Siete maldiciones
Este objeto es una patriótica placa funeraria realizada en densa porcelana blanca, de la clase que se produce para conmemorar la muerte de los miembros de la realeza y los jefes de Estado. Bajo una veladura en origen incolora, cuarteada y amarilleada por el paso del tiempo, resultan visibles los rasgos de lord Byron. Decenas de miles de estos objetos se vendieron por toda Inglaterra durante los meses que siguieron a la muerte del primer ministro. Las propias placas eran de una manufactura estándar y estaban ya preparadas en previsión de la desaparición de cualquier personaje lo suficientemente notorio. La imagen de Byron rodeada de guirnaldas, ornados rollos de pergamino y figuras representativas de los primeros tiempos del Partido Radical Industrial ha sido punteada sobre una película de material transparente que después es transferida a la placa, para su posterior vitrificación y cocción.
A la izquierda de Byron, entre los pergaminos punteados, un león británico coronado posa rampante sobre el cuerpo difuminado de una serpiente derrotada, probablemente una representación de la causa ludita.
En ocasiones se ha señalado, tanto durante como después del ascenso de Byron al liderazgo, que su primer discurso en la Cámara de los Lores, en febrero de 1812, urgía a la clemencia para con los luditas. Se cree ampliamente que, preguntado a este respecto, el propio Byron replicó: «pero, señor, es que había luditas y luditas». Aunque esta cita bien podría ser apócrifa, concuerda a la perfección con cuanto se conoce acerca de la personalidad del primer ministro, y parecería referirse a la extraordinaria severidad con que más tarde sofocó y suprimió el popular movimiento antiindustrial con base en Manchester y liderado por Walter Gerard. Pues era este un ludismo que atacaba no el viejo orden, sino el orden que los propios radicales habían establecido. Este objeto perteneció en sus tiempos al inspector Ebenezer Fraser, de la División Especial de Bow Street.
Mallory se había quedado con Fraser a ver cómo el cirujano de la policía trabajaba con esponja sucia y vendajes, hasta que se aseguró de que Fraser estaba totalmente distraído. Para apaciguar las evidentes sospechas del agente, Mallory había tomado una hoja de papel policial y se había encomendado a la tarea de componer una carta. Mientras tanto, la estación de Kings Road se había ido llenando poco a poco de rufianes beodos y vociferantes, así como de una variopinta especie de alborotador. Resultaba muy interesante como fenómeno social, pero Mallory no estaba de humor para pasar la noche en el triste catre de una áspera celda. Su gusto se había fijado de forma testaruda en algo bien diferente.
Así que con gran amabilidad había pedido señas a un atosigado y agotado sargento, las había anotado cuidadosamente en su libreta de campo y había salido de la estación. No tuvo problema en encontrar los jardines de Cremorne. Allí, la situación resultaba una estupenda indicación de la dinámica de crisis en que estaba sumida la ciudad. La calma era notoria. Nadie en los jardines parecía ser consciente de los acontecimientos que se sucedían más allá, de las ondas de choque de disolución localizada que aún no habían impregnado el sistema. Además, el hedor no resultaba allí tan intolerable. Los jardines se hallaban en Chelsea Reach, corriente arriba del Támesis y bastante alejados de lo peor del río. Desde la corriente soplaba una leve brisa nocturna que transportaba un olor a pescado que no llegaba a resultar desagradable. La bruma quedaba partida por las grandes y espesas ramas de los viejos olmos de Cremorne. El sol se había puesto y un millar de brumosas luces de gas centelleaban para placer del público. Mallory podía imaginarse el encanto pastoral de los jardines en tiempos más felices. Allí había brillantes lechos de geranios, zonas de césped bien cuidado, agradables quioscos rodeados de enredaderas, caprichosos absurdos de escayola y, por supuesto, el famoso Círculo de cristal. Y también la «plataforma de los monstruos», una enorme pista de baile techada, pero sin paramentos, donde miles podían pasear, o bailar el vals o la polca sobre un suelo de madera en el que se notaban los surcos creados por el uso. Dentro había puestos de licores, y comida, y un gran panmelodio cuya palanca activaba un caballo y que tocaba un popurrí de fragmentos de óperas predilectas.
Sin embargo, aquella noche no había miles de personas. Quizá trescientas circulaban indiferentes, y no más de cien presentaban un aspecto respetable. Mallory asumió que este centenar estaba harto del confinamiento, o que se trataba de parejas capaces de superar toda desapacibilidad con tal de verse. De los otros, dos tercios eran varones más o menos desesperados y prostitutas más o menos desvergonzadas. Mallory se tomó otros dos güisquis en el bar de la plataforma. El licor era barato y tenía un olor peculiar, ya hubiera sido mancillado por el hedor o rebajado con cuerno de ciervo, potasa o cuasia. O quizá con bayas indias, ya que aquel brebaje tenía el color de la mala cerveza. Los vasitos se asentaron en su estómago como un par de carbones al rojo.
Muy poca gente bailaba, algunas parejas que se atrevían con un vals a pesar de ser demasiado conscientes de su soledad. Ni en sus mejores momentos Mallory se consideraba un buen bailarín. Observó a las mujeres. Una joven alta y de elegante figura danzaba con un caballero mayor, barbudo. El tipo era corpulento y parecía padecer gota en las rodillas, pero la mujer permanecía erguida como un dardo y bailaba con la elegancia de un profesional. Los tacones de bronce de sus botas destellaban bajo las luces. El bamboleo de las enaguas sugería la forma y tamaño de las caderas ocultas. Allí no había acolchado ni barba de ballena. Tenía unos bonitos tobillos envueltos en medias rojas, y la falda resultaba dos pulgadas más corta de lo que permitía la propiedad.
Mallory no alcanzaba a ver su rostro.
El panmelodio arrancó con otra melodía, pero el caballero fornido parecía cansado. La pareja se detuvo y se dirigió hacia un grupo de amigos: una mujer mayor que ellos y de aspecto modesto, tocada con una gorra, dos jóvenes que parecían prostitutas y otro caballero mayor de aspecto adusto y foráneo, de Holanda, quizá, o puede que de una de las Alemanias. La bailarina hablaba con los demás y echaba la cabeza hacia atrás como si estuviera riendo. Tenía un hermoso cabello castaño y un gorro que llevaba atado alrededor de la garganta y que le colgaba por la espalda. Una espalda bella, sólida y femenil, con unas caderas delgadas.
Mallory comenzó a dirigirse lentamente hacia ellos. La chica hablaba con aparente interés con el hombre extranjero, pero la expresión de él mostraba reluctancia y un probable desdén. La chica abocetó una reverencia renuente antes de alejarse de él. Mallory vio entonces su cara por primera vez. Tenía una mandíbula extraña y larga, unas cejas espesas y una boca que parecía un amplio corte móvil bordeado de carmín rojo. No era exactamente fea, aunque carecía de atractivo. A pesar de todo, sus ojos grises mostraban tal aspecto afilado y temerario, y su expresión tamaña voluptuosidad inverosímil, que se quedó clavado en el sitio. Y sus formas eran espléndidas. Pudo verlo al observarla caminar (rodar, casi deslizarse) hacia la barra. De nuevo aquellas maravillosas caderas, y la línea de la espalda. La mujer se inclinó sobre la barra para bromear con el camarero y la falda se le levantó por detrás, casi hasta la pantorrilla cubierta por la media roja. La visión de la pierna musculosa provocó en Mallory una descarga de lasciva intensidad. Era como si la mujer le hubiera propinado un puntapié con esa pierna.
Se acercó a la barra. La mujer no bromeaba con el camarero sino que discutía con él, al modo femenil, en parte doloroso y en parte fastidioso. Tenía sed pero no dinero, y aseguraba que pagaban sus amigos. El camarero no la creía, pero no llegaba a decirlo claramente.
Mallory depositó un chelín sobre la barra.
—Camarero, dele a esta señorita lo que quiere.
Ella lo miró con molesta sorpresa. Enseguida se recuperó, sonrió y lo valoró con los ojos entrecerrados.
—Ya sabes lo que me gusta, Nicholas —dijo al camarero.
Este le trajo una flauta de champán y alivió a Mallory de su dinero.
—Me encanta el champán —le dijo ella—. Cuando bebes champán puedes bailar como una pluma. ¿Baila usted?
—Abominablemente —respondió Mallory—. ¿Puedo ir a casa con usted?
Ella lo miró de arriba abajo y la comisura de los labios se torció en una sonrisa burlona, pero voluptuosa.
—Se lo diré en un momento —respondió y se marchó a reunirse con sus amigos. Mallory no esperó, ya que pensaba que probablemente se tratara de un engaño. Caminó lentamente alrededor de la plataforma de los monstruos y miró a las demás mujeres, pero entonces vio que la chica lo llamaba con gestos. Se dirigió hacia ella.
—Creo que puedo ir con usted, aunque quizá no le agrade —dijo ella.
—¿Y por qué no? —respondió él—. Me gusta usted.
La chica rio.
—No me refiero en ese aspecto. No vivo aquí, en Brompton. Vivo en Whitechapel.
—Eso queda muy lejos.
—El tren no funciona, y no es posible tomar un taxi. ¡Temía tener que dormir en el parque!
—¿Y qué hay de sus amigos? —preguntó Mallory.
La chica echó hacia atrás la cabeza, como si quisiera indicar que no le importaban. Su elegante cuello mostró, en el hueco de la garganta, un poco de encaje tejido a máquina.
—Quiero regresar a Whitechapel. ¿Me lleva? No tengo dinero, ni dos peniques.
—Muy bien —contestó Mallory. Le ofreció el brazo—. Es un paseo de cinco millas…, aunque tiene unas piernas espléndidas.
Ella lo tomó del brazo y le sonrió.
—Podemos coger el vapor fluvial en el desembarcadero de Cremorne.
—Ah —respondió Mallory—. Támesis abajo, ¿eh?
—No resulta muy agradable. —Bajaron los escalones de la plataforma de los monstruos y penetraron en una oscuridad apenas iluminada por el trémulo gas—. No es usted de Londres, ¿no es así? Un caballero viajante.
Mallory negó con la cabeza.
—¿Me dará un soberano por dormir con usted?
Mallory, sorprendido por la falta de tacto, no dijo nada.
—Puede quedarse toda la noche sí quiere —siguió ella—. Es una habitación muy agradable.
—Sí, eso es lo que quiero.
Se tambaleó un poco sobre el camino de grava, pero ella lo sujetó y lo miró con atrevimiento.
—Está un poco borracho, ¿no? Pero parece un buen hombre. ¿Cómo se llama?
—Edward. Ned, casi siempre.
—¡Yo me llamo igual! —replicó ella—. Harriet Edwardes, con una «e» al final. Es mi nombre artístico. Pero mis amigos me llaman Hetty.
—Pues tienes el cuerpo de una diosa, Hetty. No me sorprende que actúes. Ella volvió a lanzarle la misma mirada osada y de ojos grises.
—¿Te gustan las chicas malas, Ned? Eso espero, porque esta noche tengo ganas de hacer cosas malas.
—Me encantan —respondió Mallory. La cogió por la cintura afilada, alargó una mano hacia sus senos abultados y la besó en la boca. Ella lanzó un pequeño chillido de asombro antes de pasarle los brazos alrededor del cuello. Se besaron largamente bajo la oscura masa de un olmo. Mallory sentía la lengua de la chica presionada contra sus dientes.
Ella se retiró un tanto.
—Tenemos que llegar a casa, Ned. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió él con la respiración entrecortada—. Pero enséñame las piernas ahora. Por favor.
Ella miró a un lado y otro del camino y después se levantó las enaguas hasta las rodillas y las dejó caer de nuevo.
—Son perfectas —dijo él—. Podrías posar para un pintor.
—Ya he posado para pintores, y no compensa.
Desde el embarcadero de Cremorne llegó el sonido de un vapor. Corrieron para alcanzarlo y casi no logran subir a bordo. El esfuerzo hizo que a Mallory se le subiera aún más el güisqui a la cabeza. Dio a la chica un chelín para pagar la tarifa de cuatro peniques y encontró una silla de cubierta cerca de la proa. El pequeño transbordador empezó a expeler humo y las grandes ruedas laterales comenzaron a batir el agua negra.
—Vayamos al salón —dijo ella—. Hay bebidas.
—Me gusta ver Londres.
—No creo que te guste lo que vas a ver en este viaje.
—Seguro que me gusta si te quedas conmigo.
—Vaya pico tienes, Ned —dijo ella, y rio—. Es gracioso. Al principio creí que eras un policía, tan serio y solemne. Pero los policías no hablan así, ni bebidos ni sobrios.
—¿No te gustan los cumplidos?
—No, están bien. Pero es que también me gusta el champán.
—Dentro de un rato —dijo Mallory. No se sentía cómodo al verse tan embriagado. Se levantó y se acercó a la barandilla de proa. La aferró con fuerza, hasta que notó cómo las sensaciones regresaban a las puntas de sus dedos—. Maldita tiniebla de la ciudad —dijo.
—Vaya, así es —dijo ella a su lado. Olía a sudor salado, a rosa de té y a coño. Se preguntó si tendría mucho pelo allí y de qué color sería. Se moría por vérselo—. ¿Qué es eso, Ned?
—¿Qué?
—¿Por qué está tan oscuro? ¿Es la niebla?
—Luces de gas —dijo él—. El Gobierno tiene un plan para apagar las luces de gas porque producen mucho humo.
—Qué listos.
—Y ahora todo el mundo anda corriendo por las calles a oscuras, destrozando cuanto ve.
—¿Y cómo lo sabes?
Él se encogió de hombros.
—¿No eres poli?
—No, Hetty.
—No me gustan los polis. Siempre hablan como si supieran cosas que tú no sabes. Y nunca dicen cómo lo saben.
—Podría decírtelo —respondió Mallory—. Me gustaría decírtelo. Pero no lo entenderías.
—Pues claro que lo entendería, Ned —protestó Hetty con la voz tan animada como la pintura al desconcharse—. Me encanta oír hablar a los hombres listos.
—Londres es un sistema complejo que está desequilibrado. Es como…, es como un hombre bebido, borracho como una cuba, en una habitación con botellas de güisqui. El güisqui está escondido, así que él se pasa el rato buscándolo. Cuando encuentra una botella echa un buen trago, pero luego la deja y se olvida de ella de inmediato. Después deambula y vuelve a buscar, una y otra vez.
—Y después se queda sin licor y tiene que comprar más —dijo Hetty.
—No. Nunca se le acaba. Hay un demonio que rellena las botellas constantemente. Por eso es un sistema dinámico abierto. Da vueltas y vueltas por la habitación, sin parar, sin saber jamás cuál puede ser su siguiente paso. A ciegas e inconsciente traza círculos, dibuja ochos, todas las figuras que podría hacer un patinador, pero nunca abandona los límites. Y entonces, un día, se apagan las luces, y al instante sale corriendo de la habitación, de cabeza, y se sumerge en la oscuridad exterior. Y entonces puede suceder cualquier cosa, cualquiera, porque la oscuridad exterior es el caos. El caos, Hetty.
—Y eso te gusta, ¿eh?
—¿Qué?
—No sé qué significa lo que acabas de decir, pero sé que te gusta. Te gusta pensar en ello. —Con un movimiento suave y bastante natural, la joven apoyó una mano en la parte delantera de sus pantalones—. ¡Pues no está dura ni na! —retiró la mano de golpe y esbozó una sonrisa triunfante.
Mallory revisó a toda prisa la cubierta con la mirada. Había otras personas fuera, más de diez. No parecía que nadie estuviera mirando, pero era difícil saberlo con aquella niebla oscura.
—Bromeas —le dijo.
—Sácala y verás cómo bromeo.
—Preferiría esperar al momento y lugar adecuados.
—¡Mira que decir eso un hombre! —espetó la joven y se echó a reír. Los golpes constantes de las paletas contra el agua cambiaron de repente de tenor. El negro Támesis emitió una repugnante oleada de fetidez y el sonido crujiente de un burbujeo.
—Oh, es horrible —exclamó Hetty al tiempo que se tapaba la boca con una mano—. ¡Vamos al salón, Ned, por favor!
Una extraña curiosidad clavó a Mallory en su sitio.
—¿Es peor luego? ¿Río abajo?
—Mucho peor —respondió Hetty entre los dedos con los que se cubría—. Yo he visto gente que se desmaya y to.
—¿Y por qué siguen pasando los transbordadores?
—Pasan siempre —dijo Hetty, que se había girado un poco—. Son vapores correo.
—Ah. ¿Podría comprar aquí un sello?
—Dentro —respondió ella—. Y también puedes comprarme algo a mí.
Hetty encendió una lámpara de aceite en el estrecho y pequeño pasillo de las habitaciones superiores de Flower-and-Dean Street. Mallory, que no podría haberse alegrado más de librarse de los espeluznantes callejones asfixiados por la niebla de Whitechapel, pasó como pudo a su lado y entró en el salón. Una mesa cuadrada compuesta de tablones sostenía una pila desordenada de periódicos sensacionalistas ilustrados que, por alguna razón, todavía se repartían a pesar del hedor. En la penumbra pudo distinguir los gruesos titulares de factura mecánica que se lamentaban del mal estado de salud del primer ministro. El viejo Byron siempre estaba fingiendo alguna enfermedad, un pie cojo, un pulmón legañoso o el hígado decaído. Hetty entró en el salón con la lámpara resplandeciente y las rosas desvaídas florecieron en el papel polvoriento de la pared. Mallory dejó caer un soberano de oro encima de la mesa. Odiaba tener problemas con ese tema y siempre pagaba por adelantado. La joven oyó el tintineo de la moneda con una sonrisa. Luego se quitó con un par de patadas los botines embarrados y se acercó contoneándose a una puerta que abrió de golpe. Un gato gris salió corriendo y maullando y la joven le hizo unas fiestas y lo acarició, llamándolo Toby. Después le dejó salir a las escaleras. Mallory la observaba mientras tanto, incómodo, con triste paciencia.
—Bueno, venga, ¿a qué esperas? —dijo ella ladeando la trenzada cabeza castaña. El dormitorio era bastante pequeño y desvencijado: una cama de dos postes de roble prensado y un espejo alto y deslustrado que daba la sensación de haber costado algún dinero en otro tiempo. Hetty depositó la lámpara sobre el barniz desconchado de una mesilla de noche y empezó a soltarse los botones de la blusa. Sacó los brazos de las mangas y arrojó la prenda a un lado, como si la ropa fuera más una molestia para ella que otra cosa. Se despojó de la falda con destreza y empezó a quitarse el corsé y las enaguas, arrugadas y rígidas.
—No llevas miriñaque —observó Mallory con la voz ronca.
—No me gusta. —La joven soltó la cinturilla de la enagua y la dejó a un lado. Tomó con dedos hábiles los ganchos del corsé y aflojó los cordones. Luego se lo sacó por las caderas con un contoneo y se quedó allí, respirando aliviada, vestida solo con la camisa de encaje.
Mallory se quitó la chaqueta y los zapatos. El miembro le tiraba de los botones de la bragueta. Estaba deseando sacárselo de los pantalones, pero no le apetecía pasear su órgano erecto bajo la luz de la lámpara.
Hetty, en camisa, se subió de un salto a la cama y los gastados muelles protestaron con ímpetu. Mallory se sentó al borde de la cama, que olía demasiado a agua de azahar barata y al sudor de Hetty. Se quitó los pantalones y las prendas íntimas y se quedó solo con la camisa.
Se inclinó un momento, desabrochó un compartimento del cinturón monedero y extrajo una funda francesa.
—Lo haré con armadura, querida —murmuró—. ¿No te importa?
Hetty se apoyó con gesto alegre en el codo.
—Déjame verla, entonces. —Mallory le mostró la membrana enrollada de tripa de oveja—. No es una de esas raras —observó con aparente alivio—. Haz lo que quieras, cielito.
Mallory desenrolló con cuidado el artefacto sobre la piel tensa de su verga. Así estaba mejor, pensó, contento por haber sido tan previsor. Tenía así mayor sensación de saber lo que estaba haciendo allí, y de que, después de todo, estaría a salvo y le sacaría partido a su dinero. Se metió bajo la sábana deslucida. Hetty le rodeó el cuello con sus fuertes brazos y lo besó bruscamente con aquella gran boca torcida, como si quisiera pegársela a la cara. Mallory, sobresaltado, sintió la lengua de ella retorciéndose sobre sus dientes como una anguila caliente y resbaladiza. La extraña sensación estimuló de una forma muy poderosa su virilidad. Se colocó con cierto esfuerzo sobre ella. La sólida carne femenina resultaba maravillosa a través del velo obscenamente fino de la camisa, y bregó con la prenda hasta que consiguió subírsela hasta la cintura. Hetty emitió entusiastas gruñidos cuando Mallory empezó a tantear entre la lana húmeda de su entrepierna. Al final, al parecer ya impaciente, Hetty bajó la mano sin más ceremonias y se metió la verga en el coño.
La joven dejó de chuparle la boca cuando empezaron a moverse. No tardaron en comenzar a suspirar como faetones de vapor, y la cama crujía y traqueteaba bajo ellos como un panmelodio mal afinado.
—¡Oh, Ned, querido! —gañó ella de repente, clavándole ocho uñas afiladas en la espalda—. ¡Qué grande es! ¡Voy a verterme! —Y se retorció bajo él con lo que casi pareció una convulsión. Sacudido por la extrañeza de oír a una mujer hablar inglés en medio de la cópula, Mallory se corrió de repente, como si, sin querer, le hubiera arrancado la semilla de la carne el desplome lascivo de las ingles femeninas. Después de un momento de silencio y jadeos, Hetty le besó la mejilla barbuda con la expresión en parte tímida y en parte coqueta de una mujer conquistada por el deseo.
—Ha sido magnífico, de veras, Ned. Tú sí que sabes lo que hay que hacer. Ahora vamos a comer algo, ¿quieres? Me muero de hambre, demonios.
—Bien —respondió Mallory mientras abandonaba la cuna sudorosa de sus caderas. Se sentía agradecido hacia Hetty, como siempre le sucedía con cualquier mujer que lo favoreciera, y un poco avergonzado de sí mismo, y también de ella. Pero a la vez tenía mucha hambre. Hacía bastantes horas que no comía nada.
—Podemos pedir una cenita abajo, en el Hart. La señora Cairns nos la puede subir. Es mi casera, la que vive aquí al lado.
—De acuerdo —aceptó Mallory.
—Pero tendrás que pagar la comida y darle una propina a ella. —Hetty se bajó de la cama con la camisa todavía levantada. Se la bajó de un tirón, pero la breve visión de su magnífico trasero provocó una oleada de asombro agradecido en el cuerpo masculino. La joven golpeó con los nudillos la pared del dormitorio en un rápido staccato. Pasado un largo minuto se oyó un solo golpe a modo de respuesta.
—¿Tu amiga se acuesta tarde? —preguntó Mallory.
—Está acostumbrada a este negocio —explicó Hetty mientras volvía a deslizarse dentro la cama con un coro de chirridos—. Tú no te preocupes por la señora Cairns. Cada poco le zurra a su marido y despierta a todo el edificio. Mallory se quitó con cuidado la funda francesa, que se había estirado hasta perder la forma pero no se había roto, y la dejó caer en la bacinilla.
—¿Deberíamos abrir una ventana? Hace un calor de mil demonios…
—¡No, no dejes entrar el hedor, cielito! —Hetty sonrió bajo la luz de la lámpara y se rascó por debajo de la sábana—. Además, las ventanas no se abren.
—¿Por qué no?
—Los marcos están clavados. La chica que vivía aquí antes, el invierno pasado. Una criaturita extraña con aires de grandeza y cara de parecerle todo mal. La aterraban sus enemigos. Clavó todas las ventanas para que no se abrieran, creo. Aun así, al final la cogieron, pobrecita.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Mallory.
—Oh, nunca trajo a sus hombres aquí que yo viera, pero al final vinieron los polis a buscarla. Los especiales, ya sabes. Y encima me las hicieron pasar canutas, los muy hijos de perra, como si yo supiera lo que había hecho o quiénes eran sus amigos. Ni siquiera conocía su verdadero nombre. Sybil algo, Sybil Jones. Mallory se tiró de la barba.
—¿Qué hizo, esa tal Sybil Jones?
—Tuvo un hijo con un parlamentario cuando era joven —respondió Hetty—. Un tipo que se llamaba, bueno, dudo que quieras saberlo. Era la fulana de un político, y también cantaba un poco. Yo… Yo soy una fulana que posa. Connaissez-vous poses plastiques?
—No. —Mallory observó sorprendido que una pulga había aterrizado en su rodilla desnuda. La atrapó y la aplastó entre las uñas de los pulgares, que se le mancharon de sangre.
—Nos vestimos con unos leotardos ceñidos de color carne, nos pavoneamos y dejamos que los caballeros nos miren con la boca abierta. La señora Winterhalter, la que viste mangoneándonos esta noche en Cremorne, es mi encargada, como se suele decir. Esta noche había poquísima gente, y esos diplomáticos suecos con los que estábamos tenían la mano más cerrada que el culo de un pollo. Así que para mí fue una suerte que aparecieras por allí.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta del pasillo. Hetty se levantó.
—Donnez-moi cuatro chelines —dijo la joven. Mallory le dio unas monedas que se desvanecieron a toda prisa cuando la chica se fue. Hetty volvió con una bandeja lacada, desportillada y llena de muescas, y le mostró una hogaza deforme de pan, un trozo de jamón, mostaza, cuatro salchichas fritas y media botella polvorienta de champán caliente.
Tras llenar dos copas manchadas de champán, Hetty empezó a tomarse su cena con bastante compostura y sin hablar. Mallory se quedó mirando sus brazos llenos de hoyuelos, los hombros y la prominencia de los pechos pesados y los pezones oscuros bajo la fina camisa. Luego se asombró un poco ante la falta de atractivo de su rostro. Bebió una copa de aquel champán acre y malo y dio unos bocados famélicos al jamón verdoso.
Hetty se terminó las salchichas. Luego, con una sonrisa sesgada, se bajó de la cama y se agachó a su lado tras subirse la camisa hasta la cintura.
—Ese champán sale como entra, ¿no? Necesito la bacinilla. No mires a menos que quieras hacerlo.
Mallory apartó la vista con cortesía y escuchó el estrépito del pis.
—Vamos a lavarnos —dijo la joven—. Voy a buscar una jofaina. —Regresó con una escudilla de esmalte llena de la pestilente agua londinense y se lavó con una esponja de loofah.
—Tienes una figura espléndida —dijo Mallory. Las manos y los pies de Hetty eran pequeños, pero la redondez columnaria de sus pantorrillas y sus muslos eran maravillas de la anatomía mamífera. Sus grandes y sólidas nalgas eran perfectas. A Mallory le parecieron extrañamente conocidas, como las blancas nalgas femeninas que había visto en tantos lienzos históricos. Se le ocurrió que muy bien podían ser las mismas. El coño, de labios bien proporcionados, estaba cubierto por un vello de color rojizo.
La joven sonrió al ver su mirada.
—¿Te gustaría verme desnuda?
—Mucho.
—¿Por un chelín?
—De acuerdo.
Hetty se quitó la camisa con un gesto de aparente alivio; le resaltaba el sudor por todo el cuerpo. Se lavó con delicadeza las axilas empapadas.
—Soy capaz de posar, sin moverme nada, durante cinco minutos enteros seguidos —dijo arrastrando un poco la lengua. Se había bebido ella sola casi todo el champán—. ¿Tienes reloj? ¡Diez chelines y lo hago! ¿Qué te apuestas a que soy capaz?
—Estoy seguro de que puedes hacerlo —dijo Mallory.
Hetty se inclinó con elegancia, se cogió el tobillo izquierdo y lo levantó directamente por encima de la cabeza, con la rodilla rígida. Comenzó a girar sobre sí misma, con lentitud, arrastrándose sobre el talón y el dedo gordo.
—¿Te gusta?
—Maravilloso —dijo Mallory pasmado.
—Mira, puedo poner las dos manos en el suelo, planas —explicó mientras se doblaba por la cintura—. La mayor parte de las chicas de Londres están tan encorsetadas que se partirían por la mitad si lo intentaran. —Luego se abrió por completo de piernas en el suelo y levantó la cabeza para mirarlo, borracha y triunfante.
—Nunca viví hasta que vine a Londres —dijo Mallory.
—Entonces quítate la camisa y vamos a follar en pelota. —Su rostro de mandíbula alargada estaba colorado, y se le disparaban los ojos grises. Mallory se quitó la camisa. La joven avanzó hacia él con la jofaina esmaltada—. Follar desnudos es estupendo con un calor tan bestial como este. A mí siempre me gusta follar desnuda. Madre, qué carne tan firme, y a mí me gustan los hombres un poco peludos. Vamos a echarle un vistazo a tu polla. —Hetty la agarró sin más, retiró la piel y la examinó, luego la mojó un poco en la jofaina—. No estás enfermo, cariño; no te pasa nada, es magnífica. ¿Por qué no me follas sin esa asquerosa piel de salchicha y te ahorras nueve peniques?
—Nueve peniques no es mucho —dijo Mallory. Se puso otra funda francesa y luego la montó. La penetró desnudo, sudando como un herrero. Ambos estaban sudorosos y apestaban a mal champán, pero la piel pegajosa de las grandes tetas de Hetty resultaba bastante fresca contra su pecho desnudo. La chica galopaba bajo él con los ojos cerrados, mientras enseñaba la lengua por la comisura de la boca torcida. Después le puso los talones con fuerza sobre las nalgas. Al fin Mallory se vertió, gruñendo entre dientes apretados al sentir la oleada ardiente que pasaba a través de su verga. Le zumbaban los oídos.
—Eres un diablo salido, mi Ned, ¿que no? —El cuello y los hombros de Hetty estaban cubiertos por un sarpullido provocado por el calor.
—Tú también —jadeó Mallory.
—Lo soy, cariño, y me gusta hacerlo con un hombre que sabe tratar a una chica. Vamos a tomar un poco de cerveza embotellada. Es más refrescante que el champán.
—De acuerdo, bien.
—Y unos papirosi. ¿Te gustan los papirosi?
—¿Y qué son, exactamente?
—Cigarrillos turcos, de Crimea. Son lo último desde la guerra.
—¿Fumas tabaco? —preguntó Mallory sorprendido.
—Lo aprendí de Gabrielle —dijo Hetty mientras se bajaba de la cama—. Gabrielle vivió aquí después de que se fuera Sybil. Era una franchute de Marsella. Pero el mes pasado se fue en barco al México francés con uno de los soldados de su embajada. Se casó con él, una chica con suerte. —Hetty se envolvió en una bata de noche de seda amarilla. Bajo la luz del farol parecía una prenda bonita, a pesar de los dobladillos deshilachados—. Era muy dulce. Donnez-moi cuatro chelines, querido. No, cinco.
—¿Puedes cambiar un billete de una libra? —preguntó Mallory. Hetty le dio quince chelines con una mirada amarga y luego se desvaneció en el salón. Se ausentó durante un buen rato para charlar con la señora del casero, al parecer. Mallory se quedó echado y tranquilo en la cama, escuchando los ecos extraños y remotos de la gran metrópolis: el sonido de las campanas, gritos lejanos y agudos, estallidos que podrían ser disparos. Estaba borracho como una cuba, al parecer, y la cuba se sentía mejor que nunca. Volvería a sentir el peso en el corazón muy pronto, sin duda redoblado por el pecado, pero por el momento el placer carnal lo había animado y se sentía libre y ligero como una pluma.
Hetty volvió con un cajón de alambre lleno de botellas en una mano, y el cigarrillo encendido que estaba fumando en la otra.
—Has tardado mucho —dijo Mallory. La chica se encogió de hombros.
—Un problemilla abajo. Unos rufianes. —Dejó el cajón en el suelo, sacó una botella y se la tiró—. Mira qué frescas, las guardan en el sótano. Agradable, ¿a que sí?
Mallory sacó el complejo tapón de porcelana, corcho y alambre comprimido y bebió con avidez. «Cerveza Newcastle», rezaban las letras de molde de cristal en relieve. Una fábrica de cerveza moderna donde elaboraban el licor en grandes cubas de acero, casi del tamaño de un navío de línea. Una cerveza estupenda y hecha por máquinas, libre de la mancha de algún tramposo que le echase jalapa o baya india. Hetty se metió en la cama con la bata puesta, se terminó una botella y abrió otra.
—Quítate la bata —dijo Mallory.
—No me has dado mi chelín.
—Pues tómalo.
La joven metió la moneda bajo el colchón y sonrió.
—Eres un tipo raro, Neddie. Me gustas. —Se quitó la bata y la tiró a la percha de hierro que tenía detrás de la puerta, aunque no acertó—. Estoy de un humor raro esta noche. Vamos a probar otra vez.
—Dentro de un momento —dijo Mallory con un bostezo. De repente sentía los párpados pesados, irritados. Le palpitaba la nuca donde le había dado el porrazo Velasco; tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde entonces. Le parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que había hecho algo que no fuera beber y entrar en celo.
Hetty le agarró el miembro flácido y empezó a acariciarlo.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste a una mujer, Ned?
—Eh… Dos meses, creo. Tres.
—¿Y quién era?
—Era… —Había sido una puta de Canadá pero Mallory se detuvo de repente—. ¿Por qué lo preguntas?
—Cuéntamelo. Me gusta oírlo. Me gusta saber lo que hace la gente elegante.
—Yo de eso no sé nada. Ni tú tampoco, me imagino.
Hetty le soltó la verga y se cruzó de brazos. Se apoyó de nuevo en el cabecero y encendió otro papirosi con el lucifer que frotó contra un trozo basto de yeso. Expelió el humo por aquella nariz de formas extrañas, una visión desconcertante para Mallory.
—No creas que no sé nada —dijo—. He oído cosas que ni te imaginas, te apuesto lo que quieras.
—Sin duda —respondió Mallory con tono cortés. Luego se terminó la cerveza.
—¿Sabías que la vieja lady Byron azota a su marido desnuda? La polla no se le levanta hasta que ella le pega en el culo con una fusta alemana, y eso me lo dijo un poli que estaba colado por mí. ¡Ya él se lo dijo una criada de la casa, de las que están arriba!
—¿Sí?
—En esa familia Byron son unos rijosos, pervertidos hasta los tuétanos. Ahora él ya es muy mayor, pero en sus tiempos mozos se follaba ovejas. Lord Byron, sí. ¡Era capaz de follarse un arbusto si pensaba que había una oveja dentro! Y su mujer no es mucho mejor. No se tira a otros hombres, pero está en la hermandad de las azotadoras.
—Extraordinario —dijo Mallory—. ¿Y su hija?
Hetty no dijo nada por un momento. A Mallory le sorprendió la repentina gravedad de su expresión.
—Esa es tremenda, la tal Ada. Es la puta más grande de todo Londres.
—¿Por qué dices eso?
—Porque se folla a quien le apetece y nadie se atreve a decir ni pío. Se lo ha hecho con la mitad de la Cámara de los Lores y todos le van detrás como niños. Y se hacen llamar sus favoritos y sus paladines, y si alguien falta a su palabra y se atreve a decir algo contra ella, entonces los demás se ocupan de que termine muy mal. Todos la rodean, la protegen y la adoran como los sacerdotes de Roma con su Virgen. Mallory gruñó. No era más que chachara de putas, pero no estaba bien decirlo. Él sabía que lady Ada tenía sus galanes, pero pensar que permitía que los hombres la tomaran, que había alguien que empujaba y que se vertía, verga y coño en la cama matemática de la reina de las máquinas… Mejor no pensar en ello. Por alguna razón le daba vueltas la cabeza, como si hubiera tomado güisqui.
—Tus conocimientos son impresionantes, Hetty —murmuró Mallory—. No cabe duda de que dominas los datos de tu oficio.
Hetty, que había estado engullendo otra botella de cerveza, se echó a reír a carcajadas. La espuma le salpicó el pecho.
—Oh, Jesús —dijo tosiendo y frotándose los pechos—. Señor, Neddie, cómo hablas. Mira lo que me has hecho hacer.
—Perdona —dijo Mallory.
La chica le lanzó una sonrisa grosera y tomó el cigarrillo encendido del borde de la cómoda.
—Coge el trapo y dales un buen repaso —sugirió—. Apuesto a que te gustaría, ¿eh?
Sin una sola palabra, Mallory se puso a la tarea. Tomó la jofaina y enjuagó la toalla de manos. Luego frotó los pechos con la felpa mojada, con cuidado, y después la curva rellena de su vientre blanco interrumpido solo por el hoyo del ombligo. Hetty lo observó con los párpados bajos, fumando el cigarrillo y tirando las cenizas al suelo, como si su carne perteneciera a otra persona. Después de un rato le cogió en silencio la verga y la trabajó de atrás adelante con gesto alentador, mientras él le limpiaba las piernas. Mallory se puso otra funda con manos un poco torpes y a punto estuvo de perder la erección. Para alivio suyo consiguió penetrarla, y pronto recobró la dureza dentro de su piel agradecida. Empezó a empujar con fuerza, cansado y borracho; le dolían los brazos, las muñecas y la espalda y sentía un extraño escozor doloroso en la base de la verga. Sentía el glande bastante irritado, casi dolorido dentro de su armadura de tripa de oveja, y verterse parecía tan difícil y complicado como sacar un clavo oxidado. Los muelles de la cama crujían de tal modo que recordaban a un campo de grillos de metal. A medio camino, Mallory se sentía como si hubiera corrido kilómetros enteros, y Hetty, cuyo cigarrillo muerto había quemado la cómoda, parecía hechizada, o quizá solo aturdida o borracha. Por un momento Mallory se preguntó si no debería parar, dejarlo, decirle de algún modo que no estaba funcionando, pero ni siquiera era capaz de encontrar las palabras que pudieran dar una explicación satisfactoria de la situación, así que siguió moviéndose. Su mente empezó a divagar, pensó en otra mujer, una prima suya, una chica pelirroja a la que había visto mientras le echaban un polvo detrás de unos setos, en Sussex, cuando siendo un muchacho se había subido a un árbol para buscar nidos de cuco. La prima pelirroja se había casado con aquel hombre y ahora tenía cuarenta años e hijos crecidos, una mujercita redondita y correcta con su gorrito igual de redondito y correcto, pero Mallory nunca se encontraba con ella sin recordar la torturada expresión de placer en su cara pecosa. Se aferró ahora a esa imagen secreta como un galeote a su remo, y se fue abriendo camino con obstinación hasta el clímax. Por fin tuvo en las ingles esa sensación de fusión que al alcanzar la cima le decía que pronto se vertería, que nada lo contendría ya, y continuó empujando con desesperación renovada, jadeando con fuerza. Al verterse, el agónico frenesí subió como un cohete por su espalda dolorida, una oleada de placer espeluznante que le recorrió los brazos, las piernas, hasta las plantas desnudas de los pies atormentados por los calambres, y gritó, un rugido animal, estruendoso y extático que lo sorprendió incluso a él.
—Señor… —comentó Hetty.
Mallory se derrumbó a su lado y yació resoplando como un cetáceo varado bajo el aire fétido. Tenía la sensación de que sus músculos eran de goma y de que ya casi había sudado todo el güisqui con tanto esfuerzo. Se sentía maravillosamente. Incluso dispuesto a morir. Si hubiera llegado el ojeador y le hubiera disparado allí mismo, quizá lo habría agradecido; habría agradecido la oportunidad de no regresar nunca de aquella meseta de sensualidad, la oportunidad de no volver a ser Edward Mallory, sino solo una criatura espléndida que se ahogaba en un coño y en rosas de té. Pero pasado un momento aquella sensación desapareció y volvió a ser Mallory. Demasiado atontado para sutilezas como la culpa o el arrepentimiento, estaba listo para marcharse. Había pasado una crisis tácita y el episodio había terminado. Todavía se sentía demasiado cansado para moverse, pero se sabía a punto de hacerlo. El dormitorio de la puta ya no le parecía un refugio. Las paredes se le antojaban irreales, simples abstracciones matemáticas, límites que ya no podían contener el impulso que lo espoleaba.
—Vamos a dormir un poco —dijo Hetty con palabras desdibujadas por la bebida y el agotamiento.
—De acuerdo. —Mallory fue lo bastante sensato como para colocar la caja de luciferes al alcance de la mano, y después apagó el farol y se quedó echado en la oscuridad caliente de Londres, como un alma platónica suspendida. Descansó con los ojos abiertos mientras una pulga se daba sin prisas un festín con sus tobillos. No es que durmiera exactamente, pero sí descansó durante un tiempo indefinido. Cuando le comenzó a dar vueltas la cabeza, encendió y fumó uno de los cigarrillos de Hetty. Resultó un ritual agradable, aunque sin mucho sentido en lo que al uso adecuado del tabaco se refería. Después salió de la cama y orinó por intuición en la bacinilla. Allí había caído cerveza en el suelo, o quizá era otra cosa. Le hubiera gustado limpiarse los pies, pero tampoco parecía tener mucho sentido.
Esperó a que algo parecido al amanecer apareciera en la ventana desnuda y mugrienta de Hetty, una ventana que se asomaba melancólica a una pared cercana. Por fin llegó un fulgor débil que no se parecía en nada a la honrada luz del día. Mallory ya se había despejado y yacía muerto de sed, con la sensación de tener la cabeza repleta de algodón. No estaba tan mal en realidad, si no hacía movimientos bruscos, aunque se sentía lleno de feas palpitaciones premonitorias. Encendió la vela que tenía en la mesita y encontró la camisa. Hetty despertó con un gemido y se lo quedó mirando, el cabello enmarañado y sudoroso, los ojos saltones con una expresión que casi lo asustó. Ellynge, la habrían llamado en Sussex: siniestra.
—No te vas —dijo la chica.
—Sí.
—¿Por qué? Todavía está muy oscuro.
—Prefiero empezar pronto. —Se detuvo un momento—. Una vieja costumbre, de cuando acampaba.
Hetty bufó.
—Vuelve a meterte en la cama, mi valiente soldado, no seas tonto. Quédate un poco. Nos lavamos y desayunamos. ¿Puedes comprarlo, no, un gran desayuno?
—Mejor no. Es tarde. Tengo que irme, tengo asuntos que atender.
—¿Tan tarde es? —La chica bostezó—. Ni siquiera ha amanecido todavía.
—Es tarde. Estoy seguro.
—¿Qué dice el Big Ben?
—No he oído al Big Ben en toda la noche —respondió Mallory, y al darse cuenta se sorprendió—. El Gobierno lo ha clausurado, supongo. Esa pequeña especulación pareció alarmar vagamente a Hetty.
—Un desayuno francés, entonces —sugirió ella—, que nos lo suban de aquí abajo. Un pastel, una cafetera. Es barato.
Mallory negó con la cabeza.
Hetty guardó silencio y entrecerró los ojos. La negativa parecía haberla sorprendido. Se sentó en aquella cama que no dejaba de crujir y se tiró un poco del cabello desordenado.
—No salgas, el tiempo es horrible. Si no puedes dormir, cariño, vamos a echar un polvo.
—No creo que pueda.
—Sé que te gusto, Neddie. —La joven levantó la sábana sudada—. Ven a tocarme entera, eso te la levantará. —Se quedó allí echada, esperando con la sábana levantada.
Mallory, que no quería decepcionarla, se acercó a ella y le pasó la mano por las preciosas caderas y manoseó la tersura jugosa de sus pechos. Disfrutaba acariciando la piel de la chica, pero su verga, aunque se revolvió, no llegó a levantarse.
—De verdad que tengo que irme —dijo.
—Se te levantará otra vez si esperas un poco.
—No puedo quedarme más.
—No lo haría si no fueras un hombre tan agradable —dijo Hetty poco a poco—, pero puedo hacer que se te levante ahora mismo, si quieres. Connaissez-vous la belle gamahuche?
—¿Y eso qué es?
—Bueno —dijo Hetty—, si hubieras estado con Gabrielle en lugar de conmigo, ya te lo habría hecho a estas alturas. Siempre lo hacía con sus hombres y decía que a ellos los volvía locos; es lo que llaman gamahuche, el placer francés.
—No estoy seguro de entender.
—Chupar la polla.
—Ah. Eso. —Había oído el término, aunque solo como la forma más grosera de insulto. Le chocó encontrarse en una situación en la que se podría realizar el acto físico. Se tiró de la barba—. Eh… ¿y cuánto costaría eso?
—No lo haría por ningún precio, con algunos —le aseguró ella—, pero la verdad es que me gustas, Ned, y por ti lo haría.
—¿Cuánto?
La chica parpadeó y dijo:
—¿Diez chelines? Media libra.
—Creo que no —dijo Mallory.
—Bueno, está bien, cinco chelines, si no terminas dentro. Pero tienes que prometérmelo, y hablo en serio.
Las implicaciones de esa propuesta provocaron en Mallory un exquisito estremecimiento de asco.
—No, esas cosas no me hacen mucha gracia.
Empezó a vestirse.
—Entonces, ¿volverás otra vez? ¿Cuándo vendrás a verme?
—Pronto.
La chica suspiró, sabía que le estaba mintiendo.
—Vete entonces, si no te queda más remedio. Pero escucha, Neddie: sé que te gusto. Y no me acuerdo muy bien de todo tu nombre, pero sé que he visto tu retrato en los periódicos. Eres un intelectual famoso y tienes un montón de pasta. Tengo razón en eso, ¿a que sí?
Mallory no dijo nada.
Ella se apresuró a continuar.
—Un tipo como tú puede meterse en muchos problemas con la clase equivocada de chica londinense. Pero con Hetty Edwardes no puedes estar más seguro, porque yo solo voy con caballeros y soy muy discreta.
—Estoy seguro de ello —respondió Mallory mientras se vestía a toda prisa.
—Bailo los martes y los jueves en el teatro Pantascópico, en Haymarket. ¿Vendrás a verme?
—Si estoy en Londres.
Y con eso la dejó y salió a tientas de aquel sitio. Cuando se dirigía a toda prisa hacia las escaleras se hizo un buen arañazo en la pantorrilla con el pedal de una bicicleta encadenada.
El cielo que pendía sobre el Hart no se parecía a nada que Mallory hubiera visto jamás, y sin embargo lo conocía. Había visto un cielo así en su imaginación, una cúpula encapotada repleta de porquería explosiva, inundada de un polvo que todo lo borraba; un cielo que era heraldo de la catástrofe.
Por el contorno apagado del sol que se alzaba ya en el cielo calculó que serían cerca de las ocho. Había llegado el alba, pero este no había traído consigo el día. Estaba convencido de que los leviatanes terrestres habían visto ese mismo cielo después del impacto del gran cometa que había sacudido la Tierra. Para aquellos rebaños escamosos, que recorrían sin descanso las antiguas junglas impulsados por un hambre atroz que los atormentaba, aquel había sido el cielo del armagedón. Las tormentas cataclísmicas castigaron entonces la Tierra cretácea con inmensos incendios, y el polvo del cometa se dispersó por la atmósfera hasta marchitar primero y aniquilar después el follaje debilitado. Los poderosos dinosaurios, adaptados como estaban a un mundo que había dejado de existir, se extinguieron en masa, y las caprichosas máquinas de la evolución quedaron libres para repoblar la Tierra herida con nuevos y extraños órdenes.
Bajó arrastrando los pies por Flower-and-Dean Street, pasmado, sin dejar de toser. No podía ver lo que había a diez metros de sus narices porque el callejón estaba tomado por una niebla baja y amarillenta que le empañaba los ojos y le provocaba en la garganta una sensación ácida y picante.
Más por suerte que otra cosa salió a Commercial Street, de ordinario una de las avenidas más prósperas de Whitechapel. Desierta ahora, su suave pavimento se encontraba sembrado de fragmentos de escaparate.
Caminó una manzana, luego otra. Apenas si quedaba algún vidrio intacto. Adoquines arrancados de las calles laterales habían alcanzado todos los blancos a la vista, como si se tratara de una lluvia de meteoritos. Un torbellino parecía haber descendido sobre una tienda de comestibles cercana, pues la calle estaba sumergida bajo una costra de harina y azúcar que llegaba a la altura de los tobillos. Mallory se abrió camino entre coles estropeadas, claudias aplastadas, tarros destrozados de melocotones en almíbar y jamones ahumados enteros. La harina húmeda, esparcida por todas partes, dejaba constancia de una estampida de zapatos de cuero de caballero, de piececillos descalzos de los golfillos callejeros, del trazo delicado de los zapatos de mujer y del dobladillo de sus faldas.
Aparecieron arrastrando los pies cuatro figuras envueltas en la neblina, tres hombres y una mujer, todos ellos ataviados con ropas respetables y el rostro cubierto por una máscara de tela gruesa. Al reparar en su presencia, los cuatro cruzaron de acera sin ocultarse. Se movían con lentitud, sin prisa, y hablaban en tonos bajos. Mallory prosiguió su camino. El cristal astillado crujía bajo sus tacones. Mobiliario para caballeros Meyer, Camisería Peterson, Lavandería pneumática parisiense LaGrange… Todos estos establecimientos presentaban escaparates rotos y puertas arrancadas de cuajo de sus goznes. Las fachadas de todos ellos habían sido bombardeadas a conciencia con piedras, ladrillos y huevos.
Entonces apareció otro grupo: hombres y muchachos jóvenes, algunos de los cuales hacían rodar carretas repletas de mercancía, aunque no cabía duda de que no se trataba de vendedores ambulantes. Con las máscaras puestas parecían cansados, confusos, melancólicos, como si asistieran a un funeral. En su errar sin rumbo se detuvieron ante una zapatería saqueada y recogieron los zapatos esparcidos, poniendo en ello el entusiasmo mustio de los carroñeros.
Mallory se dio cuenta de que había sido un necio. Mientras él se refocilaba en la disipación sin sentido, Londres se había convertido en un espacio anárquico. Debería estar en casa, en el pacífico Sussex, con su familia. Debería estar preparándose para la boda de la pequeña Madeline, rodeado por el aire limpio del campo, cerca de sus hermanos y hermanas, con comida casera decente y decentes bebidas hogareñas. Lo invadió una repentina y agónica añoranza, y se preguntó qué caótica amalgama de lujuria, ambición y circunstancias lo había dejado aislado en aquel lugar horrendo y brutal. Y se preguntó también qué estaría haciendo su familia en aquel mismo instante.
¿Qué hora era, con exactitud?
Con un sobresalto recordó el reloj de Madeline. El regalo de boda de su hermana reposaba en su cajón de viaje con cierres de latón, en la caja fuerte del Palacio de Paleontología. El precioso y elegante reloj que iba a ofrecer a su querida Madeline, tan despiadadamente lejos de su alcance… El palacio estaba a diez kilómetros de Whitechapel. Diez kilómetros de caos y confusión.
Sin duda tenía que haber un modo de regresar, alguna forma de salvar aquella distancia. Se preguntó si circularía alguno de los trenes de la ciudad, o los omnibuses.
¿Quizá un cabriolé? Los caballos se ahogarían en aquella neblina pestilente. No le quedaba otra que ir andando. Lo más probable era que cualquier esfuerzo por cruzar Londres resultara fútil, y con toda probabilidad sería mucho más inteligente acurrucarse en algún sótano tranquilo, como una rata, con la esperanza de que la catástrofe pasara de largo. Y sin embargo, para su sorpresa, se enderezó y comprobó cómo sus piernas empezaban a caminar motu proprio. Incluso se le alivió la palpitación de la resaca al concentrarse en un único objetivo: volver al palacio. Regresar a su vida.
—¡Hola! ¡Oiga! ¡Señor! —La voz resonó sobre su cabeza como la llamada de la mala conciencia. Mallory levantó la vista, sobresaltado.
Desde una ventana del tercer piso de Hermanos Jackson, peleteros y sombrereros, sobresalía el cañón negro de un rifle. Tras el arma, Mallory distinguió la calva de un dependiente con gafas que ahora se apoyaba en la ventana abierta y revelaba una camisa a rayas y unos tirantes de color escarlata.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —exclamó Mallory, la frase producto de un mero reflejo.
—¡Gracias, señor! —gritó el dependiente con la voz quebrada—. Señor, ¿podría, por favor, echar un vistazo a nuestra puerta, ahí, justo a un lado, debajo de las escaleras? Creo que… ¡Puede que haya alguien herido!
Mallory agitó una mano a modo de respuesta y se acercó a la puerta de la tienda. Las hojas dobles estaban enteras aunque sí bastante maltratadas, y chorreantes de salpicadura de huevo. Un joven con una blusa rayada de marinero y pantalones sueltos estaba allí tendido con las piernas abiertas, boca abajo. Cerca de su mano había una palanca de hierro forjado.
Mallory cogió al marinero por el hombro de la blusa áspera y le dio la vuelta. Una bala le había atravesado la garganta. Sin duda estaba muerto y se había aplastado la nariz contra el pavimento, lo que daba a su rostro joven y exangüe una forma extraña, como si procediera de algún desconocido país de viajeros albinos. Se irguió.
—¡Lo ha matado de un tiro! —gritó hacia la ventana.
El dependiente, al parecer muy nervioso, empezó a toser violentamente y no respondió.
Mallory distinguió la culata de madera de una pistola en la faja de nudos del marinero muerto, y la sacó de un tirón. Era un revólver de factura poco habitual, con el grueso cilindro perforado y estriado de un modo harto curioso. El cañón octogonal, bajo el que vio una especie de pistón, apestaba a pólvora negra. Echó un vistazo a la puerta golpeada del peletero. Resultaba evidente que allí se había producido el ataque de un grupo numeroso y empeñado en causar el peor daño posible. Los desgraciados debieron de dispersarse al ser abatido el marinero. Salió a la carretera y agitó la pistola.
—¡El muy canalla estaba armado! —gritó—. ¡Hizo usted bien en…!
Una bala disparada por el rifle del dependiente impactó contra un escalón de cemento y dejó una muesca blanquecina. El rebote a punto estuvo de acertar a Mallory.
—¡Dios lo confunda, idiota chapucero! —bramó Mallory—. ¡Deténgase en este mismo instante!
Hubo un momento de silencio.
—¡Perdón, señor! —exclamó el hombre.
—¿Qué demonios se cree usted que está haciendo?
—¡Ya he dicho que lo sentía! ¡Pero será mejor que tire esa arma, señor!
—¡Y un cuerno! —rugió Mallory mientras se metía la pistola en la cinturilla de los pantalones. Quería exigir al dependiente que bajara y cubriera con decencia al muerto, pero se lo pensó mejor cuando otras ventanas se abrieron con estrépito y aparecieron cuatro rifles más, dispuestos a defender a los hermanos Jackson. Mallory se fue retirando al tiempo que mostraba las manos vacías e intentaba sonreír. Cuando la niebla se hubo espesado a su alrededor, se dio la vuelta y echó a correr. Ahora se movía con más cautela e intentaba mantenerse en el centro de la calle. Descubrió una camisa de batista pisoteada y rasgó una manga ablusada con la pequeña hoja de sierra de su navaja Sheffield. Podía ser una máscara bastante práctica.
Examinó el revólver del marinero y sacó un cartucho ennegrecido del cilindro. Todavía tenía cinco disparos. Era un arma torpe, extranjera, de desigual color azul, aunque el mecanismo parecía haber sido fabricado con cierto grado de precisión. Distinguió
«Ballester-Molina» en un sello borroso que había en un lado del cañón octogonal, pero no se veía ninguna otra marca.
Salió a Aldgate High Street y recordó la calle por el paseo que había dado con Hetty desde el muelle del Puente de Londres, aunque se le antojaba si acaso más siniestra y horrible que en plena noche. La chusma no parecía haberla tocado todavía, según el capricho inherente al caos.
El tintineo rítmico de una alarma resonó tras él, entre la niebla. Se hizo a un lado y vio pasar un faetón de bomberos con los rojos laterales maltratados y llenos de muescas. La chusma londinense había atacado con ferocidad a los bomberos, a los únicos hombres y máquinas que se interponían entre la ciudad y un horripilante incendio. Aquello le pareció el colmo de la estupidez y la perversidad, pero por alguna razón no terminó de sorprenderle. Los hombres exhaustos se aferraban a los estribos del faetón. Lucían unas extrañas máscaras de goma con relucientes protectores oculares y tubos con forma de acordeón para respirar. Deseó con todas sus fuerzas disponer de una máscara así, porque los ojos se le nublaban de forma tan dolorosa que debía llevarlos constantemente entrecerrados.
Aldgate dio paso a Fenchurch, luego a Lombard y a Poultry Street, pero todavía se encontraba a kilómetros de su objetivo, si se podía llamar así al palacio de Paleontología. La cabeza le martilleaba y se sentía nadar entre los posos plomizos del güisqui barato y el aire irrespirable. Parecía estar más cerca del Támesis, del que ascendía una mancha húmeda y viscosa que lo ponía enfermo.
En Cheapside habían volcado un ómnibus y le habían prendido fuego con los carbones de su propia caldera. Todas las ventanas del vehículo habían estallado, y de él no quedaba más que una cáscara carbonizada. Mallory deseó fervientemente que no hubiera muerto nadie. Los restos humeantes hedían demasiado como para acercarse siquiera a mirar.
Había gente en el camposanto de San Pablo. El aire parecía allí un tanto más limpio. Se veía la cúpula, y entre los árboles del cementerio se había reunido una multitud de hombres y muchachos. Le resultaba inexplicable, pero aparentaban estar muy animados. Observó asombrado que estaban jugando a los dados con todo descaro en los mismísimos escalones de la obra maestra de Wren.
Un poco más adelante, el propio Cheapside estaba bloqueado por grupos dispersos de jugadores tan impacientes como resueltos. La acera se había llenado de corros de granujas, de hombres arrodillados para proteger sus crecientes apuestas. Los cabecillas del cotarro, chulos que parecían tallados de una sola pieza a partir del hedor coagulado de Londres, gritaban con voz ronca, como los charlatanes de feria, al paso de Mallory.
—¡Un chelín para abrir! ¿Quién tira? ¿Quién va a tirar, muchachos?
De los corros dispersos llegaban gritos de triunfo y gruñidos coléricos ahogados por las máscaras.
Por cada hombre que apostaba con valentía había tres tímidos que se limitaban a mirar. Se trataba de una atracción de carnaval, al parecer; un carnaval pestilente y delictivo, pero una típica diversión londinense, al fin y al cabo. No había policía a la vista, ni autoridad, ni decencia. Mallory rodeó con cautela la entusiasmada muchedumbre, con una mano precavida en la culata de la pistola del marinero. En un callejón, dos hombres enmascarados pateaban a un tercero al que luego despojaron de reloj y cartera. Un grupo de al menos doce personas contemplaba el espectáculo con bien poco interés.
Aquellos londinenses eran como un gas, pensó Mallory, como una nube de átomos diminutos. Rotos los vínculos sociales, se habían limitado a separarse como las esferas gaseosas perfectamente elásticas postuladas por las leyes de Boyle. Por sus ropas, en su mayoría parecían personas bastante respetables, pero ahora se limitaban a mostrarse temerarios, desposeídos por un caos que los había sumido en el vacío moral. La mayor parte, pensó Mallory, jamás había visto nada ni remotamente parecido. Carecían de valores adecuados para juzgar o comparar. Se habían convertido en títeres de sus más básicos impulsos.
Al igual que los miembros de la tribu cheyene de Wyoming que bailaban dominados por el demonio del alcohol, los buenos ciudadanos del Londres civilizado se habían rendido a la locura primitiva. Y por su evidente expresión de dicha, Mallory se dio cuenta de que lo disfrutaban. De que lo disfrutaban muchísimo. Era para ellos un arrebato, una libertad perversa, más perfecta y deseable que cualquier otra que hubieran conocido jamás.
En el límite de la multitud, alguien acababa de pegar una línea de estridentes octavillas en el otrora sacrosanto muro de ladrillo de Paternóster Row. Eran anuncios del tipo más lamentable y ubicuo, de esos que lo perseguían a uno por todo Londres:
«Pildoras magnéticas para la cabeza del profesor Renbourne»; «Migas de bacalao Beardsley»; «Tartarlitina de McKesson & Robbins»; «Jabón dentífrico de árnica»… Y algunas octavillas teatrales: «Madame Scapiglioni en el Saville House de Leicester Square», una «Sinfonía de panmelodio en Vauxhall»… Acontecimientos, pensó Mallory, que con toda seguridad nunca se llevarían a cabo, y cuyas hojas sin duda se habían colocado a toda prisa y con descuido, porque habían dejado el papel muy arrugado. La cola fresca chorreaba bajo la propaganda hasta formar riachuelos de limo blanco, una visión que perturbó a Mallory de un modo que no fue capaz de definir. Pero pegado entre estas octavillas mundanas, como si aquel fuera su sitio por derecho, había un gran tabloide de tres páginas, un objeto del tamaño de una manta para caballos, impreso por máquinas y arrugado debido a la colocación apresurada. De hecho, hasta la tinta parecía húmeda todavía.
Una locura.
Mallory se detuvo en seco ante él, apabullado por sus imágenes toscas y estrafalarias. Estaba elaborado en tres colores: escarlata, negro y un horrendo rosa grisáceo que parecía un revuelto de los otros dos.
Una mujer de color escarlata y con los ojos vendados (¿una diosa de la justicia?), ataviada con una borrosa toga también escarlata, empuñaba una espada escarlata llamada «Ludd» sobre la cabeza rosa grisáceo de dos figuras pintadas de forma bien burda, un hombre y una mujer que aparecían representados en bustos. ¿Un rey y una reina? ¿Lord y lady Byron, quizá? La diosa escarlata pisoteaba el cuerpo de una gran serpiente de dos cabezas, o un dragón escamoso, cuyo cadáver retorcido se llamaba
«Señorías por méritos». Tras la mujer, el contorno de Londres ardía envuelto en vigorosas lenguas de color escarlata, y el cielo que rodeaba las diversas figuras demenciales aparecía preñado de gruesas nubes negras. Tres hombres, clérigos o intelectuales al parecer, colgaban de unas horcas en la esquina superior derecha, y en la izquierda se representaba una abigarrada masa de figuras deformes que gesticulaban y agitaban banderas y picas jacobinas, al tiempo que avanzaban hacia un objetivo desconocido situado bajo la estrella barbuda de un cometa. Y eso no era ni la mitad. Mallory se frotó los ojos doloridos. La inmensa hoja rectangular hervía de imágenes más pequeñas, como una mesa de billar sembrada de bolas situadas al azar. Allí, un dios enano del viento soplaba una nube llamada
«Pestilencia». Allá explotaba una bala de cañón (o una bomba) en pequeños fragmentos puntiagudos, y la explosión derribaba a unos deformes diablillos pequeños y negros. Sobre un ataúd en el que se amontonaban las flores había una soga. Una mujer desnuda se agachaba a los pies de un monstruo, un hombre bien vestido y con cabeza de reptil. Un varón diminuto y tocado con charreteras rezaba sobre una horca mientras el verdugo, un tipo pequeño, encapuchado y remangado manipulaba la soga con gestos bruscos. Más nubes de humo desdibujado, arrojadas sobre la imagen como si fueran cieno, conectaban todo aquello como la masa de un pastel de frutas. Y cerca de la parte inferior se veía un texto, un título escrito en grandes letras mecánicas emborronadas: «¡Las siete maldiciones de la puta de Babilondres!». Babilondres. ¿Babiqué? ¿Qué «maldiciones», y por qué «siete»? Aquel pliego parecía haber sido compuesto a base de trozos sin sentido de imaginería mecánica. Mallory sabía que los impresores modernos tenían tarjetas perforadas especiales para ellos, chasqueadas para imprimir en bloque imágenes concretas, muy parecidas a los bloques baratos de madera de los viejos pliegos de ciego. En la obra que realizaban las máquinas para los impresos de un penique se podía ver cien veces la misma imagen trillada. Pero allí los colores eran horrendos, las imágenes estaban compuestas sin razón discernible alguna, y lo peor de todo era que el tabloide parecía querer expresar algo que resultaba, por muy titubeantes y convulsas que fueran las formas, incalificable, así de simple.
—¿Ta hablando conmigo? —quiso saber un hombre al lado de Mallory, que dio un pequeño brinco, sobresaltado.
—Nada —murmuró.
El hombre se acercó amenazante, hasta colocarse a su lado. Se trataba de un chulo muy alto y demacrado, con un pelo lacio, sucio y amarillo que asomaba bajo una enorme chistera. Estaba borracho, y en sus ojos era posible adivinar la locura. Sobre el rostro llevaba una máscara de tela con un dibujo punteado. Sus ropas sucias eran casi harapos, salvo los zapatos, que eran robados y estaban nuevos. El chulo apestaba a días de sudor, a abandono, a locura. Entrecerró los ojos para mirar con atención el tabloide y luego volvió a observar a Mallory.
—¿Amigo tuyo, don?
—No —dijo Mallory.
—¡Dime lo que significa! —insistió el chulo—. Te oí hablar de eso. ¿A que lo sabes?
La voz aguda del hombre temblaba, y cuando apartó la atención del cartel para mirar otra vez a Mallory, los brillantes ojos que lo acusaban por encima de la máscara parecieron iluminados por un odio animal.
—¡Aléjese de mí! —gritó Mallory.
—¡Blasfemia de Cristo redentor! —vociferó el hombre alto mientras con las manos nudosas sobaba el aire—. Bendita sangre de Cristo que lavó nuestros pecados… Estiró la mano para atrapar a Mallory, que apartó de un golpe el miembro codicioso.
—¡Mátalo! —sugirió entusiasta una voz anónima. Aquellas palabras regocijadas cargaron el aire sombrío como una mecha. De repente, Mallory y su oponente se encontraron en medio de una multitud. Ya no eran partículas aleatorias, sino el centro de un auténtico problema. El chulo alto, víctima quizá de un empujón por la espalda, tropezó contra Mallory, que a su vez lo dobló por la mitad con un puñetazo en el estómago. Alguien gritó entonces, un sonido agudo y alegre capaz de helar la sangre. Un puñado de barro arrojado por alguien pasó junto a Mallory sin llegar a tocarlo y se estrelló contra la imagen. Como si se tratara de una señal, estalló una repentina barahúnda de chillidos, golpes sordos y puñetazos.
Mallory empujó, maldijo, saltó sobre sus pies pisoteados, arrancó el revólver de la cinturilla, apuntó al aire, apretó el gatillo.
Nada. Un codo le asestó un fuerte golpe en las costillas.
Amartilló el percutor con el pulgar y volvió a apretar. El disparo fue espeluznante, ensordecedor.
En una fracción de segundo el tumulto se disolvió y se alejó de él. Los hombres se arrojaban al suelo, se alejaban en oleadas, se abrían paso como podían con la cabeza por delante, a cuatro patas, sumidos en un ansia absoluta y bestial por huir. Varios fueron pisoteados ante la mirada atónita de Mallory, que se quedó allí pasmado, boquiabierto dentro de su máscara de batista, la pistola todavía inmóvil y sobre la cabeza.
Entró de repente en razón y se retiró. Intentó meterse la pistola en la cinturilla mientras corría, pero vio alarmado que el percutor se había vuelto a amartillar y que la pistola estaba lista para dispararse en cuanto algo tocara el gatillo. Sujetó aquel objeto traicionero con el brazo extendido y continuó su huida.
Al final se detuvo, asaltado por un fuerte acceso de tos. A su espalda, apagados por la turbia oscuridad de la niebla, se oían disparos sueltos y gritos bestiales de rabia, abandono, alegría.
—Cristo bendito —murmuró Mallory mientras examinaba el mecanismo. Aquel endiablado objeto se había amartillado automáticamente: había canalizado parte del estallido de pólvora hacia el pistón que se encontraba bajo el cañón, lo que volvía a apoyar el cilindro acanalado en un trinquete inmóvil, con lo cual el siguiente cartucho giraba hasta colocarse en su sitio y el percutor se volvía a levantar. Mallory apoyó los dos pulgares contra el percutor y manipuló el gatillo con cuidado, hasta que fue capaz de desarmar el mecanismo. Luego devolvió la pistola a la cinturilla. Todavía no había dejado atrás la franja de octavillas, que seguían extendiéndose ante sus ojos al parecer en número interminable, pegadas unas tras otras hasta formar una línea irregular. Mallory las siguió por una calle que ahora parecía vacía. De algún lugar lejano le llegaba el ruido de cristales rotos y risotadas juveniles.
«Se hacen llaves secretas, baratas», rezaba una de las octavillas. «Bonitos impermeables para la India y las colonias». «Se necesitan aprendices de química y farmacia».
Algo más adelante oyó el suave traqueteo de unos cascos lentos, el chirrido de un eje. Surgió entonces de la bruma el carromato del pegacarteles. Era un coche alto y negro, en cuyos inmensos laterales se habían montado grandes y llamativos carteles. Un tipo enmascarado, vestido con una gabardina gris abierta, apretaba un cartel encolado contra la pared. El muro estaba protegido por una alta verja de hierro situada a metro y medio de la fachada, pero eso no representaba ningún problema para el pegacarteles, que disponía de un mecanismo rodante especial instalado sobre una suerte de palo largo de escoba.
Mallory se aproximó un poco para mirar. El pegacarteles no levantó la mirada, había llegado a un momento crucial de su trabajo. Al cartel en sí, que iba bien envuelto en un rodillo de goma negra, se le apretaba y hacía rodar, de abajo arriba, contra la pared. En ese mismo instante, el hombre apretaba con dedos hábiles un pistón de mano en el mango del mecanismo y disparaba un chorro de pasta grumosa desde unas espitas gemelas sujetas a los extremos del rodillo. Otra pasada hacia abajo para completar el encolado, y el trabajo había terminado.
Mallory se acercó un poco más y examinó el cartel, que ensalzaba y mostraba con un grabado mecánico los efectos embellecedores del jabón para tez clara de Colgate. El pegacarteles y su carromato continuaron su camino. Mallory lo siguió. El hombre reparó en la atención que le dispensaban y pareció molestarse un poco, porque murmuró algo al conductor y el carromato aceleró y le ganó un buen trecho. Mallory lo siguió con discreción. El carromato se detuvo entonces en una esquina de Fleet Street, donde las vallas alojaban, por tradición, los grandes carteles que anunciaban los periódicos de la ciudad. Pero allí estaban pegando con todo descaro un cartel sobre la superficie del Morning Clarion, y luego otro, y otro más. Esta vez se trataba de más octavillas teatrales. «El Dr. Benet de París» iba a dar una conferencia sobre «el valor terapéutico del sueño acuático». «La sociedad Chautaqua del Falansterio de Susquehanna» presentaría un simposio sobre «la filosofía social del difunto doctor Coleridge», y una «conferencia científica con quinotropía» que presentaría «el Dr. Edward Mallory».
Mallory se detuvo y sonrió tras la máscara. ¡«Edward Mallory»! Tenía que admitir que el nombre tenía muy buena pinta con aquella letra gótica mecánica de ochenta puntos. Era una pena que el discurso no pudiera llevarse a cabo, pero estaba claro que Huxley, o con toda probabilidad uno de los miembros de su personal, había solicitado los carteles con gran antelación y nadie los había anulado. Una lástima, pensó mientras observaba con un recién hallado cariño protector el carromato que se alejaba. «Edward Mallory». Le hubiera gustado quedarse con el cartel de recuerdo y, de hecho, pensó en despegarlo, pero los pegotes de engrudo lo disuadieron.
Miró con más atención, con la esperanza de aprenderse el texto de memoria. Si se miraba bien, la impresión no era todo lo que podría haber sido. En algunos sitios las letras negras tenían los bordes emborronados de pintura escarlata, como si los pernos de impresión se hubieran empapado en tinta roja y luego no los hubieran limpiado bien.
«El Museo de Geología práctica, en Jermyn Street, tiene el honor de presentar ante el público de Londres, en dos únicas funciones, al Dr. Edward Mallory. El doctor Mallory, M. R. S., M. R. S. G., explicará la apasionante historia del descubrimiento del famoso Leviatán Terrestre en el salvaje Wyoming; sus teorías sobre su entorno, costumbres y sustento; sus encuentros con los salvajes indios cheyenes, donde detallará la melancolía y el atroz asesinato de su rival más directo, el difunto profesor Rudwich; los secretos del juego profesional, en concreto los de los garitos de carreras de ratas, que se impartirán a aquellos que deseen conocer la técnica de las apuestas, a lo que seguirá la sensualísima danza de los siete velos interpretada por varias de las señoritas Mallory, que además realizarán un relato franco de sus variadas primeras experiencias en el arte del amor; solo se permitirá la entrada a caballeros; precio 2/6. La función irá acompañada por la quinotropía avanzada del señor Keets». Mallory apretó los dientes y echó a correr. Se adelantó al carromato, que ahora avanzaba al paso, y sujetó las bridas de la mula con las dos manos. El animal se detuvo con un bufido y un tropezón. Tenía la mugrienta cabeza envuelta en una máscara de lona que alguien había improvisado con una bolsa de pienso. El cochero emitió un gañido detrás del tapabocas manchado de hollín. Saltó del pescante de madera y aterrizó tambaleante, blandiendo una porra de nogal.
—¡Eh! ¡Para! —exclamó—. Déjate de tonterías, muchacho, y lárgate ahora mismo… —su voz se fue apagando cuando midió con la mirada a Mallory. Se golpeó la palma callosa con la porra en un intento por parecer amenazador.
El segundo pegacarteles llegó corriendo desde detrás del carromato para reunirse con su amigo. Empuñaba el utensilio de mango largo como si fuese una horca.
—Largo de aquí, señor —sugirió el cochero—, que a usté no le estamos haciendo na.
—¡Desde luego que sí! —bramó Mallory—. ¿Dónde obtuvisteis esos carteles, canallas? ¡Decídmelo de inmediato!
El más alto sacudió con gesto desafiante el rodillo manchado de engrudo ante la cara de Mallory.
—¡Hoy, Londres está abierto de par en par! ¿Quié pelearse por dónde pegamos nuestros papeles? ¡Pues solo tiene que ponernos a prueba!
Uno de los grandes anuncios en un costado del carromato se abrió de repente sobre chirriantes goznes de latón. Al parecer era la puerta del carruaje, de la que salió de un salto un hombre pequeño y fornido que empezaba a quedarse calvo. Vestía una pulcra chaqueta de tiro roja y pantalones de cuadros metidos dentro de unas botas de caminar de charol. Llevaba la cabeza desnuda y el rostro era redondo y colorado, sin máscara; para asombro de Mallory, fumaba una gran pipa que humeaba de un modo infame.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó con suavidad.
—¡Un rufián, señor! —declaró el cochero—. ¡Un maleante, un matón enviado por Patas de Pavo!
—¿Qué, él na más? —replicó el forzudo enarcando las cejas con gesto burlón—. No lo creo. —Miró a Mallory de arriba abajo—. ¿Sabes quién soy, hijo?
—No —admitió Mallory—. ¿Quién es usted?
—¡Soy el caballero al que llaman rey de los pegacarteles, muchacho! ¡Si no sabes eso, tienes que ser un auténtico novato en este negocio!
—No estoy en su negocio. ¡Yo, señor, soy el doctor Edward Mallory! El forzudo se cruzó de brazos y se meció un poco sobre los talones.
—¿Y?
—¡Usted acaba de pegar un cartel que me difama de forma escandalosa!
—¡Ah! —dijo el rey—. Así que ahí es donde le duele, ¿no? —Esbozó una sonrisa de evidente alivio—. Bueno, eso no tiene nada que ver conmigo, doctor Edward Mallory. Yo solo los pego, no los imprimo. No respondo de ellos.
—¡Bueno, pues no va a colocar ninguno más de esos detestables libelos! —exclamó Mallory—. ¡Quiero todos los demás, y exijo saber dónde los obtuvo!
El rey tranquilizó a sus dos furiosos secuaces con un movimiento majestuoso de la mano.
—Soy un hombre muy ocupado, doctor Mallory. Si tuviese la amabilidad de entrar en mi carromato y hablar conmigo como un caballero razonable, entonces quizás escuche, pero no tengo tiempo ni para bravatas ni para amenazas. —Clavó en Mallory la intensa mirada bizca de sus ojitos azules.
—Bueno… —soltó Mallory desconcertado. Aunque sabía que estaba en su derecho, la serena réplica del rey había desbravado su ataque de indignación. De repente se sintió un poco absurdo, y por alguna razón fuera de su elemento—. Desde luego —murmuró—. Muy bien.
—De acuerdo. Tom, Jemmy, volvemos al trabajo —el rey se subió con habilidad a su carromato.
Mallory, después de dudar un momento, lo siguió y subió al cuerpo de aquel extraño carruaje. No había asientos en el interior, sino que de un costado a otro el suelo estaba lleno de hoyuelos y tapizado por una gruesa cubierta granate, como una otomana. Forraban las paredes unos casilleros inclinados de madera barnizada atestados de carteles bien enrollados. Se había abierto en el techo una gran trampilla que dejaba entrar una luz sombría. Apestaba a engrudo y a tabaco picado barato. El rey se espatarró con toda tranquilidad y se apoyó en un grueso almohadón copetudo. La mula rebuznó bajo el chasquido del látigo y el carromato, tras una sacudida, empezó a moverse con pereza y el chirrido de las ruedas.
—¿Ginebra y agua? —ofreció el rey mientras abría un armarito.
—Solo agua, si es tan amable —dijo Mallory.
—Pues que sea agua sola. —La sirvió de una jarra de loza en un tazón de hojalata. Mallory se bajó la deshilachada máscara por debajo de la barbilla y bebió. Estaba muerto de sed.
El rey sirvió a Mallory una segunda ronda, y luego una tercera.
—¿Quizá un sabroso chorrito de limón para acompañar? —Le guiñó un ojo—. Espero que conozca sus límites.
Mallory se aclaró la garganta viscosa.
—Es usted muy amable.
Era una sensación extraña: se sentía desnudo sin la máscara, y aquella muestra de cortesía dentro del carromato del rey, junto con el tufo químico de la cola, casi peor que el del Támesis, lo había mareado bastante.
—Lamento si yo…, bueno, si le parecí un poco brusco antes.
—Bueno, son los chicos, ya sabe —respondió el rey con sumo tacto—. Un tipo tiene que estar preparado para manejar los puños en el negocio de los carteles. Ayer, precisamente, mis muchachos tuvieron que dar una buena paliza al viejo Patas de Pavo y a sus muchachos por unos espacios dentro de Trafalgar Square —el rey sorbió por la nariz con ademán desdeñoso.
—Yo también he sufrido algunos problemas graves durante esta emergencia —explicó Mallory con la voz ronca—. Pero, básicamente, soy un hombre razonable, señor. Muy racional, no soy de los que buscan problemas. No debe pensar eso. El rey asintió con gesto cómplice.
—Nunca he visto a Patas de Pavo contratar a un estudioso como matón. Por su ropa y sus modales supongo que es usted un intelectual, señor.
—Es usted muy perspicaz.
—Me gusta pensar que sí —admitió el rey—. Así que ahora que hemos aclarado ese tema, quizá quiera informarme sobre esa queja que parece tener.
—Esos carteles que ha pegado son falsificaciones —explicó Mallory—. Y calumnias. Desde luego, no son legales.
—Como ya le he explicado antes, eso no es asunto mío —replicó el rey—. Déjeme contarle unas cuantas cosas sobre este negocio, con toda franqueza. Por encolar cien láminas de veinte por treinta espero obtener una libra y un chelín, es decir, dos peniques y seis décimas por lámina. Digamos tres peniques, para redondear. Pues bien: si usted quisiese adquirir algunos de mis carteles a ese precio, yo estaría dispuesto a hablar de negocios.
—¿Dónde están? —preguntó Mallory.
—Si quisiera echar un vistazo entre los casilleros para buscar los objetos en cuestión, le estaría muy agradecido.
Cuando los empleados se detuvieron para pegar más carteles Mallory empezó a rebuscar entre la mercancía. Los carteles estaban envueltos en gruesos rollos perforados y bien ordenados, densos y pesados como cachiporras. El rey pasó al conductor un rollo a través de la trampilla. Luego vació pacíficamente los restos de su pipa de espuma de mar, la rellenó con el contenido de un basto cucurucho de papel y la encendió con una yesca alemana. Expelió una nube pestilente con todo el aspecto de estar muy satisfecho.
—Aquí están —dijo Mallory. Sacó la lámina exterior del rollo y la abrió dentro del carromato—. Eche un vistazo a esta abominación, ¿quiere? ¡Al principio tiene un aspecto espléndido, pero el texto es indignante, una obscenidad!
—Rollo estándar de cuarenta. Seis chelines justos.
—¡Lea esto —dijo Mallory—, donde prácticamente me acusan de asesinato! —el rey, muy cortés, volvió la mirada hacia la lámina. Movía los labios mientras se esforzaba por descifrar el título.
—Ma Lorry —dijo por fin—. La función de la madre de Lorry, ¿no?
—Mallory, ¡así me llamo!
—Es una semilámina teatral, sin ilustraciones —dijo el rey—. Un poco emborronada… Ah, sí, ya me acuerdo. —Echó una bocanada de humo—. Debería haber sabido que nada bueno podía salir de este pedido. Claro, que el granuja me pagó por adelantado…
—¿Quién? ¿A quién?
—Allá abajo, en Limehouse, en los muelles de las Indias Orientales —indicó el rey—. Menudo alboroto hay por esos lares, doctor Mallory. Desde ayer, los granujas andan pegando carteles nuevecitos en toda pared y valla que ven. Mis muchachos estaban listos para armar un poco de jaleo por esa usurpación, hasta que el capitán Swing, así es como se hace llamar, creyó conveniente contratar nuestros servicios —las axilas de Mallory empezaron a sudar.
—El capitán Swing, ¿eh?
—A juzgar por su ropa, es de los que van a las carreras —dijo el rey con tono alegre—. Bajo, pelirrojo, bizco, tenía un bulto en la cabeza, justo aquí. Y más loco que una cabra, debería añadir. Pero bastante educado: no pretendía crear ningún tipo de problema en el negocio de los carteles una vez que se le explicó el funcionamiento habitual. Y llevaba encima todo un muestrario de dinero en efectivo.
—¡Conozco a ese hombre! —exclamó Mallory con voz trémula—. Es un violento conspirador ludita… ¡Bien podría ser el hombre más peligroso de Inglaterra!
—No me diga —gruñó el rey.
—¡Es una grave amenaza para la seguridad pública!
—El tipo no parecía gran cosa —dijo el rey—. Un chavalito gracioso. Llevaba anteojos y hablaba solo.
—Ese hombre es un enemigo del reino, ¡un agitador de lo más siniestro!
—A mí no es que me guste mucho la política —respondió el rey mientras se echaba hacia atrás con toda tranquilidad—. La ley reguladora de la colocación de carteles, mira tú qué política, ¡es de idiotas! Esa puñetera norma es de lo más rígida cuando señala dónde se pueden pegar los carteles. Déjeme decirle, doctor Mallory, que yo conozco en persona al diputado que consiguió que se aprobase esa ley en el Parlamento, porque a mí me contrataron para su campaña electoral. A él sí que no le importaba dónde se ponían sus carteles. Todo estaba muy bien… ¡siempre que fueran sus carteles y no los de otros!
—¡Dios mío! —lo interrumpió Mallory—. Y pensar que ese malvado anda suelto por Londres, y con dinero de Dios sabe qué fuentes, fomentando disturbios y rebeliones durante una emergencia pública… ¡Y además controla una imprenta impulsada por máquinas! ¡Es una pesadilla! ¡Horrible!
—Por favor, no se inquiete, doctor Mallory —lo riñó el rey con dulzura—. Mi querido y anciano padre, Dios lo tenga en su gloria, solía decirme: «cuando todos los que te rodean empiecen a perder la cabeza, hijo, tú solo recuerda una cosa: sigue habiendo veinte chelines en una libra».
—Puede ser —respondió Mallory—, pero…
—¡Mi querido padre pegó carteles en la Época de los Problemas! Allá por los años treinta, cuando la caballería cargaba contra los trabajadores, y el viejo nariz ganchuda de Wellington consiguió que lo volaran por los aires. Tiempos duros de verdad, señor, ¡mucho más duros que estos tiempos modernos, tan blandos, por un hedor de nada!
¿Llaman a esto una emergencia? Bueno, pues yo lo llamo oportunidad, y se acabó.
—Usted no parece comprender la gravedad de esta crisis —dijo Mallory.
—¡La Época de los Problemas, que fue cuando se imprimieron las primeras láminas de veinte por treinta de cuatro hojas! El gobierno tory pagaba a mi anciano padre, mi padre era pertiguero y pegacarteles de la parroquia de San Andrés, en Holborn, para que cubriera de negro los carteles radicales. Tenía que contratar mujeres para que lo hicieran, porque había muchísima demanda. ¡De día cubría de negro los carteles de los radicales y por la noche pegaba otros nuevos! No vea la cantidad de oportunidades que hay con las revoluciones.
Mallory suspiró.
—Mi padre inventó el aparato que llamamos articulación extensible de encolado patentada, al que yo mismo he añadido unas cuantas mejoras mecánicas. Sirve para pegar carteles en la parte inferior de los puentes, para el comercio marítimo. En mi familia somos un linaje emprendedor, señor. No es tan fácil desconcertarnos.
—Para lo que le va a servir cuando Londres quede reducido a cenizas… —dijo Mallory—. ¡Pero bueno, si está usted ayudando a ese canalla en sus intrigas anarquistas!
—Yo diría que lo ha entendido usted al revés, doctor Mallory —lo reconvino el rey con una extraña risita—. La última vez que lo vi, era él quien me metía dinero en los bolsillos a mí, no yo a él. Y ahora que lo pienso, ha puesto bajo mi tutela cierto número de carteles, los de la fila de arriba… Aquí. —El rey se levantó, bajó los documentos de un tirón y los tiró al suelo acolchado—. ¡Verá, señor, la verdad es que me importan un pimiento las tonterías que se farfullen en estos carteles! La verdad secreta es que los carteles son interminables por naturaleza, regulares como las mareas del Támesis o el humo de Londres. Los auténticos hijos de Londres la llaman «El Humo», ya sabe. Es una ciudad eterna, como esa Jerusalén, o Roma, o, como algunos dirían, el pandemonio de Satán. Usted no ve al rey de los pegacarteles preocupado por la ahumada Londres, ¿a que no? ¡Ni una pizca!
—¡Pero la gente ha huido!
—Una necedad pasajera. Volverán todos —afirmó el rey con una confianza sublime—. Pero bueno, si no tienen ningún otro sitio a donde ir… Esto es el centro del mundo, señor.
Mallory se quedó callado.
—Bueno, señor —proclamó el rey—, si quiere mi consejo, debería gastarse seis chelines en ese rollo de carteles que tiene en la mano. Y oiga, por una libra justa le doy estos otros carteles mal impresos de nuestro amigo el capitán Swing. Veinte simples chelines y puede dejar estas calles y descansar en la paz y tranquilidad de su casa.
—Algunos de estos carteles ya se han pegado —dijo Mallory.
—Podría hacer que los chicos los cubrieran de negro, o que les pegaran algo encima —reflexionó el rey—. Si estuviera usted dispuesto a compensárselo con generosidad, por supuesto.
—¿Pondría eso fin al asunto? —preguntó Mallory mientras sacaba la billetera—. Lo dudo.
—Le pondría mejor fin del que puede usted darle con esa pistola que veo asomar por la cintura del pantalón —dijo el rey—. Ese es un aderezo que no dice mucho de un caballero y erudito como usted.
Mallory guardó silencio.
—Acepte mi consejo, doctor Mallory, y guarde esa arma antes de que se haga usted daño. Estoy convencido que podría haber herido a uno de mis muchachos si yo no hubiese visto la pistola por la mirilla y no hubiese salido a arreglar las cosas. Vayase a casa, señor, e intente calmarse.
—¿Y por qué no está usted en casa, si tan en serio ofrece ese consejo?
—Pues porque esta es mi casa, señor —respondió el rey. Se metió el dinero de Mallory en la chaqueta de tiro—. Cuando hace bueno, la parienta y yo cenamos aquí dentro y hablamos de los viejos tiempos. Y de paredes, diques y vallas.
—No tengo hogar alguno en Londres, y, de todos modos, el trabajo exige mi presencia en Kensington —dijo Mallory.
—Eso está muy lejos, doctor.
—Sí, así es —admitió Mallory tirándose de la barba—. Pero se me ocurre que hay un buen número de museos y palacios en Kensington que jamás han sido tocados por anuncio de papel alguno.
—¿De veras? —dijo el rey pensativo—. Cuénteme.
Mallory se despidió del rey a más de un kilómetro del Palacio de Paleontología; era incapaz de seguir aguantando los vapores del engrudo, y los bandazos del carromato lo habían dejado completamente mareado. Se alejó tambaleándose, con los pesados carteles difamatorios y anarquistas apiñados torpemente bajo los brazos sudados. Tras él, Jemmy y Tom se pusieron a encolar con entusiasmo los ladrillos vírgenes del Palacio de Economía Política.
Apoyó los rollos en una farola recargada y volvió a atarse la máscara de tela sobre la nariz y la boca. La cabeza le daba vueltas de una forma impía. Quizá, pensó, esa cola para los carteles contuviera algo de arsénico, o la tinta algún potente y nauseabundo derivado del carbón, porque se sentía envenenado, débil hasta la médula. Cuando volvió a cargar con los carteles, el papel se arrugó entre sus manos sudadas como la piel que se desprende del ahogado.
Al parecer había frustrado uno de los ataques lanzados por la maligna hidra del ojeador, pero este triunfo menor se le antojaba minúsculo comparado con las reservas aparentemente interminables de perversa inventiva de aquel maleante. Mallory trastabillaba en la noche mientras unos colmillos crueles e invisibles lo desgarraban a voluntad.
No obstante, había descubierto una pista clave: ¡el ojeador se ocultaba en los muelles de las Indias Orientales! Estar tan cerca de poder enfrentarse a aquel canalla, y sin embargo tan lejos, bastaba para volver loco a cualquiera.
Dio un fuerte tropezón con un terrón resbaladizo de estiércol de caballo y se echó los rollos sobre el hombro derecho, en un montón inestable. Era una fantasía inútil imaginar que se enfrentaba al ojeador solo, sin ayuda, cuando aquel hombre se hallaba a kilómetros de distancia, al otro lado del caos de Londres. Ya casi había llegado al palacio, aunque había tenido que darlo prácticamente todo para conseguirlo. Se obligó a concentrarse en los asuntos que tenía entre manos. Se llevaría los condenados carteles a la caja fuerte del palacio. Quizá tuvieran alguna utilidad como prueba algún día, y podrían ocupar el lugar del reloj de boda de Madeline. Cogería el reloj, encontraría un modo de huir de aquel Londres maldito y se reuniría con su familia, como hacía tiempo debería haber hecho. En el verde Sussex, en el seno de su viejo y querido clan, como diría cualquier hombre de la región, encontraría tranquilidad, sensatez y un lugar seguro. Los engranajes de su vida volverían a ajustarse una vez más.
Se le escaparon de las manos los rollos de papel, que cayeron al asfalto en caótica cascada. Uno de ellos le propinó un buen golpe en la espinilla. Los recogió con un gruñido y probó con el otro hombro.
Bajo la rancia neblina de Knightsbridge avanzaba por la carretera algún tipo de desfile. Fantasmales, desdibujados por la distancia y el hedor, parecían ser los faetones del Ejército, aquellos monstruos rechonchos y odiados de la Guerra de Crimea. La niebla amortiguaba los densos resoplidos y el tintineo repetitivo del hierro articulado. Fueron pasando uno tras otro bajo la atenta mirada de Mallory, que se había quedado muy quieto, aferrado a su carga. Cada faetón tiraba de un cajón articulado unido por eslabones. Los carros parecían ser cañones cubiertos por lonas. Sus dotaciones, soldados de infantería ataviados con ropas del mismo color que estos lienzos, viajaban sobre las piezas apiñados como percebes, formando una capa erizada de bayonetas caladas. Había al menos una docena de faetones de guerra, es posible que una veintena. Mallory, perplejo e incrédulo, se frotó los ojos cansados. En Brompton Concourse vio tres figuras con máscaras y sombreros que se escabullían sin hacer ruido de un edificio con la puerta rota, pero ninguno mostró intención de molestarlo.
Alguna autoridad civil había erigido barricadas de caballete ante la entrada del Palacio de Paleontología, pero nadie las atendía. Bastaba con pasar por delante y subir la escalinata de piedra humedecida por la niebla que conducía a la entrada principal. Las magníficas puertas de dos hojas estaban bien cubiertas por una mortaja de lona húmeda que colgaba del arco de ladrillo hasta las mismas losas. La tela era gruesa, estaba empapada y olía a cloruro de cal. Tras ella, las puertas del palacio se hallaban entreabiertas. Mallory entró con cuidado.
En el vestíbulo, varios sirvientes cubrían los muebles y la sala con finas sábanas blancas de muselina. Otros, un grupo bastante peculiar, barrían, fregaban y frotaban con empeño las cornisas con largos plumeros articulados. Varias mujeres londinenses y un gran número de niños de todas las edades se afanaban ataviados con delantales de limpieza que habían tomado prestados en el palacio, con expresión nerviosa pero eufórica.
Mallory se dio cuenta al fin que aquellos extraños debían de ser las familias del personal del palacio que habían venido a buscar refugio y seguridad en el interior del edifico público más magnífico que conocían. Y alguien (Kelly el mayordomo, era de suponer, con la ayuda de los intelectuales que todavía quedaran en las instalaciones) había organizado con valentía a los refugiados.
Se dirigió al mostrador del vestíbulo arrastrando su carga de papel. Comprendió que aquella era gente robusta, de clase trabajadora. Su posición en el mundo quizá fuera humilde, pero eran británicos hasta la médula. No se habían dejado amedrentar, habían acudido en defensa de su institución científica y de los valores civiles de la ley y la propiedad. El paleontólogo comprendió, con una oleada de alivio patriótico que le llenó de ánimo el corazón, que aquella tambaleante locura caótica había llegado a su límite. ¡Dentro de aquel torbellino indeciso había surgido un núcleo de orden espontáneo! Todo cambiaría a partir de entonces, como un cieno turbio que fuera cristalizando.
Tiró su odiada carga tras el mostrador desierto del vestíbulo. En una esquina chasqueaba a golpes un telégrafo cuya cinta perforada se iba desenrollando a trompicones por el suelo. Mallory contempló este pequeño pero significativo milagro y suspiró como un buceador que acabara de subir a la superficie. El aire del palacio tenía un marcado olor a desinfectante, pero resultaba maravilloso y respirable. Se quitó la mugrienta máscara de la cara y se la metió en un bolsillo. En algún lugar de aquel bendito refugio, pensó, podría encontrar comida. Quizá una jofaina y jabón, y polvos de sulfuro para las pulgas que llevaban desde la mañana arrastrándose por la cinturilla de su pantalón. Huevos. Jamón. Un buen vino reconstituyente. Sellos de correos, lavanderas, limpiabotas… Toda esa milagrosa red concatenada de la civilización.
Un extraño cruzó con paso firme el vestíbulo en su dirección: un soldado británico, un subalterno de Artillería ataviado con un elegante equipo de gala. Vestía una casaca azul cruzada en la que brillaban los galones, botones de latón y charreteras trenzadas doradas. Los impecables pantalones tenían una franja roja militar. Llevaba una gorra redonda con galones dorados, y una pistolera sujeta a la pulcra cinturilla del pantalón. Con los hombros cuadrados, la espalda recta y la cabeza alta, aquel atractivo joven se aproximaba al paleontólogo con una expresión firme y decidida. Mallory se irguió de inmediato, desconcertado, incluso un poco avergonzado al comparar su atuendo civil arrugado y manchado de sudor con aquel fresco epítome de las virtudes militares, y entonces, con un sobresalto, cayó en la cuenta de quién era: —¡Brian! —gritó—. ¡Brian, muchacho!
El soldado aceleró el paso.
—Ned, vaya, ¿eres tú? —dijo el hermano de Mallory mientras una tierna sonrisa dividía su barba recién adquirida en Crimea. Cogió la mano de Mallory entre las suyas y la estrechó efusivamente, con un sólido apretón.
Mallory observó con sorpresa y placer que la disciplina militar y la dieta científica habían sumado centímetros y kilos al cuerpo del muchacho. Brian, el sexto hijo de la familia, siempre había parecido un poco callado y tímido, pero ahora el hermanito de Mallory se alzaba casi dos metros sobre sus botas militares, y en sus ojos azules se adivinaba la expresión de un hombre que ha visto mundo.
—Te hemos estado esperando, Ned —dijo Brian. La energía de su voz se había diluido un poco; algún antiguo hábito le devolvía el tono que recordaba de su infancia. Para Mallory se trataba del eco lastimero de un profundo recuerdo: las exigencias que una caterva de hermanos pequeños hacía a su hermano mayor. Pero de algún modo esta llamada familiar, lejos de fatigarlo o cargarlo, lo impulsó de inmediato a recobrar sus fuerzas cerebrales. La confusión se desvaneció como una bruma y se sintió más fuerte, más capaz; la presencia del joven Brian le había recordado a sí mismo.
—¡Maldita sea, cómo me alegro de verte! —estalló.
—Me alegro de que por fin hayas vuelto —dijo Brian—. Oímos hablar del incendio de tu habitación y luego te desvaneciste por Londres. ¡Nadie sabía dónde! ¡Tom y yo estábamos hechos un lío!
—¿Así que Tom también está aquí?
—Vinimos los dos a Londres en su pequeño faetón —explicó Brian. Su expresión se derrumbó—. Con malas noticias, Ned, y no hay otra forma de contártelas, salvo cara a cara.
—¿Qué pasa? —preguntó Mallory preparándose para lo peor—. ¿Es… es papá?
—No, Ned. Papá está bien. O tan bien como es posible en estos días. ¡Es la pobre Madeline!
Mallory gimió.
—La futura esposa no… ¿Qué sucede ahora?
—Bueno, tiene que ver con mi compañero, Jerry Rawlings —murmuró Brian mientras cuadraba las charreteras de los hombros con una expresión avergonzada—. Jerry quería hacer las cosas como es debido con nuestra Madeline, Ned, porque siempre hablaba de ella, y llevó una vida muy limpia por ella. Pero es que ha recibido una carta en casa, Ned, ¡una cosa vil y horrenda! ¡Le ha destrozado el corazón!
—¿Qué carta, por el amor de Dios?
—Bueno, no estaba firmada, solo indicaba «Uno que lo sabe», pero quien la escribió sabía mucho de nosotros, es decir, de la familia, todas nuestras pequeñas cosas, y decía que Madeline había… Que no había sido casta. Solo que con peores palabras. Mallory sintió que una oleada de furia salvaje le subía hasta la cara.
—Entiendo —replicó con voz baja y estrangulada—. Continúa.
—Bueno, el compromiso está roto, como podrás suponer. La pobre Maddy está sufriendo como nunca hasta ahora. Quiso hacerse daño, y ahora no hace nada sino sentarse sola en la cocina y llorar a mares.
Mallory se quedó callado mientras su mente procesaba la información de Brian.
—He estado fuera mucho tiempo, en India y Crimea —siguió Brian con voz baja y titubeante—, y no sé muy bien cómo están las cosas. Dime la verdad: tú no crees que haya nada de cierto en lo que ese malvado chismoso le contó a Jerry, ¿no es así?
—¿Qué? ¿Nuestra Madeline? ¡Por Dios, Brian, es una Mallory! —El paleontólogo dio un puñetazo en el mostrador—. No, es una infamia. ¡Un ataque vil y deliberado contra el honor de nuestra familia!
—¿Cómo…? ¿Por qué nos harían algo así, Ned? —preguntó Brian con una extraña expresión de furia lastimera.
—Sé porqué se hizo… y conozco al villano responsable. Brian abrió los ojos como platos.
—¿Lo conoces?
—Sí. Es el tipo que me quemó la habitación. ¡Y sé dónde se oculta en este mismo instante!
Brian lo miró asombrado y silencioso.
—Lo convertí en mi enemigo a causa de un oscuro asunto de Estado —explicó Mallory midiendo las palabras—. Ahora soy un hombre con cierta influencia, Brian, ¡y he descubierto intrigas mudas y secretas que un hombre como tú, un honesto soldado de la Corona, apenas podría creer!
Brian negó lentamente con la cabeza.
—En la India he visto cometer vilezas paganas que pondrían enfermo a un hombre recio —dijo—. ¡Pero ver que se hace en Inglaterra resulta más de lo que puedo soportar! —Se mesó el bigote, un gesto que Mallory encontró extrañamente familiar—. Sabía que hacíamos bien al acudir a ti, Ned. Siempre pareces ver a través de las cosas, de un modo como nadie es capaz. ¡Continúa, entonces! ¿Cómo resolvemos este horrendo asunto? ¿Qué podemos hacer?
—Esa pistola que llevas en el cinturón, ¿funciona bien?
Los ojos de Brian resplandecieron.
—¡La verdad sea dicha, no es reglamentaria! Un trofeo de guerra que le quité a un oficial zarista muerto… —Empezó a desabrochar la solapa de la pistolera. Mallory se apresuró a sacudir la cabeza y mirar a su alrededor.
—¿No tienes miedo de utilizar tu pistola de ser necesario?
—¿Miedo? —se indignó Brian—. Si no fueras un civil, Ned, podría tomarme a mal esa pregunta.
Mallory se lo quedó mirando.
La mirada audaz de Brian aguantó la de su hermano mayor.
—Es por la familia, ¿no? Por eso luchamos contra los ruskis, por los que dejábamos en casa.
—¿Dónde está Thomas?
—Está comiendo en… Bueno, te lo mostraré.
Brian lo guio al salón del palacio. El recinto de los estudiosos estaba abarrotado de comensales ruidosos que no dejaban de parlotear, miembros de la clase trabajadora en su mayor parte, que engullían patatas servidas en la porcelana del palacio como si nunca hubieran probado bocado. El joven Tom Mallory, con un atavío bastante llamativo de chaqueta corta de lino y pantalones de cuadros, se sentaba a una mesa con alguien más. Ante él tenía los restos de un pescado frito y una limonada. El otro hombre era Ebenezer Fraser.
—¡Ned! —exclamó Tom—. ¡Sabía que vendrías! —Se levantó y fue a buscar otra silla—. ¡Siéntate con nosotros, siéntate! Aquí tu amigo, el señor Fraser, ha tenido la amabilidad de invitarnos a comer.
—¿Y cómo está usted, doctor Mallory? —inquirió Fraser con tono sombrío.
—Un poco cansado —respondió Mallory mientras se sentaba—, pero nada que no arregle un poco de comida y un ponche de coñac. ¿Cómo está usted, Fraser? Bastante recuperado, espero… —Luego bajó la voz—. ¿Y qué serie de inteligentes tonterías les ha estado contando a mis pobres hermanitos, si es tan amable?
Fraser no respondió.
—El sargento Fraser es un policía de Londres —explicó Mallory—. De esos que llevan faroles oscuros.
—¿De veras? —espetó Tom con alarma.
Un camarero se abrió camino hasta su mesa. Era uno de los miembros habituales del personal, y en su expresión se percibían la tensión y la disculpa.
—Doctor Mallory… La despensa del palacio se halla un poco desprovista, señor. Un sencillo pescado con patatas sería lo más conveniente, señor, si no le importa.
—Me parece bien. Y si pudiera mezclarme un ponche de coñac… Bueno, no importa. Tráigame café. Fuerte y solo.
Fraser observó la partida del camarero con melancólica paciencia.
—Debe de haber tenido una noche de lo más animada —comentó Fraser cuando el hombre se alejó lo suficiente para no oírlos. Tanto Tom como Brian miraban ahora a Fraser con inédita suspicacia y una punzada de resentimiento.
—He descubierto que el ojeador, es decir, el capitán Swing, se ha ocultado en los muelles de las Indias Orientales —dijo Mallory—. ¡Está intentando incitar al pueblo hacia una insurrección general!
Fraser frunció los labios.
—Tiene una prensa impulsada por máquinas y una recua de cómplices. Imprime documentos sediciosos por decenas, ¡por centenares! ¡Esta mañana confisqué unas cuantas muestras que resultan obscenas, calumniosas! ¡Porquería ludita!
—Ha trabajado usted mucho.
Mallory bufó.
—Y dentro de un momento estaré mucho más ocupado, Fraser. ¡Pienso ir a buscar a ese desgraciado y poner fin de una vez a todo esto!
Brian se inclinó hacia delante.
—Entonces fue ese tal «capitán Swing» quien escribió esas calumnias contra nuestra Maddy, ¿no?
—Sí.
Tom se irguió en la silla, entusiasmado.
—Los muelles de las Indias Orientales… ¿Y eso dónde está?
—Abajo, por Limehouse Reach, al otro lado de Londres —dijo Fraser.
—Eso me importa un pepino —se apresuró a decir Tom—. ¡Tengo mi Céfiro!
Mallory se quedó sorprendido.
—¿Te has traído el bólido de la Hermandad?
Tom negó con la cabeza.
—¡No ese viejo armatoste, Ned, sino el último modelo! Es una belleza nuevecita que nos espera en lo establos de tu palacio. Nos trajo desde Sussex en una sola mañana, y habría ido más rápido todavía si no le hubiera enganchado un carro de carbón —lanzó una carcajada—. ¡Podemos ir adonde queramos!
—No perdamos la cabeza, caballeros —les advirtió Fraser.
De momento se sumieron en un silencio involuntario mientras el camarero colocaba con pericia la comida ante Mallory. La visión de la platija frita y las patatas cortadas en trozos hizo que este sintiera una repentina punzada de hambre famélica.
—Somos súbditos británicos libres y podemos ir a donde nos plazca —señaló con firmeza, antes de coger los cubiertos y atacar la comida.
—Solo puedo llamar a eso tontería —protestó Fraser—. Muchedumbres desenfrenadas recorren las calles, y el hombre al que busca es astuto como una víbora. Mallory gruñó con tono burlón. Fraser se mostró arisco.
—¡Doctor Mallory, es mi obligación ocuparme de que no sufra usted ningún daño! ¡No podemos permitir que se ponga a hurgar en los nidos de serpientes de los barrios más miserables de Londres!
Mallory engulló el café caliente.
—Bien sabe que pretende destruirme —dijo a Fraser mientras le clavaba la mirada—. Si no termino con él ahora, cuando todavía tengo la oportunidad, irá haciéndome pedazos poco a poco. ¡Maldita sea, usted no puede hacer nada para protegerme!
¡Este hombre no es como usted o como yo, Fraser! ¡Es un ser inaceptable! Se trata de una cuestión de vida o muerte… ¡Él o yo! Y sabe que es verdad. Fraser, sorprendido por el argumento de Mallory, pareció abatido. Tom y Brian, más alarmados todavía ante esta nueva revelación de la profundidad de sus problemas, se miraron confundidos y luego perforaron furibundos a Fraser. Este habló de mala gana.
—¡No actuemos de forma precipitada! Una vez se levante la niebla y se restaure la ley y el orden …
—El capitán Swing vive sumido en una niebla que nunca se levanta —replicó Mallory. Brian lo interrumpió con un gesto brusco de su manga dorada.
—¡No veo qué sentido tiene esto, señor Fraser! ¡Nos ha engañado a mi hermano Thomas y a mí, de forma deliberada! ¡No puedo dar crédito a ninguno de sus consejos!
—¡Brian tiene razón! —exclamó Tom. Luego contempló a Fraser con una mezcla de desdén y asombro—. Este hombre afirmó que era amigo tuyo, Ned… ¡Hizo que Brian y yo hablásemos de ti tan tranquilos! ¡Y ahora intenta mangonearnos! —Tom agitó el puño apretado, musculoso y endurecido por el trabajo—. ¡Pienso darle una buena lección a ese capitán Swing! ¡Y si tengo que empezar con usted, señor Fraser, estoy más que listo!
—Tranquilos, muchachos —pidió Mallory a sus hermanos. Algunos comensales cercanos habían empezado a mirarlos. Mallory se limpió muy despacio la boca con una servilleta—. La fortuna nos favorece, señor Fraser —dijo en voz baja—. He conseguido una pistola. Y el joven Brian también está armado.
—Oh, cielos… —se lamentó Fraser.
—No le tengo miedo a Swing —insistió Mallory—. Recuérdelo, lo derribé en el derby. En un enfrentamiento cara a cara no es más que un canalla cobarde. —¡Está en los muelles, Mallory! ¿Cree usted que van a poder atravesar tan frescos una sublevación en la zona más dura de Londres, como si aquello fuese un baile?
—Los Mallory no somos petimetres de academia de baile —respondió Mallory al policía—. ¿Se cree que los pobres de Londres son más aterradores que los salvajes de Wyoming?
—De hecho, sí —replicó Fraser lentamente—. Considerablemente peores, diría yo.
—¡Oh, por el amor de Dios, Fraser! ¡No nos haga perder el tiempo con estas pequeñeces! Tenemos que enfrentarnos de una vez por todas a este escurridizo fantasma, ¡y no volverá a haber una oportunidad mejor! En el nombre de la cordura y de la justicia, ¡ponga fin a esos inútiles lloriqueos oficiales!
Fraser suspiró.
—Supongamos que durante esta valiente expedición lo atrapan con astucia y lo asesinan, como a su colega Rudwick. ¿Entonces, qué? ¿Cómo respondería a mis superiores?
Pero entonces Brian clavó en Fraser la mirada acerada de un soldado.
—¿Ha tenido alguna vez una hermana pequeña, señor Fraser? ¿Ha tenido que contemplar alguna vez cómo hacían pedazos la felicidad de esa niña como si fuera una taza de porcelana pisoteada por un monstruo? Y con el corazón roto de esa muchacha, el corazón honesto de un héroe de Crimea cuya única y varonil intención era convertirla en su esposa …
—¡Ya está bien! —gimió Fraser en alto.
Brian se echó hacia atrás. Parecía cariacontecido por la interrupción. Fraser se alisó las solapas oscuras con las dos manos.
—Parece que ha llegado el momento de correr riesgos —admitió con un chueco encogimiento de hombros y una mueca pasajera—. No he tenido demasiada fortuna desde que lo conocí, doctor Mallory, y me atrevería a decir que ya es hora de que me cambie la suerte. —De repente se le iluminaron los ojos—. ¿Quién dice que no podríamos pillar a ese granuja, eh? ¡Lo arrestaremos! Es listo, pero cuatro hombres valientes podrían atrapar a ese desagradable desgraciado con la guardia baja mientras se pavonea por el Londres más mísero como un príncipe jacobino. —Fraser frunció el ceño y su rostro delgado se retorció con una cólera sincera. Era una visión inesperada y aterradora.
—La fortuna favorece a los valientes —apostilló Brian.
—Y Dios cuida de los locos —murmuró Fraser. Se inclinó hacia delante con expresión atenta, mientras se levantaba las perneras de los pantalones cogiéndolas por las rodillas huesudas—. ¡Este no es un asunto fácil, caballeros! No es una aventura para aficionados. ¡Se trata de un trabajo muy duro! ¡Estaremos poniendo la justicia, la vida y el honor en nuestras propias manos! Si ha de hacerse, ha de hacerse en el más estricto y permanente de los secretos.
Mallory, que presentía la victoria, habló con una elocuencia que lo sorprendió incluso a él.
—¡Mis hermanos y yo respetamos su experiencia en las fuerzas especiales, sargento Fraser! Si quiere guiarnos hacia la consecución de la justicia, estaremos encantados de ponernos a sus órdenes. No debe dudar jamás de nuestra discreción ni de nuestra resolución. El honor sagrado de nuestra querida hermana está en juego. Tom y Brian parecieron quedarse perplejos por este repentino cambio de rumbo; todavía desconfiaban de Fraser, pero el sombrío juramento de Mallory no despertó en ellos ninguna objeción y siguieron su ejemplo.
—¡A mí no me verá decir ni pío! —declaró Tom—. ¡Hasta la tumba!
—Me gustaría pensar que el juramento de un soldado británico todavía cuenta —dijo Brian.
—Entonces nos aventuraremos en esta empresa —añadió Fraser con una irónica expresión de fatalismo.
—¡Tengo que reavivar el vapor del Céfiro! —exclamó Tom mientras se levantaba de la silla—. Media hora le hace falta a mi belleza, cuando está fría. Mallory asintió. Utilizaría bien cada uno de esos minutos.
Ya fuera del palacio, lavado, peinado y con sus partes íntimas cubiertas de talco antipulgas, Mallory buscó un asidero abultado en lo alto del carro carbonero de madera del Céfiro. El pequeño faetón no dejaba de resoplar. Apenas si había espacio para dos hombres dentro de su armazón aerodinámico de hojalata. Tom y Fraser habían ocupado esos asientos, y ahora discutían sobre un plano de Londres. Brian pateó la lona fofa del carro, que iba estirada sobre el menguante montón de carbón, y se preparó así un tosco nido.
—Hace falta palear mucho carbón en estos faetones modernos —observó Brian con una sonrisa estoica. Se sentó enfrente de Mallory—. Tom está entusiasmado con esta preciosa máquina suya; casi me arranca la oreja hablando sin parar de Céfiros, todo el camino desde Lewes.
El faetón y su carro se pusieron en movimiento con una sacudida. Las ruedas de goma con radios de madera del carro carbonero giraban con un crujido rítmico. Bajaron rodando por Kensington Road a una velocidad sorprendente. Brian se sacudió de la pulcra manga de su chaqueta una chispa ardiente que había saltado de la chimenea.
—Necesitas una máscara para respirar —dijo Mallory mientras ofrecía a su hermano una de las máscaras improvisadas que las señoras habían cosido en el palacio: un cuadrado de guinga con unas cintas cosidas con esmero, y relleno de algodón confederado barato.
Brian olisqueó la corriente de aire.
—No está tan mal.
Mallory se ató con cuidado las cintas de la máscara detrás de la cabeza.
—A la larga, muchacho, los miasmas van a obrar contra tu salud.
—Esto no tiene ni comparación con la peste de un barco de transporte del Gobierno —replicó Brian. La ausencia de Fraser parecía haberlo relajado. Había entonces algo más del muchacho de Sussex y algo menos del joven y severo subalterno—. Los vapores de carbón que salen de la sala de máquinas… —rememoró Brian—. ¡Y los muchachos que vomitan por todas partes la comida por culpa del mal-de-mer! Atravesamos ese nuevo canal francés de Suez, directos desde Bombay. ¡Vivimos en ese puñetero transporte durante semanas! Y el asqueroso calor egipcio… ¡Y de ahí directamente al duro invierno de Crimea! Si el cólera o una cuartana no me llevaron entonces, no tengo que preocuparme por una pequeña bruma londinense —Brian lanzó una risita.
—Pensé con frecuencia en ti, allá en Canadá —dijo Mallory a su hermano—. Tú, que te alistaste durante cinco años, ¡y habiendo guerra! Pero sabía que harías que la familia se sintiese orgullosa de ti, Brian. Sabía que cumplirías con tu obligación.
—Los Mallory estamos por todo el mundo, Ned —respondió Brian con tono filosófico. Tenía la voz ronca, pero su rostro barbudo había enrojecido al oír el elogio de Mallory—. ¿Dónde está nuestro hermano Michael ahora mismo, eh? ¿Y el bueno de Mickey?
—En Hong Kong, creo —dijo Mallory—. Sin duda, Mick estaría hoy aquí con nosotros si la suerte hubiera llevado su barco a un puerto inglés. Nuestro Michael nunca ha sido de los que rehuyen una buena pelea …
—He visto a Ernestina y a Agatha —dijo Brian—. Y a sus pequeñines. —No comentó nada sobre Dorothy. La familia ya no hablaba de Dorothy. Brian cambió de postura sobre aquella lona llena de bultos y lanzó una mirada cauta hacia las almenas de un palacio de la intelectualidad que se alzaba sobre ellos—. No me hace mucha gracia pelear en las calles —comentó—. Ese fue el único sitio en el que los ruskis nos hicieron daño de verdad, en las calles de Odesa. Pelear y combatir casa por casa, como bandidos… Eso no es una guerra civilizada. —El joven frunció el ceño.
—¿Por qué no se levantaron y presentaron batalla con honestidad?
Brian lo miró sorprendido y luego se echó a reír de forma un poco extraña.
—Bueno, desde luego lo intentaron al principio, en Alma e Inkermann. Pero les dimos semejante tunda que entre ellos cundió el pánico. Podrías decir que en parte fue cosa mía, supongo. La Artillería Real, Ned.
—Cuéntame —dijo Mallory.
—Somos la más científica de las fuerzas. Les encanta la artillería a tus radicales militares. —Brian apagó otra gruesa chispa de la chimenea con un pulgar mojado en saliva—. ¡Intelectuales militares especiales! Son unos hombrecillos soñadores con anteojos en la nariz y números en la cabeza. Jamás han visto una espada desenvainada ni una bayoneta. No les hace falta ver esas cosas para ganar una guerra moderna. Todo son trayectorias y tiempos de mecha.
Brian contempló con suspicacia a un par de hombres con impermeables sueltos que bajaban la calle con aire furtivo.
—Los ruskis hicieron lo que pudieron. Se refugiaron por millares en el Redan y en Sebastopol. Cuando nuestras armas pesadas abrieron fuego, se deshicieron como cajas de galletas. Luego se replegaron a las trincheras, pero la metralla de los morteros obró maravillas. —La mirada de Brian se encontraba muy lejos, concentrada en un recuerdo—. Ned, se veía el humo blanco y la tierra volando a la cabeza de la cortina de fuego… ¡Cada proyectil caía en su sitio exacto, como los árboles de una huerta! y cuando se detuvo el bombardeo, nuestra infantería, aliados franceses sobre todo, que hicieron muchísimo trabajo de a pie, trotaron sobre las empalizadas y acabaron con rifles de resorte con los pobres ivanes.
—Los periódicos decían que los rusos lucharon sin respeto alguno por la decencia militar.
—Se desesperaron al darse cuenta de que no podían tocarnos —respondió Brian—. Recurrieron a la estrategia partisana y nos tendían emboscadas, disparaban contra las banderas blancas y demás. Un asunto muy feo, deshonroso. No podíamos tolerarlo. Tuvimos que tomar medidas.
—Al menos todo terminó con rapidez —dijo Mallory—. A uno no le gusta la guerra, pero ya era hora de enseñarle una lección al zar Nicolás. Dudo que el tirano vuelva a tirar de la cola al León.
Brian asintió.
—Es asombroso, en serio, lo que pueden hacer esos obuses incendiarios. Puedes colocarlos en cuadrículas, todos ordenaditos… —Bajó la voz—. Deberías haber visto arder Odesa, Ned. Como un huracán de llamas, eso es lo que era. Un huracán gigante
…
—Sí, leí algo sobre ello —asintió Mallory—. Hubo una «tormenta de fuego» en el asedio de Filadelfia. Un asunto muy parecido, una idea notable.
—Ah —dijo Brian—, ese es el problema de los yanquis: ¡no tienen sentido militar! ¡Mira que ocurrírseles hacer eso a sus propias ciudades! ¡Serán chapuceros, los muy idiotas!
—Son gente rara, los yanquis —señaló Mallory.
—Bueno, hay quien es demasiado botarate para arreglárselas solo, eso no hay quien lo discuta —admitió Brian. Miró a su alrededor con cautela cuando Tom llevó el Céfiro junto a los restos ardientes de un ómnibus—. ¿Congeniaste con los yanquis en algo, allí en América?
—Jamás vi yanquis, solo indios —y cuanto menos dijera sobre eso, mejor, pensó Mallory—. ¿Qué te pareció la India, por cierto?
—Es un lugar horrendo, la India —respondió Brian de inmediato—, rebosante de extrañas maravillas, pero horrendo. Solo hay un pueblo en Asia que tenga un poco de sentido común, y son los japoneses.
—Oí que tomaste parte en una campaña en la India —dijo Mallory—. Pero nunca estuve muy seguro de quiénes eran esos «cipayos» exactamente.
—Los cipayos son tropas nativas. Tuvimos una serie de problemas con unos amotinados, tonterías musulmanas. ¡Que si había grasa de cerdo en sus cartuchos de rifle…!Una simple ridiculez nativa. Pero a los musulmanes no les hace gracia comer cerdo, ya sabes, todo muy supersticioso. Parecía peligroso, pero el virrey de la India no había dotado a los regimientos nativos de artillería moderna alguna. Una batería de morteros Wolseley puede enviar a un regimiento bengalí directo al infierno en cinco minutos.
Los hombros trenzados de oro de Brian resplandecieron cuando los encogió.
—Con todo, vi barbaridades en Meerut y Lucknow, durante la rebelión… Nadie pensaría que un hombre es capaz de cometer actos tan salvajes y viles. Sobre todo a nuestros propios soldados nativos, a los que nosotros mismos habíamos entrenado.
—Fanáticos —asintió Mallory—. El indio normal, sin embargo, debe estar agradecido por tener un gobierno civil decente. Y ferrocarriles, telégrafos, acueductos y demás.
—Bueno —dijo Brian—, cuando ves a un faquir hindú sentado en el hueco de un templo, mugriento y desnudo, con una flor en el pelo, ¿quién puede decir lo que pasa dentro de esa mente extraña? —Guardó silencio y luego señaló con brusquedad por encima del hombro de Mallory—. Allí… ¿Qué están haciendo esos granujas?
Mallory se giró y miró. En la boca de una calle adyacente, el pavimento había sido tomado por un corro grande y floreciente de jugadores.
—Están jugando a los dados —le explicó Mallory.
Un grupo de tipos desaliñados y despeinados, una especie de avanzadilla primitiva de los piquetes rebeldes, vigilaba bajo un toldo mientras se pasaba una botella de ginebra. Un granuja obeso les hizo un gesto obsceno cuando el Céfiro pasó resoplando, y sus sorprendidos compañeros abuchearon y lanzaron pullas incrédulas desde detrás de sus máscaras raídas.
Brian se tiró cuan largo era sobre el carro de carbón y miró por encima del borde de madera.
—¿Están armados?
Mallory parpadeó.
—No creo que quieran hacernos ningún daño …
—Van a abalanzarse sobre nosotros —anunció Brian. Mallory miró sorprendido a su hermano, pero mayor fue su asombro cuando comprobó que tenía razón. Los desarrapados corcoveaban tras el Céfiro y casi bajaban dando saltos por la calle vacía, agitando los puños y derramando ginebra por todas partes. Parecían poseídos por una energía colérica, como perros de granja que ladraran mientras perseguían un carruaje. Brian se irguió sobre una rodilla, desabotonó la solapa de la pistolera y llevó la mano hacia la culata grande y extraña de su arma.
A punto estuvo de verse arrojado fuera del carro cuando Thomas pisó el acelerador. Mallory lo agarró del cinturón y tiró de su hermano, que quedó tendido y a salvo. El Céfiro ascendió la calle con estrépito y sin problema alguno, dejando atrás una pequeña estela de carbón debido a la sacudida de la aceleración. Tras ellos, sus perseguidores se pararon en seco sin poder creérselo, y luego se inclinaron como idiotas para recoger el carbón caído, como si fueran esmeraldas.
—¿Cómo sabías que iban a hacer eso? —preguntó Mallory. Brian se limpió el polvo de carbón de las rodillas con un pañuelo—. Lo sabía.
—¿Pero por qué?
—¡Porque nosotros estamos aquí y ellos están ahí, supongo! ¡Porque nosotros vamos sobre ruedas y ellos a pie! —Miró a Mallory con el rostro enrojecido, como si aquellas preguntas le molestaran más que un tiroteo.
Mallory se volvió a sentar y desvió la mirada.
—Coge la máscara —dijo con suavidad mientras se la tendía—. La traje para ti. Brian esbozó entonces una sonrisa avergonzada y se anudó al cuello el trocito de tela.
Había soldados con rifles y bayonetas caladas en las esquinas de Piccadilly. Vestían uniformes moteados modernos y sombreros flexibles. Comían gachas en cazos de campaña de hojalata marcada. Mallory saludó con alegría a aquellos secuaces del orden, pero los militares devolvieron al Céfiro una mirada furiosa y de tal suspicacia que desistió de su intento. Unas manzanas más adelante, en la esquina de Longacre y Drury Lane, los soldados intimidaban con energía a un pequeño pelotón de perplejos policías londinenses. Los policías se apiñaban como niños a los que acabaran de reñir y se aferraban sin mucha convicción a sus inadecuadas porras. Varios habían perdido el casco y muchos lucían rudimentarios vendajes en las manos, la cabeza y las pantorrillas.
Tom detuvo el Céfiro para llenarlo de carbón mientras Fraser, seguido por Mallory, buscaba información entre los policías de Londres. Les dijeron que la situación al sur del río estaba fuera de control. Se libraban en Lambeth batallas campales con trozos de ladrillo y pistolas. Las turbas saqueadoras habían bloqueado muchas calles. Algunos informes decían que habían abierto de par en par el Hospital Bedlam, y que sus lunáticos desencadenados brincaban frenéticos por las calles. Los policías tenían el rostro cubierto de hollín y tosían agotados. Todos los hombres sanos del cuerpo estaban en las calles. Un comité de emergencia había llamado al Ejército y se había declarado un toque de queda general. En el West End se estaban nombrando voluntarios entre las clases respetables, y se los estaba equipando con porras y rifles. Por lo menos, pensó Mallory, aquella letanía de desastres aplastaba cualquier duda que pudiera existir acerca de lo apropiado de su empresa. Fraser no hizo comentario alguno, pero regresó al Céfiro con una expresión seria y resuelta. Tom siguió pilotando. Tras la maltrecha frontera impuesta por las autoridades, las cosas empeoraban a toda prisa. Ya era mediodía. Un funesto fulgor ambarino lucía en el cenit mugriento, y las multitudes se apiñaban como moscas en las encrucijadas de la ciudad. Grupos de londinenses enmascarados arrastraban los pies por las calles. Los había curiosos, inquietos, hambrientos o desesperados. Caminaban sin prisa, conspirando. El Céfiro atravesaba con los alegres toques de silbato aquella muchedumbre amorfa, cuyos componentes se separaban con aire reflexivo para dejarle paso.
Un par de ómnibus requisados patrullaban Cheapside atestados de gorilas inflexibles. Varios hombres armados con pistolas desenfundadas colgaban de los estribos, y en los techos de ambos vapores se apilaban y amontonaban los muebles robados. Thomas esquivó con facilidad a los bamboleantes autobuses mientras el vidrio crujía bajo las ruedas del Céfiro.
En Whitechapel había niños sucios y descalzos que trepaban como monos, hasta una altura de cuatro pisos, por el brazo rojo de una gran grúa de construcción. Espías de algún tipo, opinó Brian, ya que algunos agitaban trapos de colores y chillaban a personas que había en la calle. Mallory pensó que era más probable que los golfillos hubieran trepado hasta allí arriba con la esperanza de respirar aire más fresco. Cuatro caballos muertos y abotargados, todo un tiro de inmensos percherones, yacían hinchados en Stepney. Los cadáveres rígidos, muertos de un tiro, todavía tenían los arneses puestos. A unos metros de allí apareció la carreta saqueada, sin ruedas. Habían hecho rodar la decena de grandes barriles de cerveza calle abajo y luego los habían abierto a golpes. Cada uno de los lugares donde había tenido lugar el extasiado saqueo se hallaba ahora salpicado por charcos pegajosos de cerveza. Ya no quedaban borrachos por allí. La única prueba que habían dejado eran las jarras rotas, los harapos sucios de ropa de mujer y algunos zapatos sueltos. Mallory divisó una plaga de carteles en el escenario de aquella orgía de alcohol. Lanzó un trozo de carbón hacia la parte superior del Céfiro y Tom se detuvo. Luego se alejó del faetón con Fraser detrás. Los dos se estiraban para evitar los calambres en los hombros, y se masajeaban las costillas magulladas.
—¿Qué pasa?
—Sedición —respondió Mallory.
Los cuatro, con el ojo avizor ante posibles interferencias, se dirigieron con interés hacia la pared, una antigua superficie para carteles de madera enyesada, tan repleta de antiguos anuncios que parecía tratarse de una corteza de queso. Se acababan de pegar allí unas dos decenas con lo mejor del capitán Swing, copias del mismo cartelón chillón y mal impreso. La octavilla mostraba una gran mujer alada con el cabello en llamas y que coronaba dos columnas de denso texto. Algunas palabras habían sido marcadas, al parecer al azar, en color rojo. Los hombres permanecieron en silencio mientras intentaban descifrar aquellas letras retorcidas y emborronadas. Después de un momento, el joven Thomas se excusó con un encogimiento de hombros y una mirada desdeñosa.
—Voy a ocuparme del faetón —dijo.
Brian empezó a leer en voz alta, titubeante.
—«¡Un llamamiento al pueblo! Todos vosotros sois señores libres de la Tierra, y solo necesitáis valor para librar una guerra triunfal contra la Puta de Babilondres y todos sus doctos ladrones. ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Venganza! ¡Venganza, venganza! ¡Plagas, plagas fétidas, etcétera, contra todos aquellos que no presten atención a la justicia universal! ¡Hermanos, hermanas! ¡No os arrodilléis más ante el vampiro capitalista y el intelectual idiota! Dejad que los esclavos de los bandoleros coronados se arrastren a los pies de Newton. ¡Nosotros destruiremos el Moloch de vapor y haremos añicos su hierro colado! ¡Colgad a diez veintenas de tiranos de las farolas de esta ciudad y vuestra felicidad y libertad estarán garantizadas para siempre! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Depositamos nuestras esperanzas en el diluvio humano, no tenemos más recurso que una guerra general! Hacemos una cruzada por la redención de los oprimidos, de los rebeldes, de los pobres, de los criminales, de todos aquellos atormentados por la Puta de las Siete Maldiciones cuyo cuerpo es azufre y cabalga a lomos del caballo de hierro de tus peores pesadillas».
Había mucho más.
—En el nombre del cielo, ¿se puede saber qué está intentando decir ese desgraciado? —preguntó Mallory. Le zumbaba la cabeza.
—Jamás he visto nada parecido —murmuró Fraser—. ¡Son los desvaríos de un criminal lunático!
Brian señaló la parte inferior del cartel.
—¡No entiendo lo de esas supuestas «siete maldiciones»! Se refiere a ellas como si fueran unas aflicciones horrendas, y sin embargo nunca las nombra ni las numera. Nunca deja claro …
—¿Qué puede ser lo que quiere? —quiso saber Mallory—. No pensará que una matanza general es la respuesta a sus quejas, sean las que sean …
—No hay forma de razonar con este monstruo —replicó Fraser con tono lúgubre—. Tenía usted razón, doctor Mallory. Pase lo que pase, sean cuales sean los riesgos, ¡debemos deshacernos de él! ¡No hay otra forma!
Volvieron al Céfiro, que Tom había terminado de cargar de carbón. Mallory miró a sus hermanos. Por encima de las máscaras, sus ojos enrojecidos brillaban con el firme valor de la resolución varonil. Fraser había hablado por todos: estaban unidos y ya no había necesidad de palabras. En medio de toda aquella sordidez, a Mallory le pareció un momento de auténtico esplendor. Profundamente conmovido, sintió que su corazón se elevaba en su interior. Por primera vez en lo que parecían siglos se sintió redimido, limpio, con una determinación absoluta, libre de toda duda. Mientras el Céfiro seguía rodando por Whitechapel, la exaltación comenzó a desvanecerse, sustituida por el aumento de la atención y el pulso descontrolado. Mallory se ajustó la máscara, comprobó el mecanismo del Ballester-Molina e intercambió unas cuantas palabras con Brian. Pero una vez resueltas todas las dudas, cuando la vida y la muerte esperaban el lanzamiento de los dados, no parecía quedar mucho que decir. Al igual que Brian, Mallory se vio inspeccionando con nerviosa inquietud cada puerta y ventana por la que pasaban.
Parecía que cada pared de Limehouse estaba salpicada con las efusiones de aquel desgraciado. Algunas eran vívidas locuras, simples y puras; muchas otras, sin embargo, estaban disfrazadas con astucia. Mallory observó cinco ejemplos de los carteles de la conferencia que lo habían difamado. Algunos quizá fueran genuinos, puesto que no leyó el texto. La visión de su nombre golpeó su sensibilidad acrecentada con una conmoción casi dolorosa.
Y él no había sido la única víctima de aquella extraña clase de falsificación. Un anuncio del Banco de Inglaterra solicitaba depósitos de libras de carne. Una aparente oferta de excursiones en tren, en primera clase, incitaba al público a robar a los pasajeros acaudalados. Tal era la burla diabólica de estos carteles fraudulentos que hasta los anuncios normales empezaron a parecerle raros. Mientras examinaba los carteles en busca de dobles sentidos, cada una de las palabras parecía disolverse en un amenazador sinsentido. Mallory jamás se había dado cuenta de la ubicuidad de los anuncios de Londres, de la hosca omnipresencia de las palabras, de las insistentes imágenes.
Un hastío inexplicable le laceró el alma mientras el Céfiro avanzaba incontestado y con gran estruendo por las calles alquitranadas. Era el propio hastío de Londres ante la pura presencia física de la ciudad, su infinitud de pesadillas, calles, patios, medialunas, hileras de casas y callejones, de piedra ahogada por la niebla y ladrillo ennegrecido por el hollín. Una náusea de toldos, la repugnancia de los marcos de las ventanas, la fealdad de los andamiajes unidos por cuerdas; el horrible predominio de farolas de hierro e hitos de granito, de casas de empeños, camiserías y estancos. La ciudad parecía extenderse a su alrededor como un despiadado abismo de tiempo geológico.
Un grito inquietante rompió el ensueño de Mallory. Unos hombres enmascarados habían aparecido de repente en la calle, ante ellos, desharrapados y amenazadores, bloqueando el camino. El Céfiro frenó y se detuvo al instante con una sacudida del carro de carbón.
De un solo vistazo Mallory vio que se trataba de granujas de la peor calaña. El primero, un joven malvado con una cara que parecía masa sucia de pastel, vestido con una chaqueta grasienta y pantalones de pana, llevaba calada una roñosa gorra de piel, pero no tanto como para ocultar el corte de pelo carcelario. El segundo, un bruto robusto de unos treinta y cinco años, vestía un sombrero alto lleno de grasa, pantalones de cuadros y botas de cordones con puntera de latón. El tercero era fornido y tenía las piernas arqueadas, con unos calzones cortos de cuero y medias manchadas. Un largo tapabocas le rodeaba varias veces la cabeza. Entonces dos cómplices más salieron corriendo del interior de una ferretería saqueada; eran unos jóvenes grandes, ociosos, desgarbados, con mangas cortas y sueltas y pantalones demasiado apretados. Se habían hecho con sendas armas espontáneas: un rizador de volantes, una estufa de un metro. Objetos domésticos estos, pero inesperadamente crueles y aterradores en las dispuestas manos de aquellos bandidos.
El hombre de las botas de latón, al parecer su cabecilla, se quitó el pañuelo de la cara con una sonrisa amarilleada y desdeñosa.
—Fuera de ese cacharro —les ordenó—. ¡Que salgáis, coño!
Pero Fraser ya se había puesto en marcha. Salió, seguro y tranquilo, ante aquellos cinco rufianes soliviantados, como si fuera un maestro de escuela que tuviera que apaciguar una clase revoltosa.
—¡Pero bueno! —anunció con voz clara y firme—. ¡Eso no servirá de nada, señor Tally Thompson! Lo conozco, y yo diría que usted me conoce a mí. Queda arrestado por un delito mayor.
—¡Maldita sea! —espetó Tally Thompson, demudado por el asombro.
—¡Es el sargento Fraser! —gritó horrorizado el muchacho de la cara de pan mientras daba dos pasos atrás.
Fraser sacó un par de esposas de hierro azulado.
—¡No! —gañó Thompson—. ¡De eso nada! ¡No pienso tolerarlo! ¡Yo no me pongo eso!
—Y van a despejar este camino, el resto de ustedes —anunció Fraser—. Usted, Bob Miles, ¿para qué anda rondando por aquí? Guarde esos hierros absurdos antes de que me lo lleve.
—¡Por el amor de Dios, Tally, dispárale! —gritó el rufián del tapabocas. Fraser cerró con pericia las esposas alrededor de las muñecas de Tally Thompson—. Así que tenemos una pistola, ¿eh, Tally? —dijo al tiempo que le sacaba un arma de cañón corto de la correa tachonada de latón—. Es una pena, sí señor —miró a los demás con el ceño fruncido—. ¿Vais a largaros, chavales?
—Vayámonos —gimoteó Bob Miles—. ¡Deberíamos largarnos, como dice el sargento!
—¡Matadlo, cabezas de chorlito! —gritó el hombre del tapabocas mientras se apretaba la máscara contra la cara con una mano y sacaba un cuchillo corto de hoja ancha con la otra—. Es un puto poli, idiotas… ¡Cargáoslo! ¡A Swing le va a dar algo como no lo hagáis! —El hombre alzó entonces la voz—. ¡Aquí hay polis! —chilló como un vendedor de castañas calientes—. ¡Que todo el mundo suba y se cargue a estos polis hijos de…!
Fraser lanzó un hábil golpe con la culata de la pistola y golpeó con ella la muñeca del voceador. El desgraciado dejó caer el cuchillo con un aullido. Los otros tres rufianes pusieron pies en polvorosa de inmediato. Tally Thompson también intentó huir, pero Fraser enganchó las muñecas esposadas con la zurda, tiró de él, le hizo perder el equilibrio y lo giró hasta postrarlo de rodillas. El hombre del tapabocas se retiró cojeando algunos pasos, como si lo arrastraran contra su voluntad. Luego se detuvo, se agachó y cogió por el mango de caoba una pesada plancha de hierro que había tirada en el suelo. Después armó el brazo, presto a arrojarla.
Fraser apuntó la pistola y disparó. El hombre del tapabocas se dobló, le fallaron las rodillas y cayó al suelo retorciéndose, como si sufriera espasmos.
—Me ha matado… —graznó el rufián—. ¡Tengo un tiro dentro, me ha matado!
Fraser propinó a Tally Thompson una colleja admonitoria en la oreja.
—Esta pipa es una basura, Tally. ¡Le apunté a las puñeteras piernas!
—Él no quería hacer ningún daño… —lloriqueó Tally.
—Tenía una plancha de seis libras —Fraser miró atrás, a Mallory y Brian, que permanecían boquiabiertos sobre el carro de carbón—. Bajen de ahí, muchachos, y presten atención. Tendremos que dejar su faetón, lo estarán buscando. Ahora hay que seguir a pata.
Fraser tumbó a Tally Thompson a sus pies con una cruel sacudida de las esposas.
—Y tú, Tally, tú nos vas a llevar hasta el capitán Swing.
—¡No pienso hacerlo, sargento!
—Lo harás, Tally —Fraser tiró de él tras lanzar una intensa mirada a Mallory. Los cinco rodearon al rufián del tapabocas, que chillaba medio ahogado y se revolcaba sobre un charco de su propia sangre que se extendía poco a poco por el pavimento. Las piernas sucias y arqueadas le temblaban debido a los espasmos.
—Maldita sea, el jaleo que arma —dijo Fraser con frialdad—. ¿Quién es, Tally?
—Nunca supe cómo se llamaba.
Sin perder el paso, Fraser se llevó de una bofetada la chistera de Tally. El arrugado sombrero parecía pegado al cráneo del granuja con porquería y aceite de macasar.
—¡Pues claro que lo conoces!
—¡El nombre no! —insistió Tally mientras miraba hacia atrás y contemplaba su gorro perdido con expresión desesperada—. ¿Un yanqui, quizá?
—¿Y qué clase de yanqui? —preguntó Fraser, que se olía un engaño—. ¿Confederado?
¿Unionista? ¿Texano? ¿Californiano?
—Es de Nueva York —respondió Tally.
—¿Qué? —espetó Fraser con incredulidad—. ¿Pretendes decirme que venía de la comuna de Manhattan? —miró hacia atrás y contempló al moribundo mientras seguían caminando. Se recuperó con rapidez de la sorpresa y adoptó un tono escéptico—. No hablaba como uno de esos yanquis de Nueva York.
—Yo no sé na de ningún común de esos. ¡A Swing le caía bien, eso es todo!
Fraser los llevó por un callejón en el que se cruzaban unas herrumbrosas pasarelas elevadas. Las inmensas paredes de ladrillo resplandecían húmedas y grasientas.
—¿Hay alguno más como ese en el consejo de Swing? ¿Hay más hombres de Manhattan?
—Swing tiene un montón de amigos —respondió Tally, que parecía más recuperado—. ¡Y os va a mandar al otro barrio, ya lo veréis! ¡Vosotros jugad con él!
—Tom… —dijo Fraser, mirando ahora al hermano de Mallory—, ¿sabes manejar una pistola?
—¿Una pistola?
—Coge esta —dijo al tiempo que le entregaba la pistola de cañón corto de Tally—. Solo queda un disparo. No debes usarla a menos que el tipo esté lo bastante cerca como para tocarlo.
Tras deshacerse de la pistola, Fraser echó mano sin más pausas al bolsillo de la chaqueta, extrajo una pequeña cachiporra de cuero y sin dejar de caminar comenzó a asestar porrazos a Tally Thompson en la gruesa carne de los brazos y en los hombros, con terrorífica precisión.
El hombre se estremecía y gruñía ante los golpes. No tardó en empezar a chillar y moquear.
Fraser se detuvo y se guardó la cachiporra.
—Maldita sea… Si es que eres tonto, Tally Thompson —dijo con un extraño tono afectuoso—. ¿Es que no sabes nada de polis? He venido a buscar a tu precioso Swing yo solito. ¡Me he traído a estos tres alegres jóvenes para que vean la diversión, nada más! Y ahora, ¿dónde se esconde?
—Está en un almacén grande, en los muelles —lloriqueó Tally—. ¡Un sitio atestado de botín de los saqueos, hasta arriba! Y armas, cajas enteras de buenas pipas …
—¿En qué almacén dices?
—¡No lo sé! —gimoteó Tally—. ¡Yo nunca he traspasado esas puñeteras verjas! ¡No me sé los nombres de esos bazares de lujo, maldita sea!
—¿Qué nombre hay en la puerta? ¡El propietario!
—¡No sé leer, sargento, usted lo sabe!
—¿Dónde está entonces? —preguntó Fraser implacable—. ¿Muelles de importación o de exportación?
—Im… importación …
—¿Lado sur? ¿Lado norte?
—Al sur, por el medio… —De la calle que dejaban atrás llegaban gritos lejanos, el estruendo de vidrios rotos, los ecos del estampido rítmico de unas chapas de metal al ser golpeadas. Tally se calló y ladeó la cabeza para escuchar. Frunció los labios.
—¡Vaya, pero si es su cacharro! —dijo. El tono gimoteante había desaparecido de su voz—. ¡Los chicos de Swing han venido a toa leche y han encontrado su cacharro, sargento!
—¿Cuántos hombres hay en ese almacén?
—¡Escuche cómo lo destrozan! —insistió Tally. Una extraña variedad de asombro infantil había borrado el miedo de sus facciones hoscas.
—¿Cuántos hombres? —ladró Fraser al tiempo que propinaba otro golpe a Tally.
—¡Lo tan haciendo añicos! —anunció el rufián con tono alegre mientras se encogía por el golpe—. ¡El trabajo de Ludd en su bonito faetón!
—¡Cierra la boca, hijo de perra! —estalló el joven Tom con una voz agudizada por la rabia y el dolor.
Sobresaltado, Tally contempló el rostro enmascarado de Tom con una leve sonrisa de satisfacción.
—¿Qué pasa, caballerito?
—¡Que te calles, te digo! —exclamó Tom.
Tally Thompson esbozó una sonrisa simiesca.
—¡Pero si no soy yo el que ta haciéndole daño a tu precioso faetón! ¡Chíllales a ellos, muchacho! ¡Diles que paren!
Tally se lanzó hacia atrás de repente y liberó las manos esposadas del puño de Fraser. El policía trastabilló y a punto estuvo de derribar a Brian. Tally se giró y chilló, haciendo bocina con las manos.
—¡Dejad de divertiros, compañeros! —Su aullido resonó con fuerza en aquel cañón de ladrillo—. ¡Tais dañando propiedá privá!
Tom se abalanzó sobre él como un rayo, con un violento giro del brazo. La cabeza de Tally salió disparada hacia atrás y el aliento lo abandonó con un jadeo entrecortado. El rufián trastabilló unos instantes antes de desplomarse como un saco de patatas sobre el suelo enlosado del callejón.
Se produjo un repentino silencio.
—¡Demonios, Tom! —dijo Brian—. ¡Lo has dejado frito!
Fraser, que había sacado la cachiporra, se agachó sobre el cuerpo y le levantó un párpado con el pulgar. Luego alzó la mirada.
—Tienes genio, muchacho… —dijo a Tom con suavidad.
Este se arrancó la máscara y respiró entrecortadamente.
—¡Podría haberle disparado usted! —espetó casi sin voz. Luego miró a Mallory con ojos suplicantes y confundidos—. ¡De verdad, Ned! ¡Haberlo matado de un tiro!
Mallory asintió con sequedad.
—Tranquilo, muchacho…
Fraser hurgó en la cerradura de las esposas para abrirlas. Estaban resbaladizas por la sangre de las muñecas laceradas de Tally.
—¡Fue de lo más extraño, lo que acaba de hacer ese granuja! —se maravilló Brian con un marcado acento de Sussex—. ¿Es que por aquí están todos como una cabra, Ned?
¿Es que en Londres no queda nadie cuerdo?
Mallory asintió con gesto sobrio. Luego alzó un poco la voz.
—¡Pero no es nada que no cure un buen brazo derecho! —Golpeó a Tom en el hombro con la palma abierta—. ¡Eres todo un boxeador, Tommy, muchacho! ¡Lo derribaste como a un buey en el matadero!
Brian soltó una carcajada. Tom esbozó una sonrisa tímida y se frotó los nudillos. Fraser se levantó, se guardó la cachiporra y las esposas y se puso en marcha, callejón arriba, a medio trote. Los hermanos lo siguieron.
—No fue para tanto —respondió Tom con la voz atolondrada.
—¿Qué? —objetó Mallory—. ¿Un simple muchacho de diecinueve años que tira patas arriba a un matón con botas de latón? ¡Es una maravilla, sin duda!
—No fue una pelea justa, tenía las manos atadas —objetó Tom.
—¡Un solo puñetazo! —se recreó Brian—. ¡Lo derribaste como si fuera una plancha de roble, Tommy!
—¡Ya basta! —siseó Fraser.
Todos callaron. El callejón terminaba junto al solar de un edificio demolido. Aún sobresalían los cimientos agrietados y salpicados con trozos de cemento rojo y palos grisáceos de madera astillada. Fraser se abrió camino entre el escombro. El cielo sobre su cabeza presentaba un color gris amarillento. La calima se interrumpía de vez en cuando y revelaba unas nubes gruesas y verdosas, como la cuajada podrida.
—Por todos los demonios —declaró Tom con un tono alegre no demasiado convincente—. ¡Pero si no nos oyen, señor Fraser! ¡No con el estrépito que estaban armando con mi faetón!
—No es esa panda la que me preocupa ahora, muchacho —respondió Fraser con amabilidad—. Es que podríamos encontrarnos con más piquetes.
—¿Dónde estamos? —preguntó Brian antes de detenerse con un tropezón—. ¡Dios del cielo! ¿Qué es ese olor?
—El Támesis —dijo Fraser.
Un grueso muro de ladrillo bajo se levantaba al final del solar vacío. Mallory se aupó y se quedó allí parado. Respiraba sin llenarse los pulmones y apretaba la máscara contra los labios hirsutos. El otro lado del muro de ladrillo, que formaba parte del dique del Támesis, descendía en pendiente unos tres metros hasta el lecho del río. La marea estaba baja, y el encogido Támesis resultaba un destello perezoso entre largas extensiones de costa agrietada y cubierta de barro.
Al otro lado del río se erigía la torre de navegación de acero de Cuckold's Point, adornada con banderas náuticas de advertencia. Mallory no reconoció las señales.
¿Cuarentena, quizá? ¿Bloqueo? El río parecía casi desierto. Fraser miró a un lado y a otro de las marismas del fondo del dique. Mallory siguió su mirada. Se veían barcos pequeños incrustados en el cieno negro y gris, como si estuvieran clavados en cemento. En la curva de Limehouse Reach, unos riachuelos de cieno verdoso subían en algunas zonas por los surcos que habían dejado las dragas del canal.
Algo parecido a una brisa ribereña (que no era en absoluto una brisa, sino un suave limo líquido de hedor gelatinoso) se elevaba sobre el Támesis y se derramaba sobre ellos.
—¡Dios bendito! —exclamó Brian débil y asombrado, antes de arrodillarse a toda prisa tras el muro. Con una solidaria oleada de náuseas, Mallory oyó las violentas arcadas de su hermano.
Hizo un decidido esfuerzo y controló su estómago. No resultó tarea sencilla. Estaba claro que el crudo Támesis superaba incluso al famoso hedor de las bodegas de los transportes de la Artillería Real.
El joven Thomas, aunque también se había puesto bastante pálido, parecía hecho de material más duro que Brian, habituado quizás a los resoplidos del tubo de escape de los faetones de vapor.
—¡Eh, mirad esa asquerosidad! —declaró Tom de repente con una voz ahogada y soñadora—. ¡Sabía que teníamos una sequía encima, pero jamás me imaginé eso! —miró a Mallory con ojos asombrados y enrojecidos—. ¡Pero, Ned! El aire, el agua…
¡Jamás ha habido algo tan horrible, seguro!
Fraser parecía angustiado.
—Londres nunca es lo que podría ser en verano…
—¡Pero mire el río! —exclamó Tom con inocencia—. ¡Y mire, mire, por ahí viene un barco!
Un gran vapor de ruedas se abría camino Támesis arriba, y sí, era una nave con un aspecto muy extraño, con el casco tan plano como el de una balsa y una cabina con forma de caja de queso, construida con hierro inclinado y remachado. Los laterales de blindaje negro parecían parcheados de la proa a la popa con grandes cuadrados blancos: escotillas para cañones. En la proa, dos marineros con guantes de goma y casco de caucho con boquilla realizaban sondeos con una cuerda emplomada.
—¿Qué clase de navio es ese? —preguntó Mallory limpiándose los ojos. Brian se incorporó con paso vacilante, se apoyó en el muro, se limpió la boca y escupió.
—Un acorazado de bolsillo —anunció con voz ronca—. Un barco fluvial de combate. —Se apretó la nariz con los dedos y se estremeció de la cabeza a los píes. Mallory había leído algo sobre esos navios, pero jamás había visto ninguno.
—De la campaña del Misisipí, en América. —Se quedó mirando bajo la mano que le protegía los ojos y deseó tener un catalejo—. ¿Ondean entonces los colores confederados? No sabía que tuviéramos uno de esos en Inglaterra… ¡No, ya lo veo, ondea la bandera británica!
—¡Mira lo que hacen sus paletas! —se maravilló Tom—. Esa agua debe de ser tan espesa como la gelatina de pie de buey…
A nadie le pareció apropiado comentar tal observación. Fraser señaló corriente abajo.
—Escuchen, muchachos. Unos cuantos metros más allá se abre un canal dragado bastante profundo. Lleva a los muelles de las Indias Orientales. Con el río así de bajo, y con un poco de suerte, un hombre podría colarse por ese canal y aparecer dentro de los muelles sin que nadie lo viera.
—Se refiere a caminar por el barro de la orilla, claro —dijo Mallory.
—¡No! —exclamó Brian—. ¡Tiene que haber otro plan!
Fraser negó con la cabeza.
—Conozco estos muelles. A su alrededor se eleva un muro de casi diez pies, coronado por unos erizos muy afilados. Hay puertas de carga y también una terminal, pero sin duda estarán bien vigiladas. Swing escogió bien. Este sitio es casi una fortaleza.
Brian negó con la cabeza.
—¿Y Swing no vigilará también el río?
—Sin duda —dijo Fraser—, ¿pero cuántos hombres van a soportar una vigilancia constante de este barro apestoso, por Swing o por cualquier otro?
Mallory asintió, convencido.
—Tiene razón, muchachos.
—¡Pero nos vamos a embadurnar del cuello a los pies con una porquería asquerosa! —protestó Brian.
—No estamos hechos de azúcar —gruñó Mallory.
—¡Pero mi uniforme, Ned…! ¿Sabes cuanto me costó esta casaca de gala?
—Te cambio mi faetón por esa reluciente trenza dorada —le dijo Tom. Brian se quedó mirando a su hermano pequeño e hizo una mueca.
—Entonces hay que quitárselos, chicos —les ordenó Mallory al tiempo que se despojaba de la chaqueta—. Como si fuéramos jornaleros que van a recoger el dulce heno una agradable mañana de Sussex. Ocultad esas galas de la ciudad entre los escombros y daos prisa.
Mallory se desnudó hasta la cintura, se metió la pistola en el cinturón de los pantalones remangados y descendió por la pared del dique. Medio resbaló, medio saltó hasta el inmundo barro que lo esperaba abajo.
La orilla del río estaba dura y seca como un ladrillo. Mallory se echó a reír. Los demás se reunieron con él. Brian fue el último, y levantó con una patada de sus botas enceradas y pulidas un trozo de barro agrietado del tamaño de un plato.
—¡Pero seré imbécil! —dijo—. ¡Mira que dejar que me convencieras para que me quitara el uniforme!
—Una pena —se burló Tom—. Jamás conseguirás quitarle el serrín a esa elegante gorra militar.
Fraser, que se había despojado del cuello, se había quedado en camisa blanca y unos tirantes sorprendentemente refinados de muaré escarlata. Una nueva pistolera de gamuza pálida albergaba una pequeña y sólida pistola avispero. Mallory alcanzó a distinguir el bulto de un vendaje pulcro bajo la camisa.
—No se quejen tanto, muchachos —ordenó Fraser al tiempo que se ponía en marcha—. Alguna gente pasa toda su vida en el barro del Támesis.
—¿Y quién hace eso? —preguntó Tom.
—Los galopines —respondió Fraser mientras se abría camino—. Invierno y verano se meten hasta la cintura en el barro de la marea baja. Buscan trozos de carbón, clavos oxidados, cualquier basura del río por la que les den un penique.
—¿Está bromeando? —preguntó Tom.
—Niños, sobre todo —insistió Fraser con calma—, y un buen número de débiles ancianas.
—No le creo —dijo Brian—. Si me dijera en Bombay o Calcuta, quizá lo admitiera.
¡Pero no en Londres!
—Yo no he dicho que esos desgraciados fueran británicos —dijo Fraser—. Los galopines son extranjeros en su mayoría. Refugiados pobres.
—Ah, vale —respondió Tom con alivio.
Continuaron avanzando en silencio, respirando lo mejor que podían. La nariz de Mallory se había atascado por completo y tenía la garganta llena de flemas. Hasta cierto punto resultaba un alivio haber perdido el sentido del olfato. Brian seguía murmurando, un tono monótono que encajaba bien con el ritmo pesado que se habían impuesto.
—Gran Bretaña es demasiado hospitalaria con todos esos malditos refugiados extranjeros. Si por mí fuera, los transportaría a todos a Texas.
—Todos los peces deben de estar muertos por aquí, ¿no? —dijo Tom mientras se inclinaba para arrancar una fuente de barro duro como la porcelana. Le mostró a Mallory un amasijo de espinas de pez incrustadas en él—. Mira, Ned, ¡la viva imagen de tus fósiles!
Unos metros más adelante llegaron a un obstáculo, el hoyo embarrado dejado por una draga y rellenado en parte por un sedimento negro con vetas de una infame grasa pálida, como los restos de una sartén de beicon. No quedaba más remedio que saltar y chapotear un poco para superar la zanja, y Brian tuvo la pésima suerte de perder pie. Logró salir, aunque manchado y maloliente. Se sacudía la porquería de las manos y maldecía frenético en lo que Mallory tomó por indostaní.
Algo más allá de la zanja, la corteza se convirtió en terreno traicionero, placas de barro seco que se deslizaban o deshacían bajo los pies, sobre una mugre embreada y viscosa llena de limo y bolsas de gas burbujeante. Pero les aguardaba una suerte peor en el canal de entrada a los muelles: allí, la orilla de los canales estaba compuesta por pilotes alquitranados y compactos, resbaladizos a causa de un sarro verdoso y una humedad grasienta, y que se elevaban casi cincuenta metros sobre la línea del agua. Y el agua en sí, que llenaba el amplio canal de orilla a orilla, era un sumidero frío y gris, aparentemente sin fondo, en el que se retorcían gruesas masas de cieno verduzco.
Se encontraban en un punto muerto.
—¿Y ahora cuál es el plan? —preguntó Mallory con hosquedad—. ¿Nadar?
—¡Nunca! —gritó Brian con los ojos enrojecidos y febriles.
—¿Escalar los muros, entonces?
—No podemos —gruñó Tom mientras contemplaba con desespero los viscosos pilotes—. ¡Apenas si logramos respirar!
—¡Yo no me lavaría las manos en esa maldita agua! —exclamó Brian—. ¡Y las tengo cubiertas de barro apestoso!
—¡Déjelo ya! —espetó Fraser—. Los hombres de Swing nos van a oír, seguro. ¡Y si nos cogen aquí abajo, nos matarán de un tiro como si fuéramos perros! ¡Cierre el pico y déjeme pensar!
—¡Dios mío, el hedor! —gritó Brian sin hacerle mucho caso. Parecía a punto de sufrir un ataque de pánico—. ¡Es peor que un transporte, peor que una trinchera ruski!
Jesús bendito, en Inkermann los vi enterrar trozos de ruski que ya tenían una semana, ¡y olía mejor que esto!
—¡A callar! —susurró Fraser—. Oigo algo.
Pisadas. El ruido de pasos de un grupo de hombres que se acercaba.
—Ya nos tienen —dijo Fraser desesperado mientras observaba el muro, liso y se llevaba una mano a la pistola—. Nos ha llegado la hora. ¡Vendan caras sus vidas, muchachos!
Pero un momento después (una serie de instantes tan escasos y finos que en circunstancias normales no le habrían servido de nada a una mente humana) la inspiración atravesó a Mallory como una ráfaga de viento alpino.
—No —ordenó a los otros con una convicción férrea—. ¡No miréis hacia arriba! ¡Haced lo mismo que yo!
Mallory empezó a cantar una canción de taberna en voz muy alta, simulando estar borracho.
En Santiago el amor es amable, ya verás,
y olvidamos a las que dejamos atrás.
Así que besadnos mucho, besadnos bien,
Polly y Meg, Kate y Jen.
—¡Vamos, muchachos! —los alentó con tono alegre y el gesto beodo de un brazo. Tom y Brian, perplejos, entonaron el estribillo un poco tarde y con la voz entrecortada.
¡Adiós, hermosas jóvenes, adiós,
nos vamos a la bahía de Río en su pos!
—¡Siguiente estrofa! —cacareó Mallory.
En Veracruz qué bonito es el día,
adiós a Jane y Lia…
—¡Ah del barco! —fue el brusco grito que se oyó en la cima del muro. Mallory levantó la vista fingiendo sorpresa y vio unos cuerpos escorzados. Se cernía sobre ellos media docena de furtivos con los rifles colgados a la espalda. El que hablaba se había agazapado sobre los pilotes y llevaba la cabeza y la cara envueltas en un pañuelo de cachemira anudado. Sujetaba encima de la rodilla, con aparente descuido, una pistola reluciente de cañón largo. Los pantalones de dril blanco parecían inmaculados.
—¡Ah de la costa! —gritó Mallory estirando el cuello. Alzó los brazos extendidos con un saludo jovial y casi se cayó hacia atrás—. ¿En qué podemos servir a unos caballeros tan distinguidos?
—¡Bonito acertijo! —anunció el líder con el tono elaborado de un hombre que arrojara perlas de ingenio a unos cerdos—. ¿Hasta qué punto pueden estar achispados, totalmente beodos, de hecho, cuatro pichones londinenses? —levantó un poco la voz—. ¿Es que no huelen la horrenda peste de ahí abajo?
—¡Pues claro! —dijo Mallory——. ¡Pero queremos ver los muelles de la India!
—¿Por qué? —Las palabras fueron frías. Mallory lanzó una áspera carcajada.
—Pues porque están llenos de cosas que queremos, ¿no? Es lógico, ¿no?
—¿Cosas como ropa limpia? —dijo uno de los otros hombres. Hubo risas mezcladas con gruñidos y toses.
Mallory también se rio y se golpeó el pecho desnudo.
—¿Por qué no? ¿Nos pueden ayudar, muchachos? ¡Láncennos una cuerda, o algo así!
Los ojos del líder se estrecharon entre los pliegues de cachemira y sujetó con más fuerza la culata de la pistola.
—¡Usted no es marinero! Un lobo de mar nunca dice «cuerda»… ¡Siempre dice «cabo»!
—¿Y a usted qué más le da lo que yo sea? —gritó Mallory levantando la vista para mirar al hombre con el ceño fruncido—. ¡Tírenos una cuerda! ¡O una escalera! ¡O un puñetero globo! ¡O si no, vayase al infierno!
—¡Eso! —se unió Tom con un temblor en la voz—. ¿Además, quién los necesita?
El líder se dio la vuelta y sus hombres se desvanecieron con él.
—¡Deprisa! —bramó Mallory a modo de despedida—. No pueden quedarse con todo ese botín tan bonito, ¿saben?
Brian negó con la cabeza.
—Jesús, Ned —susurró—. ¡Estamos metidos en un buen lío!
—Nos haremos pasar por saqueadores —dijo Mallory en voz baja—. ¡Fingiremos que somos unos granujas borrachos, listos para cualquier chanchullo! ¡Nos uniremos a sus filas y nos abriremos camino hasta Swing!
—¿Y si nos hacen preguntas, Ned?
—Hazte el tonto.
—¡Holaaa! —fue la voz aguda que llegó desde arriba.
—¿Qué pasa? —exclamó Mallory con brusquedad mientras levantaba la cabeza. Se trataba de un muchacho enmascarado y escuálido de unos quince años, que mantenía el equilibrio sobre los pilotes mientras sujetaba un rifle en las manos.
—¡Lord Byron está muerto! —chilló el muchacho.
Mallory quedó mudo de asombro.
Tom rompió el silencio con un chillido.
—¿Y eso quién lo dice?
—¡Es verdad! ¡El viejo hijo de perra la ha espichado, está más muerto que mi abuela!
—El chico lanzó una carcajada alegre y atolondrada, y realizó unas volteretas por el borde de los pilotes al tiempo que meneaba el rifle por encima de la cabeza. Desapareció de un salto.
Mallory encontró por fin la voz.
—Pues claro que no.
—No —asintió Fraser.
—No es probable, en cualquier caso.
—Ilusiones que se hacen esos anarquistas —sugirió Fraser. Hubo un silencio largo y vacío.
—Por supuesto… —dijo Mallory mesándose la barba—. Si el gran orador está muerto de verdad, eso significa… —Le fallaron las palabras, ahogadas por una sensación de fracaso y confusión. Pero los otros, callados y expectantes, lo observaban en busca de orientación—. Bueno —dijo al fin—. ¡La muerte de Byron marcaría el final de una época de grandeza!
—No tiene por qué significar gran cosa —objetó Fraser con un firme dominio de la voz—. Hay muchos hombres de gran talento en el partido. ¡Charles Babbage vive todavía! Lord Colgate, lord Brunel… El príncipe consorte, por ejemplo. El príncipe Alberto es un hombre serio y digno de confianza.
—¡Lord Byron no puede estar muerto! —explotó Brian—. ¡Estamos metidos en medio de un barro asqueroso, creyéndonos una mentira igual de sucia!
—¡Silencio! —ordenó Mallory—. ¡Tendremos que dejar en suspenso cualquier juicio sobre este asunto hasta que dispongamos de pruebas firmes, así de simple!
—Ned tiene razón —asintió Tom—. ¡El primer ministro así lo habría querido! Ese es el método científico. Eso fue lo que siempre nos enseñó lord Byron. Una cuerda gruesa, alquitranada, con el extremo anudado en un lazo amplio, bajó serpenteando por el muro. El teniente anarquista (el hombre refinado del pañuelo de cachemira) colocó una pierna doblada sobre el muro, con el codo en la rodilla y la barbilla en la mano.
—¡Ponga el culo en eso, amigo —sugirió—, y lo izaremos en un santiamén!
—¡Se lo agradezco mucho! —respondió Mallory. Agitó la mano con gesto alegre y confiado y se metió en el lazo.
Cuando llegó el tirón, apoyó con fuerza los zapatos embarrados contra las asquerosas maderas resbaladizas y subió como un tiro por el pilote, hasta alcanzar la cima. El líder volvió a arrojar el lazo vacío con una mano enfundada en un guante de cabritilla.
—Bienvenido, señor, a la augusta compañía de la vanguardia de la humanidad. Permítame que en estas circunstancias me presente. Soy el marqués de Hastings. El supuesto marqués hizo una ligera inclinación y luego posó con la barbilla ladeada y un puño enguantado colocado en la cadera.
Mallory vio que el tipo hablaba en serio.
El título de marqués era una reliquia de la época anterior a la llegada de los radicales al poder, y sin embargo allí estaba ese joven impostor de algún tipo, un fósil vivo…, ¡vivo y al mando de aquella pandilla de víboras! Mallory no se habría sorprendido mucho más de haber visto a un plesiosauro joven levantar la cabeza escamosa desde las profundidades del pestilente Támesis.
—¡Muchachos —dijo el joven marqués arrastrando las palabras—, echad un poco de esa colonia sobre nuestro acre amigo! Si comete cualquier estupidez, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
—¿Dispararle? —soltó alguien estúpidamente.
El marqués compuso una elaborada mueca, el gesto de un actor para indicar una violación del buen gusto. Un muchacho con un casco robado de la policía y una camisa de seda rasgada derramó sobre el cuello y la espalda desnuda de Mallory colonia fría de un frasco de cristal tallado.
Brian apareció entonces al final de la cuerda.
—Debajo de todo ese barro veo unos pantalones de soldado —observó el marqués—. ¿Ausente sin permiso, camarada?
Brian se encogió de hombros sin decir nada.
—¿Está disfrutando de sus pequeñas vacaciones en Londres?
Brian asintió como si fuera tonto.
—Dadle a este mugriento personaje unos pantalones nuevos —ordenó el marqués. Contempló su pequeño sexteto, que una vez más estaba bajando la maroma con el torpe entusiasmo con el que se tiraba de la cuerda en la fiesta de mayo—. ¡Camarada Shillibeer! Usted tiene más o menos la misma talla que este hombre, dele sus pantalones.
—Eh, pero camarada marqués…
—¡A cada uno según sus necesidades, camarada Shillibeer! Quítese esa prenda de inmediato.
Shillibeer se desprendió con torpeza de los pantalones y se los tendió. No vestía ropa interior y se tiraba nervioso de los faldones de la camisa con una mano.
—Por el amor de Dios —bramó socarrón el marqués—, ¿es que tengo que deciros todo, zoquetes pusilánimes? —Señaló con brusquedad a Mallory—. ¡Usted! Ocupe el lugar de Shillibeer y tire de la maroma. Usted, soldado, que ya no es el secuaz del opresor sino un hombre completamente libre, póngase los pantalones de Shillibeer. Camarada Shillibeer, deje de revolverse. No tiene nada de lo que avergonzarse. Puede ir de inmediato al almacén general a buscar prendas nuevas.
—¡Gracias, señor!
—«Camarada» —lo corrigió el marqués—. Coja algo bonito, Shillibeer. Y traiga más colonia.
Tom subió a continuación, Mallory ayudó a tirar de él. Los rifles, mal colgados y tintineantes, entorpecían los movimientos de los bandidos. Eran carabinas Victoria de modelo estándar, pesadas reliquias de un solo tiro que ya solo se confiaban a las tropas nativas de las colonias. Los amotinados se veían más entorpecidos todavía por unos temibles cuchillos de cocina y unas porras improvisadas que habían ocultado de cualquier manera entre las galas robadas. Lucían pañuelos llamativos, sedas sudadas y bandoleras del ejército, y más se parecían a bashi bazouk turcos que a británicos. Dos de ellos no eran más que muchachos, mientras que otro par eran unos granujas con pinta de ladrones, fornidos y grandes, además de empapados en alcohol. El último, para continua sorpresa de Mallory, resultó ser un negro esbelto y silencioso ataviado con el atuendo discreto del ayuda de cámara de un caballero. El marqués de Hastings examinó a Tom.
—¿Cómo se llama?
—Tom, señor.
El marqués señaló.
—¿Cómo se llama?
—Ned.
—¿Y él?
—Brian —dijo Tom—. Creo…
—Y si es tan amable, ¿cómo se llama ese tipo de aspecto serio de ahí abajo, ese que tanto se parece a un policía?
Tom dudó.
—¿No lo sabe?
—Es que no nos dio un nombre propiamente dicho —lo interrumpió Mallory—. Solo lo llamamos reverendo.
El marqués miró furioso a Mallory.
—Acabamos de conocer al reverendo hoy, señor —se disculpó Tom con mucha labia—. No somos lo que usted llamaría amigos del alma.
—Supongamos entonces que lo dejamos ahí abajo —sugirió el marqués.
—Súbanlo —respondió Mallory—. Es listo.
—¿Ah, sí? ¿Y usted qué, camarada Ned? Usted no es ni la mitad de estúpido de lo que aparenta, al parecer. Y no está tan borracho.
—Entonces déme una copa —replicó Mallory con descaro—. Y tampoco me vendría mal una de esas carabinas, ya que está repartiendo el botín. El marqués reparó en la pistola de Mallory, y luego ladeó la cabeza enmascarada y le guiñó un ojo como si compartiesen alguna broma.
—Cada cosa a su tiempo, mi impaciente amigo —dijo. Luego hizo un gesto con la mano pulcramente enguantada—. Muy bien. Súbanlo.
Fraser apareció dentro del lazo.
—Bueno, «reverendo» —dijo el marqués—, ¿y cuál, si es tan amable, es su confesión?
Fraser agitó la cuerda para soltarse y salió del lazo.
—¿Y a usted qué le parece, jefe? ¡Soy un puñetero cuáquero!
Se oyó una carcajada maliciosa. Fraser compuso una mueca grosera fingiendo que estaba encantado con las risas de los otros, y sacudió la cabeza cubierta por la máscara de guinga.
—No —dijo con voz áspera—, nada de cuáquero: ¡soy un pantisoco!
Las carcajadas se detuvieron en seco.
—Pantisoco —insistió Fraser—, uno de esos yanquis alborotadores y caguetas… El marqués lo interrumpió con una fría precisión:
—¿Me habla de un pantisócrata? ¿Es decir, de un predicador seglar del falansterio de Susquehanna?
Fraser se quedó mirando pasmado al marqués.
—Me refiero a las doctrinas utópicas del profesor Coleridge y el reverendo Wordsworth —insistió el marqués con un tono suavemente amenazador.
—Eso —gruñó Fraser—, uno de esos.
—Lo que lleva ahí parece una cartuchera de poli con su correspondiente pistola, mi pacifista amigo pantisocrático.
—Pues se la habré cogido a un poli, ¿no? —Y tras un momento añadió—: ¡A uno muerto!
Se oyeron más carcajadas interrumpidas por toses y gruñidos. El muchacho que estaba al lado de Mallory dio un codazo a uno de los rebeldes mayores.
—¡Me toy mareando con el hedor este, Henry! ¿No podemos largarnos?
—Pregúntale al marqués —respondió Henry.
—Pregúntale tú —rogó el muchacho—, de mí siempre se ríe…
—¡Escuchen! —dijo el marqués—. Júpiter y yo escoltaremos a los nuevos reclutas al depósito general. El resto puede seguir patrullando la costa. Los cuatro restantes gruñeron descontentos.
—No se desvíen —les riñó el marqués—, saben que a todos los camaradas les toca hacer guardia en el río, igual que a ustedes.
El marqués, seguido de cerca por el negro, Júpiter, encabezó la marcha por el dique. A Mallory le sorprendió que aquel tipo diera la espalda a cuatro extraños armados, un acto de insensatez consumada, o bien de una valentía tan despreocupada como sublime.
Mallory intercambió miradas silenciosas y muy significativas con Tom, Brian y Fraser. Los cuatro seguían portando sus armas porque los anarquistas ni siquiera se habían molestado en confiscárselas. Sería cosa de un momento dispararle a su guía por la espalda, y quizá al negro también, aunque este no iba armado. Sería un acto vil, sin embargo, atacar por detrás, aunque quizá se tratara una necesidad bélica. Pero los otros se revolvían inquietos mientras caminaban, y Mallory se dio cuenta de que esperaban que fuera él quien tomara la decisión. Aquella empresa se había convertido en algo suyo, y hasta Fraser había apostado su vida a la fortuna de Edward Mallory, Este se adelantó y ajustó su paso al del marqués de Hastings.
—¿Qué hay en ese almacén suyo, su señoría? Un gran botín, espero.
—¡Una gran esperanza, amigo saqueador! Pero eso no importa. Dígame algo, camarada Ned: ¿qué haría usted con el botín, si lo tuviera?
—Supongo que dependería de lo que fuera —aventuró Mallory.
—Usted volvería con él a su madriguera de ratas —conjeturó el marqués—, se lo vendería por una fracción de su valor a un perista judío y se lo gastaría todo en bebida para despertar, un día o dos después, en una comisaría mugrienta con el pie de un poli en el cuello.
Mallory se acarició la barbilla.
—¿Y qué haría usted con él?
—¡Darle un buen uso, por supuesto! Lo utilizaremos para la causa de aquellos que le dieron valor. Y con eso me refiero al pueblo sencillo de Londres, a las masas, a los oprimidos, a los explotados, a los que producen todas las riquezas de esta ciudad.
—Habla usted de cosas muy raras —dijo Mallory.
—La revolución no saquea, camarada Ned. ¡Confiscamos, requisamos y liberamos! A usted y sus amigos los atrajeron aquí unas cuantas baratijas importadas. Quieren llevarse lo que puedan coger con las manos en apenas unos momentos. ¿Son ustedes hombres o urracas? ¿Por qué conformarse con un puñado de sucios chelines?
Podrían serlos dueños de Londres, ¡de la mismísima Babilonia moderna! ¡Podrían ser los dueños del futuro!
—¿Del futuro, eh? —replicó Mallory mientras miraba hacia atrás, a Fraser. Sobre la máscara de guinga, los ojos del policía denotaban un odio puro. Mallory se encogió de hombros.
—¿Y cuánta pasta te dan por un cuarto de futuro, señoría?
—Le agradecería que no me llamara así —dijo el marqués con aspereza—. Se está dirigiendo usted a un veterano de la revolución popular, a un soldado del pueblo que se enorgullece del sencillo título de «camarada».
—Usted disculpe, claro.
—Usted no es tonto, Ned. No puede confundirme con un lord radical. ¡No soy un meritócrata burgués! ¡Soy un revolucionario y un enemigo mortal, por sangre y convicción, de la tiranía de Byron y de todas sus obras!
Mallory tosió con fuerza y se aclaró la garganta.
—Está bien —dijo con una voz nueva y más clara—. ¿De qué va toda esta charla?
Apoderarse de Londres… ¡No puede hablar en serio! Eso no se ha hecho desde Guillermo el Conquistador.
—¡Léase sus libros de historia, amigo mío! —replicó el marqués—. Wat Tyler lo hizo. Cromwell lo hizo. ¡El propio Byron lo hizo! —Se echó a reír—. ¡El pueblo alzado ha tomado la ciudad de Nueva York! ¡En este mismo momento, los trabajadores gobiernan Manhattan! Han liquidado a los ricos. ¡Han quemado Trinity! Se han apoderado de los medios de información y producción. Si unos simples yanquis pueden hacer eso, entonces el pueblo de Inglaterra, mucho más avanzado en el curso del desarrollo histórico, puede hacerlo con mayor facilidad todavía. Para Mallory estaba claro que aquel hombre, aquel muchacho más bien, pues bajo la máscara y la fanfarronería era muy joven, creía aquella malvada locura con todo su corazón.
—Pero el Gobierno —protestó Mallory— enviará al ejército.
—Mata a sus oficiales y los soldados rasos se alzarán con nosotros —replicó el marqués con frialdad—. Mire ese soldado amigo suyo, Brian. ¡Parece muy contento en nuestra compañía! ¿Verdad, camarada Brian?
Brian asintió en silencio y agitó una mano llena de manchas.
—Usted no ha comprendido todavía la genialidad de la estrategia del capitán —señaló el marqués—. Nos encontramos en el corazón de la capital británica, la única zona de la Tierra que la élite imperial de la Gran Bretaña se resiste a devastar para lograr su maligna hegemonía. Los lores radicales no van a bombardear y quemar su precioso Londres para sofocar lo que equivocadamente creen que es un período de disturbios pasajeros. ¡Pero…! —Levantó un índice enguantado—. Cuando montemos las barricadas por toda esta ciudad tendrán que luchar cuerpo a cuerpo contra una clase trabajadora levantada. ¡Contra hombres armados hasta la médula con la primera libertad verdadera que han conocido jamás!
Se detuvo un momento, jadeante, e intentó respirar un poco de aquel aire fétido.
—¡La mayor parte de la clase opresora —continuó entre toses— ya ha huido de Londres para escapar del hedor! ¡Cuando intenten regresar, las masas alzadas los recibirán con fuego y acero! ¡Lucharemos contra ellos desde los tejados, desde las puertas, los callejones, las cloacas y los suburbios! —Hizo una pausa para limpiarse la nariz con un pañuelo lleno de mocos que se sacó de la manga—. Confiscaremos cada uno de los músculos de la opresión organizada. Los periódicos, las líneas de telégrafo y los metros pneumáticos. ¡Los palacios, los barracones y las oficinas! ¡Lo pondremos todo al servicio de la gran causa de la liberación!
Mallory esperó, pero al parecer el joven fanático se había quedado por fin sin fuelle.
—Y usted quiere que nosotros lo ayudemos, ¿no,? Que nos unamos a ese ejército del pueblo suyo…
—¡Por supuesto!
—¿Y qué sacamos nosotros?
—Todo —dijo el marqués—. Para siempre.
Había unos espléndidos barcos amarrados en el interior de los muelles de las Indias Orientales, jarcias enredadas y chimeneas de vapor. El agua del interior de los muelles, un canal secundario del torrente de residuos del Támesis, no se le antojó a Mallory tan repugnante hasta que vio, flotando en medio de finos tacos de cieno, el cuerpo de varios hombres muertos: marineros asesinados, la tripulación básica que las navieras habían dejado para vigilar los barcos del puerto. Los cadáveres flotaban como madera a la deriva, una visión que helaba la sangre. Mallory contó quince cuerpos, quizá dieciséis, mientras seguía al marqués por los amarraderos de madera cubiertos de caballetes. Quizá, supuso, habían matado a la mayor parte de las tripulaciones en otro sitio, o bien los habían reclutado para engrosar las filas de las hordas piratas de Swing. No todos los marineros eran leales al orden y la autoridad. El Ballester-Molina era un peso frío contra la tripa de Mallory. El marqués y su hombre de color siguieron guiándolos alegremente. Pasaron al lado de un barco desierto en el que un desagradable vaho, ya fuera vapor o humo, se enroscaba ominoso, proveniente de las escotillas que conducían a las cubiertas inferiores. Un cuarteto de guardias anarquistas, con las carabinas apoyadas en una basta pila, jugaba a las cartas sobre una barricada de fardos de percal robado. Otros guardias, borrachos, desgraciados con bigotes, chisteras malas y peores pantalones, indigentes armados, dormían sobre carretas y trineos de carga volcados, entre un montón creciente de escombros, barriles, cestas, rollos de calabrote y rampas de carga, además de pilas de carbón negro para las silenciadas grúas de vapor. De los almacenes del otro lado del río, al sur, llegaba una descarga irregular de disparos lejanos y sordos. El marqués no mostraba demasiado interés: no perdió el paso, y ni siquiera miró en esa dirección.
—¿Se han hecho con todos esos barcos? —inquirió Mallory—. ¡Debe de tener muchos hombres, camarada marqués!
—Y cada hora más —le aseguró—. Nuestros hombres están peinando el Limehouse para alentar a todas las familias trabajadoras. ¿Conoce el término «crecimiento exponencial», camarada Ned?
—Pues no —mintió Mallory.
—Es un término matemático chasqueador —lo sermoneó el marqués con aire ausente—. Un campo muy interesante, el del chasqueo y las máquinas. Tiene un uso inagotable en el terreno del estudio científico del socialismo… —ahora parecía distraído, nervioso—. ¡Otro día de hedor como este y tendremos más hombres que la policía de Londres! Ustedes no son los primeros tipos que he reclutado, ¿saben? A estas alturas ya soy perro viejo. ¡Bueno, pues apuesto a que hasta mi buen Júpiter podría hacerlo! —y dio una palmada en el hombro del negro.
Este no reaccionó. Mallory se preguntó si era sordomudo. No llevaba máscara para respirar. Quizá no la necesitaba.
El marqués los guio hasta el más grande de una serie de almacenes. Incluso entre los nombres estelares del comercio (Whitby's, Evan-Hare, Aaron's, Madras & Pondicherry Co.), este era el gran palacio de la modernidad mercantil. Sus inmensas puertas de carga habían sido erigidas sobre un inteligente sistema de contrapesos articulados con el fin de revelar, en el interior, un armazón de acero con unas lunas translúcidas que acorazaban un tejado que se extendía amplio y largo como un campo de balompié. Bajo este tejado crecía un laberinto de riostras de acero, un calado de trinquetes y carriles rodados por los que se desplazaban como arañas unos carros con poleas conducidos por máquinas. En algún lugar resoplaban unos pistones con el estrépito y los conocidos taponazos de una prensa impulsada por máquinas. Pero la prensa estaba oculta en algún sitio, tras un laberinto de objetos robados capaces de dejar pasmado a un Borgia. La mercancía yacía en montones, almiares, montañas: brocados, sillones, ruedas de carruaje, centros de mesa y arañas de luces, soperas, colchones, perros de hierro para el jardín y pilas para pájaros de París; mesas de billar, muebles bar, armazones de cama y postes de escaleras; alfombras enrolladas y repisas de chimenea de mármol.
—¡Diablos! —exclamó Tom—. ¿Cómo han hecho todo esto?
—Hace días que estamos aquí —respondió el marqués. Se quitó el pañuelo de la cara y reveló un semblante pálido de una belleza casi femenina, con un velloso bigote rubio—. Todavía hay productos de sobra en los otros bazares, y todos ustedes tendrán la oportunidad de probar con el trineo y la carretilla. Es muy divertido. ¡Y es suyo, porque nos pertenece a todos por igual!
—¿A todos nosotros? —preguntó Mallory.
—Por supuesto. A todos los camaradas.
Mallory señaló al negro.
—¿Y qué pasa con él?
—¿Qué? ¿Mi buen Júpiter? —El marqués parpadeó, confundido—. ¡Júpiter también nos pertenece a todos, por supuesto! No es solo mi sirviente, sino el servidor del bien común. —Con un pañuelo se limpió la nariz, que le moqueaba—. Síganme. Las pilas de botín habían convertido en un monstruoso nido de ratas el esquema de almacenaje científico del almacén. Siguieron al marqués abriéndose camino entre bajíos de cristal roto, charcos de aceite de cocina y un callejón crujiente cubierto de cascaras de cacahuete.
—Qué extraño… —murmuró el marqués—. La última vez que estuve aquí había camaradas por todas partes.
Las montañas de productos iban disminuyendo hacia la parte trasera del almacén. Pasaron al lado de la enorme prensa, oculta en un callejón sin salida formado por fardos inmensos de papel prensa. Alguien lanzó un legajo de carteles por encima de la barricada y a punto estuvo de golpear al marqués, que se salvó con un ágil salto. Mallory fue consciente entonces de una voz lejana, aguda y chillona. En la parte posterior del almacén habían convertido una gran sección en un salón de conferencias improvisado. Una pizarra, una mesa atestada de vasos y un atril, todo ello aguardaba sin demasiada estabilidad sobre un escenario de cajones de jabón pegados. Juegos incompletos de sillas de comedor baratas, de roble prensado y chapa de arce, componían el patio de butacas en el que se acomodaba un público silencioso de unas tres veintenas de personas.
—Así que aquí se encuentran… —dijo el marqués con un extraño temblor en la voz—. ¡Están de suerte! La doctora Barton nos está honrando con una exposición. Siéntense enseguida, camaradas. ¡Comprobarán que esto bien merece su atención, se lo aseguro!
Para su inmensa sorpresa, Mallory se vio obligado junto con sus compañeros a unirse al público en la última fila de sillas. El negro permaneció de pie, con las manos unidas a la espalda, en la parte posterior de la sala.
Mallory, sentado al lado del marqués, se frotó incrédulo los ojos escocidos.
—¡Pero si esta ponente suya lleva vestido!
—¡Shhh! —susurró el marqués con insistencia.
La ponente, que empuñaba un puntero de ébano con una tiza en la punta, intimidaba a la multitud sentada con una voz repleta de fanatismo muy bien medido. La extraña acústica de la sala improvisada deformaba sus palabras, como si estuviera hablando a través de un parche de tambor. Al parecer se trataba de una especie de conferencia sobre la abstinencia, porque estaba censurando «el veneno del alcohol» y la amenaza que este suponía «para el espíritu revolucionario de la clase trabajadora». Sobre la mesa tenía varios frascos, grandes garrafones con tapones de cristal llenos de licor. Todos estaban etiquetados con la calavera y las tibias cruzadas, entre un cúmulo de pipetas de destilación, tubos rojos de caucho, cajones de alambre y hornillos de gas de laboratorio.
Tom, a la derecha de Mallory, dio un golpecito en el brazo a su hermano y susurró con una voz casi aterrorizada:
—¡Ned! ¡Ned! ¿Es esa lady Ada?
—Dios mío, muchacho —siseó Mallory. El vello de los brazos y el cuello se le había puesto de punta a causa del miedo—. ¿Cómo se te ocurre? ¡Por supuesto que no es ella!
Tom pareció aliviado, confuso, un poco ofendido.
—¿Entonces quién es?
La oradora se volvió hacia la pizarra y escribió, con una letra cursiva muy femenina, las palabras «Depravación neurasténica». Luego giró la cabeza y por encima del hombro dirigió al público una sonrisa tan falsa como esplendorosa, y por fin Mallory la reconoció.
Era Florence Russell Bartlett.
Mallory se envaró en la silla con un grito de espanto que apenas logró sofocar. Algo, una mota de algodón seco del interior de la máscara, se le alojó como una púa en la garganta. Empezó a toser y no era capaz de detenerse. Tenía la garganta viscosa y lacerada. Intentó sonreír, susurrar alguna palabra de disculpa, pero tenía la sensación de que unas correas de hierro le apretaban el cuello. Mallory bregó contra aquellos atroces espasmos con todas sus fuerzas. Lloró lágrimas calientes pero no pudo contenerse, ni siquiera reprimir aquella tos seca que era como una pesadilla, que atraía sobre él una atención letal, como el vocerío de un vendedor ambulante. Al final se levantó con una sacudida, tiró la silla con gran estrépito y se tambaleó hacia la salida, doblado sobre sí y medio ciego.
Atravesó tambaleándose, con los brazos estirados frente a sí, el desierto borroso del pillaje. Los pies se le enredaron con algo y un objeto de madera cayó con estruendo. De algún modo logró encontrar un pequeño refugio y se tendió allí, temblando violentamente y ahogado por un repugnante bolo de flemas y vómito. Podría morir de esto, pensó desesperado. Se le salían los ojos de las órbitas. Se romperá algo. Me estallará el corazón.
Y entonces, de algún modo, el obstáculo desapareció y el ataque fue derrotado. Mallory consiguió aspirar una bocanada entrecortada, tosió, y encontró el modo de volver a respirar. Se limpió un salivazo inmundo de la barba con el dorso de la mano y reparó en que se había apoyado en una estatua. Se trataba de una doncella hindú de tamaño natural, realizada con la piedra artificial patentada de Coate. Estaba medio desnuda y llevaba un cántaro de agua apoyado contra la cadera velada. El cántaro era de sólida piedra, por supuesto, aunque cada átomo del cuerpo de Mallory clamaba por un purificador sorbo de agua.
Alguien le dio una fuerte palmada en la espalda. Se giró, esperando ver a Tom o Brian, pero se encontró al marqués.
—¿Está usted bien?
—Un ataque pasajero… —logró emitir Mallory. Agitó una mano para quitar importancia al asunto, pero fue incapaz de erguirse.
El marqués le puso en la mano una petaca curvada de plata.
—Tome —dijo—. Esto lo ayudará.
Mallory, que se esperaba coñac, se llevó la petaca a los labios. Un brebaje parecido a la melaza y que sabía un poco a regaliz y olmo le inundó la boca. Tragó de mala gana y preguntó:
—¿Qué… qué es esto?
—Uno de los remedios de hierbas de la doctora Barton —respondió el marqués—, un específico contra la fetidez. Espere, permítame empapar con él su máscara; los vapores le despejarán los pulmones.
—Preferiría que no lo hiciera —indicó Mallory con voz áspera.
—¿Está entonces en condiciones de volver a la conferencia?
—¡No! No…
El marqués lo miró escéptico.
—¡La doctora Barton es un genio de la medicina! Fue la primera mujer que se licenció, y con honores, en Heidelberg. Si supiera las maravillas que ha logrado entre los enfermos de Francia, esos pobres desgraciados dados por muertos por aquellos que se hacen llamar expertos…
—Lo sé —dejó escapar Mallory. Volvió a él algo parecido a la fuerza, y con ella la necesidad de asfixiar al marqués, de zarandear a aquel pequeño y peligroso idiota, maldito fuera, y de apretarle el cuello hasta sacarle las tonterías como si fuera una masa de pasta. Sintió el impulso suicida de escupir la verdad, de anunciar que sabía que la tal Barton era una envenenadora, una adúltera, una vitrioleuse buscada por la policía de al menos dos países. Podía susurrar esta confesión y después matar al marqués de Hastings y ocultar su cuerpo desgraciado en algún sitio. Pero el ímpetu lo abandonó pronto, sustituido por una astucia racional, fría y quebradiza como el hielo.
—Preferiría hablar con usted, camarada —dijo Mallory—, más que escuchar cualquier conferencia.
—¿De veras? —respondió Hastings con el rostro iluminado.
Mallory asintió con entusiasmo.
—Yo… A mí me parece que siempre es más provechoso escuchar a un hombre que sabe de verdad lo que hace.
—No termino de entenderlo, camarada —dijo el marqués—. A veces creo que es usted el típico necio egoísta, pero luego resulta un hombre de una inteligencia bastante sofisticada. ¡Desde luego, está por encima de esos amigos suyos!
—He viajado un poco —respondió Mallory despacio—. Supongo que eso educa a un hombre.
—¿Viajado adonde, camarada?
Mallory se encogió de hombros.
—Argentina, Canadá… Por el continente, aquí y allá.
El marqués echó un vistazo a su alrededor, como si buscara espías al acecho entre las pilas para pájaros y las arañas de luces. Cuando no percibió ninguno pareció relajarse un poco, y luego habló con urgencia renovada, pero sin levantar la voz.
—Quizá conozca algo del sur americano… La Confederación… Mallory negó con la cabeza.
—Hay una ciudad llamada Charleston, en Carolina del Sur. Una ciudad encantadora. Alberga una gran comunidad de exiliados británicos de buena cuna que huyeron de los radicales. Los caballeros arruinados de la Gran Bretaña.
—Qué bien —gruñó Mallory.
—Charleston es una ciudad tan refinada y cultural como cualquiera de Gran Bretaña.
—Y usted nació allí, ¿no? —Mallory se había precipitado al confesar su deducción en voz alta, porque Hastings se mostró susceptible con el tema y frunció el ceño. Se apresuró a añadir—: Debe de haber prosperado en Charleston, para poseer un negro.
—Espero con sinceridad que no sea usted un antiesclavista intolerante —dijo el marqués—. Tantos británicos lo son… ¡Supongo que le gustaría que mandara al pobre Júpiter a una de esas selvas de Liberia, plagadas de fiebres!
Mallory contuvo el gesto de asentimiento. Lo cierto es que era abolicionista y partidario de la repatriación de los negros.
—El pobre Júpiter no duraría ni un día en el imperio de Liberia —insistió el marqués—. ¿Sabía usted que sabe leer y escribir? Yo mismo le enseñé. Incluso lee poesía.
—¿Su negro lee versos?
—«Versos» no. Poesía. Los grandes poetas. John Milton… Pero apuesto a que usted nunca ha oído hablar de él.
—Uno de los ministros de Cromwell —respondió Mallory de inmediato—, autor de la Areopagítica.
El marqués asintió. Parecía satisfecho.
—John Milton escribió un poema épico, Paraíso perdido. Es una historia bíblica en verso suelto.
—Yo soy agnóstico —replicó Mallory.
—¿Conoce el nombre de William Blake? Escribió e ilustró sus propios libros de poemas.
—No pudo encontrar un editor de verdad, ¿eh?
—Todavía hay poetas magníficos en Inglaterra. ¿Ha oído hablar de John Wilson Croker? ¿Winthrop Mackworth Praed? ¿Bryan Waller Procter?
—Es posible —dijo Mallory—. Leo un poco, horrores de a penique, sobre todo. —Le desconcertaba el extraño interés del marqués por aquel arcano asunto. Y estaba preocupado por Tom y los otros, por lo que estarían pensando allí sentados, esperándolo. Quizá perdieran la paciencia e intentaran algo imprudente, algo que resultaba de todo punto inadmisible.
—Percy Bysshe Shelley era poeta antes de encabezar a los luditas en la Época de los Problemas —dijo el marqués—. ¡Sepa que Percy Shelley vive! Byron lo exilió a la isla de Santa Elena. Sigue allí prisionero, en la rectoría de Napoleón I. Hay quienes dicen que en este tiempo ha escrito allí libros enteros, obras de teatro y sonetos.
—Tonterías —protestó Mallory—. Shelley murió en prisión hace siglos.
—Vive —dijo el marqués—. No muchos lo saben.
—Y lo siguiente que dirá usted es que Charles Babbage escribía poesía —replicó Mallory con los nervios de punta—. ¿Qué sentido tiene esto?
—Es una teoría mía —dijo el marqués—. No tanto una teoría de verdad como una intuición poética. Pero desde que estudié los escritos de Karl Marx, y, por supuesto, del gran William Collins, se me ha ocurrido que se ha estropeado de un modo funesto el curso auténtico y natural del desarrollo histórico. —El marqués se detuvo unos instantes y esbozó una sonrisa de satisfacción—. ¡Pero dudo que usted pueda entenderme, mi pobre amigo!
Mallory negó bruscamente con la cabeza.
—Lo entiendo bastante bien. Se refiere a una catástrofe.
—Sí. Muy bien podría llamarlo así.
—¡La historia opera con catástrofes! Así funciona el mundo, es el único modo que hay, que ha habido o que habrá. ¡No existe la historia, solo hay contingencias!
La compostura del marqués se quebró en mil pedazos.
—¡Es usted un mentiroso!
Mallory sintió que el insulto de aquel necio le molestaba en lo más vivo.
—¡Su cabeza está llena de fantasmas, muchacho! ¡«Historia»! Usted cree que debería tener títulos y haciendas y que yo debería pudrirme en Lewes fabricando sombreros.
¡Y no hay más que eso! Pequeño necio, ¡a los radicales les importan un pimiento usted, Marx, Collins y cualquiera de sus pantomimas poéticas! Les matarán a todos como a ratas en un pozo de serrín.
—Usted no es lo que parece —reflexionó el marqués, demudado como el papel—. ¿Quién es usted? ¿Qué es?
Mallory se puso tenso.
Los ojos del muchacho se abrieron mucho.
—Un espía. —Fue a coger su arma.
Mallory lo golpeó en toda la cara. Cuando el marqués se tambaleó hacia atrás, lo cogió por el brazo y le asestó un porrazo en la cabeza, y un segundo, con el pesado cañón del Ballester-Molina. El marqués se desplomó sangrando. Mallory le arrebató la segunda pistola, se incorporó y miró a su alrededor. El negro se encontraba a menos de cinco metros de distancia.
—Lo he visto —dijo Júpiter en voz baja.
Mallory se quedó callado. Apuntó al hombre con las dos manos.
—Ha golpeado a mi amo. ¿Lo ha matado?
—Creo que no —respondió Mallory.
El negro asintió. Luego extendió las palmas abiertas, con suavidad, como si fuera una bendición.
—Usted tenía razón, señor, y él estaba equivocado. En la historia no hay nada. Ni progreso, ni justicia. No hay nada salvo horror caprichoso.
—Eso puede ser —aceptó Mallory con lentitud—, pero si grita, tendré que dispararle.
—Si lo hubiera matado, desde luego que habría gritado —dijo el negro. Mallory miró a su espalda.
—Sigue respirando.
Se produjo un largo silencio. El negro se quedó muy quieto, en una postura rígida y perfecta, indeciso, como un cono platónico en perfecto equilibrio sobre su punta, a la espera de algún impulso más allá de la causalidad que determinara la dirección de su caída.
Suspiró.
—Vuelvo a Nueva York —dijo. Se giró sobre un tacón pulido y se alejó sin prisa hasta desaparecer entre las inmensas barricadas de productos.
Mallory estaba bastante seguro de que aquel hombre no iba a gritar, pero esperó unos momentos la prueba que confirmara esa creencia. El marqués se sacudió y gimió. Mallory le arrancó de la cabeza rizosa el pañuelo de cachemira y lo amordazó con él. Fue cuestión de un momento colocarlo de un empellón detrás de una inmensa urna de terracota.
La conmoción de sus actos había dejado a Mallory con la boca seca, y la garganta se le antojaba papel de lija ensangrentado. No había nada que beber, salvo, por supuesto, la petaca de plata con la poción de la charlatana. Mallory la encontró a tientas, se la sacó al marqués del bolsillo de la chaqueta y se remojó la garganta. Dejaba un cosquilleo entumecido en la parte posterior del paladar, como el champán seco. Resultaba repugnante, pero en cierto modo pareció reanimarlo. Tomó unos cuantos tragos.
Volvió a la zona de la conferencia y se sentó al lado de Fraser. El policía enarcó una ceja y lo miró con expresión interrogante. Mallory palmeó la culata de la pistola del marqués, que llevaba guardada en la cinturilla del pantalón, al otro lado del BallesterMolina. Fraser asintió de forma imperceptible. Florence Russell Bartlett continuaba su arenga, y su comportamiento en el escenario parecía inducir en su público una misteriosa parálisis. Mallory descubrió con asco y sobresalto que la señora Bartlett estaba mostrando algunos de esos aparatos de los curanderos destinados a evitar los embarazos. Un disco de goma flexible, un tapón de esponja con un hilo acoplado… Mallory no puedo evitar la oscura imaginería del coito que implicaban aquellos extraños objetos. La noción consiguió que se le revolvieran las tripas.
—Hace un momento mató un conejo —siseó Fraser por la comisura de la boca—. Le metió el morro en esencia de puro.
—No he matado al muchacho —susurró Mallory a su vez—. Una conmoción, creo… —contempló a Bartlett, cuya diatriba se deslizaba hacia unos extraños planes de cría selectiva para mejorar la raza humana. En su futuro, al parecer, se aboliría el matrimonio propiamente dicho. El «amor libre universal» sustituiría a la castidad. La reproducción sería una cuestión que se dejaría a los expertos. Los conceptos nadaban como sombras oscuras en las orillas del cerebro de Mallory. Se le ocurrió entonces, sin razón aparente, que aquel día (aquella misma tarde, de hecho) era el establecido para su propia conferencia triunfal sobre el brontosauro, con el acompañamiento quinotrópico del señor Keats. Aquella espantosa coincidencia le produjo un extraño escalofrío.
Brian se inclinó de repente sobre Fraser y cogió la muñeca desnuda de Mallory entre unos dedos de hierro.
—¡Ned! —siseó—. ¡Salgamos de este maldito lugar!
—Todavía no —respondió Mallory. Pero se sentía conmocionado. Una hipnótica sacudida de pánico puro pareció penetrar en su interior a través de los dedos de Brian—. Todavía no sabemos dónde se esconde Swing. Podría estar en esta madriguera, en cualquier sitio…
—¡Camaradas! —gritó Bartlett con una voz que era como una cuchilla helada—. ¡Sí, los cuatro de la parte de atrás! ¡Si tienen que molestarnos, si tienen noticias de tan urgente interés, entonces no cabe duda de que deberían compartirlas con el resto de los camaradas de Chautauqua!
Los cuatro se quedaron inmóviles.
Bartlett los taladró con sus ojos de Medusa. Los demás oyentes, liberados de algún modo de su extraña esclavitud, se giraron para lanzarles una mirada feroz con un júbilo sediento de sangre. La multitud parecía enardecida ante la truculenta perspectiva: el alivio del desgraciado que ve cómo el castigo que le estaba destinado recae en otro.
Tom y Brian hablaron a la vez con susurros inquietos.
—¿Se refiere a nosotros?
—Dios mío, ¿qué hacemos?
Mallory se sentía atrapado en una pesadilla. Pensó que una palabra rompería el hechizo.
—No es más que una mujer —dijo en voz bastante alta y tranquila.
—¡Cállese! —le siseó Fraser—. ¡Estese quieto!
—¿No tienen nada que contarnos? —se mofó Bartlett—. Eso creía… Mallory se puso en pie.
—¡Sí que tengo algo que decir!
Con la velocidad de un resorte, tres hombres se levantaron entre el público con la mano en alto.
—¡Doctora Barton! ¡Doctora Barton!
Bartlett asintió con gentileza y señaló con la varita de tiza.
—El camarada Pye tiene la palabra.
—Doctora Barton —exclamó Pye—, no reconozco a estos camaradas. Se están comportando de una forma regresiva, y… ¡y creo que deberían ser criticados!
Un feroz silencio cayó sobre la multitud.
Fraser tiró de la pernera del pantalón de Mallory.
—¡Siéntese, idiota! ¿Se ha vuelto loco?
—¡Tengo noticias! —gritó Mallory a través de la máscara de guinga—. ¡Noticias para el capitán Swing!
Bartlett pareció sobresaltarse, y su mirada se disparó en todas direcciones.
—Cuéntenoslas entonces a todos —ordenó—. ¡Aquí todos somos iguales!
—¡Sé dónde está el modus, señora Bartlett! —gritó Mallory—. ¿Quiere que se lo diga a todos estos pardillos y fregonas?
Se armó un buen estrépito cuando los hombres se pusieron en pie de un salto. Bartlett chilló algo que se perdió entre el ruido.
—¡Busco a Swing! ¡Debo hablar con él a solas! —El caos comenzó a apoderarse de la sala. Mallory propinó una fuerte patada a la silla vacía que tenía delante y sacó de golpe las dos pistolas del cinturón—. ¡Sentaos, hijos de perra! —Apuntó con las armas al público—. ¡Le reventaré los sesos al primer cobarde que se mueva!
La respuesta fue toda una descarga de disparos.
—¡Corred! —chilló Brian. Tom, Fraser y él huyeron de inmediato. A ambos lados de Mallory las sillas volaban por los aires y se convertían en astillas. El público disparaba con pésima puntería. Mallory apuntó las dos pistolas hacia Bartlett, que permanecía en el podio, y apretó los gatillos.
No se disparó ninguna de las dos: se le había olvidado amartillar los percutores. El arma del marqués parecía disponer de una especie de seguro niquelado. Alguien le arrojó una silla desde muy cerca; él la esquivó con facilidad, pero entonces algo lo golpeó con fuerza en el pie. El impacto fue lo bastante intenso como para adormecerle la pierna y hacerle perder el equilibrio, oportunidad que aprovechó para retirarse.
No era capaz de correr muy rápido, quizá lo habían dejado tullido. Eas balas pasaban silbando a su lado con un zumbido nostálgico que le recordó al lejano Wyoming. Fraser le hizo señas desde la boca de un callejón. Mallory corrió hacia él, se giró y patinó.
Fraser salió con frialdad al espacio abierto, levantó su avispero de policía y adoptó la postura del duelista: brazo derecho extendido, cuerpo girado para presentar un objetivo estrecho, mirada atenta, la cabeza quieta. Disparó dos veces y se oyeron sendos gritos.
Cogió a Mallory por el brazo.
—¡Por aquí! —Al paleontólogo se le salía el corazón del pecho y no acertaba a mover bien el pie.
Cojeó callejón abajo, travesía que terminó de repente en una tapia. Fraser buscó frenético una escapatoria. Tom empujaba a Brian para que se subiera a una alta e inestable pila de cajas.
Mallory se detuvo al lado de sus hermanos, se dio la vuelta y alzó las dos pistolas. Le echó un vistazo rápido a su pie: una bala perdida le había arrancado el tacón del zapato. Levantó la cabeza un instante después y vio media docena de bandidos vociferantes que les pisaban los talones.
Entonces una inmensa conmoción sacudió el edificio. Montañas de productos enlatados cayeron con estrépito al suelo en medio de una nube de pólvora. Mallory se quedó boquiabierto.
Los seis desgraciados yacían tendidos en el callejón, reventados, como si los hubiera alcanzado un rayo.
—¡Ned! —gritó Brian desde lo alto de las cajas—. ¡Coge sus armas! —él permaneció allí agazapado, sobre una rodilla. La pistola rusa aún humeaba desde la recámara abierta. Cargó un segundo cartucho rojo de latón y papel encerado, grueso como la porra de un poli.
Mallory comenzó a avanzar con un fuerte zumbido en los oídos. Resbaló, y a punto estuvo de caer en el charco de sangre que se extendía por el suelo. Buscó algo a lo que agarrarse con la mano derecha y se le disparó el Ballester-Molina, cuya bala resonó al alcanzar una viga de hierro del techo. Se detuvo un momento y puso el seguro con cuidado. Hizo lo mismo con la pistola del marqués y después se metió las dos en el cinturón. La vacilación le había hecho perder unos segundos preciosos. El callejón estaba inundado de sangre. El estallido del cañón de mano ruso había causado terribles laceraciones a aquellos hombres. La garganta de un pobre diablo seguía borboteando cuando Mallory le arrancó la carabina Victoria que había quedado bajo su cuerpo. El arma chorreaba sangre por la culata. Tiró cuanto pudo de la bandolera de otro rufián, pero tuvo que rendirse y recogió el revólver yanqui con culata de madera de un tercero. Algo le pinchó en la palma de la mano al blandir la pistola. Se miró con expresión estúpida y luego reparó en la empuñadura. Había un trocito retorcido de metralla caliente incrustado en la madera, una rebaba cortante que parecía una gran esquirla de metal.
Empezaron a oírse disparos de rifle a lo lejos. Las postas se enterraban en el botín que los rodeaba con extraños crujidos y el tintineo musical del vidrio.
—¡Mallory! ¡Por aquí! —gritó Fraser.
Este había descubierto una hendidura en la pared del almacén. Mallory se giró para colgarse la carabina y buscar a Brian, y vio que el joven artillero saltaba al otro lado del callejón en busca de otro emplazamiento estratégico.
Se coló por la hendidura detrás de Fraser, gruñendo y respirando con esfuerzo al tener que recorrer así varios metros de muro. Las balas empezaron a estrellarse contra los ladrillos delante y detrás de ellos, aunque muy por encima de sus cabezas. Aquellos disparos errados impactaban en el tejado de hojalata como golpes de tambor. Mallory salió al fin y se encontró a Tom trabajando como un poseso en un callejón. Estaba levantando una barricada con tocadores de señora de patas ahusadas. Los trastos yacían apilados en un montón de blanco barnizado, como los cadáveres de unas gigantescas arañas tropicales.
El traqueteo de los rifles, más intenso ahora, sumía el almacén en una confusa cacofonía. A su espalda, Mallory oyó gritos de rabia y miedo cuando descubrieron a los muertos.
Tom introdujo un trozo de cabecero de hierro entre un montón de cajas, empujó esta palanca improvisada con la espalda y provocó una estrepitosa avalancha.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Seis.
—Podría ser peor. ¿Dónde está Brian?
—No lo sé —Mallory se descolgó la carabina y se la pasó a su hermano, que la cogió por el cañón y la sujetó a distancia, sorprendido al verla cubierta de sangre. Fraser, que mantenía vigilada la grieta, disparó su avispera. Se escucharon un horrible chillido de mujer y unos movimientos bruscos, como si hubiera una rata envenenada en la pared.
Atraídas por los gritos, las balas empezaron a alcanzar los escombros que los rodeaban con algo más de precisión. Una posta cónica del tamaño de un pulgar cayó de la nada a los pies de Mallory y empezó a girar como una peonza sobre las tablas del suelo.
Fraser le dio unos golpecitos en el hombro. Mallory se giró. El policía se había quitado la máscara. Tenía la mirada enardecida y en su barbilla pálida había aparecido un rastrojo negro.
—¿Y ahora qué, doctor Mallory? ¿Qué nueva e inspirada maniobra se le ocurre?
—Pues podría haber funcionado, ¿sabe? —protestó Mallory—. De haberme creído podría habernos llevado directamente a ver a Swing. Con las mujeres nunca se sabe.
—Oh, pues claro que lo creyó —respondió Fraser, que de repente se echó a reír, un sonido seco y extraño, como cuando se frota resina—. Bueno, ¿qué tiene ahí?
—Una pistola. —Mallory le ofreció el revólver que había recuperado—. Cuidado con ese trozo de metralla.
Fraser extrajo la púa incrustada con el tacón de la bota.
—¡Jamás había visto algo parecido a la pipa de ese muchacho! Dudo mucho que sea legal, aunque esté en manos de un bizarro héroe de Crimea.
El disparo de un rifle arrancó un buen trozo de uno de los tocadores, y a punto estuvo de alcanzar a Fraser. Mallory levantó la cabeza, sobresaltado.
—¡Maldita sea!
Un francotirador lejano se aferraba como un mono a una de las vigas de hierro, mientras colocaba otro cartucho en el rifle.
Mallory arrebató la Victoria a Tom: se sujetó la correa ensangrentada alrededor del antebrazo, apuntó y apretó el gatillo. No sirvió para nada porque ya se había disparado el único tiro, pero el francotirador abrió la boca en una «o» de terror y saltó de la viga con un lejano estruendo. Mallory tiró del cerrojo y extrajo el cartucho vacío.
—Debería haber cogido esa maldita bandolera…
—¡Ned! —Brian apareció de repente a su izquierda, agazapado tras un montón de trastos—. ¡Por aquí, he encontrado balas de algodón!
—¡De acuerdo!
Siguieron a Brian y subieron como pudieron al botín por una cascada de varillas de ballena y candelabros. Las balas silbaban y se estrellaban a su alrededor con un zumbido. Había más hombres en las vigas, pensó Mallory, demasiado ocupado para mirar. Fraser se incorporó una vez y disparó al bulto, sin resultado aparente. Había decenas de balas de algodón desmotado de la Confederación, envueltas en cuerda y arpillera y apiladas casi hasta el techo.
Brian gesticuló como un loco y luego desapareció por el otro lado de la pila de algodón. Mallory lo entendió: con un poco de trabajo, aquello podía constituir una fortaleza natural.
Tom y él levantaron y volcaron uno de los fardos para desprenderlo de la parte superior de la pila, tras lo que se introdujeron en la cavidad. Los proyectiles se hincaron en el algodón con un jadeo suave cuando Fraser se asomó y devolvió el fuego.
Tiraron de una patada otra bala, y luego una tercera. Fraser se unió de un salto a ellos en la excavación. En un minuto frenético y agotador habían abierto una madriguera en la zona más densa, como hormigas en medio de una caja de terrones de azúcar. Su posición era ahora obvia; los proyectiles estallaban y se hundían con un golpe seco en la fortaleza de algodón, aunque en vano. Mallory arrancó un gran trozo de material y se limpió el sudor y la sangre de la cara y los brazos. Era un trabajo muy duro el de cargar con balas de algodón. No le extrañaba que los tipos del sur se lo hubieran dejado a los morenos.
Fraser despejó un estrecho espacio entre dos balas.
—Déme otra pistola. —Mallory le pasó el revólver de cañón largo del marqués. Fraser disparó un tiro, entrecerró los ojos y asintió—. Bonita pieza… —A modo de respuesta recibieron una salva de disparos inútiles. Tom, entre gruñidos y jadeos, despejó algo más de espacio levantando y arrojando una bala de la parte de atrás del montón. El bloque produjo al chocar un estrépito similar al ruido de una pianola astillada. Hicieron inventario. Tom tenía una pistola de cañón corto con la recámara cargada; útil, quizá, si los anarquistas se acercaban en tromba como piratas al abordaje, aunque no serviría de mucho en ninguna otra circunstancia. El Ballester-Molina de Mallory disponía de tres cartuchos. Al avispero de Fraser le quedaban tres proyectiles, y al arma del marqués cinco. También tenían una carabina Victoria vacía y la pequeña porra de Fraser.
No había señal alguna de Brian.
Se oyeron gritos ahogados y coléricos en las profundidades del almacén. Órdenes, pensó Mallory, El tiroteo acabó de repente, sustituido por un silencio ominoso que únicamente quedaba roto por unos extraños crujidos y lo que parecía un martilleo. El paleontólogo se asomó por encima de una de las balas adelantadas. No había enemigos a la vista, pero alguien había cerrado las puertas del almacén.
Entonces, en una repentina oleada, la penumbra se enseñoreó de la nave. Más allá de la bóveda vidriada, había oscurecido a una velocidad más que asombrosa, como si el hedor se hubiera espesado de repente todavía más.
—¿Deberíamos salir corriendo? —susurró Tom.
—No sin Brian —respondió Mallory.
Fraser sacudió la cabeza con expresión adusta. No expresó en voz alta sus dudas, aunque fue bastante elocuente.
Trabajaron en la penumbra durante un rato. Despejaron algo de espacio, excavaron un poco más y levantaron algunos fardos a modo de almenas. Al oírse su actividad recibieron más disparos, destellos de cañones que iluminaban la oscuridad, balas que silbaban entre las vigas del techo. Entre los montones de mercancía relucían la luces de algunos faroles.
Oyeron más órdenes y cesó el fuego. Del tejado les llegó un golpeteo continuado que desapareció enseguida.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tom.
—Parecían ratas escabullándose —dijo Mallory.
—¡Lluvia! —sugirió Fraser.
Mallory guardó silencio. Le parecía más probable otra precipitación de cenizas. De repente la oscuridad volvió a iluminarse. Mallory se asomó por el borde. Una multitud de rufianes se había arrastrado hasta llegar prácticamente a los pies del baluarte, descalzos y en absoluto silencio, algunos con cuchillos entre los dientes. Dio la voz de alarma con un bramido y empezó a disparar.
Lo cegaron una vez más los destellos de sus propias armas, pero el Ballester-Molina parecía tener vida propia y no cejaba en sus culatazos. En un instante desaparecieron los tres cartuchos restantes, aunque no los había desperdiciado: a tan corta distancia no era posible fallar. Habían caído dos hombres, un tercero se arrastraba como podía y el resto huía aterrorizado.
Mallory no podía verlos, pero los oía reagruparse, arremolinarse, maldecirse unos a otros. Su arma estaba vacía, así que aferró el cañón caliente como si fuese una estaca.
El edificio tembló con el horrendo rugido de la pistola de Brian. El silencio posterior quedó roto al instante por unos gritos agónicos. Se sucedió entonces un largo y angustioso minuto marcado por el infernal alarido de los heridos y los moribundos, un estrépito, una maldición y un fortísimo estruendo metálico. De repente, una forma oscura que apestaba a pólvora aterrizó entre ellos de un salto. Brian.
—Menos mal que a mí no me habéis disparado —dijo—. Diablos, está muy oscuro aquí dentro, ¿no?
—¿Estás bien, muchacho? —se interesó Mallory.
—Fetén —respondió Brian mientras se incorporaba—. Mira lo que te he traído, Ned. Puso algo en las manos de Mallory. La forma pesada y lisa de la culata y el cañón se adaptaba a su puño como la seda. Era un rifle para búfalos.
—Hay un cajón entero de estas bellezas —dijo Brian—. Está en una oficina, un cuartucho del otro lado. Y municiones también, aunque solo he podido traer dos cajas. Mallory empezó a cargar el rifle de inmediato. Un cartucho dorado tras otro encajaban en el cargador de resorte con el tintineo de los buenos mecanismos.
—Una cosa muy rara —dijo Brian—. No creo que supieran que andaba suelto entre ellos. No tienen sentido alguno de la estrategia. ¡No parece haber ningún traidor del ejército entre esta chusma, eso seguro!
—Esa pipa que tiene ahí es una maravilla, muchacho —opinó Fraser. Brian gruñó.
—Ya no, señor Fraser. Solo disponía de dos cartuchos. Ojalá me hubiera contenido, pero cuando vi una oportunidad tan bonita para abrir fuego enfilado tuve que aprovecharla.
—Tú no te preocupes —lo tranquilizó Mallory mientras acariciaba la culata de nogal del rifle—. Si tuviéramos cuatro de estos, podríamos contenerlos toda la semana.
—¡Mis disculpas! —dijo Brian—, pero no voy a poder realizar demasiados reconocimientos activos. Estoy un poco tocado.
Una bala perdida le había abrasado la pantorrilla. El hueso blanco asomaba por la herida poco profunda, y tenía la bota embarrada llena de sangre. Fraser y Tom apretaron un trozo de algodón limpio contra la herida mientras Mallory seguía vigilando con el rifle.
—Ya basta —protestó Brian al fin—. Chicos, vais a dejar mal a lady Nightingale. ¿Ves algo, Ned?
—No —respondió Mallory—. Pero los oigo maquinar algo, nada bueno.
—Han regresado a tres puntos de reunión —anunció Brian—. Se replegaron justo más allá del alcance de vuestra línea de fuego, pero los desperdigué con el disparo de la escoria del zar. Dudo que vuelvan a lanzar un ataque sobre nosotros. Ya no tienen agallas para ello.
—¿Y qué harán entonces?
—Apostaría a que algún tipo de zapa —dijo Brian—. Adelantar unas barricadas, quizás algo sobre ruedas. —Escupió con la boca seca—. Maldita sea, necesito beber algo. No había pasado tanta sed desde Lucknow.
—Lo siento —se disculpó Mallory.
Brian suspiró.
—Teníamos un aguador de lujo en el regimiento, en la India. ¡Aquel pequeño hindú, maldito fuera, valía más que diez de estos mamones!
—¿Viste a la mujer? —preguntó Fraser—. ¿O al capitán Swing?
—No. Me mantuve a cubierto y avancé con sigilo. Buscaba una clase mejor de arma de fuego, sobre todo algo con alcance. Y vi cosas bastante raras. Encontré el rifle de caza de Ned en una especie de despacho pequeño. No había ni un alma allí dentro, salvo un tipo pequeño y con pinta de oficinista que escribía en una mesa. Ardían un par de velas y había papeles esparcidos por todas partes. El sitio estaba lleno de armas embaladas para su exportación. No sé por qué guardan esos estupendos rifles ahí atrás, al cargo de un oficinista, mientras reparten victorias; es algo que, como profesional, queda más allá de mi comprensión.
Una oleada de luz verdosa y aguada entró en el edificio y perfiló a un hombre armado que se elevaba con una polea, sentado en el lazo de la cuerda. Rápido como el pensamiento, Mallory centró la mira en el hombre, exhaló y disparó. El objetivo se desmoronó hacia atrás y quedó colgando por las rodillas, inerte. Volvieron a clavarse en el algodón los disparos de rifle, y Mallory se agazapó.
—Buen emplazamiento, las balas de algodón —dijo Brian satisfecho al tiempo que daba unas palmaditas en el suelo de arpillera—. Hickory Jackson se ocultó detrás de ellas en Nueva Orleans y también nos dio una tunda.
—¿Qué pasó en la oficina, Brian? —preguntó Tom.
—El tipo se lio una especie de papirosi —respondió Brian—. ¿Los conoces? Tabaco turco para liar. Salvo que él cogió un cuentagotas de un pequeño frasco similar a los de las medicinas, puso unas gotas primero en el papel y luego lo envolvió con una hoja extraña que sacó de una caja de caramelos. Me fijé bien en su cara cuando encendió el cigarro con la vela y se le quedó la mirada ausente, ida se podría decir.
¡Como aquí el hermano Ned, con uno de sus problemas intelectuales! —Brian lanzó una risa seca; no pretendía ofender a nadie—. No me pareció bien interrumpirlo en ese momento, ¡así que cogí un rifle y una caja o dos, y allí que me fui calladito calladito! —Tom se echó a reír.
—Así que le echaste un buen vistazo, ¿eh? —preguntó Mallory.
—Claro.
—¿El tipo tenía un bulto en la frente, justo aquí?
—¡Que me aspen si no lo tenía!
—Ese era el capitán Swing —dijo Mallory.
—¡Entonces soy un auténtico cabeza de chorlito! —exclamó Brian—. ¡No me parecía bien dispararle a un hombre por la espalda, pero si hubiera sabido que era él, le hubiera volado ese chichón allí mismo!
—¡Doctor Edward Mallory! —gritó una voz desde la oscuridad. Mallory se levantó y se asomó por una de las balas. El marqués de Hastings se encontraba abajo, con la cabeza vendada y un farol en una mano. Agitaba un pañuelo blanco con un palo.
—¡Leviatán Mallory, quiero parlamentar con usted! —gritó el marqués.
—Hable entonces —respondió Mallory con cuidado de no enseñar la cabeza.
—¡Está aquí atrapado, doctor Mallory! Pero tenemos una oferta para usted. Si nos dice dónde ha escondido cierto objeto de gran valor que ha robado, permitiremos que usted y sus hermanos se marchen libres. Pero su policía espía de la Oficina Especial debe quedarse. Tenemos algunas preguntas que hacerle.
Mallory se mofó de él.
—¡Escúcheme, Hastings, y todos los demás! ¡Envíennos a ese maníaco de Swing y a su fulana asesina con las manos atadas! ¡Entonces dejaremos que el resto se largue de aquí silenciosamente antes de que llegue el ejército!
—Las muestras de insolencia no le servirán de nada —dijo el marqués—. ¡Prenderemos fuego a ese algodón y se asarán como una carnada de conejos!
Mallory se volvió.
—¿Puede hacerlo?
—Cuando el algodón va así de apretado, lo que se quema y todo es nada —teorizó Brian.
—¡Claro, quémenlo! —gritó Mallory—. Quemen el bazar entero y asfixíense con el humo.
—Ha sido usted muy osado, doctor Mallory, y ha tenido mucha suerte. ¡Pero nuestros hombres más selectos patrullan ahora las calles de Limehouse y liquidan a la policía!
¡Pronto volverán como soldados endurecidos, veteranos de Manhattan! ¡Tomarán su pequeño escondite por asalto, a punta de bayoneta! ¡Salgan ahora, cuando todavía tienen la oportunidad de salvar la vida!
—¡No tememos a ninguna chusma yanqui! ¡Mándenlos a probar un poco de metralla!
—¡Hemos hecho nuestra oferta! ¡Razónela como un auténtico intelectual!
—Vayase al infierno —replicó Mallory—. Mándeme a Swing. ¡Quiero hablar con Swing!
Ya me he cansado de usted, pequeño traidor engreído.
El marqués se retiró. Unos momentos después comenzó un tiroteo sin demasiado entusiasmo. Mallory dedicó media caja de cartuchos a devolver el fuego contra los destellos de los cañones.
Los anarquistas dieron comienzo entonces al laborioso trabajo de desplazar una máquina de asedio. Se trataba de una falange improvisada con tres carretillas pesadas, en cuya parte frontal habían atado un blindaje inclinado de tableros de mesa de mármol. La armadura rodante era demasiado ancha para que cupiera por el callejón torcido que llevaba hasta las balas de algodón, así que los rebeldes se abrieron camino entre los montones de mercancía apilándolos a los lados de las carretas. Mallory hirió a dos mientras trabajaban, pero la experiencia les aguzó el ingenio y no tardaron en erigir una pasarela cubierta tras los progresos del arma de asedio.
Ahora parecía haber muchos más hombres. La oscuridad era aún más profunda, pero por algunos sitios aparecían faroles encendidos, y las vigas de hierro estaban atestadas de francotiradores. Se añadió una conversación ruidosa (una discusión, al parecer) a los gemidos de los heridos.
El arma de asalto se acercó un poco más, hasta que se encontró debajo de la mejor línea de fuego de Mallory. Si este se exponía en un intento por inclinarse sobre las murallas, los francotiradores lo alcanzarían sin duda alguna. El arma de asedio llegó a la base de las balas de algodón. Se oyó un estruendo y algo fue triturado en la base del muro.
Una voz distorsionada y amortiguada, ayudada quizá por un megáfono, resonó en el interior del arma de asedio.
—¡Doctor Mallory!
—¿Sí?
—Ha preguntado por mí… ¡Pues aquí estoy! Estamos tirando el muro de su palacio, doctor Mallory. Pronto quedará expuesto.
—¡Un trabajo duro para un jugador profesional, capitán Swing! ¡No se ampolle esas manos tan delicadas!
Tom y Fraser, que habían estado trabajando en equipo, dejaron caer una pesada bala de algodón sobre el arma de asedio. El proyectil rebotó sin provocar ningún daño. Un fuego bien organizado barrió la fortaleza y obligó a los defensores a ponerse a cubierto.
—¡Alto el fuego! —gritó Swing, y luego se echó a reír.
—¡Tenga cuidado, Swing! ¡Si me dispara, nunca sabrá dónde está oculto el modus!
—¡Sigue siendo un necio fanfarrón! Usted nos robó el modus en el derby. ¡Podría habérnoslo devuelto y haberse ahorrado cierta destrucción! ¡Ignorante obstinado, ni siquiera tiene una noción clara del auténtico propósito de ese objeto!
—¡Pertenece por derecho a la reina de las máquinas, eso lo sé bastante bien!
—Si lo cree así es que no sabe nada de nada.
—Sé que es de Ada porque así me lo dijo ella. ¡Y ella sabe dónde está escondido porque yo le indiqué dónde lo guardo!
—¡Mentiroso! —gritó Swing—. Si Ada lo supiese, ya lo tendríamos. ¡Es una de los nuestros!
Tom gruñó en voz alta.
—¡Ustedes son sus atormentadores, Swing!
—Le digo que Ada es nuestra.
—La hija de Byron jamás traicionaría al reino.
—¡Byron está muerto! —exclamó Swing con la terrible convicción de la verdad—. Y todo lo que construyó, todo aquello en lo que usted cree, será barrido.
—Está soñando.
Se produjo un largo silencio. Luego Swing volvió a hablar con una voz nueva y halagadora:
—El Ejército está disparando contra el pueblo, doctor Mallory. Este guardó silencio.
—El Ejército británico, el baluarte de su supuesta civilización, dispara contra sus compatriotas y los mata en las calles. Se está disparando con armas de fuego automático contra hombres y mujeres que solo tienen piedras en las manos. ¿Acaso no lo oye?
Mallory no respondió.
—Han construido ustedes sobre arena, doctor Mallory. El árbol de su prosperidad está enraizado en el más oscuro asesinato. Las masas ya no pueden soportarlo. ¡La sangre clama desde las calles de Babilondres, siete veces maldita!
—¡Salga Swing! —exclamó Mallory—. ¡Salga de su oscuridad, déjeme ver su rostro!
—Ni hablar —replicó Swing.
Hubo otro silencio.
—Mi intención era cogerlo vivo, doctor Mallory —dijo Swing de modo terminante—. Pero si es cierto que le ha confesado su secreto a Ada Byron, entonces ya no lo necesito. ¡Mi camarada de confianza, la compañera de mi vida, retiene a la reina de las máquinas en una red perfecta! Tendremos a lady Ada, y el modus, y también el futuro. Y usted tendrá las profundidades del Támesis envenenado, que será su sepulcro.
—¡Mátenos entonces y deje de decir disparates, maldita sea! —gritó Fraser de repente, incapaz de seguir soportando aquello—. La Sección Especial los verá retorciéndose al extremo de una soga aunque hagan falta cien años.
—¡La voz de la autoridad! —se burló Swing—. ¡El todopoderoso Gobierno británico!
Se les da bien acabar con pobres desgraciados en las calles, pero veamos si sus abotargados plutócratas toman este almacén cuando retenemos aquí una mercancía que vale millones.
—Tiene que estar completamente loco —dijo Mallory.
—¿Por qué cree que elegí este sitio como cuartel general? ¡Los gobiernan tenderos que dan más valor a sus preciosos bienes que a cualquier número de vidas humanas!
Jamás abrirán fuego contra sus propios almacenes, contra sus propios embarques.
¡Aquí somos inexpugnables!
Mallory se echó a reír.
—¡Pero sería estúpido! Si Byron está muerto, entonces el Gobierno está en manos de lord Babbage y sus comités de emergencia. ¡Babbage es un maestro del pragmatismo!
No lo contendrá la preocupación por ninguna mercancía.
—Babbage es el peón de los capitalistas.
—¡Es un visionario, pequeño payaso iluso! ¡Una vez se entere de que está aquí dentro, reventará este sitio sin pensarlo dos veces!
Un trueno sacudió el edificio. Se oyó un tamborileo en el tejado.
—¡Está lloviendo! —exclamó Tom.
—Es artillería —dijo Brian.
—No, escucha… ¡está lloviendo, Brian! ¡El hedor ha terminado! ¡Es lluvia, bendita sea!
Había empezado una discusión bajo el refugio del arma de asedio. Swing gruñía a sus hombres.
Empezó a caer agua fresca por el encaje desigual que habían abierto las balas en el techo.
—Es lluvia —dijo Mallory y se chupó la mano—. ¡Lluvia! Hemos ganado, muchachos —se oyó un trueno—. Incluso si nos matan aquí —gritó—, para ellos ha terminado. Cuando el aire de Londres vuelva a dulcificarse no tendrán ningún sitio en el que esconderse.
—Puede que esté lloviendo —dijo Brian—, pero eso es artillería naval de una pulgada, en el río…
Un obús atravesó el techo en medio de un torrente de metralla en llamas.
—¡Ya estamos a tiro! —gritó Brian—. ¡Por el amor de Dios, poneos a cubierto! —Y él comenzó a luchar con desespero con las balas de algodón.
Mallory contempló asombrado los proyectiles que, uno tras otro, iban perforando el tejado, los agujeros tan pulcramente espaciados como las punzadas de una lezna de zapatero. Volaban torbellinos de basura ardiente, como el impacto de cometas de hierro.
La bóveda de cristal estalló en mil fragmentos afilados como cuchillos. Brian chilló algo a Mallory, pero su voz quedó ahogada por la cacofonía. Mallory se quedó aturdido unos momentos, y entonces se inclinó para ayudar a su hermano. Levantaron otra bala de algodón y se agazaparon en la trinchera.
Mallory se quedó allí sentado, con el rifle en las rodillas. Los estallidos de luz caían como una cortina sobre el techo combado. Las vigas de hierro empezaron a torcerse debido la presión, y los remaches estallaban como disparos. El ruido era infernal, ultraterreno. El almacén se sacudía como una lámina de estaño batido. Brian, Tom y Fraser se agazapaban como beduinos orantes y apretaban las palmas de las manos contra los oídos. Fragmentos encendidos de madera y tela arrancados por los impactos caían sobre las balas de algodón, que ardía sin llama. Todo el almacén parecía ondular debido al calor del aire.
Mallory arrancó con aire ausente dos trozos de algodón y se los metió en los oídos. Una sección del tejado se derrumbó entonces con bastante lentitud, como el ala de un cisne moribundo. La lluvia torrencial pugnaba contra los fuegos encendidos en tierra. La belleza penetró en el alma de Mallory. Se puso en pie con el rifle entre las manos, como si de una varita mágica se tratara. El bombardeo se había detenido, aunque el fragor era incesante porque el edificio estaba ardiendo. Las sucias lenguas flamígeras danzaban en cien lugares diferentes, allí donde las ráfagas de viento les daban formas fantásticas.
Mallory se asomó al borde del parapeto de algodón. El bombardeo había derribado la pasarela cubierta y la había convertido en meras astillas, como un embarrado pasadizo de termitas aplastado por una bota. Permaneció allí de pie, aturdido por el monótono y sublime rugido, viendo cómo sus enemigos huían profiriendo alaridos. Un hombre se detuvo entre las llamas y se dio la vuelta. Era Swing, que levantó la vista para mirar a Mallory, que se encontraba allí de pie. Su rostro se retorció en una expresión de asombro desesperado. Gritó algo, gritó más alto todavía, pero no era más que un hombrecillo que estaba muy lejos, y Mallory no lo oyó. El paleontólogo negó lentamente con la cabeza.
Swing levantó entonces su arma. Mallory vio con una agradable sensación de sorpresa el perfil conocido de una carabina Cutts-Maudslay. Swing apuntó, se preparó y apretó el gatillo. Unos zumbidos vagos y agradables rodearon a Mallory, un pequeño estallido musical del techo perforado que tenía detrás. Mallory, cuyas manos se movían con una elegancia magnífica e involuntaria, levantó el rifle, apuntó y disparó. Swing se revolvió y cayó despatarrado. La Cutts-Maudslay, todavía en su mano, continuó sacudiéndose impulsada por el resorte y siguió traqueteando aun después de vaciarse el tambor de cartuchos. Mallory contempló sin excesivo interés a Fraser, que saltó entre las ruinas con la agilidad de una araña y se acercó al anarquista caído con la pistola en la mano. Esposó a Swing y luego levantó su cuerpo inerte y se lo puso al hombro. A Mallory le escocían los ojos. El humo del almacén en llamas se reunía bajo los restos del tejado. Bajó la cabeza, y con un parpadeo vio cómo Tom bajaba al suelo a Brian, que andaba cojeando.
Los dos se reunieron con Fraser, que no dejaba de hacerles señas. Mallory sonrió, descendió y los siguió. Los tres huyeron entonces entre los fuegos cada vez más intensos que azotaban el lugar. Mallory los seguía sin prisa. La catástrofe había abierto en la fortaleza de Swing un géiser de ladrillos destrozados. Mallory, dichoso, entró acompañado por el chirrido de los clavos de su tacón roto en un Londres renacido.
En una tempestad de lluvia purificadora.
El 12 de abril de 1908, a los ochenta y tres años de edad, Edward Mallory murió en su casa de Cambridge. Las circunstancias exactas del óbito son oscuras. Al parecer, se tomaron medidas para preservar el decoro correspondiente a un antiguo presidente de la Real Sociedad. Las notas, del doctor George Sandys, amigo y médico personal de lord Mallory, indican que el gran intelectual murió a causa de una hemorragia cerebral. Sandys también anotó, al parecer por razones propias, que todo daba a entender que el finado había entrado en la fase final de su agonía vestido con ropa interior elástica, calcetines sujetos con ligas y zapatos de vestir con los cordones atados. El médico, un hombre meticuloso, también tomó nota de un objeto descubierto bajo la barba blanca y luenga. Alrededor del cuello del gran hombre, colgado de una fina cadena de acero, había un sello antiguo de mujer que mostraba el blasón de la familia Byron y el lema «Crede Byron». La nota cifrada del médico es la única prueba conocida de este aparente legado, posiblemente una muestra de aprecio. Es muy probable que Sandys se incautara del anillo, aunque un catálogo meticuloso de las posesiones de este, realizado después de su muerte en 1940, no lo menciona. Tampoco se hace mención alguna de este anillo en el testamento de Mallory, un documento muy elaborado y, por lo demás, preciso e impecable.
Imagínense a Edward Mallory en su despacho de erudito, en su palaciego hogar de Cambridge. Es tarde. El gran paleontólogo, cuyos días de campo hace ya mucho tiempo que han quedado atrás y que ha renunciado a la presidencia, dedica ahora el invierno de su vida a asuntos teóricos y a labores más sutiles de la administración científica.
Hace ya mucho que lord Mallory ha modificado las doctrinas catastrofistas de su juventud y ha abandonado con dignidad la desacreditada noción de que la Tierra no tiene más de trescientos mil años, tras ver que el fechado radiactivo demuestra lo contrario. Para Mallory es suficiente con que el catastrofismo resultara ser el camino acertado que condujo a una verdad geológica superior, y que lo llevó a él a su mayor triunfo personal: el descubrimiento, en 1865, de la deriva continental. Más que el brontosauro, más que los huevos ceratopsianos del desierto de Gobi, es este salto asombroso, temerario y sobre todo perspicaz, lo que le ha asegurado una fama inmortal.
Mallory, que duerme poco, se sienta ante un escritorio japonés curvilíneo, de marfil artificial. Detrás de las cortinas abiertas, unas bombillas incandescentes brillan tras las ventanas policromadas de estampados abstractos de su vecino más cercano. La casa del vecino, como la de Mallory, es un motín de formas orgánicas orquestadas con meticulosidad y coronadas por un tejado de escamas de dragón iridiscentes hechas de cerámica, el estilo arquitectónico moderno que domina en Inglaterra, aunque la moda en sí tiene sus orígenes en el cambio de siglo y en la floreciente República de Cataluña.
Mallory ha puesto fin hace apenas un rato a una reunión supuestamente clandestina de la Sociedad de la Luz. Como jerarca superior de esta menguante fraternidad, esta noche luce el traje de ceremonia oficial. La casulla de lana, de un color índigo regio, está ribeteada de escarlata. La falda hasta el suelo, también de color índigo, de seda artificial y con un ribete similar, está decorada con bandas concéntricas de piedras semipreciosas. Ha dejado a un lado la corona con forma de huevo, chapada en oro e incrustada con cuentas de colores, con un cubrenuca de escamas doradas superpuestas; este objeto reposa ahora sobre una pequeña impresora de escritorio. Se coloca los anteojos, carga una pipa y la enciende. Su secretario, Cleveland, es un hombre muy puntilloso y ordenado: le ha dejado dos juegos de documentos colocados sobre el escritorio en carpetas de color manila, con cierres de latón. Una de ellas se encuentra a su derecha, la otra a su izquierda, y no se puede saber cuál escogerá. Escoge la carpeta de la izquierda. Es un informe impreso por máquinas de un anciano funcionario de la Meirokusha, una famosa confraternidad de eruditos japoneses que sirve, y no por casualidad, de sede más oriental de la Sociedad de la Luz. El texto preciso del informe no se puede encontrar en Inglaterra pero se conserva en Nagasaki, junto con una anotación que indica que se envió por telegrama al jerarca, a través de los canales habituales, el 11 de abril. El texto indica que la Meirokusha, que sufre un grave declive en su membresía y una falta creciente de asistencia a sus reuniones, ha votado posponer de forma indefinida las reuniones. Va acompañado de una factura detallada de un refrigerio y los honorarios de alquiler de una pequeña habitación encima del Seiyoken, un restaurante del barrio Tsukiji de Tokio. Si bien la noticia no es inesperada, a lord Mallory lo inunda una sensación de pérdida y amargura. Su genio, feroz en el mejor de los casos, se ha agudizado con la vejez; su indignación aumenta hasta convertirse en una cólera desesperada. Se rompe una arteria.
Esa cadena de acontecimientos no ocurre.
Escoge la carpeta de la derecha. Es más gruesa que la de la izquierda, y le intriga. Contiene un detallado informe de campo sobre una expedición paleontológica de la Real Sociedad a la costa pacífica del Canadá occidental. Lo inunda una agradable y renacida nostalgia por sus tiempos expedicionarios, y estudia el informe con atención. La labor moderna de la ciencia no podría ser más diferente de la que se hacía en sus tiempos. Los científicos británicos han volado al continente desde la floreciente metrópolis de Victoria y se han desplazado a las montañas con toda comodidad, en automóviles, desde una lujosa base situada en la villa costera de Vancouver. Su líder, si se le puede dar ese título, es un joven licenciado de Cambridge llamado Morris, al que Mallory recuerda como un tipo raro con tirabuzones, dado a lucir capas de terciopelo y elaborados sombreros modernistas.
Los estratos que se examinan son cámbricos, esquisto oscuro de una calidad casi litográfica. Y, al parecer, abunda en ellas una amplia variedad de formas intrincadas, los restos finos como el papel y totalmente aplastados de una antigua fauna invertebrada. Mallory, especialista en vertebrados, comienza a perder el interés; ha visto, cree, más trilobites de los que nadie tendría que ver, y lo cierto es que siempre le ha resultado difícil entusiasmarse por algo de menos de medio centímetro de longitud. Y lo que es peor, la prosa del informe le parece poco científica, marcada por un desafortunadísimo aire de entusiasmo radical.
Dirige su atención entonces a las placas.
En la primera hay una cosa que posee cinco ojos. Tiene un orificio largo y con ganchos en lugar de boca.
Hay una cosa sin patas parecida a una raya, toda lóbulos y gelatina, con una boca plana y con colmillos. No muerde, sino que se cierra como un iris. Hay una cosa cuyas patas son catorce pinchos puntiagudos y callosos, una cosa que no tiene cabeza, ni ojos, ni tripas, pero que sí dispone de siete diminutas bocas con tenazas, cada una en la punta de un tentáculo flexible.
Estas cosas no guardan ninguna relación con ninguna criatura conocida, de ningún período conocido.
Una oleada de sangre y asombro le sube por el cráneo. Un torbellino de implicaciones comienza a clasificarse en su interior, ascendiendo paso a paso hasta convertirse en un extraño y numinoso fulgor, una oleada extática hacia la comprensión absoluta, tan brillante, tan clara, tan íntima…
Su cabeza choca contra la mesa cuando cae hacia delante. Se derrumba de espaldas, a los pies de la silla. Los miembros, entumecidos y etéreos, siguen alzándose envueltos en la luz de la fascinación, la luz de un conocimiento asombroso, un conocimiento que empuja, que presiona contra las fronteras de lo real, un conocimiento que está muriendo por nacer.