V

Acababa de pulsar el interruptor de la cafetera, cuando sonó el teléfono. Ni siquiera había mirado por la ventana; me había levantado con un único y pertinaz pensamiento: aspirar cuanto antes el exquisito aroma de la cafeína. Ignoraba si me esperaba una de esas húmedas y refrescantes mañanas de junio o si, por el contrario, el sol se aprestaba a incendiar de nuevo el día hasta ahogarnos a todos con sus soflamas. En aquel momento, la meteorología me importaba un bledo: sólo estaba cansada y necesitaba una buena dosis de café.

Me había pasado la noche tumbada en la cama, cambiando constantemente de postura por si en alguna de ellas lograba cazar al sueño; pensaba en aquel hombre vestido con casco de artificiero y marcada camiseta de tirantes. Ahora sabía que era joven y que tenía una bonita voz; con ella me había llamado por mi nombre; «señora MacHor, señoría», había dicho. Incluso había bromeado conmigo: «¿Es peligroso?», le había preguntado yo, y él me había respondido riendo, insinuando que buscaba «cloratita altamente inestable».

Me conocía, sabía quién era y qué era, quizá planeara buscarme a mí también. Y, sin embargo, sin saber por qué, estaba tranquila.

Veía la escena con nitidez, como si el viento hubiera arrastrado lejos el resto de los elementos dejándole sólo a él, resaltando su atlética silueta sobre el infinito. Todo sonido había cesado, sólo llegaban a mis oídos sus frases falsamente amables. No había visto su rostro, pero eso poco importaba. Frente a mí aparecía el hombre; un bello cuerpo daviniano, con una musculatura bien formada y una voz envolvente. Podía haberlo tenido todo; sin embargo, bajo aquella atractiva máscara, habitaba un monstruo.

Recordé el sueño del hermano Chocarro. Sobre una nube, un joven tomaba el sol con el torso desnudo. Era fuerte y muy hermoso, con una faz dulce… Pero al darle la espalda, mostraba otro rostro, duro y amenazante, con dos pequeños cuernos asomando en su frente y largos y afilados colmillos. «Las dos caras sólo tienen en común los ojos: son verdes y en ellos se puede leer la palabra muerte», había dicho el sacristán. Yo no le había visto los ojos, ocultos tras su disfraz de artificiero, pero supe que nunca había estado más cerca del infierno que cuando le rocé bajando las escaleras de la residencia episcopal.

¿Por qué? ¿Qué mal se derramaría por su alma, haciéndole supurar tanto odio? ¿Qué tendría contra la Iglesia o contra quienes la dirigían? ¡Quienes la dirigían; qué distintos parecían de quien decían imitar! No tengo mucha cultura religiosa, pero siempre que leo los evangelios me sorprendo de la sencillez de los mensajes. Preguntas simples —«Si quieres puedes curarme»—, respuestas simples —«Quiero»—, y milagros sin espectáculo —«Hágase»—. Ciegos, cojos, leprosos, complejos enfermos de alma, niños que corren; para todos la misma receta, la misma sencillez. ¡Qué contraste con la imagen de pompa y espectáculo que había visto aquella tarde en la iglesia catedral! Complicadas ceremonias que requerirían de un doctorado para comprender, ritos que terminaban ocultando a Dios entre tantos ropajes litúrgicos… Sí, los mensajes originales eran sencillos y luminosos; la Iglesia, complicada y oscura. Al menos, parcialmente, me dije recordando la sepultura del abad, la caja de pino y la tierra seca; y teniendo presente a Chocarro e incluso la despedida del nuncio apostólico.

Claro que lo mismo que se apreciaba en la Iglesia tenía lugar en la política, en la judicatura, y, en suma, en todo lo que los hombres construimos. Por muy simples que sean los planos, al final, levantamos edificios plagados de recovecos e intersticios. Durante toda la noche me prometí a mí misma no juzgar, sólo observar, anotar y confrontar con la ley. Pero el tintineo de mis dudas era demasiado tenaz para lograrlo.

El teléfono insistía. Contesté, mientras miraba de reojo el reloj de la pared; pasaban cinco minutos de las siete. Mientras hablaba, comenzó a llegar hasta mi nariz el esperado aroma torrefacto.

—¿Dígame?

Una voz familiar me respondió entre susurros algodonosos.

—Señoría, siento molestarla en casa, pero creí que querría saberlo enseguida.

—No te preocupes, Gorka; cuéntame lo que ocurre.

—Se trata de Ángela. ¡Oh, Dios mío, señoría, ha muerto!

Se echó a llorar.

—¡Ese hijo de puta! —chillé, sintiendo cómo me hervía la sangre por efecto de la rabia y del dolor.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Aparté la cortina apenas unos centímetros, lo suficiente para ver que ninguna nube empañaba un espléndido sol.

—No ha sido él, señoría —replicó entre sollozos contenidos.

—¿Cómo que no ha sido él? —indagué.

—No, él estaba bebiendo en algún bar. Aprovechando la ocasión, Ángela llenó la bañera con agua caliente, se metió dentro y se cortó las venas con una cuchilla de afeitar.

—¡Pobrecita, no soportó la presión! ¿Por qué no fui más convincente? —me reproché.

—No se torture, señoría; se veía venir.

—Y encima su marido saldrá indemne.

—Es posible que no, doña Lola; antes de suicidarse, Ángela escribió una larga carta donde relata todo lo que ha soportado en estos años de calvario. No pudo testificar viva, lo hace muerta. ¿Cree, señoría, que esa declaración tendrá valor probatorio?

—No lo sé, habrá que conocer todos los detalles. Lo único que está claro es que Ángela está muerta. Gracias por llamar, Gorka.

—De nada, señoría; lo siento.

Me derrumbé en la silla de la cocina. La cafetera había terminado. Llené una taza hasta casi el borde y añadí unas gotas de leche desnatada y dos pastillas de sacarina. En otras circunstancias, aquellos movimientos rituales habrían representado un egregio aunque cotidiano placer, pero no en aquéllas.

Apoyé el codo sobre la mesa, observé cómo se deshacía la espumilla del café sin decidirme siquiera a tomarlo, cuando el teléfono volvió a sonar.

—Dígame…

—Lola, soy Juan Iturri, sé que es temprano, pero necesitaba hablar contigo. ¿Has podido dormir algo?

—Bueno, si llamas algo a dos horas, sí, he podido dormir. Pensaba salir hacia el juzgado dentro de un rato, pero intuyo, por el tono condescendiente de tu voz, que me vas a amargar nuevamente el desayuno.

—¿Nuevamente?

—Gorka se te ha anticipado. Un caso de violencia doméstica… Una amiga —rectifiqué—; se ha suicidado.

—¡Vaya, lo siento! ¿Era íntima?

Se produjo una incómoda pausa, en la que estuve tentada a contárselo todo, pero lo pensé mejor: no tenía ganas de hablar del asunto con alguien que no conocía a Ángela, porque sonaría a la crónica de sucesos del telediario de cada día y no a lo que realmente era, una pérdida irreparable; una doble pérdida, rectifiqué recordando el embarazo.

—En realidad, no era amiga, sino conocida —contesté.

—Puedo esperar, Lola, aunque naturalmente preferiría que vinieras cuanto antes.

—Lo intentaré, si es necesario. Dime, ¿qué ocurre esta vez?

Como un toro bravo recién salido de toriles, Iturri se arrancó de inmediato. Desde que le conozco, siempre es así: lo primero, el trabajo; las golosinas, como los sentimientos, de postre.

—Han llegado los datos de nuestros visitantes domiciliados en Menorca y en Málaga. Realmente, llegaron ayer por la tarde, pero con el jaleo de la bomba en el arzobispado, no he visto el fax hasta hace unos minutos.

—¿Y qué dice ese fax, para que me llames con tanta urgencia?

—Del hombre de Menorca no señala nada interesante: es una persona corriente que vino a hacer penitencia por algún tipo de infidelidad, supongo que matrimonial; lo extraño es que el visitante malagueño haya muerto. Le enterraron ayer por la tarde, casi al mismo tiempo que al arzobispo Cañarte.

—¿Muerto? ¿Otro asesinato? ¡Por favor, en vez de una aspirina voy a tomarme dos! —respondí.

Tenía el paquete en la mano.

—No te aceleres, Lola; al parecer, su muerte se debió a un accidente náutico. Un inesperado giro en la dirección del viento movió bruscamente la botavara de su velero, golpeándole en la cabeza.

—¿Eso es lo que dice el parte forense?

—Eso es lo que está escrito en el informe, sí. No obstante…

—Lo siento por él, Juan, ¡de veras! Pero a nosotros su muerte no nos incumbe.

Juan Iturri suspiró. Me pareció que su gesto indicaba un punto de desesperación por tener una jefa inútil, sin embargo, su voz no lo revelaba cuando añadió:

—He hablado hace unos minutos con la oficina forense del juzgado de Málaga. El patólogo dice que hizo la autopsia conforme a la práctica habitual, es decir, que siguió el protocolo estandarizado. Su informe señala como causa de la muerte «una fractura cervical como consecuencia del traumatismo craneoencefálico recibido». A pesar de que el cuerpo del difunto se encontró en el mar, no murió ahogado: no había agua en sus pulmones; cuando cayó al agua, el tipo ya debía de estar muerto.

—En suma, que murió desnucado tras un golpe contundente…

—Exactamente, el forense asegura que murió así; en ese punto no cabe duda alguna. No obstante, me ha confesado que corroboró sin pensarlo mucho la hipótesis más probable formulada por la policía…

—Que era la de un accidente fortuito tras un golpe de mar.

—Eso es. El forense admite que tenía otros dos cadáveres para analizar, frutos de sendos accidentes de tráfico. Estuvo de acuerdo con la policía, y ésta cerró el caso. Su informe confirma que se encontró sangre de la víctima en el palo del barco, una pieza de aluminio, pero no se realizaron más estudios complementarios.

—Y tú sugieres que el diagnóstico del forense podría cuadrar con un golpe mortal provocado voluntariamente por otro ser humano —concluí.

—En efecto, Lola.

Ambos guardamos silencio. Finalmente, me decidí:

—Juan, debo decirte que no veo suficientes indicios para reabrir una investigación ya zanjada.

—¡Pero, Lola…!

—¡Ya sé, ya sé! Te conozco; ahora vas a argüir que no crees en casualidades y que esa muerte te da mala espina.

—Es verdad —contestó—, no creo en casualidades; y tú ya has probado la eficacia de mi olfato.

—Vale —dije tras pensarlo unos segundos—, implica un papeleo terrible, amén del azote de la prensa, pero si crees que es necesario reabrir el caso, lo haré. Espero que no sea precisa una exhumación.

—Me temo que será inevitable. El tipo era un modisto con cierto prestigio internacional.

—¿Un modisto de renombre? ¿Quién era?

—Espera que lea su nombre; lo tengo apuntado en el expediente… Sí, aquí está: se llamaba Faustino Gorla, sesenta y dos años, nacionalidad española.

Mi lamento se extendió por toda la cocina. Recordé la lista. En efecto, había visto su apellido escrito junto al resto de los investigados, pero al no situarlo junto al nombre, no me había llamado la atención.

—¿Faustino Gorla? ¡Más líos no, por favor! ¿Pero qué he hecho yo para merecer esto?

—¿Es que te suena su nombre?

—Sí, es un diseñador afamado y caro, de hecho yo tengo un traje de noche de su firma. Hace unos meses leí un reportaje sobre su vida en una revista que estaba en la peluquería… Bueno, no lo leí, pero sí me detuve a contemplar las fotos de su casa: un sitio maravilloso.

—¿Un tío famoso?

—Sí, aunque debía de ser bastante discreto. No me acuerdo por qué salió a la luz… Supongo que vistió a algún miembro de la aristocracia en algún acontecimiento y la prensa le dio cobertura.

—Nuevas complicaciones, Lola.

—Parece que es mi sino —contesté mecánicamente.

La luz de la mañana superó el muro y entró a raudales por la ventana, haciendo brillar los armarios lacados en blanco.

—Había previsto salir hacia Málaga después de comer; en estos casos, es mejor trabajar sobre el terreno. Iré en coche, las conexiones de los vuelos son horribles.

—Me parece muy bien, Juan, hay que asegurarse.

Hizo otra pausa. Intuía lo que iba a decir. Y lo dijo. Pronunció la frase con tono suplicante.

—¿Vendrás conmigo?

—¿Yo? No sé, en fin… No me gusta viajar de manera improvisada… Los colegios, Jaime…

—Si la juez que instruye el caso está presente, todo resultará mucho más fácil. Ninguna familia de luto acepta de buena gana que un policía ande merodeando por la casa del muerto y, mucho menos, desenterrando su cuerpo.

Sabía que tenía razón. No pude negarme.

—De acuerdo, si no queda más remedio, iré. Ahora le daré el disgusto a Jaime. Estaré preparada a mediodía. ¿Me puedes venir a buscar aquí? Así dejo el coche en casa y no llevo la maleta al juzgado.

—Vale, te recojo a la una.

—¿Cuántos días calculas que estaremos fuera?

—Una noche, dos a lo sumo.

—Una, y se acabó… —sentencié.

Juan se enfadó, mostrando su indignación.

—¡No eches el cierre antes de entrar, Lola! ¡Ésta es una investigación por asesinato múltiple; el horario de colegio de tus hijos no puede interferir en ella!

—¡Ya lo sé, Juan! Pero, si bien mi presencia es importante, mi permanencia allí no. Tras arreglar el papeleo, dejaré las cosas en tus manos y regresaré.

—De acuerdo —accedió.

Volví al café; se había enfriado. Me estaba empezando a preparar otro, cuando, de nuevo, el rítmico martilleo me detuvo. Esta vez sonaba el móvil. Contesté.

—¿Podría hablar con la juez MacHor, por favor?

—¿Quién pregunta por ella? —dije.

Ninguna preocupación era poca en aquellos momentos.

—Soy Lucas Andueza.

—¡Padre Andueza, qué pronto llama! ¿Ha resuelto el galimatías?

—No he resuelto nada, sólo llamo para comunicárselo. Sé que el tres, como el siete, son números importantes para los católicos, números cabalísticos, en cierto sentido mágicos. El tres lo es porque representa a la Trinidad, tres personas en un solo Dios, pero 3313 no tiene, que yo haya podido saber, significado alguno; ni siquiera diabólico. Me temo que deberá usted preguntar en otros foros.

—De acuerdo, padre, no se preocupe; llámeme si más tarde se le ocurre otra cosa.

Me aprestaba a colgar, cuando noté que mi interlocutor seguía allí.

—Padre Andueza, ¿quería decirme alguna cosa más?

Se tomó unos segundos para contestar.

—He de confesar, señoría, que he estado toda la noche dándole vueltas a esos números.

—¿Y a qué conclusión ha llegado?

—A ninguna en concreto; sólo espero que no sea el número de asesinatos que habrán de perpetrarse. Sin embargo, me llama la atención ese uno, el que despareja la cifra global.

—Tengo que reconocer mi incapacidad para seguirlo.

—Verá: el primer tres, podría ser el abad de Leyre; el segundo, el arzobispo. Luego viene un uno, que, claramente, es distinto de tres: ése sería el nuncio, con el que el asesino no ha logrado terminar.

—¿Y el último tres?

—Bueno, si mi interpretación resulta acertada, significaría que usted tendrá pronto más trabajo… porque si el asesino emplea el número tres cuando acierta…

Sentí un escalofrío al recordar lo que Iturri acababa de contarme: ¿podría ser Gorla el último número de esa lista?

—Es interesante esa teoría suya, aunque espero que se equivoque. Lo digo por el último tres —contesté, sin saber qué decir.

—¡Lo sé, señoría, es una interpretación absurda, pero no se me ha ocurrido otra!

—Creo, padre Andueza, que tanto usted como yo lo que necesitamos es dormir.

—Es verdad, al menos yo; no he pegado ojo esta noche. Pero está claro que esto no es lo mío: debería usted buscar a alguien que entienda de números; un matemático…

—Ése es un buen consejo, padre, gracias. No deje de llamarme si se acuerda de algo más.

¡Un matemático, claro! Cogí el teléfono y marqué el número de San Salvador de Leyre, rezando para que el hermano portero estuviera en su puesto.

—Monasterio de Leyre, ¿dígame?

—¡Gracias a Dios, que coge el teléfono, hermano Daniel! Soy la juez MacHor…

—Buenos días, señoría, veo que madruga usted…

—Sí, ¡qué remedio! —«Se me acumulan los muertos», pensé—. Verá, hermano, ya sé que no es una hora decente para molestarles, pero necesitaría hablar unos minutos con el hermano Chocarro. ¿Cree que será posible?

—¡Pues tiene usted suerte, señoría! Si le hubiera llamado dentro de quince minutos no habría podido ayudarla porque nos habría pillado en la oración matinal y no habríamos contestado al teléfono.

—Me alegra haber madrugado, entonces. ¿Podría avisarle, por favor?

—Creo que será mejor que cuelgue; yo busco a Chocarro y le digo que la llame. Este monasterio es muy grande y Chocarro se mueve mucho. Déjeme un número donde podamos localizarla, y él la llamará.

Se lo dicté y él tomó nota, lo repitió dos veces en voz alta para asegurarse de que lo había apuntado bien.

—Gracias, hermano Daniel. Cuando esto acabe, me gustaría ir un día a Leyre con mi familia. ¿Nos enseñará sus tesoros?

—¡Por supuesto, señoría! No sólo le enseñaré las muchas joyas que guardamos; le contaré también nuestras leyendas; a sus hijos les gustarán… Dragones y fantasmas…

Colgué y me acerqué a la ventana. No sé por qué, la posibilidad de compartir mis dudas con Chocarro me tranquilizaba. Tras las cortinas comenzaba a relumbrar el sol de junio. Corría algo de aire, pero parecía seco y pegajoso: nos esperaba otro tórrido día.

Oí un rumor. Antes de que la puerta batiente de la cocina girara sobre sus goznes, supe que mi marido se acercaba. Cuando sus zapatillas de suela blanda avanzan por el pasillo, se adhieren levemente al suelo y emiten un sonido peculiar. Me volví a tiempo de recibirle con una media sonrisa. Traía ojos de sueño y el cabello más alborotado que de costumbre: sus rizos color azabache empezaban a encanecerse alrededor de sus orejas, pero, para mi sorpresa y la de todos, carecía casi por completo de arrugas. Se acercó, echó hacia un lado la melena y me besó suavemente en la mejilla.

—Buenos días, Lolilla, ¿has podido descansar?

Su voz sonó más ronca de lo habitual.

—No mucho… ¿Y tú?

—He dormido poco, pero bien. ¡Gran tipo Tagliatelli, he soñado con él! Naturalmente, discutíamos sobre el alma de los asesinos.

—Sí, era un tipo simpático. ¿Sabes lo que me extrañó de él y de sus colegas?

—Que coincidieran todos en el color del traje.

—¡No seas tonto! Me extrañó que no hablaran de religión. Cuando os juntáis dos médicos, indefectiblemente termináis operando a alguien. Cuando lo hacemos los de mi gremio, salen inmediatamente a relucir los últimos dictámenes del Supremo; en cambio ellos no mencionaron ni una sola vez a Dios, su especialidad. Sólo el arzobispo de Burgos se interesó por los chicos; me preguntó si eran estudiosos, si me ayudaban en casa, si habían recibido el sacramento de la confirmación o si les daban clase de religión en la escuela.

—Mujer, seguro que vieron que los chicos eran estupendos y no les pareció educado preguntar.

Jaime dejó la taza de café sobre la mesa para ir en busca de sus tostadas integrales.

—No hay pan tostado, Lolilla.

—Se lo comieron ayer los hombres de negro; todo. ¿Por qué será que los clérigos siempre están famélicos? —comenté.

—¡Hija, te has levantado hoy anticlerical!

—No, no es eso. Sólo estoy cansada.

—Habrá que comprar tostadas esta tarde.

—Tendrás que hacerlo tú, debo salir de viaje —repliqué, con áspero tono de voz.

Sabía adonde conducía el camino que acabábamos de coger.

—¿De viaje? ¿A dónde vas?

—Me voy a Málaga con Iturri, por un asunto de la instrucción.

—¿Y por qué no va él solo? Al fin y al cabo, los jueces estáis por encima de todas esas cosas de policías.

—En este caso, no —contesté tajante.

Jaime apartó la mirada de la taza de café para dirigirla hacia mí. No dijo nada, se limitó a observarme mientras revolvía el café a toda velocidad con la cucharilla de plata.

—¿Qué? —le pregunté, devolviéndole la mirada con un destello furioso.

—Esta tarde llega Treisman.

—¿Treisman? ¿Quién es Treisman?

—David Treisman, el profesor de Columbia, ¿no te acuerdas? Le conociste el año pasado en París, en la cena de clausura del congreso sobre terapia celular.

—¡Estupendo! Me alegro mucho de que venga, lo pasaréis muy bien juntos.

—Se va a quedar dos días, sólo dos días: mañana y pasado mañana. Le invito yo, con la beca del Ministerio. Si tú no estás, ¿quién se va a ocupar de los niños?

—Tú, naturalmente.

—¿Y Treisman?

—Tendrá que ayudarte o ambos tendréis que negociar un horario de trabajo civilizado. Llegar a casa a las tres de la madrugada no es civilizado —añadí.

Mientras hablaba, había recordado aquella cena. Tras ella, ambos me habían llevado al hotel. Jaime se presentó en la habitación, pasadas las tres. Me despertó para decirme que el tal Treisman era un genio en no sé qué vector de terapia génica y que había sido una de las veladas más fascinantes de su vida. ¡Y yo me pasé la única noche que estuve en París contemplando la cursi cenefa del papel de las paredes de la habitación del hotel!

—Estoy seguro, Lolilla, de que puedes retrasarlo; son sólo dos días.

—No, no puedo.

—Dirás que no quieres —murmuró levantándose.

—No, digo que no puedo. Eres la única persona que no comprende que como juez tengo obligaciones inaplazables. Te recuerdo que hay alguien ahí fuera matando gente, y no a cualquiera, ¡a tus queridos curas!

—Y yo te recuerdo que, aunque seas juez, tienes obligaciones familiares —me recriminó, arqueando las cejas y torciendo la boca en un gesto de amargura.

—Un buen derechazo —le dije enfadada.

—Sí, eso mismo pienso yo.

Y salió, dejándome con la palabra en la boca.

Iba a comenzar a chillarle furiosa cuando sonó el teléfono.

—¿Quién es?

—Señoría, siento haber tardado tanto; tenía que preparar los ornamentos para celebrar la santa misa.

—¡Hermano Chocarro, gracias por llamar!

—Dice el hermano Daniel que quería preguntarme algo…

—Sí, es cierto. Ayer el asesino trató de atentar contra el nuncio del Papa en España, que había venido a Pamplona para oficiar los funerales por el arzobispo.

—¡Santo Dios!

—No se preocupe, frustramos sus propósitos. Pero dejó una nota… Un mensaje que no entendemos; he pensado que usted podría ayudarme a comprenderlo.

—Lo intentaré, ¿qué dice el mensaje?

—No dice nada, sólo es un número: el 3313.

—Curioso… —añadió, por todo comentario.

—¿Sabe qué significa?

—Los números no tienen por qué significar nada, señoría.

—El padre Andueza mencionaba que podía ser un número cabalístico.

—Demasiado grande para eso, señoría.

—Entonces, ¿no puede decirme nada sobre él?

—¡Ah, puedo decirle muchas cosas sobre él! Es un número elegante, sencillo, pero con personalidad, ¿no le parece? Y, además, es primo.

—¿Primo?

—Sí, es un número primo.

—Lo siento, hermano Chocarro, yo soy de letras. Las ecuaciones, funciones o curvas me dan alergia.

—No se preocupe, se lo explicaré de forma sencilla: un número primo es aquél que sólo puede dividirse por sí mismo o por la unidad. 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29 son primos… El 4, por ejemplo, no lo es, tampoco el 77 que es el producto de otros dos números primos: el 7 y el 11.

—Sí, ya lo entiendo. ¿Qué les hace tan especiales, son pocos?

—No, en absoluto: hay infinidad de ellos, pero, desde la antigüedad, se ha tenido a los primos como los números más misteriosos y puros de todo el lenguaje matemático. Uno de los trabajos que hice fue estudiar su distribución entre los números enteros. Hay gente que sostiene que su reparto entre sus parientes no primos se explica puramente como un fruto del azar. Pero yo no creo en el azar. Sé que existe un patrón discernible que explica el nacimiento de un número primo; que no sea capaz de descubrirlo únicamente muestra mi incompetencia, no su inexistencia.

—De acuerdo, hermano. ¿Y qué tienen que ver los números primos con la Iglesia?

Tardó unos segundos en responder.

—Que yo sepa nada, señoría. Sin embargo, creo haber leído en algún sitio que se hacía una comparación entre ellos y los santos. Tendría que buscar esa cita…

—¿Podría hacerlo, hermano?

—Sí, pero creo que tardaré un poco. Hasta las once no tenemos estudio.

—No se preocupe, llámeme al móvil cuando lo encuentre, por favor. Tengo que salir de viaje.

—De acuerdo. ¿Es tan amable de repetírmelo?

—¿Tiene dónde apuntarlo?

—No me hace falta apuntarlo, señoría: son números, me los aprenderé.

Iba a colgar cuando me acordé del perfume…

—¡Hermano, no cuelgue!

—Aquí sigo, dígame.

—¿Recibió el frasco de perfume?

—No, no he recibido nada… Aguarde, preguntaré al hermano portero…

Esperé su vuelta pegada al aparato, mientras trataba de serenarme inspirando profundamente. Todo inútil, mi inquietud podía cortarse.

—Señoría, ya lo tengo —oí al otro lado—. ¿Quiere que lo huela?

—Por favor…

—De acuerdo, ya estoy en ello…

No se tomó más que unos segundos.

—No es éste, señoría. Rotundamente no… —exclamó—. El olor que flotaba en la sacristía era más denso; más madera.

—De modo que, realmente, nuestro asesino tuvo un cómplice. Dos olores: uno en su iglesia abacial, otro en la ermita de Mendigorría. El suyo pudo robar el Sacramento; el otro, asesinar a los clérigos…

—Sí, es muy posible. Dos perfumes extraordinarios ocultando dos hálitos emponzoñados. El hedor del azufre envuelto en esencia de jazmín. ¡Qué pena!

—Sí, hermano, una pena… Como la que tengo ahora por tener que dejarle —le corté.

—Adiós, señoría.

Finalmente, salí de casa en taxi a las nueve, con la maleta a cuestas y dando un portazo, mientras insistía a voz en cuello que mi trabajo resultaba tan beneficioso y necesario para el bolsillo familiar como el de cualquier otro. A media mañana, cogí el teléfono dispuesta a llamar a Jaime, pero mi orgullo me lo impidió: ya lo haría él, si quería; sabía dónde encontrarme, llevaba su móvil.