Quinta iteración

El ojo que todo lo ve

Una tarde en Horseferry Road, 12 de noviembre de 1855, imagen grabada por A. G. S. Hullcoot, del departamento de Antropometría Criminal.

El obturador de la Talbot Excelsior de Hullcoot ha capturado a doce hombres que descienden por la amplia escalinata de la Oficina Central de Estadísticas. La triangulación localiza a Hullcoot, con su potente objetivo, en el tejado de las oficinas de una editorial situada en la calle Holywell.

Entre los once hombres destaca Laurence Oliphant. Su mirada, bajo el ala negra del sombrero de copa, es templada e irónica.

Como los demás, lleva un abrigo oscuro sobre unos pantalones estrechos de un color un poco más suave. Un alzacuello de seda oscura rodea su garganta. El efecto es digno y escultural, aunque hay algo en su forma de conducirse que sugiere los andares de un deportista.

Los demás hombres son abogados, funcionarios de la Junta y un representante de alto nivel de Colgate Works. Tras ellos, sobre Horseferry Road, descienden abruptamente los cables de cobre de los telégrafos de la Junta.

El proceso de revelado demuestra que las manchas de color pálido que salpican estos cables son palomas.

Aunque la tarde es razonablemente luminosa, Oliphant, un visitante frecuente de la Junta, está abriendo un paraguas.

La parte superior del sombrero de copa del representante de Colgate exhibe una coma alargada compuesta por blancos excrementos de paloma.

Oliphant estaba sentado a solas en una pequeña sala de espera, comunicada por una puerta de cristal cilindrado con una enfermería. Las paredes de color ante estaban cubiertas de diagramas de colores en los que se mostraban los estragos causados por diversas enfermedades atroces. Había una estantería repleta a rebosar de deslustrados volúmenes médicos, unos bancos de madera que bien podían proceder de una iglesia en ruinas, y una alfombra de color carbón en mitad del suelo.

Miró el maletín de instrumentos, hecho de caoba, y el enorme rollo de hilo. Ambos descansaban en el espacio reservado a cada uno de ellos en la estantería. Alguien dijo su nombre.

Vio una cara tras los paneles de la puerta de la enfermería. Pálida, con algunos mechones de pelo húmedo y oscuro pegados a una frente prominente.

—Collins —dijo—. «Capitán Swing». —Y otros rostros, una legión de ellos, los rostros de los desaparecidos, nombres borrados de su memoria.

—¿Señor Oliphant?

El doctor McNeile lo miraba desde la puerta. Vagamente azorado, Oliphant se levantó de su banco y alisó su chaqueta con un gesto automático.

—¿Se encuentra bien, señor Oliphant? Tenía una expresión realmente curiosa hace solo un momento. —McNeile era un sujeto delgado, con una barba bien recortada, pelo castaño oscuro y unos ojos tan pálidos que casi parecían transparentes.

—Sí, gracias, doctor McNeile. ¿Y usted?

—Muy bien, gracias. Están manifestándose ciertos síntomas muy notables, señor Oliphant, tras la estela de los recientes sucesos. ¡He tenido el caso de un caballero que marchaba sentado en el techo de un ómnibus, en la calle Regent, cuando el vehículo fue embestido de costado por un coche a vapor que viajaba a una velocidad de unas veinte millas por hora!

—¿De veras? Aterrador…

Para espanto de Oliphant, McNeile se frotó las manos.

—No había ningún trauma físico derivado de la colisión. Ninguno. Ninguno en absoluto. —Clavó su brillante y casi incolora mirada en Oliphant—. Pero posteriormente hemos constatado episodios de insomnio, melancolía incipiente, accesos de amnesia de menor importancia… Numerosos síntomas asociados con una histeria latente. —McNeile sonrió, un rápido rictus de triunfo—. ¡Hemos observado, señor Oliphant, una progresión clínica de la columna ferroviaria de notable pureza, por decirlo así!

Con una inclinación de cabeza, invitó a Oliphant a pasar a la bella sala forrada de madera y amueblada con ominosos artefactos electromagnéticos que había al otro lado de la puerta. Oliphant se quitó el abrigo y la chaqueta y los dejó sobre un galán de caoba.

—¿Y sus… ataques, señor Oliphant?

—Ninguno, gracias a usted, desde el último tratamiento. —¿Era cierto? La verdad es que era difícil de asegurar.

—¿Y ha tenido dificultades para conciliar el sueño?

—Yo diría que sí, en efecto.

—¿Algún sueño digno de mención? ¿Visiones al despertar?

—No.

McNeile lo miró con sus pálidos ojos.

—Muy bien.

Oliphant, sintiéndose como un completo idiota con el corsé y la pechera almidonada, se subió a la «mesa de manipulación» de McNeile, un mueble curiosamente articulado que recordaba en la misma medida a un diván y a un potro de tortura. Los diversos segmentos del artefacto estaban forrados con un brocado tieso estampado a máquina, suave y frío al tacto. Oliphant trató de ponerse cómodo; McNeile consiguió que le fuera imposible haciendo girar algunas de las diversas ruedas de bronce del aparato.

—Estese quieto —le dijo.

Oliphant cerró los ojos.

—Ese Pocklington… —dijo McNeile.

—¿Perdone? —Oliphant abrió los ojos. McNeile, sobre él, estaba colocando una bobina de hierro en una estructura ajustable.

—Pocklington. Está tratando de llevarse todo el crédito por la remisión de la epidemia de cólera de Limehouse.

—El nombre no me resulta familiar. ¿Es un médico?

—En absoluto. Es un ingeniero, nada más. ¡Asegura haber acabado con la enfermedad por el sencillo procedimiento de quitarle una manija a una bomba de agua municipal! —En ese momento, estaba atornillando en su lugar correspondiente un cable de cuero trenzado.

—Me temo que no le entiendo.

—¡No es de extrañar, señor mío! ¡Ese hombre es un necio o un charlatán de la peor especie! Ha escrito en el Times que el cólera no es más que la consecuencia de la contaminación de agua.

—No es una afirmación del todo irrazonable, ¿no le parece?

—Pero sí totalmente contraria a la ciencia médica. —McNeile continuó trabajando con un segundo cable de cobre—. El tal Pocklington, verá usted, es una especie de protegido de Lord Babbage. Lo contrataron para remediar los problemas de ventilación de los trenes neumáticos.

Al detectar la envidia en el tono de voz de McNeile, Oliphant sintió un leve y malicioso acceso de satisfacción. En el funeral de Estado celebrado por Byron, Babbage se había lamentado de que la medicina moderna continuara siendo un arte más que una ciencia. Su discurso, como es natural, había encontrado la máxima resonancia en los medios de comunicación.

—Cierre los ojos, por favor. Podría saltar alguna chispa. —McNeile estaba poniéndose un par de guantes de cuero grandes y rígidos.

Conectó los cables de cuero a una enorme pila voltaica. El tenue y escalofriante olor de la electricidad inundó la sala.

—Por favor, trate de relajarse, señor Oliphant. Eso facilitará la reversión de polos.

Una gigantesca lámpara Webb, una columna corintia acanalada alimentada a través de las alcantarillas por gas, iluminaba Half Moon Street. Como todas las Webbs de Londres, esta había permanecido apagada durante la crisis del verano por temor a que se produjeran fugas o explosiones. De hecho, hubo un mínimo de una docena de detonaciones en medio del pavimento, atribuidas en su mayor parte al grisú que alimentaba la Webb. Lord Babbage era un abierto defensor del método Webb; como consecuencia de ello, hasta el último escolar sabía que el metano que podía producir una sola vaca bastaba para cubrir durante un día entero las necesidades de calefacción, iluminación y cocina de una casa.

Oliphant miró la farola mientras se acercaba a la fachada georgiana de su propia casa. La luz era otra de las señales de que, aparentemente, estaban volviendo a la normalidad, pero esto no le proporcionaba demasiado consuelo. El cataclismo físico, y sobre todo social, era ya cosa del pasado, pero la muerte de Byron había generado una serie sucesiva de oleadas de inestabilidad; Oliphant se las imaginaba expandiéndose como ondas por la superficie de un estanque, solapándose con otras que se generaban en puntos de impacto menos visibles, hasta crear áreas de turbulencia tan impredecibles que resultaban peligrosas. Una de ellas, sin duda, era el asunto de Charles Egremont y la caza de brujas que estaban sufriendo los luditas. Oliphant sabía, con una certeza profesional absoluta, que los luditas eran cosa del pasado; a pesar de los esfuerzos de algunos maníacos anarquistas, las revueltas que habían azotado Londres durante el verano no habían tenido coherencia u organización política algunas. Todas las aspiraciones razonables de las clases trabajadoras habían sido subsumidas con éxito por los radicales. Byron, en sus días de gloria, había sido capaz de combinar justicia con demostraciones perfectamente orquestadas de misericordia. Los primeros líderes de los luditas, que habían firmado la paz con los radicales, eran ahora los razonables y prósperos líderes de respetables sindicatos y uniones profesionales. Algunos de ellos eran magnates de la industria, aunque su paz de espíritu se había visto seriamente perturbada por la sistemática exhumación de sus antiguas convicciones llevada a cabo por Egremont.

En los turbulentos años cuarenta había surgido un nuevo brote de ludismo, dirigido esta vez contra los radicales y armado con un compendio de reivindicaciones populares y un desesperado entusiasmo hacia la violencia. Pero se había desmoronado en un torbellino de traiciones intestinas, y sus representantes más audaces, como Walter Gerard, habían sido castigados de manera inquietantemente pública. En la actualidad, los grupos como los Demonios de Manchester, al que Michael Radley había pertenecido de niño, no eran más que meras bandas juveniles, desprovistas casi por completo de aspiraciones políticas. Es posible que la influencia del capitán Swing se dejara sentir todavía en la Irlanda rural, o incluso en Escocia, pero Oliphant atribuía este hecho a las políticas agrarias de los radicales, que eran la cara negativa de sus rutilantes proyectos de industrialización. No, pensó mientras Bligh, al ver que llegaba, le abría la puerta. El espíritu de Ned Ludd había desaparecido casi por completo de aquella tierra, así que, ¿cómo había que interpretar a Egremont y su furibunda campaña?

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Bligh. —Le entregó el sombrero de copa y el paraguas.

—La cocinera está resfriada, señor.

—Muy bien. Cenaré en el estudio, gracias.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, muchas gracias. —Los imanes de McNeile o su mesa de manipulaciones diabólicamente incómoda le habían dejado la espalda dolorida. McNeile le había sido recomendado por lady Brunel, la columna de cuyo esposo había tenido que sufrir, según se decía, una cantidad desmesurada de descargas eléctricas por culpa del tendido ferroviario a lo largo de su famosa carrera. Recientemente, el doctor había diagnosticado que los «ataques» de Oliphant, como insistía en llamarlos, eran un síntoma de «columna ferroviaria», mal en el que la polaridad magnética del paciente había quedado revertida como consecuencia de algún trauma. La tesis de McNeile era que esta condición podía corregirse mediante la aplicación de descargas electromagnéticas, y, como consecuencia de ello, Oliphant realizaba ahora visitas semanales a la consulta que tenía en Harley Street. Las manipulaciones de McNeile le recordaban a Oliphant al insalubre y profundo interés de su padre por los secretos del hipnotismo.

El progenitor de Oliphant, tras servir como procurador general en la colonia de El Cabo, había sido nombrado procurador de justicia de Ceilán. A consecuencia de esto, Oliphant había recibido una educación privada e, inevitablemente, bastante fragmentaria, a la que le debía tanto la fluidez que exhibía con varias lenguas modernas como su extraordinaria ignorancia del griego y del latín. Sus padres habían sido unos evangélicos bastante excéntricos, y aunque él mismo todavía conservaba, bien que de manera privada, ciertos aspectos de su fe, no podía dejar de sentir cierto temor al recordar los experimentos de su padre: barras de hierro, esferas de cristal…

¿Cómo, se preguntó mientras subía los escalones alfombrados de su escalera, estaría adaptándose lady Brunel a la vida como esposa del primer ministro?

Su herida japonesa empezó a palpitar al asir la barandilla. Sacó una llave Mudslay triple del bolsillo superior de su chaqueta y abrió la puerta de su estudio. Bligh, poseedor de la única copia de esta llave, había encendido el gas y removido los rescoldos.

El estudio, forrado de roble, tenía vistas al parque desde una triple ventana cóncava. Una antigua mesa de refectorio, bastante sencilla, que la ocupaba casi de lado a lado, hacía las veces de escritorio para Oliphant. Una moderna silla de oficina, montada sobre unas ruedas giratorias, migraba de manera habitual alrededor de la mesa en función de las necesidades de Oliphant de desplazarse entre los diferentes montones de carpetas. Por culpa de estas peregrinaciones diarias, las ruedecillas habían empezado a desgastar la lanilla de la Axminster azul.

Tres terminales telegráficas Cok & Maxwells, con sus bóvedas de vidrio y sus rollos de cinta amontonados en las cestas de alambre que descansaban sobre el suelo, dominaban el extremo de la mesa más próximo a la ventana. Había también un transmisor por resortes y una cifradora que expedía una cinta en la que se referían las noticias recientes de Whitehall. Los diversos cables de estos dispositivos, envueltos en seda de color borgoña, ascendían serpenteando hasta un globo ocular, decorado con flores, desde donde descendían luego para terminar en una placa de bronce bruñido que ostentaba la insignia de la Oficina de Correos, alojada en el revestimiento de madera.

En ese momento, uno de los terminales empezó a emitir un zumbido. Oliphant cruzó la mesa de un lado a otro y leyó el mensaje a medida que iba saliendo de la base de caoba.

Muy atareado con asuntos personales pero sí pase STOP

Wakefield FIN

Bligh entró con una bandeja de cordero en rodajas y pepinillos.

—Le traigo una botella de cerveza, señor —dijo mientras ponía un mantel y unos cubiertos de plata sobre una sección de la mesa que se mantenía despejada con este único fin.

—Gracias, Bligh. —Oliphant levantó con las yemas de los dedos el mensaje de Wakefield y luego volvió a dejarlo caer sobre la cesta de alambre. Bligh sirvió la cerveza y se marchó con la bandeja y la botella de cerámica vacía. Oliphant llevó la silla de oficina hasta allí y se sentó frente al cordero con pepinillos Branston.

En mitad de su solitaria cena, lo sobresaltó el traqueteo de uno de los tres terminales. Dirigió la mirada hacia allí y vio que la cinta de la máquina de la derecha empezaba a desplegarse. La de la izquierda, donde había llegado la invitación de Wakefield, era su máquina personal. La de la derecha la utilizaban sus subordinados, normalmente Betteridge, o Fraser, para informarle de asuntos policiales. Dejó el cuchillo sobre la mesa y se levantó.

Leyó el mensaje a medida que iba saliendo de la ranura de bronce.

RE F B se requiere su presencia de inmediato STOP Fraser FIN

Sacó el reloj de pulsera alemán de su padre para consultar la hora. Volvió a guardarlo y tocó el vidrio que rodeaba el terminal del telégrafo central. No había recibido ningún mensaje desde la muerte del último primer ministro.

La dirección a la que lo llevó el carruaje estaba en Brigsome's Terrace, a poca distancia de una especie de vía pública que los especuladores disfrutaban moldeando a lo largo del territorio salvaje, y en su mayor parte inexplorado, que era el este de Londres.

En cuanto al lugar en sí, decidió Oliphant al salir de su carruaje, era el más triste bloque de edificios que jamás se hubiera construido con ladrillos y argamasa. Con toda probabilidad, se dijo, el desgraciado que había especulado con aquellas diez espantosas prisiones en forma de vivienda se hubiera colgado en el baño de alguna taberna de las inmediaciones antes de que su espantosa obra estuviera concluida. Las calles por las que lo había llevado el carruaje hasta allí eran exactamente como cabía esperar que uno tuviese que transitar en tiempos como aquellos, vías aparentemente ajenas a la luz del sol y a los peatones normales. En aquel momento estaba cayendo una fina lluvia y Oliphant se lamentó por un instante de no haber aceptado el impermeable que Bligh le había ofrecido en la puerta. Los dos hombres que había delante del número 5 llevaban largas y empapadas prendas de algodón egipcio encerado. Una reciente innovación procedente de Nueva Gales, y muy apreciada en los campos de batalla de Crimea, e ideal para esconder el tipo de armas que, sin la menor duda, llevaban ellos.

—División Especial —dijo Oliphant mientras pasaba aceleradamente junto a los guardias. Intimidados por su acento y su comportamiento, lo dejaron pasar. Tendría que informar a Fraser de ello.

Al entrar en la casa se encontró en un vestíbulo iluminado por una potente lámpara de carburo montada sobre un trípode, cuya implacable luz blanca magnificaba un asiento cóncavo de brillante hojalata. La habitación estaba decorada con los desechos de las ruinas de la clase alta. Había una pianola y un chifonier demasiado grande para la sala. Este último, con sus molduras doradas, se le antojó patéticamente excesivo. Había también una deshilachada alfombra de Bruselas, con rosas y lilas en medio de un desierto de tejido sin color. Unos visillos tejidos cubrían las ventanas que daban a Brigsome's Terrace. Junto a la ventana colgaban dos cestas de alambre con sendos tiestos, y estos albergaban cactos de especies diversas que crecían en espinosa y arácnida profusión.

Oliphant reparó en un tufo acre, más penetrante que el olor del carburo. Betteridge salió de la parte trasera de la casa. Llevaba un sombrero hongo alto que le hacía parecer totalmente americano, así que no habría sido difícil confundirlo con uno de los agentes de Pinkerton a los que seguía a diario. Probablemente fuese un efecto deliberado, pues se extendía hasta las botas patentadas, con sus laterales elásticos. Su expresión era de grave ansiedad, algo que no era en absoluto propio de él.

—Aceptaré toda la responsabilidad, señor —balbuceó. Había pasado algo grave—. El señor Fraser está esperándolo, señor. No hemos movido nada. Oliphant dejó que lo llevara por la puerta y por una angosta escalera de peldaños peligrosamente empinados hasta llegar al piso superior. Salieron a un pasillo vacío, iluminado por una segunda lámpara de carburo. Grandes y extensos continentes de nitrato manchaban las paredes de yeso desnudo. El olor a quemado era más intenso allí.

Tras atravesar otra puerta se encontró, bajo otra luz intensa, con la cara de Fraser, orientada en su dirección desde el suelo, donde estaba arrodillado junto a un cadáver. Hizo ademán de hablar; Oliphant lo silenció con un gesto.

Allí estaba, pues, la fuente de aquella peste. Sobre una cómoda pasada de moda descansaba un moderno y compacto hornillo Primus, de los que se usaban para acampar. El bronce del depósito de combustible brillaba como un espejo. El soporte circular sujetaba una sartén de hierro negro. Lo que quiera que hubiese estado cocinándose en aquel recipiente era ahora un residuo calcinado que emitía una peste agria.

Oliphant dirigió su atención al cadáver. El hombre había sido un auténtico gigante. En aquella habitación tan pequeña había que tener cuidado para no pisar sus miembros estirados. Empezó a estudiar los rasgos contorsionados, los ojos apagados por la muerte. Enderezó la espalda y miró a Fraser.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Estaba calentando unas judías en lata —dijo Fraser—. Y comiéndoselas directamente de la lata. Con esto. —Con la punta del zapato, Fraser señaló una cuchara de cocina hecha de esmalte azul—. Yo diría que estaba solo. Creo que se tomó como una tercera parte de la lata antes de que el veneno hiciera efecto.

—Veneno —dijo Oliphant mientras sacaba la cigarrera y el cortador de su chaqueta—. ¿Cuál cree que era? —Extrajo un cigarro, le rebanó la punta y la perforó.

—Algo potente —dijo Fraser— a juzgar por su aspecto.

—Sí —asintió Oliphant—. Era un individuo fuerte.

—Señor —dijo Betteridge—. Será mejor que vea esto. —Sacó un cuchillo muy largo con una vaina de cuero manchada de sudor. Una especie de arnés de cuero colgaba de la vaina. La empuñadura era de cuerno sin pulir y la hoja, de acero. Betteridge lo desenvainó. Era una especie de puñal de marinero, aunque de una sola hoja, con una curiosa curva invertida en la punta.

—¿Y ese trozo de bronce a lo largo de la punta? —preguntó Oliphant.

—Para parar los golpes de otra arma —dijo Fraser—. El metal es más blando. Atrapa las hojas. Un invento americano.

—¿Tiene la marca del taller?

—No, señor —respondió Betteridge—. Forjado a mano por un herrero, a juzgar por su aspecto.

—Muéstrele la pistola —dijo Fraser.

Betteridge envainó el cuchillo y lo dejó sobre la cómoda. Sacó un pesado revolver de su abrigo.

—Francomexicano —dijo con un tono razonablemente parecido al de un vendedor—. Ballester-Molina; se amartilla solo después del primer disparo. Oliphant enarcó una ceja.

—¿Material militar? —La pistola tenía un aspecto un poco tosco.

—Material barato —respondió Fraser con una mirada de reojo a Oliphant—. Para la guerra americana, evidentemente. Los policías metropolitanos han estado confiscándoselas a los marineros. Son demasiadas.

—¿Marineros?

—Confederados, yanquis, texanos…

—Texanos… —dijo Oliphant, y saboreó la boquilla de su cigarro apagado—. Imagino que estamos todos de acuerdo en asumir que nuestro amigo aquí presente es de esa nacionalidad.

—Tenía una especie de zulo en el desván, al que se accedía a través de una trampilla.

—Betteridge estaba guardando de nuevo la pistola.

—Terriblemente frío, supongo.

—Bueno, tenía mantas, señor.

—La lata.

—¿Señor?

—La lata que contenía la última comida del cadáver, Betteridge.

—No, señor. En la lata nada.

—Estaba limpia —le dijo Oliphant—. La asesina esperó a que el veneno hiciera su trabajo y luego regresó y eliminó las pruebas.

Un repentino ataque de náuseas abrumó a Oliphant: por el comportamiento de Fraser, por la proximidad del cadáver, por el persistente olor de las judías quemadas… Se volvió y salió al pasillo, donde otro de los hombres de Fraser estaba ajustando la lámpara de carburo.

Una casa horrible, en una calle horrible, donde se realizaban los más horribles negocios. Una oleada de aversión lo invadió, una aversión feroz y desesperada por aquel mundo secreto, con sus viajes a medianoche, sus mentiras laberínticas y sus legiones de condenados y perdidos.

Sus manos temblaban mientras sacaba un mechero para encender su cigarro.

—Señor, la responsabilidad… —Betteridge estaba junto a su codo.

—Mi amigo de la esquina de Chancery Lane no me ha vendido una hoja tan buena como de costumbre —dijo Oliphant mirando con el ceño fruncido la punta de su cigarro—. Hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir los cigarros que uno fuma.

—Hemos registrado el lugar de arriba abajo, señor Oliphant. Si ella vivía aquí, no ha quedado rastro de su presencia.

—¿De veras? ¿Y a quién le pertenece ese bonito chifonier del piso de abajo? ¿Y quién regaba los cactos? ¿O es que no hay que regarlos? Puede que a nuestro amigo texano le recordaran a su patria… —Dio una profunda calada a su cigarro y bajó las escaleras, seguido de cerca por Betteridge, como un ansioso y joven setter. Un agente de Antropometría Criminal con aspecto de novato estaba perdido en sus pensamientos delante del piano, como si tratara de recordar una canción. De los diversos artículos que llevaba en su maletín negro de caballero, que Oliphant supiera, los menos desagradables eran las cintas de lino calibradas que empleaba para tomar las medidas Bertillon de los cráneos.

—Señor —dijo Betteridge una vez que el antropometrista se marchó al piso de arriba—. Si cree que soy responsable… Por haberla perdido, quiero decir…

—Creo, Betteridge, que antes lo envié a la matinée del Garrick, para que elaborara un informe sobre las damas acrobáticas de Manhattan, ¿verdad?

—Sí, señor…

—¿Y las vio, entonces?

—Sí, señor.

—Pero… Permítame suponer… ¿La vio también a ella?

—¡Sí, señor! ¡Y también a Caballa y a sus dos hombres!

Oliphant se quitó las gafas y las limpió.

—¿Y las comediantes, Betteridge? Para atraer a una audiencia así debían de ser realmente notables.

—¡Señor, se lanzaban insultos unas a otras! Esas mujeres corrían de un lado a otro con los pies desnudos y cubiertas con… bueno, bufandas, señor, y pañuelos de gasa. Sin ropa de verdad…

—¿Y disfrutó usted del espectáculo, Betteridge?

—Honestamente debo decir que no, señor. Me sentí como si estuviera en una casa de locos. Y tenía trabajo que hacer, con los Pinkers allí…

«Caballa» era el nombre del agente de Pinkerton, un bigotudo oriundo de Filadelfia que frecuentemente se presentaba como Beaufort Kingsley DeHaven, aunque a veces también como Beaumont Alexander Stokers. Y era Caballa en virtud de lo que aparentemente desayunaba siempre, según habían descubierto Betteridge y los otros dos hombres asignados a su vigilancia.

Caballa y sus dos subordinados llevaban dieciocho meses siendo una presencia habitual en Londres, y Oliphant los encontraba bastante interesantes, además de que le servían como sólido pretexto para justificar la financiación del Gobierno. La organización Pinkerton, aunque teóricamente una empresa privada, servía como organismo central de recogida de información de los Estados Unidos. Con redes operativas en los Estados Confederados, así como en las repúblicas de Texas y California, los Pinkertons se encontraban a menudo en posesión de información de considerable importancia estratégica.

A la llegada a Londres de Caballa y sus dos subordinados, varias voces en la División Especial habían defendido la conveniencia de recurrir a los métodos clásicos de coerción. Oliphant se había apresurado a rechazar esta sugerencia, arguyendo que los americanos serían de un valor incalculable si se les permitía actuar con libertad, aunque sometidos, recalcó, a la constante vigilancia tanto de la División Especial como de la propia Oficina Central del Despacho Exterior. En la práctica, claro está, la Oficina Central carecía por completo del personal necesario para llevar a cabo esta misión, lo que había provocado que la División Especial asignase la vigilancia a Betteridge, junto con una nutrida lista de londinenses aparentemente inocentes, todos ellos expertos vigilantes seleccionados por el propio Oliphant. Betteridge informaba directamente a Oliphant, quien estudiaba el material antes de transmitirlo a la División Especial. Para Oliphant, la solución era muy conveniente; hasta el momento, la División Especial se había refrenado de hacer cualquier comentario.

Los movimientos de los agentes de Pinkerton habían revelado gradualmente la existencia de un estrato secundario, poco importante aunque no por ello menos inesperado, de actividades clandestinas. La información resultante constituía una mezcolanza bastante curiosa, cosa que resultaba aún más del agrado de Oliphant. Los agentes de Pinkerton, como le dijo alegremente a Betteridge, constituirían el equivalente a una serie de muestras geológicas. Ellos sondearían las profundidades y la Gran Bretaña cosecharía los beneficios.

Betteridge, casi inmediatamente y para su gran satisfacción, había descubierto que un tal señor Fuller, el oficinista único, y por consiguiente terriblemente sobrecargado de trabajo, de la legación texana, estaba en nómina de Pinkerton. Además, Pinkerton había demostrado gran curiosidad por los asuntos del general Sam Houston, hasta el punto de irrumpir personalmente en la finca campestre del exiliado presidente de los texanos. Algunos meses después, los hombres de Pinkerton habían estado siguiendo a Michael Radley, el agente de prensa de Houston, cuyo asesinato en hotel Grand's había desembocado directamente en algunas de las líneas de investigación que actualmente estaba explorando Oliphant.

—¿Y vio usted a la señora Bartlett en el número de las comuneras? ¿Está totalmente seguro?

—¡Totalmente, señor!

—¿McNeile y sus hombres estaban al tanto de su presencia? ¿Y viceversa?

—No, señor. Estaban concentrados en la pantomima de las comuneras, riendo y aplaudiendo. ¡La señora Bartlett se metió discretamente entre bambalinas en el entreacto! Y permaneció allí después. Aunque estuvo aplaudiendo. —Frunció el ceño.

—¿Y los Pinkerton no hicieron ningún intento de seguirla?

—¡No, señor!

—Pero usted sí.

—Sí, señor. Al terminar el espectáculo, dejé a Boots y a Becky Dean para que siguieran a nuestros amigos y fui tras ella yo solo.

—Eso fue una estupidez, Betteridge —dijo Oliphant con un tono excepcionalmente indulgente—. Habría sido mejor que le encargara esa misión a Boots y a Becky. Tienen más experiencia, y además, un equipo es siempre más eficiente que una sola unidad. Podría haberla perdido fácilmente.

Betteridge hizo una mueca.

—O podría haberlo matado, Betteridge. Es una asesina. Espantosamente versada. Y famosa por ocultar vitriolo en su persona.

—Señor, tomé todas las…

—No, Betteridge, no. No diga más. Esa mujer ya ha matado a nuestro Goliat texano. Un crimen totalmente premeditado, estoy convencido. Estaba en posición de hacerle la comida, de ayudarlo y de alentarlo, como sus amigos y ella hicieron durante aquella noche terrible en el hotel Grand's… Le traía la comida. Él dependía de ella. Estaba encerrado en un escondrijo. No tenía más que envenenar una lata.

—Pero ¿por qué matarlo ahora, señor?

—Cuestión de lealtades, Betteridge. Nuestro texano era un nacionalista fanático. Un patriota podría aliarse con el diablo por el bien de su nación, pero hay cuestiones ante las que podría plantarse. Es muy probable que ella le pidiera que matase a alguien y él se negase. —Esto lo sabía gracias a la confesión de Collins; el anónimo texano había sido un aliado de dudosa valía—. El tipo se convirtió en una carga, en un estorbo para sus planes; como el difunto profesor Rudwick. Así que tuvo el mismo fin que este.

—Debe de estar desesperada.

—Puede… Pero no tenemos razones para creer que la alertara con su presencia allí. Betteridge parpadeó.

—Señor, cuando me envió a ver a las comuneras, ¿sospechaba que pudiera encontrarme a esa mujer allí?

—En absoluto. Confieso, Betteridge, que era un mero capricho. Lord Engels, un conocido mío, está fascinado con un tal Marx, el fundador de la Comuna.

—¿Engels, el magnate del textil?

—Sí. De hecho, yo diría que su interés roza lo excéntrico.

—¿Por las mujeres de la Comuna, señor?

—Por las teorías del señor Marx en general, y la suerte de la Comuna de Manhattan en particular. De hecho, es la generosidad de Friedrich la que ha hecho posible la tournée.

—¿El hombre más rico de Manchester financia un espectáculo de este tipo? —Betteridge parecía genuinamente perturbado por aquella revelación.

—Es curioso, sí. Friedrich es hijo de un rico industrial de la región del Rin… En cualquier caso, tenía curiosidad por conocer su informe. Y, por descontado, tenía la esperanza de que nuestro amigo McNeile hiciera acto de presencia. Los Estados Unidos miran con muy malos ojos la revolución roja de Manhattan.

—Una de las mujeres dio una especie de…, vaya, sermón, antes de la pantomima.

¡Menudo galimatías! Algo sobre unas «leyes de hierro»…

—Las «leyes de hierro de la historia», sí. Todo muy doctrinario. Pero Marx ha robado parte de su doctrina de Lord Babbage…, hasta tal punto que su doctrina podría llegar a dominar América un día —las náuseas se le habían pasado—. Pero tenga en cuenta, Betteridge, que la Comuna se fundó durante las revueltas que azotaron la ciudad durante la guerra, como protesta por el reclutamiento forzoso. Marx y sus seguidores se hicieron con el poder en un período de caos. Algo parecido a los sucesos ocurridos en Londres durante el verano. Aquí, claro está, conseguimos superar la crisis, a pesar de la pérdida del gran orador. La transmisión apropiada del poder lo es todo, Betteridge.

—Sí, señor —asintió Betteridge, distraído del asunto de las simpatías revolucionarias de lord Engels por los sentimientos patrióticos de Oliphant. Este contuvo un suspiro y se dijo que le habría encantado albergarlos genuinamente.

De regreso a casa, Oliphant se quedó medio dormido. Estaba soñando, como le ocurría con gran frecuencia, con un ojo omnisciente cuyas infinitas perspectivas eran capaces de resolver cualquier misterio.

Al llegar, se encontró, con una consternación que fue incapaz de disimular, con que Bligh le había preparado un baño en la bañera plegable de goma, tal como le había prescrito recientemente el doctor McNeile. En bata y camisón, con unas zapatillas de piel de topo bordadas, Oliphant examinó el artefacto con resignado desagrado. Allí estaba, soltando vapor, delante de la perfectamente funcional y perfectamente vacía bañera de porcelana blanca que dominaba su cuarto de baño. La de goma, con el negro y flaccido pilón tenso y bulboso a consecuencia del volumen de agua que contenía en aquel momento, era de fabricación suiza. Sustentada por una compleja estructura plegable de teca teñida de negro, estaba conectada al grifo por medio de un tubo que parecía un gusano y varias válvulas de cerámica.

Tras quitarse la bata y el pijama, se descalzó y pasó del frío de las baldosas octogonales de mármol a las suaves y calientes fauces. En el trabajoso acto de tomar asiento estuvo a punto de derribar el artefacto. El elástico material, sujeto por todos los lados por la estructura, cedía bajo su peso, lo que resultaba particularmente desagradable. Y peor aún era, descubrió al instante, su forma de abrazarle las nalgas. Según la prescripción de McNeile, debía pasar allí reclinado un cuarto de hora, con la cabeza apoyada en la pequeña almohada de tela recauchutada que a tal efecto suministraba también el fabricante. McNeile sostenía que el cuerpo de hierro forjado de una bañera de porcelana confundía los naturales intentos de la columna vertebral por volver a su polaridad magnética normal. Oliphant cambió ligeramente de posición y arrugó el semblante al percibir la obscena sensación adhesiva de la goma. Bligh le había dejado una esponja, una piedra pómez y una pastilla nueva de jabón francés en la cestilla de bambú adosada al costado de la bañera. El bambú, supuso Oliphant, tampoco debía de tener propiedades magnéticas.

Con un gemido, cogió la esponja y empezó a asearse.

Liberado de los asuntos más acuciantes de día, Oliphant procedió, como solía hacer a menudo, a llevar a cabo un detallado y sistemático acto de reconstrucción mental. Poseía una gran memoria de nacimiento, don que se había potenciado gracias a las doctrinas pedagógicas de su padre, cuyo ardiente interés por el hipnotismo y la magia había introducido al hijo en las arcanas disciplinas del arte de la memoria. Esta capacidad le había sido muy útil a Oliphant en su vida adulta y ahora la practicaba con la misma regularidad que en su día reservara para la plegaria. Casi un año había pasado desde que registrara los efectos personales de Michael Radley en la habitación treinta y siete del hotel Grand's.

Radley tenía uno de esos baúles modernos que, erguido y abierto, servía como una combinación compacta de guardarropa y buró. Este, junto a una sombrerera de cuero llena de rozaduras y un maletín Jacquard con estructura de metal, constituía la totalidad del equipaje del publicista. A Oliphant, la complejidad del baúl le había resultado deprimente. Todas esas bisagras, corchetes, presillas niqueladas y lengüetas de cuero expresaban la anticipación de viajes futuros que, ahora que su propietario estaba muerto, no llegarían a producirse. Igualmente patéticos eran los tres mazos de tarjetas de visita de elegante diseño, con el número de telégrafo de Radley en Manchester en letras francesas y envueltos aún en papel de imprenta. Empezó a deshacer el equipaje sistemáticamente. Dispuso la ropa de Radley sobre la cama del hotel con la precisión de un ayuda de cámara. El publicista sentía predilección por los camisones de seda. Mientras trabajaba, Oliphant había examinado marcas de sastre y de lavandería, había vaciado bolsillos y pasado los dedos sobre costuras y forros.

Los artículos de aseo de Radley estaban en un neceser de seda impermeable. Oliphant examinó el contenido y fue estudiando cada uno de los objetos en sucesión: una brocha de pelo de tejón, un bote de pasta de dientes, una bolsa para la esponja… Golpeó con el mango de marfil del cepillo el pie de la cama. Abrió el estuche de cuero de la navaja: el níquel plateado refulgió sobre la cama de terciopelo violeta. Vació la pasta de dientes sobre una hoja de papel con el escudo del hotel Grand's. Miró en la bolsa de la esponja… y encontró una esponja.

El brillo de la hoja atrajo su atención. Tras dejar sus diferentes componentes sobre la pechera almidonada de una camisa de noche, usó el cortaplumas de su llavero para sacar el nido de terciopelo taranteado del estuche. Cedió fácilmente. Debajo había una hoja de papel cuidadosamente plegada.

Sobre esta hoja, a lápiz, cubierta de borrones y tachaduras, había lo que parecía ser el comienzo del borrador de una carta. Carecía de fecha, de destinatario y de firma.

Confío en que recuerde nuestras dos Conversaciones del pasado ag., en la 2.ª de las cuales tuvo ud. la amabilidad de confiarme ss conjeturas. Me complace informarle de que cierts. manipulaciones han cristalizado en una versión, una versión auténtica de sus orígenes, que, con toda confianza, creo que pueden ser utilizados y, consiguientemente, convertirse en la Prueba que tanto tiempo lleva usted buscando y esperando.

El resto de la hoja estaba en blanco, con la excepción de tres rectángulos pulcramente trazados a lápiz, que contenían, en mayúsculas romanas, las palabras «ALG», «COMP» y «MOD».

ALG, COMP y MOD se habían convertido a partir de entonces en una bestia fantástica de tres cabezas, visitante frecuente de los espacios superiores de la imaginación de Oliphant. El descubrimiento del probable sentido de esta clave, realizado durante el examen de la trascripción del interrogatorio de William Collins, no había logrado conjurar la imagen. Alg-Comp-Mod seguía con él, como una quimera con cuello de serpiente y una espantosa cabeza humana. El rostro de Radley estaba allí, muerto y bien muerto, con la boca abierta, los ojos negros como los de un sapo, junto a las frías y marmóreas facciones de lady Ada Byron, reservadas e impasibles, enmarcadas por rizos y bucles que evidenciaban una geometría pura. Pero la tercera de las cabezas, que se mecía sinuosamente de un lado a otro, esquivaba la mirada de Oliphant. A veces imaginaba que era la de Edward Mallory, decididamente ambicioso, desesperadamente franco; y otras adoptaba el hermoso y ponzoñoso semblante de Florence Bartlett, envuelta en vapores de vitriolo.

Y a veces, especialmente en momentos como aquel, en el sofocante abrazo de la bañera de goma, mientras navegaba lentamente hacia el continente del sueño, el rostro era el suyo, con los ojos llenos de un terror al que era incapaz de poner nombre.

Al día siguiente Oliphant durmió hasta tarde y luego se quedó en la cama, donde Bligh le suministró documentos de su estudio, té cargado y tostadas con anchoas. Leyó un documento del Despacho Exterior sobre un tal Wilhelm Stieber, un agente prusiano que se hacía pasar por un editor de prensa exiliado llamado Schmidt. Con bastante más interés, leyó y glosó un documento de Bow Street referido a varias operaciones de contrabando de municiones desarticuladas recientemente, destinadas todas ellas a Manhattan. El documento siguiente consistía en varias copias impresas de las cartas de un tal señor Copeland, de Boston. El señor Copeland, tratante de maderas, estaba a sueldo de la Gran Bretaña. Sus cartas describían el sistema de fortificaciones que defendía la isla de Manhattan, con exhaustivas notas sobre la artillería. La mirada de Oliphant, habituada ya a este tipo de documentos, pasó rápidamente sobre la descripción realizada por Copeland de la batería que cubría el sur de la isla, una reliquia al parecer, y se detuvo sobre los informes relativos a ciertos rumores que aseguraban que la Comuna contaba con una cadena de minas entre los bajíos del Romer y los estrechos.

Oliphant suspiró. Dudaba mucho que el canal estuviera minado, pero desde luego a los líderes de la Comuna les habría encantado que fuera así. Y sería así muy pronto si los caballeros de la Comisión para el Libre Mercado se salían con la suya. Bligh estaba en la puerta.

—Señor, tiene una cita con el señor Wakefield en la Oficina Central de Estadística. Una hora después, Betteridge lo saludó desde la puerta abierta de un coche.

—Buenas tardes, señor Oliphant. —Oliphant se montó y tomó asiento. Las cortinillas plisadas de tela negra que cubrían las ventanillas los aislaron de Half Moon Street y los rayos del adusto sol de noviembre. Cuando el cochero se puso en movimiento, Betteridge abrió un maletín que llevaba a los pies, extrajo de su interior una lámpara, que procedió a encender con rápidos y hábiles movimientos, y luego sujetó, por medio de un artefacto de bronce lleno de bisagras y pernos, al brazo del asiento. El interior del maletín refulgía como un arsenal en miniatura. Le pasó a Oliphant una carpeta de color carmesí.

Oliphant la abrió y leyó la relación de las circunstancias de la muerte de Michael Radley.

Él mismo había estado en la sala de fumadores, con el general y el pobre Radley, ambos totalmente borrachos. De sus respectivos estilos de embriaguez, el más presentable, menos predecible y más peligroso era el de Radley. Houston, cuando llevaba unas copas de más, jugaba a hacerse el americano bárbaro: con los ojos inyectados en sangre, cubierto de transpiración, mal hablado, se recostaba apoyando una de sus grandes, gastadas y embarradas botas sobre la otomana. Mientras Houston hablaba, fumaba y blasfemaba, cubriendo a Oliphant y a la Gran Bretaña de improperios, él se dedicaba, sumido en un torvo silencio, a arrancar pequeños fragmentos de un trozo de pino con un cortaplumas que, cada poco rato, limpiaba sobre la suela de su bota. Radley, en cambio, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, temblaba literalmente con el efecto estimulante del licor. La visita de Oliphant se había llevado a cabo con el objeto expreso de poner un poco nervioso a Houston la víspera de su partida a Francia, pero el despliegue de hostilidad mal disimulada que se profesaban el general y su publicista había sido algo inesperado.

Oliphant había tenido la esperanza de sembrar la duda con respecto al tour francés; con este fin, y sobre todo a beneficio de Radley, había conseguido insinuar un exagerado grado de cooperación por parte de los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y Francia. Había sugerido que Houston tenía ya, al menos, un poderoso enemigo en la Police des Châteaux, la guardia personal y policía secreta del emperador Napoleón. Y aunque la Police des Châteaux era poco numerosa, no estaba en modo alguno sometida a limitaciones constitucionales. Era obvio que Radley, como mínimo, y a despecho de su condición, había tomado nota de la implícita amenaza. Luego los había interrumpido un criado que traía una nota para Radley. Al abrirle la puerta, Oliphant había reparado en el rostro de una joven. Radley había afirmado, al tiempo que se excusaba, que tenía que hablar brevemente con una periodista amiga suya.

Había vuelto a la sala de fumadores diez minutos más tarde. Oliphant se había marchado entonces, tras soportar una prolongada y especialmente florida diatriba del general, que había consumido la mayor parte de una pinta de brandy en ausencia de Radley.

Reclamado de nuevo al hotel Grand's por un telegrama en las primeras horas del alba, Oliphant había buscado de inmediato al detective del hotel, un policía metropolitano retirado llamado McQueen, a quien había llamado a la habitación de Houston, número veinticuatro, el recepcionista, el señor Parkes.

Mientras Parkes trataba de calmar a la histérica esposa de un vendedor de pavimento de Lancashire, que se encontraba en la habitación número veinticinco en el momento de producirse la perturbación, McQueen había probado el picaporte de la puerta de Houston y se la había encontrado abierta. La nieve entraba por la ventana rota y el aire, ya helado, apestaba a pólvora quemada, sangre y, tal como lo expresó McQueen con toda delicadeza, el contenido de las tripas de un caballero. En medio de aquella ruina escarlata se encontraba el cadáver de Radley, demasiado visible a la fría luz del alba. McQueen le había pedido a Parkes que telegrafiara a la policía metropolitana. A continuación había utilizado su llave maestra para cerrar la puerta, había encendido la puerta y había tapado la ventana con los restos de una de las cortinas. La condición de la ropa de Radley indicaba que le habían registrado los bolsillos. Sus diversos objetos personales yacían sobre el charco de sangre y materia que rodeaba el cadáver: una cerilla repetidora, una pitillera y monedas de diverso valor. Lámpara en mano, el detective examinó la escena, y descubrió una pistola de bolsillo Lealock & Hutchings con el mango de marfil. Al arma le faltaba el gatillo. Tres de sus cinco cañones se habían descargado… hacía muy poco, determinó McQueen. Continuó con su búsqueda y descubrió también la llamativa cabeza dorada del bastón del general Houston, rodeada de fragmentos de cristal. Cerca de ella había un paquete ensangrentado, perfectamente envuelto en papel de estraza. Resultó que contenía un centenar de tarjetas de quinótropo con la intrincada urdimbre de perforaciones arruinada por el paso de un par de balas. Las balas, a su vez, de plomo blando y muy deformadas, cayeron sobre la palma de la mano de McQueen mientras examinaba las tarjetas.

El posterior examen de la sala por parte de los especialistas de la Central de Estadística —después de que la policía metropolitana, a instancias de Oliphant, decidiera retirarse del caso— añadió pocas cosas a lo que había observado el veterano McQueen. El gatillo de la Lealock & Hutchings apareció detrás de un sofá. Un descubrimiento más peculiar consistió en un diamante de corte cuadrado, de unos quince quilates y gran calidad, que se encontró firmemente alojado entre dos de las tablas del suelo.

Dos hombres de Antropometría Criminal, no más crípticos de lo habitual con respecto a sus propósitos, emplearon grandes cantidades de fino papel adhesivo para capturar diferentes pelos y trozos de pelusa de la alfombra, restos que guardaron celosamente antes de desaparecer de manera precipitada sin que volviera a saberse de ellos.

—¿Ha acabado usted con eso, señor?

Oliphant levantó la mirada hacia Betteridge y luego volvió a dirigirla hacia el documento. Seguía viendo el pegajoso charco de la sangre de Radley.

—Estamos en Horseferry Road, señor. El coche se detuvo.

—Si, gracias. —Cerró la carpeta y se la devolvió a Betteridge. Bajó del coche y subió la amplia escalinata.

Al margen de las circunstancias que rodearan una visita concreta, siempre sentía un peculiar nerviosismo al entrar en la Oficina Central de Estadísticas. Desde luego, ahora lo sentía. La sensación de que, de algún modo, lo observaban, lo conocían y lo evaluaban. El Ojo, sí…

Habló con el uniformado recepcionista del vestíbulo mientras un grupo de mecánicos salía de un pasillo situado a su izquierda. Llevaban chaquetas de lana cortadas a máquina y lustrosas abarcas con suela de goma. Cada uno de ellos tenía un inmaculado saquillo de herramientas hecho de un grueso tejido de algodón, de color blanco, cubierto con remaches de bronce y cuero marrón.

Mientras se movían en su dirección, conversando entre sí, algunos de ellos sacaron las pipas y los cigarrillos de sus bolsillos, anticipándose al momento en que, como siempre al acabar los turnos, tendrían ocasión de relajarse con un poco de tabaco. Oliphant experimentó un intenso acceso de envidia. A menudo se había lamentado de la necesaria política de la Oficina referente al tabaco. Siguió con la mirada a los mecánicos cuando estos pasaron a su lado y se alejaron entre las columnas y las esfinges de bronce. Hombres casados, seguros de contar con una pensión de la Oficina, vivirían en Camden Town, en New Cross o en cualquier otro suburbio respetable, y decorarían sus minúsculos salones con aparadores de papel maché y llamativos relojes holandeses. Sus esposas servirían el té en ostentosas bandejas de hojalata con motivos japoneses.

Tras pasar junto a un bajorrelieve seudobíblico de irritante banalidad, se dirigió al ascensor. Mientras el mozo lo saludaba con una reverencia, se le unió un sombrío caballero que estaba tratando de quitar con un pañuelo una mancha de color pálido del hombro de su abrigo.

Los barrotes articulados de la jaula metálica se cerraron. El ascensor empezó a ascender. El caballero del abrigo manchado se bajó a la tercera parada. Oliphant lo hizo en la quinta, sede de Criminología Cuantitativa y Análisis No Lineal. Aunque encontraba este último departamento mucho más interesante que aquel, aquel día necesitaba a CC, y más especialmente en la persona de Andrew Wakefield, el vicesecretario del departamento.

Los funcionarios de CC estaban individualmente enjaulados en cubículos perfectamente organizados de acero laminado, asbesto y chapeado. Wakefield presidía sobre ellos desde una versión más grande del mismo modelo, con su cabeza de rala melena rubia enmarcada por cajones de manija de latón llenos a rebosar de carpetas.

Al aproximarse Oliphant, levantó ligeramente la mirada. La prominente parte delantera de su dentadura se marcaba contra el labio superior.

—Señor Oliphant —dijo—. Como siempre, es un placer. Discúlpeme —introdujo varias tarjetas perforadas en un sólido sobre azul forrado de papel de envolver y procedió a atar meticulosamente el pequeño cordel de color escarlata alrededor de las dos mitades del sobre de la patente. Luego dejó el sobre a un lado, en una caja forrada de asbesto que contenía varios sobres idénticos.

Oliphant sonrió.

—¿Le importa que lea sus tarjetas perforadas, Andrew? —Sacó una silla de estenógrafo cargada de engranajes de su ingenioso alojamiento y tomó asiento, con el paraguas plegado entre las rodillas.

—¿Sabe para qué sirven los sobres azules? —Los engranajes crujieron al devolver Wakefield su escritorio articulado a la estrecha ranura en la que se guardaba.

—No todos, pero más o menos conozco el funcionamiento general del sistema.

—Hay gente capaz de leer las tarjetas perforadas, Oliphant. Pero hasta un funcionario subalterno puede leer las directivas principales tan fácilmente como usted lee los quinótropos en el sótano.

—Yo nunca leo los quinótropos en el sótano, Andrew. Wakefield resopló. Oliphant sabía que, en su caso, aquello equivalía a una carcajada.

—¿Cómo van las cosas por el corpe diplomatique, señor Oliphant? ¿Seguimos luchando contra la «conspiración ludita»? —El sarcasmo del hombre resultaba evidente, pero Oliphant hizo un esfuerzo por tomarse sus palabras literalmente.

—No ha tenido demasiado éxito, de momento. Al menos en el área que a mí me interesa especialmente.

Wakefield asintió, convencido de que el área que a Oliphant «le interesaba especialmente» se limitaba a las actividades de los ciudadanos extranjeros en suelo británico. A petición de Oliphant, Wakefield ordenaba con regularidad los archivos en grupos tan dispares como los Carbonarios, los Caballeros de la Camelia Blanca, la Sociedad Feniana, los Rangers de Texas, los Heitarai griegos, la agencia de detectives Pinkerton y la Junta Confederada de Investigación Científica, organizaciones de las que se tenía constancia que operaban en Gran Bretaña.

—Confío en que el material sobre los texanos que le hemos proporcionado le haya sido de utilidad —dijo Wakefield, y se recostó haciendo crujir los engranajes de su asiento.

—Bastante —le aseguró Oliphant.

—¿No sabrá usted —empezó a decir el otro, mientras sacaba un lápiz dorado de su bolsillo— si su legación tiene la intención de mudarse? —Se dio unos golpecitos en los dientes de delante con el lápiz, lo que produjo un sonido que a Oliphant le resultó repulsivo.

—¿Desde su sede actual en St. James? ¿En la casa del tratante de vinos Berry?

—Exacto.

Oliphant vaciló un momento mientras sopesaba el asunto.

—No lo creo. No tienen dinero. Supongo que todo dependerá de la buena voluntad de su casero…

Wakefield sonrió y se mordisqueó el labio inferior.

—Wakefield —dijo Oliphant—, dígame, ¿quién quiere saberlo?

—Antropometría criminal.

—¿De verdad? ¿Realizan actividades de vigilancia?

—Creo que se trata de una cuestión técnica, en realidad. Experimental. —Dejó el lápiz a un lado—. Ese erudito suyo… ¿Mallory, se llama?

—Sí.

—He visto una crítica de su libro. Se ha ido a la China, ¿no?

—A Mongolia. Encabeza una expedición de la Sociedad Geográfica. Wakefield frunció los labios y asintió.

—Para alejarse del atraso, imagino.

—Para alejarse del peligro, más bien. La verdad es que no es mal tipo. Parecía apreciar sinceramente los aspectos técnicos del trabajo que hacen ustedes aquí. Por cierto, he venido por una cuestión técnica, Andrew.

—¿De veras? —Los muelles de Wakefield chirriaron.

—Algo relacionado con un procedimiento de la Oficina de Correos. Wakefield emitió un pequeño y totalmente inocente sonido con la garganta. Oliphant sacó un sobre de su bolsillo y se lo pasó al vicesecretario. No estaba cerrado. Wakefield tomó un par de guantes de algodón blanco de una cesta de alambre que había junto a su codo, se los puso, extrajo una tarjeta de dirección telegráfica del sobre, la miró de reojo y luego se volvió hacia Oliphant.

—El hotel Grand's —dijo.

—En efecto. —El emblema del establecimiento se veía en la tarjeta. Oliphant observó cómo Wakefield, en un gesto automático, pasaba uno de sus enguantados dedos por las líneas de las perforaciones, en busca de algún indicio de cualquier cosa que pudiera ocasionar dificultades técnicas.

—¿Quiere saber quién la envió?

—Esa información ya obra en mi poder, gracias.

—¿El nombre del destinatario?

—También estoy al corriente de ello.

Los muelles chirriaron, casi con nerviosismo, se le antojó a Oliphant. Wakefield se levantó con un chasquido de acero e insertó cuidadosamente la tarjeta en una ranura de latón situada en la parte delantera de un instrumento con frontal de cristal que dominaba una hilera de carpetas llenas de tarjetas. Con una mirada a Oliphant, bajó una de sus enguantadas manos y accionó una palanca con mango de marfil. Al llegar abajo, la máquina emitió un sonido parecido al de la prensa de crédito de un tendero. Cuando Wakefield soltó la palanca, esta empezó a subir lentamente, entre unos zumbidos y chasquidos como los de la máquina de apuestas de un tabernero. Bajo la atenta mirada de Wakefield, el zumbido de los engranajes del aparato fue cesando a medida que este se detenía. De repente, la máquina quedó en silencio.

—Egremont —leyó Wakefield, en voz alta pero discreta—. «Las Hayas». Belgravia.

—En efecto. —Oliphant observó cómo extraía el otro la tarjeta de la ranura de latón—. Lo que necesito es el texto del telegrama, Andrew.

—Egremont —dijo Wakefield como si no lo hubiera oído. Volvió a tomar asiento, guardó la tarjeta en el sobre y se quitó los guantes—. Parece estar en todas partes, nuestro querido y honorable Charles Egremont. No sabe cuánto nos está haciendo trabajar, Oliphant.

—El texto del mensaje, Andrew, está aquí, en la Oficina. Existe físicamente, creo, aunque solo sea como unos pocos centímetros de cinta telegráfica.

—¿Sabe que tengo más de ochenta kilómetros de trabajo pendiente desde el penoso asunto del hedor? Por no mencionar el hecho de que su petición es aún más irregular que de costumbre.

—«Aún más irregular que de costumbre». Qué ingenioso…

—¡Y sus amigos de la División Especial vienen a molestar cada hora, exigiendo que pongamos en marcha las máquinas con la esperanza de desalojar a esos luditas que, según ellos, están adheridos a los puntales de la nación! ¿Quién es ese condenado sujeto, Oliphant?

—Un político radical bastante inexperto, según tengo entendido. O lo era, hasta el hedor y los desórdenes.

—Hasta la muerte de Byron, querrá usted decir.

—Pero ahora tenemos a lord Brunel, ¿no?

—¡En efecto, y el Parlamento sumido en una absoluta locura, bajo sus pies!

Oliphant dejó que se prolongara el silencio.

—Si pudiera obtener para mí el texto de ese telegrama, Andrew —dijo finalmente, en voz baja—, le estaría sumamente agradecido.

—Es un hombre muy ambicioso, Oliphant. Con amigos ambiciosos.

—No es usted el único que lo cree así.

Wakefield suspiró.

—En estas circunstancias, debo pedirle una discreción absoluta…

—No hace falta ni mencionarlo.

—Aparte de que nuestro parque está en un estado lamentable. Condensación de partículas. Las máquinas trabajan en turnos triples, y por suerte tenemos los aerosoles de lord Colgate, pero a veces llego a desesperar de que el sistema pueda funcionar como es debido. —Bajó la voz—. ¿Sabía usted que las funciones más avanzadas de la Napoleón llevan varios meses sin ser fiables?

—¿El emperador? —dijo Oliphant fingiendo no entender sus palabras.

—La producción anual de la Napoleón, en términos equivalentes, es casi el doble que la nuestra —dijo Wakefield—. Y, simplemente, ha dejado de funcionar bien. —El pensamiento parecía inspirarle un espanto especial.

—Ellas también han tenido su propio hedor, ¿no?

Wakefield sacudió la cabeza con aire sombrío.

—Seguro —dijo Oliphant— que los engranajes están atascados con un trozo de piel de cebolla —Wakefield resopló.

—¿Buscará ese telegrama para mí? Cuando tenga tiempo, claro está —Wakefield inclinó la cabeza, aunque solo un poco.

—Muchas gracias —respondió Oliphant. Saludó al vicesecretario con el paraguas cerrado y se levantó para marcharse entre los cubículos de la oficina y las inclinadas y pacientes cabezas de los funcionarios que trabajaban bajo sus órdenes.

Oliphant había realizado un trayecto, con la sinuosidad que su profesión exigía, entre la taberna del Soho en la que había pedido a Betteridge que lo dejara y la calle Dean. Entró en una casa manchada de hollín que tenía la puerta abierta. Tras cerrarla ruidosamente tras de sí, subió dos tramos de escaleras desnudas. El aire helado olía a col hervida y a tabaco.

Tocó dos veces la puerta, y luego otras dos.

—Pase, pase, que no entre el frío… —el señor Herman Kriege, con su poblada barba, antiguo corresponsal del Volks Tribüne de Nueva York, parecía llevar todas las prendas que poseía, como si se hubiera apostado algo a que era capaz de enfundarse en el contenido entero de la carretilla de un trapero.

Cerró la puerta y echó el pestillo detrás de Oliphant.

Kriege tenía dos habitaciones. La que tenía vistas a la calle ejercía como salón, y la que había tras ella era el dormitorio. Todo estaba roto, descabalado y en estado del máximo desorden. Una mesa grande y pasada de moda, cubierta con tela encerada, ocupaba el centro de la primera habitación. Sobre ella había manuscritos, libros, periódicos, una muñeca con una cabeza de Dresde, artículos de costura femeninos, tazas de porcelana rotas, cucharas sucias, cuchillos, plumas, candelabros, un tintero, pipas de porcelana holandesa y ceniza de tabaco.

—Siéntese, siéntese, por favor. —Más osuno que nunca en su abultado atuendo, Kriege hizo un vago ademán en dirección a una silla que solo tenía tres patas. Oliphant atravesó parpadeando una nube de humo de carbón y tabaco hasta llegar a una silla que parecía entera, y que aparentemente había servido a la hija de Kriege para jugar a las cocinitas. Tras un momento de duda tomó la decisión de arriesgar los pantalones, así que apartó a un lado las migas manchadas de mermelada y se sentó frente a Kriege al otro lado del triste caos doméstico que era la mesa abarrotada de basura.

—Un regalito para su pequeña Traudl —dijo Oliphant mientras sacaba un paquete envuelto en papel de celofán de su abrigo. El celofán estaba sujeto a su vez por un rectángulo autoadhesivo con las credenciales grabadas de una juguetería de la calle Oxford—. Un juego de té.

—La niña lo llama «tío Larry». No debería conocer su nombre.

—Hay muchos Larry en el Soho, imagino. —Sacó un sobre sencillo, lo abrió y lo dejó junto al paquete, alineado con precisión con el borde de la mesa. Contenía tres gastados billetes de cinco libras.

Kriege no dijo nada. El silencio se prolongó.

—La Troupe de la Pantomima roja de las mujeres de Manhattan —dijo Oliphant al fin. Kriege dejó escapar un resoplido de desprecio.

—¿Las famosas sáficas del Bowery han venido a Londres? Recuerdo haberlas visto en el Purdy's National. Cortejaron y se ganaron para la causa a los Conejos muertos, cuya implicación en política se había limitado hasta el momento a broncas y acciones de intimidación en las elecciones municipales. Los mozos de las carnicerías, los limpiabotas y las prostitutas de Chatham Square y Five Points, ese era su público. Proletarios sudorosos que acudían para ver cómo disparaba un arma una mujer antes de que la pegaran contra una pared y le arrancaran la ropa. Tengo que decirle, señor, que equivoca usted el destinatario de su interés.

Oliphant suspiró.

—Amigo mío, mi trabajo es hacer preguntas. Debe usted comprender que no puedo revelarle mis razones para formular una pregunta concreta. Sé que ha sufrido usted. Sé que sufre también ahora, en el exilio. —Oliphant recorrió los trágicos aposentos con una mirada.

—¿Qué desea usted saber?

—Se nos ha sugerido que entre los diferentes elementos criminales que estuvieron activos durante las recientes revueltas civiles había agentes de Manhattan. —Oliphant aguardó.

—Lo creo poco probable.

—¿Y en qué se basa para decir eso, señor Kriege?

—Hasta donde yo sé, la Comuna no tiene el menor interés en perturbar el statu quo de la Gran Bretaña. Sus radicales han demostrado que son testigos benevolentes por lo que se refiere a la lucha de clases en América. De hecho, su nación se ha comportado casi como una especie de aliado. —Había gran amargura en el tono de Kriege, una especie de coagulado cinismo—. Era lógico que a Gran Bretaña le interesara que la Unión del Norte perdiera la más importante de sus ciudades a manos de la Comuna. Oliphant se removió cautelosamente en la incómoda silla.

—Conoció usted personalmente al señor Marx, según tengo entendido —sabía que para extraerle un fragmento de información a Kriege era necesario recurrir a su principal pasión.

—¿Conocerlo? Yo estaba allí para recibirlo cuando llegó su barco. Me abrazó y, sin perder ni un minuto, ¡me pidió prestados veinte dólares para pagar el alquiler en el Bronx! —Kriege emitió una especie de carcajada estrangulada, rebosante de rabia—. Llevaba a Jenny consigo, aunque su matrimonio no sobrevivió a la revolución… Pero había una trabajadora irlandesa en su cama cuando me expulsó de la Comuna, señor, ¡por predicar «el apego a la religión y el amor libre»! ¡El amor libre, nada menos! —Las grandes y pálidas manos de Kriege, con sus descuidadas uñas, asieron de manera inconsciente un montón de papeles.

—Lo han utilizado a usted de mala manera, señor Kriege. —Oliphant pensó en su amigo, lord Engels. Era inconcebible que el brillante industrial del textil se relacionara, aunque fuese de manera remota, con gente de aquella calaña. Kriege había sido miembro del llamado «comité central» de la Comuna antes de que Marx lo expulsara. Prófugo de la Unión del Norte y sin un penique, había huido con nombre falso, en compañía de su mujer y su hija, para unirse a los miles de refugiados americanos.

—Esas pantomimas del Bowery…

—¿Sí? —Oliphant se inclinó hacia delante.

—Hay facciones en el seno del partido…

—Continúe.

—Anarquistas camuflados como comunistas; feministas; toda clase de ideologías desviadas, ¿sabe usted? Células encubiertas que no están bajo el control de Manhattan.

—Ya veo —dijo Oliphant mientras pensaba en los múltiples matices y aspectos que acarreaba la confesión de William Collins.

De nuevo a pie, Oliphant recorrió el serpenteante camino que lo separaba del Soho, hasta llegar a la calle Compton, donde se detuvo junto a la entrada de un local conocido como el Jabalí Azul.

«Cualquier caballero amante del deporte», le informó un cartel de gran tamaño, «y cualquier decidido partidario de la destrucción de estas alimañas» daría «un reloj de pulsera de oro por ver cómo caen en las fauces de perros de menos de trece libras y tres cuartos de peso». Bajo el cartel manchado, una placa de madera anunciaba: «ratas siempre disponibles para que nuestra distinguida clientela pueda poner a prueba a sus perros».

Pocos segundos después de entrar estaba saludando a Fraser en medio del rancio olor a perro, humo de tabaco y ginebra tibia de a penique.

La alargada barra estaba atestada de clientes procedentes de todas las clases sociales, muchos de ellos con perros debajo del brazo. Había bulldogs, terriers de Skye y pequeños terriers ingleses de color marrón. La habitación tenía el techo bajo y pocos ornamentos. De las paredes colgaban collares de cuero en grupos.

—¿Ha venido usted en coche, señor? —inquirió Fraser.

—A pie, de una cita anterior.

—A ver —gritó el tabernero—. ¡No bloqueen la barra!

Hubo un movimiento general en dirección al salón, donde un joven camarero gritó:

—¿Qué van a tomar, caballeros?

Acompañado por Fraser, Oliphant siguió a la turba de apostadores con sus perros. Sobre la chimenea del salón colgaban unas vitrinas de cristal en las que se exhibían las cabezas disecadas de animales que habían sido famosos en su momento. Oliphant se fijó en la cabeza de un bull terrier, al que parecía que fueran a salírsele de las órbitas los ojos de cristal.

—Ese parece que murió estrangulado —le comentó a Fraser mientras se lo señalaba.

—Hicieron una chapuza al disecarla, señor —dijo el camarero, un muchacho rubio con un delantal de cuero—. Era una de las mejores cazadoras de toda Inglaterra. La vi matar veinte seguidas, aunque al final acabaron con ella. Lo peor de las ratas de alcantarilla es que les provocan cancro a los perros, aunque siempre les lavábamos la boca con pipermín y agua.

—Eres el chaval de Sayers —dijo Fraser—. Queríamos hablar con tu padre.

—¡Vaya, yo lo conozco, señor! Usted estaba ahí cuando aquel caballe…

—Avisa a tu padre, Jem, y deprisa —lo interrumpió Fraser, con lo que impidió que el chaval anunciara la presencia de un oficial de policía a los parroquianos allí congregados.

—Está arriba, encendiendo la chimenea, señor —dijo el muchacho.

—Buen chico —repuso Oliphant mientras le daba un chelín.

Fraser y él subieron por una amplia escalera de madera que conducía a lo que en su día había sido el salón. Fraser abrió una puerta y se encontró en el matadero de ratas.

—El foso no está abierto aún, demonios —gritó un sujeto obeso con un bigote pelirrojo. Oliphant vio que el foso consistía en un circo de madera, de unos seis pies de diámetro, con un cerco elevado situado a la altura del codo. Sobre este se bifurcaban los brazos de una lámpara de gas de ocho pantallas, que iluminaba el suelo pintado de blanco del pequeño cuadrilátero. El propietario del Jabalí Azul, el señor Sayers, ataviado con un voluminoso chaleco de seda, se encontraba allí de pie, con una rata vivita y coleando en la mano izquierda—. Pero si es usted, señor Fraser. Discúlpeme, señor. —Agarró a la criatura por el cuello y le arrancó los dientes más grandes sin más instrumento que sus fuertes pulgares—. Me han pedido una docena con los colmillos afeitados. —Dejó caer la rata mutilada junto con varias más como ella en una jaula de alambre oxidado y se volvió hacia sus visitantes—. ¿En qué puedo servirlo, señor Fraser?

Fraser sacó un retrato del depósito de cadáveres realizado a máquina.

—Sí, es nuestro hombre —dijo Sayers enarcando las cejas—. Un tipo grande y de piernas largas. Y muerto, a juzgar por su aspecto.

—¿Está usted seguro? —Oliphant había empezado a percibir el olor de las ratas—. ¿Este es el asesino del profesor Rudwick?

—Sí, señor. Aquí vemos gente de todas clases, pero no demasiados gigantes argentinos. Lo recuerdo bastante bien.

Fraser había sacado su cuaderno y estaba tomando notas.

—¿Argentino? —preguntó Oliphant.

—Hablaba español —dijo Sayers—. O al menos eso me pareció a mí. Ahora que lo dicen, ninguno de nosotros lo vio cometer el asesinato, pero aquella noche no dejaba de jactarse de ello, así que dimos por hecho que había sido así.

—El capitán está aquí —dijo el hijo de Sayers desde la puerta.

—¡Demonios! ¡Y todavía no tengo todas sus ratas!

—Fraser —dijo Oliphant—. Me apetece una ginebra tibia. Retirémonos al bar y dejemos que el señor Sayers haga los preparativos del espectáculo de esta velada —se inclinó para examinar una jaula más grande. Esta parecía contener un bloque sólido hecho de ratas.

—Cuidado con los dedos —dijo Sayers—. Créame, si le muerden es para no olvidarlo. Esas no son de las más limpias que…

En el salón, un joven oficial, evidentemente el mencionado capitán, estaba amenazando con abandonar el lugar si le hacían esperar más.

—Yo que usted no me bebería eso —dijo Fraser mirando el vasito de ginebra caliente de Oliphant—. Casi con toda seguridad estará adulterada.

—De hecho es bastante buena —repuso Oliphant—. Deja un leve regusto como a cuasia amarga.

—Un veneno embriagador.

—En efecto. Los franceses lo utilizan en la preparación de ciertos remedios. ¿Qué me dice de nuestro buen capitán, aquí presente? —Oliphant hizo un gesto con su ginebra hacia el hombre en cuestión, que caminaba de un lado a otro con aspecto agitado, examinando las uñas de diversos animales a medida que sus propietarios se las iban presentando. No dejaba de gritar que si no abrían el foso iba a marcharse inmediatamente.

—Crimea —dijo Fraser.

El capitán se inclinó para examinar las uñas de un joven terrier que llevaba en brazos un sujeto moreno y bastante fornido cuyos rizos sobresalían como unas alas por detrás de su sombrero hongo.

—Velasco —dijo Fraser como si estuviera hablando solo, con algo desagradablemente parecido al placer en su tono de voz, y sin perder un instante se llegó junto al aludido. El capitán se sobresaltó. Su hermoso y joven rostro se convulsionó, impelido por un tic violento, y la mirada de Oliphant se llenó de imágenes de la roja Crimea: ciudades enteras que ardían como hogueras y yermos bombardeados, cubiertos de charcos de una masa viscosa de la que sobresalían flores blancas que eran manos humanas. La intensidad de la visión le provocó un escalofrío y la olvidó casi al instante.

—¿Nos conocemos, señor? —preguntó el capitán a Fraser, con una tintineante y amenazante jovialidad.

—¡Caballeros! —exclamó el señor Sayers desde las escaleras. Encabezada por el capitán, la compañía entera, con la única excepción de Oliphant, Fraser, el sujeto fornido y un cuarto hombre, se encaminó al piso de arriba. El último de ellos, sentado en el brazo de brocado desgastado de un sillón, empezó a toser. Oliphant vio que Fraser apretaba con más fuerza el antebrazo de su presa.

—No deberías hacer eso, Fraser, maldición —dijo el hombre del sillón, mientras separaba las piernas y se levantaba. Oliphant advirtió cierto cálculo en su tono. Al igual que el otro, llevaba un traje nuevo y elegante de la calle Oxford, por debajo de un abrigo de corte inglés teñido de un azul casi lavanda. Oliphant vio que su solapa, al igual que el de su compañero, estaba decorada con una brillante chapa con la forma de la Union Jack.

—¿«Maldición», señor Tate? —dijo Fraser con el tono de un maestro que se dispusiera a castigar a uno de sus alumnos con una regañina o algo peor.

—Estás avisado, Fraser —dijo el hombretón, mirándolo con sus ojos oscuros y saltones—. ¡Trabajamos para el Parlamento!

—¿De veras? —inquirió Oliphant sin alterarse—. ¿Y qué busca el Parlamento en un foso de ratas?

—Podríamos preguntarles a ustedes lo mismo, ¿no le parece? —dijo con insolencia el más alto de los dos, antes de ponerse a toser. Fraser lo fulminó con la mirada.

—Fraser —dijo Oliphant—. ¿Son estos caballeros los agentes confidenciales a los que mencionó usted en relación al doctor Mallory?

—Tate y Velasco —dijo Fraser con tono lúgubre.

—Señor Tate —continuó Oliphant mientras daba un paso adelante—, es un placer conocerlo. Soy Laurence Oliphant, periodista. —Tate parpadeó, confundido por la cordialidad de Oliphant. Al ver la actitud que adoptaba este, Fraser, aunque de mala gana, soltó el brazo de Velasco—. Señor Velasco. —Oliphant sonrió. La sospecha nublaba el rostro de Velasco.

—¿Periodista? ¿Qué clase de periodista? —exigió mientras su mirada saltaba de Oliphant a Fraser y viceversa.

—Especializado en viajes —dijo Oliphant—, aunque en la actualidad estoy, con la inestimable ayuda del señor Fraser, elaborando una historia popular sobre el gran hedor.

Tate lo miró con los ojos entornados.

—Ha mencionado a Mallory. ¿Qué pasa con él?

—Entrevisté al doctor Mallory antes de su partida hacia China. Sus experiencias durante el hedor fueron de lo más notable, y resultan sumamente ilustrativas con respecto a los peligros que podían acechar a cualquiera durante aquel período caótico.

—¿A cualquiera? —exclamó Velasco con aire desafiante—. ¡Tonterías! ¡Los problemas de Mallory fueron problemas académicos y el «señor» Fraser lo sabe de sobra!

—Sí, sí, en efecto —convino Oliphant—. Y por eso me alegro tanto de haberme encontrado con ustedes esta noche, caballeros.

Velasco y Tate intercambiaron una mirada de inseguridad.

—¿Ah, sí? —preguntó Tate.

—Del todo. Verán, el doctor Mallory me explicó el desgraciado contratiempo de su rival y antiguo colega, Peter Foulke. Según parece, incluso en los círculos más excelsos, en circunstancias de tan insólita violencia…

—Ya no volverán a ver al condenado Peter Foulke en sus círculos excelsos —lo interrumpió Velasco—. Por mucho que pretendiera hacerse pasar por un caballero —hizo una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras—. ¡Lo encontraron en la cama con una niña que no tenía ni doce años!

—¡No! —dijo Oliphant con fingido asombro—. ¿Foulke? Pero no puede…

—Sí —afirmó Tate—. Y los que lo encontraron le dieron una paliza de muerte y lo arrojaron a la calle, totalmente desnudo.

—Pero no fuimos nosotros —afirmó Tate simplemente—. Y no podrán demostrar lo contrario.

—Corren aires nuevos —dijo Tate mientras hinchaba su delgado pecho, como si quisiera que se viese mejor su insignia de la Union Jack. La punta de su pequeña nariz estaba roja y húmeda—. No se puede tolerar la corrupción —pronunció la palabra con idéntico énfasis en sus tres sílabas— por muy arriba que se encuentre. La perversión campaba a sus anchas bajo el gobierno de Byron. ¡Y usted lo sabe muy bien, Fraser! —los ojos de Fraser se abrieron de par en par ante aquella afrenta, mientras Tate dirigía su nerviosismo hacia Oliphant—. ¡Ese hedor fue obra de Ned Ludd, y no podrán descubrir otra cosa, señor!

—Sabotaje a una escala titánica —dijo Velasco con voz siniestra y el tono de quien estuviese citando un discurso—, instigado por conspiradores situados en lugares de honor de la sociedad. ¡Pero hay patriotas entre nosotros, señor, patriotas que trabajan para desarraigar el mal! —El terrier gruñó en sus brazos. Fraser parecía arder en deseos de aporrearlos a los dos.

—Somos investigadores del Parlamento —dijo Tate—, y estamos en misión para uno de sus miembros. No creo que se atreva usted a detenernos.

Oliphant puso una mano en el brazo de Fraser.

Con un guiño triunfante, Velasco tranquilizó a su perrillo y subió las escaleras. Tate fue tras él. Desde arriba llegaban los furiosos ladridos de los perros y los ásperos gritos de los apostadores.

—Trabajan para Egremont —dijo Oliphant.

El rostro de Fraser se retorció de asco. Asco y algo parecido al asombro.

—No parece que podamos hacer mucho más aquí, Fraser. Imagino que tiene usted un coche preparado.

El señor Mori Arinori, favorito entre los «pupilos» japoneses de Oliphant, extraía un feroz deleite de todo lo británico. Oliphant, que desayunaba frugalmente, si es que desayunaba, a veces se sometía a colaciones matutinas colosalmente «británicas» para complacer a Mori. En aquella ocasión, el nipón vestía el más voluminoso de los pantalones de golf que quepa imaginar y una bufanda de tartán de la Real Orden Irlandesa de los Ingenieros del Vapor.

Resultaba ligera y agradablemente paradójico, pensó Oliphant, observar cómo untaba Mori de mermelada una rebanada de pan, mientras él mismo sentía en su interior nostalgia de sus días en Japón, donde había servido como primer secretario de Rutherford Alcock. Su estancia en Edo le había permitido cultivar un apasionado aprecio por los tonos discretos y las sutiles texturas de un mundo de ritual y sombra. Ahora echaba de menos el delicado traqueteo de la lluvia sobre el papel engrasado, el balanceo de las flores en las diminutas callejuelas, la luz de las lámparas portátiles de papel, las fragancias y la oscuridad, las sombras de la ciudad baja…

—¡Oriphant san, la tostada está muy buena, más aún, es excelente! ¿Está usted triste, Oriphant san?

—No, señor Mori, en absoluto. —Se obligó a tomar un poco de beicon, a pesar de que no tenía ningún hambre. Apartó de su cabeza el inesperado y desagradable recuerdo del espeluznante baño de la mañana y de la goma que se adhería a su cuerpo—. Estaba acordándome de Edo. Esa ciudad tiene gran encanto para mí. Mori miró directamente a Oliphant con sus brillantes y oscuros ojos mientras masticaba pan con mermelada, y luego, con una destreza que evidenciaba su práctica, se limpió los labios con una servilleta de lino.

—«Encanto». La palabra que utilizan ustedes para hablar de las viejas costumbres. Las costumbres son un estorbo para mi nación. Esta misma semana he enviado a Satsuma una carta contra la costumbre de llevar espada. —Los brillantes ojos volaron, por una fracción de segundo, hacia los dedos agarrotados de la mano izquierda de Oliphant. Como si despertara bajo la presión de la percepción de Mori, la cicatriz que Oliphant tenía debajo de la manga empezó a palpitar con un dolor sordo.

—Pero, señor Mori —dijo Oliphant mientras dejaba el tenedor de plata a un lado para abandonar el beicon—, la espada, en su país, es en muchos aspectos el foco de la ética feudal y de los sentimientos que la acompañan. Un objeto de reverencia que solo se ve superado por la que se debe al propio señor.

Mori sonrió, complacido.

—Una costumbre odiosa, propia de una época brutal y salvaje. Es bueno librarse de ella, Oriphant san. ¡Este es el mundo moderno! —Esta última era una de sus expresiones favoritas, y la empleaba con frecuencia.

Oliphant le devolvió la sonrisa. Mori combinaba su audacia y compasión con una cierta rudeza que, aunque problemática, Oliphant encontraba fascinante. En más de una ocasión, para espanto de Bligh, Mori, tras pagarle al cochero de baja estofa la carrera y una generosa propina, lo había invitado a almorzar a la cocina de Oliphant.

—Pero deben ustedes aprender a avanzar a su debido ritmo, señor Mori. Aunque usted considere la costumbre de llevar espada algo primitivo, si se opone abiertamente a esta cuestión, que no deja de ser una cuestión insignificante, podría provocar rechazo a reformas más importantes, a los cambios profundos que quiere implementar en su sociedad.

Mori asintió con gravedad.

—Su visión política no carece de sentido, Oriphant san. Sería mucho mejor, por ejemplo, que los japoneses aprendieran inglés. Nuestra modesta lengua carece de valor más allá de nuestras islas. Muy pronto, el poder del vapor y la máquina invadirán nuestro país. Tras él, la influencia del inglés deberá suprimir del todo el uso del japonés. Nuestra inteligente raza, siempre ávida de conocimientos, no puede depender de este débil e inseguro medio de comunicación. ¡Debemos apoderarnos de las grandes verdades de la preciosa tesorería de la ciencia occidental!

Oliphant ladeó la cabeza y estudió detenidamente a Mori.

—Señor Mori —dijo—, discúlpeme si lo he malinterpretado, pero ¿acierto al asumir que está usted proponiendo ni más ni menos que la abolición deliberada del idioma japonés?

—¡Este es el mundo moderno, Oriphant san, el mundo moderno! La razón apoya la desaparición de nuestra lengua.

Oliphant sonrió.

—Debemos encontrar la ocasión de discutir largo y tendido ese asunto, señor Mori, pero ahora tengo que preguntarle si tiene usted planes para esta velada. Voy a proponerle algo.

—Por favor, Oriphant san. Los eventos sociales británicos resultan siempre muy gratificantes. —Mori esbozó una enorme sonrisa.

—Entonces iremos a Withechapel, al teatro Garrick, para ver lo que, según tengo entendido, es una pantomima realmente insólita.

Según el programa, cuyas letras estaban formadas por pequeños puntos, el Payaso se llamaba «Grajo Jaculatorias», aunque puede que este fuera el aspecto menos peculiar de la obra interpretada por la Troupe de la Pantomima Roja de las mujeres de Manhattan y titulada Mazulem, el buho nocturno. Otros personajes eran «el liberto Bill Oficina, un niño negro», «Levi Stickemall, un mercader que ofrece dos cigarros por cinco centavos», «un mercachifle yanqui», «una ratera de tiendas», «un pavo asado» y el mencionado «Mazulem».

Según el programa, todos los participantes en el espectáculo eran mujeres, auque en algunos casos habría sido imposible juzgar la veracidad de esta aseveración. El Payaso, engalanado con volantes y ataviado con un traje de satén elaboradamente cubierto de lentejuelas, lucía un cráneo totalmente afeitado sobre una siniestra máscara de Pierrot, cuya única gota de color eran los labios perfilados. La obra se había visto precedida por una breve y beligerante diatriba de una tal

«Helena América», cuyo alborotado pecho, libre de todo medio de sujeción bajo varias capas de diáfanas gasas, había servido para mantener clavada en su persona la atención de la audiencia, mayoritariamente masculina. Su discurso estaba compuesto de eslóganes que Oliphant encontraba más crípticos que conmovedores. ¿Qué quería decir exactamente, por ejemplo, cuando declaraba que «No tenemos nada que llevar salvo nuestras cadenas»?

Con una consulta al programa averiguó que Helena América era de hecho la autora de Mazulem, el buho nocturno, así como de Arlequín Panattaha y El genio de los algonquinos.

El acompañamiento musical estaba a cargo de una organista de rostro ovalado, cuyos ojos brillaban por efecto de la demencia o el láudano.

La pantomima se había abierto en lo que Oliphant supuso que pretendería ser el comedor de un hotel, donde el peripatético Pavo asado —interpretado aparentemente por un enano— atacaba a los comensales con un cuchillo. Oliphant no había tardado mucho en perder el hilo de la narración, si es que lo había, cosa que él dudaba. Los personajes interrumpían las escenas constantemente para lanzarse insultos. La obra contaba con una especie de acompañamiento quinotrópico, consistente en una sucesión de toscos dibujos que no parecían guardar relación alguna con la acción. Oliphant miró de reojo a Mori, quien, sentado junto a él con su preciado sombrero de copa a un lado, se mantenía impávido. La audiencia, en cambio, se mostraba ruidosamente activa, aunque no tanto como respuesta a la sustancia de la pantomima, fuera la que fuese, como a las danzas arremolinadas y curiosamente informes de las mujeres de la Comuna, cuyas espinillas y tobillos resultaban perfectamente visibles bajo los dobladillos deshilachados de sus floridos atuendos. A Oliphant empezó a dolerle la espalda.

La coreografía aceleró hasta convertirse en una especie de asalto danzarín, con el escenario repleto de imprecaciones, y entonces, de manera brusca, Mazulem, el buho nocturno llegó a su fin.

El público silbó, aplaudió y vitoreó. Oliphant se fijó en un hombretón de mandíbula ancha, con un recio bastón de caña, que se situaba junto a la entrada del foso. Estaba observando al público con la mirada entornada.

—Venga conmigo, señor Mori. Detecto una oportunidad periodística.

—Laurence Oliphant, periodista. —Le entregó su tarjeta al hombretón—. ¿Tendría la amabilidad de entregar esto a la señorita América, junto con mi solicitud de entrevistarla?

El hombre cogió la tarjeta, la miró de soslayo y la dejó caer al suelo. Oliphant vio que su nudoso puño se cerraba alrededor del bastón. Mori emitió un siseo, como una máquina de vapor. Oliphant se volvió; el japonés, con el sombrero de copa perfectamente adosado a la cabeza, había adoptado la pose de un guerrero samurai, y empuñaba el bastón con ambas manos. Los inmaculados gemelos de lino y oro resplandecían en sus finas muñecas.

La despeinada pero atractiva cabeza de Helena América, teñida de manera extravagante con henna, hizo entonces su aparición. Tenía los ojos perfilados con lápiz negro.

Mori mantuvo su postura.

—¿La señorita Helena América? —Oliphant extrajo una segunda tarjeta—. Permítame que me presente. Soy Laurence Oliphant, periodista…

Helena América realizó un movimiento fugaz frente al rostro pétreo de su compatriota, como si estuviera conjurando algo de la nada. El hombre bajó el bastón, aunque no apartó su beligerante mirada de Mori. La caña del bastón, vio Oliphant, estaba a todas luces reforzada.

—Cecil es sordomudo —dijo ella, pronunciando el nombre con una «e» dura, marcadamente americana.

—Lo siento mucho. Le di mi tarjeta…

—No sabe leer. ¿Dice usted que trabaja en la prensa?

—Soy periodista ocasional. Y usted, señorita América, es una autora de primer nivel. Permita que le presente a mi buen amigo, el señor Mori Arinori, enviado del mikado del Japón.

Con una mirada letal a Cecil, Mori volteó su bastón con admirable elegancia, se quitó el sombrero y realizó una reverencia a la manera europea. Helena América, con los ojos abiertos de par en par, lo miró como si fuera un perro amaestrado. Llevaba una capa militar pulcramente remendada, deshilachada aunque aparentemente limpia, en esa tonalidad del gris que los confederados llamaban nogal oscuro, aunque los botones del regimiento que la prenda llevara originalmente habían sido reemplazados por otros más sencillos, de cuerno.

—Nunca había visto un chino vestido así —dijo.

—El señor Mori es japonés.

—Y usted es periodista.

—En cierto modo, sí.

Helena América sonrió, y al hacerlo enseñó un diente de oro.

—¿Y le ha gustado nuestro espectáculo?

—Ha sido extraordinario, extraordinario del todo.

La sonrisa de la mujer se ensanchó.

—Entonces venga a Manhattan, señor, porque el Pueblo Alzado tiene el viejo Olympic, al este de Broadway, detrás de la calle Houston. Se nos aprecia mejor en nuestro propio medio. —Entre la enmarañada nube de rizos teñidos, unas finas bandas de plata le perforaban los oídos.

—Sería un gran placer. Al igual que entrevistar a la autora de…

—Yo no escribí la obra —dijo ella—. Fue Fox.

—¿Perdón?

—George Washington Lafayette Fox. ¡El Grimaldi marxista, el Tamla de la pantomima social! Fue decisión de la Troupe decir que la escribí yo, aunque sigo sin estar de acuerdo.

—Pero el mensaje de introducción…

—Ese sí que lo escribí yo, señor, y bien orgullosa que estoy de ello. Pero el pobre Fox…

—No lo sabía —dijo Oliphant, un poco desconcertado.

—Fue la terrible presión del trabajo —dijo ella—. El gran Fox, quien, sin la ayuda de nadie, logró elevar la pantomima social a su nivel actual de importancia revolucionaria, acabó sumido en la locura por las obras de una noche; totalmente exhausto por tener que inventar trucos cada vez más ingeniosos y transformaciones cada vez más rápidas. La locura fue apoderándose poco a poco de él, hasta que su rostro se convirtió en una mueca espantosa de contemplar. —Había asumido la actitud que adoptaba sobre el escenario. Pasado un instante continuó, en un tono más confidencial—. Cayó en la más tosca indecencia, señor, así que ahora hay que mantenerlo bien vigilado por si las obscenidades exceden cierto límite.

—Lo siento mucho.

—Manhattan no es lugar para los locos, señor. Es triste decirlo, pero es cierto. Está en un manicomio de Somerville, Massachusetts. Si quiere publicar eso, tiene usted mi permiso.

Oliphant se dio cuenta de que estaba mirándola fijamente, mudo de asombro. Mori Arinori se había retirado un poco y parecía estar observando cómo salía el público del Garrick. El sordomudo Cecil se había esfumado con su bastón de caña reforzada.

—Me comería un caballo —dijo Helena América alegremente.

—Por favor, permita que la invite. ¿Dónde quiere cenar?

—Hay un sitio en la esquina. —Al salir del foso por las escaleras, Oliphant vio que llevaba un tipo de botas de goma que los americanos llamaban Chickamaugas, un calzado grande y tosco de origen militar. Acompañado por Mori, la siguió al exterior del Garrick. Ella no había esperado a que le ofreciera el brazo. Los llevó calle abajo y, tal como había prometido, hasta una esquina. La luz de gas parpadeaba frente a un cartel quinotrópico cuyo texto alternaba entre «Autocafé Moses e Hijos» y «Limpio, moderno y rápido». Helena América volvió la mirada hacia ellos con una sonrisa alentadora mientras sus generosas nalgas y caderas se meneaban bajo la capa confederada y la muselina andrajosa del peculiar atuendo que llevaba sobre el escenario.

El autocafé era un lugar bullicioso y abarrotado, lleno de gente de Whitechapel. Sus ventanas de estructura de hierro estaban empañadas. Oliphant nunca había visto nada parecido.

Helena América les demostró cómo funcionaba: tomó una bandeja rectangular de gutapercha de un montón de otras idénticas y la dejó sobre una repisa de brillante zinc. Sobre la repisa había varias ventanitas en miniatura, con molduras de bronce. Oliphant y Mori siguieron su ejemplo. Detrás de cada ventanita se veía un plato diferente. Oliphant, al ver las ranuras para las monedas, sacó su monedero. Helena América eligió un trozo de pastel de carne, un plato de salchichas con mantequilla y patatas fritas, que se pagaron con las monedas de Oliphant. Una moneda adicional de dos peniques les proporcionó una cantidad muy copiosa de un brebaje de color marrón y de aspecto muy sospechoso, servido de un grifo. Mori se decantó por una patata asada, uno de sus platos favoritos, pero rechazó la bebida. Oliphant, desorientado por la singularidad del lugar, optó por una pinta de cerveza rubia servida por otro grifo.

—Clystra podría matarme por esto —dijo Helena América mientras dejaban sus bandejas en una mesa de hierro ridiculamente pequeña. La mesa, al igual que las cuatro sillas que la rodeaban, estaba clavada al suelo de hormigón—. No le gusta que hablemos con los caballeros de la prensa —se encogió de hombros bajo la capa de color nogal oscuro. Sonrió alegremente y, tras revolver un pequeño montón de cubertería barata, le dio a Mori un cuchillo y un tenedor—. ¿Ha estado usted en una ciudad llamada Brighton, señor?

—Sí, de hecho sí.

—¿Y qué clase de lugar es?

Mori estaba examinando, con gran interés, el plato rectangular de cartulina que había debajo de su patata.

—Es muy agradable —dijo Oliphant—. Muy pintoresco. El Pabellón Hidropático es bastante famoso.

—¿Está eh Inglaterra? —preguntó Helena América mientras masticaba un bocado de salchichas.

—Lo está, sí.

—¿Y hay muchos trabajadores?

—Creo que no, en el sentido que creo que da usted a la palabra, aunque las diferentes instalaciones y atracciones emplean a mucha gente.

—No he visto una multitud de obreros de verdad desde que llegamos aquí. Bueno. ¡A comer! —Y con estas palabras, se inclinó y se puso manos a la obra. La conversación durante la comida, supuso Oliphant, no era un lujo demasiado apreciado en el Manhattan rojo.

La chica dejó los «platos» de cartulina totalmente vacíos de migas o restos, y apuró los últimos restos de su bebida con una patata frita que había guardado cuidadosamente a tal efecto.

Oliphant sacó su cuaderno de notas. Lo abrió y extrajo una tarjeta blanca con un retrato punteado de Florence Bartlett.

—¿Conoce usted a Flora Barnett, la actriz americana, señorita América? Es enormemente popular en Manhattan, o al menos eso me han dicho hace poco… Le mostró la tarjeta.

—No es actriz, señor. Ni americana. Si se le puede llamar algo es sureña; y casi francesa, la condenada. El Pueblo Alzado no necesita gente como ella. ¡Ya hemos colgado a unos cuantos!

—¿Gente como ella?

Helena América le devolvió la mirada con aire desafiante.

—¿Y usted es periodista?

—Siento si la…

—Lo siente, como todo el mundo. Es usted un maldito…

—Señorita América, por favor. Solo quiero…

—Gracias por la comida, señor, pero no crea que puede avasallarme, ¿estamos? ¡Y ese brontosaurio, para empezar, no tenía por qué estar aquí! ¡No tienen derecho a tenerlo, y un día estará en el Metropolitan de Manhattan, porque es propiedad del Pueblo Alzado! ¿Qué le hace creer que pueden venir a saquear los tesoros naturales del Pueblo?

Y mientras decía esto, como si se tratase de una señal preparada de antemano, entró el muy formidable payaso de la Troupe de Pantomima Roja de las Mujeres de Manhattan, con su pelado cráneo coronado por una guinga de topos y unas botas Chickamauga aún más grandes que las de Helena América.

—Ya me iba, camarada Clystra —dijo Helena América.

El payaso dirigió a Oliphant una mirada asesina y las dos mujeres se marcharon juntas.

Oliphant miró a Mori.

—Una velada peculiar, señor Mori.

Mori, aparentemente perdido en la contemplación del bullicio del autocafé, tardó un momento en responder.

—¡Tendremos lugares como este en mi país, Oliphant san! ¡Limpios! ¡Modernos! ¡Rápidos!

Al regreso de Oliphant a Half Moon Street, Bligh lo siguió al piso de arriba y luego hasta la puerta del estudio.

—¿Puedo pasar un momento, señor? —Tras cerrar la puerta tras ellos con su propia llave, Bligh se dirigió a un pequeño buró de madera donde Oliphant guardaba sus útiles de fumador. Levantó la tapa de un humedecedor, introdujo la mano en su interior y sacó un pequeño cilindro de latón lacado en negro—. Esto lo ha traído hasta la puerta de la cocina un joven, señor. No quiso darme su nombre cuando se lo pedí. Me he tomado la libertad de abrirlo, recordando intentos anteriores… Oliphant cogió el tubo metálico y le desenroscó la tapa. Cinta telegráfica perforada.

—¿Y el joven?

—Un operador de máquina subalterno, a juzgar por el estado de sus zapatos. Por no hablar de que llevaba los típicos guantes de algodón de los operadores, que no se quitó en ningún momento.

—¿Y no dejó ningún mensaje?

—Sí, señor. «Dígale», dijo, «que no podemos hacer más. Es un momento peligroso y no debe volver a hacer peticiones parecidas».

—Ya veo. ¿Te importaría preparar una tetera de té verde muy cargado?

Una vez solo, Oliphant se puso a retirar el grueso cristal de su receptor de telégrafo personal, para lo que tuvo que sacar cuatro tornillos de bronce. Tras dejar a un lado la elevada vitrina cóncava, pasó unos minutos estudiando el manual de instrucciones del fabricante. Registró varios cajones hasta encontrar lo que necesitaba: una manivela de mano con empuñadura de nogal y un pequeño destornillador de metal grabado con el monograma de Colt & Maxwell Company. Localizó el interruptor de la base del instrumento y cortó la conexión eléctrica con la oficina telegráfica. A continuación utilizó el destornillador para llevar a cabo los necesarios ajustes, introdujo cuidadosamente el extremo de la cinta en la brillante rueda catalina de acero, volvió a colocar las placas y respiró hondo.

Por un instante, fue simultáneamente consciente de los latidos de su propio corazón, del silencio de la noche que se cernía sobre él desde la oscuridad de Green Park y del Ojo. Cogió la manivela, introdujo su punta hexagonal en el enchufe del mecanismo y empezó, sin prisa pero sin pausa, a girarlo en el sentido de las agujas del reloj. Los martillos empezaron a subir y bajar, subir y bajar, para descifrar los códigos perforados de la cinta de la Oficina de Correos. Oliphant se negó a leerla mientras iba saliendo de la ranura.

Terminó. Con unas tijeras y un poco de pegamento, recreó el mensaje sobre una hoja de papel de cuarenta y tres por treinta y cuatro:

querido charles punto hace nueve años me sometiste al peor deshonor que puede conocer una mujer punto charles coma me prometiste que salvarías a mi pobre padre punto en lugar de eso me corrompiste a mí coma en cuerpo y alma punto hoy me voy de Londres en compañía de amigos poderosos punto saben muy bien el traidor que fuiste con walter gerard y conmigo punto no intentes encontrarme coma charles punto sería inútil punto espero de verdad que tú y la señora egremont podáis dormir bien esta noche punto sybil gerard.

Consciente solo a medias de que Bligh llegaba con el té, Oliphant permaneció sentado sin moverse durante la mayor parte de una hora, con el mensaje frente a sí. Entonces, tras servirse una taza de té templado, recogió sus útiles de escritura, sacó su pluma y empezó a redactar, en su impecable francés de diplomático, una carta dirigida a un tal monsieur Arslau, de París.

El aire aún olía a fulminante de flash.

El príncipe consorte se apartó, con toda su teutónica gravedad, de una cámara estereóptica de fabricación suiza y saludó a Oliphant en alemán. Llevaba unas gafas de aguamarina, cuyas lentes circulares no eran mayores que un par de florines, y un delantal de fotógrafo de inmaculada tela blanca. Tenía los dedos manchados de nitrato de plata.

Oliphant se inclinó, le dio a su alteza las buenas tardes en el idioma electivo de la familia real y fingió examinar la cámara suiza, un complejo artefacto cuyas lentes estereópticas, como dos ojos, miraban desde detrás de un ceño de bronce suave. Al igual que los del señor Cart, el musculoso criado suizo del consorte, a Oliphant le pareció que estaban demasiado separados.

—Le he traído a Affie un pequeño regalo, su alteza —dijo Oliphant. Su alemán, como el del príncipe consorte, tenía acento de Sajonia, legado de una prolongada y delicada misión que había llevado a cabo en este país a beneficio de la familia real. Los parientes del príncipe Alberto de Coburgo, siempre duchos en el antiguo arte de la política matrimonial, estaban empeñados en expandir sus diminutos dominios, una cuestión sumamente delicada cuando la política del Despacho exterior era mantener a los miniestados alemanes en el mayor grado de fragmentación que fuera políticamente posible—. ¿Ha terminado ya sus lecciones el joven príncipe?

—Affie está enfermo —dijo Alberto mientras miraba una de las lentes de la cámara a través de sus gafas tintadas. Sacó un pequeño cepillo y limpió con suavidad la superficie de la lente. Se enderezó—. ¿Cree usted que el estudio de la estadística es una carga demasiado pesada para una mente joven y delicada?

—¿En mi opinión, su alteza? —dijo Oliphant—. El análisis estadístico es, indudablemente, una técnica muy potente…

—Su madre y yo disentimos sobre el particular —le confió el príncipe con cierta tristeza—. Y los progresos de Alfred en la materia distan mucho de ser satisfactorios. Pero en cualquier caso, la estadística es la clave del futuro. Las estadísticas lo son todo en Inglaterra.

—¿Y progresa adecuadamente en sus otros estudios? —preguntó Oliphant.

—En antropometría —respondió el príncipe con voz ausente—. Y en eugenesia. Materias importantes, sin duda, pero quizá menos gravosas para una mente joven.

—Quizá podría tener una charla con él, su alteza —dijo Oliphant—. Estoy convencido de que el muchacho hace todo lo que puede.

—Estará en su cuarto, sin duda —dijo el príncipe.

Oliphant recorrió el aireado glamour de los reales aposentos hasta el cuarto de Alfred, donde fue recibido por un chillido de alegría. El joven príncipe se bajó descalzo de la cama y pasó hábilmente sobre las vías de un elaboradísimo tren de juguete.

—¡Tío Larry! ¡Tío Larry! ¡Brillante! ¿Qué me has traído?

—Lo último del barón Zorda.

En el bolsillo de Oliphant, envuelto en papel de celofán verde y con un intenso olor a tinta barata fresca, había una copia de Padrenuestro, el bandido a vapor, de un tal «barón Zorda», tercer volumen de una serie muy popular, por cuyos dos antecesores, El ejército de los esqueletos y El cochero del zar, el joven príncipe Alfred había mostrado un entusiasmo sin reservas. La portada del libro, de brillantes colores, mostraba al audaz Padrenuestro, pistola en mano, mientras escalaba por la parte delantera de un vehículo lanzado a la carrera que resultaba ser un coche último modelo: forrado de metal, bulboso en la proa y muy estrecho en la parte trasera. El frontispicio, que Oliphant había examinado en el quiosco de prensa de Piccadilly donde lo había encontrado, mostraba en mayor detalle al salteador de caminos del barón Zorda, sobre todo por lo que se refería a su atuendo, que incluía un cinturón de cuero tachonado y unos pantalones con abotonaduras en la boca de las perneras.

—¡Extraordinario! —El muchacho arrancó con impaciencia el papel de celofán verde de Padrenuestro, el bandido a vapor—. ¡Mira qué coche, tío Larry! ¡Es aerodinámico, como el modelo sesenta!

—Padrenuestro solo acepta lo más rápido, Affie. Y mira el frontispicio. Está vestido como Ned el Mandíbulas.

—¡Mira qué pantalones! —dijo Alfred con tono admirativo—. ¡Y qué cinturón más genial, canastos!

—¿Qué tal ha ido todo desde mi última visita, Affie? —preguntó Oliphant haciendo caso omiso del desliz lingüístico del muchacho.

—Muy bien, tío Larry —y una sombra de ansiedad cruzó su rostro—, pero me temo… me temo que se ha… se ha roto, ¿sabes? —Señaló la muñeca japonesa que yacía desconsoladamente, apoyada en una de las patas de la enorme cama, en medio de un revuelto mar de latón litografiado y plomo pintado. Un fragmento alargado y afilado de un material traslúcido sobresalía de manera grotesca de su preciosa túnica—. Es un muelle, ¿sabes? Pensé que estaba demasiado apretada, tío Larry. Se salió a la décima vuelta.

—Los japoneses meten muelles hechos de hueso de cocodrilo en sus muñecas, Affie.

«Barbas de ballena», los llaman. Aún no han aprendido a fabricar auténticos muelles, pero pronto lo harán. Y entonces sus muñecas no se romperán con tanta facilidad.

—Padre dice que eres demasiado amable con tu japonés —dijo Alfred—. Dice que crees que son iguales que los europeos.

—¡Y así es, Affie! En la actualidad, sus aparatos mecánicos son inferiores debido a que no dominan las ciencias aplicadas. Pero algún día, en el futuro, puede que lleven a la civilización a cotas insospechadas. Ellos y puede que también los americanos… El muchacho le dirigió una mirada dubitativa.

—A padre no le gustaría nada eso que acabas de decir.

—Ya me lo imagino.

Oliphant pasó la media hora siguiente de rodillas sobre la alfombra, asistiendo a la demostración de una máquina francesa de juguete, activada, al igual que su prima la Gran Napoleón, por aire comprimido. La pequeña máquina utilizaba cinta telegráfica en lugar de tarjetas, lo que le recordó a Oliphant su carta a M. Arslau. A esas alturas Bligh ya habría estado en la embajada francesa. Con toda probabilidad, la carta ya estaría de camino a París por valija diplomática.

Alfred estaba conectando su máquina a un quinótropo en miniatura. Hubo un golpeteo ceremonial en la puerta. En las puertas de Buckingham Palace nadie llamaba a golpes. Oliphant se incorporó y, al abrir la puerta, se encontró con el rostro familiar de Nash, un valet-de-chambre del palacio cuyas especulaciones con acciones ferroviarias lo habían convertido durante breve tiempo en asiduo y renuente visitante de la Oficina de Fraude de la policía metropolitana. Las influencias de Oliphant habían conseguido que el asunto quedara enterrado, una generosidad bien invertida, veía ahora este, por el aire de genuina atención y respeto con el que Nash lo miraba.

—Señor Oliphant —le anunció el hombre—. Ha llegado un telegrama. Es muy urgente.

La velocidad del vehículo de la División Especial contribuía en no poca medida a la sensación de incomodidad que embargaba a Oliphant. Ni el propio Padrenuestro habría podido pedir algo más veloz y más radicalmente aerodinámico. Pasaron a la velocidad del rayo junto al parque de St. James, cuyos tilos de ramas desnudas y negras volaron frente a la ventana como el humo arrastrado por el viento. El conductor, que llevaba unas gafas de cuero de lentes redondas, estaba claramente disfrutando de su carrera, y de vez en cuando lanzaba un agudo pitido que hacía encabritarse a los caballos y correr a esconderse a los peatones. El maquinista, un joven y fornido irlandés, sonreía como un maniático mientras echaba paladas de carbón en la caldera.

Oliphant ignoraba adonde se dirigían. En aquel momento, mientras se acercaban a Trafalgar, el tráfico obligaba al conductor a pitar continuamente, lo que generaba un lastimero y estrepitoso ululato, como el rugido de pesar de algún coloso marino legendario. El tráfico, al escuchar este sonido, se abría como el mar Rojo delante de Moisés. Los policías los saludaban prontamente cuando pasaban junto a ellos como un cohete. Los mozalbetes de las calles y los barrenderos con los que se cruzaban volvían la mirada con deleite al ver un esbelto pez de metal que descendía atronadoramente por la ribera.

La tarde había oscurecido. Al llegar a Fleet Street, el conductor pisó el freno y apretó una palanca que liberó un potente chorro de vapor. El aerodinámico coche se detuvo con un estremecimiento.

—Vaya, señor —comentó el conductor mientras se levantaba las gafas para mirar por encima del cristal esmerilado que el vehículo tenía en la proa—. Mire eso. El tráfico, vio Oliphant, se había detenido del todo a causa de la erección de unas barricadas de madera cubiertas de lámparas. Detrás de ellas se veía a unos soldados con cara de pocos amigos, uniformados y con sus carabinas Cutts-Maudslay preparadas para disparar. Tras ellos, unos lienzos que colgaban de unas maderas erguidas, como si alguien estuviera intentando levantar un escenario en medio de Fleet Street.

El maquinista se limpió la cara con un pañuelo de topos.

—Aquí pasa algo que no quieren que vea la prensa.

—Pues entonces se han equivocado de calle —dijo el conductor—. ¿No? Mientras Oliphant bajaba del vehículo, Fraser se le acercó a buen paso.

—La hemos encontrado —le dijo con aire sombrío.

—Y, según parece, hemos atraído una notable publicidad en el proceso. ¿No sobra un poco de infantería?

—Esto no es cosa de broma, señor Oliphant. Será mejor que venga conmigo.

—¿Betteridge está aquí?

—No lo he visto. Por aquí, si tiene la bondad. —Fraser se introdujo entre dos barricadas. Un soldado los saludó con un gesto seco de la cabeza. Oliphant vio a un caballero con mostacho enfrascado en urgente conversación con dos policías.

—Ese es Halliday —dijo—. El jefe de Antropometría Criminal.

—Sí, señor —dijo Fraser—. Están investigando el caso. Alguien ha irrumpido en el museo de Geología Práctica. La Real Sociedad es un auténtico avispero y el condenado Egremont va a aparecer en todos los periódicos denunciando una conspiración ludita. Lo único bueno es que el doctor Mallory está en China.

—¿Mallory? ¿Y qué tiene que ver aquí?

—El leviatán terrestre. La señorita Bartlett y sus cohortes intentaron llevarse el cráneo. Rodearon una de las barreras improvisadas, cuyo tejido áspero estaba estampado con la gruesa flecha del Departamento de Intendencia del Ejército. Un caballo de tiro esperaba junto a un gran charco de sangre que se iba oscureciendo por momentos. El coche, un modelo normal, de tiro individual, estaba cerca, volcado, y con los paneles, lacados y negros, cosidos a balazos.

—Estaba con dos hombres. Tres, si contamos el cadáver que dejaron en el museo. El cochero era un exiliado yanqui llamado Rusell, un matón de poca monta que vivía en Seven Dials. El otro era Henry Dease de Liverpool, un experto en reventar cajas fuertes. Cuando estaba en el cuerpo debí de encerrarlo unas diez veces, como mínimo. Están allí, señor —señaló—. Evidentemente, Rusell, el cochero, se enzarzó en una discusión a gritos con otro por la preferencia de paso. Un metropolitano que estaba controlando el tráfico trató de intervenir, y fue entonces cuando Rusell sacó una pistola.

Oliphant estaba mirando fijamente el coche volcado.

—El oficial estaba desarmado, pero resulta que pasaban por allí un par de detectives de Bow Street…

—Pero ese coche, Fraser…

—Obra de un vehículo del ejército, señor. La última de las guarniciones está junto al viaducto de Holborn. —Hizo una pausa—. Dease tenía una escopeta rusa… Oliphant sacudió la cabeza, incrédulo.

—Ocho civiles en el hospital —dijo Fraser—. Un detective muerto. Pero venga por aquí, señor. Mejor que acabemos con esto.

—¿Por qué están ahí esas pantallas de tela?

—Ordenes de Antropometría Criminal.

Oliphant se sentía como si estuviese avanzando por un sueño, movido por unas piernas entumecidas y carentes de voluntad. Se dejó conducir hasta donde había tres cuerpos tendidos cubiertos por telas.

El rostro de Florence Bartlett era una espantosa ruina.

—Vitriolo —dijo Fraser—. Una bala reventó el frasco donde lo llevaba. Oliphant se apartó rápidamente, y se llevó el pañuelo a la cara para contener las ganas de vomitar.

—Lo siento, señor —dijo Fraser—. No tiene mucho sentido ver a los otros dos.

—Betteridge, Fraser. ¿Lo ha visto?

—No, señor. Aquí está el cráneo, o lo que queda de él.

—¿El cráneo?

Aproximadamente una docena de enormes fragmentos de hueso petrificado y yeso de color marfil descansaban, dispuestos con pulcritud, sobre una mesa barnizada dispuesta sobre unos caballetes.

—Ahí está el señor Reeks, del museo. Ha venido a llevárselos —dijo Fraser—. Dice que no está tan dañado como podría parecer. ¿Quiere sentarse, señor? Le buscaré un asiento plegable…

—No. ¿Por qué está aquí la mitad de Antropometría Criminal, Fraser?

—Bueno, señor, creo que está usted en mejor posición que yo para responder a esa pregunta —dijo Fraser bajando la voz—. Aunque he oído decir que el señor Egremont y lord Galton han descubierto recientemente que tienen mucho en común.

—¿Lord Galton? ¿El teórico de la eugenesia?

—El primo de lord Darwin, exacto. Es el hombre de Antropometría en la Cámara de los Lores. Tiene mucha influencia en la Real Sociedad. —Fraser sacó su cuaderno de notas—. Será mejor que vea por qué pensé que era urgente que viniera, señor —llevó a Oliphant al otro lado del coche destrozado. Tras asegurarse de que no había mirones a su alrededor, le pasó a Oliphant un pliego de papel cebolla de color azul—. Lo llevaba la señorita Bartlett.

La nota no tenía fecha ni firma.

Lo que con tanta persistencia deseaba usted ha aparecido al fin, aunque en un escondite de lo más peculiar. Nuestro mutuo conocido del derby, el doctor Mallory, me ha informado de que está oculto en el interior del leviatán terrestre. Espero que estemos de acuerdo en que esta información crucial representa el pago de mi deuda para con usted. Ahora mismo estoy en cierto peligro por culpa de los acontecimientos políticos recientes y ciertos miembros del Gobierno me vigilan. Espero que lo tenga en cuenta en cualquier futuro intento de entablar comunicación. He hecho todo lo que he podido, se lo juro.

La elegante letra, tan familiar para Oliphant como para Fraser, era la de lady Ada Byron.

—Solo nosotros dos la hemos visto —dijo Fraser.

Oliphant plegó el papel en cuartos antes de guardarlo en su pitillera.

—¿Y qué es exactamente, Fraser, lo que estaba escondido en el cráneo?

—Lo escoltaré al otro lado de la línea.

Los periodistas acudieron en tromba al salir Fraser y Oliphant de detrás de las barricadas. Fraser cogió a Oliphant del brazo y lo llevó hasta un grupo de policías metropolitanos, a algunos de los cuales saludó por su nombre de pila.

—En respuesta a su pregunta, señor Oliphant —dijo Fraser mientras los policías dejaban a la estruendosa multitud detrás de un muro de sarga azul y botones de metal—, no lo sé. Pero lo tenemos.

—¿De veras? ¿Y con qué autoridad?

—Ninguna, salvo mi propio criterio —dijo Fraser—. Aquí Harris lo encontró en el coche, antes de que llegara Antropometría. —Fraser esbozó algo muy parecido a una sonrisa—. A los chicos del cuerpo no les gustan demasiado los de Antropometría. Son unos malditos aficionados, ¿verdad, Harris?

—Sí, señor —dijo un policía metropolitano de mostacho rubio—. Eso es lo que son.

—¿Dónde está, pues? —preguntó Oliphant.

—Aquí, señor. —Harris sacó un saco barato de tela negra—. Tal como lo encontramos.

—Señor Oliphant, creo que es mejor que se lleve eso cuanto antes —dijo Fraser.

—En efecto, Fraser. Estamos de acuerdo. Diga al agente de la División Especial que ya no necesitaré el coche. Gracias, Harris. Buenas noches. —El grupo de policías se abrió con suavidad. Oliphant, con el saquito en la mano, caminó con paso decidido entre la multitud que se disputaba los mejores sitios para ver los soldados y las pantallas de tela.

—Perdone, señor, ¿tendría una moneda?

Oliphant se encontró con el entrecejo fruncido y los ojos castaños del pequeño Boots, la viva imagen de un jockey lisiado. Cosa que no era. Le tiró un penique. Boots lo cogió con habilidad, antes de echar a andar con una marcada cojera. Apestaba a fustaño húmedo y caballa ahumada.

—Hay problemas, jefe. Becky se lo contará. —Giró sobre sus talones y se alejó con paso decidido sin dejar de murmurar, como un auténtico mendigo en busca de una caridad más generosa.

Era uno de los dos mejores espías de Oliphant.

La otra, Becky Dean, apareció a su lado cuando se acercaba a la esquina de Chancery Lane. Estaba caracterizada, con notable fidelidad, como una desvergonzada prostituta de tacones altos.

—¿Dónde ha ido Betteridge? —preguntó Oliphant como si estuviera hablando solo.

—Se lo han llevado —dijo Becky Dean—. No hace ni tres horas.

—¿Quién?

—Dos hombres en un coche de caballos. Lo estaban siguiendo. Betteridge se dio cuenta y nos ordenó que los vigiláramos.

—No me dijo nada.

—Fue anteayer.

—¿Y quiénes eran esos hombres?

—El primero, un grasiento y pequeño chulo de putas, es detective privado. Velasco se llama. El otro parecía del Gobierno, a juzgar por su aspecto.

—¿Se lo llevaron a plena luz del día? ¿Por la fuerza?

——Ya sabe usted cómo va eso —dijo Becky Dean.

En el sedante tufo del silencioso almacén de su estanquero, en la esquina de Chancery Lane y la calle Carey, Oliphant sostenía por la esquina el papel cebolla azul sobre la modesta llama de un encendedor de bronce con forma de turco con turbante. Ante sus ojos, el papel quedó reducido a delicadas cenizas de color rosado. El saquillo contenía un revolver automático Ballester-Molina, un frasco de bronce plateado lleno con una decocción de intenso olor dulzón y una caja de madera. Esta última era, claramente, el objeto en cuestión. En su interior había un gran número de tarjetas, para una máquina del tamaño de la Napoleón, hechas de un material nuevo, lechoso y muy suave al tacto.

—Este paquete —le dijo al señor Beadon, el estanquero— solo me lo dará a mí.

—Desde luego, señor.

—La única excepción es mi criado, Bligh.

—Como desee el señor.

—Si alguien preguntara por mí, Beadon, envíe inmediatamente un chico a avisar a Bligh.

—Será un placer, señor.

—Gracias, Beadon. ¿Podría también dejarme cuarenta libras y apuntarlas en mi cuenta?

—¿Cuarenta, señor?

—Sí.

—Sí, claro, señor. Será un placer, señor Oliphant. —El señor Beadon sacó un llavero de su chaqueta y se dispuso a abrir una caja fuerte de aspecto admirablemente moderno.

—Y una docena de habanos de primera. Una cosa más, Beadon.

—¿Señor?

—Creo que sería muy conveniente que guardara el paquete en esa caja fuerte.

—Por supuesto, señor.

—Ese restaurante, el Lambs, está cerca de aquí, ¿verdad?

—Sí, señor. En Holborn, señor. Es un trecho corto.

La primera nevada del año, formada por una materia arenosa y reseca que no parecía fuese a adherirse al pavimento, empezó a caer mientras Oliphant caminaba por Chancery Lane.

Boots y Becky Dean no estaban a la vista, lo que permitía asumir con garantías que estaban cumpliendo con una de las misiones que, invariablemente, requerían que fuesen invisibles.

Ya sabe usted cómo va esto.

¿No era cierto? ¿A cuántos había ordenado que se hiciera desaparecer, y solo en Londres? ¿Cómo podía uno sentarse a disfrutar de una agradable cena con los amigos, bebiendo mosela y charlando despreocupadamente, al tiempo que cargaba con ese conocimiento en la cabeza?

Había tomado la decisión de que Collins fuera el último, absolutamente el último. Ahora, Betteridge había desaparecido, y a manos de otra agencia. Al principio, todo había tenido, de manera horriblemente elegante, un cierto sentido. Al principio había sido idea suya.

El Ojo. Ahora lo percibía: sí, sin duda, con su mirada omnisciente sobre él mientras saludaba al portero de traje de borlas y entraba en el vestíbulo de mármol del Lambs, el restaurante de Andrew Wakefield.

Buzones de bronce, una cabina telegráfica, un exceso de chapeado a la francesa, y todo ello exhaustivamente moderno. Volvió la mirada hacia las puertas de cristal, hacia la calle. Frente al Lambs, detrás de las dos corrientes gemelas del tráfico cubierto de nieve, localizó a una figura solitaria con un sombrero de copa. Un criado lo condujo directamente al salón, forrado de roble oscuro, con una enorme chimenea coronada por una repisa de piedra italiana tallada.

—Laurence Oliphant —dijo al engolado jefe de camareros—, para ver al señor Andrew Wakefield.

Una expresión de inquietud cruzó las facciones del camarero.

—Lo siento, señor, pero no se encuentra…

—Gracias —dijo Oliphant—, pero creo que estoy viéndolo en este mismo momento.

Con el jefe de camareros detrás, Oliphant marchó entre las mesas. Los comensales se volvían al pasar él.

—Andrew —dijo al llegar a la mesa de Wakefield—. Qué suerte encontrarlo aquí. Wakefield estaba cenando solo. Pareció experimentar una temporal dificultad para tragar.

—Señor Wakefield… —empezó a decir el jefe de camareros.

—El señor cenará conmigo —dijo Wakefield—. Siéntese, por favor. Estamos llamando la atención.

—Gracias. —Oliphant tomó asiento.

—¿Va a cenar, señor?

—No, gracias.

Una vez que estuvieron solos, Wakefield suspiró de manera audible.

—Maldición, Oliphant. ¿Acaso no dejé claros mis términos?

—¿A qué le tiene tanto miedo, Andrew?

—Debería ser evidente.

—¿De veras?

—Lord Galton está aliado con el condenado señor Egremont. Es el gran patrón de Antropometría Criminal. Siempre lo ha sido. Virtualmente, es su fundador. Es el primo de Charles Darwin, Oliphant, y tiene gran influencia en la Cámara de los Lores.

—Sí, y en la Real Sociedad, y también en la Geográfica. Ya conozco a lord Galton, Andrew. Es partidario del cruce sistemático de la especie humana. Wakefield dejó el cuchillo y el tenedor.

—Antropometría Criminal se ha hecho con el control de la Oficina. A todos los efectos, la Oficina Central de Estadística está ahora bajo el control de Egremont. Oliphant observó cómo la dentadura superior de Wakefield mordía su labio inferior.

—Vengo de Fleet Street —dijo Oliphant—. El nivel de violencia en esta sociedad —y sacó el Ballester-Molina de su chaqueta—, o quizá debería decir el nivel de violencia cuya existencia esta sociedad se niega a reconocer, ha llegado a un nivel notable, ¿no le parece, Andrew? —Dejó el revólver sobre el mantel, entre los dos—. Tomemos esta pistola como ejemplo. Es muy fácil de conseguir, según me han dicho. Es de fabricación francomexicana, aunque la inventó un español. Varias de las piezas interiores, según me han contado, son británicas y pueden conseguirse en cualquier tienda. Resulta, pues, bastante difícil decir de dónde proviene esta arma. Un símbolo emblemático de nuestra actual situación, ¿no le parece?

Wakefield se había puesto blanco.

—Parece que le he alterado, Andrew. Lo siento.

—Van a borrarnos del mapa —dijo el aludido—. Dejaremos de existir. No quedará nada, ninguna prueba de que hayamos existido. Ni un talón de cheques, ni una hipoteca en un banco de la City, absolutamente nada.

—De eso precisamente estoy hablando.

—No se ponga moralista conmigo, señor —dijo Wakefield—. Ustedes lo empezaron, Oliphant. Las desapariciones, los archivos perdidos, los nombres suprimidos, los números perdidos, las historias editadas para servir a fines específicos… No, no utilice ese tono conmigo.

Oliphant no tenía nada que decir a esto. Se levantó y, dejando la pistola sobre el mantel, abandonó el salón sin mirar atrás.

—Disculpe —dijo en el vestíbulo de mármol a un campanero vestido con una chaqueta borgoña que estaba revolviendo las puntas de cigarro de una urna de mármol llena de arena—, ¿podría indicarme dónde se encuentra la oficina del administrador del club?

Cincuenta y cinco minutos después, tras haber recorrido las instalaciones del club de un lado a otro, haber visto el álbum fotográfico con las «algazaras» anuales del Lambs, haber solicitado el ingreso y haber pagado una cantidad nada desdeñable como tasa de entrada a través de su número del Crédito Nacional, Oliphant le estrechó la mano al adusto administrador, le entregó un billete de una libra y solicitó que lo llevara hasta la entrada de servicio más discreta que tuviera el club. Esta era la puerta de la antecocina, que daba exactamente al tipo de callejuela húmeda y angosta que esperaba.

Un cuarto de hora después se encontraba en el salón público de un abarrotado bar de Bedford Road, revisando el texto del telegrama que una tal Sybil Gerard había enviado a Charles Egremont, parlamentario de Belgravia.

—Perdí a mis dos chicos en Crimea, jefe. ¿No viene de ahí ese telegrama?

Oliphant dobló la hoja de papel cebolla y la guardó en su pitillera. Observó su reflejo distorsionado en el zinc bruñido de la barra. Se volvió hacia su vacío vaso. Miró a la mujer, una vieja miserable, vestida con unos harapos que habían cobrado un color para el que no existía un nombre, y con las mejillas sonrosadas por el efecto de la ginebra bajo una pátina de mugre.

—No —dijo—. Esa tragedia no es la mía.

—Mi chico se llamaba Roger —dijo ella—. Y el otro Tommy. Y no han mandado nada de ellos. Nada.

Le dio una moneda. Ella le dio las gracias con un murmullo y se retiró. Oliphant pareció perdido por un momento. Estaba totalmente solo. Era hora de buscar un coche.

En el lúgubre y elevado vestíbulo de la gran estación parecían mezclarse un millar de voces, los elementos constituyentes del lenguaje, reducidos al equivalente auditivo de una neblina, homogénea e impenetrable.

Oliphant, caminando a un paso medido y parsimonioso, reservó un billete de primera clase para Dover en el expreso de las diez de la mañana. El vendedor de billetes introdujo su tarjeta del Crédito Nacional en la máquina y tiró de la palanca con fuerza.

—Quiero un billete para el primer tren de la mañana a Ostende. —Fingiendo que acababa de ocurrírsele, mientras guardaba los billetes y la tarjeta del Crédito Nacional en su billetera, pidió también un pasaje de segunda clase en el barco de medianoche a Calais.

—¿Quiere salir esta noche, señor?

—Sí.

—Será el Bessemer, señor. ¿Con la tarjeta del Crédito Nacional, señor?

Oliphant pagó el billete a Calais con los billetes que el señor Beadon le había dado. Las nueve menos diez, según el reloj de oro de su padre.

A las nueve en punto subió al tren en el último momento posible y pagó el billete a Dover directamente al revisor.

El vapor oscilante Bessemer, con sus cubiertas gemelas empapadas por la espuma de Dover, partió hacia Calais al llegar la medianoche. Oliphant, tras haber visitado al sobrecargo con su billete de segunda clase y sus libras esterlinas, estaba sentado en un sillón de brocado del salón, y tomaba un brandy mediocre mientras observaba a sus compañeros de travesía. Eran, veía con satisfacción, un grupo totalmente carente de interés.

No le gustaban los vapores oscilantes, pues encontraba que los movimientos de la cubierta, controlados por una máquina y concebidos para compensar el balanceo de la embarcación, resultaban más inquietantes que el alabeo normal de un barco en el mar. Además, a efectos prácticos, el salón carecía de ventanas. Montado sobre unos balancines de brújulas en el espacio central, se encontraba tan profundamente encajado en la estructura de la embarcación que las ventanas estaban en lo alto de las paredes, muy encima de las cabezas de los pasajeros. En conjunto, como remedio para el mareo, Oliphant lo encontraba excesivo. Sin embargo, según parecía, el público estaba fascinado por el novedoso empleo de una máquina de dimensiones modestas, más o menos de la magnitud de un modelo de artillería, cuyo único fin era mantener la sala tan nivelada como fuera posible. Esto se conseguía por medio de algo que la prensa había bautizado como «retroalimentación». En cualquier caso, con sendas palas a proa y a popa, el Bessemer cubría la distancia de veintiún millas que separaban Dover y Calais en una hora y treinta minutos.

Oliphant hubiese preferido encontrarse sobre las cubiertas, de cara al viento; de este modo tal vez habría podido imaginarse que se encaminaba a un fin más importante y accesible. Pero el paseo del salón oscilante no tenía barandas de cara al mar, sino solo una barandilla de hierro, y el viento del Canal era húmedo y frío. Y además, se recordó, él ya solo tenía un objetivo, un objetivo que, según todos los indicios, estaba condenado al fracaso.

Sin embargo… Sybil Gerard. Al leer el telegrama a Egremont había decidido no pedir que buscaran su número. Temía que pudiera atraer una atención indeseada; y con la Central de Estadística en manos de Antropometría Criminal era lo más probable. Además, sospechaba que el archivo de Sybil Gerard podía no existir ya. Walter Gerard de Manchester, enemigo jurado del progreso y agitador proderechos del hombre. Si Walter Gerard había tenido una hija, ¿qué había sido de ella? ¿Y si la había arruinado, tal como ella misma aseguraba, Charles Egremont?

Empezó a dolerle la cabeza. Bajo el rígido brocado de la silla, tejido por una Jacquard con imágenes repetidas del Bessemer, el relleno de crin de caballo estaba helado. Pero al menos, se recordó, había escapado temporalmente al blando y negro pozo de la bañera suiza del doctor McNeile.

Dejó el brandy sin terminar a un lado, asintió con la cabeza y se echó un sueñecito. Y soñó, quizá, con el Ojo.

El Bessemer atracó en Calais a la una y media.

Los apartamentos de monsieur Lucien Arslau estaban en Passy. A mediodía Oliphant le entregó su tarjeta al concierge, quien la envió al piso de monsieur a través de un tubo neumático. Casi inmediatamente, el silbato del tubo locutorio de níquel pitó dos veces; el concierge se llevó el embudo a la oreja. Oliphant distinguió vagamente unas palabras en francés pronunciadas en alta voz.

El concierge lo acompañó al ascensor.

Al llegar al quinto piso, le abrió la puerta un criado de librea que llevaba un pañuelo de tela de Nápoles sujeto con un alfiler corso. El joven logró hacer una reverencia sin apartar los ojos de Oliphant. Monsieur Arslau lamentaba, dijo, no poder recibir a monsieur Oliphant en ese momento; mientras esperaba, ¿querría monsieur Oliphant refrescarse de algún modo?

Oliphant declaró que apreciaría mucho la oportunidad de tomar un baño. Y una cafetera sería también muy de agradecer.

Lo llevaron por un amplio salón, rico en satén y pan de oro, camarines repujados, bronces, estatuas y porcelanas, donde el emperador, con sus ojos de lagarto, y su elegante emperatriz, la antigua señora Howard, miraban desde sendos óleos. Y luego a través de una salita con grabados por todos lados. Una elegante escalera curva ascendía desde una antecámara octogonal.

Unas dos horas después, tras haberse bañado en una bañera con bordes de mármol y dotada de una solidez gratificante, haber tomado un cargado café francés, cenado unas chuletas à la Maintenon, y haberse puesto una ropa interior mucho más almidonada de lo que le hubiera gustado que le entregó la servidumbre, lo llevaron al estudio de monsieur Arslau.

—Señor Oliphant —dijo Arslau en un inglés excelente—. Es un gran placer. Lamento no haber podido recibirlo antes, pero… —Hizo un ademán hacia una amplia mesa de caoba repleta de carpetas y documentos. Del otro lado de una puerta cerrada llegaba el continuo traqueteo de una máquina telegráfica. De la pared colgaba un grabado enmarcado de la Gran Napoleón, cuyos poderosos engranajes se alzaban tras una celosía de cristal y hierro.

—No se preocupe, Lucien. Me alegro de haber tenido tiempo para aprovecharme de su hospitalidad. Su chef tiene una mano extraordinaria con el cordero; una carne sublime que nadie diría que nació de una cabra común.

Arslau sonrió. Casi tan alto como Oliphant y más ancho de hombros, tenía cuarenta años de edad y llevaba la canosa barba recortada al estilo imperial. Su chaleco estaba bordado con pequeñas abejas doradas.

—He recibido su carta, claro. —Volvió a la mesa y tomó asiento en una silla de respaldo alto y tapizada en cuero verde oscuro. Oliphant se sentó en el sillón que había al otro lado de la mesa.

—Debo admitir que siento curiosidad, Laurence, por lo que está ocurriendo. —Formó una V invertida con los dedos y miró a través de ellos enarcando las cejas—. La naturaleza de su petición no parece justificar las precauciones a las que alude usted…

—Al contrario, Lucien. Debe usted saber que no abusaría de este modo de nuestra amistad de no ser por la más acuciante de las razones.

—Pero, amigo mío —dijo Arslau mientras le restaba importancia al asunto con un ademán—, el favor que me ha pedido es insignificante. Entre colegas, caballeros como nosotros, eso no es nada. Simplemente siento curiosidad; es uno de mis numerosos vicios. Me envía usted una carta por valija diplomática imperial, una proeza nada desdeñable para un inglés, aunque ya sé que conoce usted a nuestro amigo Bayard. En su carta solicita mi ayuda para encontrar a cierta aventurera inglesa, nada menos. Cree usted que puede residir en Francia; sin embargo, también recalca la necesidad de actuar con el máximo de los secretos. En especial, subraya que no trate de comunicarme con usted, sea por telégrafo o por correo ordinario. Me pide que espere su llegada. ¿Qué tengo que pensar de esto? ¿Ha sucumbido usted finalmente a los encantos de alguna mujer?

—Por desgracia, aún no.

—Habida cuenta del modelo femenino que impera en Inglaterra, amigo mío, lo encuentro totalmente comprensible. Demasiadas de sus mujeres aspiran a verse elevadas al nivel de la intelectualidad masculina, a escapar de los miriñaques, de las perlas pulverizadas, de las molestias que provoca la necesidad de la belleza y de cualquier cosa relacionada con volverse gratas a la vista. ¡Si esto continúa, qué utilitaria y completamente desagradable se tornará la vida de los ingleses! En tal caso, pregunto, ¿ha cruzado el canal para encontrar a una aventurera inglesa? Son bastante duchas a la hora de esconderse. Y no estoy hablando —sonrió— de los orígenes de nuestra propia emperatriz.

—Usted mismo nunca ha estado casado, Lucien —comentó Oliphant tratando de desviar el tema.

—¡Ah, el matrimonio! ¿Quién puede saber cuál es la elección correcta entre otros novecientos noventa y nueve errores? ¿Quién puede encontrar la anguila escondida en un barril de serpientes? ¡La chica del arroyo puede ser la única criatura de todo el universo capaz de convertirme en un hombre feliz, amigo mío, a pesar de lo cual paso a su lado y la rocío con el barro de mis ruedas por culpa de mi completa ignorancia! —Arslau se echó a reír—. No, yo no me he casado, y su misión es de naturaleza política.

—Naturalmente.

—Las cosas no marchan bien en Gran Bretaña. No necesito a mis fuentes británicas para saberlo, Oliphant. Los documentos hablan por sí solos. La muerte de Byron…

—La dirección política de Gran Bretaña, Lucien y, de hecho, su estabilidad como nación, pueden estar amenazadas. No necesito recordarle lo crucial que es que nuestras dos naciones se comuniquen y se apoyen.

—¿Y la cuestión de esa tal señorita Gerard, Oliphant? ¿Está usted sugiriendo que es el eje respecto al que gira la situación?

Oliphant sacó su pitillera y seleccionó uno de los habanos de Beadon. Sus dedos rozaron el texto plegado del telegrama de Sybil Gerard. Cerró la pitillera.

—¿Le importa que fume?

—Por favor.

—Gracias. El asunto relacionado con Sybil Gerard es completamente británico, completamente doméstico. En última instancia, podría llegar a afectar a Francia, pero solo de manera indirecta. —Rebanó la punta de su cigarro y lo pinchó.

—¿Está totalmente seguro de eso?

—Sí.

—Yo no. —Arslau se levantó para llevarle a su invitado un cenicero de cobre con base de nogal. Volvió junto a su mesa, aunque permaneció de pie—. ¿Qué sabe de la Sociedad Jacquardina?

—Es el equivalente aproximado de nuestra Sociedad Intelectual del Vapor, ¿no?

—Sí y no. Hay otra sociedad, esta secreta, en el seno de los jacquardistas. Se hacen llamar Les Files de Vaucanson. Algunos de ellos son anarquistas, otros partidarios de Marianne, otros de la Fraternidad Universal y otros de cualquier clase de chusma, sea la que sea. Son conspiradores de la peor especie, ¿sabe? Otros, simplemente, son criminales. Pero esto ya lo sabe usted, Laurence.

Oliphant cogió un encendedor de una caja grabada con una imagen del Bessemer y se encendió el cigarro.

—Dice usted que la mujer a la que conoce como Sybil Gerard carece de importancia para Francia —dijo Arslau.

—¿No lo cree así?

—Puede. Dígame lo que sabe de las dificultades experimentadas por la Gran Napoleón.

—Muy poco. Wakefield, de la Central de Estadística, mencionó algo. ¿La máquina ha dejado de funcionar bien?

—Los ordinateurs, gracias a Dios, no son mi especialidad. La Napoleón se comporta con su acostumbrada velocidad y precisión en la mayoría de los casos, según me han informado, pero un elemento outré de inconsistencia afecta a sus funciones superiores. —Arslau suspiró—. Funciones superiores que son una razón de no poco orgullo para la nación y que me han obligado a estudiar detenidamente resmas enteras de la más obtusa prosa técnica que puede encontrarse en todo el imperio. Para nada, según parece, puesto que el responsable ya está en nuestras manos.

—¿El responsable?

—Un miembro reconocido de Les Files de Vaucanson. Su nombre carece de importancia. Lo arrestaron en Lyón por su participación en un caso de fraude relacionado con un ordinateur municipal. Ciertos elementos de su confesión posterior llamaron la atención de la Comisión de Servicios Especiales y, más tarde, de la nuestra. Durante los interrogatorios, reveló su responsabilidad en el lamentable estado de nuestra Gran Napoleón.

—¿Confesó ser el autor de le sabotage, pues?

—No. No confesó tal cosa. Se negó hasta el final. Con respecto a la Napoleón, solo admitió haber introducido una secuencia determinada de tarjetas perforadas, una fórmula matemática.

Oliphant observó cómo ascendía el humo de su cigarro hacia el elevado techo de yeso rosado.

—La fórmula vino de Londres —continuó Arslau—. La obtuvo de una inglesa. Se llamaba Sybil Gerard.

—¿Han intentado analizar la fórmula?

—No. Fue robada, según nuestro jacquardino, por una mujer conocida como Flora Bartelle, una americana, según parece.

—Ya veo.

—En ese caso dígame lo que ve, amigo mío, porque yo estoy totalmente a oscuras. El Ojo Omnisciente, el sublime peso de su percepción se cernía sobre él desde todas direcciones.

Oliphant titubeó. Sin que nadie se diera cuenta, un poco de ceniza cayó sobre la suntuosa alfombra de Arslau.

—Aún tengo que ver a Sybil Gerard —dijo—, pero puede que tenga alguna información relacionada con la fórmula que ha mencionado usted. Hasta es posible que pueda conseguirle una copia. Sin embargo, no puedo prometer nada hasta que no tenga la ocasión de entrevistarme con la dama, en privado y durante el tiempo suficiente.

Arslau guardó silencio. Su mirada parecía atravesar a Oliphant. Finalmente, asintió.

—Eso se puede arreglar.

—¿No está detenida?

—Digamos que estamos al tanto de sus movimientos.

—¿Permiten que siga libre mientras la vigilan de cerca?

—Exacto. Si la cogemos ahora y no revela nada, perderemos el rastro.

—Como de costumbre, Arslau, su técnica es impecable. ¿Y cuándo podría organizarse ese encuentro con la dama?

El Ojo, la presión, los latidos de su corazón.

—Esta misma tarde, si usted lo desea —dijo monsieur Arslau, de la Police des Châteaux, mientras se ajustaba el chaleco bordado en oro.

Las paredes del Café de l'Univers estaban decoradas con pinturas, espejos grabados al aguafuerte y placas esmaltadas en las que se anunciaban los ubicuos productos de Pernod Fils. Las imágenes, si se las podía llamar así, eran, o grotescas pinturas, aparentemente realizadas en una tosca imitación del punteado a máquina, o extrañas formulaciones matemáticas que sugerían el movimiento continuo de bloques de quinótropo. Algunos de los autores, supuso Oliphant, estaban presentes, o al menos eso pensaba que eran aquellos sujetos de pelo largo y bonetes de terciopelo, con pantalones de pana manchados de pigmento y ceniza de tabaco. Pero la mayoría de la clientela, según su acompañante, un tal Jean Beraud, estaba formada por quinotropistas. Estos caballeros, procedentes del barrio Latino, se sentaban a beber con sus grisettes negros en las mesas redondas de mármol o exponían cuestiones matemáticas frente a grupillos de colegas.

Beraud, con un sombrero de paja totalmente inapropiado para la época y un traje marrón de marcado corte galo, era uno de los mouchards de Arslau, un informador profesional que se refería a los quinotropistas como miembros de «le milieu». Era lozano y rosado como un cochinillo, bebía Vittel y pipermín y a Oliphant le había caído mal nada más verlo. Los quinotropistas parecían partidarios de la absenta de Pernod Fils; Oliphant, con un vaso de vino tinto en la mano, observaba el ritual del vaso y el decantador de agua, del terrón de azúcar y la cuchara en forma de paleta.

—La absenta es la madre de la tuberculosis —dijo Beraud.

—¿Qué le hace suponer que madame Tournachon aparecerá esta noche en el café, Beraud?

El monchard asintió.

—Está muy relacionada con le milieu, monsieur. Va a Madelon's y a Batiffol's, pero es aquí, en l'Univers, donde suele encontrar compañía.

—¿Y a qué lo atribuye usted?

—A que era la amante de Gautier, claro. Aquí era una especie de príncipe, monsieur. Sus relaciones con Gautier, como no podía ser de otra forma, han limitado sus contactos con la sociedad normal. Él le enseñó francés, o al menos el francés que habla.

—¿Qué clase de mujer cree que es?

Beraud le guiñó un ojo.

—Podría decirse que es atractiva, aunque fría. Nada simpática. Como las mujeres inglesas, ¿sabe?

—Cuando llegue, Beraud… si es que llega, debería decir, tendrá usted que marcharse de inmediato.

Beraud levantó las cejas.

—Eso es imposible, monsieur

—Debe hacerlo, Beraud. Marcharse. —Una pausa medida—. Esfumarse. Las marcadas hombreras del traje marrón de Beraud se levantaron al oír esta palabra.

—Le ordenará al cochero que espere, así como al estenógrafo. El estenógrafo, Beraud… ¿Su inglés es bueno? Mi amigo… mi buen amigo, monsieur Arslau, me ha asegurado que es así…

—¡Es totalmente cierto! Y, monsieur… —Se levantó tan deprisa que estuvo a punto de tirar la silla—. Es ella…

La mujer que estaba entrando en l'Univers podría haber pasado fácilmente por una elegante parisienne vestida a la moda. Esbelta y rubia, llevaba un sombrío miriñaque de color lana, con capa y gorro a juego y bordados de visón. Mientras Beraud completaba su precipitada retirada hacia las profundidades del café, Oliphant se levantó. Los ojos de la mujer, muy alertas y muy azules, se encontraron con los suyos. Se le acercó, sombrero en mano, y la saludó con una reverencia.

—Discúlpeme —dijo en inglés—. No nos han presentado, pero tengo que hablar con usted de un asunto de la máxima importancia.

Los ojos grandes y azules de la chica brillaron con reconocimiento y miedo.

—Me confunde usted con otra, señor.

—Es usted Sybil Gerard.

El labio inferior de la chica estaba temblando, y Oliphant experimentó un brusco, intenso y totalmente inesperado acceso de simpatía.

—Me llamo Laurence Oliphant, señorita Gerard. Se encuentra usted en terrible peligro. Deseo ayudarla.

—Yo no me llamo así, señor. Le ruego que me deje pasar. Mis amigos están esperándome.

—Sé que Egremont la traicionó. Y estoy al tanto de la naturaleza de su traición. Al oír aquel nombre, ella se sobresaltó y Oliphant tuvo miedo de que huyera en el acto, pero, tras un leve estremecimiento que le recorrió el cuerpo, se limitó a estudiarlo en silencio por un momento.

—Lo vi en el hotel Grand's aquella noche —dijo—. Estaba usted en la sala de fumadores, con Houston y… Mick. Tenía un brazo en cabestrillo.

—Por favor —le pidió él—. Siéntese conmigo.

Sentado frente a ella en su mesa, Oliphant escuchó cómo pedía un absenthe de vindageur en un francés pasable.

—¿Conoce usted a Lamartine, el cantante? —preguntó.

—No, lo siento.

—Él la inventó, la «absenta del carroñero». Es lo único que puedo beber. El camarero regresó con la bebida, una mezcla de absenta y vino tinto.

—Theo me enseñó a beberla —dijo— antes de… marcharse. —Tomó un sorbo y el vino tinto le dejó una mancha roja en los labios pintados—. Sé que ha venido para llevárseme. No trate de negarlo, reconozco a un polizonte cuando lo veo.

—No tengo el menor deseo de verla de regreso en Inglaterra, señorita Gerard…

—Tournachon. Me llamo Sybil Tournachon. Francesa por matrimonio.

—¿Su marido se encuentra aquí, en París?

—No —dijo ella mientras levantaba un medallón ovalado de acero colgado de una cinta negra. Lo abrió con un movimiento rápido y le enseñó a Oliphant un daguerrotipo con un retrato en miniatura de un apuesto joven—. Aristide. Cayó en Filadelfia, en el gran incendio. Se presentó voluntario para luchar por la Unión. Era de verdad, ¿sabe usted? Me refiero a que existió de verdad, no era un invento de los chasqueadores —contempló la pequeña imagen con una mezcla de nostalgia y tristeza, aunque Oliphant se dio cuenta de que nunca en toda su vida había puesto los ojos sobre Aristide Tournachon.

—Un matrimonio de conveniencia, imagino.

—Sí. Y usted ha venido para llevárseme.

—En absoluto, señora… Tournachon.

—No le creo.

—Debe hacerlo. Muchas cosas dependen de ello, entre ellas su propia seguridad. Desde que usted se marchó de Londres, él se ha convertido en un hombre muy poderoso y peligroso. Tan peligroso para el futuro de la Gran Bretaña como para usted misma.

—¿Charles? ¿Peligroso? —Por un instante pareció a punto de echarse a reír—. Se burla usted de mí.

—Necesito su ayuda. Desesperadamente. Tan desesperadamente como usted necesita la mía.

—¿De veras?

—Egremont tiene grandes recursos a su disposición, departamentos del Gobierno que son perfectamente capaces de encontrarla aquí.

—¿Se refiere a la División Especial y gente así?

—Y además de eso, tengo que informarle de que sus actividades están siendo vigiladas por al menos una agencia secreta de la Francia Imperial…

—¿Porque Theophile decidió ayudarme?

—En efecto, ese parece el caso…

Ella apuró el nauseabundo brebaje de su vaso.

—El bueno de Theophile. Qué encantador y qué tonto era. Siempre con su chaleco escarlata, y listo como un demonio cuando se trataba de las máquinas. Le di las tarjetas de Mick y a partir de entonces se portó de manera tremendamente amable conmigo. Me consiguió una licencia de matrimonio y la ciudadanía francesa así, ta ta ta. Luego, una tarde que habíamos quedado aquí…

—¿Sí?

—No apareció. —Bajó los ojos—. Siempre presumía de que le gustaba «jugar fuerte». Todos lo hacen, pero él lo decía como si fuese verdad. Qué tonto…

—¿Alguna vez le habló de su interés en la máquina conocida como la Gran Napoleón?

—¿Se refiere a su monstruo? ¡La gente de las máquinas de París no habla de otra cosa, señor! ¡Están como locos por ella!

—Las autoridades francesas creen que Theophile Gautier averió la Gran Napoleón con las tarjetas de Radley.

—¿Así que Theo está muerto?

Oliphant titubeó.

—Por desgracia, creo que sí.

—Qué crueldad —dijo ella—. Hacer desaparecer a un hombre como si fuera un conejo en una chistera, y dejar a sus seres queridos con la incertidumbre, para que no puedan descansar nunca. Es una crueldad.

Oliphant descubrió que no era capaz de mirarla a los ojos.

—Así están las cosas en París, sí —dijo—. Y las cosas de las que presumen los de las máquinas… Y en Londres, según dicen, no va mejor. ¿Sabe que dicen que los radicales asesinaron a Wellington? Dicen que los Zapadores y los Cerdos de Arena, mano a mano con ellos, excavaron un túnel bajo el restaurante, y el jefe de los Zapadores en persona colocó la pólvora y encendió la mecha. Y luego los radicales le echaron la culpa a gente como…

—Su padre. Sí, lo sé.

—¿Y sabiendo eso me pide que confíe en usted?

Había un desafío en sus ojos, y quizá un orgullo largo tiempo enterrado.

—Sabiendo que Charles Egremont traicionó a su padre, Walter Gerard, hasta conseguir su destrucción; que la traicionó también a usted y la arruinó a los ojos de la sociedad; sí, debo pedirle que confíe en mí. A cambio, le ofrezco la completa, total y virtualmente instantánea destrucción de la carrera política del hombre que la traicionó. Ella bajó los ojos y pareció meditarlo.

—¿De verdad es posible? —preguntó.

—Su testimonio lo haría posible. Yo solo sería el instrumento de su entrega.

—No —dijo ella al fin—. Si lo denunciara públicamente, me denunciaría también a mí misma. Charles no es el único que tiene que temer, como ha dicho usted mismo. Recuerde que yo estaba allí aquella noche, en el hotel Grand's. Sé lo largo que puede ser el brazo de la venganza.

—No he dicho nada de denunciarlo públicamente. Bastaría con el chantaje. Los ojos de la mujer cobraron un aire distante entonces, como si estuviera caminando por el lejano pavimento de la memoria.

—Estaban tan cerca Charles y mi padre, o al menos eso parecía… Quizá si las cosas hubieran sido diferentes…

—Egremont tiene que vivir con esa traición. Es el crucial grano de irritación constante que la depravación de su política ha provocado. Su telegrama galvanizó su sentimiento de culpa, el terror a que sus iniciales simpatías luditas quedaran al descubierto. Ahora quiere domesticar a la bestia, y hacer del terror político su aliado. Pero usted y yo nos interponemos en su camino.

Los ojos azules de la chica estaban extrañamente calmados.

—La verdad es que me gustaría creerlo, señor Oliphant.

—Yo la mantendré a salvo —dijo Oliphant, sorprendido por la intensidad de sus palabras—. Mientras permanezca en Francia, estará bajo la protección de amigos poderosos, colegas míos, agentes de la corte imperial. Un coche la espera fuera, y un estenógrafo, para recoger los detalles de su testimonio.

Con una torturada y flatulenta exhalación de aire comprimido, un pequeño panmelodio se activó en la parte trasera del café. Oliphant se volvió y se cruzó con la mirada del mouchard Beraud, quien estaba fumando en una pipa de arcilla holandesa en medio de un grupo de kinotropistes.

—¿Madame Tournachon? —dijo Oliphant mientras se levantaba—. ¿Puedo ofrecerle el brazo?

—¿Ya está curado? —Se levantó con un frufrú del miriñaque.

—Totalmente —dijo Oliphant recordando el tajo, rápido como un relámpago, de la espada del samurai, en Edo, entre las sombras. Había intentado detenerlo con una fusta.

Mientras la música del panmelodio, activada por una máquina, hacía levantarse de sus sillas a las grisettes, ella aceptó el brazo que le ofrecía. Una chica irrumpió en el local desde las calles, con los pechos desnudos teñidos de verde. Alrededor de la cintura llevaba una estructura angulosa hecha de hilo de cobre, como las hojas de una palmera interpretadas por un quinótropo. La seguían dos muchachos tan escasamente vestidos como ella. Oliphant se sintió completamente perdido.

—Vamos —dijo Sybil—. Son estudiantes de arte y han estado en un bal. En Montmartre, ¿sabe usted? Los estudiantes se lo pasan en grande haciendo locuras.

Oliphant había acariciado la romántica idea de entregar personalmente a Egremont una trascripción del testimonio de Sybil Gerard. Pero al llegar a Inglaterra, los síntomas de la sífilis avanzada que el doctor McNeile había diagnosticado incorrectamente como columna ferroviaria lo indispusieron temporalmente. Disfrazado de viajante de comercio de la Alsacia natal de M. Arslau, Oliphant se ocultó en un balneario de Brighton, para tomar las aguas y enviar una serie de telegramas.

El señor Mori Arinori llega a Belgravia a las cuatro y cuarto, en un nuevo modelo de coche Céfiro que ha alquilado en un garaje de Camden Town, al mismo tiempo que Charles Egremont sale para el Parlamento, donde tiene que dar un importante discurso.

El guardaespaldas de Egremont, un hombre del departamento de Antropometría criminal de la Oficina Central de Estadística, con una carabina automática debajo del abrigo, observa cómo Mori, una figura diminuta en traje de noche, baja del Céfiro. Mori avanza en línea recta sobre la nieve recién caída y sus botas dejan unas huellas perfectas sobre el negro pavimento de macadán.

—Para usted, señor —dice, antes de hacer una reverencia y entregarle a Egremont el adusto sobre de Manila—. Que pase usted un buen día, señor —vuelve a bajarse las gafas con su cinta elástica y regresa al Céfiro.

—Qué personajillo más peculiar —dice Egremont mientras baja la mirada hacia el sobre—. Nunca había visto a un chino vestido así… Retrocede. Regresa.

Se aleja sobre el negro patrón de las huellas,

por las calles nevadas,

se adentra en el gran mapa de Londres,

y olvida.