador —dijo Mallory al empleado que se ocupaba de las apuestas en la ventanilla de vapores, y luego le entregó un billete de cinco libras y cinco de una. Mientras el dependiente perforaba metódicamente la apuesta, Mallory estudió las probabilidades dispuestas en quinobloques encima y detrás del satinado mármol falso del mostrador, que era en realidad de cartón piedra. Vio que los favoritos eran los franceses, con el Vulcan de la Compagnie Générale de Traction. El conductor era un tal M. Raynal. Observó que el candidato italiano estaba en una posición poco mejor que el Céfiro de Godwin. ¿Se había corrido la voz sobre las bielas de prueba?

El empleado entregó a Mallory una endeble copia azul de la tarjeta que había perforado.

—Muy bien, señor, gracias. —Ya miraba más allá, al próximo cliente. Mallory habló entonces.

—¿Acepta un cheque de un banco de la City?

—Desde luego, señor —respondió el empleado mientras enarcaba una ceja, como si acabara de reparar en ese momento en la gorra y el abrigo de Mallory—, siempre que lleven impresos su número de ciudadano.

—En ese caso —decidió Mallory para gran asombro propio—, quiero apostar cuarenta libras más por el Céfiro.

—¿Ganador, señor?

—Ganador.

Mallory presumía de ser un observador bastante atento de su prójimo. Poseía, le había asegurado Gideon Mantell mucho tiempo atrás, la visión que requería un naturalista. De hecho, debía su posición actual en la jerarquía científica a haber utilizado esa misma visión en una monótona ribera de Wyoming salpicada de piedras, en la que había distinguido las formas que subyacían a un aparente caos. Ahora, sin embargo, horrorizado por la temeridad de su apuesta, por la enormidad del resultado en caso de perder, no encontró consuelo alguno en la presencia y variedad de la multitud que asistía al derby. El impaciente rugido de la inmensa y apasionada codicia cuando los caballos corrieron por la pista resultó ser más de lo que podía soportar.

Abandonó las tribunas casi corriendo, con la esperanza de despojarse de la energía nerviosa que acumulaba en las piernas. Una densa masa de vehículos y espectadores se había congregado ante las vallas de la entrada. Todos chillaron entusiasmados cuando pasaron los caballos, inmersos en una nube de polvo. Estaban allí los más pobres, y estos, sobre todo los que no estaban dispuestos a pagar un chelín para entrar en las tribunas, se mezclaban con los que se divertían o se aprovechaban de la multitud: timadores, gitanos, rateros. Mallory empezó a dar empujones para abrirse camino hacia el borde del gentío, donde quizá pudiera recuperar el aliento. De repente se le ocurrió que podía haber perdido uno de los recibos de sus apuestas. La idea estuvo a punto de paralizarlo. Se detuvo en seco y hundió las manos en los bolsillos.

No, los papelitos azules seguían ahí. Sus billetes para el desastre. Estuvieron a punto de pisotearlo dos caballos inquietos. Indignado e iracundo, aferró el arnés de la bestia más cercana, recuperó el equilibrio y gritó a modo de advertencia. Restalló un látigo cerca de su cabeza. El conductor estaba de pie, sobre el pescante de una carroza abierta, e intentaba abrirse paso por la fuerza entre la multitud que lo apresaba. El tipo era un dandi de las carreras e iba ataviado con un traje del azul más artificial posible y un pañuelo de seda chillona adornado con un gran rubí de pasta reluciente. Bajo la palidez de la frente hinchada, acentuada por unos rizos oscuros y despeinados, sus ojos encendidos y adustos se movían sin parar, de tal suerte que parecía estar mirando al tiempo en todas direcciones salvo a la pista de carreras, que todavía atraía la atención general. Se trataba de un tipo extraño, y era parte de un trío todavía más extraño, pues los dos pasajeros que lo acompañaban en el interior de la carroza eran mujeres.

Una de ellas, tocada con un velo, lucía un vestido oscuro, casi masculino, y cuando la carroza se detuvo se levantó vacilante y buscó a tientas la puerta. Intentó bajarse con el bamboleo de un borracho, pues le estorbaba en las manos una caja alargada de madera, similar al estuche de un instrumento musical. Pero entonces la segunda mujer agarró con violencia a su compañera del velo, tiró hacia atrás de ella y la obligó a sentarse.

Mallory, que todavía sujetaba el arnés de cuero, contempló la escena asombrado. La segunda mujer era una fulana pelirroja que lucía unas prendas llamativas más adecuadas para un bar de mala muerte, o algo peor. Sus bonitos rasgos pintados quedaban acentuados por una expresión de absoluta y sobria determinación. Mallory vio que la fulana pelirroja le pegaba a la dama del velo. Fue un golpe tan calculado como furtivo: le había hundido los nudillos en las costillas con una brutalidad fruto de la práctica. La mujer del velo se dobló y se derrumbó en su asiento. Aquello obligó a Mallory a tomar medidas inmediatas. Corrió hacia el costado de la carroza y abrió de un tirón la puerta barnizada.

—¿Qué significa todo esto? —gritó.

—Lárguese —le sugirió la fulana.

—Le he visto pegar a esta dama. ¿Cómo se atreve?

La carroza volvió a ponerse en movimiento y a punto estuvo de derribar a Mallory. Este se recuperó de inmediato, corrió y sujetó el brazo de la dama.

—¡Deténganse ahora mismo!

La dama se puso de nuevo en pie. Bajo el velo negro, su rostro redondo y dulce mostraba una expresión relajada y soñadora. Volvió a intentar bajarse, al parecer sin darse cuenta de que el carruaje estaba en movimiento. No lograba mantener el equilibrio. Con un gesto bastante natural y distinguido, entregó a Mallory la larga caja de madera.

Este trastabilló y sujetó la caja con las dos manos. Se alzaron gritos entre la multitud que los rodeaba: la descuidada forma de conducir del ojeador los había puesto furiosos. El carruaje traqueteó y volvió a detenerse, los caballos bufaron y empezaron a corcovear.

El conductor, encolerizado y tembloroso, tiró a un lado el látigo y bajó al suelo de un salto. Se dirigió hacia Mallory mientras apartaba a los espectadores a empellones. De un tirón se sacó del bolsillo un par de anteojos casi cuadrados y tintados de rosa, y se los colocó deslizándolos bajo el cabello aceitado de las sienes. Se detuvo delante de Mallory, cuadró los hombros caídos y extendió una mano cubierta con un guante de color amarillo. Su porte era autoritario.

—Devuelva esa propiedad de inmediato —le ordenó.

—¿Qué es esto? —contraatacó Mallory.

—Entrégueme esa caja ahora mismo o será peor para usted.

Mallory se quedó mirando al hombrecillo, bastante sorprendido por aquella osada amenaza. Estuvo a punto de soltar una carcajada, y lo habría hecho de no ser porque los ojos avisados que se ocultaban detrás de los anteojos tenían un brillo enloquecido, como los de un adicto al láudano.

Con gesto exagerado, Mallory colocó el estuche entre sus botas embarradas.

—Señora —la llamó—, bájese si lo desea. Estas personas no tienen ningún derecho a obligarla…

El ojeador se apresuró a echar mano al llamativo abrigo azul y se lanzó hacia delante como el muñeco de resorte de una caja sorpresa. Mallory lo esquivó empujándolo con la mano abierta, y sintió una sacudida que le escoció y le rasgó la pierna izquierda. El ojeador trastabilló, recuperó el equilibrio y volvió a saltar con un gruñido. En su mano vio un delgado destello de acero.

Mallory era un avezado discípulo del sistema de boxeo científico del señor Shillingford. Cuando estaba en Londres se entrenaba todas las semanas en uno de los gimnasios privados mantenidos por la Real Sociedad, y los meses que había pasado en los campos de Norteamérica le habían servido de introducción a las riñas callejeras más toscas.

Esquivó el brazo atacante con el antebrazo izquierdo y lanzó el puño derecho contra la boca de su rival.

Pudo echar un breve vistazo al estilete que cayó sobre la hierba pisoteada: una hoja de doble filo estrecha y cruel, el mango de gutapercha negra. Entonces se le echó encima el hombre, que sangraba por la boca. No había método alguno en su ataque. Mallory se colocó en la primera postura de Shillingford y se lanzó a por la cabeza del villano.

En ese momento la multitud, que se había apartado del intercambio inicial y del destello del acero, se cerró alrededor de los combatientes como un círculo interno compuesto por trabajadores y por los apostadores que se aprovechaban de ellos. Formaban una caterva fornida y ruidosa, encantada de ver cómo se derramaba un poco de clarete en circunstancias tan inesperadas. Cuando Mallory alcanzó al hombre en plena barbilla con uno de sus mejores golpes lo aclamaron; después levantaron al tipo, que había caído entre ellos, y lo volvieron a arrojar hacia delante, justo a tiempo para el siguiente golpe. El dandi se desplomó sobre el suelo. La seda de color salmón de su pañuelo estaba salpicada de sangre.

—¡Te destruiré! —le dijo desde el suelo. Uno de sus dientes, parecía que un colmillo, se había hecho pedazos sanguinolentos.

—¡Cuidado! —gritó alguien. Mallory se volvió al oír la voz. La mujer pelirroja se encontraba a su lado con una mirada endemoniada. Algo destellaba en su mano: parecía un frasco de cristal, por extraño que resultara. La mirada de la mujer voló hacia el suelo, pero Mallory dio un paso prudente a un lado y se colocó entre ella y la larga caja de madera. Siguió un momento de tensión en el que la fulana pareció sopesar sus alternativas. Se decantó por ayudar al ojeador caído.

—¡Te destruiré por completo! —repetía el dandi con los labios ensangrentados. La mujer lo ayudó a levantarse. La multitud se burló de él por cobarde y fanfarrón.

—Inténtalo —sugirió Mallory blandiendo el puño.

Mientras el hombre se apoyaba sobre su compañera, lo perforó con una mirada que denotaba la furia de un reptil; luego desaparecieron tambaleantes entre la muchedumbre. Mallory recuperó la caja con gesto brusco y triunfante, se volvió y se abrió camino a empujones por el jubiloso círculo de hombres. Uno de ellos le dio unas campechanas palmadas en la espalda. Mallory se dirigió a la carroza abandonada. Se subió a ella. El interior era de terciopelo gastado y cuero. El ruido de la multitud se apagaba poco a poco. La carrera había terminado. Alguien había ganado. La dama estaba tendida sobre el asiento desvencijado; su aliento agitaba el velo. Mallory miró con rapidez a su alrededor en busca de posibles atacantes, pero no vio más que la neutra multitud. Lo percibía todo de un modo muy curioso, como si aquel instante estuviera congelado, daguerrotipado por medio de algún fabuloso proceso que capturaba hasta el último matiz del espectro.

—¿Dónde está mi carabina? —preguntó la mujer con voz baja y distraída.

—¿Y quién era su carabina, señora? —respondió Mallory un poco confuso—. No creo que sus amigos fueran compañía adecuada para una dama…

La sangre le manaba por la herida del muslo izquierdo y se le filtraba por la pernera del pantalón. Se sentó con pesadez en la felpa gastada del asiento, se apretó la pierna lastimada con la mano y se asomó al velo de la mujer. Unos tirabuzones pálidos y sofisticados, y al parecer salpicados de gris, delataban las atenciones continuadas de una doncella de gran talento. Pero el rostro parecía poseer una extraña familiaridad.

—¿La conozco, señora? —preguntó Mallory. No hubo respuesta.

—¿Me permite acompañarla? —sugirió él—. ¿Tiene algún amigo adecuado en el derby, señora? ¿Alguien que cuide de usted?

—El recinto real —murmuró ella.

—¿Desea ir al recinto real? —La idea de molestar a la familia real con aquella loca confusa era bastante más de lo que Mallory estaba dispuesto a permitir. Luego se le ocurrió que sería muy sencillo encontrar allí a la policía, y aquel era un asunto policial de algún tipo, sin lugar a dudas.

Complacer a la infeliz sería la opción más sencilla.

—Muy bien, señora —dijo. Se metió la caja de madera bajo un brazo y ofreció a la dama el otro codo—. Procederemos a ir de inmediato al recinto real. Si tiene la bondad de acompañarme, por favor…

Mallory la guio hacia las tribunas a través de un torrente de personas; cojeaba levemente. Mientras caminaban, la mujer pareció recuperarse un poco. Su mano enguantada descansaba en el antebrazo masculino con la ligereza de una telaraña. Mallory esperó a que hubiera un hueco en la algarabía. Encontró uno por fin bajo las columnas blanqueadas de las tribunas.

—¿Me permite presentarme, señora? Me llamo Edward Mallory. Soy miembro de la Real Sociedad, paleontólogo.

—La Real Sociedad… —murmuró la mujer con aire ausente. Su cabeza velada asentía como una flor en su tallo. Pareció murmurar algo más.

—¿Disculpe?

—¡La Real Sociedad! Hemos absorbido el sustento de los misterios del universo… Mallory se la quedó mirando.

—Las relaciones fundamentales de la ciencia de la armonía —continuó la mujer con un tono de una honda nobleza, un gran cansancio y una profunda calma— son susceptibles de encontrar una expresión mecánica, permitiendo así la composición de obras musicales y científicas elaboradas, con cierto grado de complejidad y extensión.

—No cabe duda —la tranquilizó Mallory.

—¡Creo, caballeros —susurró la mujer—, que cuando vean ciertas de mis producciones no desesperarán conmigo! A su manera, mis regimientos formados servirán con habilidad a los gobernantes de la Tierra. ¿Y con qué materiales se producirán mis regimientos? Con números inmensos.

Se había aferrado al brazo de Mallory con una intensidad febril.

—Marcharemos con un poder irresistible al ritmo de la música. —La mujer volvió hacia él su rostro velado, con una extraña y enérgica impaciencia—. ¿No es misterioso?

Desde luego que mis tropas deben estar compuestas de números, o bien no podrían siquiera existir. En esta sazón, ¿qué son tales números? Existe una adivinanza…

—¿Es esta su caja, señora? —dijo Mallory ofreciéndosela, con la esperanza de suscitar su vuelta al sentido común.

La dama miró la caja, al parecer sin reconocerla. Era una hermosa obra de palisandro pulido, con las esquinas cubiertas de latón. Bien podría haber sido la caja de guantes de una aristócrata, pero era demasiado tosca, carecía de elegancia para ello. La larga tapa estaba sujeta por un par de diminutos ganchos de latón. La mujer estiró la mano para acariciarla con el dedo índice enguantado, como si quisiera asegurarse de su existencia física. Algo en el objeto pareció azuzarla y obligarla a reconocer su propia angustia.

—¿Querrá guardármela, señor? —preguntó por fin a Mallory. La voz suave temblaba con aquel ruego extraño y lastimoso—. ¿Querrá guardármela y custodiarla?

—Por supuesto —respondió Mallory, conmovido a pesar de todo—. Por supuesto que se la guardaré, todo el tiempo que desee, señora.

Fueron subiendo poco a poco por las tribunas hasta las escaleras alfombradas que conducían al recinto real. A Mallory le ardía la pierna, y tenía el pantalón pegajoso a causa de la sangre. Se sentía más mareado de lo que él pensaba que debería tras una herida tan pequeña. Algo en el extraño discurso de la mujer y en su porte, más insólito todavía, se le había subido a la cabeza. O quizá, lo asaltó un siniestro pensamiento, algún tipo de veneno cubría el estilete del ojeador. Se arrepintió entonces de no haber recogido el arma para un análisis posterior. Quizá también habían narcotizado a aquella orate de algún modo; era bien probable que su acción hubiera echado por tierra una oscura conjura para secuestrarla. Bajo ellos se había despejado la pista para la siguiente carrera de faetones. Cinco inmensos vehículos (y el diminuto Céfiro, con su forma de caramelo) estaban ya colocándose en sus puestos. Mallory se detuvo un instante angustioso para contemplar la frágil nave de la que, de una forma tan absurda, dependía ahora su fortuna. La mujer aprovechó ese momento para soltarle el brazo y apresurarse hacia las paredes blanqueadas del palco real.

Mallory, sorprendido, cojeó tras ella a toda prisa. La mujer se detuvo un momento en la puerta al lado de un par de guardas, policías de paisano al parecer, muy altos y en plena forma. La dama se apartó el velo con un gesto rápido, fruto de la costumbre, y Mallory pudo echar el primer vistazo de verdad a aquel rostro. Era Ada Byron, la hija del primer ministro. Lady Ada Byron, la reina de las máquinas. La dama se deslizó al interior tras dejar a los guardas atrás, sin siquiera echar un simple vistazo a su espalda ni decir una sola palabra de agradecimiento. Mallory, cargado con la caja de palisandro, se precipitó tras ella de inmediato.

—¡Espere! —exclamó—. ¡Señoría!

—¡Un momento, señor! —lo detuvo el policía más grande con bastante cortesía. Levantó una mano fornida y miró de arriba abajo a Mallory. Observó el estuche de madera y la pernera humedecida, y la boca parcialmente oculta por un mostacho se torció en una mueca desaprobatoria—. ¿Está usted invitado al recinto real, señor?

—No —admitió Mallory—. Pero tiene que haber visto a lady Ada pasar por aquí hace un momento. Le ha ocurrido algo bastante desafortunado y temo que esté un poco disgustada. Yo pude serle de alguna ayuda…

—¿Su nombre, señor? —espetó el segundo policía.

—Edward… Miller —soltó Mallory. Un repentino escalofrío de suspicacia protectora lo envolvió en el último momento.

—¿Me permite ver su tarjeta de ciudadano, señor Miller? —solicitó el primer policía—. ¿Qué hay en esa caja que lleva? ¿Me permite mirar en el interior, por favor?

Mallory apartó la caja y dio un paso atrás. El policía clavó los ojos en él con una mezcla variable de desdén y suspicacia.

Se produjo entonces un estruendoso estallido en la pista. El vapor silbaba al escapar por una junta rota del faetón italiano y velaba las tribunas como si fuera un geiser. Sucedió un pequeño momento de pánico en las gradas, y Mallory aprovechó la oportunidad para alejarse cojeando. Los policías, preocupados quizá por la seguridad de su emplazamiento, decidieron no perseguirlo.

Mallory bajó corriendo las tribunas sin poder pisar muy bien, y se perdió en cuanto pudo entre la multitud. Algo parecido al instinto de supervivencia le hizo quitarse de la cabeza la gorra rayada de ingeniero y metérsela en el bolsillo del abrigo. Encontró un lugar en las tribunas, a varios metros del recinto real. Colocó la caja de cierres de latón sobre las rodillas. Había una raja insignificante en la pernera de su pantalón, pero la herida todavía rezumaba un poco. Confuso, se sentó con una mueca y apretó la palma de la mano contra la dolorosa lesión.

—Maldición —dijo un hombre sentado en un banco detrás de él, con una voz cargada de confianza y alcohol—. Esa salida en falso rebajará la presión. Es una simple cuestión de calor específico. Lo que significa que seguro que gana la caldera más grande.

—¿Y cuál es, entonces? —preguntó el compañero del individuo, quizá su hijo. El hombre rebuscó en una hoja de apuestas.

—Es el Goliat. El bólido de lord Hansell. La nave hermana ganó el año pasado. Mallory bajó la vista y contempló la pista pisoteada por los cascos de los caballos. Estaban sacando al conductor del bólido italiano en una camilla, después de extraerlo con cierta dificultad de los apretados confines de la carlinga. Una columna de vapor sucio seguía elevándose desde la grieta de la caldera. Los empleados de la carrera engancharon un tiro de caballos al armatoste incapacitado.

El fuste de la chimenea de los otros bólidos seguía expulsando con viveza sus altos penachos blancos. Las almenas de latón pulido que coronaban el fuste del Goliat resultaban especialmente impresionantes. Empequeñecía por completo la chimenea esbelta, peculiar y exquisita del Céfiro de Godwin, reforzada con alambres que repetian en una seccion transversal la fórmula aerodinamica de la lágrima.

—¡Es terrible! —opinó el más joven—. El estallido casi le arranca la cabeza al pobre extranjero.

—De eso nada —objetó el mayor—. El tipo llevaba un casco de lo más elegante.

—No se mueve, señor.

—Si los italianos no pueden competir como debe ser en el campo técnico, aquí no tienen nada que hacer —replicó el mayor con tono firme.

Un rugido de agradecimiento se elevó entre la multitud cuando los laboriosos caballos sacaron de la pista el vapor averiado.

—¡Ahora sí que veremos un poco de deporte decente! —dijo el mayor. Mallory, en su tensa espera, se encontró abriendo la caja de palisandro; los pulgares se movían por los pequeños cierres de latón como si tuvieran voluntad propia. El interior, forrado de paño verde, albergaba una gran pila de tarjetas de color blanco lechoso. Sacó una del centro del montón. Era una tarjeta perforada, cortada con un calibre especial frances y hecha de un material artificial desconcertantemente liso. Una esquina mostraba una anotacion manuscrita, «#154», con una desvaída tinta de color malva. Mallory volvió a colocar la tarjeta con cuidado en su sitio y cerró la caja. Ondeó una bandera y partieron los faetones.

El Goliat y el Vulcan frances se colocaron de inmediato en cabeza. El desacostumbrado retraso (el retraso fatal, pensó Mallory con el corazón destrozado) había enfriado la diminuta caldera del Céfiro, lo que provocaría sin duda una pérdida vital de impulso. El Céfiro rodaba tras las máquinas más grandes, tropezando de una forma casi cómica en las profundas rodadas que los otros dejaban. No parecia capaz de conseguir una traccion adecuada.

Mallory no se sorprendió demasiado. Lo inundó una fatal resignación. El Vulcan y el Goliat comenzaron a disputarse el primer puesto en la primera curva. Los otros tres faetones se colocaron en fila india tras ellos. El Céfiro, de forma bastante absurda, dibujó la curva más ancha posible, muy lejos de las huellas de las otras naves. El maestro de segundo grado Henry Chesterton, al volante del diminuto faetón, parecía haberse vuelto loco. Mallory contempló el espectáculo con la calma aturdida de un hombre arruinado.

Y entonces el Céfiro se precipitó con un estallido imposible de velocidad. Sobrepasó a los otros faetones con una facilidad absurda, engrasada, como una resbaladiza semilla de calabaza al ser apretada entre el pulgar y el indice. En la curva de la media milla su velocidad era asombrosa, tal que se tambaleaba de forma ostensible sobre dos ruedas. En el tramo final, la velocidad volvía a repuntar de golpe y el vehículo entero empezo a deslizarse claramente por el aire. Las grandes ruedas motrices rebotaban en la tierra con una salpicadura de polvo y un chirrido metalico. Solo en ese momento se dio cuenta Mallory de que la multitud en las tribunas se había sumido en un silencio mortal.

Ni un murmullo se elevó entre los espectadores cuando el Céfiro cruzó zumbando la linea de meta. Entonces el faetón se deslizó hasta detenerse, tropezando con violencia en los profundos surcos que habían dejado sus competidores. Pasaron cuatro segundos completos antes de que el aturdido árbitro de pista se decidiera a agitar la bandera. Los otros faetones seguían doblando la ultima y lejana curva, cien metros más atrás.

La multitud prorrumpió de pronto en un atónito clamor, no tanto de alegría como de absoluta incredulidad, e incluso de una extraña suerte de furia. Henry Chesterton salió del Céfiro. Se apartó la bufanda, se apoyó sin prisas en el casco reluciente de su nave y contemp1ó con fria insolencia los otros faetanes, que se esforzaban todavía por cruzar la linea de meta. Para cuando llegaron, parecían haber envejecido varios siglos. Mallory se dio cuenta de que eran reliquias. Echó mano al bolsillo. Los recibos de las apuestas seguían allí, a salvo. Su naturaleza material no había cambiado en absoluto, pero ahora aquellos trocitos azules de papel significaban indefectiblemente que había ganado cuatrocientas libras. No, quinientas libras en total, cincuenta de las cuales tenían que entregarse al victoriosísimo señor Michael Godwin.

Mallory oyó una voz que resonaba en sus oídos, entre el tumulto creciente de la multitud.

—Soy rico —comentó la voz con calma. Era su propia voz.

Era rico.

Esta imagen es un daguerrotipo formal de los que distribuía la aristocracia británica en los estrechos círculos de amigos y conocidos. El fotógrafo bien podría haber sido Alberto, el principe consorte, un hombre cuyo muy divulgado interés por los temas científicos lo había convertido, al parecer, en un autentico íntimo de la élite radical de Gran Bretaña. Las dimensiones de la habitación y las suntuosas colgaduras del telón de fondo sugieren con fuerza que la imagen se tomó en el salón fotográfico que el principe Alberto tenía en el palacio de Windsor.

Las mujeres representadas son lady Ada Byron y su compañera y supuesta carabina, lady Mary Somerville. Esta última, autora de En relación con la Física y traductora de la Mecanica celestial de Laplace, tiene la expresión resignada de una mujer acostumbrada a los caprichos de su compañera, más joven. Ambas mujeres llevan sandalias doradas y vestiduras blancas, en cierto modo semejantes a una toga griega aunque con importantes influencias del neoclasicismo francés. Son, de hecho, las prendas de las afiliadas a la Sociedad de la Luz, el secreto círculo interno y brazo propagandístico internacional del Partido Radical Industrial. La anciana señora Somerville también luce un prendedor de bronce adornado con símbolos astronómicos, representación encubierta del alto puesto que esta intelectual ocupaba en los consejos científicos europeos.

Lady Ada, con los brazos desnudos salvo por el sello que muestra en el índice derecho, coloca una corona de laurel a un busto de mármol de Isaac Newton. A pesar de la cuidadosa ubicación de la cámara, el extraño atuendo no favorece a lady Ada y su rostro refleja tensión. Lady Ada contaba cuarenta y un años a finales de junio de 1855, cuando se tomó este daguerrotipo. Poco antes había perdido una gran suma de dinero en el derby, aunque sus pérdidas en el juego, de dominio público entre sus íntimos, parecen haber velado la pérdida de sumas aún más grandes, con toda probabilidad debido a la extorsión.

Es la reina de las máquinas, la encantadora de números. Lord Babbage la llamaba «la pequeña Da». No tiene ningún papel formal en el Gobierno y el breve florecimiento de su genio matemático ya ha quedado muy atrás. Pero es, quizá, el punto de unión más destacado entre su padre, el gran orador del Partido Radical Industrial, y Charles Babbage, la eminencia gris del partido y su teórico social más importante. Ada es la madre.

Sus pensamientos están cerrados.