Prólogo

Nada ocurre por casualidad. Ni la impávida luz que se filtra tímidamente por las rendijas de tu ventana ni la nube que por un mísero instante pende del cielo sombreando tu lecho, nada, ni siquiera eso, se debe al azar. Lo aprendí instruyendo mi último sumario, el que la prensa llamó «los crímenes del número primo». Lo sé desde que las suelas de mis zapatos bajos pisaron aquella pequeña ermita tiznada de rojo oscuro, mucho más oscuro que rojo; lo sé porque aún huelo a romero.

Podrían haber pasado por accidentes fortuitos o por un ramillete de encuentros inesperados, sucesos amorfos que deambulan decorosamente por tu existencia sin dejar huella, pero bajo ese jardín de casualidades se ocultaba la verdad: los hados no tienen dueño porque, en realidad, no existen.

Creemos dominarlo todo, saberlo todo, controlarlo todo, pero antes de ser siquiera deseado, el sentimiento ya está diseñado. Late en el pecho un suave tintineo; en él se encuentra la clave de todo. Entiéndela, y podrás cabalgar por el bosque de las sombras hasta la pura casualidad, ésa que no existe.

Lo sé porque aquella noche de luna creciente bajé a comprobarlo al corazón de las tinieblas; lo sé porque allí leí el mensaje, escrito en los mismos ojos del diablo.

No soy un número primo, pero doy fe de que existen. Yo he conocido dos muy distintos. He visto el cielo y el infierno, azufre y agua bendita, ambos bajo un mismo azar, señal de que lo que no existe no resulta, en definitiva, fundamental.

Cuando los sucesos que voy a referir acontecieron, había topado algunas veces (escasas en número) con miembros del estamento eclesiástico. No me pilló por sorpresa su actitud, mezcla de extremo respeto y excesiva altivez. Después de aquello, siempre con guante de seda, he asistido a algún juicio de faltas, he impuesto pequeñas penas o he amonestado a algún sacerdote enganchado al placer de la velocidad. Pero aquel día de junio fue para mí trascendental porque con quien topé no fue con un eclesiástico de tres al cuarto, sino con la Iglesia misma, con toda su majestad, con toda su magnificencia.

Quizás algún día, en su perenne resaca, la vida arroje nuevamente a mis pies despojos con veste clerical, pero tengo por cierto que ninguna marea será como aquélla, porque la verdad estaba allí, sumergida pero al alcance de mi mano, esperando, casi rogándome, que la rescatara de aquella negra orilla.

Lo hice. La caza no fue sencilla; nunca los asesinos son piezas fáciles, mucho menos si prueban la sangre y les gusta. La nuestra fue una batida lenta y tediosa. Muchas veces, harta de aquella maraña de acontecimientos, la idea de abandonar rondó por mi cabeza, pero no sucumbí a la tentación: era consciente, sigo siéndolo, de que los muertos —buenos o malos, santos o demonios— merecen todo nuestro respeto.

Acaso fuera el solideo color violeta; tal vez el ímpetu de los hechos o el número de cadáveres. No lo sé, pero tengo por cierto que, aunque dedique muchos más años de mi vida a la causa de la justicia, en éste o en cualquier otro juzgado de instrucción, no volveré a vivir una experiencia semejante.

Lo que pretendo en estas líneas es inmortalizar la historia. No quiero que se repita, no quiero que se olvide.