Las imágenes tabuladas
El lenguaje de los signos
La disposición circular de los ejes de las grandes ruedas centrales de la máquina diferencial inspiraba las mejores perspectivas. La totalidad de la ciencia aritmética parecía ahora al alcance del mecanismo. Se había abierto el vago atisbo de un motor analítico y yo seguí con entusiasmo esta umbría visión.
Los planos y experimentos eran de la clase más costosa imaginable. Se contrató a los mejores delineantes para economizar la labor de mi propia cabeza, mientras que unos trabajadores especializados fueron los encargados de construir la maquinaria experimental.
Para llevar a cabo mis planes con éxito, había adquirido una casa con más o menos un cuarto de acre de parcela en una zona muy tranquila de Londres. Las cocheras se convirtieron en forja y fundición, y los establos en taller. Construí yo mismo los extensos laboratorios e hice levantar un edificio ignífugo para mis planos y mis delineantes.
Las complicadas relaciones entre las diferentes partes de la maquinaria habrían frustrado a la memoria más tenaz. Yo me sobrepuse a esta dificultad mejorando y expandiendo un lenguaje de signos, la Notación Mecánica, que en 1826 había expuesto en un documento titulado Transacciones filosóficas de la Real Sociedad. Con tales medios logré llevar a cabo una investigación de tan vasto alcance que, en cualquier otra circunstancia, habría requerido una cantidad incontable de años. Con la ayuda del lenguaje de los signos, la máquina se convirtió en una realidad.
—Lord Charles Babbage
Pasajes de la vida de un filósofo, 1864
Cartas de nuestros lectores
[De Revista Mecánica, 1830]
A juzgar por las cartas que recibimos, parece que parte de nuestro público duda que las cuestiones políticas caigan dentro de los límites de lo que interesa a esta publicación. Pero el interés de la ciencia y la industria están inextricablemente unidos a la filosofía política de una nación. ¿Cómo podemos estar en silencio en circunstancias como las actuales?
Contemplamos con deleite la llegada de una nueva era de la ciencia, así como cualquier otra circunstancia productiva para este país, como la candidatura al Parlamento de un hombre de la eminencia científica del señor Babbage, con su probada independencia de espíritu, su curiosidad y su espíritu emprendedor. Por ello, decimos abiertamente a todos los electores de Finsbury que lean esta publicación que vayan a votar por el señor Babbage. Si son ustedes inventores y el ubicuo y opresivo Impuesto de Patentes les impide participar en una competencia justa, y desean que el impuesto sea sustituido por un sistema de subsidios públicos, justo y programado, vayan a votar por el señor Babbage. Si son ustedes fabricantes y se sienten hostigados y entorpecidos en sus operaciones por los disparates fiscales del actual Gobierno y quieren que la industria británica sea tan libre como el aire que respiran, vayan a votar por el señor Babbage. Si son ustedes mecánicos, dependen para su diario sustento de una constante y regular demanda de los productos de su oficio, y son conscientes de la importancia del libre comercio para su bienestar, vayan a votar por el señor Babbage. Si son devotos de la ciencia y el progreso, principio y práctica unidos como los huesos y los tendones, únanse hoy a nosotros en Ishlington Green y ¡voten por el señor Babbage!
En una era de disturbios
El resultado de las elecciones generales de 1830 evidenció los sentimientos del electorado. Byron y sus radicales se habían llevado la voz cantante y el partido whig estaba hecho pedazos. Sin embargo, los tories de lord Wellington, conscientes de la amenaza que para el sistema de privilegio aristocrático representaban las propuestas de los radicales sobre la «meritocracia», adoptaron una línea de dureza. La Cámara de los Comunes demoró todo lo posible la aprobación la Ley de Reforma radical, y el 8 de octubre, los lores la rechazaron. El rey se negó a crear nuevos títulos para que los radicales pudieran forzar la aprobación de la ley. Y, lo que es más, los Fitzclarence fueron ennoblecidos, lo que llevó a Byron a declarar con amargura: «Cuánto mejor es ser un bastardo real que un filósofo en la Inglaterra de nuestros tiempos. Pero se avecinan grandes cambios».
La presión popular se hizo sentir rápidamente. En Birmingham, Liverpool y Manchester, las clases trabajadoras, inspiradas por las ideas de Babbage sobre propiedad comunitaria y cooperativismo, tomaron las calles, antorcha en mano, con enormes manifestaciones. El Partido Radical Industrial, contrario a la violencia, apelaba al uso de la persuasión moral y a una campaña masiva y pacífica de quejas. Pero el Gobierno se mantuvo en sus trece y la atmósfera fue enrareciéndose. En una espiral creciente de indignación popular, las «bandas del garrote» de los medios rurales y los grupos de luditas proletarios empezaron a atacar tanto las mansiones aristocráticas como las fábricas capitalistas. En Londres, las turbas destrozaron a pedradas las ventanas de las casas del duque de Wellington y otros señalados tories y, piedra en mano, organizaron pequeños comités de recepción que aguardaban el paso de los carruajes de las élites. Los obispos anglicanos, que habían votado en contra de la reforma en la Cámara de los Lores, fueron quemados en efigie. Diversos grupos de conspiradores ultrarradicales, inflamados hasta el frenesí por las violentas diatribas del conocido ateo P. B. Shelley, atacaron y saquearon varias iglesias. El 12 de diciembre, lord Byron presentó una nueva Ley de Reforma, más radical aún que la anterior, que proponía el desmembramiento del sistema británico de la aristocracia hereditaria, medida que le habría afectado a él mismo. Esto era más de lo que podían soportar los tories, y Wellington se involucró secretamente en la planificación de un golpe militar.
La crisis había polarizado a la nación. En esta encrucijada, las clases medias, aterradas por la perspectiva de la anarquía, movieron ficha y se pusieron del lado de los radicales. Se declaró una huelga fiscal con el objeto de obligar a Wellington a dimitir. Se produjo un movimiento colectivo y deliberado hacia los bancos, en el que los mercaderes exigieron la entrega de las reservas de oro, lo que provocó una parada estrepitosa de los engranajes de la economía nacional.
En Bristol, después de tres días de grandes disturbios, Wellington ordenó al ejército que sofocara el «jacobinismo» a cualquier precio. En las masacres que se produjeron a continuación, tres destacados miembros del Partido Radical perdieron la vida. Al recibir la noticia sobre la masacre, un enfurecido Byron, que a estas alturas se hacía llamar «ciudadano Byron», apareció sin levita ni corbata en una manifestación celebrada en Londres, donde llamó a la huelga general. La manifestación fue disuelta por la caballería tory con sangrientos resultados, pero Byron logró escapar. Dos días después, la nación estaba sometida a la ley marcial.
En el futuro, el duque de Wellington dirigiría su considerable genio militar contra sus propios compatriotas. Los primeros levantamientos contra el régimen tory —como, en justicia, se le debe llamar ahora— fueron rápida y eficazmente sofocados, y las autoridades emplazaron guarniciones permanentes en todas las ciudades importantes. El ejército permaneció leal al vencedor de Waterloo y la aristocracia, para su descrédito, unció también su carro al del duque.
Pero la élite del Partido Radical había logrado escapar, ayudada por una red encubierta muy bien organizada. Al llegar la primavera de 1831, la esperanza de una rápida solución militar a la crisis se había esfumado. Las ejecuciones y deportaciones en masa tuvieron como respuesta una enconada resistencia y el estallido de violentas acciones guerrilleras. El régimen había perdido todo apoyo popular e Inglaterra se encontraba al borde de la guerra de clases.
—La era de los disturbios: una historia popular, 1912
por W. E. Pratchet, doctor en Filosofía y miembro de la R. S.
Sombrías melodías de los órganos automáticos
[Esta carta privada, fechada en julio de 1855, contiene las impresiones de Benjamín Disraeli sobre el funeral de lord Byron. El texto se ha extraído de una cinta emitida por una máquina de escribir de Colt & Maxwell. Se desconoce su destinatario].
Lady Anabella Byron, con aspecto muy desmejorado, entró del brazo de su hija. Parecía un poco aturdida. Tanto la madre como la hija estaban pálidas y fatigadas, y aparentaban encontrarse al límite de sus fuerzas. Entonces sonó una marcha fúnebre muy fina. El panmelodio sonaba de manera espléndida entre las sombrías melodías de los órganos automáticos.
A continuación llegaron las autoridades, en procesión. Primero el Portavoz, precedido por heraldos con bastones blancos y trajes de luto. Estaba espléndido. Caminaba lentamente, pero con firmeza, impasible y lleno de dignidad. Con un rostro casi egipcíaco. Un ujier llevaba la maza y él iba vestido con un traje de bordado dorado, muy fino. Luego venían los ministros; el secretario colonial, tan gallardo como de costumbre. El virrey de la India parecía casi recuperado de su malaria. El presidente de la Comisión de Libre Comercio era la viva imagen de la perversidad humana, como si se encogiera bajo el peso de una carga de remordimientos. Luego la Cámara de los Lores. El lord canciller, absolutamente grotesco, tanto más por la figura del sargento de armas que lo acompañaba, con su cadena plateada y los grandes lazos de seda blanca en los hombros en señal de duelo. Lord Babbage, pálido y erguido, rebosante de dignidad. El joven lord Huxley, esbelto, resuelto en el paso, espléndido. Lord Scowcroft, la persona más volátil que jamás he conocido, vestido con ropa deshilachada, como un sacristán.
El ataúd llegó con toda solemnidad, sostenido por varios porteadores. El príncipe consorte, Alberto, era el más notable de todos ellos y su aspecto era muy extraño, una mezcla de deber, dignidad y miedo. Según he oído, estuvo esperando en la puerta, farfullando en alemán sobre el hedor.
Cuando entró el ataúd, la Dama de Hierro pareció envejecer mil años.
La Dama de Hierro viuda
Así que ahora el mundo recae en manos de hombres pequeños, de hipócritas y burócratas.
Míralos. Carecen del temple necesario para esta gran obra. La arruinarán. Oh, incluso ahora podría enderezar las cosas con solo que esos necios me escucharan, pero nunca podría hablar como tú, y ellos no escuchan a las mujeres. Eras el gran orador, un pomposo y pintarrajeado saltimbanqui sin una sola idea de verdad en la cabeza, sin dotes lógicas, sin otra cosa que tu falsaria perversión, pero a pesar de ello te escuchaban; oh, vaya si te escuchaban. Escribías tus tontos libros de poesía, donde alababas a Satán, a Caín y el adulterio, repletos de todos los disparates imaginarios, y los muy necios los recibían como el maná del cielo. Derribaban las puertas de las librerías, y las mujeres se arrojaban a tus pies, ejércitos enteros de ellas. Yo nunca lo hice. Pero, claro, conmigo te casaste.
Era inocente entonces. Aun en los días de nuestro cortejo, un reducto de moralidad de mi interior sentía repulsión ante tus sibilinas lisonjas y tus odiosos comentarios llenos de dobles sentidos e insinuaciones, pero con todo atisbé en ti una promesa y decidí
ignorar mis dudas. ¡Qué rápidamente las reviviste una vez convertidos en marido y mujer!
Utilizaste cruelmente mi inocencia; me convertí en íntima de la sodomía antes incluso de conocer la naturaleza de ese pecado; antes de aprender las palabras de lo inefable. Pederastia, manustupration, fellatio. El vicio te era tan propio que no podías alejar de él ni el lecho matrimonial. Me contaminaste, al igual que habías contaminado a la necia de tu hermana.
Si la sociedad hubiera conocido la décima parte de lo que yo sé, te habrían expulsado de Inglaterra como a un leproso. De vuelta a Grecia, a Turquía y tus catamitas. Con qué facilidad podría haberte arruinado, y estuve a punto de hacerlo, de acabar contigo, porque me exasperaba que no conocieras, ni sintieras el menor deseo de conocer, la hondura de mis convicciones. Busqué entonces refugio en las matemáticas y me mantuve en silencio para seguir pareciendo una buena esposa a los ojos de la sociedad, pues aún tenía proyectos reservados para ti, y grandes cosas que hacer sin otro medio para alcanzarlas que mi marido. Porque había vislumbrado el camino al bien de la mayoría, un bien tan grande que convertía a mis humildes deseos en una mera bagatela.
Charles me enseñó. El decente, brillante e ingenuo Charles, tu opuesto en todos los aspectos; tan repleto de grandes planes y de la luz pura de las ciencias matemáticas, pero al mismo tiempo impolítico, totalmente incapaz de soportar la estupidez de buen grado. Poseía los dones de un Newton, pero carecía de capacidad de persuasión. Yo os reuní. Al principio lo detestabas, te burlabas de él a sus espaldas, y de mí
también, por haberte mostrado una verdad que excedía tu capacidad de entendimiento. Insistí; te supliqué que pensaras en términos de honor, de servicio, que pensaras en tu propia gloria, en el futuro de la niña que llevaba en el vientre, Ada, la extraña niña (pobre Ada. No está bien. Hay demasiado de ti en ella). Pero me maldijiste tildándome de arpía distante, y te apartaste de mí, ebrio y furioso. Por el bien de mi gran proyecto, me revestí el rostro con una sonrisa y descendí al mismísimo abismo. Cómo me atormentó aquello, la vil y viscosa exploración y la suciedad animal; pero dejé que hicieras lo que te viniera en gana, y te perdoné, y te mimé y besé por ello, como si me gustara. Y tú lloraste como un niño, y me diste las gracias, y hablaste de amor eterno y de almas gemelas hasta cansarte de esta conversación. Y entonces, para hacerme daño, me enseñaste cosas aterradoras y chocantes con el fin de echarme de tu lado por medio de la repugnancia y el miedo, pero yo ya no me dejaba asustar; aquella noche estaba preparada para soportar cualquier cosa. Así que perdoné, perdoné y perdoné, hasta que finalmente no pudiste encontrar más perversiones ni en los más nauseabundos posos de tu alma, y al fin te quedaste sin tu máscara, sin nada más que decir.
Imagino que tras aquella noche me cogiste miedo, un poco al menos, y creo que eso fue muy bueno. Después de aquella noche no volvió a hacerme daño y aprendí a participar en todos tus «bonitos jueguecitos» y a ganar en ellos. Ese fue el precio que tuve que pagar para domesticar a tu bestia.
Si existe un juez de los hombres en otro mundo, aunque ya no lo creo, no, en el fondo de mi corazón; a pesar de que, en algunos momentos, momentos de mal como estos, tengo la impresión de que siento la presencia de un Ojo que nunca se cierra y que todo lo ve, y percibo la espantosa presión de su aterradora comprensión. Si existe un juez, señor mío, no esperes engañarlo a él. No, no presumas de tus magníficos pecados antes de exigir condenación, pues yo te digo que fue muy poco fue lo que acabaste por saber al cabo de los años. Tú, el mayor ministro del mayor imperio de la historia, titubeaste, fuiste débil, trataste de evitar las consecuencias…
¿Estoy llorando?
No tendríamos que haber matado a tantos…
Tendríamos, digo, pero fui yo, fui yo la que sacrificó su fe y su salvación para convertirlas en negras cenizas en el altar de tu ambición. A pesar de tus pomposas palabras sobre corsarios y sobre Bonaparte, no había hierro en ti. Hasta lloraste al pensar en colgar a unos miserables luditas, y no fuiste capaz de encerrar al cruel y demente Shelley hasta que yo te forcé a ello. Y luego, cuando llegaron los informes de nuestras agencias, sugiriendo primero, luego solicitando, y al fin exigiendo el derecho a eliminar a los enemigos de Inglaterra, fui yo quien los leyó, quien puso las vidas en la balanza y quien firmó en tu nombre, mientras tú bebías, comías y te reías con esos hombres a los que llamabas tus amigos.
Y ahora esos necios que te entierran me hacen a un lado como si yo no fuera nada, como si no hubiera conseguido nada, únicamente porque ya no estás aquí. Tú, su caja de resonancia, su ídolo de maquillaje y pelo teñido. La verdad, las aterradoras y viscosas raíces de la historia, se desvanecen sin dejar rastro. La verdad queda enterrada en tu sarcófago dorado.
Debo dejar de pensar de este modo. Estoy llorando. Piensan que soy una vieja estúpida. ¿Pero acaso no tuvo cada crimen público que cometimos la recompensa de un bien público diez veces más grande?
Oh, juez, escúchame. Oh, Ojo, registra las profundidades de mi alma. Si soy culpable, debes perdonarme. No hice lo que había que hacer por placer. Te lo juro: no fue por placer.
El maestro emérito recuerda a Wellington
El brillo rojizo de una tenue luz de gas. Los rítmicos y resonantes chasquidos y chirridos del torpedo perforador Brunel. Treinta y seis muelas del mejor acero de Birmingham que se hunden con implacable vigor en una humeante veta de la ancestral arcilla de Londres. El maestro perforador Joseph Pearson, alegre durante el almuerzo, coge un trozo helado de pastel de carne de su tartera y se lo mete en la boca.
—Sí, yo conocí al gran Mallory —dice, y su voz resuena en los grandes nervios de hierro de la estructura perforadora—. No es que nos presentaran exactamente, pero era Leviatán Mallory, sin duda, lo sé porque había visto su cara en los periódicos. Estaba tan cerca de mí como lo estás tú ahora, muchacho. «¿Lord Jefferies?», me dice el Leviatán, todo sorprendido y furioso. «A ese lo conozco. ¡Tendrían que meter en la cárcel a ese puñetero bastardo por fraude!».
El maestro Pearson esboza una sonrisa triunfante y la luz rojiza se refleja en un pendiente de oro y un diente de oro.
—Y vaya si recibió su merecido ese cabrón de Jefferies una vez que terminó el hedor. Leviatán Mallory se encargó de ello, te lo aseguro. Es un aristócrata de la naturaleza, el bueno de Leviatán.
—Yo he visto ese brontosauro —dice el aprendiz David Waller, con un gesto de asentimiento y luz en los ojos—. ¡Es impresionante!
—Yo estaba trabajando en las excavaciones del 54 cuando desenterraron aquellos colmillos de elefante. —El maestro Pearson, con las botas de goma colgadas de la plataforma del segundo piso del pozo de la excavación, se remueve en la estera impermeable de fibra de coco y arpillera, y extrae una botellita de champán de uno de los bolsillos de su mono—. Espumoso francés, muchacho. Es la primera vez que bajas. Tienes que probarlo.
—No sé, señor. Va contra el reglamento.
Pearson descorcha la botella. Sin ruido, sin espuma. Le guiña un ojo al joven.
—Demonios, muchacho, es la primera vez que bajas. No habrá otra primera vez. —
Tira los posos del té cargado y dulzón de su taza de latón y lo llena hasta el borde de champán.
—Se ha quedado sin gas —se lamenta el aprendiz Waller. Pearson se echa a reír y se rasca una protuberancia venosa de su gruesa nariz.
—Es la presión, muchacho. Espera a que lleguemos arriba. Subirá dentro de ti. Te vas a pedorrear como un buey.
El aprendiz Waller prueba el líquido con cierta precaución. Una campana de hierro repica sobre ellos.
—La jaula baja —dice Pearson, mientras se apresura a cerrar la botella. Se la guarda en el bolsillo, apura la taza y se limpia la boca.
Una jaula en forma de bala desciende, pasando con la lentitud de una deposición por una membrana de cuero rígido. Cuando toca el suelo se producen unos siseos y crujidos.
Salen dos hombres. El capataz jefe lleva casco, mono y delantal de cuero. A su lado, con una linterna de bronce, hay un hombre alto de pelo blanco, con un frac negro y un chaleco de satén del mismo color, y un pañuelo de crespón oscuro alrededor de un sombrero de copa. A la luz rojiza del túnel, un diamante del tamaño de un huevo de paloma, o puede que un rubí, resplandece en su garganta. Al igual que el capataz jefe, lleva las perneras de los pantalones metidas en unas botas altas de caucho indio.
—El gran maestro emérito —dice Pearson con una sola exhalación entrecortada, y se pone en pie de un salto. Waller lo imita.
Los dos se ponen firmes cuando el gran maestro pasa a su lado en dirección a la inmensa cara excavadora del Torpedo. No levanta la mirada ni se fija en ellos, sino que continúa hablando, con fría autoridad, con el capataz. Examina los remaches, las juntas y las lechadas con el haz perforador de su linterna. La linterna no tiene asa, pues el gran maestro sujeta el bronce candente con un fino garfio de hierro que sobresale de una manga vacía.
—Qué vestimenta más curiosa, ¿no? —susurra el joven Waller.
—Sigue de luto —susurra Pearson.
—Ah —dice el aprendiz. Observa un rato cómo camina el gran maestro—. ¿Aún?
—Conocía a lord Byron como si fuera de su familia. ¡Y también a lord Babbage! En la era de los disturbios… ¡cuando huían de la policía tory de lord Wellington! Entonces no eran lores… al menos no lores radicales como Dios manda, sino rebeldes y agitadores, con precio a sus cabezas. El gran maestro los ocultó una vez en un escondrijo suyo, un lugar de reunión frecuente del partido. Los lores radicales nunca olvidaron el favor que les había hecho. Por eso somos el mayor de los sindicatos radicales.
—Ah.
—¡Es un gran hombre, Davey! Maestro del hierro y gran maestro de la pólvora… Cuando lo hicieron rompieron el molde.
—Bueno… Debe de tener unos ochenta años, ¿no?
—Y sigue en plena forma.
—¿Cree usted que podríamos bajar, señor? ¿Podríamos verlo de cerca? Me gustaría estrecharle el famoso gancho.
—Muy bien, muchacho. Pero cuida tus modales. Nada de palabras malsonantes. Bajan hasta las planchas de madera de la base del túnel.
Cuando están acercándose al gran maestro, el rugido mordiente del Torpedo cambia repentinamente. La tripulación del gran artefacto da un respingo, porque este tipo de cambios siempre significan problemas: un arenal, una veta de agua o algo peor. Pearson y su aprendiz echan a correr hacia la cara excavadora. Desde las afiladas espirales de hierro de las treinta y seis muelas giratorias empiezan a caer grandes nubes formadas por virutas de una porquería blanda y negra. Del interior de la tierra negra que está perforando la excavadora llegan las pequeñas y amortiguadas detonaciones de antiguas bolsas de gas, débiles como el champán de Pearson. Sin embargo, no se produce una letal avalancha de agua, ni un corrimiento de arenas movedizas. Cautelosamente, avanzan palmo a palmo, detrás del afilado y blanco haz de la gran linterna del gran maestro.
Unos terrones de materia dura de color amarillo aparecen entre el lodo negruzco y verdoso.
—Huesos, ¿no? —dice uno de los trabajadores mientras se lleva un pañuelo a la nariz al percibir el olor amargo del polvo—. Parecen fósiles…
Entonces surge un torrente de huesos y los sistemas hidráulicos del Torpedo se estremecen un momento como reacción, antes de continuar perforando la blanda masa. Huesos humanos.
—¡Un cementerio! —grita Pearson—. ¡Hemos tropezado con un cementerio!
Pero el túnel es demasiado profundo para eso y hay demasiados huesos, huesos enmarañados como las ramas de un bosque talado, unidos en una profunda y promiscua masa que, pulverizadas de pronto, despide una vaga peste a fango y azufre largo tiempo enterrados.
—¡Una fosa común de la epidemia! —grita el capataz jefe, aterrado, y todos los hombres retroceden atropelladamente. Se produce una sacudida y un siseo de vapor cuando el capataz apaga el Torpedo.
El gran maestro no se ha movido.
Permanece inmóvil y en silencio, contemplando la obra de las muelas. Deja la lámpara a un lado y alarga el brazo hacia la tierra apilada. Introduce en ella su brillante garfio y saca algo sujeto por una cuenca ocular. Un cráneo.
—Ah, vaya —dice, y su profunda voz retumba en el repentino silencio que se ha hecho—, pobre y desgraciado bastardo.
La Dama jugadora trae mala suerte
—La Dama jugadora trae mala suerte a aquellos la conocen. ¡Cuando una mala racha en las máquinas de apuestas le ha vaciado la bolsa, lleva discretamente sus joyas a la calle Lombard y así puede volver a tentar a la Fortuna con el dinero de las casas de empeño! Luego vende también el interior de su guardarropa, para espanto de sus doncellas; sablea a sus conocidos y alquila su honor a sus íntimos en un vano intento por recobrarse de sus pérdidas.
»Las pasiones no sufren menos por esta pasión jugadora que el entendimiento y la imaginación. ¡Qué vividos y antinaturales son la esperanza y el miedo, el júbilo y la cólera, el pesar y el descontento que surgen al unísono al rodar los dados, al volverse las cartas, al echar a correr los brillantes faetones de carreras! ¿Quién no se indignaría al pensar que todos estos femeninos afectos, que debieran estar consagrados a los hijos y los maridos, se prostituyen vilmente y se arrojan al fango? No puedo sino sentir pesar al ver cómo se exaspera y sangra por dentro la Dama jugadora por culpa de estas indignas obsesiones, ¡cuando contemplo el rostro de un ángel agitado por el corazón de una furia!
»El Señor ordena que casi todo lo que corrompe el alma pervierta también el cuerpo. Los ojos hundidos, el aspecto demacrado y la tez pálida son los indicios naturales de una jugadora. El sueño matutino no puede reparar la sórdida vela de medianoche. Llevo mucho tiempo viendo el rostro de la Dama jugadora. Sí. La he observado bien. He visto cómo se la llevaban, medio muerta, del antro de juego de Crockford's, a las dos de la mañana, con aspecto de espectro a la luz de las sórdidas farolas de gas…
»Le ruego que vuelva a sentarse, señor. Está usted en la casa de Dios. ¿Debo tomarme ese comentario como una amenaza, señor? ¿Cómo se atreve? ¡Estos son tiempos oscuros y complicados, señor! Le digo a usted, señor mío, al igual que le he dicho a esta congregación, al igual que le diré al mundo entero, que la he visto, he visto a su reina de las máquinas en sus viles disipaciones…
»¡Socorro! ¡Deténganlo! ¡Deténgalo! ¡Oh, buen Jesús, me ha disparado! ¡Me ha matado! ¡Que me asesinan! ¿No pueden detenerlo?
Caballeros, la decisión es suya
[En el momento álgido de la crisis parlamentaria de 1855, lord Brunel reunió a su gabinete y se dirigió a sus miembros. Sus palabras fueron registradas por su secretario privado usando la notación taquigráfica de Babbage].
—Caballeros, no soy capaz de recordar una sola ocasión en la que cualquier individuo del partido o del Gobierno haya hablado, ni siquiera por pura casualidad, en mi defensa en el Parlamento. He esperado paciente, y creo poder decir que estoicamente, mientras hacía lo poco que podía para proteger y extender el sabio legado del fallecido lord Byron y para curar las heridas que, en su temeridad, infligieron a nuestro partido ciertos jóvenes ardientes de celo.
»Pero no he percibido ningún cambio en el desprecio con el que ustedes, honorables caballeros, parecen mirarme. Por el contrario, las dos últimas noches se han consagrado al debate de una moción de confianza, dirigida, obvia y especialmente, contra el jefe del Gobierno. La discusión se ha caracterizado por un grado de beligerancia hacia mi oficina aún mayor de lo habitual, sin que ninguno de ustedes, los miembros de mi propio gabinete, salieran en mi defensa.
»¿Cómo, en semejantes circunstancias, esperan que podamos resolver el asunto del asesinato del reverendo Alistair Roseberry? Este vergonzoso y atávico crimen, brutalmente perpetrado en el interior de una iglesia cristiana, ha mancillado la reputación del partido y del Gobierno, y proyectado graves dudas sobre nuestras intenciones y nuestra integridad. ¿Y cómo vamos a desarraigar a las terribles sociedades partidarias del atraso, cuyo poder y cuyas audaces provocaciones crecen día tras día?
»Dios sabe, caballeros, que nunca he querido este cargo para mí. Habría hecho cualquier cosa que no fuese contra mi honor para poder rechazarlo. Pero debo ser el señor de esta casa o, en caso de no poder serlo, dimitir, abandonar la nación al liderazgo espurio de hombres cuyas intenciones están cada vez más claras. Caballeros, la decisión es suya.
Muerte de la marquesa de Hastings
Sí, señor, a las dos y cuarto exactamente, señor. No hay margen para el error, puesto que hablamos de un reloj patentado de Colt & Maxwell.
Solo un sonido parecido a un goteo, señor.
Por un momento, olvidando que era una noche despejada, pensé que era una gotera. Lluvia, pensé, y me puse un poco nervioso, porque al Leviatán no le sienta nada bien la humedad, así que levanté la linterna… y allí estaba el pobre miserable, colgado, y los huesos del Leviatán manchados de sangre, señor, hasta los… ¿cómo los llaman?, los armazones que mantienen a la bestia erguida. La cabeza de ese desgraciado estaba destrozada, señor. Ya no se la podía llamar cabeza. Estaba colgado por los tobillos de una especie de arnés, y vi que las cuerdas y las poleas ascendían hacia la oscuridad de la gran cúpula. La imagen me sobresaltó tanto, señor, que hasta que no activé la alarma no me di cuenta de que la cabeza del Leviatán había desaparecido también.
Sí, señor, creo que es así. Creo que lo hicieron así. Creo que lo bajaron desde la cúpula e hizo el trabajito ahí arriba, en la oscuridad. Imagino que pararía al oír mis pasos y luego continuaría. Un trabajo de varias horas, puesto que tenían que accionar las cuerdas y poleas desde arriba. Lo más probable es que pasara debajo de ellos varias veces a lo largo de mi turno. Y una vez que consiguieron sacarla, la cabeza, señor, alguien lo levantó y se la llevó por el panel que habían desatornillado. Pero algo debió de soltarse, señor, o quizá el hombre resbaló, porque entonces se precipitó de cabeza hacia el suelo, que es del mejor mármol de Florencia. Encontramos lo que quedaba de su sesera, señor, aunque ojalá no lo hubiera visto. Y entonces me acordé
de que había oído un ruido, señor, supongo que el que hizo al chocar, aunque no hubo ningún grito.
Si se me permite decirlo señor, lo que me parece más vil de todo el asunto es la frialdad con la que volvieron a subirlo, silenciosos como arañas, y lo dejaron allí
colgado, como un conejo en el escaparate de un carnicero, antes de marcharse por el tejado con su botín. Hay que ser malvado para hacer algo así, ¿no le parece?
—Kenneth Reynolds,
guardia nocturno, Museo de Geología Práctica.
Declaración ante el juez G. H. S. Peters,
Bow Street, noviembre de 1855
Créeme siempre
Mi querido Egremont:
Te escribo para expresarte lo mucho que lamento que las circunstancias del momento me impidan aprovechar la oportunidad de seguir empleando tus habilidades al servicio del partido y del Gobierno.
Debes entender que mi reacción a las difíciles circunstancias personales en las que te encuentras no equivale en modo alguno a una falta de confianza en tu capacidad como estadista. Esta es la principal idea que quisiera transmitirte.
¿Cómo podría cerrar esta misiva sin expresar el fervor con el que deseo que el futuro te reserve un lugar de distinción pública permanente?
Créeme siempre,
Sinceramente tuyo,
I. K. Brunel
—Carta ministerial a Charles Egremont, parlamentario,
diciembre de 1855
Memorando al Despacho Exterior
En esta ocasión, nuestro distinguido invitado, el expresidente de la Unión Americana, señor Clement L. Valladingham, se emborrachó como un cosaco. El eminente demócrata demostró que podía ser tan libertino como cualquier lord inglés. Manoseó a la señora A., besó a la aterrorizada señorita B., pellizcó las posaderas de la señora C. y persiguió a la señorita D. con evidentes intenciones de forzarla. Finalmente, tras provocar la histeria de nuestras invitadas femeninas comportándose como un elefante en celo, la noble bestia fue capturada y llevada a la fuerza al piso de arriba por el personal de la casa. En su habitación lo esperaba la señora Valladingham, en camisón y gorro de dormir. Allí y en ese momento, para nuestro asombro, este notable sujeto sació su frustrada lujuria en la persona entregada de su legítima esposa, vomitando copiosamente durante la operación. Nadie que conozca al señor Valladingham encontrará increíble este suceso.
Me ha llegado la noticia de que el antiguo presidente de Texas, Samuel Houston, ha muerto en Veracruz, su exilio mexicano.
Estaba, según creo, esperando cualquier llamada a las armas que pudiera devolverlo a una posición de eminencia; pero los alcaldes franceses eran demasiado astutos para él. Houston tenía sus defectos, lo sé, pero valía diez veces más que Clement Valladingham, quien firmó una paz deshonrosa con la Confederación y ha permitido que los buitres del comunismo del Manhattan rojo royeran el cadáver de su deshonrado país.
—Lord Listón, 1870
Antes de los radicales
[Este testimonio es una grabación inscrita en un cilindro de cera. Uno de los más antiguos ejemplares de este tipo de grabaciones conserva los recuerdos de Thomas Towler (nacido en 1790), abuelo del inventor del audiógrafo Towler, Edward Towler. A pesar de la naturaleza experimental del aparato empleado, la grabación es de una excepcional claridad. 1875].
Recuerdo un invierno. Fue un invierno muy largo y en Inglaterra había una pobreza terrible por aquel entonces, antes de los radicales. Mi hermano Albert solía coger algunos ladrillos, cubrirlos con guano y ponerlos en los establos para coger gorriones. Luego los desplumaba y los limpiaba. Lo hacíamos juntos. Yo lo ayudaba. Nuestro Albert encendía el fuego, calentaba el horno y cocinábamos aquellos pequeños gorriones en la cazuela de madre, con un buen trozo de grasa. Madre preparaba una tetera bien llena para nosotros y nos comíamos los gorriones diciendo que era una fiesta del té.
Mi padre… Iba a ver a todos los tenderos de Chatwin Road y conseguía algunos restos. Huesos, ya sabes, huesos de cordero y toda clase de cosas, guisantes secos, judías, zanahorias y nabos pasados y… un poco de avena. Había también un panadero que le daba el pan del día anterior… Mi padre tenía una gran caldera de hierro que usaba para preparar la comida de los caballos. La limpiaban entera y preparaban sopa en ella. Recuerdo a los pobres que venían. Aquel invierno lo hacían dos veces por semana. Tenían que traer sus propios recipientes. Así era el hambre antes de los radicales.
Y, Eddie, ¿oíste hablar de la gran hambruna irlandesa, en los cuarenta? No lo creo. Pues las cosechas se echaron a perder, tres años consecutivos, y pareció que las cosas iban a ponerse muy feas para ellos. Pero los radicales no estaban dispuestos a consentirlo. Declararon una emergencia y movilizaron a la nación entera. Lord Byron dio un gran discurso, que se publicó en todos los periódicos… Yo subí en uno de los barcos de socorro, en Bristol. Estuvimos todo el día y toda la noche descargando grandes cajas con conocimientos de embarque de las máquinas de Londres. No dejaban de llegar trenes de todas partes de Inglaterra, llenos de comida. «Que Dios bendiga a lord Babbage», gritaban los pobres niños irlandeses, con lágrimas en los ojos. «Tres hurras por Inglaterra y por los lores radicales». Los leales irlandeses nunca han olvidado aquello. Son gente que no olvida los favores.
John Keats en la Half Moon Street
Un criado me condujo al estudio del señor Oliphant. Este me saludó con cordialidad y comentó que en mi telegrama había mencionado mi asociación con el doctor Mallory. Le dije que había sido un placer acompañar el triunfante discurso del doctor Mallory sobre el brontosauro con un programa quinotrópico sumamente avanzado. La Revista Mensual de la Sociedad Intelectual del Vapor publicó un gratificante artículo sobre mi trabajo, y le ofrecí una copia al señor Oliphant, pero tengo la impresión de que sus conocimientos sobre este arte alcanzan, en el mejor de los casos, el nivel de un aficionado, pues su reacción fue de diplomático desconcierto. A continuación le informé de que el doctor Mallory me había llevado hasta él. En una de nuestras conversaciones privadas, el gran sabio había creído conveniente hablarme de la audaz propuesta del señor Oliphant: emplear las máquinas de la policía en el análisis científico de los movimientos y ocupaciones de la población metropolitana, para así descubrir los patrones ocultos que subyacían tras ellos. Mi admiración por este audaz plan me había llevado directamente hasta allí, y le comuniqué mi disposición a asistirlo en la puesta en práctica de su visión. En ese momento me interrumpió con un aire marcadamente distraído. Todos estamos numerados, declaró, todos y cada uno de nosotros, por un ojo que todo lo ve. Nuestros minutos también están numerados, así como cada pelo de nuestras manos. Y
seguramente sea la voluntad de Dios el que los poderes computacionales de la máquina se empleen con la población, los flujos de tráfico, del comercio, las mareas de las multitudes, con la infinitamente divisible textura de su obra. Esperé a la conclusión de esta extraordinaria diatriba, pero entonces, de improviso, el señor Oliphant pareció quedar sumido en sus pensamientos.
Entonces le expliqué, con los términos más parejos a los de un lego que me fue posible emplear, que la naturaleza del ojo humano hace necesarias, en la quinotropía, tanto una notable velocidad como una notable complejidad. Por esa razón, concluí, los quinotropistas debemos estar entre los mejores programadores de máquinas, y la práctica totalidad de los avances en la compresión de datos han nacido como aplicaciones quinotrópicas.
En este punto me interrumpió de nuevo para preguntarme si había dicho «compresión de datos» y si estaba familiarizado con el término «compresión algorítmica». Le aseguré que así era.
Se levantó entonces, fue a un aparador cercano y sacó lo que me pareció una caja de madera, de las que se utilizan para transportar instrumental científico, aunque cubierta parcialmente, me pareció, de restos de yeso blanco. ¿Tendría la amabilidad, me pidió, de examinar las tarjetas que contenía, realizar una copia de seguridad y referirle en privado la naturaleza de su contenido?
No tenía ni idea de la importancia de aquellas tarjetas, ¿sabe? Ni la más remota idea.
—John Keats,
citado de una entrevista realizada por H. S. Lywood para la Revista Mensual de la Sociedad Intelectual del Vapor,
mayo de 1857
La polca del gran panmelodio
¡Oh, sí! El mundo se ha vuelto loco.
Los flacos, los gordos, los viejos, los radicales.
Todos juran que nunca han conocido nada
como la polca del gran panmelodio.
Primero levanta el pie derecho,
apoya en el dedo gordo del izquierdo,
da un taconazo y sigue sin parar.
La polca del gran panmelodio
Las contradanzas y los valses ya no van,
la música mecánica agacha la cabeza,
al llegar el uno de mayo
en Londres todos bailan la polca.
Si conoces a una chica guapa,
de ojos brillantes y mejillas rosadas,
te dirá, puede que tengas algo que hacer
si aprendes a bailar la polca.
Los profesores se juntan en las calles
para escuchar las notas del panmelodio,
y a todo aquel que conozcas,
pregúntale si sabe bailar la polca.
Y así bailamos siempre sin parar,
con faldas cortas y tacones altos.
Las señoras ni te mirarán,
si no eres de los que bailan la polca.
The Tatler
Con pesar y consternación hemos recibido la noticia de la reciente partida, a bordo del Gran Oriental, de nuestro estimado y brillante compatriota, el señor Laurence Oliphant —escritor, periodista, diplomático, geógrafo y amigo de la familia real—, quien se marcha a América con la intención de establecerse en el Falansterio de Susquehanna, fundado por los señores Coleridge y Wordsworth, y explorar las doctrinas utópicas sostenidas por estos dos valiosos expatriados.
—«En la ciudad», una columna, 12 de septiembre de 1860
Una obra londinense, 1866
EL TEATRO GARRICK, Whitechapel, recientemente reconstruido y remozado, bajo la dirección del caballero J. J. Tobías, se enorgullece en presentar:
LAS PRIMERAS NOCHES DE UN NUEVO DRAMA QUINOTRÓPICO
Lunes, 13 de noviembre, y toda la semana
La representación comenzará con (¡en rigurosa primicia!) una obra nacional, local, característica, metropolitana, melodramática y quinotrópica, en cinco actos, en la que se exhibirán con toda fidelidad la vida moderna mediante innumerables, novedosas e interesantes escenas llamadas las
¡ENCRUCIJADAS DE LA VIDA!
o
LOS CHASQUEADORES DE LONDRES
La obra se basa en el gran éxito Les Fils de Vaucanson, que en la actualidad concita la atención de toda Francia, aunque adaptada a las circunstancias y realidades del momento presente.
—Decorados quinotrópicos—
J. J. Tobias & Cia
—Música—
New Flash Medley Orchestra, bajo la dirección del señor Montgomery
—Adaptación de la obra—
C. J. Smith
—Vestuario—
señora Hampton y señorita Bailey
—Producción y dirección—
J. J. Tobias
Dramatis personae
Mark Ridley, alias Zorro Desollador (sujeto menudo, y rey de los chasqueadores de Londres) ………… H. L. Marston
Señor Dorrington (un acaudalado comerciante de Liverpool, de visita en Londres) ………… J. Romer
Frank Danvers (un oficial de la Marina Británica, recién llegado de las Indias) ………… W. M. Bird
Robert Danvers (su hermano menor, arruinado y engañado por los chasqueadores) ………… L. Melvin
Señor Hawksworth Shabner (propietario de una sala de chasqueo del West End, prestamista y ventajista donde los haya) ………… P. Williams
Bob Yorkner (un ladrón de ganado aburrido) ………… W. Jones
Ned Brindle (el narrador y medio jefe de todo esto) ………… C. Aubrey
Tom Fog, alias El Viejo Cascado, alias El Animal (un adicto al láudano que sufre de delirium tremens) ………… A. Coreno
Joe Onion, alias El Cocodrilo (un matón al servicio de Shabner) ………… G. Velasco
Dickney Smith (el Pájaro Desvelado, un joven operador de máquina sin ningún rasgo destacable, que trata de vivir lo mejor posible) ………… G. Maskell
Ikey Bates (dueño de El castillo de las ratas, un garito de mala muerte, y usurero de pro) ………… Sr. Gotobed
Camarero de la taberna El gato y las gaitas ………… Sr. Smithson
Inspector de Bow Street ………… Sr. Franks
Louisa Truehart (víctima de un enlace de conveniencia) ………… Caroline Barnett
Charlote Williams (una joven que llega del campo en compañía de su gato) ………… Martha Wells
Primera fila, 3c. Palcos, 2c. Patio, 5p. Galería, 2p.
Las taquillas abren todos los días de diez a cinco
Un poema de despedida
[Mori Yujo, samurai y erudito de la provincia de Satsuma, escribió el siguiente poema ceremonial cuando su hijo partió para Inglaterra en 1854. Está traducido del japonés tradicional].
Mi hijo marcha a las profundidades insondables,
impelido por nobles ambiciones;
muy lejos debe navegar —diez mil leguas—
dejando atrás las brisas de la primavera.
Algunos dicen que el este y el oeste
no tienen nada en común;
pero yo digo que el mismo cielo
es su soberano.
Su propia vida arriesga, obedeciendo a su han.
Y afronta grandes peligros para aprender.
Por el bien de su familia no escatima esfuerzos,
y en busca de la sabiduría, a pesar de las penurias
viaja mucho más allá
de los legendarios ríos de China.
Su labor de aprendizaje dará algún día
el fruto de espléndidos logros.
Una carta
Como de costumbre, pasé todo el día buscando tierra firme en todas direcciones, pero no pude encontrar ninguna. ¡Cuánta melancolía sentía! Entonces, por pura casualidad, y con el permiso del capitán, me subí a uno de los cuatro mástiles. Desde las alturas, con las velas y las chimeneas muy por debajo de mí, descubrí con asombro la costa de Europa: una franja, fina como un cabello, de tierra verde, sobre un horizonte marino. Le grité a Matsumura: «¡Sube! ¡Sube!» y él lo hizo, rápidamente y sin miedo. Juntos sobre el mástil, contemplamos Europa.
«¡Mira!», le dije. «He ahí la prueba de que el mundo es realmente redondo. Sobre la cubierta no alcanzábamos a ver nada, pero desde aquí arriba se divisa la tierra con claridad. ¡Eso demuestra que la superficie del mar es curva! ¡Y si el mar lo es, debe de serlo la Tierra entera!».
Matsumura exclamó: «¡Es fantástico! ¡Tal como decías! ¡La Tierra es redonda! ¡Ya tenemos la prueba!».
—Mori Arinori, 1854
Modus
Parecía que a su señoría no la habían tratado bien los publicistas parisinos, pues la sala de conferencias, a pesar de su modestia, no estaba ni medio llena. Los asientos de tapicería oscura, ordenados pulcramente en filas como columnatas, estaban punteados de manera precisa por las brillantes calvas de los matemáticos. Aquí y allá, entre los sabios, se sentaban chasqueadores franceses de mediana edad, cuyos elegantes atuendos de lino veraniego parecían bastante pasados de moda. Las últimas tres filas correspondían a un club de mujeres de París, que mataba el tiempo disfrutando del calor estival y charlando de manera audible, pues hacía un buen rato que habían perdido el hilo de la conferencia de su señoría. Lady Ada Byron volvió una página y se llevó un dedo enguantado a sus quevedos bifocales. Durante varios minutos, una enorme mosca de color verde había estado volando en círculos alrededor de su podio. En aquel momento interrumpió la complejidad de sus espirales para posarse en el voluminoso archipiélago del hombro acolchado y cubierto de encaje de su señoría.
La Madre dijo:
—Nuestras vidas quedarían grandemente iluminadas si el discurso humano pudiera interpretarse como la exfoliación de un sistema formal más profundo. Ya no tendríamos que evaluar las grandes ambigüedades del habla humana, sino que podríamos juzgar la validez de cualquier frase mediante la referencia a una serie fija y descriptible de leyes y axiomas. El sueño de Leibnitz era encontrar este sistema, la Characteristica Universalis…
»Y, sin embargo, la ejecución del llamado programa Modus ha demostrado que cualquier sistema formal es tan incompleto como incapaz de establecer su propia consistencia. No existe un modo matemático de expresar la realidad del término “verdad”. La naturaleza transfinita de las conjeturas Byron fue la ruina de la Gran Napoleón; el programa Modus inició una serie de bucles interconectados que, aunque difíciles de establecer, eran aún más difíciles de eliminar. ¡El programa se ejecutaba, y al hacerlo volvía inútil la máquina! Fue una dolorosa lección sobre las renqueantes capacidades de hasta los mejores de nuestros ordinateurs.
»Sin embargo, estoy convencida, y debo afirmarlo con toda rotundidad, que la técnica modus de la autorreferencia será algún día la base de un metasistema genuinamente trascendente de matemáticas calculatorias. El modus ha demostrado mis conjeturas, pero su uso práctico requiere de una máquina de vasta capacidad, capaz de llevar a cabo iteraciones de indecible sofisticación y complejidad.
»¿No es extraño que unos simples mortales puedan hablar de un concepto, la “verdad”, que es infinitamente complicado? Y, sin embargo, ¿no es un sistema cerrado la esencia de lo mecánico, lo carente de pensamiento? ¿Y no es un sistema abierto la misma definición de lo orgánico, de la vida y el pensamiento?
»Si imaginamos la totalidad del sistema de las Matemáticas como una gran máquina dedicada a la demostración de teoremas, debemos decir que tal sistema, gracias al modus, está vivo, y podría probar su propia condición y desarrollar la capacidad de mirarse a sí mismo. Las lentes necesarias para un examen de esta índole son de una naturaleza que aún desconocemos; y, sin embargo, debemos concluir que existen, puesto que nosotros mismos las poseemos.
»Como seres vivos, poseemos la capacidad de imaginar el universo, aunque carezcamos de un modo finito de percibirlo en su totalidad. De hecho, el término “universo” no es un concepto racional, aunque posee tan total inmediatez que ninguna criatura pensante podría escapar a su presencia como noción y, de hecho, tampoco al deseo de conocer sus reglas de funcionamiento y la naturaleza de su propio origen en el seno de este.
»En sus últimos años, el gran lord Babbage, insatisfecho con las limitaciones de la energía del vapor, trató de emplear el rayo en sus máquinas calculadoras. Su complejo sistema de “resistores” y “capacitores”, aunque testimonio del mayor de los genios, sigue en un estado fragmentario desde el punto de vista teórico y aún está por construirse. De hecho, los ignorantes suelen despreciarlo tildándolo del desvarío de un viejo. Pero la historia demostrará su validez y entonces, y esta es mi más honda esperanza, mis conjeturas trascenderán los límites de los conceptos abstractos para adentrarse en el mundo de las cosas vivas.
Los aplausos fueron escasos y dispersos. Ebenezer Fraser, que observaba desde una de las alas, a la sombra de las cuerdas y las bolsas de arena, sintió que se le ponía el corazón en un puño. Pero, al menos, todo había terminado. Lady Byron estaba dejando el podio para reunirse con él.
Fraser abrió las asas niqueladas de la bolsa de viaje de su señoría. Lady Ada dejó el manuscrito en su interior, seguido por sus pequeñas gafas y su minúsculo gorrito de cintas.
—¡Creo que me han entendido! —dijo con voz animada—. Suena bastante elegante en francés, ¿no le parece, señor Fraser? El francés es una lengua muy racional.
—¿Adonde vamos ahora, señora? ¿Al hotel?
—Al saloncito —dijo ella—. Este calor me fatiga mucho. ¿Quiere llamar al faetón para mí? Iré enseguida.
—Desde luego, señora.
Fraser, el bolso en una mano y el bastón estoque en la otra, condujo a lady Ada hasta el estrecho saloncito, abrió la puerta, dejó la bolsa ante las pequeñas sandalias que cubrían los pies de su señoría y cerró la puerta con firmeza. Sabía que en aquella sala, la señora buscaría el consuelo de la petaca plateada de brandy que había escondido en el cajón inferior izquierdo de la mesa, envuelta, con patética duplicidad, en un pañuelo de papel cebolla.
Fraser se había tomado la libertad de dejarle también un poco de agua de Seltz en un cubo de hielo. Esperaba que lady Ada rebajase un poco el licor. Salió de la sala de conferencias por la puerta trasera y luego rodeó el edificio con una cautela derivada de sus viejas costumbres. El ojo tuerto le dolía bajo el parche, y tuvo que apoyarse en la cabeza de ciervo que el bastón estoque tenía como empuñadura. Tal como esperaba, no vio nada que pareciera peligroso.
Tampoco había ni rastro del chófer o el faetón alquilado de su señoría. A buen seguro, el detestable malandrín estaba en aquel momento dándole a la botella en algún sitio o cortejando a una soubrette. O puede que no hubiese entendido sus instrucciones, porque el francés de Fraser distaba mucho de ser perfecto. Se frotó el ojo sano y examinó el tráfico. Le daría al tipo veinte minutos antes de parar un coche de caballos. Entonces vio a su señoría de pie, con aire de cierta indecisión, en la misma puerta por la que había salido. Se había puesto un bonete diurno, según parecía, y había olvidado su bolsa de viaje, cosa que era típica de ella. Corrió a su lado cojeando.
—Por aquí, señora. El faetón nos esperará en la esquina.
Se detuvo. No era lady Ada.
—Creo que me confunde usted, señor —dijo la mujer en inglés, antes de bajar los ojos y sonreír—. No soy su reina de las máquinas, sino solo una admiradora.
—Le ruego me disculpe, madame —dijo Fraser.
La mujer bajó recatadamente la mirada hacia el intrincado bordado Jacquard de su falda blanca de fina muselina. Llevaba un abultado corpiño francés, y una chaqueta rígida de hombreras altas, decorada con encaje.
—Su señoría y yo vestimos de manera parecida —dijo con una sonrisa traviesa—. ¡Debe de comprar en la casa de monsieur Worth! Es todo un elogio a mi propio gusto, n'est-ce pas?
Fraser no dijo nada. Un ligero hormigueo de suspicacia había despertado en su interior. La mujer —una esbelta y menuda rubia, de unos cuarenta años— vestía como una respetable dama de clase media. Sin embargo había tres anillos de brillante en sus dedos enguantados y unos espectaculares pendientes de filigrana de jade en sus delicados lóbulos. Junto a la comisura de su boca había un lunar artificial, o una minúscula tirita de color negro. Y sus ojos grandes y azules, a pesar de su aire de inocencia, emitían un fulgor que de algún modo venía a decir «te conozco, dinero».
—Señor, ¿me permite esperar a su señoría con usted? Espero no molestarla si le pido un autógrafo.
—En la esquina —dijo Fraser con un asentimiento de la cabeza—. El faetón. —Le ofreció el brazo izquierdo y se acomodó el bastón estoque en la axila del derecho, con la mano apoyada sobre la empuñadura. No estaría de más poner un poco más de distancia en la calle. Quería vigilar a aquella mujer.
Se detuvieron en la esquina, bajo una angulosa lámpara de gas francesa.
—Es muy agradable escuchar una voz londinense —dijo la mujer, con tono adulador—. Llevo tanto tiempo viviendo en Francia que mi inglés se ha oxidado.
—En absoluto —dijo Fraser. La desconocida tenía una voz encantadora.
—Soy madame Tournachon —dijo—. Sibyl Tournachon.
—Me llamo Fraser —inclinó la cabeza.
Sybil Tournachon movía nerviosamente las manos en el interior de los guantes de muselina, como si le sudaran las palmas. El día era muy caluroso.
—¿Es usted uno de sus paladines, señor Fraser?
—Me temo que no termino de entenderla, madame —dijo Fraser educadamente—. ¿Vive usted en París, señora Tournachon?
—En Cherburgo —respondió ella—. Pero he venido en el expreso de la mañana, simplemente para verla —hizo una pausa—. Apenas he entendido una palabra de lo que ha dicho.
—No se avergüence de ello, madame —dijo Fraser—. Yo tampoco —había empezado a gustarle.
En ese momento llegó el faetón. El chófer, tras saludar a Fraser con un guiño impropio, saltó de detrás del volante y se limpió las manos en un pañuelo sucio que había sacado del bolsillo. Lo aplicó al manchado borde de una escalerilla plegable, silbando.
Su señoría salió de la sala de conferencias. No se había olvidado la bolsa. Mientras se aproximaba, la señora Tournachon empalideció ligeramente a causa del nerviosismo y sacó un programa de su chaqueta.
Era totalmente inofensiva.
—Su señoría, permita que le presente a la señora Sybil Tournachon —dijo Fraser.
—¿Cómo está usted? —dijo lady Ada.
La señora Tournachon hizo una reverencia.
—¿Podría firmarme el programa? Por favor.
Lady Ada pestañeó. Fraser, con destreza, le ofreció la pluma de su cuaderno.
—Por supuesto —dijo lady Ada mientras cogía el programa—. Perdone… ¿Cómo dice que se llama?
—Ponga «A Sybil Tournachon». ¿Quiere que se lo deletree?
—No es necesario —respondió su señoría, sonriendo—. Hay un famoso aeronauta francés que se llama así, ¿no? —Fraser le ofreció la espalda para que pudiera estampar su firma—. ¿No será pariente suyo?
—No, su alteza.
—¿Perdone? —preguntó lady Ada.
—La llaman la reina de las máquinas… —la señora Tournachon, con una sonrisa triunfante, le arrebató el programa firmado de los dedos fláccidos—. ¡La reina de las máquinas! ¡Y no es más que una graciosa viejecilla de pelo blanco! —Se echó a reír—. Esa tontería de las conferencias, querida… ¿Se paga bien? ¡Espero que sí!
Lady Ada la miró con asombro genuino.
La mano de Fraser se tensó sobre el bastón. Bajó del bordillo y abrió rápidamente la puerta del faetón.
—¡Un momento! —la mujer tiró con repentina energía de uno de sus dedos enguantados, y sacó un anillo muy llamativo—. Su señoría, por favor, quiero que tenga esto.
Fraser se interpuso entre ellas y bajó el bastón.
—Déjela tranquila.
—No —dijo la señora Tournachon alzando la voz—. He oído lo que cuentan. Sé que lo necesita. —Se pegó a él y estiró el brazo—. Su señoría, por favor, cójalo. No quería herir sus sentimientos, ha sido un golpe bajo. ¡Le suplico que acepte mi regalo! Por favor, es cierto que la admiro. He escuchado la conferencia entera. ¡Cójalo, lo he traído para usted! —Entonces retrocedió, ya con la mano vacía, y sonrió—. ¡Gracias, su señoría! Buena suerte. No volveré a molestarla. Au revoir! Bonne chance!
Fraser siguió a su señoría al interior del faetón, cerró la puerta y dio unos golpecitos en la placa de separación.
El vehículo se puso en marcha.
—Qué excéntrico personajillo —dijo su señoría. Abrió la mano. Un diamante de buen tamaño refulgía en su engarce de filigrana—. ¿De quién se trataba, señor Fraser?
—Supongo que de una exiliada, señora —dijo Fraser—. Muy audaz.
—¿Cree que he hecho mal en aceptar esto? —Su aliento olía a brandy y agua de Seltz—. Supongo que no es muy apropiado. Pero de no haberlo aceptado nos habría hecho una escena. —Levantó la gema bajo el haz de luz polvorienta que entraba por la ventanilla—. ¡Mire qué tamaño! Debe de ser muy valioso.
—Es de bisutería, su señoría.
Rápida como el pensamiento, lady Ada cogió el anillo con los dedos como si fuera un trozo de tiza y lo pasó por la ventanilla del faetón. Hubo un fino chirrido, casi inaudible, y un surco brillante apareció en el cristal.
Luego permanecieron sumidos en un silencio cómplice mientras su vehículo continuaba hacia el hotel.
Fraser recordó sus instrucciones mientras contemplaba París a través de la ventanilla.
—Puede dejar que la anciana beba cuanto desee —le había dicho el Jerarca, con su inimitable aire de picara ironía—, que diga lo que desee y flirtee cuanto desee, siempre que no organice un escándalo, claro… Si consigue mantener a nuestra querida Ada alejada de las máquinas de apuestas puede darse por satisfecho. El peligro de que se produjera tal cosa había sido pequeño, porque el bolso de la señora no contenía otra cosa que tiques y moneda fragmentaria, pero el diamante había cambiado las cosas. A partir de ahora tendría que vigilarla con más atención. Sus habitaciones en el Richelieu eran bastante modestas, y estaban unidas por una puerta de comunicación que Fraser no había tenido que tocar. Las cerraduras eran bastante sólidas y había encontrado, y cegado, todas las inevitables mirillas. Solo él tenía llaves.
—¿Queda algo del anticipo? —preguntó lady Ada.
—Lo justo para darle una propina al chófer —dijo Fraser.
—Oh, vaya. ¿Solo?
Fraser asintió. Los sabios franceses no habían pagado demasiado por el privilegio de disfrutar de su erudita compañía y sus deudas habían consumido rápidamente este dinero. Las humildes ganancias de la taquilla habrían podido pagar a duras penas el pasaje desde Londres.
Lady Ada abrió las cortinas, frunció el ceño bajo el sol de verano y volvió a cerrarlas.
—Entonces supongo que habrá que hacer ese viaje a América.
Fraser suspiró de manera inaudible.
—Dicen que ese continente está lleno de maravillas naturales, señora.
—¿Pero cuál de los viajes? ¿A Boston y a Nueva Filadelfia? ¿O a Charleston y Richmond?
Fraser no dijo nada. Los nombres de aquellas ciudades extrañas le inspiraban una plomiza tristeza.
—¡Tendré que lanzar una moneda! —decidió su señoría con tono animado—. ¿Tiene usted una moneda, señor Fraser?
—No, señora —mintió Fraser mientras registraba sus bolsillos con un tintineo sordo—. Lo siento.
—¿Es que no le pagan? —inquirió su señoría con un atisbo de malhumor.
—Tengo mi pensión de la Policía, señora. Bastante generosa y pagada siempre con regularidad. —Esto último, al menos, era cierto. La señora pareció dolida al oír esto.
—¿Pero es que la Sociedad no le paga un salario digno? ¡Oh, vaya, con la de líos en los que se ha metido por mi culpa, señor Fraser! No tenía ni idea.
—Me recompensan a su manera, señora. Y me siento bien pagado. Era su paladín. Eso era más que suficiente.
Lady Ada se acercó a su buró, y registró sus papeles y recibos. Sus dedos tocaron el mango de caparazón de tortugas de su espejo de viaje.
Ella se volvió entonces y lo atrapó con una mirada femenina. Bajo la presión de esta mirada, Fraser levantó la mano y, casi involuntariamente, se tocó la accidentada mejilla bajo el parche. El mostacho entrecano no conseguía ocultar sus cicatrices. Había recibido el disparo de una escopeta. Aún le dolía en ocasiones, cuando llovía. Pero ella no vio el gesto, o decidió no verlo. Con un ademán, le pidió que se aproximara.
—Señor Fraser. Amigo mío. Dígame una cosa, ¿quiere? Y que sea la verdad —suspiró—. ¿No soy otra cosa que una viejecita graciosa de pelo blanco?
—Señora —dijo Fraser amablemente—, es usted la reine des ordinateurs.
—¿De veras? —levantó el espejo y miró en su interior.
En el espejo, una ciudad.
Es 1991. Es Londres. Diez mil torres, el zumbido ciclópeo de un trillón de engranajes en movimiento, la atmósfera entera convertida en una neblina de aceite, en el calor generado por la fricción de las ruedas giratorias. Pavimentos negros y sin junturas, incontables afluentes para el frenético desplazamiento de los encajes perforados de datos, los fantasmas de la historia liberados en esta calurosa y brillante necrópolis. Rostros finos como el papel que se hinchan como velas, que se retuercen, que bostezan, que se mueven por las calles vacías, rostros humanos que son máscaras prestadas y objetivos para el Ojo espía. Y cuando una cara determinada ha servido a su propósito, se desmorona, frágil como la ceniza y se suma a la seca espuma de los datos junto con todos sus bits y motas constituyentes. Pero nuevos tejidos de conjetura están hilvanándose en los resplandecientes núcleos de la ciudad, rápidos e incansables husos que tejen invisibles espirales por millones, mientras en las calurosas e inhumanamente oscuras profundidades, los datos se funden y se entremezclan, batidos por la acción de los engranajes hasta quedar reducidos a una piedra pómez burbujeante y esquelética que se vierte en la cera onírica que forma una carne ficticia, perfecta como el pensamiento.
No es Londres, sino un reflejo de plazas de cristal de paredes planas, avenidas que son rayos atómicos, un cielo que es un gas hiperfrío, un laberinto que el Ojo recorre con la mirada y en el que salta sobre abismos cuánticos que son causa, contingencia y casualidad. Donde se engendran espectros eléctricos, que luego son examinados, disecados e infinitamente iterados.
En el centro de esta ciudad, crece una criatura, un árbol autocatalítico, dotado de una especie de vida, que utiliza sus raíces para absorber pensamientos a través de un rico sedimento de imágenes derramadas por él mismo, y se ramifica creando una miríada de ramas de relámpago que suben y suben y suben, hacia la oculta luz de la visión, que muere para renacer.
La luz es intensa.
La luz es clara;
el Ojo, al fin, debe verse a sí mismo.
A mí…
Veo:
Veo,
Veo
…
!