Primera iteración

El ángel de Goliad

Imagen compuesta, codificada ópticamente por el aparato de escolta de la nave área transcanal Lord Brunel: vista aérea de los suburbios de Cherburgo, 14 de octubre de 1905.

Una hacienda, un jardín, un balcón.

Borra las curvas de hierro colado del balcón y quedan expuestas una silla de baño y su ocupante. Los destellos del sol poniente se reflejan en el níquel que compone los radios de las ruedas de la silla.

La ocupante, propietaria de la hacienda, descansa las manos artríticas sobre una manta elaborada en un telar Jacquard.

Esas manos constan de tendones, tejido conjuntivo, hueso. Mediante el quedo proceso del tiempo y la información, las hebras que anidan en el interior de las células humanas se han entretejido hasta formar una mujer.

Su nombre es Sybil Gerard.

Bajo ella, en un jardín formal pero descuidado, unas enredaderas peladas se enroscan por los enrejados de madera y los muros encalados. Desde las ventanas abiertas de su sala de recuperación, una brisa cálida le mece el pelo blanco y suelto de la nuca, y con ella trae los olores del humo de carbón, el jazmín y el opio. La atención de la mujer está fija en el cielo, en una silueta de vasta e irresistible elegancia: un metal que a lo largo de su vida ha aprendido a volar. Como avance de esta magnificencia, unos diminutos y estridentes aeroplanos no tripulados se recortan contra el horizonte rojizo.

Como estorninos, piensa Sybil.

Las luces de la nave aérea, sus ventanas cuadradas y doradas, insinúan la calidez humana. Sin esfuerzo, con la incomparable gracia de la función orgánica, imagina allí una música lejana, la música de Londres: el salón de los pasajeros, donde estos beben, donde flirtean, donde acaso bailan.

Los pensamientos llegan desatados, la mente teje sus perspectivas y ensambla significados a partir de emoción y memoria.

Recuerda su vida en Londres. Se recuerda a sí misma, hace tanto tiempo, recorriendo el Strand, abriéndose paso como puede a través del gentío en Temple Bar. Se esfuerza y la ciudad de la memoria se enrosca a su alrededor hasta que, junto a las murallas de Newgate, cae la sombra del ahorcamiento de su padre… Y la memoria gira, reflejada con la rapidez de la luz, y toma otro derrotero, uno donde siempre es de noche.

Es el 15 de enero de 1855.

Una habitación en el hotel Grand's, en Piccadilly.

Una de las sillas estaba echada hacia atrás, colocada con precisión bajo el picaporte de cristal tallado de la puerta. Otra seguía cubierta de ropa: un abrigo corto de mujer con flecos, una falda de estameña gruesa cubierta de barro, unos pantalones de hombre a cuadros y un abrigo recortado.

Dos formas yacían bajo las sábanas de la cama con dosel de arce laminado; fuera, atrapado en el puño de hierro del invierno, el Big Ben anunciaba las diez en punto con tonantes y ásperos sonidos de Calíope, el ígneo aliento de carbón de Londres. Sybil deslizó los pies sobre el lienzo gélido, hacia el calor de la botella de cerámica en su envoltorio de franela. Los dedos de sus pies rozaron la espinilla de él. El toque pareció sacarlo de una profunda meditación. Así era aquel dandi Mick Radley. Lo había conocido en la academia de baile de Laurent, en Windmill Street. Ahora que sabía cómo era, le parecía más propio de Kellner, en Leicester Square, o incluso de Portland Rooms. Siempre estaba pensando, maquinando, rumiando algo en la cabeza. Era listo, muy listo. Aquello preocupaba a Sybil. Y la señora Winterhalter no lo hubiera aprobado, ya que el manejo de los «caballeros políticos» requería delicadeza y discreción, cualidades que la propia señora Winterhalter consideraba poseer en grado sumo, exactamente lo contrario que sus chicas.

—Deja el putaísmo, Sybil —dijo Mick. Uno de sus pronunciamientos. Su ingeniosa mente había llegado a alguna conclusión.

Sybil le sonrió con la cara medio oculta por el cálido borde de la manta. Sabía que a él le gustaba su sonrisa. Su sonrisa de chica traviesa. No lo diría en serio. Decidió bromear con ello.

—Pero si no fuera una mujerzuela traviesa, ¿estaría acaso aquí contigo?

—Basta de juegos, capulina.

—Sabes que solo voy con caballeros.

Mick sorbió por la nariz, entretenido.

—Entonces, ¿me estás llamando caballero?

—Y un caballero de relumbrón —respondió Sybil para adularlo—. Uno de los más selectos. Ya sabes que no me interesan los lores radicales. Los desprecio, Mick. Sybil sintió un escalofrío, pero no por preocupación, ya que había tenido bastante suerte: filete con patatas, chocolate caliente, cama con sábanas limpias en un hotel elegante. Un resplandeciente y nuevo hotel con calefacción central de vapor, aunque de buena gana hubiera cambiado los constantes gorgoteos y golpes del radiador dorado enroscado por el fulgor de un hogar bien alimentado. Y además tenía que admitir que aquel Mick Radley era un tipo bien parecido. Vestía con elegancia, tenía dinero y era generoso con él, y todavía estaba por solicitar algún servicio peculiar o bestial. Sabía que aquello no duraría, pues Mick era un caballero de visita procedente de Manchester y no tardaría en marcharse. Pero todavía podía sacarle bastante, y quizá un poco más cuando la dejara, si lo hacía sentir mal por el abandono.

Mick se reclinó sobre las gruesas almohadas de plumas y deslizó sus dedos con manicura por detrás del pelo engominado y rizado. Una camisa de noche cuajada de encajes por todo el pecho: solo lo mejor para Mick. Parecía tener ganas de hablar. Los hombres no solían tardar en hacerlo después de un tiempo, en especial acerca de sus esposas.

Pero el dandi Mick siempre hablaba de política.

—¿Entonces odias a sus señorías, Sybil?

—¿Y por qué no? —respondió ella—. Tengo mis razones.

—Eso parece —dijo él lentamente, y la mirada de fría superioridad que le lanzó entonces provocó en Sybil un escalofrío.

—¿A qué te refieres con eso, Mick?

—A que conozco tus razones para odiar al Gobierno. Conozco tu número. Primero la invadió la sorpresa, después el miedo. Se sentó en la cama. Su boca se vio invadida por el regusto del hierro frío.

—Llevas tu tarjeta en el bolso —dijo él—. Llevé el número a un curioso magistrado al que conozco, que me hizo el favor de pasarlo por una máquina gubernamental. Luego imprimió tu archivo de Bow Street, ratatatatá, como si nada. —Sonrió—. Así que lo sé todo sobre ti, chica. Sé quién eres…

Ella intentó hacerse la dura.

—¿Y quién soy entonces, señor Radley?

—No eres Sybil Jones, cariño. Eres Sybil Gerard, hija de Walter Gerard, el agitador ludita.

Aquel hombre había violado su pasado oculto.

Máquinas que zumbaban en algún sitio y que escupían historias. Mick la miraba a la cara y sonreía ante lo que allí veía. Sybil reconoció una expresión que ya había contemplado antes, en Laurent's, la primera vez que la vio en el salón atestado. Una expresión hambrienta.

La voz de Sybil temblaba.

—¿Desde cuándo sabes esas cosas sobre mí?

—Desde nuestra segunda noche. Ya sabes que viajo con el general. Como cualquier hombre importante, tiene enemigos. Como su secretario y ayudante, no me arriesgo nunca con los extraños. —Mick puso una mano diestra y cruel sobre el hombro de ella—. Podías ser el agente de alguien. Fue una cuestión profesional. Sybil se encogió y se apartó de él.

—Espiar a una chica indefensa… —dijo al fin—. ¡Eres todo un hijo de puta, eso es lo que eres!

Pero sus feas palabras apenas parecían tener efecto en él, que era frío y despiadado como un juez, o un noble.

—Quizá espíe, chica, pero uso la maquinaria del Gobierno para mis propios y dulces propósitos. No soy un soplón de la policía que mira por encima del hombro a un revolucionario como Walter Gerard…, lo llamen como lo llamen ahora los lores radicales. Tu padre fue un héroe. —Cambió de posición en la almohada—. Mi héroe, eso era Walter Gerard. Lo vi hablar acerca de los derechos del trabajo, en Manchester. Fue maravilloso. ¡Todos vitoreamos hasta que nos dolió la garganta! Los viejos Gatos infernales… —La voz suave de Mick cobró un tono áspero y plano, con un fuerte acento de Manchester—. ¿Oíste hablar alguna vez de los Gatos infernales, Sybil, en los viejos tiempos?

—Eran una banda callejera —respondió la chica—. Matones de Manchester. Mick frunció el ceño.

—¡Eramos una hermandad! ¡Una cofradía juvenil de amigos! Tu padre nos conocía bien. Podrías decir que era nuestro político patrón.

—Preferiría que no hablara de mi padre, señor Radley.

Mick sacudió la cabeza con impaciencia.

—Cuando oí que lo habían juzgado y ahorcado —las palabras eran como hielo entre las costillas de Sybil—, los chicos y yo cogimos antorchas y palancas y nos volvimos locos. ¡Fue obra de Ned Ludd, muchacha! Hace años… —Se cogió con delicadeza el borde de la camisa de noche—. Esta no es una historia que cuente a muchos. Las máquinas del Gobierno tienen vastas memorias.

Entonces Sybil lo entendió: la generosidad de Mick y su hablar suave, las extrañas insinuaciones acerca de que la había buscado, acerca de planes secretos y una mejor fortuna, de cartas marcadas y ases escondidos. Estaba tirando de sus hilos, haciéndola suya. La hija de Walter Gerard era un bonito premio para un hombre como Mick.

Sybil salió de la cama y se dirigió sobre los tablones helados hacia sus enaguas y su camisola.

Se concentró con rapidez y en silencio en el montón de sus ropas. El abrigo con flecos, la chaqueta, la gran jaula cimbreada de su falda de crinolina. La coraza blanca y tintineante de su corsé.

—Vuelve a la cama —le dijo Mick, perezoso—. Baja esos humos. Fuera hace mucho frío. —Sacudió la cabeza—. No es lo que te piensas, Sybil.

Ella se negó a mirarlo mientras luchaba por ponerse el corsé junto a la ventana, donde el cristal cubierto de escarcha reducía el fulgor de la luz de gas procedente de la calle. Se apretó con fuerza los lazos del corsé a la espalda con un rápido y experto giro de las muñecas.

—Y si lo es —musitó Mick mientras la observaba—, lo es solo en un pequeño grado. Al otro lado de la calle, la ópera dejaba salir a la aristocracia, con sus capas y chisteras. Coches de caballos con el lomo cubierto por mantas repicaban y temblaban sobre el negro adoquinado. Aún quedaban restos de limpia nieve suburbana en el resplandeciente pescante de los faetones de vapor de algunas señorías. Las prostitutas se estaban trabajando al gentío. Pobres almas desdichadas… Resultaba dificilísimo encontrar una sola cara amable entre aquellas camisas almidonadas y gemelos con diamantes, en aquella noche tan fría. Sybil se giró hacia Mick confusa, iracunda y muy, muy asustada.

—¿A quién le has hablado de mí?

—Ni a un alma —respondió Mick—, ni siquiera a mi amigo el general. Y no pienso delatarte. Nadie podrá decir jamás que Mick Radley es indiscreto. De modo que vuelve a la cama.

—No pienso hacerlo —dijo Sybil erguida, mientras se le helaban los pies sobre el suelo—. Sybil Jones podrá compartir tu cama, ¡pero la hija de Walter Gerard es una personalidad sustancial!

Mick se quedó mirándola sorprendido. Pensó que todo había terminado y se frotó el pequeño mentón. Asintió.

—En tal caso he sufrido una pérdida lamentable, señorita Gerard. —Se sentó en la cama y señaló la puerta con un gesto exagerado del brazo—. Póngase entonces la falda y las botas con tacón de bronce para hacer la calle, señorita Gerard, y salgan por esa puerta usted y su sustancia. Pero sería toda una lástima que lo hiciera. Me vendría bien una muchacha sagaz.

—De eso no me cabe la menor duda, hombre impío —dijo Sybil, pero entonces dudó. Mick tenía otra carta en la manga; ella lo notaba en su expresión. El hombre le sonrió y entrecerró los ojos.

—¿Has estado alguna vez en París, Sybil?

—¿París? —Su aliento se hizo vaho.

—Sí, la gaya y glamorosa, siguiente destino del general cuando su gira de conferencias en Londres haya concluido. —El dandi Mick se tiró de los lazos de las mangas—. Respecto a cuáles serían las funciones que antes he mencionado, en esta sazón no diré nada. Pero el general es un hombre de profundas estratagemas. Y el Gobierno de Francia se encuentra en ciertas dificultades que requieren la ayuda de expertos… —Sonrió triunfante—. Pero veo que esto te aburre, ¿no es así?

Sybil cambió el peso de pie.

—¿Vas a llevarme a París, Mick? —dijo lentamente—. ¿Lo dices de verdad, no se trata de un engaño artero?

—Estrictamente cierto y veraz. Si no me crees, en mi abrigo puedes ver un billete para el transbordador de Dover.

Sybil se dirigió hacia el sillón de brocado que había en una esquina y cogió el abrigo largo de Mick. No podía controlar los temblores y se lo puso. Buena lana oscura. Se sentía como si estuviera envuelta en dinero caliente.

—Busca en el bolsillo frontal de la derecha —le dijo Mick—. En el tarjetero. —Sonaba contento y confiado, como si le resultara gracioso que ella desconfiara. Sybil metió las manos heladas en ambos bolsillos. Profundos, forrados de felpa… Su mano izquierda topó con algo metálico, duro, frío. Extrajo una pequeña y desagradable pistola Avispero. Culata de marfil, un intrincado brillo de martillos de acero y cartuchos de bronce, pequeña como su mano y aun así pesada.

—No me seas traviesa —dijo Mick frunciendo el ceño—. Guarda eso, hay una chica delante.

Sybil dejó el arma en el bolsillo con cuidado pero rápidamente, como si se tratara de un cangrejo vivo. En el otro bolsillo encontró el tarjetero, que era de cuero rojo de Marruecos; dentro había tarjetas comerciales, cartes-de-visite con su retrato punteado por máquinas, un horario de trenes de Londres.

Y un trozo de pergamino grabado, rígido y cremoso: un pasaje de primera clase en el Newcomen, desde Dover.

—Pues si de verdad quieres llevarme contigo necesitarás dos billetes —dudó ella. Mick asintió, aceptando la objeción.

—Y otro para el tren desde Cherburgo. Nada más sencillo. Abajo, en recepción, puedo poner un cable para solicitar los billetes.

Sybil volvió a temblar y se protegió mejor con el abrigo. Mick rio.

—No me pongas esa cara avinagrada. Sigues pensando como una meretriz; para ya. Empieza a pensar como una centella o no me servirás de nada. Ahora eres la chica de Mick. Ahora vuelas alto.

Ella respondió lentamente, reluctante.

—Nunca he estado con ningún hombre que supiera que soy Sybil Gerard. Eso era mentira, por supuesto; estaba Egremont, el hombre que la había arruinado. Charles Egremont había sabido a la perfección quién era ella. Pero Egremont ya no importaba: ahora él habitaba un mundo diferente, con su respetable esposa con cara de orinal y su respetable escaño en el Parlamento.

Y Sybil no había jugado a las meretrices con Egremont. Al menos no exactamente. Era una cuestión de grado.

Pudo ver que a Mick le agradaba la mentira. Lo había adulado. Mick abrió una pitillera reluciente, sacó un cigarro y lo encendió con la llama oleosa de una cerilla de repetición. La habitación quedó inundada por el olor dulce del tabaco rojizo.

—Así que ahora, conmigo, te sientes un poco cortada, ¿no? —dijo él al fin—. Bien está, así lo prefiero. Esto que sé me da un poco más de poder sobre ti, ¿no crees?, que el mero metal. —Sus ojos se entrecerraron—. Lo que cuenta es lo que se sabe, ¿no es así, Sybil? Más que la tierra o el dinero, más que la cuna. Información. Eso es lo que importa.

Sybil sintió un acceso de odio hacia él por su tranquilidad y su confianza. La invadió un resentimiento puro, afilado y primario, pero la chica aplastó estos sentimientos. El aborrecimiento flaqueó y perdió su pureza hasta convertirse en vergüenza. Lo odiaba, sí, pero solo porque la conocía de verdad. Sabía hasta qué punto había caído Sybil Gerard, que en el pasado había sido una chica bien educada, con aires y elegancia, tan buena como cualquier muchacha de la aristocracia.

De los días de fama de su padre, de su niñez, Sybil podía recordar a Mick Radley. Sabía la clase de muchacho que había sido. Chicos andrajosos de las fábricas, de a penique la docena, que se congregaban alrededor de su padre cuando acababa sus discursos a la luz de las velas y hacían lo que él les ordenaba: arrancar vías del tren, abrir los tapones de las calderas de las máquinas hiladoras, poner a sus pies cascos de policía. Ella y su padre habían huido de una ciudad a otra, a menudo de noche, y habían vivido en sótanos, áticos, cuartos anónimos de alquiler; se habían ocultado de la policía radical y de las dagas de otros conspiradores. Y en ocasiones, cuando sus propios discursos inflamados lo inundaban de exultación, su padre la abrazaba y le prometía el mundo con seriedad. Ella viviría como la aristocracia en una Inglaterra verde y tranquila, cuando el rey Vapor fuera derribado. Cuando Byron y sus radicales industriales fueran completamente destruidos.

Pero una cuerda de cáñamo había acallado a su padre para siempre. Los radicales gobernaban sin pausa, de triunfo en triunfo, y jugaban con el mundo como con una baraja de naipes. Y ahora Mick Radley estaba en lo alto del mundo, y Sybil Gerard en lo más bajo.

Ella permaneció así en silencio, envuelta en el abrigo de Mike. París… La promesa del viaje resultaba tentadora, y cuando al fin se permitió creer que era cierto le pareció sentir un latigazo similar a un relámpago. Pensó en lo que representaría dejar su vida en Londres. Sabía que era una existencia mala, indigna y sórdida, aunque no totalmente desesperada. A pesar de todo tenía cosas que perder. Su habitación de alquiler en Whitechapel y su querido gato Toby. Estaba la señora Winterhalter, que arreglaba los encuentros entre las chicas alegres y los caballeros políticos. La señora Winterhalter era una alcahueta, pero tenía el temple de una dama, y no resultaba fácil encontrar mujeres como ella. Y también perdería a sus dos caballeros asiduos, los señores Chadwick y Kingsley, a los que veía dos veces al mes. Eran dinero constante que la mantenía alejada de la calle. Pero Chadwick tenía una esposa celosa en Fulham, y en un momento de ofuscación Sybil había robado los mejores gemelos de Kingsley. Era consciente de que él albergaba sospechas.

Además, ninguno de estos dos hombres era la mitad de generoso con su dinero que el dandi Mick.

Se obligó a sonreírle con la mayor dulzura posible.

—Eres extraño, Mick Radley. Sabes de qué hilos tirar. Quizás al principio estuviera contrariada contigo, pero no soy tan cebollina como para no reconocer a un caballero especial cuando lo veo.

Mick lanzó una bocanada de humo.

—Eres pero que muy lista —dijo admirado—. Sabes ser zalamera como un ángel. Pero no me engañas, así que no tienes por qué engañarte a ti misma. De todos modos, eres exactamente la chica que necesito. Vuelve a la cama. Ella hizo lo que le pedía.

—Por Júpiter, tus benditos pies parecen bloques de hielo. ¿Por qué no llevas unas pantuflas? —tiró del corsé con decisión—. Pantuflas y unas medias de seda negra —dijo—. Las chicas estáis espectaculares en la cama con medias de seda negra.

Desde el otro lado del mostrador de cristal, uno de los tenderos de Aaron's, alto y orgulloso con su limpio guardapolvos negro y sus botas relucientes, miró con frialdad a Sybil. Él sabía que sucedía algo, podía olérselo. Sybil esperó a que Mick pagara con las manos recatadamente cogidas por delante de la falda, aunque no dejaba de observar con discreción desde debajo del borde azul de su gorra. Bajo la falda, enredado en el armazón de crinolina, se hallaba el chal que había afanado mientras Radley se probaba chisteras.

Sybil había aprendido a hurtar cosas, y lo había aprendido sola. Lo importante era tener los nervios templados: ese era el secreto. Hacía falta arrojo. Nada de mirar a izquierda y derecha, simplemente coger, levantar la falda y esconder la mercancía. Después había que enderezarse y poner expresión beatífica, como una joven de la aristocracia.

El encargado había perdido el interés en ella y observaba a un hombre grueso que miraba tirantes forrados de seda. Sybil revisó rápidamente su falda: no había bultos delatores.

Un joven dependiente de rostro pecoso, con los pulgares manchados de tinta, introdujo el número de Mick en una máquina de crédito de sobremesa. Zap, clic, una actuación de la palanca con mango de ébano y ya estaba. Entregó a Mick su recibo de compra impreso; luego envolvió el paquete con un papel verde y chillón y lo ató con cordel.

Aaron & Son nunca echaría de menos un chal de cachemira. Quizá sí lo hicieran sus máquinas de contabilidad al cuadrar balances, pero la pérdida no les haría mucho daño; su palacio de las compras era demasiado grande, demasiado rico para ello. Todas aquellas columnas griegas, las lámparas de cristal irlandés, el millón de espejos… Había una sala dorada tras otra, todas llenas hasta arriba de botas de montar de goma, jabón francés, bastones, paraguas, cuberterías, expositores de cristal llenos de vajillas de plata, broches de marfil y adorables cajas de música doradas. Y aquella solo era una de las doce tiendas de la cadena. No obstante todo esto, ella sabía que Aaron no era en realidad un lugar para las clases altas.

¿Pero no era Inglaterra un lugar en el que, si eras listo, podías hacer cualquier cosa con dinero? Algún día el señor Aaron, un desastrado y viejo comerciante judío de Whitechapel, sería par y tendría un faetón de vapor esperándolo en la calzada, con su propio escudo de armas en el pescante. Al Parlamento radical no le importaría que el señor Aaron no fuese cristiano. Ya le había dado el señorío a Charles Darwin, que sostenía que Adán y Eva no habían sido sino monos.

El portero, vestido con una librea afrancesada, abrió a Sybil la traqueteante puerta de bronce. Mick la acompañó con el paquete bajo el brazo y comenzaron a descender los escalones.

Salieron de Aaron's al bullicio de Whitechapel. Mientras Mick consultaba un callejero que había sacado del abrigo, ella contemplaba las letras cambiantes que pasaban sobre el escaparate de los almacenes. Era un friso mecánico, una clase lenta de quinótropo para los anuncios de Aaron's, construido a base de pequeños trozos de madera pintada que no dejaban de girar uno detrás del otro tras una pantalla plomada de cristal biselado. «CONVIERTA SU PIANO MANUAL EN UNA PIANOLA KASTNER», sugerían las letras cambiantes.

La línea del horizonte al oeste de Whitechapel quedaba punteada por las grúas de la construcción, sombríos esqueletos de acero pintados con minio rojo para protegerlos de la humedad. Los edificios más antiguos estaban cubiertos por andamios; lo que no estaba siendo demolido, al parecer para hacer sitio a lo nuevo, era reconstruido a su imagen. Llegaba un ruido lejano de excavación, una sensación trémula bajo el pavimento de vastas máquinas que horadaban una nueva línea subterránea. Pero Mick giró a la izquierda sin decir una palabra y se alejó con el sombrero inclinado hacia un lado y los pantalones a cuadros visibles bajo la larga cola de su abrigo. Sybil tuvo que apresurarse para igualar su paso. Un muchacho desastrado con una placa de latón numerada barría nieve sucia en el cruce; Mick le arrojó un penique sin perder un paso y tomó la vía llamada Butcher Row.

Ella lo alcanzó y lo cogió del brazo mientras pasaban ante las carcasas rojas y blancas que colgaban de los garfios de hierro negro —ternera, mutón y buey— y ante hombres gruesos protegidos por mandiles ensangrentados que pregonaban sus mercancías. Las mujeres londinenses se congregaban allí a decenas, con la cesta de mimbre en el brazo. Sirvientas, cocineras, esposas respetables con sus maridos en casa. Un carnicero de rostro rubicundo y ojos entrecerrados puso delante de Sybil dos puñados de carne azul.

—¡Hola, hermosa señorita! ¡Haga con estos estupendos ríñones un pastel a su caballero!

Sybil lo esquivó agachando la cabeza y lo rodeó.

La acera estaba atestada de carretillas estacionadas, junto a las que sus dueños, cuyos abrigos de pana estaban decorados con botones de bronce o perla, vociferaban a su vez. Todos ellos tenían su placa numerada, aunque Mick aseguraba que al menos la mitad eran falsas, tan falsas como los pesos y medidas de los mercaderes. Había mantas y cestos desplegados sobre cuadros claramente marcados con tiza sobre el pavimento, y Mick le explicó los métodos de aquella gente para colar la fruta podrida, o para ocultar las anguilas muertas entre las vivas. Ella sonreía ante el placer que él parecía experimentar al conocer aquellos asuntos, mientras los mercachifles seguían alabando sus escobas, jabones y cirios. Un organista de ceño fruncido daba vueltas con las dos manos a la palanca de su máquina sinfónica, con la que inundaba las calles de una rápida y alegre andanada de campanas, pianos y acero. Mick se detuvo junto a una mesa de borriquetes de madera atendida por una viuda de mirada ceñuda y vestido de alepín, y cuyos finos labios sostenían una pipa de arcilla. Ante ella había numerosos viales de una sustancia de aspecto repugnante que Sybil tomó por una medicina patentada, ya que cada uno llevaba pegada una etiqueta de papel azul con la imagen borrosa de un indio salvaje.

—¿Y qué es esto, madre? —inquirió Mick mientras daba unos golpecitos con un dedo enguantado a un corcho con lacre rojo.

—Aceite de roca, señor —dijo ella renunciando a la boquilla de la pipa—. Lo que muchos llaman alquitrán de Barbados. —Su acento arrastrado hacía daño al oído, pero Sybil sintió una punzada de misericordia. Cuan lejos no estaría aquella mujer del lejanísimo lugar que una vez había considerado su hogar…

—¿De veras? —preguntó Mick—. ¿Seguro que no es texano?

—«Saludable bálsamo de la secreta fuente natural, restaura cuerpo y vida y libra de todo mal» —respondió la viuda. Recogido por el salvaje Séneca en las aguas del gran Oil Creek de Pensilvania, señor. Tres peniques el frasco, panacea garantizada—. La mujer observaba ahora a Mick con expresión curiosa; sus ojos pálidos se afianzaron tras su nido de arrugas, como si recordara el rostro del caballero. Sybil sintió un escalofrío.

—Tenga muy buenos días, madre —dijo Mick con una sonrisa que, en cierto modo, recordó a Sybil a un detective antivicio al que conocía, un hombrecillo pelirrojo que se encargaba de Leicester Square y Soho; las chicas le decían «Tejón».

—¿Qué era eso? —preguntó mientras lo cogía del brazo al marcharse—. ¿Qué es lo que vende?

—Aceite de roca —respondió él, y Sybil atisbo la mirada afilada que dirigía hacia la encorvada figura de negro—. El general me ha dicho que sale gorgoteando del suelo, en Texas…

Sybil sentía curiosidad.

—¿Y de verdad es una panacea?

—Olvídalo —respondió él—. Y aquí se acabó la chachara. —Estaba mirando hacia el fondo de la calle con ojos encendidos—. Veo uno, y ya sabes qué hacer. Sybil asintió y se abrió paso a través del gentío hacia el hombre al que Mick había visto. Era un vendedor de balatas, delgado y con hoyuelos en los carrillos, el pelo largo y grasiento oculto bajo un sombrero alto forrado con un brillante tejido estampado de puntos. Tenía los brazos doblados, las manos entrelazadas como si estuviera rezando, las mangas de la chaqueta arrugada llenas de largas partituras.

—«Ferrocarril hacia el cielo», damas y caballeros —cantó el vendedor de balatas, un veterano farfallón—. «Raíles de la divina verdad, tendidos en la Roca de la Edad; atados con cadenas de mi amor, firmes cual trono de Dios mi Señor». Una hermosa tonada por solo dos peniques, señorita.

—¿Tienes «El cuervo de San Jacinto»? —preguntó Sybil.

—Puedo conseguirla, puedo conseguirla —dijo el vendedor—. ¿Y de qué trata?

—Es acerca de la gran batalla en Texas, el gran general… El vendedor de balatas arqueó las cejas. Sus ojos eran azules y extraordinariamente brillantes, ansiosos quizá de religión, quizá de ginebra.

—Entonces, ¿es uno de sus generales de Crimea, un franchute, este señor Jacinto?

—No, no —respondió Sybil mientras le lanzaba una sonrisa de conmiseración—. El general Houston, Sam Houston de Texas. Quiero esa canción en particular.

—Compraré mis publicaciones esta misma tarde y buscaré sin duda su canción, señorita.

—Querría al menos cinco copias, para mis amigos —dijo Sybil.

—Por diez peniques obtiene seis.

—Seis, pues, y esta tarde, en este mismo sitio.

—Como usted diga, señorita. —El vendedor se tocó el ala del sombrero. Sybil se alejó entre la multitud. Lo había hecho. No era tan malo. Sintió que podía acostumbrarse a ello. Y quizá fuera una buena canción, una que la gente disfrutara una vez el baladista se viera obligado a vender las copias. Mick apareció de repente junto a ella.

—No está mal —concedió mientras buscaba en el bolsillo de su abrigo y, como por arte de magia, extraía una tartaleta de manzana aún caliente y colmada de azúcar, envuelta en un papel grasiento.

—Gracias —dijo ella sorprendida pero contenta, ya que había estado pensando en detenerse, ocultarse y sacar el chal robado. Pero los ojos de Mick habían estado clavados en ella en todo momento. Sybil no lo había visto, pero la había estado observando. Así era él. No volvería a olvidarlo.

Caminaron ora juntos, ora separados, por todo Somerset, y después a través del vasto mercado de Petticoat Lane, iluminado a medida que la noche caía con una hueste de luces, un fulgor de capas de gas, el blanco resplandor del carburo, las sucias lámparas grasientas, las gotas de sebo que centellaban entre los comestibles expuestos en los comercios. El ruido resultaba allí ensordecedor, pero Sybil deleitó a Mick engañando a otros tres vendedores de balatas.

En un enorme y brillante palacio de la ginebra de Whitechapel, con resplandecientes papeles dorados en las paredes y una iluminación a base de bujías de gas, Sybil se disculpó y se dirigió hacia el excusado femenino. Allí, a salvo dentro de una cabina hedionda, sacó el chal. Era muy suave y de un adorable color violeta, uno de esos nuevos y extraños tintes que la gente lista obtenía del carbón. Lo plegó cuidadosamente y se lo metió en la parte superior del corsé, de modo que estuviera a salvo. Después salió para reunirse con su guardián, al que encontró sentado a una mesa. Mick le había pedido un vasito de ginebra a la miel. Se sentó a su lado.

—Lo has hecho bien, chica —dijo él mientras le acercaba el vaso de cristal. El lugar estaba lleno de soldados de Crimea de permiso, de irlandeses con sus prostitutas colgadas del brazo, cada vez con la nariz más colorada a causa de la ginebra. No había camareras, sino enormes camareros de aspecto hosco y rocoso con mandiles blancos. Debajo de la barra guardaban recias porras para disolver algaradas.

—La ginebra es una bebida de putas, Mick.

—A todo el mundo le gusta —dijo él—. Y tú no eres una puta, Sybil.

—Meretriz, capulina… —Lo miró con aspereza—. ¿Qué más me llamabas antes?

—Ahora estás con dandi Mick —respondió él y se recostó sobre la silla, al tiempo que se metía los pulgares por el agujero para las mangas del chaleco—. Eres una aventurera.

—¿Una aventurera?

—Eso es. —Se enderezó—. Y esto es en tu honor. —Bebió su vaso de ginebra, se lo pasó por la lengua con mirada desdichada y tragó—. No te preocupes, querida. O lo han rebajado con aguarrás o soy judío. —Se incorporó.

Salieron del local. Ella se colgó de su brazo en un intento por frenar su paso.

—«Aventurero». ¿Eso es entonces usted, señor Mick Radley?

—Eso soy, Sybil —respondió él en voz baja—, y tú vas a ser mi aprendiza. Así que haz cuanto te diga con un apropiado espíritu humilde, aprende los trucos del oficio y quizás algún día entrarás en el sindicato, ¿eh? En el gremio.

—Como mi padre, ¿no? ¿Te gusta jugar a eso, Mick? ¿Quién era él, quién soy yo?

—No —respondió Mick con tono neutro—. Él estaba pasado de moda, ya no es nadie. Sybil mostró una sonrisa ladeada.

—¿Y a las chicas traviesas nos dejan entrar en ese gremio tuyo tan elegante, Mick?

—Es un gremio del saber —dijo él con sobriedad—. Los jefes, los peces gordos, nos pueden arrebatar toda clase de cosas con sus malditas leyes, sus fábricas, sus tribunales y sus bancos. Pueden rehacer el mundo a su placer, pueden arrebatarte tu hogar, tu familia, incluso el trabajo que haces. —Se encogió de hombros enfadado, provocando arrugas en el grueso paño de su abrigo—. E incluso roban la virtud de la hija de un héroe, si se me permite el atrevimiento. —Apretó la mano de ella contra su manga con fuerza—. Pero nunca pueden arrebatarte lo que sabes, ¿no es así, Sybil?

Nunca pueden arrebatarte eso.

Sybil oyó los pasos de Hetty en el pasillo que conducía a su cuarto, y el sonido de las llaves en la puerta. Apagó el organillo con un zumbido agudo. Hetty se quitó la boina de lana cubierta de copos de nieve y se deshizo de su capa azul marino. Era otra de las chicas de la señora Winterhalter, una morena bronca y de huesos grandes que bebía demasiado, pero que siempre era dulce a su modo y siempre trataba bien a Toby.

Sybil plegó la manivela con mango de porcelana y bajó la tapa mellada del barato instrumento.

—Estaba ensayando. La señora Winterhalter quiere que cante el jueves.

—Ya está fastidiando esa puta vieja —dijo Hetty—. ¿No es tu noche con el señor C.?

¿O es con el señor K.? —Hetty puso los pies bajo el pequeño y estrecho hogar para calentárselos antes de reparar, a la luz de la lámpara, en las cajas de zapatos y sombreros de Aaron & Son—. Diantres —dijo y sonrió con una mueca teñida de envidia—. Nuevo pretendiente, ¿no es así? ¡Qué afortunada eres, Sybil Jones!

—Puede ser. —Sybil bebió su licor caliente al limón y echó hacia atrás la cabeza para relajar la garganta. Hetty parpadeó.

—Winterhalter no sabe nada de este, ¿eh?

Sybil negó con la cabeza y sonrió. Hetty no diría nada.

—¿Sabes algo acerca de Texas, Hetty?

—Es un país de América —dijo su compañera sin dudarlo—. Pertenece a Francia, ¿no?

—Ese es México. ¿Te gustaría ir a un espectáculo de quinótropo, Hetty? El anterior presidente de Texas da una conferencia. Tengo entradas gratuitas.

—¿Cuándo?

—El sábado.

—Tengo baile —dijo Hetty—. Quizá Mandy quiera ir. —Se sopló los dedos para calentarlos—. Esta noche, más tarde, viene un amigo mío. No te importa, ¿no?

—No —respondió Sybil. La señora Winterhalter observaba reglas estrictas que no permitían a ninguna chica tener hombres en su habitación. Era una norma que Hetty ignoraba a menudo, como si retara al casero a que la denunciara. Pero la señora Winterhalter pagaba el alquiler directamente al casero, el señor Cairns, y Sybil muy raramente llegaba a hablar con él, y mucho menos con su hosca esposa, una mujer de gruesos tobillos a la que le encantaban los sombreros más espantosos. Cairns y su mujer nunca habían informado en contra de Hetty, aunque Sybil no estaba muy segura del motivo, ya que la habitación de su compañera estaba pegada a la de ellos, y cuando Hetty se traía compañía masculina no se cortaba ni un pelo: diplomáticos extranjeros en su mayoría, hombres de acentos extraños y, a juzgar por los ruidos, hábitos bestiales.

—Tú sigue cantando si quieres —dijo Hetty mientras se arrodillaba sobre el fuego ceniciento—. Tienes buena voz. No debes dejar que tus dones se echen a perder —temblorosa, comenzó a alimentar el fuego carbón a carbón. Entonces, un frío atroz pareció entrar en la habitación a través del marco fisurado de una de las ventanas, y durante un extraño momento pasajero Sybil sintió una nítida presencia en el aire y tuvo la clara impresión de estar siendo observada por unos ojos que se clavaban en ella desde otro mundo. Pensó en su padre muerto. «Aprende la voz, Sybil. Aprende a hablar. Es cuanto tenemos para combatirlos», le había dicho. Aquello sucedió en los días anteriores a su arresto, cuando estaba claro que los radicales habían vuelto a ganar; claro para todo el mundo, salvo quizá para Walter Gerard. Ella había visto entonces, con desoladora claridad, la terrible magnitud de la derrota de su padre. Sus ideales se perderían; no serían simplemente apartados, sino que quedarían irrevocablemente expurgados de la historia para ser aplastados una y otra vez, como la carcasa de un perro callejero bajo las ruedas traqueteantes de un tren expreso.

«Aprende a hablar. Es cuanto tenemos…».

—¿Me lees? —preguntó Hetty—. Voy a hacer té.

—Muy bien.

En su irregular y dispersa vida con Hetty, la lectura en voz alta era uno de los pequeños rituales que conformaban lo que pasaba por estado hogareño. Sybil tomó el lllustrated London News del día, que descansaba sobre la mesilla, se sentó en su ruidoso sillón con olor a humedad, se echó la crinolina por encima y entrecerró los ojos para mejor leer un artículo de la primera página. Trataba sobre los dinosaurios. Parecía que los radicales estaban locos con aquellos dinosaurios. Se veía una calcografía de un grupo de siete hombres dirigido por lord Darwin. Todos miraban atentamente un objeto indeterminado grabado en una lámina de carbón, en Turingia. Sybil leyó en alto el titular y le mostró la imagen a Hetty. Un hueso. Aquello que había en el carbón era un hueso monstruoso, tan grande como un hombre. Sintió un escalofrío. Al girar la página se encontró con la interpretación de un dibujante acerca de cómo habría sido la criatura en vida, una monstruosidad con dos hileras de terribles y afilados dientes triangulares a lo largo del espinazo. Parecía tener el tamaño de un elefante, aunque la pequeña y perversa cabeza apenas era mayor que la de un sabueso.

Hetty sirvió el té.

—Así que «Los reptiles dominaron toda la Tierra», ¿no? —citó mientras enhebraba su aguja—. No me trago ni una palabra.

—¿Por qué no?

—Son los huesos de unos malditos gigantes salidos del Génesis. Eso es lo que dice el clero, ¿no?

Sybil no respondió. Ninguna de las dos suposiciones le parecía la más fantástica. Volvió la atención hacia un segundo artículo, esta vez uno que alababa la artillería de su majestad en Crimea. Encontró una calcografía de dos atractivos subalternos que admiraban el funcionamiento de una pieza de largo alcance. El arma, cuyo cañón era grueso como la chimenea de una fundición, parecía capaz de acabar sin muchos problemas con todos los dinosaurios de lord Darwin. Sin embargo, la atención de Sybil quedó capturada por una imagen insertada de la máquina de artillería. La intricada red de mecanismos interconectados poseía una rara belleza, como si fuera una especie de papel pintado de patrón fabulosamente barroco.

—¿Tienes algo que remendar? —preguntó Hetty.

—No, gracias.

—Entonces lee algunos anuncios —aconsejó Hetty—. Odio esas historias de la guerra.

Allí estaba la porcelana Haviland, de Limoges, Francia; Vin Mariani, el tónico francés, con un testimonio de Alejandro Dumas y diversas firmas en el libro de visitas, retratos y autógrafos de famosos que habían visitado las instalaciones en Oxford Street; la cera de silicona Silver Electro, que nunca se raya ni se desgasta, al contrario que las demás; la nueva bicicleta Bell New Departure, con un tono exclusivo; el Agua de Litio del doctor Bayley, que cura la enfermedad de Bright y previene la gota; la máquina de vapor de bolsillo para faetones Regent, que podía emplearse en las tricotadoras domésticas. Aquel último anuncio llamó la atención de Sybil, pero no por la promesa de duplicar la antigua velocidad de la máquina al coste de medio penique por hora. Se veía una calcografía de la pequeña caldera elegantemente decorada, alimentada con gas o parafina. Charles Egremont le había comprado una de esas a su esposa. Venía equipada con un tubo de goma para evacuar el vapor residual, tubo que había que pillar con alguna ventana de guillotina conveniente. A Sybil le había encantado escuchar que el armatoste había convertido el salón de la señora en un baño turco. Cuando acabó con el periódico, Sybil se fue a la cama. Fue despertada alrededor de la medianoche por el rechinar rítmico y demencial de los muelles de la cama de Hetty.

El teatro Garrick era oscuro, polvoriento y frío en el foso, los palcos y la platea, con sus hileras de butacas destartaladas. Pero la oscuridad resultaba total bajo el escenario, donde se encontraba Mick Radley. Allí olía a humedad y cal. La voz de Mick resonó desde debajo de los pies de ella.

—¿Alguna vez habías visto las entrañas de un quinótropo, Sybil?

—Una vez vi uno, detrás de un escenario —respondió—. En un musical, en Bethnal Green. Conocía al tipo que lo operaba, todo un chasqueador.

—¿Novio? —preguntó Mick. El eco de su voz resultaba áspero.

—No —respondió rápidamente Sybil—. Cantaba un poco…, pero no me compensaba económicamente.

Ella escuchó el claro chasquido de la cerilla de repetición de él. La llama se encendió al tercer intento, y con ella Mick prendió un trozo de cirio.

—Baja —le ordenó—. No te quedes ahí como un ganso, enseñando los tobillos. Sybil se subió la crinolina con ambas manos y descendió con paso inseguro la escalera húmeda y empinada.

Mick se estiró para tantear detrás de un alto espejo de escenario, una gran lámina de cristal resplandeciente y plateado montada sobre un pedestal con ruedas, mecanismos grasientos y gastadas manivelas de madera. Recuperó una endeble bolsa de viaje de lienzo impermeable negro, la colocó cuidadosamente en el suelo frente a él y se agachó para abrir los débiles cierres metálicos. Del interior extrajo un paquete de tarjetas perforadas envueltas con una cinta de papel rojo. Sybil vio otros paquetes cerrados, y algo más: el brillo de la madera pulimentada.

Mick manejaba las tarjetas con sumo cuidado, como si fueran una Biblia.

—A salvo —dijo—. Solo tienes que disimularlas, ¿lo ves? Escribes algo estúpido en el envoltorio, como «Conferencia sobre la templanza, partes uno, dos y tres», y nadie se preocupa en robarlas, ni siquiera en cargar con ellas para echarles un vistazo más tarde. —Cogió el grueso paquete y acarició el borde con el pulgar. Produjo un sonido áspero y nítido, como el de la baraja nueva de un tahúr—. He invertido bastante capital en estas —dijo—. Semanas de trabajo de las mejores manos de quino de Manchester. Podría añadir que el diseño es exclusivamente mío. Es una maravilla, chica. Bastante artístico, a su modo. Pronto lo verás.

Cerró la bolsa y se incorporó. Metió con cuidado el paquete de tarjetas en el bolsillo de su abrigo y se inclinó sobre una caja, de la que extrajo un grueso tubo de cristal. Sopló para limpiar el polvo y después atrapó un extremo con unas tenazas especiales. El cristal se quebró con el sonido del aire al liberarse: en el tubo había un bloque fresco de calcio. Mick lo extrajo mientras tatareaba para sí. Puso el calcio con cuidado en la ranura del quemador, un gran artefacto en forma de plato fabricado en hierro hollinoso y chapa reluciente. Después abrió una espita, olfateó un poco, asintió, abrió una segunda espita y aplicó el cirio.

Sybil gritó cuando la cegó un terrible resplandor. Mick rio entre dientes sobre el siseo del gas ardiente. Unos puntos azules flotaban deslumbrantes ante ella.

—Así mejor —señaló Mick. Apuntó cuidadosamente la cegadora luz de calcio hacia el espejo de escena y después empezó a ajustar las manivelas.

Sybil miró a su alrededor mientras parpadeaba. Las entrañas del escenario Garrick eran húmedas y estaban atestadas de materiales y ratas. Era la clase de lugar en la que un perro o un mendigo podrían morir, rodeados por páginas amarilleadas de farsas brillantes como Jack el zascandil y Perillanes de Londres. En una esquina se veía un par de innombrables de señora. Por sus breves e infelices días como cantante, Sybil se podía hacer una idea de cómo habían llegado allí.

Dejó que su mirada siguiera las tuberías de vapor y los cables tensos hasta el brillo de la máquina de Babbage, una pequeña, un modelo de quinótropo no mayor que la propia Sybil. Al contrario que todo lo demás en el Garrick, la máquina parecía encontrarse en muy buen estado y estaba montada sobre cuatro bloques de caoba. El suelo y el techo debajo y encima de ella habían sido cuidadosamente limpiados y encalados. Las calculadoras de vapor eran mecanismos delicados y temperamentales, o eso había oído; era mejor no tener que soportarlas. Bajo el fulgor de la luz de calcio de Mick resplandecían decenas de columnas perilladas de bronce, que terminaban por arriba y por abajo en aberturas practicadas en placas pulimentadas, con manivelas brillantes, engranajes y miles de ruedas dentadas de acero cuidadosamente fresadas. Olía a aceite de linaza.

Mirar el artefacto desde tan cerca y durante tanto tiempo hizo que Sybil se sintiera bastante rara. Casi ansiosa, o envidiosa de un modo extraño; como podría sentirse ante… un buen caballo, por ejemplo. Quería… no ser su dueña, exactamente, pero sí poseerla de algún modo.

Mick la tomó de repente por el codo, desde atrás. Ella dio un respingo.

—Es una preciosidad, ¿a que sí?

—Sí, es una… preciosidad.

Mick seguía sujetándola del brazo. Lentamente le puso la otra mano enguantada en la mejilla, por dentro de la boina. Después le levantó el mentón con el pulgar y la miró directamente.

—Te hace sentir algo, ¿a que sí?

El tono extasiado la asustó. Los ojos de él resplandecían.

—Sí, Mick —dijo ella obediente y al instante—. Siento… algo. Él le soltó la boina, que quedó colgando del cuello.

—No te asustará, ¿no, Sybil? No con el dandi Mick aquí, para protegerte. Sientes un leve frisson especial. Aprenderás a apreciar esa sensación. Haremos de ti una chasqueadora.

—¿De verdad puedo hacer eso? ¿Puede una chica?

Mick rio.

—¿Es que nunca has oído hablar de lady Ada Byron? ¡La hija del primer ministro, la mismísima reina de las máquinas! —La soltó y extendió ambos brazos en un gesto teatral que le abrió el abrigo—. ¡Ada Byron, verdadera amiga y discípula del mismísimo Babbage! ¡Lord Charles Babbage, padre de la máquina diferencial y Newton de nuestra edad moderna!

Ella quedó boquiabierta.

—¡Pero si Ada Byron es dama!

—Te sorprendería saber a quién conoce nuestra lady Ada —declaró Mick mientras extraía un paquete de tarjetas del bolsillo y retiraba el envoltorio de papel—. Oh, no para tomar el té junto al pelotón de los diamantes en las fiestas de jardín… Pero Ada es lo que podría considerarse rápida, a su matemático modo. —Se detuvo unos instantes—. No quiero decir que Ada sea la mejor, ¿sabes? Conozco chasqueadores en la Sociedad Intelectual de Vapor que harían que incluso lady Ada pareciese una retrasada. Pero tiene… genio. ¿Sabes lo que eso significa, Sybil, tener genio?

—¿Qué? —respondió Sybil, que detestaba la mareante seguridad que destilaba la voz del hombre.

—¿Sabes cómo nació la geometría analítica? Gracias a un tipo llamado Descartes que miraba una mosca en el techo. Un millón de tipos antes que él habrían visto moscas en el techo, pero aquello sirvió a René Descartes para crear una ciencia. Ahora los ingenieros emplean a diario sus descubrimientos, pero de no ser por él seguiríamos ciegos.

—¿A quién le importan las moscas? —demandó Sybil.

—Una vez, Ada tuvo una inspiración que estaba a la altura del descubrimiento de Descartes. Todavía nadie le ha encontrado uso. Es lo que llaman matemática pura —Mick rio—. «Pura». ¿Sabes lo que eso significa, Sybil? Significa que no son capaces de ponerla en marcha. —Se frotó las manos y sonrió—. Nadie consigue ponerla en marcha.

El solaz de Mick la estaba poniendo de los nervios.

—¡Creía que odiabas a los pares!

—Odio los privilegios señoriales, aquello que no se gana de forma justa y equilibrada —respondió él—. Pero lady Ada descuella con justicia por el poder de su materia gris, no por el tono azul de su sangre. —Fue colocando las tarjetas en una bandeja plateada que había en un lateral de la máquina, y después se giró y cogió a Sybil de la muñeca—. ¡Tu padre está muerto, muchacha! No pretendo hacerte daño al decirte esto, pero los luditas están acabados, son cenizas frías. Oh, sí, marchamos y gritamos exigiendo derechos laborales y tal y cual. ¡Bonitas palabras, chica! Pero mientras nosotros escribíamos panfletos, lord Charles Babbage delineaba planos. Y con sus planos se construyó este mundo.

Mick negó con la cabeza.

—Los Byron, los Babbage, los radicales industriales… ¡son los dueños de la Gran Bretaña! Son nuestros dueños, muchacha. El mundo entero está a sus pies: en Europa, en América, en todas partes. La Cámara de los Lores está atestada de radicales. La reina Victoria no mueve ni un dedo sin un asentimiento de los sabios y los capitalistas. —La señaló—. Ya no tiene sentido seguir combatiendo eso, ¿y sabes por qué? Porque los radicales juegan limpio, o al menos con la limpieza suficiente como para resultar soportable. ¡Y si eres listo te puedes convertir en uno de ellos! No es posible convencer a hombres inteligentes para que combatan un sistema tal, porque a ellos se les antoja razonable.

Mick se dio unos golpes en el pecho con el pulgar.

—Pero eso no significa que tú y yo estemos a la intemperie, solos. Solo significa que tenemos que pensar más rápido, estar con los ojos bien abiertos y los oídos atentos. Mick adoptó la postura de un luchador: los codos doblados, los puños altos, los nudillos delante del rostro. Entonces se echó el pelo hacia atrás y le sonrió.

—Me parece muy bien por ti —protestó Sybil—. Puedes hacer lo que te plazca. Fuiste uno de los seguidores de mi padre. Bueno, había muchos, y algunos están ahora en el Parlamento. Pero cuando una mujer cae en desgracia, es la ruina, ¿no lo ves? Una ruina de la que no es posible escapar.

Mick se enderezó y frunció el ceño.

—Eso es exactamente lo que quiero decir. ¡Ahora estás con el equipo de avanzadilla, pero sigues pensando como una prostituta! ¡En París nadie sabe quién eres! ¡Aquí los polis y sus jefes tienen tu número, cierto! Pero los números son solo eso, y tu ficha no es más que un sencillo montón de tarjetas. Y en estas siempre se puede cambiar un número. —Sonrió y disfrutó de la sorpresa de ella—. Aquí en Londres no resulta nada sencillo, te lo concedo. ¡Pero las cosas son distintas en el París de Luis Napoleón! En la veloz Paguí los asuntos corren como el viento, especialmente para una aventurera de lengua zalamera y hermosos tobillos.

Sybil se mordió el nudillo. De repente le quemaban los ojos por el humo acre de la luz de calcio… y por el miedo. Un nuevo número en las máquinas del Gobierno. Eso significaría una nueva vida, una vida sin pasado. La idea inesperada de tal libertad la aterrorizaba. No tanto por lo que significaba en sí misma, aunque ya se trataba de un concepto lo bastante ajeno y deslumbrante, sino por lo que Mick Radley pudiera demandar en justicia a cambio de algo así.

—¿Es cierto? ¿Podrías cambiar mi número?

—En París puedo comprarte uno nuevo. Puedo hacerte pasar por francesa, o por argentina, o por una refugiada americana. —Cruzó los elegantes brazos—. No te prometo nada, eso sí. Tendrás que ganártelo.

—No me estarás engañando, ¿no, Mick? —dijo ella lentamente—. Porque… porque podría ser verdadera y especialmente dulce con un tipo que me hiciera un servicio de tal calibre.

Mick metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones mientras la observaba.

—Podrías serlo ahora —dijo él en voz baja.

Sybil era capaz de ver que sus trémulas palabras habían atizado algo en el interior de Mick. Un fuego ansioso, lujurioso, algo de lo que ella era débilmente consciente, una necesidad por… clavar más profundamente sus anzuelos en ella.

—Podría, si me trataras de forma justa e igualitaria, como tu aprendiza de aventurera, y no como una meretriz cebollina a la que engañar y tirar a la basura. —Sybil presintió la llegada de las lágrimas, esta vez más fuertes. Parpadeó y levantó la cabeza con arrojo para dejarlas manar, pensando quizá que valdrían de algo—. No serías capaz de despertar mis esperanzas para luego frustrarlas, ¿no? ¡Eso sería rastrero y cruel!

Si hicieras eso, yo… ¡saltaría del puente de la Torre!

Él la miró a los ojos.

—Déjate de lloriqueos, muchacha, y escúchame con atención. Entiende esto: no eres simplemente la hermosa joyita de Mick. Eso me gustaría tanto como a cualquier otro, pero lo puedo conseguir en cualquier parte. Solo para eso no te necesito a ti. Lo que necesito es la habilidad lisonjera y el audaz arrojo del señor Walter Gerard. Vas a ser mi aprendiza, Sybil, y yo tu maestro, y así van a ser las cosas entre nosotros. Tú serás leal, obediente y sincera conmigo, sin subterfugios ni impertinencias, y a cambio yo te enseñaré tu oficio y te mantendré bien. Seré contigo tan amable y generoso como leal y sincera seas tú. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí, Mick.

—¿Tenemos un trato, pues?

—Sí, Mick. —Le sonrió.

—Muy bien. Entonces arrodíllate, aquí mismo, y junta las manos, así… —él unió sus manos en oración—, y realiza este juramento: que tú, Sybil Gerard, juras por los santos y los ángeles, por los poderes, los dominios y los tronos, por los serafines y querubines, por el ojo que todo lo ve, que obedecerás a Mick Radley y que lo servirás fielmente con la ayuda de Dios. ¿Lo juras?

Ella se quedó mirándolo con desmayo.

—¿Es realmente necesario?

—Sí.

—¿Pero no es un grave pecado realizar un juramento así, a un hombre que…? Quiero decir… Esto no es un matrimonio sagrado…

—Eso es un voto matrimonial —dijo él con impaciencia—. ¡Esto es un voto de aprendizaje!

Sybil no veía otra alternativa. Se acomodó las faldas y se arrodilló ante él sobre la piedra fría.

—¿Lo juras?

—Lo juro, con la ayuda de Dios.

—No pongas esa cara —dijo él mientras la ayudaba a incorporarse—, este juramento es muy leve y femenil comparado con otros. Piensa en él cuando albergues dudas y pensamientos desleales. Ten, toma esto —le entregó el cirio mortecino— y busca a ese encargado alcohólico. Dile que quiero que encienda las calderas.

Aquella noche cenaron en el Argyll Rooms, un lugar turístico de Haymarket cercano a la academia de baile Laurent. El Argyll disponía de comedores privados en los que los indiscretos podían pasar la noche entera.

Sybil se sentía desconcertada por la elección de una sala privada. Desde luego, a Mick no le avergonzaba que lo vieran con ella en público. Sin embargo, a mitad del cordero el camarero dejó pasar a un caballero bajo y grueso con el pelo rojizo aceitado y una cadena de oro alrededor de un tenso fajín de terciopelo. Era rechoncho y afelpado como el muñeco de un crío.

—Hola, Corny —dijo Mick sin preocuparse por dejar el cuchillo y el tenedor.

—Buenas noches, Mick —respondió el hombre con el acento curiosamente imposible de ubicar de un actor, o de un provinciano que lleva mucho tiempo al servicio de la aristocracia urbana—. Me han dicho que me necesitabas.

—Y te han dicho bien, Corny. —Mick no se ofreció a presentarle a Sybil ni le pidió que se sentara. Ella comenzó a sentirse muy incómoda—. Es un papel muy breve, de modo que no tendrás problema en recordar tus frases. —Mick extrajo un sobre liso del abrigo y se lo entregó al hombre—. Tus líneas, tu señal de entrada y tu anticipo. El Garrick, sábado por la noche.

El hombre sonrió sin humor mientras aceptaba el sobre.

—Hace bastante que no me trabajo el Garrick, Mick. —Guiñó un ojo a Sybil y se marchó sin mayores formalidades.

—¿Quién era ese? —preguntó Sybil. Mick había vuelto a concentrarse en su cordero y estaba sirviéndose salsa de menta de un cuenco.

—Un actor de pequeños papeles. Se enfrentará a ti en el Garrick, durante el discurso de Houston.

Sybil estaba atónita.

—¿Actor? ¿Enfrentarse?

—Eres una aprendiza de aventurera, no lo olvides. Debes estar lista para interpretar muchos papeles distintos, Sybil. A un discurso político nunca le viene mal un poco de dulce.

—¿Dulce?

—No te preocupes. —Mick pareció perder interés en el cordero e hizo a un lado el plato—. Mañana habrá tiempo de sobra para ensayar. Ahora quiero enseñarte algo. Se levantó de la mesa, se dirigió hacia la puerta y echó el cerrojo. Cuando regresó, levantó la bolsa de lienzo impermeable que había depositado en la alfombra, junto a su silla, y la colocó ante ella sobre el mantel de lino del Argyll, limpio pero muy remendado.

Sybil sentía curiosidad por aquella bolsa. No curiosidad por que Mick la llevara con él desde el foso del Garrick, primero a las imprentas para examinar los panfletos de la conferencia de Houston, después al Argyll Rooms, sino por la baja calidad del material, totalmente ajena a todo aquello de lo que él obviamente se enorgullecía.

¿Por qué querría el dandi Mick llevar una bolsa de aquel tipo, cuando podía permitirse un elegante modelo de Aaron's, con cierres de níquel y seda, y un patrón ajedrezado de Ada? Sabía que la bolsa negra ya no contenía las tarjetas quino de la conferencia, porque él las había envuelto cuidadosamente en hojas del The Times y las había vuelto a esconder detrás del espejo de escena.

Mick accionó los lastimosos cierres de hojalata, abrió la bolsa y extrajo una caja larga y estrecha de palisandro barnizado, con las esquinas protegidas por piezas de bronce reluciente. Sybil se preguntó si no contendría un telescopio, pues había visto cajas de esa clase en el escaparate de una empresa de Oxford Street que fabricaba aquella clase de instrumentos. Mick la manejó con una precaución que casi resultaba cómica, como si a un papista se le hubiera pedido que trasladara las cenizas de un pontífice muerto. Atrapada en un repentino acceso de nervios infantiles, se olvidó del hombre llamado Corny y de la preocupante noticia de que se iba a enfrentar a él en el Garrick. Un aire de mago parecía rodear a Mick mientras depositaba la resplandeciente caja de palisandro sobre el mantel. Ella casi esperó que se remangara. Nada por aquí, nada por allá…

Los pulgares de él giraron unos diminutos cierres de bronce alojados en pequeñas cavidades. Se detuvo para acentuar la atmósfera melodramática. Sybil se dio cuenta de que contenía el aliento. ¿Le había traído un regalo? ¿Alguna muestra de su nueva posición? ¿Algo que secretamente la marcara como su aprendiza de aventurera?

Mick levantó la tapa de madera con sus bordes afilados de bronce. La caja estaba llena de naipes, llena hasta arriba. No sabría decir cuántas barajas había allí. Se le cayó el alma a los pies.

—Nunca antes has visto nada como esto —le dijo él—. Te lo aseguro. Mick cogió la carta más cercana a su mano derecha y se la enseñó. No, no se trataba de un naipe normal, aunque su tamaño era similar. Estaba compuesto por una extraña sustancia lechosa que no parecía ni papel ni cristal, muy delgada y brillante. Mick la dobló ligeramente entre el pulgar y el corazón. Cedía con facilidad, pero en cuanto la soltaba recuperaba su forma.

Estaba perforada por al menos tres docenas de hileras muy prietas de agujeros circulares, orificios no mayores que un buen aljófar. Tres de las esquinas eran ligeramente redondeadas, mientras que la cuarta estaba cortada en bisel. Cerca de esta esquina, alguien había escrito «n° 1» con una débil tinta malva.

—Celulosa alcanforada —declaró Mick—. La misma carne del diablo si toca el fuego, aunque ninguna otra cosa serviría para las funciones más delicadas del Napoleón.

¿Napoleón? Sybil se encontraba perdida.

—¿Es alguna clase de tarjeta quino, Mick?

Él la miró deleitado. Parecía que había dicho lo correcto.

—¿Has oído hablar alguna vez del ordinateur Gran Napoleón, la máquina más poderosa de la Academia Francesa? A su lado, las de la policía londinense son meros juguetes.

Sybil pretendió estudiar el contenido de la caja, sabiendo que agradaría a Mick. Pero no era más que una caja de madera, de muy buena factura, forrada con el mismo paño verde que se empleaba en las mesas de billar. Contenía una gran cantidad de aquellas elegantes tarjetas lechosas, quizá varios centenares de ellas.

—Cuéntame de qué va esto, Mick.

Él rio, aparentemente de buen humor, y se inclinó de repente para besarla en la boca.

—A su debido tiempo, a su debido tiempo. —Se enderezó, volvió a meter la carta en la caja, cerró la tapa y echó los cierres de bronce—. Toda fraternidad tiene sus misterios. El dandi Mick cree que nadie sabe lo que sucedería en caso de ejecutar esta colección. Demostraría un asunto concreto, probaría una cierta serie anidada de hipótesis matemáticas… Asuntos bastante arcanos, todos ellos. Y por cierto, eso haría que el nombre de Michael Radley resplandeciera como los mismos cielos en la confraternidad chasqueadora. —Le guiñó un ojo—. Los chasqueadores franceses tienen sus propias hermandades, ¿sabes? Les Fils de Vaucanson, se hacen llamar. La sociedad Jacquardiana. Vamos a enseñar una o dos cosas a esos devoradores de cebollas.

Ahora a Sybil le pareció que estaba bebido, aunque sabía que solo había tomado dos botellines de cerveza. No, estaba embriagado por las tarjetas de la caja, fueran lo que fuesen.

—Esta caja y sus contenidos son extraordinariamente valiosos, Sybil —se volvió a sentar y rebuscó dentro de la desastrada bolsa negra. Extrajo una hoja plegada de un fuerte papel marrón, unas tijeras de escritorio y un rollo de guita verde y recia. Mientras hablaba iba desdoblando el papel, y con él envolvía la caja—. Muy valiosos. Viajar con el general expone a un hombre a ciertos peligros. Nos vamos a París después de la conferencia, pero mañana por la mañana tú llevarás esto a la oficina de correos de Great Portland Street. —Cuando terminó con el envoltorio, empezó a rodear el paquete con el cordel—. Córtame esto —ella obedeció—. Ahora pon aquí el dedo. —Ejecutó un nudo perfecto—. Vas a enviar nuestro paquete a París. Poste restante. ¿Sabes lo que significa?

—Significa que guardan el paquete para el destinatario.

Mick asintió y cogió con una mano un trozo de lacre escarlata y con la otra su cerilla de repetición. Encendió a la primera.

—Sí, estará en París esperándonos, totalmente a salvo.

El lacre se oscureció y se fundió ante la llama oleosa. Las gotas escarlatas cayeron sobre el nudo verde y el papel pardo. Después devolvió las tijeras y la guita a la bolsa de viaje, se guardó el lacre y la cerilla en el bolsillo, sacó su pluma estilográfica y comenzó a escribir la dirección en el paquete.

—¿Pero qué es, Mick? ¿Cómo puedes saber su valor si no tienes ni idea de lo que hace?

—Yo no he dicho eso, ¿no? Tengo mis ideas, ¿no? El dandi Mick siempre tiene sus ideas. Tuve las suficientes para llevarme las originales conmigo a Manchester, como parte de los asuntos del general. Tuve las suficientes para sacarles a los chasqueadores más astutos sus más recientes técnicas de compresión, ¡y capital suficiente del general para verter los resultados en celulosa de calibre Napoleón!

Por lo que a Sybil respectaba, igual podría hablarle en griego.

Alguien llamó a la puerta. Un sirviente, un joven de aspecto maligno y con el pelo rapado que no dejaba de sorberse los mocos, entró empujando un carrito y se llevó las bandejas. Lo hizo lentamente, como si esperase una gratificación, pero Mick lo ignoró y se quedó con la mirada perdida, sonriendo de vez en cuando como un gato. El chico se marchó con una mueca de desdén. Pasado un tiempo sonaron los golpecitos de un bastón contra la puerta. Había llegado otro de los amigos de Mick. Aquel era un hombre muy fuerte y de una asombrosa fealdad, de ojos saltones y quijada recia. La frente huidiza estaba enmarcada en una parodia aceitada de los elegantes rizos que tanto gustaban al primer ministro. El extraño vestía un traje de noche nuevo y bien cortado, con capa, bastón y chistera, una hermosa perla en la corbata y un anillo masónico de oro en un dedo. El rostro y el cuello estaban quemados por el sol.

Mick se levantó al instante de la silla, estrechó la mano del anillo y le ofreció asiento.

—Permanece despierto hasta muy tarde, señor Radley —dijo el extraño.

—Hacemos lo que podemos para acomodarnos a nuestras especiales necesidades, profesor Rudwick.

El poco agraciado caballero se aposentó en su silla con un agudo crujido de la madera. Sus ojos saltones lanzaron entonces una mirada interrogativa a Sybil, y durante un instante terrible ella temió lo peor, que todo hubiera sido un engaño y que estuviera a punto de convertirse en parte de una vil transacción entre ambos varones. Pero Rudwick apartó la vista y miró a Mick.

—No le ocultaré, señor, mis ansias por reanudar mis actividades en Texas —frunció los labios. Tenía dientes pequeños, grisáceos, como pequeñas piedrecitas en una boca grande y tosca—. Este asunto de interpretar al león social de Londres resulta de un aburrimiento endiablado.

—El presidente Houston le concederá una audiencia mañana a las dos, si a usted le parece bien.

Rudwick profirió un gruñido.

—Perfectamente.

Mick asintió.

—La fama de su descubrimiento texano parece crecer día tras día, señor. Tengo entendido que el mismísimo lord Babbage se ha interesado.

—Hemos trabajado juntos en el Instituto, en Cambridge —admitió Rudwick, incapaz de ocultar una sonrisa de satisfacción—. La teoría de la Pneumodinámica…

—Resulta —remarcó Mick— que me encuentro en posesión de una secuencia de chasqueo que podría divertir a su señoría.

Rudwick pareció ofendido por estas noticias.

—¿Divertirlo, señor? Lord Babbage es un hombre de lo más… irascible.

—Lady Ada fue tan amable de favorecerme en mis esfuerzos iniciales…

—¿Favorecerlo? —espetó Rudwick con una repentina y desagradable risotada—. ¿Se trata entonces de algún sistema de juegos de azar? Más le vale a usted que lo sea, si es que espera captar la atención de la dama.

—En absoluto —replicó Mick de forma concisa.

—Su señoría elige extrañas amistades —opinó Rudwick mientras echaba una larga y triste mirada a Mick—. ¿Conoce a un hombre llamado Collins, al que llaman creador de probabilidades?

—No he tenido el placer.

—El tipo la acosa como un rufián a una prostituta —dijo Rudwick mientras su rostro quemado por el sol enrojecía aún más—. Ese hombre me hizo la más increíble de las proposiciones.

—¿Y…? —dijo Mick con delicadeza.

Rudwick frunció el ceño.

—Se me antojaba que podría usted conocerlo. Parece de la clase que bien podría moverse en sus círculos…

—No, señor.

Rudwick se inclinó hacia delante.

—¿Y qué hay de otro caballero, señor Radley, de largos miembros y ojos fríos, y del que creo que ha estado siguiendo todos mis movimientos de un tiempo a esta parte?

¿Podría ser, quizá, un agente de su presidente Houston? Parecía rodearlo un aire texano.

—Mi presidente es afortunado en lo que respecta a la calidad de sus agentes. Rudwick se incorporó con el semblante ensombrecido.

—Estoy seguro de que usted será tan amable de solicitar a ese hijo de perra que desista en sus actos.

Mick también se incorporó con una dulce sonrisa en los labios.

—Ciertamente transmitiré sus sentimientos a mi empleador, profesor. Pero temo distraerlo de sus entretenimientos nocturnos… —Se dirigió hacia la puerta, se la abrió y la cerró tras las amplias espaldas del visitante.

Mick se giró y guiñó un ojo a Sybil.

—¡Ahí va, hacia los pozos de ratas! Nuestro caballero, el docto profesor Rudwick, disfruta con los deportes más bestiales. Aunque su mente sanguinolenta se refleja en su habla, ¿no crees? Le gustará al general.

Horas más tarde, Sybil despertó en el Grand's cuando Mick, que estaba a su lado en la cama, encendió su cerilla e inundó la habitación con el olor dulzón de un cigarro. La había poseído dos veces en la otomana que había tras su mesa en el Argyll Rooms, y una vez más en el Grand's. Nunca antes Sybil lo había visto tan ardoroso. Lo había encontrado excitante, aunque la tercera sesión la había dejado dolorida. La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de gas que se filtraba por las cortinas. Se acercó un poco más a él.

—¿Adonde te gustaría ir, Sybil, después de Francia?

Ella nunca había considerado aquella cuestión.

—Contigo, Mick…

Él rio entre dientes y deslizó la mano bajo las sábanas. Sus dedos se cerraron sobre el montículo de su femineidad.

—¿Adonde iremos entonces, Mick?

—Si vienes conmigo irás primero a México. Después hacia el norte, a la liberación de Texas, con un ejército francomexicano bajo el mando del general Houston.

—Pero… ¿Texas no es un lugar terroríficamente peligroso?

—Deja de pensar como una fulana de Whitechapel. Todo el mundo es peligroso, visto desde Piccadilly. El propio Sam Houston tuvo un maldito palacio, allí en Texas. Antes de que los texanos lo enviaran al exilio, era el principal aliado de Gran Bretaña en el oeste americano. Tú y yo podríamos vivir como nobles en Texas, construir una mansión junto a un río…

—¿De verdad nos dejarían hacer eso, Mick?

—¿Te refieres al Gobierno de su majestad? ¿A la pérfida Albión? —Mick soltó una risita—. ¡Bueno, eso depende en gran medida de la opinión pública británica respecto al general Houston! Estamos haciendo cuanto podemos para endulzar su reputación aquí, en Gran Bretaña. Por eso este ciclo de conferencias, ¿no?

—Ya veo —dijo Sybil—. Eres muy astuto, Mick.

—¡Son asuntos profundos, Sybil! Equilibrio de poder. A Gran Bretaña le funcionó en Europa durante quinientos años, y funciona todavía mejor en América. Unión, Confederación, repúblicas de Texas y de California… Cada una recibe por turno el favor británico, hasta que se vuelven demasiado osadas, demasiado independientes, y entonces se les bajan los humos. Divide y vencerás, cariño. —El extremo prendido del cigarro de Mick brillaba en la oscuridad—. De no ser por la diplomacia británica, por el poder de la Gran Bretaña, América podría ser una única y gigantesca nación.

—¿Y qué hay de tu amigo el general? ¿De verdad nos ayudaría?

—¡Ahí está lo mejor! —declaró Mick—. Los diplomáticos pensaron que Sam Houston era un poco duro de mollera, no se preocuparon por algunas de sus acciones y políticas, no lo respaldaron con la fuerza que hubieran debido emplear. Pero la junta texana que lo reemplazó resultó mucho peor. ¡Era abiertamente hostil a los intereses británicos! Sus días están contados. El general ha tenido que frenarse un poco aquí, en su exilio inglés, pero ya va de vuelta a Texas para recuperar lo que es suyo por derecho. —Se encogió de hombros—. Debería haber sucedido hace años. ¡Nuestro problema es que el Gobierno de su majestad no sabe lo que quiere! Está dividido en facciones. Algunas no confían en Sam Houston, pero los franceses nos ayudarán como sea. Sus clientes mexicanos tienen una guerra fronteriza con los texanos.

¡Necesitan al general!

—Entonces, ¿vas a la guerra, Mick? —A Sybil le costaba imaginar al dandi Mick liderando una carga de caballería.

—A un coup d'état, más bien —le aseguró él—. No veremos mucha sangre. Soy el brazo político de Houston, ¿entiendes?, y eso seguiré siendo, pues soy quien ha organizado este ciclo de charlas por Londres y Francia, y soy quien ha propiciado ciertas aproximaciones que han resultado en que el Emperador de Francia le conceda una audiencia —¿sería verdad todo aquello?—. Y también soy quien ejecuta para él en los quinos lo mejor y más nuevo de Manchester, quien dora la píldora a la prensa y a la opinión pública británica, quien contrata a los que pegan los carteles… —Dio una calada al cigarro mientras con la otra mano le acariciaba el pubis. Sybil le oyó exhalar una gran nube satisfecha de humo dulzón. Pero no debía de tener ganas de hacerlo otra vez, al menos en ese momento, porque ella no tardó en caer dormida y empezar a soñar. A soñar con Texas, una Texas de suaves colinas, ovejas felices y mansiones grises cuyas ventanas resplandecían bajo el sol del atardecer.

Sybil ocupaba una butaca de pasillo en la antepenúltima fila del Garrick, y pensaba con desdicha que el general Sam Houston, expresidente de Texas, no atraía a demasiada gente. Los asistentes entraban poco a poco mientras la orquesta de cinco hombres probaba y afinaba sus instrumentos. Una familia se estaba sentando delante de ella: dos chicos con chaquetas y pantalones azules, el cuello de la camisa bajado; una niña pequeña con un chal y una camisa larga bordada; después, otras dos niñitas conducidas por su institutriz, una mujer delgada de nariz aguileña y ojos acuosos que se sonaba la nariz con un pañuelo; después llegó el hijo mayor, con una sonrisa ladeada; después el papá, con chaqueta elegante, bastón y mostacho; y por último la gruesa mamá, con sus grandes sortijas y un sombrero grande y feo, así como tres anillos de oro en sus dedos blandos y fofos. Por fin se sentaron todos entre el frufrú de los abrigos y chales, y la masticación de las pieles de naranja caramelizadas. Estaban patentemente bien educados, y en vías de mejorar. Limpios, aseados y prósperos, con sus cómodas ropas confeccionadas por máquinas.

Un tipo con anteojos y aspecto de chasqueador tomó el asiento junto al de Sybil. Se había afeitado parte de la frente para sugerir intelecto, y parecía tener una banda azulada bajo el flequillo. Leía el programa de Mick al tiempo que lamía una gota de limón acidulada. Más allá había un trío de oficiales, llegados de permiso desde Crimea. Parecían muy satisfechos de sí mismos al acudir a oír hablar de la anticuada guerra de Texas, librada al modo de antaño. Había otros soldados dispersos entre la multitud, con sus abrigos rojos. Eran del tipo respetable, de los que no se daban a las putas y la ginebra, sino que ahorraban la paga de la reina, aprendían aritmética de artillería y regresaban para trabajar en los ferrocarriles y astilleros, y así mejorarse a sí mismos.

Lo cierto era que el lugar estaba lleno de gente respetable: tenderos, encargados y drogueros, con sus aseadas esposas y novias. En los tiempos de su padre aquellas gentes, las gentes de Whitechapel, habían sido tipos iracundos, macilentos y desastrados, con palos en las manos y puñales al cinto. Pero las cosas habían cambiado con los radicales, y ahora incluso en Whitechapel había mujeres de cara lavada y vestidos con lazos, acompañadas por hombres fuertes y atentos al reloj que leían el Diccionario de conocimientos útiles y el Diario de perfeccionamiento moral. Hombres que trataban de mejorar.

Entonces la luz de gas se atenuó en sus anillos de cobre y la orquesta se lanzó a una ramplona interpretación de Come to the Bower. La luz de calcio se encendió con un soplo y el telón se abrió para mostrar la pantalla de un quinótropo. La música ocultaba los chasquidos que los quinobits producían al girar hasta colocarse en posición. En los bordes de la pantalla, adornos y perifollos crecían poco a poco como escarcha negra. Lentamente se fueron formando unas letras altas en un elegante alfabeto de tipos goticomecánicos con bordes afilados, negro sobre blanco:

«Ediciones

Panoptique

presenta»

Debajo del quinótropo, Houston entró en el escenario por la izquierda. Era una figura voluminosa y deslucida que cojeaba en dirección al podio que había en el centro del escenario. En aquel momento parecía ahogado en la oscuridad, ya que se encontraba bajo el crudo resplandor concentrado del foco de Mick.

Sybil lo observó atentamente, con curiosidad y precaución: era la primera vez que veía al jefe de Mick. Ya se había encontrado con suficientes refugiados americanos en Londres como para hacerse una idea respecto a ellos. Los unionistas vestían muy parecido a los británicos normales si tenían dinero para ello, mientras que los confederados tendían hacia los atuendos más estrafalarios y llamativos, peculiares al tiempo que inapropiados. A juzgar por Houston, los texanos constituían una pandilla aún más extraña y alocada. Se trataba de un hombre grande, de rostro grueso y rubicundo. Superaba el metro ochenta gracias a las botas y llevaba los anchos hombros cubiertos por una larga y tosca manta de lana, como una capa, aunque decorada con las rayas de un animal salvaje. La frazada, de color rojo, negro y ocre oscuro, barrió el escenario del Garrick como la toga de un personaje de tragedia. El general portaba en la mano derecha un grueso bastón de caoba que balanceaba levemente, como si no lo necesitara, pero Sybil pudo ver en el cordón dorado que recorría la elegante costura de los pantalones que le temblaban las piernas. El orador subió al podio a oscuras, se sonó la nariz y bebió de un vaso algo que claramente no era agua. Encima de su cabeza, el quinótropo variaba hasta mostrar una imagen en color: el león de la Gran Bretaña y una especie de toro con grandes cuernos. Los animales fraternizaban bajo unos pequeños estandartes cruzados, la Union Jack y la bandera de Texas, con una sola estrella. Ambas enseñas eran de brillantes colores rojo, blanco y azul. Houston estaba ajustando algo tras su podio; un pequeño espejo de escenario, supuso Sybil, de modo que pudiera observar el quinótropo a su espalda mientras hablaba, y así no tener que perder su posición. El quinótropo regresó al blanco y negro y los puntos de la pantalla parpadearon, una hilera tras otra, como fichas de dominó al caer. Apareció un busto compuesto de líneas afiladas: una elevada frente despejada, ceño recio, nariz gruesa enmarcada por un bigote rizado que trepaba por las mejillas hasta ocultar las orejas. La boca fina parecía firme, el mentón hendido erguido. Entonces, bajo el busto, aparecieron las palabras «General Sam Houston».

Se encendió una segunda luz de calcio que alcanzó a Houston en el podio y lo mostró ante la audiencia con repentino relieve. Sybil aplaudió con entusiasmo. Fue la última en detenerse.

—Les doy las gracias, amables damas y caballeros de Londres —dijo Houston. Tenía la voz profunda y tonante de un experto orador, estropeada por una arrastrada pronunciación extranjera—. Honran enormemente a un extraño —pasó la mirada por las butacas del Garrick—. Veo que entre la audiencia de esta noche hay muchos caballeros del ejército de su majestad. —Echó un poco hacia atrás el manto y la luz de calcio se reflejó áspera sobre las medallas que colgaban del abrigo—. Su interés profesional resulta de lo más gratificante, señores míos.

En la fila delante de la de Sybil, los niños se removían inquietos. Una de las pequeñas chilló cuando un hermano le propinó un puñetazo.

—¡Y veo que también tenemos aquí a un futuro luchador británico! —Ante esto se produjo una risa sorprendida. Houston comprobó rápidamente su espejo y se inclinó sobre el podio. Sus cejas pobladas se torcieron con el encanto de un abuelo—. ¿Cómo te llamas, hijo?

El chico travieso se puso en pie de un salto.

—¡Billy, señor! —chilló—. Billy… William Greenacre, señor —Houston asintió con gravedad.

—Y dígame, maese Greenacre, ¿le gustaría escaparse de casa y vivir con los pieles rojas?

—Oh, sí, señor —espetó el muchacho antes de corregirse—: ¡Oh, no, señor!

La audiencia rompió a reír de nuevo.

—Cuando yo tenía su edad, joven William, era un chico de fuerte espíritu, como usted. Y ese fue precisamente el camino que tomé. —El quino varió sobre la cabeza del general hasta mostrar un mapa en color con los contornos de los diversos estados de América, provincias de formas extrañas con nombres confusos. Houston comprobó el espejo y habló con rapidez—. Nací en el estado americano de Tennessee. Mi familia pertenecía a la aristocracia escocesa, aunque sufrimos tiempos muy duros en nuestra pequeña granja fronteriza. Y aunque yo había nacido en América, sentía poca fidelidad por el gobierno yanqui de la lejana Washington. —El quinótropo mostró el retrato de un salvaje americano, una criatura de mirada demente cargada de plumas, y cuyas mejillas estaban surcadas por quinobloques que representaban sus pinturas de guerra—. Justo al otro lado del río —dijo Houston— vivía la poderosa nación de los cherokee, una gente sencilla y de nobleza natural. Me encontré con que encajaba mucho mejor allí que en la vida de mis vecinos americanos. Y era así porque las almas de estos últimos estaban mancilladas por la avaricia del dólar. Houston sacudió la cabeza ante su audiencia británica, dolido por su propia alusión a uno de los defectos nacionales americanos. Sybil pensó que se había procurado la simpatía de los presentes.

—Los cherokees ganaron mi corazón —prosiguió Houston— y me escapé de casa para unirme a ellos, con nada más, damas y caballeros, que un abrigo de piel de gamo a la espalda y el noble relato de Homero, La Ilíada, en el bolsillo. El quinótropo empezó a cambiar de abajo arriba hasta producir la imagen de una urna griega: un guerrero de casco empenachado, con la lanza levantada. Portaba un escudo redondo con el emblema de un cuervo de alas extendidas. Se produjeron algunos aplausos impresionados que Houston aceptó con un asentimiento modesto, como si fueran dirigidos a él.

—Como hijo de la frontera americana —dijo— no puedo presumir de haber recibido una completa educación, aunque más tarde en la vida conseguí mi licencia para ejercer la abogacía y dirigí una nación. Sin embargo, de joven busqué educación en una antiquísima escuela. Memoricé todos y cada uno de los versos del rapsoda ciego —levantó con la mano izquierda la solapa de su abrigo, que estaba cuajada de medallas—. El corazón que late dentro de este pecho cubierto de cicatrices —dijo dándose un golpe— aún se conmueve ante esta, la más noble de las historias, ante los relatos acerca de unos hombres valerosos capaces de desafiar a los mismísimos dioses, acerca de un honor marcial sin mácula capaz de resistir… ¡hasta la muerte!

Se quedó esperando un aplauso que por fin llegó, aunque no con la calidez que al parecer había esperado.

—No veía contradicción entre la vida de los héroes de Homero y la de mis amados cherokees —insistió Houston. Tras él, la jabalina griega se dotaba de las plumas colgantes de una lanza de caza, y las pinturas de guerra marcaban su cara. Consultó sus notas.

—Juntos cazamos al oso, al ciervo y al jabalí, pescamos en las corrientes límpidas y cultivamos el maíz amarillo. Alrededor del fuego, bajo el cielo abierto, conté a mis hermanos salvajes las lecciones morales que mi joven corazón había extraído de las palabras de Homero. Debido a esto me dieron un nombre de piel roja, Cuervo, por el espíritu emplumado al que consideraban el más sabio de los pájaros. El soldado griego se disolvió y dio paso a un cuervo aún más grande, con las alas extendidas de forma rígida hasta ocupar toda la pantalla, el pecho cubierto por un escudo rayado. Sybil lo reconoció. Era el águila americana, símbolo de la Unión cercenada, pero el ave yanqui de cabeza blanca se había convertido en el cuervo negro de Houston. Sybil lo consideró astuto, quizá más de lo que merecía, ya que dos de los bloques del quinótropo en la esquina superior izquierda de la pantalla se habían trabado en sus ejes y mostraban sendos puntos azules de la anterior pantalla; era un defecto minúsculo, pero resultaba molesto más allá de toda proporción, como una mota de polvo en el ojo. El fino chasqueado de Mick estaba exigiendo mucho al quino del Garrick.

Distraída, Sybil había perdido el hilo del discurso de Houston.

—… el descarado bramido de la trompeta de batalla, en el campamento de los voluntarios de Tennessee. —Apareció otro quinorretrato: un hombre de un aspecto muy similar a Houston, pero con una alta pelambrera y mejilla huecas. El título lo identificaba como «General Andrew Jackson».

Aquí y allá se oyeron alientos contenidos, quizá por parte de los soldados, y la audiencia se agitó. Algunos británicos seguían recordando sin mucho cariño a «Hickory» Jackson. Tal y como lo contaba Houston, Jackson también había combatido con valor contra los indios, e incluso fue presidente de América durante un tiempo; pero todo aquello no significaba mucho allí. Houston lo alababa como su patrón y mentor, como «un honesto soldado del pueblo, que valoraba el interior de un hombre por encima de las bagatelas que eran la riqueza o la fachada», aunque el aplauso ante este sentimiento se produjo, siendo generosos, de mala gana. Entonces apareció otra escena, una especie de recio fuerte fronterizo. Houston narró la historia de un asedio de los primeros tiempos de su carrera militar, en el que había librado una campaña a las órdenes de Jackson contra unos indios llamados creek. Pero parecía haber perdido su audiencia natural, los soldados, ya que los tres veteranos de Crimea que había en la misma fila de Sybil musitaban enojados acerca de Hickory Jackson: «La maldita guerra había terminado antes de Nueva Orleáns…». De repente, la luz de calcio destelló con un color rojo sangre. Mick estaba ocupado debajo del escenario: un filtro de cristal tintado, el tronar repentino de un timbal cuando los pequeños cañones de quinobloques estallaron en humaredas blancas alrededor del fuerte, destellos rojos de un solo punto que surcaban toda la pantalla como balas de cañón…

—Una noche tras otra oíamos a los fanáticos creek proferir sus aterradores cantos de muerte —gritó Houston, un pilar brillante bajo la pantalla—. ¡La situación exigía un asalto directo con el frío acero! Se decía que cargar contra aquella puerta significaba la muerte segura, pero no que yo era un voluntario de Tennessee por que sí… Una diminuta figura, poco más que unos bloques negros culebreantes, corrió hacia el fuerte, y entonces todo el escenario quedó a oscuras. En la repentina tiniebla se produjo un aplauso sorprendido. Los jovenzuelos situados en la galería del Garrick se pusieron a silbar. Entonces la luz de calcio volvió a siluetear a Houston, que comenzó a presumir de sus heridas: dos balazos en el brazo, una cuchillada en la pierna, un flechazo en el vientre… No pronunció la soez palabra, pero se frotó largo tiempo la zona, como si fuera dispéptico. Aseguró que se había pasado la noche tirado en el campo de batalla, y que durante días había sido llevado por la espesura en un carro de suministros, ensangrentado, delirante, consumido por el paludismo. El tipo con pinta de chasqueador que había cerca de Sybil tomó otra gota de limón y consultó su reloj de bolsillo. Ahora en la pantalla aparecía lentamente una estrella de cinco puntas entre el negro funerario de la pantalla, mientras Houston narraba su constante huida de la tumba. Uno de los quinobits atascados se había logrado soltar, pero mientras tanto otro se había atascado en la sección inferior derecha. Sybil reprimió un bostezo.

La estrella se hizo poco a poco más brillante, a medida que Houston narraba su entrada en la política americana y aducía como motivo el deseo de ayudar a sus camaradas perseguidos, los cherokees. Aquello resultaba lo bastante exótico, pensó Sybil, pero en el fondo se hallaba la misma cháchara artera y engañosa que siempre usaban los políticos, y la audiencia comenzaba a inquietarse. Les hubieran gustado más luchas, o quizá más comentarios poéticos acerca de la vida con los cherokees. Sin embargo, Houston se dedicaba a recitar como una letanía su elección para un escaño en algún tosco equivalente del Parlamento y sus varios y vagos cometidos en el gobierno provincial, al tiempo que la estrella crecía poco a poco y sus bordes se ramificaban de forma elaborada, convirtiéndose en el emblema del gobierno de Tennessee.

A Sybil empezaron a pesarle los párpados mientras el general seguía sin parar con su fanfarria.

Pero, de repente, el tono de Houston cambió y se tornó pausado, sentimental, y su acento arrastrado quedó matizado por un ritmo dulce. Estaba hablando acerca de una mujer.

Sybil se enderezó y prestó atención.

Al parecer, Houston había sido elegido gobernador, había ganado algo de dinero y estaba feliz. Y también había encontrado una novia, una chica de clase alta de Tennessee, y se había casado con ella.

Pero, en la pantalla del quino, unos dedos oscuros comenzaban a arrastrarse como serpientes desde los bordes. Amenazaban el sello estatal.

El gobernador y la señora Houston apenas se habían asentado cuando la recién casada salió corriendo y huyó de vuelta con su familia. Le había dejado una carta, decía Houston, una misiva que contenía un terrible secreto. Un secreto que él nunca había revelado y que había jurado llevarse a la tumba.

—Un asunto privado, del que un caballero de honor ni puede ni debería hablar. Un negro desastre se cernió sobre mí…

Los periódicos (parecía que tenían periódicos en Tennessee) lo habían atacado.

—Los charlatanes, los profesionales del libelo, vertieron su veneno sobre mí —se lamentó Houston, a medida que aparecía el escudo griego con el halcón y unas manchas de quino (barro, supuso Sybil) comenzaban a salpicarlo. Las revelaciones de Houston se fueron haciendo cada vez más sorprendentes. Había capeado el temporal y se había divorciado de su esposa, una horrible época que nunca hubiera podido imaginar. Por supuesto, había perdido su posición en el Gobierno; la sociedad enfurecida lo había echado de su cargo, y Sybil se preguntó por qué se había atrevido a mencionar un escándalo tan desagradable. Era como si esperara que su audiencia londinense aprobara moralmente a un hombre divorciado; de hecho, Sybil notó que las mujeres parecían intrigadas, aunque quizá no por entero comprensivas. Incluso la obesa madre se abanicó la papada debido al sofoco. Después de todo, el general Houston era un extranjero; según su propio relato, en parte un salvaje. Pero cuando habló de su esposa lo hizo con ternura, como si lo hiciera de un auténtico amor, un amor destruido por una cruel y misteriosa verdad. Su voz atronadora se quebró con una emoción carente de vergüenza; se secó un poco la frente con un elegante pañuelo de su chaleco de piel de leopardo. Para hacer honor a la verdad, no se trataba de un tipo mal parecido; tenía más de sesenta años, pero los de esa edad podían ser muy gentiles con una chica. Su confesión parecía audaz y varonil, pues él mismo había sacado el tema a colación: el escándalo del divorcio y la carta misteriosa de la señora Houston. No dejaba de hablar de ello, pero tampoco revelaba el secreto. Había capturado la curiosidad de los espectadores… y la misma Sybil se moría por descubrir la verdad. Se amonestó por ser tan inocente, ya que seguramente se tratara de algo estúpido y simple, ni de lejos tan profundo y misterioso como él fingía. Lo más probable era que aquella chica aristocrática no fuera ni la mitad de angelical de lo que parecía. Probablemente hubiera perdido su virtud de doncella a manos de algún atractivo pretendiente de Tennessee mucho antes de la llegada de Cuervo Houston. Los hombres imponían estrictas reglas a sus novias, que a su vez ellos ignoraban. Lo más probable era que Houston hubiera sido el responsable de todo. Quizá tenía ideas viles y bestiales acerca de la vida marital, al haber vivido entre salvajes. O quizás había machacado a su esposa con los puños: por lo que Sybil veía, se trataba de un hombre sólido como una roca.

El quino cobró vida con unas arpías que pretendían simbolizar a los difamadores de Houston, aquellos que habían restregado su precioso honor con la tinta de una imprenta cochambrosa. Eran criaturas desagradables y de lomo encorvado que atestaban la pantalla con unos diabólicos tonos negros y rojos. Mientras la pantalla ronroneaba de forma constante, las arpías agitaban sus pezuñas hendidas. Sybil jamás había visto nada parecido; algún artista de las tarjetas perforadas de Manchester había accedido sin duda a todos los horrores de la ginebra. Ahora Houston peroraba acerca de los retos y el honor, con lo que se refería a los duelos. Los americanos eran afamados duelistas a los que les encantaba dispararse los unos a los otros a la mínima ocasión. Houston insistió vociferante en que habría matado a algunos de aquellos truhanes chupatintas de no haber sido gobernador, para así proteger su dignidad. Así que lo que había hecho había sido poner las cartas sobre la mesa y regresar a la vida entre sus preciados cherokees. Casi se podía ver el humo que le salía por las orejas, pues el orador se había ido calentando hasta resultar casi aterrador. La audiencia estaba de lo más interesada, rota toda reserva por los ojos hinchados y el cuello venoso del texano. Nadie parecía ni mucho menos disgustado por el espectáculo.

Quizá el secreto consistiera en algo realmente terrible que él mismo había hecho, pensó Sybil mientras se frotaba las manos dentro del manguito de piel de conejo. Quizá fueran fiebres femeninas, o quizá él le había pegado a ella la sífilis. Algunos tipos de sífilis eran horribles y podían volverte loca, o ciega, o impedida. Quizás aquel fuera el misterio. Mick lo sabría. Era muy probable que Mick lo supiera todo al respecto.

Houston explicó que había dejado los Estados Unidos con gran disgusto y que se había marchado a Texas, y ante aquella última palabra apareció un mapa que mostraba una zona en el centro del continente. El general aseguró que había marchado allí en busca de tierra para sus pobres y sufrientes indios cherokees, aunque todo resultó un tanto confuso.

Sybil preguntó la hora al tipo con pinta de truhán que tenía al lado. Solo había pasado una hora. Ya había transcurrido un tercio del discurso. Se acercaba su momento.

—Deben imaginar una nación muchas veces más grande que sus islas natales —dijo Houston—, sin más carreteras que las trochas de los indios entre la hierba. Carente en aquella época de una sola milla de ferrocarril británico, carente de telégrafo e incluso de máquinas de cualquier clase. Como comandante en jefe de las fuerzas nacionales texanas, mis órdenes no disponían de correo más veloz y fiable que el explorador montado, cuyos recorridos se veían amenazados por los comanche y los karankawa, por los grupos armados mexicanos y por los diez mil peligros ignotos de las tierras salvajes. No es de extrañar que el coronel Travis recibiera mis órdenes demasiado tarde, y que pusiera su confianza, trágicamente, en los refuerzos liderados por el coronel Fannin. Rodeado por una fuerza enemiga que lo superaba en una proporción de cincuenta a uno, el coronel Travis declaró como su objetivo la victoria o la muerte…, sabiendo de sobra que el indudable destino sería el segundo. Los defensores de El Álamo perecieron hasta el último hombre. El noble Travis, el intrépido coronel Bowie y David Crockett, una auténtica leyenda entre los hombres de la frontera —los señores Travis, Bowie y Crockett ocuparon cada uno un tercio de la pantalla del quino, sus rostros extrañamente cuadrados por la reducida escala de la representación—, proporcionaron un tiempo precioso para mi estrategia fabiana. Más chachara soldadesca. En ese momento, Houston se retiró un paso del atril y señaló el quino con su pesado bastón pulimentado.

—Las fuerzas de López de Santa Ana estaban dispuestas como ven aquí, con los bosques en su flanco izquierdo y los ríos pantanosos de San Jacinto a su espalda. Sus ingenieros de asedio habían establecido una línea defensiva alrededor del tren del bagaje, con emplazamientos de troncos afilados, aquí representados. Sin embargo, las marchas forzadas a través del vado de Burnham permitieron a mi ejército de seiscientos hombres alcanzar las orillas boscosas del brazo del río Buffalo, algo que el enemigo desconocía. El asalto comenzó con un rápido fuego de cañón desde el centro texano… Ahora podemos contemplar el movimiento de la caballería ligera texana… El impacto de la carga de infantería sumió al enemigo en la confusión y le hizo retirarse, por lo que su artillería, que aún no había sido enganchada a los armones, quedó totalmente desbaratada.

Los cuadrados y pastillas azules del quinótropo perseguían lentamente a los regimientos rojos mexicanos en desbandada a través del damero verde y blanco que representaba bosques y marismas. Sybil se removió en su asiento, tratando de evitar que se arrugara su falda de aro. La sanguinaria jactancia de Houston por fin alcanzaba el climax.

—El recuento final de bajas fue de dos texanos muertos por seiscientos treinta del invasor. ¡Las carnicerías de El Álamo y Goliad fueron vengadas con sangre santanista! Dos ejércitos mexicanos totalmente derrotados, además de la captura de catorce oficiales y veinte cañones.

«Catorce oficiales, veinte cañones»… Sí, esa era su entrada. Había llegado su momento.

—¡Vénguenos, general Houston! —chilló Sybil con la garganta constreñida por el miedo ante el inicio de su papel. Lo intentó de nuevo, poniéndose en pie y agitando un brazo—. ¡Vénguenos, general Houston!

Houston se detuvo, cogido por sorpresa. Sybil volvió a chillarle.

—¡Vengue nuestro honor, señor! ¡Vengue el honor británico! —empezó a producirse un murmullo de alarma. Sybil sintió los ojos de toda la audiencia sobre ella: la mirada de aquellos que ven a un lunático—. ¡Mi hermano…! —gritó, pero el miedo y los nervios se habían apoderado de ella. No había imaginado que resultaría tan terrorífico. Aquello era peor, mucho peor, que cantar sobre un escenario. Houston levantó ambos brazos y la manta rayada se extendió tras él como una capa. De algún modo el general logró calmar a la multitud con este gesto, ejerciendo sus dotes de mando. Sobre su cabeza, el quinótropo empezó a frenarse poco a poco. Cada una de sus teselas resplandecientes ronroneó hasta detenerse, dejando a San Jacinto congelado en medio del triunfo. Houston perforó a Sybil con una mirada que mezclaba severidad y resignación.

—¿De qué se trata, mi querida y joven señorita? ¿Qué es lo que le preocupa?

Cuénteme.

Sybil se aferró al respaldo de la butaca que tenía delante, cerró los ojos con fuerza y soltó su frase:

—¡Señor, mi hermano se encuentra en una prisión texana! ¡Somos británicos, pero los texanos lo han encarcelado, señor! ¡Capturaron su granja y se hicieron con su ganado! Incluso robaron el mismísimo ferrocarril en el que estaba trabajando, un ferrocarril británico construido para Texas… —La voz le flaqueaba a su pesar. A Mick no le gustaría y criticaría su actuación. Aquel pensamiento supuso para ella una infusión de vitalidad. Abrió los ojos—. ¡Ese régimen, señor, ese régimen ladrón de Texas, ha robado ese ferrocarril británico! ¡Ha robado a los trabajadores en Texas y a los accionistas de la Gran Bretaña, y no nos ha pagado ni un chelín!

Con la pérdida de las brillantes imágenes del quinótropo, la atmósfera del teatro cambió. Todo resultó de repente distinto, íntimo y extraño. Era como si ella y el general se hallaran de algún modo enmarcados juntos, dos figuras en un daguerrotipo plateado. Una joven londinense con su boina y su elegante chal se dirige con elocuente aflicción al viejo héroe extranjero. Ambos eran ahora intérpretes de un papel, y la mirada sorprendida del público permanecía silenciosamente clavada en ellos.

—¿Ha sufrido usted a causa de la junta? —preguntó Houston.

—¡Sí, señor! —gritó Sybil con un bien ensayado temblor en la voz. «No los asustes», había dicho Mick, «pero consigue que se compadezcan»—. Sí, lo hizo la junta. Han encerrado a mi hermano en su vil prisión sin que hubiera hecho nada malo, señor.

¡Solo porque era un hombre de Houston! ¡Él votó por usted cuando llegó a presidente de Texas, señor! ¡Y volvería a votarlo, aunque mucho me temo que lo maten!

—¿Cuál es el nombre de su hermano, mi querida señorita? —preguntó Houston.

—Jones, señor —gritó rápidamente Sybil—. ¡Edwin Jones de Nacogdoches, que trabajó para la compañía ferroviaria de Hedgecoxe!

—¡Creo que conozco al joven Edward! —declaró Houston con voz evidentemente sorprendida. Aferró furibundo su bastón y frunció las pobladas cejas.

—¡Escúchela, Sam! —llegó de repente una profunda voz. Sybil, alarmada, se giró para mirar. Era el hombre del Argyll Rooms, el actor gordo con el pelo rojo y el chaleco de terciopelo—. ¡Esos bergantes de la junta se apropiaron de Ferrocarriles Hedgecoxe! ¡Bonito negocio ese, viniendo de un presunto aliado de los británicos! ¿Es esta la gratitud que muestran por los años de guía y protección británica? —Volvió a sentarse.

—¡No son más que ladrones y villanos! —gritó Sybil alertamente. Recuperó a toda prisa el hilo y recordó su papel—. ¡General Houston! ¡Yo soy una mujer indefensa, pero usted es un hombre con un destino, un hombre abocado a la grandeza! ¿Puede haber justicia en Texas, señor? ¿Existe desagravio ante tales afrentas? ¿Debe morir mi pobre hermano en la miseria, mientras trapaces y tiranos roban nuestras propiedades británicas?

Pero la fina retórica de Mick se había hundido; hubo gritos del público, aquí y allí, por encima de un murmullo de fondo de sorpresa y aprobación. Desde el gallinero llegaban ruidosos silbidos juveniles.

Un poco de diversión londinense, decían todos. Quizá, pensó Sybil, había conseguido que algunos creyeran su historia y se compadecieran de ella. La mayor parte se limitó a vociferar y bromear un poco, contentos por la inesperada animación.

—¡Sam Houston ha sido siempre un auténtico amigo de la Gran Bretaña! —chilló Sybil al público levantado. Las palabras quedaron medio perdidas, inútiles, y la joven se llevó el dorso de la muñeca a la frente húmeda. Mick no le había dado ninguna frase más, así que dejó que las fuerzas se le escaparan de las piernas y se echó hacia atrás pestañeando, hasta hundirse en su butaca.

—¡Denle aire a la señorita Jones! —ordenó Houston con un bramido agitado—. ¡La dama está conmocionada! —Sybil contempló a través de los párpados medio cerrados las figuras borrosas que se reunían a su alrededor con cierta vacilación. Oscuras chaquetas de etiqueta, un crujido de miriñaques, perfume de gardenias y un olor masculino a tabaco. Un hombre le cogió la muñeca y le buscó allí el pulso con dedos puntiagudos. Una mujer le abanicaba el rostro mientras cloqueaba para sí. Oh, cielos, pensó Sybil encogida. La matrona gorda de la fila de delante, con ese intolerable aspecto grasiento de buena mujer que cumple con su obligación moral. La recorrió un pequeño estremecimiento de vergüenza y asco. Por un momento se sintió desfallecer de verdad y se sumergió con facilidad desmañada en la cálida preocupación del gentío, media docena de metomentodos que murmuraban a su alrededor, fingiendo una aptitud de la que carecían mientras Houston seguía bramando, ronco de indignación.

Ella permitió que la levantaran. Houston dudó al verlo y el público dedicó unos cuantos aplausos leves y galantes a Sybil, que se sentía pálida, indigna. Esbozó una débil sonrisa, negó con la cabeza y deseó ser invisible. Apoyó la cabeza sobre el hombro del individuo que le había tomado el pulso.

—Señor, si pudiera irme, por favor… —le susurró.

Su salvador asintió con gesto despierto. Era un hombrecito de ojos azules e inteligentes. Tenía el cabello largo y canoso peinado con la raya en el medio.

—Acompañaré a la señora a su casa —trinó a los demás. Se envolvió en una capa de ópera, se caló un sombrero de copa y le ofreció el brazo.

Subieron juntos el pasillo. Sybil se apoyaba en él con fuerza, renuente a encontrarse con los ojos de nadie. La multitud había despertado. Quizá por primera vez escuchaban a Houston como hombre, en lugar de como una especie de extraño espécimen americano.

El caballerito de Sybil apartó un deslucido telón de terciopelo para que ella pasara y salieron al frío vestíbulo del Garrick, con sus desconchados cupidos dorados y las paredes de falso mármol cubiertas de manchas de humedad.

—Muy amable por su parte, señor, ayudarme así —comentó Sybil mientras observaba que su acompañante daba la sensación de tener dinero—. ¿Pertenece usted a la profesión médica?

—Fui estudiante, en otro tiempo —dijo él con un encogimiento de hombros. Tenía las mejillas ruborizadas, cálidos puntos gemelos de color rojo.

—Dan a un hombre un cierto aire de distinción —dijo Sybil sin ningún propósito concreto, solo para llenar el silencio—. Me refiero a los estudios de ese tipo.

—No crea, señora. Yo desperdicié todo mi tiempo componiendo versos. Debo decir que ya parece hallarse bastante recuperada. Siento mucho lo de ese desafortunado hermano suyo.

—Gracias, señor. —Sybil lo miró de soslayo—. Me temo que fue muy atrevido por mi parte, pero me exalté con la elocuencia del general Houston. El hombre le lanzó una mirada opaca, la expresión de un hombre que sospecha que una mujer lo está engañando.

—Si he de serle honesto —dijo él—, no comparto del todo su entusiasmo —tosió violentamente en un pañuelo arrugado y se limpió la boca—. Este aire de Londres terminará matándome.

—No obstante se lo agradezco, señor, aunque siento decir que no hemos sido presentados…

—Keats —dijo él—. Señor Keats. —Sacó un ruidoso cronómetro de plata del bolsillo del chaleco, un objeto con muchas esferas, y lo consultó—. No estoy familiarizado con el distrito —dijo con tono distante—. Había pensado pararle un cabriolé, pero a estas horas…

—Oh, no, señor Keats. Gracias, pero iré en metro.

El hombre abrió todavía más los ojos. Ninguna mujer respetable viajaba en metro sin compañía.

—Pero no me ha dicho su profesión, señor Keats —le dijo ella con la esperanza de distraerlo.

—Quinotropía —dijo Keats—. ¡Las técnicas que se han empleado aquí esta noche revisten un cierto interés especial! Si bien la resolución de la pantalla era bastante modesta y la tasa de refresco resultaba desde luego lento, se han asegurado efectos notables, es de presumir que a través de una compresión algorítmica de… Bueno, me temo que resulte todo un poco técnico —el quinótropo se guardó el cronómetro—. ¿Está usted segura de que no preferiría que intentara parar un taxi? ¿Conoce bien Londres, señorita Jones? Yo podría acompañarla a la parada local del ómnibus. Es un carruaje sin raíles, ya sabe…

—No, señor, gracias. Su amabilidad ha sido extraordinaria.

—No hay de qué —dijo él. Su alivio resultaba evidente cuando abrió y sujetó una de las hojas de cristal de la puerta que llevaba a la calle. Justo entonces, un muchachito delgado se acercó cauto y rápido por detrás de ellos, los rozó al pasar y salió del teatro sin una palabra. Iba envuelto en un sucio abrigo largo de lona, parecido al que podría llevar un pescador. Una prenda de lo más singular para llevarla a una conferencia, pensó Sybil, aunque se veían atuendos más extraños entre los pobres; las mangas aleteaban vacías, como si el chico se estuviera abrazando, quizá para protegerse del frío. Andaba de forma peculiar, con la espalda doblada, como si se estuviera borracho o enfermo.

—¡Eh, oiga! ¡Joven! —El señor Keats había sacado una moneda y Sybil comprendió que quería que el chico le parara un taxi, pero entonces los ojos húmedos los miraron alarmados y la faz pálida pareció rehundida por efecto de la luz de gas. El muchacho giró de repente, y algo oscuro se le cayó de debajo del abrigo y rodó hasta la alcantarilla. El chico se detuvo y volvió los ojos para observarlos con cautela. Se le había caído un sombrero, un sombrero de copa.

Regresó trotando con los ojos todavía clavados en ellos, lo recogió con gesto brusco, se lo volvió a meter en el abrigo y de nuevo se fue, entre las sombras, aunque esta vez no con tanta rapidez.

—¡Vaya —dijo el señor Keats indignado—, ese tipo es un ladrón! ¡Ha llenado ese impermeable con los sombreros del público!

A Sybil no se le ocurrió nada que decir.

—Me imagino que el muy rufián se aprovechó con toda crueldad de la conmoción que causó usted —le dijo Keats, en su tono un ligero matiz de sospecha—. ¡Una pena!

Uno nunca sabe en quién confiar en estos tiempos.

—Señor, creo que oigo a la máquina reunir vapor para el quinótropo… Y con eso fue suficiente.

La instalación de los ventiladores, decía el Daily Telegraph, había logrado una perceptible mejoría en el ambiente del Metropolitano, aunque el propio lord Babbage sostenía que un ferrocarril subterráneo moderno de verdad debería operar únicamente según principios pneumáticos que no utilizaran ningún tipo de combustión, de forma parecida al modo en el que se transportaba el correo en París. Sentada en un vagón de segunda clase, respirando de forma tan superficial como le era posible, Sybil sabía que eso no eran más que bobadas; o que, en cualquier caso, lo era la parte de la mejoría, porque, ¿quién sabía qué maravillas no podrían producir los radicales? ¿Pero acaso no habían publicado también sus periódicos el testimonio de unos médicos en la nómina del ferrocarril, que decían que los gases sulfúricos eran terapéuticos para el asma? Y no eran solo los gases de las máquinas, sino también las mefíticas filtraciones de las alcantarillas y los escapes gaseosos de las bolsas de caucho indio plegable que encendían los mecheros de los vagones con sus pantallas de cristal con red de alambre.

Era un negocio extraño aquel del metro cuando se pensaba en ello, cuando se viajaba traqueteando a tanta velocidad por la oscuridad subterránea de Londres, en la que los braceros habían encontrado cañerías de plomo de los romanos, monedas, mosaicos y arcos, colmillos de elefante con mil años de antigüedad…

Y la excavación continuaba, aquella y todas las noches, porque Sybil había oído los resoplidos de su gran máquina cuando se encontraba con Mick en la acera de Whitechapel. Los excavadores trabajaban sin cesar abriendo líneas nuevas y siempre más profundas, por debajo de la maraña de alcantarillas, cañerías de gas y ríos cegados con ladrillo. Las nuevas líneas discurrían entibadas con forro de acero, y pronto los trenes sin humo de lord Babbage se deslizarían por ellas silenciosos como anguilas, aunque a Sybil la idea se le antojaba un tanto inmunda. Las lámparas llamearon a la vez cuando el flujo de gas quedó perturbado por una sacudida especialmente fuerte, y por un momento pareció que el rostro de los otros pasajeros saltaba hacia ella: el caballero cetrino con cierto aire de tabernero afortunado, el viejo clérigo cuáquero de mejillas redondas, el dandi borracho con el abrigo abierto y el chaleco canario salpicado por completo de clarete… No había ninguna otra mujer en el vagón.

Adiós a todos ustedes, señores, se imaginó que exclamaba, adiós a este Londres suyo. Pues ahora era una aprendiza de aventurera hecha y derecha y rumbo a París, aunque el primer tramo del viaje consistiera por necesidad en un trayecto de dos peniques de vuelta a Whitechapel.

Pero el clérigo había reparado en su presencia, e hizo manifiesto desdén en tal sazón para que todos lo vieran.

La verdad es que hacía muchísimo frío cuando volvió de la estación a su habitación de Flower-and-Dean Street; se arrepintió de su vanidad, de haber escogido el chal nuevo y fino en lugar del mantón. Le castañeteaban los dientes. Una escarcha intensa brillaba sobre los charcos de luz de gas que iluminaban el nuevo macadán. El empedrado de Londres se iba desvaneciendo mes a mes, pavimentado con una sustancia negra que se vertía hedionda y caliente desde el buche de grandes carretas para que los braceros la extendieran y alisaran con rastrillos, antes del paso de la apisonadora.

Un individuo pasó como un rayo a su lado, aprovechando al máximo la nueva superficie rugosa. Iba casi recostado dentro de un rechinante velocípedo de cuatro ruedas y llevaba los zapatos atados a unos manubrios giratorios. Resoplaba, creando pequeñas nubes de vaho que se difuminaban en el aire frío. No llevaba sombrero, pero sí gafas de conducir, e iba embutido en un grueso jersey a rayas y una larga bufanda tejida que aleteaba a su espalda, pues se alejaba a toda prisa. Sybil supuso que sería inventor.

En Londres abundaban los inventores. Los más pobres y locos se congregaban en las plazas públicas para mostrar sus cianotipos y maquetas y para arengar a los paseantes. En solo una semana, ella se había encontrado con un mecanismo de aspecto perverso que rizaba el cabello por medio de la electricidad, una peonza mecánica para niños que tocaba música de Beethoven y un proyecto para electroplacar a los muertos.

Tras abandonar la calle por el humilde empedrado de Renton Passage, distinguió el cartel del Hart y oyó el tintineo de una pianola. Había sido la señora Winterhalter la que había dispuesto que se alojara sobre el Hart. El establecimiento en sí era un sitio bastante formal que no admitía mujeres. Su clientela estaba formada por jóvenes oficinistas y tenderos, y el placer más osado en oferta era una tirada en una máquina de apuestas que funcionaba con monedas.

A las habitaciones superiores se llegaba por unas escaleras oscuras y empinadas que trepaban bajo una claraboya cubierta de hollín, hasta un hueco en el que aparecían un par de puertas idénticas. El señor Cairns, el casero, tenía sus habitaciones detrás de la puerta de la izquierda.

Sybil subió las escaleras, revolvió en el manguito hasta que encontró una caja de penique de luciferes y encendió uno. Cairns había encadenado una bicicleta a la barandilla de hierro que se asomaba al hueco de la escalera; el candado de latón resplandeció bajo la llama de la cerilla. La joven sacudió el lucifer para apagarlo, con la esperanza de que Hetty no hubiera echado los dos pestillos a la puerta. No lo había hecho y la llave de Sybil giró con suavidad en la cerradura. Toby estaba allí para recibirla, andando sin ruido sobre las tablas desnudas para enredarse entre sus tobillos y ronronear como un loco.

Hetty había dejado sobre la mesa de tablones que había en la entrada una lámpara de aceite con la luz baja. Ya humeaba: había que recortar la mecha. Era una locura haberla dejado así encendida pues Toby podría haberla derribado, pero Sybil agradeció no haber encontrado el sitio sumido en la oscuridad. Cogió a Toby en brazos. Olía a arenque.

—Así que Hetty te ha dado de comer, ¿eh, cariño? —El gato maulló con suavidad y se peleó con las cintas de su sombrero.

El dibujo del papel pintado pareció bailar cuando Sybil levantó la lámpara. El vestíbulo no había visto la luz del sol en todos los años que el Hart había permanecido allí, pero sin embargo las flores pintadas se habían desvaído y adquirido un tono parecido al polvo.

La habitación de Sybil tenía dos ventanas, aunque se abrían a una pared ciega de sucio ladrillo amarillo, tan cercana que podría haberla tocado si alguien no hubiera puesto clavos en los marcos de las ventanas. Con todo, en los días brillantes, cuando el sol se hallaba directamente sobre su cabeza, sí que se filtraba un poco de luz. Y la habitación de Hetty, aunque era más grande, solo tenía una ventana. Si Hetty se encontraba en casa debía de estar sola y dormida, ya que no se filtraba ninguna luz por la ranura de su puerta cerrada.

Estaba bien tener una habitación propia e intimidad, por modesta que fuera. Sybil bajó a Toby pese a sus protestas y se dirigió con la lámpara hacia su puerta, que se encontraba un poco abierta. Dentro todo estaba tal y como lo había dejado, aunque vio que Hetty había puesto el último número del Illustrated London News sobre su almohada, con un grabado de Crimea en la primera página, una escena de una ciudad en llamas. Colocó la lámpara sobre la tapa de mármol agrietado de la cómoda. Toby seguía rondando entre sus tobillos, como si esperara descubrir más arenques. Reflexionó sobre lo que debería hacer.

El tictac del rollizo despertador de latón, que a veces encontraba insoportable, se le antojaba ahora tranquilizador. Al menos funcionaba, y se imaginó que la hora que mostraba, las once y cuarto, era la correcta. Le dio cuerda unas cuantas veces con el único fin de propiciar la buena fortuna. Mick vendría a buscarla a medianoche y había que tomar decisiones, ya que le había aconsejado que viajara muy ligera de equipaje. Cogió un cortamechas del cajón de la cómoda, levantó el tubo de la lámpara y recortó el trozo ennegrecido. La luz mejoró un tanto. Se echó por encima el mantón para defenderse del frío, abrió la tapa de un cofre de lata charolada con lacado japonés y empezó a hacer inventario de sus mejores cosas. Pero después de apartar dos mudas de ropa interior se le ocurrió que, cuanto menos llevara, más tendría que comprarle en París el dandi Mick. Y si eso no era pensar como una aprendiza de aventurera, no sabía lo que era.

Con todo, poseía algunas cosas a las que tenía especial cariño, y esas fueron, junto con la ropa interior, al bolso de viaje de brocado con la costura rota que había tenido intención de arreglar. Había un precioso frasco de agua de Portland con aroma a rosas, medio lleno, un broche verde de pasta del señor Kingsley, un juego de cepillos para el pelo con dorsos de imitación de ébano, una prensa para flores en miniatura con una vista de recuerdo del palacio de Kensington y un rizador de pelo de patente alemana que había birlado de una peluquería. Añadió un cepillo de dientes de mango de hueso y una lata de dentífrico alcanforado.

Luego cogió un diminuto lapicero de plata y se acomodó en el borde de la cama para escribirle una nota a Hetty. El lápiz era un regalo del señor Chadwick y tenía la leyenda «Corporación Metropolitana de Ferrocarriles» grabada en el mango; el plateado estaba empezado a desprenderse del latón inferior. A modo de papel se encontró con que solo tenía el dorso de un folleto que anunciaba chocolate instantáneo.

«Mi querida Harriet», empezó, «me voy a París». Pero luego hizo una pausa, quitó el tapón del lápiz y utilizó la goma para borrar esas dos últimas palabras y sustituirlas por «a fugar con un caballero. No te alarmes. Estoy bien. Te puedes quedar con las ropas que dejo aquí. Y por favor, cuida del querido Toby y dale arenque. Sinceramente suya, Sybil».

Se sintió extraña al escribirlo, y cuando bajó los ojos y vio a Toby la embargó una sensación de tristeza y falsedad por abandonarlo.

Con ese pensamiento empezó a pensar en Radley y la arrolló una repentina y absoluta convicción de su falsedad.

—Vendrá —susurró con ferocidad. Colocó la lámpara y la nota doblada sobre la estrecha repisa de la chimenea.

En el manto había una lata plana con el nombre de un estanquero del Strand resplandecientemente litografiado. Sabía que contenía cigarrillos turcos. Uno de los jóvenes caballeros de Hetty, un estudiante de Medicina, la había animado una vez a que adoptara el hábito. Sybil solía evitar a los estudiantes de Medicina, pues hacían alarde de una estudiada bestialidad. Pero ahora, presa de un poderoso impulso nervioso, abrió la lata, sacó uno de los crujientes cilindros de papel e inhaló su fiero perfume.

Un tal señor Stanley, abogado y muy conocido entre el grupo de los más modernos, fumaba cigarrillos sin cesar. Durante el tiempo que había conocido a Sybil, Stanley había comentado con frecuencia que un cigarrillo era lo mejor para fortalecer los nervios de cualquier jugador.

Tras coger los luciferes, Sybil se colocó el cigarrillo entre los labios como había visto hacer a Stanley, encendió un lucifer y recordó que tenía que dejar arder la mayor parte del sulfuro antes de aplicar la llama a la punta del cigarrillo. Dio una primera calada y su premio fue una acre bocanada de humo malsano que la hizo toser como si fuera una tuberculosa. Con los ojos llenos de lágrimas, a punto estuvo de tirar aquella cosa a la basura.

Se colocó delante del hogar y se obligó a continuar. Daba caladas regulares al cigarrillo y tiraba la pálida y delicada ceniza sobre los carbones, con el gesto que había utilizado Stanley. Apenas resultaba tolerable, decidió. ¿Y dónde estaba el efecto deseado? De repente se sintió enferma. El estómago le daba vueltas por las náuseas y las manos se le habían quedado frías como el hielo. Se puso a toser con violencia y dejó caer el cigarrillo sobre los carbones, donde estalló en llamas y se consumió a toda prisa.

Fue dolorosamente consciente del tictac del reloj.

El Big Ben empezó a tañer para anunciar la medianoche.

¿Dónde estaba Mick?

Se despertó en medio de la oscuridad, sumida en un temor al que no sabía dar nombre. Entonces recordó a Mick. La lámpara se había apagado. Las brasas estaban muertas. Se puso en pie con esfuerzo, cogió la caja de luciferes y entró a tientas en su habitación, donde el débil tictac del reloj la guio hasta la cómoda. Cuando encendió una cerilla, la cara del reloj pareció bañada en el fulgor del sulfuro. Era la una y media.

¿Había venido mientras dormía, había llamado y, al no recibir respuesta, se había ido sin ella? No, Mick no. Habría encontrado una forma de entrar si hubiera querido verla.

¿La había engañado, entonces, tomándola por la chica fácil que con toda certeza era, para que se confiara en sus promesas?

La envolvió una extraña sensación de calma, una cruel claridad. Recordó la fecha de salida del billete del vapor. No partiría de Dover hasta la última hora del día siguiente, y no parecía muy probable que él y el general Houston salieran de Londres, después de una conferencia tan importante, en plena noche. Así que iría al Grand's, buscaría a Mick, le haría frente y le rogaría o lo amenazaría con chantajearlo, con descubrirlo, con lo que fuera.

El metálico que tenía estaba en su manguito. Había una parada de taxis en Minories, al lado de Goodman's Yard. Iría hasta allí y despertaría a un taxista para que la llevara a Piccadilly.

Toby lanzó un solitario gemido lastimero cuando ella cerró la puerta a su espalda. En la oscuridad, Sybil se hizo un buen arañazo en la pantorrilla con la bicicleta encadenada de Cairns.

Estaba a medio camino de Minories, rumbo a Goodman's Yard, cuando recordó el bolso de viaje, pero ya no había vuelta atrás.

El portero de noche del Grand's era fornido y de ojos fríos, con perilla y una pierna rígida, y desde luego no pensaba permitir a Sybil entrar en su hotel si es que podía evitarlo. La joven lo había comprendido a una manzana de distancia, al bajarse de su cabriolé: era un espantajo grande y con galones dorados, que acechaba en los escalones de mármol del hotel bajo unas grandes lámparas ceñidas por delfines. Sybil conocía muy bien a los porteros; representaban un papel muy importante en su vida. Una cosa era entrar en el Grand's del brazo del dandi Mick, a plena luz del día, y otra muy distinta que lo hiciera con todo el atrevimiento una mujer sin acompañante, llegada desde las calles nocturnas. Solo las putas hacían eso, y el portero no dejaba entrar a las putas. Pero quizá podría elaborar una historia creíble para engañarlo si se le ocurría una mentira muy buena, o si él era estúpido, o descuidado, o estaba cansado. O podría intentar sobornarlo, aunque ya le quedaba muy poco dinero después de coger el taxi. E iba bien vestida, en absoluto con las ropas chillonas de una buscona. Podría, en un momento dado, distraerlo: romper una ventana con un adoquín de la calle y pasar corriendo a su lado cuando él acudiera a mirar. Era difícil correr con el miriñaque, pero el portero era cojo y lento. O bien podía encontrar a un chiquillo de la calle para que tirara la piedra…

Sybil permaneció en la oscuridad, al lado de las vallas de madera de una obra. Inmensos carteles se cernían sobre ella, más grandes que sábanas, con letras enormes, raídas y chillonas: «Daily News. Tirada mundial; Lloyd's News. Solo un penique; Ferrocarril del Sureste, Ramsgate & Margate 7/6». Sacó una mano del manguito y se mordisqueó con frenesí la uña, que olía a tabaco turco. Se sorprendió vagamente al darse cuenta de que tenía la mano azulada por el frío, y de que le temblaba mucho.

Le pareció ser rescatada por un golpe de suerte o el asentimiento de un ángel afligido, pues un reluciente faetón se detuvo entonces con un resoplido delante del Grand's, y su fogonero de librea azul saltó para bajar el escalón articulado. Del interior salió una alegre pandilla de franceses borrachos ataviados con capas forradas de color escarlata, chalecos de brocado y bastones de fiesta con borlas. Dos de ellos iban con mujeres.

Sybil se levantó la falda al instante y avanzó con la cabeza baja. Al cruzar la calle la ocultó de la mirada del portero la barrera de la resplandeciente carrocería del faetón. Luego se limitó a rodearlo, pasó junto a las grandes ruedas con radios de madera y sus bandas de goma, y se unió al grupo con audacia. Los franchutes parlamentaban entre sí, se atusaban el bigote y lanzaban risas tontas. No parecieron notar su presencia, ni que les importara. Sybil sonrió con devoción a nadie en particular y se quedó muy cerca de uno alto, que era el que parecía estar más bebido. Subieron tropezando las escaleras de mármol y el francés alto plantó un billete de una libra en la mano del portero, con la descuidada facilidad de un hombre que no sabe de verdad lo que es el dinero. El portero parpadeó al verlo y se tocó el sombrero trenzado. Sybil estaba dentro y a salvo. Caminó junto a los incomprensibles franceses por un desierto de mármol pulido hasta el mostrador de recepción, donde recogieron sus llaves de manos del empleado de noche. Luego subieron trastabillando, bostezando y sonriendo la escalera curva, tras dejar a Sybil ante el mostrador. El empleado de noche, que hablaba francés, se reía de algo que había oído decir a sus huéspedes. Se acercó con gesto servil a lo largo del mostrador de caoba dintelada y dedicó una sonrisa a Sybil.

—¿En qué puedo servirla, señora?

Las palabras salieron con dificultad, casi con un tartamudeo al principio.

—¿Podría decirme, por favor, si un tal señor Michael ha…? O mejor: ¿está el general Sam Houston todavía registrado aquí?

—Sí, señora. Yo mismo vi al general Houston hace un rato, esta misma noche. Sin embargo, ahora se encuentra en nuestro salón de fumar. ¿Desearía dejarle un mensaje?

—¿El salón de fumar?

—Sí. Allí, detrás del acanto. —El recepcionista señaló con un gesto una puerta inmensa en una esquina del vestíbulo—. Nuestro salón de fumar no es para las damas, por supuesto. Discúlpeme, señora, pero parece usted un poco angustiada. Si el asunto es vital, quizá debería enviar un botones.

—Sí —respondió Sybil—, eso sería maravilloso. —El recepcionista de noche le presentó con gesto amable una hoja del hotel de color crema y le ofreció su bolígrafo con plumín de oro.

La joven escribió deprisa, dobló la nota y garabateó «Sr. Michael Radley» en el dorso. El recepcionista hizo sonar una campana con viveza, se inclinó para responder al agradecimiento de Sybil y continuó con su trabajo.

A los pocos momentos apareció un botones pequeño y bostezador de rostro amargado, que colocó la nota en una bandeja con tapa de corcho. Sybil lo siguió nerviosa cuando el jovencito se dirigió al salón de fumar, arrastrando los pies.

—Es para el secretario personal del general —le dijo.

—No pasa na, señorita, lo conozco. —Tiró con una mano de la puerta del salón. Cuando se abrió y el botones la cruzó, Sybil se asomó. Mientras la puerta se iba cerrando poco a poco pudo echar un largo vistazo a Houston, que sin sombrero, con el rostro brillante, sudoroso y bebido, había subido una bota a la mesa, al lado de una botella de cristal tallado. Tenía una navaja de aspecto maligno en la mano y echaba bocanadas de humo mientras pinchaba…, no, mientras tallaba, eso era, porque alrededor de su sillón de cuero el suelo aparecía cubierto de virutas. Un inglés alto con barba murmuraba algo a Houston. El extraño tenía el brazo izquierdo envuelto en un cabestrillo blanco de seda y parecía triste, digno e importante. Mick se encontraba a su lado y se doblaba por la cintura para encenderle el puro cortado. Sybil lo vio rascar un encendedor de acero que colgaba de un tubo de gas hecho de caucho, y entonces se cerró la puerta.

Sybil se sentó en una otomana de aquel vestíbulo de mármol lleno de ecos. El calor se escapaba a través de sus zapatos sucios y húmedos, y le empezaron a doler los dedos de los pies. Entonces salió el botones con Mick tras él. Mick sonreía a alguien en el salón de fumar y esbozaba un jubiloso medio saludo militar. Sybil se levantó de su asiento. Al verla allí, el rostro enjuto del hombre se ensombreció. Se acercó a ella a toda prisa y la cogió por el codo.

—Por el amor de Dios —murmuró—, ¿qué clase de nota absurda era esa? ¿Es que no sabes lo que dices, niña?

—¿Qué pasa? —le rogó Sybil—. ¿Por qué no viniste a por mí?

—Un pequeño contratiempo, me temo. Parece que nos ha salido el tiro por la culata. Sería gracioso si no resultara tan puñeteramente difícil. Pero contigo aquí quizá cambien las cosas…

—¿Qué ha salido mal? ¿Quién es ese tipo elegante del brazo lisiado?

—Un maldito diplomático británico al que no le gusta el plan del general para reclutar un ejército en México. No te preocupes por él. Mañana nosotros estaremos en Francia y él seguirá aquí, en Londres, molestando a otro. Al menos eso espero… Pero el general nos lo ha estropeado. Está borracho como una cuba y se ha sacado de la manga una de sus tretas. Cuando bebe es un hijo de puta muy desagradable, la verdad sea dicha. Empieza a olvidarse de sus amigos.

—Te ha estafado en algo —comprendió Sybil—. Quiere deshacerse de ti, ¿es eso?

—Me ha birlado las quinotarjetas —dijo Mick.

—¡Pero te las mandé a París, al apartado de correos! —protestó Sybil—. ¡Como me dijiste que hiciera!

—Esas no, tontuela, ¡las quinotarjetas del discurso!

—¿Tus tarjetas del teatro? ¿Las robó?

—Sabía que tenía que guardar mis tarjetas, llevármelas conmigo, ¿no lo ves? Así que se las ha arreglado para vigilarme y ahora me las ha birlado del equipaje. Dice que después de todo no me va a necesitar en Francia, pues ya tiene mi información. Contratará a algún cebollino que sepa llevar un quino por poca pasta. O eso dice.

—¡Pero eso es robar!

—«Tomar prestado», según él. Dice que me devolverá mis tarjetas en cuanto las haya hecho copiar. De ese modo yo no pierdo nada, ¿ves? Sybil estaba aturdida. ¿Le estaba gastando una broma?

—¿Pero eso no es robar, de algún modo?

—¡Intenta discutir eso con el puñetero Samuel Houston! ¡Una vez robó un país entero, demonios, lo dejó mondo y lirondo!

—¡Pero tú eres su hombre! No puedes dejar que te robe.

Mick la interrumpió.

—Si vamos a eso, también podrías preguntar cómo conseguí elaborar ese programa francés tan elegante. Se podría decir que tomé prestado el dinero del general para ello, por llamarlo de algún modo. —Le mostró los dientes en una amplia sonrisa—. No es la primera vez que nos gastamos estas triquiñuelas. Es una especie de prueba, ¿no lo ves? Un tipo tiene que ser un canalla consumado para viajar con el general Houston…

—Oh, Señor —dijo Sybil hundiéndose en su miriñaque, sobre la otomana—. Mick, si supieras lo que he estado pensando…

—¡Anímate, entonces! —Mick la levantó—. Necesito esas tarjetas y están en su habitación. Vas a encontrarlas y a birlárselas para mí. Yo voy a volver ahí para salir del paso, fresco como una lechuga. —Se echó a reír—. Ese viejo hijo de puta quizá no lo hubiera intentado de no haber sido por los trucos que saqué en su conferencia. ¡Tú y Corny Simms conseguisteis que se sintiera en su salsa! Pero todavía le tomaremos el pelo, tú y yo juntos…

—Tengo miedo, Mick —dijo Sybil—. ¡Yo no sé robar cosas!

—Pero tontuela, pues claro que sabes —respondió Mick.

—Bueno, ¿entonces vendrás conmigo a ayudarme?

—¡Pues claro que no! Entonces se enteraría, ¿no? Le dije que eras una amiga del periódico. Si me quedo a hablar mucho tiempo olerá gato encerrado, seguro —Mick la miró furioso.

—Está bien —dijo Sybil, derrotada—. Dame la llave de su habitación —Mick gruñó.

—¿Llave? Yo no tengo la puñetera llave.

A Sybil la bañó una sensación de alivio.

—Bueno, pues yo no soy una ladrona de cajas fuertes, ¿sabes?

—Baja la voz o vas a terminar diciéndoselo a todos los huéspedes del Grand's… —sus ojos centellearon furiosos. Estaba borracho, comprendió Sybil. Jamás había visto a Mick embriagado de verdad, y ahora estaba completamente bebido, encendido. No se le notaba en la voz, ni al andar, pero estaba en garras de la locura y la osadía que el alcohol proporciona—. Yo te conseguiré una llave. Vete al hombre del mostrador, dale coba. Mántenlo ocupado. Y no me mires. —Le dio un pequeño empujón—. ¡Vete!

Aterrada, Sybil regresó al mostrador. El telégrafo del Grand's, una tintineante máquina de latón sobre un pedestal bajo de mármol decorado con frondosas parras doradas, se encontraba en el otro extremo. Dentro de una especie de campana de cristal, una aguja dorada se balanceaba de un lado a otro, señalando letras en un alfabeto concéntrico. Con cada sacudida de la aguja, algo en la base de mármol emitía un metódico sonido metálico y apagado, y provocaba la aparición por la base de mármol de unos milímetros más de cinta amarilla pulcramente perforada. El recepcionista nocturno, que se encontraba realizando agujeros en un legajo de papel continuo, puso su trabajo a un lado, se colocó unos quevedos y se acercó a ella.

—¿Sí, señora?

—Necesito enviar un telegrama. Es bastante urgente.

El empleado reunió con habilidad una pequeña caja de tarjetas perforadas, un perforador articulado de latón y un formulario rayado con pulcritud. Luego sacó el bolígrafo que Sybil había utilizado antes.

—Sí, señora. ¿Número de ciudadano?

—Oh… ¿Se refiere a mi número o al de él?

—Eso depende, señora. ¿Tiene intención de pagar con crédito nacional? Sybil evadió la respuesta.

—¿Puedo cargarlo a mi habitación?

—Desde luego, señora. ¿Número de habitación?

Sybil dudó tanto tiempo como se atrevió.

—Supongo que prefiero pagar en metálico.

—Muy bien. ¿Y el número de ciudadano del destinatario es…?

—Me temo que no lo sé, la verdad… —Parpadeó antes de mirar al recepcionista y empezó a morderse un nudillo. El empleado era muy paciente.

—Pero sí que tiene un nombre y una dirección…

—Oh, sí —se apresuró a decir Sybil—. El señor Charles Egremont, parlamentario, «Las Hayas», Belgravia, Londres.

El recepcionista lo escribió todo.

—Es algo más costoso enviar un cable solo con la dirección, señora. Resulta más eficaz dirigirlo directamente a través de la Oficina Central de Estadística. —Sybil no había buscado a Mick. Había tenido miedo de mirar. Ahora, por el rabillo del ojo, vio que una forma oscura se escabullía y cruzaba el suelo del vestíbulo. Mick caminaba muy agazapado. Se había quitado los zapatos y llevaba los cordones atados al cuello. Se dirigió rápidamente hacia el mostrador de caoba, que le llegaba a la cintura, agarró con las dos manos el borde frontal, saltó por encima en una fracción de segundo y desapareció.

No produjo sonido alguno.

—Tiene algo que ver con el modo en el que la máquina maneja los mensajes —le explicaba el recepcionista.

—Vaya —dijo Sybil—. Pero no tengo su número de ciudadano. Entonces tendré que pagar algo extra, ¿no es cierto? Es muy importante.

—Sí, señora, estoy seguro de que lo es. Por favor, continúe y yo le tomaré dictado.

—Supongo que no debería empezar con mi dirección y la fecha, ¿no es cierto? Es decir, un telegrama no es una carta, en realidad, ¿verdad?

—No, señora.

—¿Ni su dirección tampoco?

—La brevedad es la esencia de la telegrafía, señora.

Mick debía de ir arrastrándose hasta el tablero de caoba del hotel, que colgaba atestado de llaves. No podía verlo pero se imaginaba capaz de oírlo, casi de olerlo, y pensaba que al recepcionista solo le hacía falta echar un vistazo a su derecha para descubrir a un ratero que reptaba hacia él con mirada demencial, agachado como un simio.

—Por favor, apunte esto —comenzó Sybil con voz temblorosa—: «Querido Charles» —el empleado empezó a garabatear—. «Hace nueve años me sometiste al peor deshonor que puede conocer una mujer».

El recepcionista se quedó mirando horrorizado su bolígrafo, al tiempo que un rubor cálido le subía por el cuello de la camisa.

—«Charles, me prometiste que salvarías a mi pobre padre. En lugar de eso me corrompiste a mí, en cuerpo y alma. Hoy me voy de Londres en compañía de amigos poderosos. Saben muy bien el traidor que fuiste con Walter Gerard y conmigo. No intentes encontrarme, Charles. Sería inútil. Espero de verdad que tú y la señora Egremont podáis dormir bien esta noche». —Sybil se estremeció—. Firme eso «Sybil Gerard», si es tan amable.

—Sí, señora —murmuró el recepcionista con la mirada gacha mientras Mick volvía a saltar sin ruido por encima del mostrador, con los pies embutidos en sus calcetines. Mick se agazapó tras el bulto del mueble y luego se escabulló en cuclillas y a toda prisa, anadeando por el suelo de mármol como un horrible pato. Un momento después había rodado tras un par de sillones tapizados.

—¿Qué le debo? —preguntó con educación Sybil al recepcionista.

—Dos y seis —tartamudeó el hombre, incapaz de mirarla a los ojos. La joven contó el dinero del bolsito de cierre que sacó del manguito y dejó al empleado abochornado y en su puesto, perforando tarjetas telegráficas que extraía de su caja. Mick cruzó el vestíbulo paseándose como un caballero. Se detuvo al lado de un anaquel de lectura del que colgaban varios periódicos bien planchados. Se agachó, se volvió a atar los cordones de los zapatos con toda frialdad y, cuando se enderezó, Sybil vio el brillo del metal en su mano. Sin siquiera molestarse en mirarla, Mick metió la llave detrás de un cojín de terciopelo de la otomana. Luego se levantó con ligereza, se colocó la corbata, se sacudió las mangas y se dirigió directamente al salón de fumar.

Sybil se sentó durante un momento en la otomana y fingió leer una revista mensual de lomo dorado, Actas de la Real Sociedad. Con mucho cuidado y con la punta de los dedos de la mano derecha, rebuscó la llave. Ahí estaba, con el número «24» grabado sobre el latón ovalado. Bostezó con lo que esperaba que fuera un gesto distinguido y se puso en pie para retirarse arriba, como si no cupiera ninguna duda de que tenía habitación en el hotel.

Le dolían los pies.

Mientras caminaba con paso lento por el silencioso pasillo iluminado por el gas en dirección a la suite de Houston, sintió un asombro repentino cuando se dio cuenta de que había arremetido contra Charles Egremont. Había necesitado un mensaje melodramático para distraer al recepcionista y había soltado sin pensar todas aquellas amenazas, aquella rabia. Todo había estallado de tal modo casi sin querer. Se sentía confusa, incluso asustada, pues creía haberse olvidado ya casi por completo de aquel hombre.

Se imaginó el miedo en el rostro de Egremont cuando leyera su telegrama. Recordaba bien su cara, su expresión fatua y triunfadora. Siempre parecía tener buenas intenciones, siempre se disculpaba, siempre la sermoneaba, siempre se quejaba, rogaba, lloraba y pecaba. Era un necio.

Pero ahora había dejado que Mick Radley la pusiera a robar. Si fuera lista saldría del Grand's Hotel, se desvanecería en las profundidades de Londres y nunca volvería a ver a Radley. No debería dejar que el juramento de la aprendiza la detuviera. Romper un juramento resultaba aterrador, pero no era más vil que sus demás pecados. Y sin embargo, por alguna razón allí estaba; le había permitido hacer con ella lo que quisiera.

Se detuvo delante de la puerta, miró a ambos lados del pasillo desierto y manoseó la llave robada. ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Porque Mick era fuerte y ella débil?

¿Porque él sabía secretos que ella desconocía? Por primera vez se le ocurrió que podría estar enamorada de él. Quizá fuera cierto que lo amaba de alguna extraña manera, y si eso fuera verdad explicaría muchas cosas; resultaría casi tranquilizador. De estar enamorada tendría derecho a quemar sus puentes, a caminar por el aire, a vivir por impulso. Y si amaba a Radley, por fin habría algo que ella sabría y él no. Su secreto, suyo y de nadie más.

Abrió la puerta con la llave, con gestos nerviosos y rápidos. Se deslizó dentro, cerró a su espalda y se apoyó contra la hoja. Todo estaba a oscuras. Había una lámpara en la habitación, en alguna parte. Podía oler la mecha quemada. En la pared de enfrente se sugería el perfil de una ventana cuadrada que daba a la calle, cubierta con cortinas; entre estas cortinas se colaba un rayo fino y gastado de luz de gas. Sybil se adentró vacilante en la habitación con las manos estiradas, hasta que sintió el bulto sólido y pulido de un escritorio y distinguió allí el brillo apagado del tubo de una lámpara. Levantó esta y la sacudió. Tenía aceite. Ahora necesitaba un lucifer.

Buscó a tientas en los cajones del escritorio. Por alguna razón ya estaban abiertos. Rebuscó entre ellos. Objetos de escritorio. Inútiles. Y alguien había derramado tinta en uno de los cajones, podía olerla.

Sus dedos rozaron una caja de luciferes que reconoció menos por el tacto que por el seco y conocido traqueteo. La verdad era que sus dedos no parecían funcionar demasiado bien. El primer lucifer produjo un pequeño estallido y se apagó con un siseo, se negó a encenderse y llenó la habitación con un nauseabundo olor a sulfuro. El segundo le mostró la lámpara. Las manos le temblaban mucho cuando levantó el tubo y aplicó la llama a la mecha.

Vio su propio reflejo iluminado por la lámpara. La imagen la miraba con ojos enloquecidos desde el cristal inclinado, luego duplicado en los espejos biselados de las puertas gemelas de un armario. Notó que había ropa esparcida por la cama, por el suelo…

Había un hombre sentado en el brazo de un sillón, agazapado allí como un gran cuervo envuelto en sombras. Portaba un enorme cuchillo en la mano. El hombre se levantó entonces, pero lo hizo poco a poco, con un crujido de cuero, como una inmensa marioneta de madera que hubiera yacido durante años enterrada bajo el polvo. Iba vestido con un largo e informe abrigo gris. La nariz y la boca estaban cubiertas con un pañuelo oscuro.

—Será mejor que te calles, bonita —le dijo mientras levantaba el enorme puñal, un acero oscuro, como el de un cuchillo de carnicero—. ¿Viene Sam?

A Sybil le costó encontrar la voz.

—¡Por favor, no me mate!

—El viejo cabrón todavía de putas, ¿eh? —La lenta voz texana se deslizaba como la melaza; Sybil apenas si era capaz de entender las palabras—. ¿Eres su amiguita?

—¡No! —protestó Sybil con la voz estrangulada—. No, no lo soy, ¡lo juro! Yo… ¡he venido aquí para robarle, esa es la verdad!

Se produjo un denso silencio.

—Echa un vistazo a tu alrededor.

Sybil así lo hizo, temblorosa. Habían saqueado la habitación.

—Aquí no hay nada que robar —dijo el hombre—. ¿Dónde se encuentra, muchacha?

—Está abajo —respondió Sybil—. ¡Está borracho! ¡Pero yo no lo conozco, lo juro! ¡Me envió aquí mi hombre, eso es todo! ¡Yo no quería hacerlo! ¡Él me obligó!

—Ahora calla —dijo él—. Yo no le haría daño a una mujer blanca, a menos que no me quedara más remedio. Apaga esa lámpara.

—Déjeme ir —le rogó Sybil—. ¡Me marcharé directamente! ¡Yo no quería hacer ningún daño a nadie!

—¿Daño? —La lenta voz rezumaba una macabra certidumbre—. Cualquier daño que pueda haber es para Houston, y no sería más que justicia.

—¡Yo no he robado las tarjetas! ¡No las he tocado!

—¿Tarjetas? —rio el hombre, un sonido seco surgido de la parte posterior de la garganta.

—Las tarjetas no pertenecen a Houston… ¡Las robó!

—Houston ha robado muchas cosas —replicó el hombre, aunque resultaba evidente que se sentía confuso. Estaba pensando en ella y no le gustaba—. ¿Cómo te llaman?

—Sybil Jones. —La joven cogió aliento—. ¡Soy subdita británica!

—Caray —dijo el hombre y chasqueó la lengua.

El rostro enmascarado resultaba indescifrable. El sudor brillaba en una franja de piel pálida y lisa que le cruzaba la parte superior de la frente. Sybil comprendió que el borde de un sombrero había descansado allí para protegerlo del sol texano. El hombre se adelantó, le quitó la lámpara y bajó la mecha. Sus dedos, cuando rozaron la mano de Sybil, le parecieron secos y duros como la madera.

En medio de la oscuridad, a la joven no le quedaba más que el martilleo de su corazón y la terrible presencia del texano.

—Debe de sentirse solo, aquí en Londres —soltó Sybil de repente, desesperada por evitar otro silencio.

—Quizá Houston se sienta solo. Yo tengo mejor conciencia. —La voz del texano era cortante—. ¿Alguna vez le preguntas si se siente solo?

—Que no lo conozco —insistió ella.

—Estás aquí. Una mujer que acude sola a sus habitaciones…

—Vine a por las quinotarjetas. Tarjetas de papel, con agujeros. ¡Eso es todo, lo juro! —no hubo respuesta—. ¿Sabe lo que es un quinótropo?

—Otra de esas puñeteras máquinas —respondió el texano con cansancio. Otro silencio.

—No me mientas —dijo por fin—. Eres una puta, eso es todo. No eres la primera puta que veo en mi vida.

Sybil lo oyó toser detrás del pañuelo y bufar con un sonido húmedo.

—Pero no estás mal —le dijo—. En Texas podrías casarte. Empezar otra vez.

—Estoy segura de que sería maravilloso —respondió Sybil.

—Nunca hay bastantes mujeres blancas en el campo. Búscate un hombre decente en vez de un chulo. —Se levantó el pañuelo y escupió en el suelo—. Odio a los chulos —anunció con tono inexpresivo—. Los odio como odio a los indios. O a los mexicanos. Los indios mexicanos… Una vez nos enfrentamos a indios francomexicanos, trescientos o cuatrocientos de ellos. A caballo y armados con rifles de resorte son lo más parecido a diablos que hay sobre la Tierra.

—Pero los texanos son héroes —protestó Sybil mientras intentaba desesperadamente recordar algún nombre del discurso de Houston—. He oído hablar de… de El Álamo.

—Goliad… —La voz se había tornado un susurro seco—. Yo estuve en Goliad.

—También he oído hablar de eso —se apresuró a decir Sybil—. Debió de ser glorioso. El texano carraspeó y volvió a escupir.

—Peleamos contra ellos durante dos días. Sin agua. El coronel Fannin se rindió. Nos cogieron prisioneros, todo muy bonito, tan educaditos todos. Al día siguiente nos sacaron del pueblo. Nos dispararon a sangre fría. Nos pusieron en fila, sin más. Nos aniquilaron.

Sybil no dijo nada.

—Aniquilaron El Álamo. Quemaron todos los cuerpos. Aniquilaron a la expedición Meir. Los obligaron a coger judías. Una ollita de cerámica, como las de la lotería: sacas una judía negra y te matan. Mira tú, los mexicanos.

—Mexicanos… —repitió ella.

—Los comanches son peores.

Desde algún lugar de la noche les llegó el chirrido de un gran freno de fricción, y luego un martilleo lejano, apagado.

Judías negras. Goliad. La cabeza de Sybil era Babel, Judías y masacres, y aquel hombre cuya piel era como el cuero. Hedía como un bracero, a caballos y sudor. En Neal Street, ella había pagado una vez dos peniques por ver un diorama de un inmenso yermo de América, una pesadilla de piedra retorcida. El texano parecía haber nacido en un lugar así, y Sybil pensó que todos los desiertos del discurso de Houston, todos los lugares con aquellos nombres tan raros e improbables, eran reales, de verdad, habitados por criaturas como esa. Y Mick había dicho que Houston había robado un país una vez, y ahora aquel hombre lo había seguido como un ángel vengador. Intentó contener un loco deseo de echarse a reír. Recordó entonces a la anciana, la vendedora de aceite de roca de Whitechapel, y la extraña mirada que le había lanzado a Mick cuando este la había interrogado.

¿Trabajaban otros de común acuerdo con el ángel de Goliad? ¿Cómo era que una figura tan extraña había conseguido entrar en el Grand's esa noche, y hacerlo además en una habitación cerrada? ¿Dónde podría esconderse un hombre así, aunque se tratara de Londres, incluso entre las hordas harapientas de refugiados americanos?

—¿Dices que está borracho? —dijo el texano.

Sybil se sobresaltó de repente.

—¿Qué?

—Houston.

—Ah, sí. En el salón de fumar. Muy borracho.

—Que sea la última, entonces. ¿Solo?

—Él… —Mick—. Está con un hombre alto. No lo conozco.

—¿Con barba? ¿Brazo roto?

—Yo… Sí.

El hombre inspiró entre los dientes. El cuero crujió cuando se encogió de hombros. Algo tableteó a la izquierda de Sybil. Bajo el leve fulgor que se colaba entre las cortinas vislumbró las facetas resplandecientes del pomo de cristal tallado de la puerta que empezaba a girar. El texano saltó del sillón.

Con la palma de una mano apretándole con fuerza la boca, sujetó el gran puñal ante ella, un objeto horrendo parecido a un cuchillo de carnicero alargado que se iba ahusando hasta terminar en punta. Un trozo de latón le recorría el lomo; con la hoja a milímetros de los ojos, la joven vio muescas y mellas por todo el metal. Y entonces se abrió la puerta y Mick se coló en el interior, la cabeza y los hombros perfilados por la luz del pasillo.

Sybil debió de golpearse la cabeza contra la pared cuando el texano la empujó hacia un lado, pero luego consiguió arrodillarse, el miriñaque arrugado bajo ella, y vio que el hombre levantaba a Mick y lo aplastaba contra la pared con una única mano enorme alrededor de la garganta. Los tacones de Mick tocaron una frenética retreta contra el revestimiento hasta que lo ensartó la larga hoja. El asesino retorció el puñal y volvió a golpear, y la habitación se vio inundada por el caliginoso hedor del callejón de los carniceros.

Y todo cuanto sucedió después en esa habitación se le antojó a Sybil un sueño, o una obra que contemplara, o un quinoespectáculo producido con bloques balsa tan numerosos, tan diminutos y tan bien trabajados que desdibujaban la realidad. Pues el texano, tras bajar a Mick al suelo sin ruido, cerró la puerta y volvió a echar la llave con movimientos pausados y metódicos.

La joven se balanceó, todavía arrodillada en el suelo, y luego se dejó caer contra la pared, detrás del escritorio. A Mick lo arrastraron hasta la oscuridad más profunda que había en el costado del armario. El texano se arrodilló sobre él, y entonces Sybil escuchó el frufrú de la ropa, el golpe seco del tarjetero al ser arrojado a un lado, un tintineo de dinero en metálico y el sonido de una única moneda al caer, rodar y girar sobre el suelo de madera.

Y luego llegó de la puerta un arañazo, el ruido metálico de metal sobre metal, la barabúnda de un borracho al buscar una cerradura.

Houston abrió la puerta de par en par y se lanzó hacia delante, apoyado en su pesado bastón. Profirió un eructo atronador y se frotó la antigua herida.

—Hijos de puta… —dijo con voz ronca por la bebida; caminaba muy escorado, y a cada paso el bastón caía con un crujido marcado—. ¿Radley? Sal de ahí, cachorrito.

—Se había acercado al escritorio y Sybil se apresuró a apartar los dedos sin hacer ruido. Tenía miedo del peso de sus botas.

El texano cerró la puerta.

—¡Radley!

—Buenas noches, Sam.

La habitación sobre el Hart parecía tan lejana como los primeros recuerdos de la infancia, allí, en medio del olor de la carnicería, en aquella oscuridad en la que se movían los gigantes. Houston se abalanzó de repente para acuchillar las cortinas con el bastón. Las rasgó y la luz de gas atrapó los dibujos que la escarcha creaba en cada uno de los cristales separados por parteluces, e iluminó también el pañuelo del texano y los ceñudos ojos sobre él, ojos lejanos y despiadados como las estrellas del invierno. Houston se tambaleó al verlo. La manta rayada se le cayó de los hombros y las medallas relucieron y retemblaron.

—Me han enviado los Rangers, Sam. —La pequeña pistola avispero de Mick parecía un juguete en la mano del texano. Los cañones arracimados se guiñaron cuando apuntó.

—¿Quién eres, hijo? —preguntó Houston. Todo rastro de la borrachera había desaparecido de repente de su voz profunda—. ¿Eres Wallace? Quítate ese pañuelo. Mírame de hombre a hombre…

—No me va a dar más órdenes, general. No debería haberse llevado lo que se llevó. Nos robó, Sam. ¿Dónde está? ¿Dónde está ese dinero del tesoro?

Ranger —respondió Houston con una voz que semejaba un suntuoso jarabe de paciencia y sinceridad—, lo han engañado. Sé quién lo ha enviado y sé cuáles son las mentiras y calumnias que sobre mí circulan. Pero le juro que no robé nada. Esos fondos son míos por derecho, la caja sagrada del Gobierno en el exilio de Texas.

—Vendió Texas a cambio del oro británico —dijo el ranger—. Necesitamos ese dinero para armas y comida. Nos estamos muriendo de hambre y nos están aniquilando —se detuvo un momento—. Y usted quiere ayudarles a hacerlo.

—La República de Texas no puede desafiar a las grandes potencias del mundo, ranger. Sé que las cosas van mal en Texas y me duele el corazón por mi país, pero no podrá haber paz hasta que yo retome el mando.

—Ya no le queda dinero, ¿verdad? —dijo el ranger—. He mirado y no está ahí. Ha vendido su elegante hacienda en el campo… Lo ha derrochado todo, Sam, en putas, bebida y espectáculos elegantes para extranjeros. Y ahora quiere volver con un ejército mexicano. Es usted un ladrón, un borracho y un traidor.

—¡Maldito seas! —rugió Houston mientras se abría el abrigo con las dos manos—. Eres un asesino cobarde, un hijo de puta malhablado. Si crees que tienes lo que hay que tener para matar al padre de tu país, entonces dispárale al corazón. —Se golpeó el pecho con el dedo.

—Por Texas.

El avispero escupió una llamarada de fuego naranja ribeteado de azul que arrojó a Houston hacia atrás, contra la pared. El general se desplomó al tiempo que el vengador saltaba hacia él y se agachaba para apoyar las bocas de la pistolita sobre el chillón chaleco de leopardo. Se produjo un estallido en el pecho de Houston, luego otro, y después un fuerte chasquido cuando el delicado gatillo se rompió en el puño del ranger.

Este arrojó a un lado el arma de Mick. Houston quedó tendido con las piernas abiertas, inmóvil. Las chispas rojas se arrastraban sobre el pelo del chaleco de leopardo. Desde otra habitación llegaron adormilados gritos de alarma. El texano cogió el bastón de Houston y empezó a aporrear la ventana con él. El cristal se hizo añicos que se precipitaron hacia la acera. Los parteluces cedieron y el hombre salió entre los restos y superó el alféizar. Se quedó allí, inmóvil, durante un instante. El viento helado le sacudía el abrigo largo y a Sybil, sumida en un trance, le recordó a la primera visión que había tenido de él: un inmenso cuervo oscuro, ahora a punto de levantar el vuelo. El asesino saltó y se perdió de vista, el destructor de Houston, el ángel de Goliad, y desapareció, dejándola inmersa en el silencio y en un terror creciente, como si al desvanecerse hubiera roto un conjuro. Empezó a arrastrarse sin rumbo fijo y con el cruel obstáculo de su miriñaque, y sin embargo le parecía que sus miembros se movían por voluntad propia. El pesado bastón yacía en el suelo, pero la cabeza, una corneja dorada de latón, se había separado del fuste.

Houston gimió.

—Por favor, cállese —le dijo ella—. Está muerto.

—¿Quién es usted? —dijo el general, tras lo que lanzó una tos. El suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrio que notaba afilados bajo las palmas. No. No era así. Eran más bien como guijarros. Vio que el bastón estaba hueco y que había derramado su apretado relleno de algodón, en el que descansaban más guijarros. Brillaban. Eran diamantes. Los reunió con las dos manos y arrugó el paquete de algodón para metérselo en el corpiño, entre los pechos.

Se volvió entonces hacia Houston, que todavía yacía de espaldas, y contempló fascinada la mancha de sangre que se le extendía por las costillas.

—Ayúdeme —gruñó el general—. No puedo respirar…

Sybil tiró de los botones del chaleco, que se abrió para mostrar los pulcros bolsillos interiores de seda negra, atestados de densos paquetes de papel: gruesos tacos de tarjetas perforadas en envoltorios marrones, sus intrincadas perforaciones probablemente echadas a perder por el impacto caliente de las balas. Y también había sangre, ya que al menos una de las postas le había acertado de pleno. Sybil se levantó y caminó mareada hacia la puerta. Su pie pisó algo húmedo en las sombras rojizas que había junto al armario, y al bajar la vista vio un tarjetero de tafilete rojo, abierto y con un par de billetes cogidos con un pesado sujetapapeles niquelado. Se inclinó y lo recogió.

—Levánteme —exigió Houston con una voz más fuerte, teñida de urgencia e irritación—. ¿Dónde está mi bastón? ¿Dónde está Radley?

La habitación parecía mecerse bajo Sybil como un barco en el mar, pero la cruzó para llegarse hasta la puerta. Abrió, salió, cerró tras de sí y continuó su camino, como cualquier muchacha de buena cuna, por los perfectamente respetables pasillos del Grand's Hotel, iluminados con gas.

La terminal en el Puente de Londres de la Compañía de Ferrocarril del Sureste era una sala inmensa y llena de corrientes, construida en hierro y un cristal cubierto de hollín. Los cuáqueros se movían entre las filas de bancos, ofreciendo panfletos a los viajeros sentados. Los soldados irlandeses de casaca roja, con los ojos inyectados en sangre por la ginebra ingerida durante la noche, lanzaban miradas furibundas a los misioneros bien afeitados que pasaban junto a ellos. Todos los pasajeros franceses parecían volver a casa con piñas, el dulce y exótico botín de los muelles de Londres. Hasta la rolliza y pequeña actriz que se sentaba enfrente de Sybil tenía su piña, cuyas puntiagudas hojas verdes sobresalían de la cesta cubierta que llevaba a los pies.

El tren atravesó volando Bermondsey y salió a unas callecitas de ladrillo nuevo y azulejo rojo. Basureros, huertos, terrenos baldíos. Un túnel. La oscuridad que la rodeaba hedía a pólvora quemada.

Sybil cerró los ojos.

Cuando los abrió de nuevo vio unos cuervos que aleteaban sobre un yermo, así como los cables del telégrafo eléctrico, hilos desdibujados que ascendían y descendían entre poste y poste, bailando al son del viento que acompañaba su viaje a Francia.

Esta imagen, daguerrotipada de forma subrepticia por un miembro de la Sección de moral pública de la Sûreté Générale el 30 de enero de 1855, presenta a una joven sentada en una mesa de la terraza del Café Madeleine, número cuatro del boulevard Malesherbes. La mujer, que está sentada sola, tiene ante ella una tetera de porcelana y una taza. La justificación de la imagen revela ciertos detalles del traje: cintas, encajes, el chal de cachemira, los guantes, los pendientes, el sofisticado sombrero. La ropa de la mujer es de origen francés y nueva, de muy buena calidad. Su rostro, algo borroso por la larga exposición de la cámara, parece meditabundo, perdido en sus pensamientos.

La justificación de los detalles del fondo revela el número tres del boulevard Malesherbes, las oficinas de la Compagnie Sud Atlantique Transport Maritimes. El escaparate de la oficina contiene una gran maqueta de un barco de vapor con tres chimeneas, un navío de diseño francés para el comercio colonial trasatlántico. Un anciano cuyo rostro no se alcanza a ver, evidentemente un sujeto accidental, parece perdido en la contemplación del barco. Su figura solitaria surge por tanto entre los rápidos borrones de la multitud parisina. Lleva la cabeza desnuda y los hombros hundidos. Se apoya con fuerza en un bastón, al parecer de caña barata de Indias. Ignora la proximidad de la joven, de la misma forma que ella ignora la de él. Ella es Sybil Gerard.

Él es Samuel Houston.

Sus caminos se dividen para siempre.