XII

Tras años de rondar sus calles y plazas, he llegado a convencerme de que en Navarra reina algún hado antojadizo que, como las deidades ancestrales, acostumbra mostrar el poder sobre sus súbditos maldiciendo los elementos. El de Navarra goza confundiendo sus estaciones, y amenazando a los pacíficos habitantes con truenos y sequías. Fruto de ese irrefrenable capricho, aquí por la mañana entra la luz por las bóvedas, y por la tarde lo hace el granizo. Llueve un día frío y, al siguiente, las plantas se cuecen al vapor. Sin camisa por la tarde, con manta por la noche y merendando niebla.

En aquellos momentos, tenía sobrada noticia de ello; no obstante, al ver los resultados de aquel estudio retrospectivo, me extrañé: no tenía noticia de que también la nieve se incluía en el catálogo.

En los últimos años, había nevado mucho en Navarra. Naturalmente, la zona pirenaica se llevaba la palma, aunque no era la única. El centro meteorológico foral fue muy diligente, nos envió, en poco más de 24 horas, un voluminoso archivo informático con los datos solicitados. Sus informes eran sencillos y aparecían clasificados por zonas geográficas. En cada parte, se detallaban los días de precipitación, se ofrecía una estimación de las cantidades caídas y se reseñaban sucintamente los problemas que la nieve había ocasionado a la población. Como el asesino no había concretado el lugar del que hablaba, nos vimos obligados a procesar los datos de todas las poblaciones del reino. Sin embargo, consciente o inconscientemente, él había mencionado el jueves. Empleamos esa clave para facilitar el trabajo. Si me había ofrecido voluntariamente esa referencia, no teníamos razón para pensar que deseara engañarnos.

La última década contaba con el martes como día más frecuente de nevadas copiosas, seguido del domingo. La caprichosa divinidad navarra sólo se había expresado en furiosos modos dos jueves, ambos en febrero. El primero en 1996 y el segundo, en el 98.

Amenazando con otra prolongada baja laboral, a consecuencia del efecto nocivo del polvo en sus pulmones, Gorka exhumó del cementerio del juzgado los expedientes correspondientes a aquellas fechas: tres docenas en total. Aunque sabíamos que, empezara por donde empezara, el expediente buscado siempre sería el último, tras pensarlo un poco, decidimos comenzar por la fecha más cercana. Nada, de modo que continuamos examinando la carpeta correspondiente al jueves 22 de febrero de 1996.

Fue Gorka quien lo encontró.

—¡Señoría, tiene que ver esto! —me dijo, dejando sobre mi mesa un expediente que contenía poco más de una docena de páginas y algunas fotografías.

—¿Qué es? ¿Un suicidio?

—Así es; otro suicidio, el tercero que encuentro entre los expedientes. Pero en los dos anteriores, el afectado era un hombre, mientras que en éste es una mujer: Mónica Mugarra Garciandía.

Sin apenas dejarme observarlo, cogió la cabecera del documento y leyó en voz alta:

—«Expediente 3245-C-96.22.02: Mónica Mugarra Garciandía, natural de Mendigorría, Navarra, cuarenta y ocho años, domiciliada en Pamplona, barrio de La Rochapea…».

—Un momento, Gorka —dije sorprendida—. ¿Has dicho que es natural de Mendigorría?

—Sí, eso pone aquí —me confirmó—. ¿No es allí dónde se encontraron los cadáveres?

—En efecto, allí se encontraron —dije.

—¡Va a tener usted razón, señoría! No sólo la escena del crimen había sido preparada con meticulosidad, sino que hasta el mismo sitio fue expresamente escogido.

—¿Y dice que se llamaba Mónica?

—Sí, Mónica Mugarra Garciandía.

—El nombre me resulta vagamente familiar… En fin, sigue, por favor… —le supliqué algo nerviosa, cerrando los ojos para concentrarme en sus palabras.

Mientras oía el aséptico relato del secretario judicial, traté de sintonizar con aquella mujer desconocida que parecía ser la clave para resolver lo que los periódicos llamaban «los crímenes del número primo». Cada palabra incrementaba la familiaridad con el caso. Era extraño, si hubiera sido yo quien hubiera llevado el expediente, me acordaría. Una no levanta cadáveres todos los días; por tanto, no había sido yo. Sin embargo, aquellos hechos se me antojaban demasiado próximos para estar oyéndolos por primera vez. Decidí dejar de pensar en ello y tratar de ponerme en el pellejo de aquella desgraciada mujer.

Había nevado tan copiosamente aquellos días que todo el mundo permaneció encerrado en sus casas. Por ese motivo, el cadáver de Mónica Mugarra no había sido encontrado hasta 36 horas después de su muerte. A sus compañeras de beatería se debió la alarma. Mónica oía dos misas diarias, era miembro destacado de la Adoración Nocturna, y dirigía personalmente el rezo del santo rosario. Los domingos por la mañana, temprano, a eso de las nueve, tenía por costumbre acudir a retocar los centros de flores de la iglesia con el fin de disponerlos convenientemente para la solemnidad de la misa mayor.

«De entre todas nosotras —habían narrado más tarde sus compañeras—, Mónica era la que mejor mano tenía». Por ello, la esperaron. Pasado el temporal, no había razón para que faltara a sus obligaciones. Como se retrasaba, intentaron hablar con ella, pero las múltiples llamadas no recibieron contestación, así que telefonearon a la policía. «Algo extremadamente grave debe de haberle pasado», dijeron, insistiendo tozudamente hasta que, rendidas a la lógica o la fatiga, las autoridades las escucharon.

Con gran expectación del vecindario, decenas de ojos se arremolinaron en el descansillo y observaron estupefactos cómo, con una simple tarjeta de crédito, los agentes de la policía municipal abrían el domicilio de la inquilina del 3º A. La puerta del dormitorio requirió el empleo de una maza, estaba atrancada.

La encontraron allí, junto a la cama, con la cabeza rasurada y la boca grotescamente abierta. Vestía una túnica marrón carmelita; los botones y el cíngulo estaban tintados en color morado. Con este último, se había colgado del cuello hasta morir.

Durante semanas, nadie en el vecindario habló de otra cosa. Tras los rumores, llegaron las hipótesis. Emergían por doquier, desde los locales en los bajos, hasta el piso del portero, situado en una inhóspita zona de la azotea. Ninguna, sin embargo, ofreció explicaciones razonables. Mónica era una mujer corriente, ni guapa ni fea, ni sobrada ni hambrienta. Por supuesto que se destacaba en ella su puritanismo, pero no por ello era una integrista. No había datos para preocuparse. Era, simplemente, una beata de gesto distante.

Cerré los ojos un momento, concentrándome en aquella mujer. Un suicido exhibe siempre un gran fracaso. Romper con la vida implica aceptar que te ha vencido, que ha sido más fuerte que tú. Pero para las personas con fe, ese tipo de inmolación resulta devastador no tanto porque indica ruptura con este mundo, cuanto porque excluye al suicida del cielo. ¿Por qué se suicida alguien tan religioso como Mónica Mugarra? Algo muy grave debió de pasar; tan grave que le hizo perder la razón e ir contra lo que siempre había creído. Volví al expediente, allí debería estar la clave.

Muchos de los testimonios recabados en la escalera del edificio recalaban en el único hijo de la suicida, quien, siguiendo los pasos de su madre, había ingresado en un monasterio. Mónica hablaba mucho de él, siempre con orgullo. A quien nunca mencionaba era a su marido, del que afirmaba que había muerto hacía años. Algunos querían ver sombras en su afirmación y, con sonrisita tonta, hablaban de Mónica como la «viuda eterna».

Enfermera de noche, vivía por y para su iglesia, a la que servía con oraciones y limosnas. Preguntados vecinos y amigos, fueron unánimes: no frecuentaba otras compañías masculinas que su confesor, y a éste, siempre en la parroquia.

Se avisó al hijo de inmediato, telefónicamente, pero el aspirante a fraile no consiguió llegar hasta dos días más tarde. En la pintoresca carretera que unía su monasterio con el resto del mundo, la nieve seguía causando estragos. Desorientado, confuso, extremadamente triste, el bisoño cenobita no derramó una sola lágrima, pero durante los funerales celebrados en San Andrés, y oficiados por el obispo auxiliar, no cesó de repetir la misma cantinela: «Era muy joven para morir».

—Lo era, Gorka, según las fechas que has citado, cumpliría ese abril cuarenta y cinco años —indiqué.

—Pues debía de sentirse demasiado vieja para seguir viviendo —me contestó—. No dejó nota de suicidio ni explicación alguna.

—Sí, debió de decir ¡basta! —argumenté—. Por cierto Gorka, mira a ver quién celebró los sepelios.

—No creo que venga, señoría. ¡Espere! Aquí hay un recorte de prensa. ¡Anda, no se lo va a creer, el funeral corrió a cargo nada menos que del obispo auxiliar!

—¿No te parece extraño que celebrase los ritos el obispo auxiliar? Al fin y al cabo no era más que una sencilla feligresa; suicida para más señas.

—Sí, tiene usted razón. Estos curas son muy clasistas.

—¡Gorka, no volvamos a las andadas!

—Vale, vale, no se ponga así.

—¿Figura el nombre del prelado?

—No lo sé, espere que lo busco. Quizá la policía se hizo esa misma pregunta. Sí, aquí está: obispo auxiliar, monseñor Blas de Cañarte.

—¡Cañarte! —exclamé—. ¡Fue Cañarte!

—El mismo. Según su declaración, la difunta era pariente del prelado; una sobrina lejana.

—¡Claro, por eso ofició el funeral!

Por un instante, me pareció que todo comenzaba a encajar. Me equivocaba completamente. En realidad, estaba tan en la inopia como antes; aun así, formulé la pregunta.

—¿No vendría al funeral alguien del monasterio de Leyre? ¡Mira en ese recorte, seguro que figuran los asistentes!

—Pues sí, fue el abad Urrutia el que concelebró. El chaval de la suicida estaba allí de novicio.

—¡Santo Dios, ahí está! Blas de Cañarte, Pello Urrutia, la suicida…

—Le falta el asesino, señoría…

—Lo tenemos delante, Gorka: naturalmente no puede ser otro que el hijo.

—¿Naturalmente? ¡Yo no lo veo tan claro, señoría! ¿Por qué les mató?

—No tengo ni la más remota idea, pero tenemos que dar con él de inmediato. Es el único que puede explicar esto; bien porque tiene las manos manchadas de sangre, bien porque puede entender la relación existente entre su madre y el asesino. ¿Cuál es su nombre?

—Francisco de Javier Mugarra Garciandía.

—¡Mugarra! ¡Es decir, que lleva los apellidos maternos! Debía de quererla mucho para obviar a su padre.

—Quizá no hubo padre, señoría.

—Siempre hay padre, Gorka.

—Siento llevarle la contraria, pero lo que siempre hay es un espermatozoide, no un padre.

—Tienes razón.

Volví a sumirme en mis reflexiones, hasta que de repente se me encendió la chispa.

—¿Qué juez firma el informe?

Gorka comprobó los papeles.

—Usted, señoría.

—¡Imposible! Un caso de suicidio, y tan especial… ¡Me acordaría!

—Según lo que está escrito aquí, ese día estaba usted de guardia.

—¡No puede ser, Gorka, lo recordaría! ¡Compruébalo otra vez!

—Señoría, su nombre encabeza la carpeta.

—¿De qué fecha has dicho que es?

—El 22 de febrero de 1996.

—Sí, en ese año trabajaba ya a tiempo completo en el juzgado. Un momento… ¿Has dicho 22 de febrero?

—Eso he dicho.

—El 22 de febrero del 96. ¡Esa noche di a luz a Pablo! Lo recuerdo, tuve que dejar la guardia a media mañana. ¡Espera, es cierto! Nos llamaron para un levantamiento, pero como había nieve y las calles estaban intransitables no me dejaron ir. ¡Además, me puse de parto en un par de horas!

—¡Sí, tiene razón, al final hay una anotación en ese sentido! Es el juez Castellano quien lo rubrica.

—Sin embargo, él me habló en femenino. ¡Dijo la juez! ¡Dios santo, ha tenido que ver el expediente! ¡Y me ha buscado a mí!

Me tomé un segundo para pensarlo, pero cuanto más lo hacía, más evidente me resultaba. Me decidí enseguida.

—Gorka, quiero que curses orden de búsqueda y captura contra Francisco de Javier Mugarra Garciandía, pero antes quiero que llames a Leyre; diles que necesito hablar urgentemente con el maestro de novicios y el rector. Que les localicen y me llamen de inmediato. Es posible que esté todavía allí y no tenga nada que ver con esto.

Fueron cinco minutos de tensión contenida. Mi nerviosismo y el de Gorka, que alegaba que el estrés del juzgado le mataría antes de los cuarenta. Finalmente, sonó el teléfono.

—Señoría, al habla el padre Francisco; me han dicho que quiere hablar conmigo.

—Sí, padre, gracias por llamar; tenemos una urgencia. Necesito preguntarle algo.

—Por supuesto, pregunte; espero serle de utilidad.

—Gracias. Padre Francisco, ¿cuánto tiempo lleva usted de maestro de novicios?

—Cosa de quince años, señoría.

—¿Todos en el monasterio de Leyre?

—Todos, señoría.

—Entonces debe de acordarse de un novicio llamado Francisco de Javier Mugarra Garciandía…

No lo dudó ni un instante.

—Naturalmente que me acuerdo.

—¿Sigue en el monasterio?

—No señoría; no llegó a profesar.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—No se lo permitimos. No reunía los requisitos adecuados.

—¿Me puede decir de qué requisitos habla?

—No tenía vocación, señoría; ésa es explicación suficiente.

—No, padre, no lo es. Hubo de ocurrir algo, necesito saberlo.

—Me temo que no puedo decírselo.

—Padre —dije muy seria—, es muy probable que esa persona sea nuestro asesino o, al menos, conozca su identidad. Necesito saber todo lo que pueda sobre él.

—Pues tendrá que averiguarlo de otro modo, señoría; yo no puedo contárselo: era también su confesor.

—¡Otra vez! —chillé—. ¿Pero es que no quieren resolver el asesinato de su abad?

—Lo deseamos muchísimo, señoría, por supuesto; pero no puedo ofrecer esa información quebrando las normas.

—Al menos responda a mis preguntas. Yo le planteo una hipótesis, y usted la niega o se calla. ¿De acuerdo?

—No creo que…

No le dejé continuar.

—Padre, ¿el novicio Mugarra era homosexual?

—No puedo contestar.

—¡Sólo tiene que negarlo o, en caso contrario, callarse!

—No puedo hacer eso. Estoy seguro de que Dios la iluminará para que encuentre el camino oportuno —dijo.

A renglón seguido, colgó.

—¡Mierda! —chillé.

—¡Señoría, cálmese! Le va a dar un infarto.

—¡Cómo quieres que me calme, Gorka! ¿Has oído lo que dice? ¡Cursa esa orden de inmediato!

Cogí el bolso y, hecha un basilisco, salí del juzgado. Sin pensarlo dos veces, me encaminé a la cafetería de Emilia y pedí café con nata y dos rosquillas. Allí sonó mi móvil. Llamaban del juzgado.

—Señoría, soy Gorka.

—Sí, te he reconocido. ¿Has cursado la orden?

—Negativo.

—No estoy para bromas, Gorka.

—Yo tampoco, señoría, pero me temo que tenemos un problema.

—¿Problema? ¿Qué problema? ¿Es que ni siquiera puedo extender una orden sin que se presente un problema? —chillé.

—No se enfade, señoría, piense en su corazón.

—¡Mi corazón no es de tu incumbencia! ¡Dime qué coño pasa! ¡Gorka, Gorka! ¡Lo siento…!

De inmediato, emergió una excusa, pero Gorka había colgado. Reiteré las disculpas al volver al juzgado, cosa que hice inmediatamente.

—Lo siento mucho; estoy desquiciada con este caso. Sólo quiero extender esa orden y que la policía embride a ese mal nacido. ¿Lo entiendes?

—No podrá ser —me contestó, mientras se sonaba la nariz.

—¿Por qué? —pregunté algo más calmada.

—Francisco de Javier Mugarra Garciandía murió el año 1997.

—¿Murió? ¿Cómo que murió?

—Murió, señoría; en el registro civil figura como fallecido. La anotación es del 22 de febrero de 1997.

—¿El 22 de febrero? ¿El mismo día en que murió su madre?

—El mismo día, pero un año después.

—¿Es que también se suicidó?

—No. No hay ningún expediente en ese sentido. Sólo figura como fallecido. Es posible que también se suicidara, pero, desde luego, no lo hizo aquí. No hay nada en ese día.

—Tuvo que ser un suicidio. La probabilidad de fallecer el mismo día que tu madre es casi cero. No, uno no escoge la fecha de una muerte natural. Gorka, quiero que busques en la hemeroteca. Si hubo algún suicidio, vendrá en el periódico. Si no ha sido aquí, será en otra ciudad.

—¡Señoría, hay cincuenta y dos provincias!

—Una menos, si excluimos la nuestra. Llama a los periódicos importantes en cada una de ellas, pídeles que lo busquen en sus respectivos archivos. Diles que es para un caso importante y promételes lo que quieras. Sólo habrá que buscar un par de días. Entre el 23 y el 24 de febrero. Es fácil.

—Lo haré si usted lo ordena, pero no entiendo la razón —inquirió Gorka.

—¡Necesito constatar que está muerto!

—¿Dónde va a estar si no? ¡Uno necesita el carné de la Seguridad Social, el de identidad, el de conducir!

—¡Lo sé, es sólo una intuición! Pero me quedaré más a gusto si veo su esquela. Entonces, volveremos a estar como al principio.

Nos llevó doce largas horas hablar con los diarios regionales de mayor tirada. Entre las pausas, telefoneamos al cementerio pamplonés y constatamos que no había ninguna tumba con ese nombre. Tampoco las huellas que sacamos del ordenador nos dieron más pistas.

Francisco de Javier Mugarra Garciandía estaba oficialmente muerto, pero nadie lo había visto morir ni había sido enterrado. Diez años después de aquella anotación, era imposible saber quién o cómo había ofrecido esa información.

—Está vivo, Gorka; se ha agenciado otro nombre y otra identidad, pero es el hijo de Mónica Mugarra. Me dijo que no era un asesino, sino un verdugo. Para él, Cañarte, Urrutia y el nuncio eran los verdaderos criminales. ¿Por qué? ¿Qué le hicieron a su madre? El obispo era un familiar; el abad supongo que un amigo, al menos en la fe. ¿Qué le hicieron a su madre para que les odiara hasta el punto de matarles?

—No lo sé, señoría; pero la buena señora estaba como una cabra. ¡Suicidarse vestida de monje y con la cabeza rapada!

—No era un hábito de monje, Gorka, era una túnica carmelita. Antes se usaba como mortaja.

—¿Cómo? ¿Una mortaja?

—¿Pero no recuerdas el expediente? Sus amigas dijeron que la había hecho confeccionar algunos años antes. La destinaba a su entierro. Se la probaba todos los sábados. Mientras en los bajos de su edificio los jóvenes fornicaban entre música estridente y alcohol, ella hacía penitencia enfundada en su áspero hábito marrón.

—Me da usted la razón, señoría; ¡como una cabra! ¿Quién podría probarse la mortaja los sábados sino una loca?

—Bueno, cada uno tiene sus costumbres.

—No le digo que no, señoría, pero admita que esta costumbre no es muy normal.

—No lo es ahora.

—¿Y la cabeza? ¿Por qué se afeitó la cabeza?

—Tampoco lo sé. Los monjes solían hacerlo. También algunas culturas lo practican en señal de respeto y luto. El expediente no pone nada en ese sentido.

—¿Y ahora qué hacemos, señoría?

—Ahora me voy a casa, Gorka. Necesito salir de aquí.

—Hace usted muy bien.